Johannesburgo, 6 marzo
Hay algo en la situación de aquí, que dista mucho de ser saludable. Si me es lícito emplear una frase que he leído con frecuencia, diré que vivimos al borde de un volcán. Grupos de huelguistas (o de los hombres que dicen serlo) patrullan por las calles y le dirigen a uno miradas asesinas. Están escogiendo a los capitalistas para cuando llegue la hora de la matanza, supongo. No puede uno ir en taxi. Si uno monta, los huelguistas le vuelven a sacar. Y los hoteles nos anuncian, agradablemente, que cuando se acabe la comida, nos echarán a todos a la calle.
Me encontré con Reeves, mi amigo el laborista del Kilmorden, anoche. Está más acobardado que hombre alguno que haya conocido yo jamás. Se parece a toda esta gente. Todos ellos sueltan discursos inflamatorios inacabables, con fines políticos exclusivamente. Y luego se arrepienten de haberlos soltado. Anda la mar de ocupado ahora corriendo de un lado para otro y diciendo que no es suya la culpa de lo ocurrido en realidad. Cuando me encontré con él, estaba a punto de marcharse a Ciudad de El Cabo, donde tiene la intención de soltar un discurso en holandés, que durará tres días, justificándose y haciendo resaltar que las cosas que él dijo querían decir algo completamente distinto. Así, me alegro de no tener que sentarme en los estrados de la Asamblea Legislativa de África del Sur. Bastante mala es ya la Cámara de los Comunes; pero por lo menos, sólo usamos un idioma y hay ciertas restricciones a lo que se refiere a la longitud de los discursos. Cuando visité la Asamblea antes de salir de Ciudad de El Cabo, escuché a un caballero entrecano, de bigote lacio, que se parecía una barbaridad a la Tortuga de Alicia en el País de las Maravillas. Desgranaba sus palabras, una por una, de una manera la mar de melancólica. De vez en cuando lograba imbuirse de nuevas energías para continuar hablando mediante una exclamación que sonaba algo así como: Plat Skitl, y que pronunciaba con una vehemencia que contrastaba con el resto de su discurso. Cuando lo hacía, la mitad de su auditorio gritaba: «¡Guau! ¡Guau!», qué, posiblemente, será el equivalente a «¡Bien!, bien!», en holandés. Y la otra mitad se despertaba con sobresalto del agradable sueño que había estado echando. Se me dio a entender que el caballero aquel llevaba hablando tres días, por lo menos. Deben de tener la mar de paciencia en África del Sur.
He inventado tareas sin fin para que Pagett no se mueva de Ciudad de El Cabo; pero la fertilidad de mi imaginación ha acabado agotándose y viene a reunirse conmigo mañana con el mismo ánimo que el perro que acude a morir al lado de su amo. ¡Con lo bien que marchaban mis «Reminiscencias»! ¡Había inventado unas cosas extraordinariamente graciosas e ingeniosas que los cabecillas de la huelga me habían dicho a mí, y que yo había dicho a los cabecillas de la huelga!
Esta mañana se entrevistó conmigo un funcionario del Gobierno. Se mostró cortés, persuasivo, y misterioso. Empezó haciendo alusión a mi exaltada posición y a mi importancia. Y sugirió que me trasladara, o me dejara trasladar por él a Pretoria.
—Así, pues, ¿espera usted jaleo? —pregunté.
La contestación que me dio estaba concebida en términos tales, que nada en absoluto significaban. Conque deduje que esperaba que hubiese jaleo muy serio. Le insinué que su Gobierno estaba dejando que las cosas fuesen demasiado lejos.
—A un hombre —dijo sentenciosamente el otro— se le puede dejar obrar libremente para que él mismo se eche la zancadilla.
—En efecto… en efecto…
—No son los huelguistas los que arman el jaleo. Existe una organización que los azuza y apoya. Están entrando armas y explosivos en grandes cantidades y hemos logrado apoderarnos de ciertos documentos que derraman mucha luz sobre los métodos empleados para importarlos. Tienen una clave especial «Patatas» significa «detonadores»; «coliflor», «escopetas», otras legumbres representan distintos explosivos.
—Es muy interesante todo esto —comenté.
—Aún hay más, sir Eustace: tenemos toda suerte de razones para creer que el hombre que lo dirige todo, el genio organizador, se halla actualmente en Johannesburgo.
Me miró con tal fijeza al decirlo, que empecé a temer que me creyera a mí el genio en cuestión. Empecé a sudar al pensarlo y me arrepentí de haber concebido la idea de inspeccionar una revolución miniatura.
—No funcionan trenes entre Jo’burg y Pretoria —continuó—; pero puedo arreglar las cosas para que marche usted en automóvil particular. Pero si le detuvieran por el camino, puedo suministrarle dos pases distintos: un salvoconducto del Gobierno de la Unión y otro en el que se diga que es usted un turista inglés que no tiene nada que ver con la Unión.
—Uno para su gente y otro para los huelguistas, ¿verdad?
—Justo.
La idea no me hacía ni pizca de gracia. Ya sé lo que ocurre en casos así. Se azora uno y se hace un lío. Entregaría el salvoconducto equivocado y acabaría fusilado por un rebelde sanguinario, o por uno de los partidarios de la Ley y el Orden a quienes veo de patrulla por las calles, con sombrero hongo, fumando en pipa y con la escopeta metida descuidadamente bajo el brazo. Además, ¿qué haría yo en Pretoria? ¿Admirar la arquitectura de los edificios de la Unión Sudafricana y escuchar el eco de los disparos, hechos en los alrededores de Johannesburgo? ¿Quedaría encerrado allá, Dios sabe cuánto tiempo? Tengo entendido que han volado la vía férrea ya. Y no es como si pudiera uno echar un trago tranquilamente allí, por añadidura. Hace dos días que proclamaron la ley marcial.
—Mi querido amigo —le contesté—; no parece usted darse cuenta de que he venido a estudiar la situación en el Rand. ¿Cómo diablos quiere que la estudie desde Pretoria? Agradezco su interés por mi seguridad; pero no se moleste por mí. Nada me sucederá.
—Le advierto, sir Eustace, que la situación es seria.
—Si ayuno un poco, conservaré mejor la línea —respondí, con un suspiro.
Fuimos interrumpidos por la llegada de un telegrama con mi nombre. Lo leí con asombro:
«Anita sana y salva. Aquí conmigo en Kimberley. Susana Blair».
No creo haber creído nunca en la aniquilación de Anita. Esa jovencita parece singularmente indestructible. Se parece a esas pelotas patentadas que da uno a los perros para que jueguen. Posee la extraordinaria facultad de reaparecer siempre con la sonrisa en los labios. Sigo sin comprender por qué tuvo necesidad de salir del hotel a medianoche para ir a Kimberley. De todas formas, tampoco había tren. Tendrá que haberse puesto un par de alas de ángel y haber volado hasta allí. Y no supongo que llegue a explicármelo nunca. Nadie da explicaciones, por lo menos a mí. Siempre tengo que adivinar las cosas. Y resulta monótono cuando tiene uno que estar haciendo siempre lo mismo. Con toda seguridad, ello obedecerá a las exigencias del periodismo. «Cómo salté en bote las cataratas», por Nuestra Enviada Especial.
Doblé el telegrama y me deshice de mi amigo gubernamental. No me gusta la perspectiva de quedarme con hambre; pero no me alarma el peligro que pueda correr. Smuts se basta y se sobra para acabar con la revolución. Pero, daría una buena cantidad por algo que beber. ¿Tendrá Pagett suficiente sentido común para traer consigo una botella de whisky cuando llegue mañana?
Me puse el sombrero y salí, con la intención de comparar unos cuantos recuerdos. Las tiendas de curiosidades de Johannesburgo son bastante agradables. Estaba contemplando un escaparate lleno de objetos de arte, cuando un hombre que salía de la tienda tropezó conmigo. Con gran sorpresa mía, resultó ser Race.
Confieso que no pareció muy encantado de verme. Mejor dicho, su rostro reflejaba disgusto más que otra cosa; pero insistí en que me acompañara al hotel. Me canso de no tener a nadie más que a la señorita Pettigrew con quien poder hablar.
—No tenía la menor idea de que se hallara usted en Jo’burg —le dije en tono de quien tiene muchas ganas de hablar—. ¿Cuándo llegó?
—Anoche.
—¿Dónde se aloja?
—Con amigos.
Mostró tendencia a ser extraordinariamente taciturno y pareció hallar embarazosa mi pregunta.
—Espero que tendrán aves de corral —observé—. Resultará agradable dentro de muy poco una dieta de huevos frescos y algún que otro pollo viejo si es cierto todo lo que se dice.
—A propósito —dije, cuando nos hallamos de nuevo en el hotel—, ¿se ha enterado de que la señorita Beddingfeld está viva y coleando?
Él movió afirmativamente la cabeza.
—Nos dio un verdadero susto —proseguí—. Me gustaría saber a dónde diablos fue aquella noche.
—Estuvo en la isla cuando la andábamos buscando.
—¿Qué isla? No será aquélla en que se encontraba el joven.
—Sí que lo es.
—¡Cuán bochornoso! —murmuré—. Pagett quedará escandalizado. Jamás fue Anita Beddingfeld santo de su devoción. ¿Supongo que se trataría del mismo joven con quien había tenido la intención de reunirse en Durban primeramente?
—No lo creo.
—No me diga nada que no quiera decirme —le dije para animarle.
—Se me antoja que se trata de un joven al que todos quisiéramos echar el guante.
—¿No será…? —exclamé con creciente excitación.
Él movió afirmativamente la cabeza.
—Enrique Rayburn, alias Enrique Lucas… Este último es su verdadero nombre en realidad. Se nos ha escapado a todos otra vez; pero acabaremos atrapándole… y sin tardar mucho, por añadidura.
—¡Caramba, caramba! —murmuré.
—Sea como fuere, no creemos que la muchacha sea cómplice suya. Por su parte sólo se trata de… una cuestión de amor.
Siempre me había parecido que Race estaba enamorado de Anita. La forma en que dijo las últimas palabras confirmaron mis sospechas.
—Se ha marchado a Beira —prosiguió, con cierta precipitación.
—¿Sí? —respondí mirándole con fijeza—. ¿Cómo lo sabe usted?
—Me escribió desde Bulawayo anunciándome que regresaba a Inglaterra por ese camino. Es lo mejor que puede hacer, pobre chica.
—No sé por qué me parece que no está en Beira —dije, pensativo.
—Estaba a punto de salir para allá cuando escribió.
Quedé un poco extrañado. Alguien mentía. Sin pararme a pensar que Anita pudiera tener excelentes motivos para intentar despistar, me permití el gusto de darle en las narices a Race. ¡Se muestra siempre tan seguro! Parece como si diera a sus palabras valor de sentencia. Saqué el telegrama del bolsillo y se lo entregué.
—Entonces, ¿cómo se explica esto? —inquirí, tranquilamente.
Pareció quedar estupefacto.
—Dijo que estaba a punto de salir para Beira —contestó como aturdido.
Ya sé que a Race se le tiene por inteligente. En mi opinión, sin embargo, es un hombre bastante estúpido. No parecía habérsele ocurrido que las muchachas no siempre dicen la verdad.
—Kimberley, por añadidura… ¿Qué está haciendo allí? —murmuró.
—Si; eso me sorprendió. Yo hubiese creído que la señorita Beddingfeld acudiría aquí con el fin de recoger noticias para su periódico.
—Kimberley —volvió a decir. Dijérase que el nombre le producía disgusto—. No hay nada que ver allí… las minas no funcionan.
—Ya sabe usted lo que son las mujeres —dije yo.
Sacudió la cabeza y se fue. Es evidente que le he dado algo en qué pensar.
No bien se hubo marchado, apareció de nuevo el funcionario gubernamental.
—Espero que me perdonará usted por molestarle otra vez, sir Eustace —se excusó—; pero quisiera hacerle una pregunta o dos. ¿Querrá usted contestarme sinceramente?
—No hay inconveniente, amigo mío —le repuse alegremente—. Ya puede usted preguntar.
—Se relacionan con su secretario…
—No sé una palabra de él —me apresuré a decir—. Se me colgó en Londres, me robó documentos de valor que me van a costar a mí un disgusto… y desapareció como por arte de magia en Ciudad de El Cabo. Es cierto que me hallaba yo en las Cataratas al mismo tiempo que él; pero yo me encontraba en el hotel y él en una isla. Le puedo asegurar que no le he puesto la vista encima en todo el tiempo que he estado allí.
Me detuve a recobrar el aliento.
—No me ha comprendido usted. De quien hablaba era de su otro secretario.
—¿Cómo? ¿De Pagett? —exclamó, asombrado—. Lleva ocho años conmigo… es un hombre de toda confianza.
Mi interlocutor sonrió.
—Seguimos sin entendernos. Me refiero a la señorita.
—¿A la señorita Pettigrew? —exclamé.
—Sí. Se la ha visto salir de la tienda de Curiosidades Indígenas de Agrasato.
—¡Dios Santo! —le interrumpí—. Tenía la intención de entrar en esa tienda yo esta tarde. ¡Hubiera podido sorprenderme a mí saliendo de allí!
No parece haber en Jo’burg cosa inocente alguna que pueda uno hacer sin que despierte las sospechas de alguien.
—¡Ah! Es que ha estado allí más de una vez… y en circunstancias sospechosas. Más vale que le diga, en confianza, sir Eustace… que se cree que la tienda en cuestión es el punto de cita empleado por la organización culpable de esta huelga. Por eso me gustaría saber todo lo que usted pudiese decirme de esa señorita. ¿Dónde y cómo llegó usted a aceptar sus servicios?
—Me fue prestada —le repliqué fríamente— por el propio gobierno de la Unión Sudafricana.
Se quedó completamente aplastado.