Capítulo XXV

Recobré el conocimiento lenta y dolorosamente. Me dolía la cabeza y sentí una punzada en el brazo izquierdo cuando intenté moverme y todo me parecía irreal, un sueño. Flotaron ante mí visiones de pesadilla. Me sentí caer, volver a caer. Una vez, el rostro de Enrique Rayburn pareció surgir de una bruma. Casi lo imaginé real. Luego se volvió a alejar flotando como burlándose de mí. Recuerdo que una vez alguien me acercó una taza a los labios y bebí. Un rostro negro se acercó al mío, sonriente, y solté un chillido. Después, sueños otra vez, sueños largos y agitados en los que buscaba en vano a Enrique Rayburn para ponerle en guardia, en guardia… ¿contra qué? Ni yo misma lo sabía. Pero existía un peligro, corría un gran peligro, y sólo yo podía salvarle. Luego la oscuridad otra vez, piadosas tinieblas y sueño verdadero reparador.

Me desperté, por fin, dueña de mí otra vez. La larga pesadilla había terminado. Recordaba perfectamente todo lo ocurrido: mi precipitada huida del hotel para acudir a la cita con Enrique, el hombre en las sombras, el último y terrible momento de mi caída…

Milagrosamente no me había matado. Estaba magullada, dolorida y muy débil; pero seguía con vida. Sin embargo, ¿dónde me encontraba? Moviendo la cabeza con dificultad, miré a mi alrededor. Me hallaba en un cuarto pequeño, de paredes de tosca madera. Colgaban de ellas enormes pieles de animales y varios colmillos de marfil. Yacía sobre un lecho tosco, cubierto también de pieles, y tenía el brazo izquierdo vendado y me sentía entumecida e incómoda. Al principio creí que estaba sola. A continuación, vi la figura de un hombre sentado entre mí y la luz, con la cabeza vuelta hacia la ventana. Estaba tan quieto, que parecía tallado en madera. La negra cabeza de pelo cortado al rape me pareció conocida; pero no me atreví a dar rienda suelta a mi imaginación. De pronto se volvió y contuve el aliento. Era Enrique Rayburn. Enrique Rayburn en persona.

Se puso en pie y se acercó a mí.

—¿Se encuentra mejor? —preguntó con cierto embarazo.

No pude responder. Las lágrimas resbalaban por mis mejillas. Estaba débil aún, pero así su mano con las dos mías. Si pudiera morir así, mientras me estuviera mirando él con aquella expresión en los ojos…

—No llores, Ana. Por favor, no llores. No corres peligro ahora. Nadie te hará daño.

Fue en busca de una taza y me la trajo.

—Bebe esta leche.

Bebí sumisa. Él siguió hablando en voz baja, pensativa, como si estuviese hablando con una criatura.

—No me hagas más preguntas ahora. Vuelve a dormirte. Te pondrás más fuerte con el tiempo. Me marcharé si quieres.

—¡No! —exclamé—. ¡No, no!

—Entonces, me quedaré.

Acercó un escabel a mi lado y se sentó. Posó su mano sobre la mía y me apaciguó y consoló. Me quedé dormida otra vez.

Debía de ser de noche entonces; pero cuando volví a despertarme, el sol tocaba a su cénit. Me encontraba sola en la cabaña; pero al moverme, una indígena vieja entró corriendo. Era fea como un pecado; pero me sonrió animadora. Me trajo agua en un cuenco y me ayudó a lavarme la cara y las manos. Luego me dio un tazón muy grande de sopa, y me tomé hasta la última gota. Le hice varias preguntas; pero ella se limitó a sonreír y a mover afirmativamente la cabeza, y a hablar en un idioma gutural. Conque deduje que no sabía una palabra de inglés.

De pronto se irguió y se retiró respetuosamente al entrar Enrique Rayburn. Él la despidió con un gesto y la mujer se fue, dejándonos solos. Enrique me sonrió.

—Hoy sí que está mejor, ¿verdad?

—Sí; en efecto; pero aturdida aún. ¿Dónde estoy?

—En una islita de Zambeze, a unas cuatro millas de las Cataratas.

—¿Saben… saben mis amigos que estoy aquí?

Él negó con la cabeza.

—Es preciso que les mande un aviso.

—Como usted quiera, claro está; pero en su lugar, yo aguardaría a encontrame un poco más fuerte.

—¿Por qué?

Él no contestó inmediatamente; conque proseguí:

—¿Cuánto tiempo llevo aquí?

Su contestación me dejó estupefacta.

—Cerca de un mes.

—¡Oh! —exclamé—. Tendré que mandarle aviso a Susana. Debe de estar consumida de ansiedad.

—¿Quién es Susana?

—La señora Blair. Estaba con ella, y sir Eustace, y el coronel Race, en el hotel…, pero ¿eso ya lo sabía usted?

Él movió negativamente la cabeza.

—Yo no sé nada, salvo que la encontré a usted en la bifurcación de la rama de un árbol, sin conocimiento y con el brazo dislocado.

—¿Dónde estaba ese árbol?

—Por encima del desfiladero. De no habérsele enganchado la ropa en las ramas, se hubiera hecho usted pedazos.

Me estremecí. Luego me asaltó un pensamiento.

—Dice usted que no sabía que me hallaba allí. ¿Y su mensaje, entonces?

—¿Qué mensaje?

—La nota que me mandó pidiéndome que fuera a verle al claro.

Me miró boquiabierto.

—Yo no le he enviado mensaje alguno.

Me puse colorada como un tomate. Afortunadamente, él no pareció darse cuenta de ello.

—¿Cómo llegó a encontrarse usted tan milagrosamente a mano? —inquirí, con toda la serenidad que pude—. Y, ¿qué hace usted en esta parte del mundo?

—Vivo aquí simplemente.

—¿En esta isla?

—Sí. Vine aquí después de la guerra. A veces llevo clientes del hotel a dar un paseo en mi embarcación; pero necesito muy poco para vivir, y por regla general, hago lo que se me antoja.

—¿Vive completamente solo aquí?

—Puedo asegurarle que no siento nostalgia de compañía —replicó, con frialdad.

—Lamento haberle impuesto la mía —repuse—; pero no parezco haber tenido yo mucho que ver con el asunto.

Con gran sorpresa mía, le bailó la risa en los ojos durante unos segundos.

—Nada en absoluto —aseguró—. Me la eché al hombro como si fuera un saco de patatas y me la llevé al bote. Como un hombre de la Edad de Piedra.

—Pero con distinta intención —observé.

Fue él quien se puso colorado esta vez. El bronceado de su tez pareció fundirse.

—Pero no me ha dicho usted cómo es que andaba vagando por ahí tan oportunamente —me apresuré a decir para ocultar su confusión.

—No podía dormir. Estaba inquieto…, turbado… Tenía el presentimiento de que iba a suceder algo. Acabé por meterme en el bote, cruzar a tierra y echar a andar hacia las Cataratas. Me encontraba a la entrada de la garganta de palmeras cuando oí su grito.

—¿Por qué no fue a buscar ayuda al hotel en lugar de cargar conmigo hasta aquí? —pregunté.

Volvió a ponerse colorado.

—Supongo que a usted le parecerá una libertad imperdonable…, pero ¡no creo que se dé usted cuenta de su peligro aún! ¿Opina que debiera de haber informado a sus amistades? ¡Valientes amigos que consintieron que se tendiera un lazo para matarla! No; me dije que yo podría cuidarla mucho mejor que ninguna otra persona. No viene ni un alma a esta isla. Busqué a la vieja Batana, a la que curé unas fiebres en cierta ocasión, para que la asistiera. Es leal. Jamás dirá una palabra. Podría tenerla a usted aquí meses y meses y nadie lo sabría.

¡Podría tenerla a usted aquí meses y meses y nadie lo sabría! ¡Cómo le encantan a una ciertas palabras!

—Hizo usted muy bien —dije—. Y no mandaré aviso a nadie. Un día o dos más de ansiedad no importa gran cosa. No es como si se tratara de familia mía. No son más que conocidos en realidad… ni de la propia Susana puedo decir que sea más; y la persona que escribió la nota tiene que haber sabido… mucho. No fue obra de un extraño.

Logré mencionar la nota, esta vez sin ruborizarme.

—Si se dejara guiar por mí… —dijo, vacilando.

—No supongo que me deje —le respondí, con franqueza—. Pero no perderé nada en escucharle.

—¿Hace usted siempre lo que le da la gana, señorita Beddingfeld?

—Por regla general —respondí, con cautela.

De haberme hecho semejante pregunta cualquier otra persona hubiera contestado: «Siempre».

—Compadezco a su esposo —dijo inesperadamente.

—No tiene usted por qué compadecerle —le repliqué—. No soñaría siquiera con casarme con un hombre a menos que estuviese locamente enamorada de él. Y, claro está, no hay cosa que más entusiasme a una mujer que el hacer las cosas que no le gusta hacer, nada más que por amor al hombre a quien quiere. Y cuanto más voluntariosa es, más le gusta.

—Me temo que no estoy de acuerdo con usted. Se invierten los papeles por regla general.

Hablaba con cierto dejo de desdén.

—Precisamente —exclamé con avidez—. Y por eso hay tantos matrimonios desdichados. La culpa es toda del hombre. O cede a la mujer (en cuyo caso ella le desprecia), o se muestra completamente egoísta, se empeña en salir siempre con la suya y ni siquiera dice «gracias» una sola vez. Los maridos que hacen un éxito del matrimonio obligan a sus mujeres a hacer lo que ellos quieren, y luego las colman de atenciones y de muestras de agradecimiento por haberlo hecho. A las mujeres les gusta que las dominen; pero detestan que no sean apreciados sus sacrificios. Por otra parte, los hombres no quieren a la mujer que se muestra agradable con ellos continuamente. Cuando yo me case, seré un verdadero demonio la mayor parte del tiempo. Pero alguna vez, cuando mi esposo menos lo espere, ¡le demostraré cuán angélica puedo ser!

Enrique soltó una carcajada.

—¡Qué vida de perros llevarán!

—Los que se quieren, se pelean siempre —le aseguré— porque no se comprenden. Y para cuando llegan a comprenderse, han dejado de quererse ya.

—¿Es lo contrario cierto también? ¿Se quieren siempre las personas que andan siempre a la greña?

—No…, no lo sé —respondí, confusa momentáneamente.

Se volvió hacia el hogar.

—¿Quiere un poco más de sopa? —inquirió.

—Sí, por favor. Tengo tanto apetito, que sería capaz de comerme un hipopótamo.

—Buena señal.

—Cuando pueda levantarme de aquí, guisaré yo —le prometí.

—No creo que sepa usted una palabra de cocina.

—Soy capaz de calentar el contenido de una lata tan bien como pueda hacerlo usted —le contesté, señalando la hilera de latas de conserva que había sobre la repisa de la chimenea.

Touché! —dijo él.

Y se echó a reír.

Todo su semblante cambiaba cuando reía. Se hacía infantil, feliz… una personalidad distinta.

Me tomé la sopa con verdadera fruición. Mientras lo hacía, le recordé que, después de todo, no me había dado el consejo prometido.

—Ah, sí… Lo que iba a decir era lo siguiente: Yo, en su lugar, permanecería aquí, perdida, hasta encontrarme completamente restablecida. Sus enemigos la creerán muerta. No les sorprenderá no hallar su cadáver. Se hubiera deshecho contra las rocas y se lo hubiese llevado la corriente.

Me estremecí.

—Una vez haya recobrado la salud, puede dirigirse a Beira y embarcarse con rumbo a Inglaterra.

—Eso resultaría demasiado manso —objeté, desdeñosa.

—Ésas son palabras de colegiala alocada.

—¡Yo no soy una colegiala alocada! —exclamé, indignada—. ¡Soy una mujer!

Me miró con una expresión que no pude sondear, cuando me incorporé excitada.

—¡Válgame Dios! —murmuró—. ¡Es verdad!

Y giró bruscamente sobre sus talones y se fue. Me restablecí con rapidez. Sólo había recibido un fuerte golpe en la cabeza y me había dislocado el brazo. Esto último era lo más serio. Al principio, Enrique había creído que lo tenía fracturado. Un cuidadoso examen, sin embargo, le había convencido de que no era así, y aunque me dolía bastante, empezaba a poder usarlo otra vez ya.

Fue una temporada singular. Estábamos aislados del mundo, tan solos como pueden haberlo estado Adán y Eva, pero… ¡con una diferencia! La vieja Batani revoloteaba a nuestro alrededor, aunque le hacíamos tanto caso como si no hubiese existido. Me empeñé en hacer yo los guisos, o todos los que me era posible hacer con una sola mano por lo menos. Enrique se hallaba fuera gran parte del tiempo; pero nos pasábamos largas horas juntos, tendidos a la sombra de las palmeras, hablando y regañando, discutiendo toda clase de temas, peleándonos y volviendo a hacer las paces. A pesar de nuestras numerosas discusiones, nació entre nosotros una camaradería real y duradera que jamás hubiese creído yo posible. Eso y otra cosa.

Se acercaba el momento para marcharme. Y al pensar en ello sentía como un peso en el corazón. ¿Me iba a dejar marchar? ¿Sin una palabra? ¿Sin una señal? Sufría accesos de taciturnidad, largos intervalos de cavilación, momentos en que se ponía en pie de un salto y se marchaba solo. Cierto atardecer llegó la crisis. Habíamos dado fin a nuestra sencilla comida y nos hallábamos sentados a la puerta de la cabaña. El sol tocaba a su ocaso.

Enrique no había podido suministrarme uno de los artículos de primera necesidad para una mujer: las horquillas. El cabello, liso y negro, me colgaba hasta las rodillas. Estaba sentada, barbilla en mano, absorta en mis pensamientos. Sentí, más que vi, que Enrique me estaba contemplando.

—Pareces una hechicera, Anita —dijo por fin.

Y había en su voz algo que nunca había habido en ella antes.

Alargó una mano y me tocó el cabello. Me estremecí. De pronto se puso en pie mascullando una maldición.

—¡Tienes que marcharte de aquí mañana! ¿Lo has oído? —exclamó—. No… no puedo soportar más. Después de todo, soy humano. Es preciso que te vayas, Ana. Es preciso. No eres tonta. Tú sabes que esto no puede continuar.

—Supongo que no —repuse yo lentamente—. Pero… ha sido una temporada feliz, ¿verdad?

—¿Feliz? ¡Ha sido un verdadero infierno!

—¿Tan malo como todo eso?

—¿Por qué me atormentas? ¿Por qué te burlas de mí? ¿Por qué dices eso… riéndote por entre el cabello?

—No me reía. Y no me burlo. Si tú quieres que me vaya, me iré; Pero si quieres que me quede…, me quedaré.

—¡Eso no! —exclamó con vehemencia—. ¡Eso no! No me tientes, Ana. ¿Te das cuenta de lo que soy? Un hombre dos veces criminal. Un hombre perseguido. Aquí me conocen bajo el nombre de Enrique Parker… Creen que he estado haciendo una excursión por el interior. Pero el día menos pensado comprenderán la verdad… y caerá el golpe. Eres tan joven, Ana… y tan hermosa… Con esa hermosura que enloquece a los hombres. Todo el mundo se abre ante ti… amor, vida, todo. Yo dejé mi vida atrás…, arrasada, quemada, con un sabor amargo a cenizas.

—Si no me quieres…

—Tú sabes que te quiero. Tú sabes que daría el alma por cogerte entre mis brazos y conservarte entre ellos oculta a los ojos del mundo, para toda la eternidad. Y me estás tentando, Anita. Tú, con tu largo cabello de hechicera, con tus ojos que son dorados y pardos, y verdosos, y que nunca dejan de reír ni aun cuando tus labios tienen una expresión solemne. Pero te salvaré de ti misma y de mí. Te irás esta noche. Marcharás a Beira…

—Yo no iré a Beira —le interrumpí.

—Irás. Irás a Beira aunque tenga que llevarte allí yo mismo y tirarte al barco. ¿De qué crees tú que estoy hecho? ¿Crees tú que estoy dispuesto a despertarme noche tras noche temiendo que te hayan cogido? Uno no puede esperar que los milagros se sigan produciendo. Tienes que volver a Inglaterra, Anita… y… y casarte y ser feliz.

—¡Con un hombre que tenga bien sentada la cabeza y me dé un buen hogar!

—Más vale eso que… una catástrofe.

—Y tú…, ¿qué?

Tornóse duro de semblante.

—Tengo mi trabajo a mano. No me preguntes cuál es. Es posible que lo adivines. Pero una cosa te diré: demostraré mi inocencia o moriré intentándolo. Y estrangularé con mis propias manos al canalla que hizo lo posible por asesinarte la otra noche.

—Hay que ser justos —dije—. No me empujó al abismo él.

—No tenía necesidad de hacerlo. Era más ingenioso su plan. Subí por el camino después. Todo parecía en orden; pero por las señales que encontré en el suelo, vi que las piedras que sirven para señalar el camino habían sido arrancadas y colocadas de nuevo en otro sitio. En la misma orilla y creciendo hacia fuera hay unos matorrales altos. Las piedras exteriores habían sido colocadas sobre los matorrales, de forma que, cuando creyeras estar siguiendo el camino, estuvieses, en realidad, poniendo los pies en el vacío. ¡Que Dios le ampare si llego yo a echarle la mano encima, no habrá remisión para él!

Hizo una pausa, y luego dijo en tono distinto:

—Nunca hemos hablado de estas cosas, Anita, ¿verdad? Pero ha llegado el momento. Quiero que conozcas toda la historia…, desde el principio.

—Si te resulta doloroso resucitar lo pasado, no me lo cuentes —dije yo, en voz baja, impaciente por saberla.

—Es que quiero que la conozcas. Nunca creí que hablara jamás con nadie de esa parte de mi vida. Es curioso, ¿verdad?, las tretas que nos gasta el Destino.

Guardó silencio unos minutos. Se había puesto el sol y la aterciopelada oscuridad de la noche africana nos envolvía como un manto.

—Parte de esa historia la conozco ya —le advertí con dulzura—. Sé que tu verdadero nombre es Enrique Lucas.

Aun entonces vaciló, sin mirarme, con la vista fija delante de él. No tenía la menor idea de lo que estaba pasando por la imaginación. Por fin movió la cabeza espasmódicamente, como si asintiera con alguna decisión que acababa de tomar. Y dio principio a su relato.