Capítulo XXIV

Llegamos a Bulawayo a primera hora de la mañana del sábado. El lugar me desilusionó. Hacía mucho calor y el hotel me resultó odioso. Además, sir Eustace estaba con morros; esto es la única manera de que pueda expresar su humor. Yo creo que eran nuestros animalitos de madera los que le molestaban, sobre todo la jirafa. Era una jirafa colosal, de cuello imposible, ojo apacible y rabo abatido. Tenía personalidad. Tenía encanto. Empezaba a iniciarse ya entre Susana y yo una controversia acerca de cuál de las dos sería su dueña. Cada una de nosotras había contribuido con un tiki para comprarla. Susana alegaba a su favor tener más edad que yo y ser casada. Yo insistía en que había sido la primera en descubrir su belleza.

Entretanto, he de confesar que ocupaba demasiado espacio del que disponíamos. El transportar cuarenta y nueve animales de madera, todos ellos de forma complicada y de madera extremadamente frágil, resultaba un verdadero problema. Cargamos a dos mozos con una manada de animales. Uno de ellos dejó caer inmediatamente un grupo de preciosos avestruces y les rompió la cabeza. Escarmentadas por aquello, Susana y yo cargamos con todos los que pudimos. El coronel Race nos ayudó y yo le puse a sir Eustace la jirafa en los brazos. Ni siquiera la correcta señorita Pettigrew pudo librarse: le tocó transportar un hipopótamo muy grande y dos guerreros negros. Tuve la impresión de que no le era muy simpática la carga a la nueva secretaria. Quizá le pareciera yo una descarada. Sea como fuere, el caso era que su rostro no me resultaba del todo desconocido, aunque no lograba recordar dónde lo había visto antes.

Descansamos la mayor parte de la mañana, y por la tarde fuimos a los Matoppos a ver la tumba de Rhodes. Es decir, habíamos de hacerlo; pero a última hora, sir Eustace se echó atrás. Estaba casi de tan mal humor como en la mañana que llegamos a la Ciudad de El Cabo, cuando se le ocurrió botar melocotones contra el suelo y se le despachurraron. Evidentemente, el llegar temprano a los sitios no es bueno para su temperamento. Maldijo a los mozos; maldijo a los camareros a la hora del desayuno; maldijo a toda la dirección del hotel y, sin duda alguna, hubiese querido maldecir a la señorita Pettigrew. Es la viva imagen de la secretaria eficaz de las novelas. Salvé a nuestra querida jirafa justamente a tiempo. Estoy convencido de que a sir Eustace le hubiese encantado estrellarla contra el suelo.

Pero volvamos al asunto de la expedición. Después de echarse atrás sir Eustace, la señorita Pettigrew dijo que también se quedaría ella, por si acaso su jefe la necesitaba. Y, en el último instante, Susana mandó decir que tenía un fuerte dolor de cabeza. Conque el coronel Race y yo nos marchamos solos.

El coronel era un hombre extraño. Uno no se da tanta cuenta de ello cuando hay más gente. Pero cuando se halla a solas con él, su personalidad casi resulta abrumadora. Se torna más taciturno, no obstante lo cual su silencio parece decir mucho más que su conversación.

Así fue aquel día cuando nos dirigimos a los Matoppos en automóvil cruzando por entre los chaparrales. Todo parecía guardar silencio, menos nuestro coche, que seguramente era el primer «Ford» construido en el mundo. La tapicería estaba hecha unos zorros y, aunque no entiendo una palabra de motores, hasta yo me daba cuenta de que aquél no funcionaba como debía funcionar.

Poco a poco fue cambiando el aspecto del campo. Aparecieron grandes piedras amontonadas hasta formar fantásticas figuras. Experimenté, de pronto la sensación de que me encontraba en una edad prehistórica. Durante unos momentos los hombres de Neanderthal me parecieron seres tan reales como le habían parecido a papá. Me volví hacia el coronel Race.

—Debieron de existir gigantes en otros tiempos —dije con soñadora voz—; y sus hijos serían igual que los niños de hoy. Jugarían con puñados de guijarros, amontonándolos y volviéndolos a hundir. Y cuanto más mañosamente lograran equilibrarlos más satisfechos quedarían. Si hubiera yo de bautizar este lugar, le daría el nombre de El País de los Niños Gigantes.

—Quizás ande más cerca de la realidad de lo que usted se figura —respondió el coronel Race solemnemente—. Sencilla, primitiva, grande… eso es lo que es África.

Asentí con un movimiento de cabeza comprensivo.

—Usted la ama, ¿verdad? —pregunté.

—Sí. Pero el vivir en África mucho tiempo… bueno, le hace a uno lo que usted llamaría cruel. Uno llega a dar muy poco valor a la vida y a la muerte.

—Sí —murmuré yo pensando en Enrique Rayburn. Él había sido así también—. Pero no cruel para con los seres débiles, ¿verdad?

—Depende de lo que uno entienda por «seres débiles», señorita Ana.

Había en su voz un dejo tan serio que casi me sobresaltó. Me di cuenta de que, en realidad, sabía muy poco de aquel hombre que se hallaba sentado junto a mí.

—Creo que quise decir niños y perros.

—Puedo decir sin mentir que jamás he sido cruel para con niños o perros. Conque… ¿usted no clasifica a las mujeres entre los seres débiles?

Reflexioné.

—No; me parece que no… aunque supongo que lo son. Es decir, lo son hoy día. Pero papá decía siempre que, en tiempos primitivos, hombres y mujeres erraban por el mundo, iguales en fuerza… como leones y tigres…

—¿Y jirafas? —inquirió el coronel con malicia.

Reí. Todo el mundo se burlaba de aquella jirafa.

—Y jirafas. Porque eran nómadas ¿comprende? Las mujeres sólo se hicieron débiles cuando se formaron comunidades e hicieron ellas una cosa mientras los hombres se dedicaban a otra. Y, claro está, en el fondo uno sigue siendo igual… uno siente lo mismo, quiero decir. Por eso adora la mujer la fuerza física del hombre. Es algo que tuvo en otros tiempos y que ahora ha perdido.

—En otras palabras, es una especie de culto a los antepasados, ¿no?

—Algo así.

—¿Y cree usted de verdad que eso es cierto? ¿Que las mujeres adoran la fuerza bruta quiero decir?

—Creo que es completamente cierto… si una es sincera. Una cree admirar cualidades morales, pero cuando una se enamora se convierte de nuevo en un ser primitivo y lo físico es lo único que tiene valor para ella. Pero no creo que sea eso el fin. No vivimos en tales condiciones sin embargo. Conque, a fin de cuentas, vence lo otro después de todo. Son las cosas aparentemente vencidas las que siempre ganan, ¿no le parece? Ganan de la única manera que importa. Algo así como lo que dice la Biblia de perder el alma y encontrarla.

—A fin de cuentas —dijo el coronel Race pensativo—, uno se enamora… y se desenamora. ¿Es eso lo que quiere decir?

—No es eso exactamente, pero puede expresarlo así si quiere.

—Pero no creo que se haya desenamorado usted nunca, ¿verdad, señorita Ana?

—No, desde luego —reconocí con franqueza.

—Ni que se haya enamorado tampoco.

No respondí.

El coche se detuvo y puso fin a nuestra conversación. Nos apeamos y empezamos el lento ascenso hacia el Mirador del Mundo. Sentí, y no por primera vez, un leve desasosiego en la compañía del coronel. ¡Velaba tan bien sus pensamientos tras los impenetrables ojos negros! Me asustaba un poco. Nunca sabía a qué atenerme con él. Seguimos ascendiendo en silencio hasta llegar al punto en que yace sepultado Rhodes, custodiado por gigantescas peñas. Lugar extraño, imponente, lejos de todo trasiego humano, que entona un eterno canto triunfal con su indómita belleza.

Permanecimos sentados allí un buen rato en silencio. Luego descendimos de nuevo, desviándonos un poco del camino. A veces el descenso era difícil y una vez llegamos a una pendiente o peña casi vertical.

El coronel se adelantó. Luego se volvió para ayudarme.

—Más vale que la alce —dijo de pronto.

Y me levantó en vilo con un rápido movimiento.

Me di cuenta de su fuerza cuando me puso en pie de nuevo y me soltó. Hombre de hierro, con músculos tirantes como el acero. Y volví a sentir miedo, sobre todo al no apartarse él a un lado, sino quedarse de pie ante mí, mirándome de hito en hito durante unos momentos.

—¿Qué es lo que hace usted aquí en realidad, Ana Beddingfeld? —me preguntó bruscamente.

—Soy una gitana que quiere ver mundo.

—Sí; eso es cierto. La correspondencia del periódico no es más que un pretexto. No tiene usted alma de periodista. Está campando por sus respetos, intentando disfrutar de la vida. Pero eso no es todo.

¿Qué era lo que iba a obligarme a decirle? Tuve miedo, ¡miedo! Le miré cara a cara. Mis ojos no saben guardar secretos como los suyos; pero tienen el poder de llevar la guerra a territorio enemigo.

—¿Qué es lo que hace usted realmente aquí, coronel Race? —le pregunté.

Durante un instante creí que no iba a contestarme. Era evidente que le había dejado un poco parado sin embargo. Por fin habló, y sus palabras parecieron proporcionarle cierta sombría diversión.

—Persigo la ambición —repuso—. Tal como suena. Persigo la ambición. Recordará usted, señorita Beddingfeld, que «por tal pecado cayeron los ángeles», etc.

—Dicen —observé yo lentamente— que está usted relacionado, en realidad, con el gobierno… que pertenece al Servicio Secreto. ¿Es cierto eso?

¿Fue ilusión mía, o vaciló una fracción de segundo antes de responder?

—Puedo asegurarle, señorita Beddingfeld, que me hallo aquí como simple particular y que viajo con el exclusivo fin de distraerme.

Al recordar su respuesta más adelante, se me antojó ligeramente ambigua. Quizá tuviera él la intención de que lo fuese.

Volvimos al coche en silencio. A mitad de camino de Bulawayo nos detuvimos a tomar el té ante una construcción bastante primitiva que se alzaba al lado del camino. El propietario estaba cavando en el jardín y pareció molestarle que le turbasen. Pero prometió hacer lo que pudiera. Tras una espera interminable, nos trajo unas pastas rancias y té templado. Luego volvió a desaparecer en el jardín.

No bien hubo marchado él, nos vimos rodeados de gatos. Seis de ellos, que maullaban lastimeramente a coro. El ruido era ensordecedor. Les ofrecí unos pedazos de pasta. Los devoraron con voracidad. Derrame toda la leche que había en un platillo y lucharon unos contra otros por bebérsela.

—¡Oh! —exclamé indignada—, ¡están muertos de hambre! Es un crimen. Por favor, pida más leche y otro plato de pastas.

El coronel Race marchó en silencio a cumplir mi mandato. Los gatos se habían puesto a mayar otra vez. Regresó con una gran jarra de leche y los gatos se la bebieron.

Me puse en pie, con gesto de determinación.

—Voy a llevarme a estos gatos… No los dejaré aquí.

—Mi querida criatura, no sea absurda. No puede cargar con seis gatos y cincuenta animalitos de madera.

—No se acuerde de los animales de madera. Esos gatos están vivos. Me los llevaré.

—No hará usted tal cosa.

Lo miré con resentimiento; pero él prosiguió:

—Me cree usted cruel. Pero la vida es demasiado dura para que pasemos por ella tornándonos sentimentales ante cosas como ésta. Es inútil que insista. No le permitiré que se los lleve. Nos encontramos en un país primitivo y yo soy más fuerte que usted.

Siempre he sabido reconocer mi derrota. Volví al coche con lágrimas en los ojos.

—Es probable que sólo anden faltos de comida hoy —explicó consolador—. La mujer de ese hombre ha marchado a Bulawayo en busca de provisiones. Conque no se moleste. Además ya debe usted saber que el mundo está lleno de gatos famélicos.

—Calle… calle… —le dije con ferocidad.

Le estoy enseñando a que vea la vida tal como es. Le estoy enseñando a ser dura e implacable… como lo soy yo. Ése es el secreto de la fuerza… y el secreto del éxito.

—¡Antes muerta que ser dura! —le respondí con fuego.

Nos metimos en el coche y emprendimos el viaje de regreso. Me fui dominando poco a poco. De pronto, con enorme asombro mío, el coronel me cogió la mano.

—Ana —dijo con dulzura—, te quiero. ¿Te casarías conmigo?

Me quedé estupefacta.

—¡Oh, no! —balbucí—. No puedo.

—¿Por qué no?

—No lo quiero a usted así. Nunca he pensado en usted como posible esposo.

—Ya… ¿Es la única razón?

Tuve que ser sincera. Le debía eso, por lo menos.

—No —repuse—; no lo es. Es que… yo quiero a otro.

—Ya… —volvió a decir—. ¿Y ocurría lo propio al principio… cuando la vi por primera vez… a bordo del Kilmorden?

—No —susurré—. Ocurrió… después.

—Ya —dijo por tercera vez.

Sólo que en ésta había un dejo de determinación en su voz que me hizo volverme y mirarle. El rostro tenía la expresión más severa que había visto yo en él jamás.

—¿Qué… qué quiere usted decir? —balbucí.

Me miró inescrutable, dominador.

—Sólo que… que ahora sé lo que he de hacer.

Sus palabras me hicieron estremecer. Tras ellas advertía una determinación que no lograba comprender. Y me asustaba.

Ninguno de los dos dijimos una palabra ya hasta que volvimos al hotel. Me fui derecha a Susana. Estaba echada en su cama, leyendo y andando muy lejos de parecer que le aquejase dolor de cabeza alguno.

—Aquí reposa la perfecta carabina —anunció—, alias la perfecta encarnación del tacto en cuerpo de rodrigón. Pero… ¡Anita!, ¿qué sucede?

Porque yo había estallado en sollozos.

Le hablé de los gatos, no me pareció justo hablarle del coronel Race. Pero Susana es muy astuta. Creo que se dio cuenta de que había algo más que aquello.

—No se habrá resfriado, ¿verdad, Anita? Parece ridículo pensar en tal cosa con semejante calor, pero no hace más que tiritar.

—No es nada —contesté—. Los nervios o un simple escalofrío, tal vez. Tengo el presentimiento de que algo terrible va a ocurrir.

—No sea tonta —dijo Susana con decisión—; hablemos de algo interesante. Anita, esos diamantes…

—¿Qué pasa con ellos?

—No estoy segura de que no peligren en mi poder. No había por qué preocuparse antes. A nadie podría ocurrírsele que se hallaran en mi equipaje. Pero ahora que todo el mundo sabe que somos tan amigas usted y yo, también se desconfiará de mí.

—Nadie sabe que se hallan ocultos en un rollo de película, sin embargo —argüí—. Es un escondite magnífico y no creo que pudiéramos mejorarlo.

Asintió, no muy convencida; pero dijo que volveríamos a discutir el asunto cuando llegáramos a las Cataratas.

Nuestro tren salió a las nueve. Sir Eustace seguía de mal humor y la señorita Pettigrew parecía un poco cansada. El coronel Race se mostraba el mismo de siempre. Llegué a preguntarme si no habría soñado toda la conversación que había tenido lugar durante el camino de regreso de Matoppos.

Dormí profundamente aquella noche en mi dura litera, luchando con sueños amenazadores muy confusos. Me desperté con dolor de cabeza y salí a la plataforma del coche. Hacía un tiempo fresco y hermoso y en todo alrededor, hasta donde alcanzaba la vista, veíanse ondulantes cerros cubiertos de bosques. Me enamoré del país, me enamoré como jamás me había enamorado de sitio alguno que hubiese visto. Hubiera querido entonces tener una cabaña en el corazón de los chaparrales y vivir allí siempre…

Un poco antes de las dos y media, estando yo en el «despacho», el coronel Race me llamó desde la plataforma y señaló una bruma blanca, en forma de ramillete, que se cernía sobre cierta parte de la maleza.

—El agua pulverizada de las Cataratas —anunció—. Casi hemos llegado ya.

Yo seguía envuelta en aquel extraño sentimiento de excitación que experimentaba tras la desasosegada noche. Sentía fuertemente arraigada en mí la sensación de que había regresado al hogar… ¡Hogar! ¡Y, sin embargo, jamás había estado allí antes! O…, ¿habría estado en sueños? Caminamos desde el tren al hotel, un gran edificio blanco con las ventanas cubiertas de alambre fino para impedir que entraran los mosquitos. No había calles. Ni casas. Salimos al stoep y exhalé una exclamación. Allá, a media milla de distancia y frente a nosotros, estaban las Cataratas. Jamás he visto cosa tan hermosa ni de tanta grandiosidad. Ni la veré nunca.

—Anita, estás hechizada —dijo Susana, cuando nos sentamos a comer—. Nunca te he visto así antes.

Me miró con curiosidad.

—¿De veras? —reí. Pero mi risa me pareció forzada—. Es que estoy enamorada de todo esto.

—Es algo más que eso.

Frunció levemente el entrecejo, con aprensión. Sí; me sentía feliz. Pero aparte de eso, experimentaba la extraña sensación de que estaba aguardando algo, algo que sucedería pronto. Estaba excitada, llena de desasosiego. Después de tomar el té salimos a dar una vuelta, nos subimos a una especie de volquete, y unos negros sonrientes nos empujaron por la minúscula vía hasta el puente.

Era una visión maravillosa. El gran abismo; el torrente de agua abajo; el velo de bruma y agua pulverizada ante nuestros ojos, velo que se rasgaba de vez en cuando, permitiendo ver durante un fugaz instante la catarata antes de soldarse de nuevo y envolver las aguas en impenetrable misterio. Eso, en mi opinión, ha sido siempre lo fascinador de las Cataratas, su esquiva cualidad. Una cree siempre que va a ver y no llega a ver nunca.

Cruzamos el puente y seguimos andando muy despacio por el camino señalado con piedra blanca a cada lado, cambio que bordeaba el desfiladero. Por fin llegamos a un gran claro donde, a la izquierda, hay una senda descendente que conduce al abismo.

—La garganta de palmeras —anunció el coronel Race—. ¿Bajamos? O…, ¿lo dejamos para mañana? El descenso es largo y el ascenso es más pesado.

—Lo dejaremos para mañana —dijo sir Eustace, con decisión.

He observado que no es muy amigo de hacer demasiado ejercicio.

Emprendió el camino de regreso, caminando delante de todos. Nos cruzamos con un indígena magnífico, seguido de una mujer que parecía llevar todo el ajuar sobre la cabeza. Y entre las demás cosas asomaba una sartén.

—Nunca llevo máquina fotográfica cuando más la necesito —gimió Susana.

—La oportunidad de sacar una instantánea así se le presentará con harta frecuencia, señora Blair —dijo el coronel—. Conque no se lamente.

Llegamos de nuevo al puente.

—¿Entramos en el bosque de los arcos iris? —continuó—. O…, ¿tienen ustedes miedo de mojarse?

Susana y yo le acompañamos. Sir Eustace regresó al hotel. Me desilusionó bastante el bosque en cuestión. No había, ni con mucho, arcos iris suficientes y nos calamos hasta los huesos. Pero de vez en cuando pudimos ver las Cataratas, que se hallaban enfrente, y nos dimos cuenta de cuán enormemente anchas son. ¡Oh, queridas, queridísimas Cataratas! ¡Cuánto os amo y adoro y cuánto os amaré y adoraré durante toda la vida!

Regresamos al hotel justamente a tiempo para cambiarnos para cenar. Sir Eustace parece haberle cobrado una antipatía intensa al coronel. Susana y yo intentamos animarle con dulzura, pero no conseguimos gran cosa.

Después de comer se retiró a su salita, llevándose consigo a la señorita Pettigrew. Susana y yo charlamos un rato con el coronel Race, y luego mi amiga declaró, con un prodigioso bostezo, que se iba a acostar. No quería quedarme sola con él. Conque me levanté a mi vez y me retiré a mi cuarto.

Pero estaba demasiado excitada para dormirme. Ni siquiera me desnudé. Me retrepé en un sillón y me entregué de lleno al sueño. Y durante todo el tiempo, el instinto me advertía que algo extraño se acercaba más y más… Llamaron a la puerta y me sobresalté. Me puse en pie y me acerqué a ella. Un negrito me tendió un papel. Me iba dirigido, escrito en letra que me era desconocida. Lo tomé y volví a entrar en el cuarto. Permanecí unos instantes inmóvil, con el papel en la mano. Por fin lo abrí. Era muy corto el mensaje:

«Preciso verla. No me atrevo a acercarme al hotel. ¿Quiere acercarse al claro próximo a la garganta de palmeras? Aunque no sea más que en recuerdo del camarote 17, tenga la bondad de venir. El hombre a quien conoció usted bajo el nombre de Enrique Rayburn».

El corazón me latió con angustiosa violencia. Conque estaba allí. ¡Oh, ya lo sabía!, ¡lo había sabido desde el primer instante! Lo había sentido cerca de mí. Inconscientemente había ido a parar al lugar en que tenía su retiro.

¿Sir Eustace? Me detuve a la puerta de su salita. Sí; le estaba dictando a la señorita Pettigrew. Oía la voz monótona de la mujer repetir: «Por lo tanto, me atrevo a insinuar que al abordar el problema de la mano de obra indígena…» Hizo una pausa para que sir Eustace continuara y le oí gruñir algo, con ira.

Seguí el camino. El cuarto del coronel Race estaba vacío. No le vi en la sala. Y ¡él era el hombre a quien más temía yo! No obstante, no podía perder tiempo. Salí precipitadamente del hotel y eché a andar por el camino del puente. Lo crucé y permanecí allí, aguardando en las sombras. Si alguien me había seguido, le vería cruzar el puente. Pero transcurrieron los minutos y no cruzó nadie. No me habían seguido. Me volví y seguí el camino hacia el claro. Di unos seis pasos y me detuve. Algo se había movido detrás de mí. No podía ser persona alguna que me hubiese seguido desde el hotel. Era alguien que estaba allí aguardando.

E inmediatamente, sin cuenta ni razón, pero con la certidumbre que da el instinto, comprendí que era yo la persona amenazada. Era la misma sensación que sentí a bordo del Kilmorden aquella noche, un instinto infalible advertía del peligro.

Miré bruscamente por encima del hombro. Silencio. Di un paso o dos. Oí de nuevo movimiento. Sin dejar de andar, miré por encima del hombro otra vez. La figura de un hombre salió de las sombras en mi dirección.

La oscuridad era demasiado grande para que pudiese reconocer a nadie. Lo único que pude ver fue que se trataba de un hombre alto y que era europeo y no indígena. Eché a correr como un galgo. Le oí correr detrás de mí. Corrí más aprisa, con la mirada fija en las piedras blancas que señalaban el camino, porque no había Luna llena aquella noche.

Y de pronto, no hallé tierra bajo mis pies. Oí reír al hombre que me seguía, una risa malévola, siniestra. Repercutió en mis oídos cuando caía de cabeza, precipitándome vertiginosamente hacia el fondo del abismo donde me aguardaba la destrucción total.