Se reanuda el relato de Ana Beddingfeld
Disfruté enormemente durante todo mi viaje a Rhodesia. Cada día había algo nuevo y emocionante. Primero, los maravillosos paisajes del valle del río Hex. Luego, la grandeza y la desolación del Karoo. Y, por último, la maravillosa extensión de la vía férrea recta en Bechuanaland y los adorables juguetes que los indígenas vendían. A Susana y a mí casi nos dejaban atrás en cada estación, si es que estaciones podían llamarse. Me parecía a mí como si el tren se parara siempre que le daba la gana, y no bien lo hacía, cuando surgían de la nada una horda de indígenas con cuencos, caña de azúcar, pieles y animales tallados en madera. Susana se puso inmediatamente a hacer colección de estos últimos. Yo la imité. La mayoría de las figuras se vendían a un «kiki» (tres peniques) cada una y todas ellas eran distintas. Había jirafas, tigres, serpientes, una especie de ciervo melancólico y una serie de guerreros negros absurdos. Nos divertimos la mar.
Sir Eustace intentó contenernos, pero en vano. Sigo creyendo que fue un verdadero milagro que no nos dejara en tierra en algún oasis del camino. Los trenes sudafricanos no silban ni se excitan cuando van a ponerse en marcha otra vez. Empiezan a deslizarse silenciosamente sin previo aviso, y cuando levanta una la vista, después de regatear con los negros, tiene que echar a correr para alcanzarlos.
Fácil de imaginar cuál no sería el asombro de Susana al verme subir al tren en Ciudad de El Cabo. Pasamos revista completa a la situación la primera noche de viaje. Estuvimos hablando casi hasta el amanecer.
Yo estaba convencida ya de que habría que adoptar una táctica defensiva no menos que una agresiva. Mientras viajara con sir Eustace y su grupo me hallaba bastante segura. Tanto él como el coronel resultaban poderosos protectores y calculé que mis enemigos no querrían exponerse a que ambos tomaran cartas en el asunto. Además, mientras me encontrase cerca de sir Eustace estaría más o menos directamente en contacto con Guy Pagett, que era el alma del misterio. Le pregunté a Susana si, en su opinión, era posible que Pagett fuese el misterioso «Coronel». La posición subordinada que ocupaba parecía excluir semejante posibilidad, como es natural; pero me había dado cuenta en más de una ocasión de que, a pesar de sus modales autoritarios, a sir Eustace le dominaba, en realidad, su secretario. Era un hombre muy complaciente, y un secretario hábil hubiese podido, sin dificultad, hacer lo que se le hubiese antojado. Lo subordinado de su posición podría serle, en realidad, muy útil, puesto que no le debía interesar que se fijara absolutamente nadie mucho en él. Susana, sin embargo, no estuvo de acuerdo conmigo. Se negó a creer que Pagett fuera el jefe. El verdadero cabecilla —el «Coronel»— se mantenía en las sombras. Probablemente se hallaría ya en África por la fecha de nuestra llegada.
Reconocí que su teoría era plausible hasta cierto punto; pero no me satisfacía del todo. Porque, en cada ocasión sospechosa, Pagett se había mostrado genio director. Verdad era que su personalidad parecía carecer del aplomo y la decisión que se esperaba hallar en un gran criminal. Pero, después de todo, el misterioso jefe, según el coronel Race, sólo aportaba la inteligencia y es frecuente hallar el genio creador en personas de constitución débil y timorata.
—Ahora habla la hija del profesor —me interrumpió Susana cuando llegué a este punto de mi argumento.
—No obstante, es cierto. Por otra parte, Pagett puede muy bien ser, en lugar de jefe, el Gran Visir, como quien dice, del Poderoso Sultán.
Guardé silencio unos instantes y proseguí musitando:
—¡Ojalá supiese cómo ganó su fortuna sir Eustace!
—¿Vuelve a sospechar de él?
—Susana, ¡he llegado a un punto en que no tengo más remedio que sospechar de alguien! No desconfío de él en realidad…, pero, después de todo, él es el jefe de Pagett… y era suya la Casa del Molino.
—Siempre he oído decir que hizo fortuna de una manera que prefiere no mencionar —dijo Susana, pensativa—. Pero eso no implica necesariamente que recurriera a medios ilegales para enriquecerse. ¡Puede que lo ganara vendiendo tachuelas o un generador del cabello!
Asentí con un movimiento de cabeza, a pesar mío. Hay gente, en efecto, que se avergüenza de su origen plebeyo o de haber hecho fortuna fabricando o vendiendo cosas que se le antojan vulgares.
—Supongo —murmuró Susana, dubitativa— que no nos estaremos tirando una plancha… ¿Y si nos estuviéramos despistando nosotras mismas al dar por sentada la complicidad de Pagett? ¿Y si Pagett fuera, después de todo, un hombre honrado?
Reflexioné un momento. Luego sacudí negativamente la cabeza.
—No puedo creer eso.
—No olvide que tiene explicaciones para todo.
—Síííí; pero no son muy convincentes. Por ejemplo, la noche que intentó tirarme al mar a bordo del Kilmorden, dice que siguió a Rayburn a cubierta y que Rayburn se volvió contra él y le derribó de un puñetazo. Nosotras sabemos que eso no es verdad.
—No —reconoció Susana a regañadientes; pero sólo oímos esa explicación de segunda mano. No conocemos más que la versión de sir Eustace. Si se lo hubiéramos oído contar así al propio Pagett, hubiese sido distinto. Ya sabe usted que cada persona cambia un poco el relato cada vez que lo repite.
Le di vueltas al asunto mentalmente.
—No —dije por fin; no le veo salida alguna. Pagett es culpable. No hay manera de excusar el hecho de que intentara tirarme al mar. Y todo lo demás encaja. ¿Por qué se muestra usted tan insistente con esa nueva teoría suya?
—Por su rostro.
—¿Su rostro? Pero…
—Sí; ya sé lo que va usted a decir. Es su rostro siniestro. Ahí está la cosa, precisamente. Ningún hombre que tenga una cara así puede ser, en realidad, siniestro. Debe de tratarse de una broma colosal por parte de la Naturaleza.
No me convenció el argumento de Susana. Sé mucho de la Naturaleza de edades pretéritas. Si la Naturaleza tiene un sentido humorístico, no da muchas pruebas de ello. Susana es una de esas personas que se empeñan en revestir a la Naturaleza con los atributos que ellas poseen.
Pasamos a discutir nuestros planes inmediatos. Era evidente que yo necesitaba tener cierta personalidad. No podía pasarme la vida rehuyendo las explicaciones. La solución de todas mis dificultades se hallaba al alcance de mi mano, aunque tardé bastante en darme cuenta de ello. ¡El Daily Budget! Mi silencio, o mis ganas de hablar, ya no podían afectarle a Rayburn. Le habían señalado como el «Hombre del traje color castaño» sin culpa ni intervención mía. La mejor manera de ayudarle sería parecer estar en contra suya. El «Coronel» y su cuadrilla no debían sospechar que existía sentimiento alguno de amistad entre el hombre a quien habían escogido para que cargase con la responsabilidad del crimen de Marlow y yo. Que yo supiera, la víctima del asesinato seguía sin identificar. Le cablegrafiaría a lord Nasby sugiriendo que se trataba de la famosa bailarina rusa «Nadina» que durante tanto tiempo había hecho la delicia de los parisienses. Me parecía increíble que no hubiese sido identificada ya. Pero cuando supe más del asunto mucho tiempo después, comprendí cuán natural era que fuese así.
Nadina nunca había estado en Inglaterra durante la época de sus brillantes éxitos en París. Era desconocida de los públicos londinenses. Las fotografías publicadas por los periódicos de la mujer asesinada eran tan borrosas que nada de particular tenía que nadie las hubiese identificado. Por otra parte, Nadina había guardado secreta su intención de visitar Inglaterra. El día siguiente de su asesinato, su apoderado había recibido una carta supuestamente firmada por ella, en la que le notificaba que regresaba a Rusia por asuntos particulares urgentes y que debía él arreglarle la cuestión del contrato incumplido como mejor supiese.
Esto, claro está, no lo supe hasta más adelante. Con la completa aprobación de Susana expedí un largo cable desde De Aar. Llegó en un momento psicológico (esto tampoco lo supe hasta más tarde, claro está). El Daily Budget andaba falto de noticias sensacionales. Se comprobó mi insinuación, resultando ésta exacta, y el Daily Budget obtuvo un éxito sonado, dejando tamañitos a todos los demás periódicos «Víctima del asesinato de la Casa del Molino identificada por nuestra enviada especial», etc. «Nuestra enviada hace un viaje con el asesino. El hombre del traje color castaño. Su verdadero aspecto».
Los detalles principales fueron cablegrafiados a los periódicos sudafricanos; pero yo no leí mis propios artículos hasta muchísimo más adelante. Recibí un cablegrama de aprobación e instrucciones completas en Bulawayo. Quedaba admitida como parte integrante de la Redacción del Daily Budget, y el propio lord Nasby me telegrafió unas cuantas palabras de felicitación. Se me encargaba definitivamente de seguir la pista del asesino. Y yo, y sólo yo, sabía que el asesino no era Enrique Rayburn.
Que el mundo siguiese creyéndolo culpable, sin embargo. Era preferible de momento.