Capítulo XXII

Extracto del diario de sir Eustace Pedler

Ganas me dan de abandonar mis «Reminiscencias». En su lugar escribiré un artículo corto titulado: «Secretarios que he tenido». En cuanto a secretarios se refiere, parece pesar sobre mí una maldición. Tan pronto no tengo secretario alguno como me sobran secretarios. En el momento actual me hallo en camino de Rhodesia acompañado de una cuadrilla de mujeres. Race se larga con las dos más bonitas, claro está y me deja un saldo. Eso es lo que siempre me ocurre a mí, y después de todo, éste es mi coche particular, no el de Race.

Además, Anita Beddingfeld me acompaña a Rhodesia bajo pretexto de ser mi secretaria interina. Pero durante toda esta tarde ha estado en la plataforma del coche con Race, alabando la belleza del Desfiladero del río Hex. Cierto es que le dije que su principal obligación sería tenerme cogida la mano. Ni siquiera está haciendo eso, sin embargo. Quizá le tenga miedo a la señorita Pettigrew. No me extrañaría que así fuese. La señorita Pettigrew no tiene nada de atractiva, es una mujer repulsiva, de pies enormes, más parecida a un hombre que a una mujer.

Hay algo muy misterioso en Ana Beddingfeld. Subió al tren en el último instante, jadeando a más no poder, como si hubiera estado tomando parte en una carrera. Y, sin embargo, ¡Pagett me dijo anoche que la había visto marchar en el tren de Durban! O Pagett ha estado bebiendo otra vez, o la muchacha tiene un cuerpo astral. ¡No lo comprendo!

Y nunca da explicaciones. Nadie da explicaciones nunca. Sí. «Secretarios que he tenido»: Número 1, un asesino fugitivo. Número 2, un borracho vergonzante que se dedica a intrigas poco recomendables en Italia. Número 3, una niña muy hermosa que posee la útil facultad de hallarse en dos lugares distintos al mismo tiempo. Número 4, la señorita Pettigrew, que, con toda seguridad, es un criminal peligroso disfrazado. Probablemente se trata de uno de los amigos italianos de Pagett que éste ha logrado colgarme al cuello. Nada me extrañaría que el mundo descubriera, el día menos pensado, que me había dejado engañar como un chino por Pagett. Bien mirado, creo que Rayburn fue el mejor de todos. Nunca me molestó ni se cruzó en mi camino. Guy Pagett ha tenido la impertinencia de hacer meter aquí el baúl de los papeles. Ninguno de nosotros puede andar sin tropezar con él y darse un batacazo. Salí hace un momento a la plataforma, esperando que mi aparición fuese saludada con gritos de júbilo y alegría. Las dos mujeres escuchaban, fascinadas, uno de los relatos de viaje de Race. Tendré que colgarle un letrero a este coche, no el de «Sir Eustace Pedler y amigos», sino el de «Coronel Race y su harén».

A la señora Blair se le ocurrió de pronto sacar fotografías estúpidas. Cada vez que tomábamos una curva muy pronunciada a medida que el tren ascendía la montaña, ella sacaba un retrato de la locomotora.

—¿Comprenden ustedes mi objeto? —exclamó, encantada—. Tiene que ser una curva fantástica para que se pueda fotografiar la parte delantera del tren desde la parte de atrás. Y con la montaña de fondo tendrá un aspecto verdaderamente imponente y peligroso.

Le hice ver que no habría nada en la fotografía que indicase que se había tomado desde la parte posterior de un tren. Ella me miró compasiva.

—Escribiré debajo: «Obtenida desde el tren. Momento en que la locomotora toma una curva».

—Eso podría usted escribirlo al pie de cualquier fotografía de un tren —dije.

A las mujeres nunca se les ocurren estas cosas tan sencillas.

—Me alegro de que hayamos llegado aquí en pleno día —exclamó Ana Beddingfeld—. No hubiera visto nada de esto de haberme ido a Durban anoche, ¿verdad?

—No —dijo el coronel Race, sonriendo—. Al despertarse mañana por la mañana se hubiese encontrado en el Karoo, caluroso y polvoriento desierto de piedra y roca.

—Me alegro de haber cambiado de opinión —murmuró Ana, suspirando de satisfacción y mirando a su alrededor.

El paisaje era maravilloso. Nos rodeaban grandes montañas, por entre las cuales serpenteábamos, subiendo cada vez más alto.

—¿Es éste el mejor tren del día para Rhodesia? —preguntó Ana Beddingfeld.

—¿Del día? —rió Race—. Pero mi querida señorita Ana, ¡si no hay más que tres trenes a la semana! El lunes, el miércoles y el sábado. ¿Se da usted cuenta de que no llegará a las Cataratas hasta el sábado próximo?

—¡Lo bien que nos conoceremos unos a otros para entonces! —dijo la señora Blair con malicia—. ¿Cuánto tiempo va a estar usted en las Cataratas, sir Eustace?

—Eso depende… —contesté con cautela.

—¿De qué?

—De cómo vayan las cosas en Johannesburgo. Mi intención original era pasarme dos o tres días en las Cataratas… que nunca he visto, aunque ésta es la tercera visita que hago a África… y continuar luego el viaje a Jo’burg[7] y estudiar la situación en el Rand. En Inglaterra, ¿saben?, paso por ser una autoridad en política sudafricana. Pero, a juzgar por lo que oigo decir, Jo’burg resultará un sitio bastante desagradable de visitar dentro de una semana o así. No. quiero estudiar el estado de cosas en plena revolución.

Race sonrió con cierta superioridad.

—Creo que sus temores son exagerados, sir Eustace. No existirá gran peligro en Jo’burg.

Las mujeres le miraron inmediatamente como diciendo: «¡Qué hombre más heroico es usted!» Me molestó enormemente. Soy tan valeroso como pueda serlo Race, sólo que no tengo su tipo. Los hombre altos, delgados y bronceados suelen llevarse a las mujeres de calle.

—Supongo que estará usted allí —dije con frialdad.

—Es muy posible. Podríamos hacer el viaje juntos.

—Aún no le aseguro que no me quede una temporada en las Cataratas —le respondí, sin comprometerme—. ¿Por qué Race tiene tantas ganas de que vaya a Jo’burg? Creo que le tiene echado el ojo a Anita. ¿Cuáles son sus planes, señorita Ana?

—Eso depende… —respondió ella, copiándome.

—Creí que era usted mi secretaria —objeté.

—Sí; pero se me ha hecho el vacío. Ha estado usted teniéndole la mano a la señorita Pettigrew toda la tarde.

—Haya estado haciendo lo que haya estado haciendo —le contesté—, puedo asegurarle que no ha sido eso…

Jueves noche

Acabamos de salir de Kimberley. A Race le obligaron a contar de nuevo la historia del robo de los diamantes. ¿Por qué les excita tanto a las mujeres todo lo relacionado con diamantes?

Anita Beddingfeld ha dejado caer, por fin, su velo de misterio. Parece ser que es corresponsal de un periódico. Mandó un larguísimo cablegrama desde El Aar esta mañana. A juzgar por el cotorreo que hubo casi toda la noche en el compartimiento de la señora Blair, debe de haber estado leyéndole en alta voz todos los artículos especiales que pensaba publicar este año y muchos de los venideros.

Deduzco que ha estado siguiendo la pista del «Hombre del traje color castaño» desde el primer momento. Al parecer no lo descubrió a bordo del Kilmorden —en realidad apenas tuvo lugar de hacerlo—, pero ahora está la mar de ocupada cablegrafiando a Inglaterra: «Cómo navegué en compañía del asesino», e inventando historias fantásticas de «Lo que me dijo a mí», etc. Yo ya sé cómo se escriben esas cosas. Las hago yo también en mis «Reminiscencias» siempre que me lo consiente Pagett. Y, claro está, uno de los eficientes redactores de Nasby dará aún mayor colorido a los detalles, de suerte que, cuando aparezcan en el Daily Budget, Rayburn no se reconocerá a sí mismo por la descripción.

La muchacha es inteligente, sin embargo. Al parecer, ha descubierto, sin ayuda alguna, la identidad de la mujer que murió en mi casa. Era una bailarina rusa llamada Nadina. Le pregunté a Anita Beddingfeld si estaba segura de ello. Me replicó que era una simple deducción, ¡como el propio Sherlock Holmes, caramba! No obstante, tengo entendido que en un cable a Nasby lo dio como hecho comprobado. Las mujeres tienen intuiciones así. No me cabe la menor duda de que Anita Beddingfeld tiene razón, que su suposición es cierta. Pero es absurdo decir que se trata de una deducción.

Lo que no concibo es cómo ha podido arreglárselas para entrar a formar parte de la Redacción del Daily Budget. Sin embargo, es mujer de las que saben hacer esas cosas. Es imposible resistirse a ella. Está llena de zalamerías que sirven de pantalla a una determinación invencible. Y si no, ¡fíjense en cómo consiguió introducirse en mi coche!

Empiezo a sospechar por qué. Race dio a entender que la policía sospechaba que Rayburn se dirigía a Rhodesia. Quizá lograra marchar por el tren del lunes. Supongo que telegrafiarían a lo largo de toda la línea sin que fuese hallada persona alguna cuya descripción correspondiera con la del fugitivo; pero eso significa muy poco. Es un joven astuto y conoce África. Probablemente irá exquisitamente disfrazado de mujer cafre, y la ingenua policía sigue buscando a un joven bien parecido con el rostro cruzado por una cicatriz y vestido a la última moda europea. Nunca me tragué del todo aquella cicatriz.

Sea como fuere, Ana Beddingfeld se halla sobre su pista. Aspira a la gloria de descubrirle por su propia cuenta y para el Daily Budget. Las jóvenes de hoy en día tienen una sangre fría espantosa. Le insinué que lo que estaba haciendo era muy poco femenino. Se me rió en las barbas. Me aseguró que si lograba dar con su paradero haría fortuna. A Race tampoco le gusta, según he observado. Quizá vaya Rayburn a bordo de este tren. Si es así, tal vez nos asesine a todos mientras dormimos. Se lo dije a la señora Blair, pero lejos de asustarse, pareció recibir la idea con agrado. Observó que, si me asesinaban a mí, ello resultaría un magnífico triunfo periodístico para Ana. ¡Un triunfo para Ana nada menos!

Mañana atravesaremos Bechuanaland. El polvo será horrible. Además, en cada estación se acercan niños cafres al tren para ofrecer unos animalitos de madera muy curiosos que tallan ellos mismos. Y cuencos y cestos. Mucho me temo que la señora Blair se desmande. Tienen tales juguetes un encanto, que creo que le resultará irresistible.

Viernes noche

Lo que yo me temía. ¡La señora Blair y Anita han comprado cuarenta y nueve animalitos de madera!