Capítulo XX

Me dirigí al hotel. En el saloncillo no había ninguna persona conocida. Subí corriendo la escalera y llamé a la puerta de Susana. Me dijo que entrara. Cuando vio quién era, se me colgó del cuello, así, como suena.

—¡Anita, querida! ¿Dónde ha estado? ¡Me ha tenido la mar de alarmada! ¿Qué ha estado haciendo?

—Corriendo aventuras —repliqué—. Jornada tercera de «Los Peligros de Pamela».

Le conté toda la historia. Exhaló ella un profundo suspiro cuando terminé.

—¿Por qué han de ocurrirle a usted siempre esas cosas? —exclamó quejumbrosa—. ¿Por qué no me amordaza a mí nadie ni me ata de pies y manos?

—No le gustaría si se lo hiciesen —le aseguré—; y a decir verdad, no tengo tantas ganas ya de correr aventuras como antes. Una pequeña dosis de eso le harta a una para una temporada.

Susana no pareció muy convencida. De haberse pasado una hora o dos atada y amordazada, seguramente hubiera cambiado de opinión. A Susana le gustan las emociones, pero odia las incomodidades.

—¿Y qué vamos a hacer ahora? —preguntó.

—No estoy muy segura —le respondí dubitativa—. Usted sigue encargada de ir a Rhodesia, naturalmente, para vigilar a Pagett…

—¿Y usted?

Ahí estaba la dificultad… ¿Habría embarcado Chichester a bordo del Kilmorden o no? ¿Pensaba seguir su plan original de marcha a Durban? La hora en que abandonara Muizenberg parecía insinuar que la contestación a ambas preguntas debía de ser afirmativa. En cuyo caso podría marchar yo a Durban por tren. Estaba segura de que llegaría yo allí antes que el barco. Sin embargo, si le cablegrafiaban a Chichester la noticia de mi huida, y le decían que había salido de Ciudad de El Cabo en dirección a Durban, nada más fácil para él que abandonar el barco en Port Elizabeth o East London y escapárseme así por completo.

El problema era algo complicado.

—Sea como fuere —dije—, nos enteraremos de la hora de salida de los trenes para Durban.

—Y no es demasiado tarde para una taza de té matutina —anunció Susana—. La tomaremos en el saloncillo.

El tren de Durban salía a las ocho y cuarto de la noche, me dijo el conserje. De momento aplacé mi decisión y me reuní con Susana para tomar el té.

—¿Cree usted que podrá reconocer a Chichester otra vez… si lleva un disfraz distinto, quiero decir? —inquirió Susana.

Sacudí la cabeza.

—Desde luego no le conocí cuando le vi disfrazado de camarera ni le hubiese reconocido de no haber sido por el dibujo que usted me hizo.

—Ese hombre es actor de profesión —dijo Susana, pensativa—. Estoy segura de ello. Puede abandonar el barco vestido de obrero o de cualquier cosa, y no conseguirá usted descubrirle.

—Es usted muy consoladora —le repuse.

En aquel momento el coronel Race miró por la puerta ventana y se reunió con nosotras.

—¿Qué hace sir Eustace? —inquirió Susana—. No le he visto por aquí hoy.

Una expresión extraña cruzó el rostro del coronel.

—Tiene preocupaciones que no le dejan tiempo libre.

—Cuéntenos de qué se trata.

—Hablar de eso sería una indiscreción.

—Cuéntenos algo… aunque tenga que inventarlo nada más que para distraernos.

—Bueno, pues, ¿qué diría si le dijese que el famoso «Hombre del traje color castaño» ha viajado en nuestra compañía?

—¿Cómo?

Sentí que la sangre se retiraba de mi rostro y volvía a invadirlo otra vez. Por fortuna, el coronel Race no me estaba mirando.

—Creo que es un hecho. Mientras las autoridades vigilaban todos los puertos para que no pudiese escapar de Inglaterra, consiguió engañar a Pedler para que le trajera aquí como secretario.

—¿El señor Pagett?

—No; Pagett no. El otro. Decía llamarse Rayburn.

—¿Le han detenido? —preguntó Susana.

Por debajo de la mesa me tranquilizó con un apretoncito de manos. Aguardé sin aliento la contestación.

—Parece haber desaparecido como si se lo hubiera tragado la tierra.

—¿Cómo lo ha tomado sir Eustace?

—Lo considera como un insulto personal que le ha inferido el Destino.

Más tarde, aquel mismo día, se presentó una oportunidad de escuchar lo que sir Eustace opinaba del asunto. Un «botones» portador de una nota nos despertó cuando dormíamos la siesta. Sir Eustace nos suplicaba, con emocionantes palabras, que le concediéramos el honor de tomar el té con él en su gabinete.

El pobre hombre se hallaba en un estado lastimoso. Nos contó sus cuitas animado por los murmullos de simpatía de Susana. (Que sabe hacer esta clase de cosas muy bien).

—Primero, una mujer completamente desconocida tiene la impertinencia de hacerse asesinar en mi casa… nada más que por molestarme, estoy seguro. ¿Por qué en mi casa? ¿Por qué, entre todas las casas de la Gran Bretaña, escoger la Casa del Molino? ¿Qué mal le había hecho yo jamás a esa mujer para que fuera a dejarse matar allí?

Susana emitió uno de sus murmullos comprensivos otra vez, y sir Eustace prosiguió, con voz más dolida aún:

—Y, por si eso fuera poco, el hombre que la había asesinado tuvo la impertinencia…, la colosal impertinencia… de agregarse a mí como secretario. ¡Mi secretario, fíjense bien! Estoy ya harto de secretarios. Me niego a soportar más secretarios. O son asesinos ocultos o borrachos y pendencieros. ¿Han visto el ojo que lleva Pagett? Pues claro que lo habrán visto. ¿Cómo puedo andar por ahí con un secretario así? Y tiene la cara de un amarillo feo, por añadidura…, precisamente del color que menos pega con un ojo a la funerala. Para mí se han acabado los secretarios… a menos que encuentre una muchacha. Una muchacha bonita, de ojos líquidos, que me coja de la mano siempre que me vea enfadado. ¿Qué me dice usted, señorita Ana? ¿Quiere aceptar el empleo?

—¿Cuánto tiempo he de tenerle cogida la mano? —pregunté, riendo.

—Todo el santo día —respondió sir Eustace, muy galante.

—No me quedará mucho tiempo para escribir a máquina entonces —le recordé.

—Eso no importa. Todo ese trabajo es idea de Pagett. Me mata a trabajar. Mi único consuelo es que voy a dejarle atrás cuando salga de Ciudad de El Cabo.

—¿Se va a quedar aquí?

—Sí. Se divertirá de lo lindo buscando a Rayburn. Esa clase de trabajo le va a Pagett que ni pintado. Adora las intrigas. Pero le hago la oferta en serio. ¿Quiere acompañarme? La señora Blair es una dueña competente. Y puede usted disponer de medio día de fiesta de vez en cuando para cavar en busca de huesos.

—Muchísimas gracias, sir Eustace —dije, con cautela—. Pero creo que voy a salir para Durban esta noche.

—No sea usted una joven testaruda. No olvide que hay la mar de leones en Rhodesia. Le gustarán los leones. A todas las jóvenes les gustan.

—¿Estarán ensayando saltitos cortos? —le pregunté, riendo—. No, muchas gracias. He de marchar a Durban sin perder tiempo.

Sir Eustace me miró, suspiró profundamente y luego abrió la puerta de la habitación contigua y llamó a Pagett.

—Si ha dormido usted ya la siesta, amigo mío, quizás esté dispuesto a trabajar un poco como variación.

Guy Pagett apareció en el umbral. Nos hizo una reverencia a las dos, dando muestras de un leve sobresalto al verme, y replicó con su melancólica voz:

—He estado escribiendo a máquina esa memoria toda la tarde, sir Eustace.

—Pues deje de escribir a máquina entonces. Vaya a las oficinas del Delegado de Comercio… o a la Delegación de Agricultura… o a la Cámara de Minas… o a uno de esos sitios. Y pídales que me presten una mujer que me acompañe a Rhodesia. Ha de tener ojos de mirada líquida y no tener inconveniente en que le coja yo la mano.

—Bien, sir Eustace. Pediré una taquimecanógrafa competente.

—Pagett es un hombre mal intencionado —dijo sir Eustace después de haberse ido el secretario—. Estoy dispuesto a apostar que escogerá una mujer que tenga cara de torta, nada más que por molestarme. Ha de tener los pies bonitos también… Me había olvidado decir eso.

Así a Susana de la mano, excitada, y casi la arrastré hasta su cuarto.

—Ahora, Susana —exclamé—, hemos de hacer planes… y muy aprisa. Pagett se queda en Ciudad de El Cabo. ¿Oyó usted eso?

—Sí. Supongo que eso significa que no podré ir a Rhodesia… lo que es una verdadera lata, porque quiero ir a Rhodesia. ¡Qué contratiempo!

—Anímese —le dije—. Irá usted. No veo yo cómo iba a volverse atrás en el último instante sin que la cosa pareciese sospechosa. Además, cabe la posibilidad de que sir Eustace llamara de pronto a Pagett y le costaría a usted mucho más trabajo colgarse a él.

—Resultaría muy poco decente —aseguró Susana, con una sonrisa—. Me vería obligada a fingirme locamente enamorada de él para justificarlo.

—Sin embargo, si se encontrara usted allí ya a su llegada, la cosa no podría parecer más natural. Además, no creo que debamos perder de vista a los otros dos por completo.

—Pero, Ana, ¿es posible que desconfíe usted del coronel Race y de sir Eustace?

—Desconfío de todo el mundo —respondí con aire de misterio—. Y si ha leído usted alguna novela detectivesca. Susana, debe saber que el criminal es siempre el hombre que menos parece serlo. Ha habido la mar de criminales gordos y joviales como sir Eustace.

—No puede decirse que el coronel Race sea gordo en realidad ni muy jovial tampoco.

—A veces son delgados y silenciosos —repuse—. No digo que desconfíe seriamente de ninguno de los dos. Pero, después de todo, a la mujer la asesinaron en la casa de sir Eustace.

—Sí, sí… No es preciso que discutamos todo eso otra vez. Le vigilaré, Anita, y si engorda más o se vuelve más alegre, le mandaré a usted un telegrama inmediatamente. «Sir E. se hincha. Altamente sospechoso. Venga sin demora».

—¡Por Dios, Susana! —exclamé—. ¡Parece usted creer que todo esto es un juego!

—Ya lo sé —respondió ella sin inmutarse—. Sí me lo parece. La culpa es suya, Anita. Me ha imbuido de su espíritu de «Corramos una aventura». No se me antoja ni pizca real. Si Clarence supiera que andaba por África siguiendo la pista a criminales peligrosos, le daría un patatús.

—¿Por qué no se lo dice por cable? —pregunté, con sarcasmo.

Pero Susana es incapaz de verle la gracia a nada relacionado con la expedición de un cablegrama. Reflexionó sobre mi proposición con toda la buena fe del mundo.

—Podría hacerlo. Tendría que ser un cable muy largo —se animó enormemente ante semejante posibilidad—. Pero creo que será preferible abstenerse. Los maridos siempre quieren inmiscuirse en las diversiones más inofensivas.

—Bueno —dije, haciendo un resumen de la situación—, usted vigilará a sir Eustace y al coronel Race…

—Sé por qué he de vigilar a sir Eustace —me interrumpió Susana—. Es por su tipo y su humorística conversación. Pero desconfiar del coronel Race se me antoja llevar la cosa a extremos… La aseguro que sí. Pero ¡si tiene algo que ver con el Servicio Secreto! ¿Sabe usted una cosa, Ana? Creo que lo mejor que podríamos hacer sería confiar en él y contarle toda la historia.

Me opuse vigorosamente a semejante proceder. Reconocí en ello los desastrosos efectos del matrimonio. Cuántas veces no habré oído decir a una mujer inteligente a más no poder: «Edgardo dice…», como quien cita una autoridad incontrovertible. Y eso cuando todo el mundo sabe que Edgardo es un perfecto idiota. Susana, como consecuencia de ser casada, ansiaba buscar el apoyo de un hombre u otro.

No obstante, me prometió fielmente no decirle una palabra al coronel Race y seguimos confeccionando planes.

—Es evidente que he de quedarme yo aquí y vigilar a Pagett y he aquí la mejor manera de hacerlo: he de fingir salir para Durban esta noche, llevándome el equipaje a la estación y todo eso. Pero, en realidad, me iré a cualquier hotelito pequeño de la ciudad. Puedo cambiar un poco de aspecto… llevar un tupé rubio y uno de esos tupidos velos de encaje blanco. Tendré mucha más ocasión de ver lo que hace si me cree lejos de aquí.

Susana se mostró completamente de acuerdo con mi plan. Hicimos todos los preparativos con ostentación. Preguntamos de nuevo la hora a que salía el tren e hicimos el equipaje.

Comimos juntas en el restaurante. El coronel Race no se presentó; pero sir Eustace y Pagett ocupaban su mesa junto a la ventana. Pagett abandonó la mesa a mediados de la comida, cosa que me molestó, porque mi intención era despedirme de él. No obstante, seguramente serviría igual sir Eustace para el caso. Me acerqué a él cuando terminé la cena.

—Adiós, sir Eustace —le dije—. Salgo esta noche para Durban.

—Así había oído decir. No le gustaría a usted que le acompañase, ¿verdad?

—Me encantaría.

—Buena chica. ¿Está usted segura de que no cambiará lo más mínimo de opinión e irá conmigo a buscar leones a Rhodesia?

—Completamente segura.

—Debe de ser la mar de guapo —murmuró sir Eustace, quejumbroso—. Algún jovencito de Durban seguramente que eclipsará por completo los encantos de mi madurez. A propósito, Pagett marcha en el coche dentro de unos minutos. Podría llevarla a usted a la estación.

—Oh, no, gracias —me apresuré a decir—. La señora Blair y yo hemos pedido un taxi ya.

Lo que menos podía desear yo era ir a la estación con Pagett. Sir Eustace me miró con atención.

—Estoy por asegurar que Pagett no es santo de su devoción. No me extraña. ¡Es tan entrometido…! Y va por ahí con cara de mártir mientras, en realidad, está haciendo todo lo posible por molestarme y darme disgustos.

—¿Qué ha hecho ahora? —pregunté, con ansiedad.

—Me ha conseguido una secretaria. ¡Jamás se ha visto mujer igual! Tiene cuarenta años por lo menos; usa gafas y botas; y tiene aire de una eficiencia que acabará matándome. ¡Una completa cara de torta!

—¿No le quiere coger la mano?

—¡Dios quiera que no! —exclamó sir Eustace—. Eso sería ya el colmo. Bueno, adiós, ojos líquidos. Si mato un león no le regalaré a usted la piel… por haber cometido la bajeza de abandonarme.

Me estrechó cordialmente la mano y nos separamos. Susana me estaba aguardando en el vestíbulo. Iba a despedirnos a la estación.

—Pongámonos en marcha en seguida —dijo precipitadamente.

E hizo una señal al conserje para que parara un taxi.

Una voz que sonó a mis espaldas me hizo dar un brinco.

—Perdone, señorita Beddingfeld, pero bajo ahora con un coche. Puedo dejarlas a la señora Blair y a usted en la estación.

—Oh, gracias —me apresuré a decir—; pero no hay necesidad de molestarle. Yo…

—No es molestia, se lo aseguro. Cargue el equipaje, mozo.

No pude hacer nada. Hubiese podido protestar de nuevo; pero el codazo que me dio Susana disimuladamente me advirtió que debía andar con cautela.

—Gracias, señor Pagett —dije con frialdad. .

Subimos todos al coche. Cuando bajamos la carretera a gran velocidad hacia la población, me devané los sesos buscando algo que decir. Fue el propio Pagett quien rompió el silencio por fin.

—Le he conseguido una secretaria muy eficiente a sir Eustace —observó—. La señorita Pettigrew.

—No parecía estar muy entusiasmado con ella hace unos instantes —dije yo.

Pagett me miró con frialdad.

—Es una taquimecanógrafa muy hábil —me dijo en tono reprensivo.

Nos paramos delante de la estación. Allí pensé yo que nos dejaría. Me volví hacia él con la mano tendida. Pero no.

—Entraré a despedirme. Son las ocho en punto. Su tren sale dentro de un cuarto de hora.

Dio instrucciones a los mozos. Yo me quedé inmóvil, impotente, sin atreverme a mirar a Susana. El hombre aquel desconfiaba. Estaba decidido a asegurarse de que me marchaba, en efecto, con aquel tren. ¿Y qué podía hacer yo? Nada. Me vi salir de la estación un cuarto de hora más tarde mientras Pagett me despedía agitando la mano desde el andén. Había sabido cambiar las tortas con mucha habilidad. Además, su trato había cambiado por completo. Me hablaba con una jovialidad que le cuadraba muy mal y que a mí me daba náuseas. El hombre aquel era un hipócrita acabado. Había intentado asesinarme y ahora me colmaba de cumplidos. ¿Se imaginaría ni un solo instante que no le había reconocido aquella noche sobre cubierta? No; era una simple postura, un simulacro que me obligaba a aceptar.

Tan impotente como un cordero, me moví guiada por sus hábiles instrucciones. Me amontonaron el equipaje en el coche-cama. Tenía una cabina doble para mí sola. Eran las 8,12 minutos. El tren salía dentro de tres minutos. Pero Pagett no había contado con Susana.

—Va a ser un viaje muy caluroso, Anita —dijo ésta de pronto—. Sobre todo cuando pase por Karpo mañana. Lleva usted agua de colonia de lavanda, ¿verdad?

No podía haberme dado una indicación más clara.

—¡Oh! —exclamé, fingiendo consternación—. ¡Me he dejado el agua de colonia sobre el tocador de mi cuarto!

La costumbre que tenía Susana de mandar le sirvió muy bien. Se volvió, imperiosa, hacia Pagett.

—¡Señor Pagett! ¡Pronto! Tiene el tiempo justo. Hay una perfumería casi enfrente de la estación. Es preciso que Ana se lleve el agua de colonia.

El hombre vaciló; pero los autoritarios modales de Susana resultaron irresistibles. Susana es autócrata innata. Pagett obedeció. La señora Blair le siguió con la mirada hasta que desapareció de su vista.

—¡Pronto, Anita! ¡Apéese por el otro lado… por si acaso no ha ido y nos observa desde el extremo del andén! No se acuerde del equipaje. Puede telegrafiar pidiendo que se lo reexpidan mañana. ¡Oh! ¡Si el tren saliera a la hora en punto…!

Abrí la puerta del otro lado del tren y me apeé. Nadie me observó. Me era posible ver a Susana de pie, donde la había dejado, con la cabeza alzada mirando hacia el tren y hablando, al parecer, conmigo por la ventanilla. Sonó un silbido. El tren arrancó. Entonces oí que alguien corría desesperadamente por el andén. Me oculté en la sombra de un quiosco de libros y atisbé desde allí.

Susana, que había estado agitando un pañuelo en señal de despedida, se volvió.

—Llega usted demasiado tarde, señor Pagett —dijo alegremente—. Se ha ido. ¿Es ésta la colonia? ¡Qué lástima que no pensáramos en ella más pronto!

Pasaron cerca de mí al dirigirse a la salida de la estación. Guy Pagett estaba acaloradísimo. Era evidente que había ido a la perfumería y vuelto corriendo desesperadamente.

—¿Quiere que le busque un taxi, señora Blair?

Susana supo desempeñar su papel.

—Si me hace el favor… ¿Quiere usted que le lleve al hotel? ¿Tiene mucho que hacer para sir Eustace? ¡Ojalá hubiese marchado Ana Beddingfeld con nosotros mañana! No me gusta ni pizca que una muchacha joven como ella marche a Durban completamente sola. Pero estaba empeñada en hacerlo. Supongo que habría allí algo que le atraía…

No pude oír más porque habíanse alejado ya demasiado. ¡Hábil Susana! Me había salvado.

Dejé que transcurrieran unos minutos más y luego salí yo de la estación también, casi tropezando, al hacerlo, con un hombre de aspecto desagradable, de nariz muy grande, completamente desproporcionada.