Se reanuda el relato de Ana Beddingfeld
No creo que, mientras viva, pueda olvidar la impresión de Table Mountain. Me levanté la mar de temprano y salí a cubierta. Me fui derecha a la cubierta de los botes, cosa que creo constituye un crimen, pero había decidido gozar de la soledad. Entrábamos en aquellos instantes en Table Bay. Nubes aborregadas flotaban por encuna de Table Mountain, y la ciudad dormida, dorada y embrujada por la luz del sol matutino, parecía prendida de las laderas, llegando hasta la orilla del mar.
Me hizo contener la respiración y experimentar ese doloroso anhelo que se apodera de una a veces cuando ve algo más hermoso de lo corriente. No tengo habilidad para expresar tales cosas; pero comprendí que había encontrado, aunque sólo fuera durante un fugaz instante, lo que había estado buscando desde mi salida de Little Hampsly. Algo nuevo; algo en lo que no había soñado hasta entonces; algo que satisfacía mi sed de lo romántico.
En completo silencio, o así me lo pareció a mí, el Kilmorden se deslizó más y más cerca. Aún parecía un sueño. Al igual que todos los soñadores, sin embargo, no fui capaz de dejar mi sueño en paz. ¡Es tan grande la ansiedad de los pobres humanos de no perder un solo detalle!
—Esto es África del Sur —me dije y me repetí—. África del Sur… África del Sur… Estás viendo el mundo. Éste es el mundo. Lo estás viendo. Imagínate, Anita Beddingfeld, so estúpida… ¡Estás viendo el mundo!
Creí hallarme a solas sobre la cubierta de botes; pero ahora observé que otra persona estaba inclinada sobre la borda, absorta como yo lo había estado en la ciudad que tan rápidamente se acercaba. Sabía yo ya quién era aún antes de que volviera la cabeza. La escena de la noche anterior parecía irreal y melodramática a la luz del apacible sol matutino. ¿Qué habría pensado él de mí? Me entró calentura de sólo pensar en las cosas que había dicho. Y no las había dicho en serio… ¿o sí?
Aparté la mirada resueltamente y la fije con intensidad en la montaña. Si Rayburn había subido allí para estar solo, no era necesario que yo, por lo menos, le turbara, dándole a conocer mi presencia.
Pero con gran sorpresa mía, oí una pisada a mis espaldas y luego su voz, agradable y normal.
—Señorita Beddingfeld…
—¿Diga?
Me volví.
—Quiero pedirle perdón. Me porté como un perfecto grosero anoche.
—Fue… una noche singular —repuse, precipitadamente.
No resultaba un comentario muy brillante; pero era el único que se me ocurría.
—¿Me perdona?
Le tendí la mano sin decir una palabra. Él la tomó.
—Hay otra cosa que quisiera decirle —agregó con mayor solemnidad—. Señorita Beddingfeld, podrá usted no saberlo, pero anda mezclada en un asunto bastante peligroso.
—Eso deduzco yo —contesté.
—No. No es posible que usted lo sepa. Quiero hacerle una advertencia. Deje el asunto en paz. No puede tener nada que ver usted en realidad. No permita que la curiosidad la induzca a entremeterse en asuntos ajenos. No; no se vuelva usted a enfadar, por favor, no hablo de mí. No tiene usted la menor idea de las cosas con que puede llegar a tener que enfrentarse. Esos hombres son capaces de todo. Son completamente implacables. Se encuentran en peligro ya… No tiene más que recordar lo de anoche. Creen que sabe usted algo. Su única esperanza de salvación es convencerles de que no sabe una palabra. Pero ande con cuidado, vigile siempre… Y escuche; si alguna vez cayera usted en sus manos, no intente ser lista… cuente toda la verdad; sólo así habrá una probabilidad de que se salve.
—Me pone usted carne de gallina, señor Rayburn —dije, y no le engañaba del todo—. ¿Por qué se toma la molestia de ponerme en guardia?
No contestó durante unos minutos. Luego dijo, en voz baja:
—Tal vez sea la última cosa que pueda hacer por usted. Una vez en tierra, estaré seguro… pero, tal vez no llegue a desembarcar.
—¿Cómo? —exclamé.
—Temo que no es usted la única persona a bordo que sabe que soy el «Hombre del traje color castaño».
—Si usted cree que yo he hablado… —empecé con calor.
Él me tranquilizó con una sonrisa.
—No dudo de usted, señorita Beddingfeld. Si alguna vez dije lo contrario, mentí. No, pero hay una persona a bordo que lo ha sabido desde el primer momento. Sólo tiene que hablar… y estoy perdido. No obstante, voy a arriesgarme en la esperanza de que no hablará.
—¿Por qué?
—Porque es un hombre a quien le gusta trabajar solo. Y si la policía me cogiera, dejaría de serle útil a él. Libre… pudiera serlo. Bueno; dentro de una hora saldremos de dudas.
Rió burlonamente, pero noté que su expresión se hacia más dura. Si lo estaba arriesgando todo a una carta, era un buen jugador. Sabía perder y sonreír.
—Sea como fuere —agregó en tono más normal—, no supongo que volvamos a encontrarnos.
—No —dije lentamente—; supongo que no.
—Conque… adiós.
—Adiós.
Me estrechó la mano con fuerza. Durante un minuto los singulares ojos grises claros parecieron quemar los míos. Luego dio media vuelta bruscamente y se alejó. Oí el ruido de sus pisadas sobre cubierta. Repercutieron y volvieron a repercutir. Me pareció que las oiría siempre. Pisadas que salían de mi vida.
Puedo confesar con franqueza que las dos horas siguientes no fueron muy agradables para mí. No volví a respirar con libertad hasta que me hallé sobre el muelle después de haber cumplido la mayor parte de las formalidades que la burocracia exige. No se había efectuado detención alguna y me di cuenta que era un día glorioso y que tenía un apetito voraz. Me reuní con Susana. De todas formas, iba a pasar la noche con ella en el hotel. El barco no seguía hasta Port Elizabeth y Durban hasta la mañana siguiente. Nos metimos en un taxi y nos hicimos conducir al Hotel Mount Nelson.
Todo me pareció paradisíaco. El sol, el aire, las flores… Cada vez que recordaba Little Hampsly en enero, con el barro hasta las rodillas y la lluvia seguida, me estremecía de encanto. Susana no se mostraba, ni con mucho, tan entusiasmada. Había viajado mucho, naturalmente. Además, no era de las que se excitan en ayunas. Me dio un rapapolvo cuando solté un gritito de entusiasmo al ver un convólvulo azul gigante.
Y a propósito, me gustaría dejar bien sentado aquí que este relato no va a ser un relato de África del Sur. No garantizo colorido local alguno, ya saben ustedes lo que quiero decir; media docena de palabras en bastardilla en cada página. Soy una gran admiradora de eso, pero no puedo hacerlo. Cuando se trata de islas del Pacífico, claro está, se habla inmediatamente de béche-de-mer. No sé lo que es béche-de-mer. No lo he sabido nunca. Probablemente no lo sabré jamás. He intentado adivinarlo dos o tres veces. Y me he equivocado invariablemente. Ya sé que en Sudáfrica se empieza a hablar inmediatamente de un stoep. Sí sé lo que es un stoep. Es lo que da la vuelta a una casa, y una se sienta allí. En otras partes del mundo se le llama una galería, una veranda, una plaza y un ha-da. También hay pawpaws con frecuencia. Descubrí inmediatamente lo que eran porque la camarera holandesa me sirvió una para desayunar. Creí al principio que era un melón podrido. La camarera me sacó de mi error y me persuadió de que usara jugo de limón y azúcar y probara otra vez. Quedé muy satisfecha de probar el pawpaw. Siempre lo había asociado vagamente con la hula-hula, que según creo (aunque tal vez me equivoque), es la clase de faldita de hierba que llevan las bailarinas hawaianas. No; creo que me equivoco. La faldita esa se llama lava-lava.
Sea como fuere, todas estas cosas resultan muy animadoras cuando una llega a Inglaterra. No puedo menos de pensar que resultaría más agradable nuestra existencia insular si una pudiera desayunarse tocino-tocino y salir luego enfundada en un jersey-jersey a pagar los libros.
Susana se mostró un poco más dócil después de desayunarse. Me habían dado la habitación contigua a la suya, desde la que se veía Table Bay. Contemplé el paisaje mientras Susana buscaba una crema facial especial. Cuando la hubo encontrado y empezó a ponérsela, adquirió la facultad de poderme escuchar.
—¿Vio usted a sir Eustace? —le pregunté—. Salía de desayunarme cuando entramos nosotras. Le habían servido pescado no muy fresco y no sé qué y le estaba dando al camarero mayor su opinión. También botó un melocotón en el suelo para demostrar lo duro que era… sólo que resultó ser menos duro de lo que él se suponía y se espachurró.
Susana sonrió.
—A sir Eustace le gusta tan poco madrugar como a mí. Pero, Ana, ¿vio usted al señor Pagett? Me tropecé en el pasillo con él. Tiene un ojo a la funerala. ¿Qué habrá estado haciendo?
—Sólo intentando tirarme por la borda al mar —repliqué flemáticamente.
Me apunté un tanto: Susana se dejó la cara a medio embadurnar e insistió en que le diera detalles. Se los di.
—¡La cosa se hace más misteriosa que nunca! —exclamó—. Creí que me iba a tocar a mí un bombón cuando quedamos en que me cuidara de sir Eustace, y que usted iba a acaparar las emociones al encargarse del reverendo Eduardo Chichester. Pero ahora no estoy tan segura. Dios quiera que Pagett no me tire del tren en una noche oscura.
—Creo que aún está usted por encima de toda sospecha, Susana. Pero si la cosa llegara a estos extremos, cablegrafiaré a Clarence. Supongo tomaría sus medidas.
—Eso me recuerda… Déme un impreso de cablegrama. Déjeme pensar…, ¿cómo diré? «Estoy complicada en un misterio emocionante. Haz el favor de mandarme mil libras esterlinas. Susana».
Tomé un cablegrama y le hice ver que podía eliminar «estoy», «en» y «un». Y además, si lo mismo le daba no ser cortés, el «haz el favor de mandarme», poniendo en su lugar: «mándame». Susana, sin embargo, parece ser muy despreocupada en cuestiones de dinero, y una verdadera derrochadora. En lugar de hacer caso de mis advertencias, agregó seis palabras más: «Me estoy divirtiendo de lo lindo».
Susana tenía el compromiso de ir a comer con unas amistades suyas que pasaron por el hotel a buscarla a las once y me quedé sola. Recorrí los jardines del hotel, crucé las vías del tranvía y seguí por la umbrosa avenida hasta llegar a la calle Mayor. Me estuve paseando, viendo lo que había que ver, gozando del sol y del aspecto de los negros vendedores de flores y frutas. También descubrí un sitio en que servían unos refrescos deliciosos. Por último, compré un cestillo de melocotones por seis peniques y regresé al hotel.
Con gran sorpresa y satisfacción mía, encontré allí una carta. Era del Conservador del Museo. Había leído la noticia de mi llegada a bordo del Kilmorden, noticia en la que se me mencionaba como hija del difunto profesor Beddingfeld. Había conocido a mi padre y sentía una gran admiración por él. Aseguraba, a continuación, que su esposa quedaría encantada si aceptaba su invitación de ir a tomar el té con ellos aquella tarde a su hotelito de Muizenberg. Me explicaba cómo podía llegar hasta allí.
Resultaba agradable saber que aún se recordaba al pobre papá y que se tenía un elevado concepto de él. Preví que iba a tener que someterme a que me enseñaran minuciosamente el museo antes de salir de la Ciudad de El Cabo; pero decidí correr ese riesgo. Mucha gente hubiera quedado encantada con semejante posibilidad; pero lo dulce empalaga cuando una ha tenido que soportarlo toda la vida, mañana, tarde y noche.
Me puse el mejor sombrero que tenía (uno que Susana ya no quería llevar), y el vestido blanco menos arrugado y salí del hotel inmediatamente después de comer. Tomé un tren ligero en Muizenberg y llegué allí media hora más tarde. Fue una excursión agradable. El tren avanzó ceñido a la base de Table Mountain y eran muy hermosas algunas de las flores que vimos. Como la geografía no es mi fuerte, nunca me había dado cuenta, por completo, de que la Ciudad de El Cabo se alza sobre una península, y por consiguiente, quedé algo sorprendida cuando, al apearme del tren, me encontré de cara al mar otra vez. Me encantó ver la manera como la gente se bañaba. Usaban una especie de tabla corta, curvada, y llegaban hasta la playa de pie en ella, flotando sobre las olas.
Era demasiado temprano para ir a tomar el té. Me dirigí al pabellón de baños y, cuando me preguntaron si quería yo una de aquellas tablas también, contesté: «Sí, gracias». El flotar sobre estas tablas parece sencillísimo. No lo es. No digo más. No obstante, decidí volver a la primera oportunidad que se me presentara y probar suerte otra vez. No estaba dispuesta a dejarme vencer. Y entonces, por pura casualidad, pude flotar un buen rato sin caerme y llegué a la playa delirante de felicidad. Surfriding (Cabalgar rompientes), como lo llaman, es así. O está una mascullando maldiciones o se siente encantada de haber nacido. Experimenté cierta dificultad en dar con «Villa Medgee». Se encontraba en la ladera de la montaña, completamente aislada y lejos de los demás hotelitos. Toqué el timbre y me abrieron.
—¿La señora Raffini? —pregunté.
Me hizo pasar. Echó a andar delante de mí por un pasillo y abrió una puerta de par en par. En el instante de ir a entrar, vacilé. Tuve un presentimiento. Crucé el umbral y la puerta se cerró bruscamente detrás de mí.
Un hombre, sentado a una mesa, se puso en pie y me salió al encuentro con la mano tendida.
—¡Cuánto me alegro de que hayamos conseguido persuadirla de que viniera a visitarnos, señorita Beddingfeld! -dijo.
Era un hombre alto, holandés, evidentemente, con una barba anaranjada que parecía una llama. Su aspecto andaba muy lejos de ser el del conservador de un museo. Me di cuenta de pronto que había hecho una estupidez. Me encontraba en manos del enemigo.