Ha sido una noche singular, excepcional. El único disfraz que me iba bien era uno de oso. No me importaba hacer el oso con unas cuantas muchachas bonitas, un atardecer de invierno en Inglaterra…, pero no es el disfraz más a propósito que digamos para el Ecuador. No obstante, hice reír una barbaridad y gané el primer premio de «traído a bordo»… absurdo nombre que dan al disfraz alquilado por una noche. Sin embargo, como nadie parecía tener la menor idea de si los disfraces se hacían allí o se traían a bordo, la cosa importaba bien poco. La señora Blair se negó a disfrazarse. Aparentemente, está en todo caso de acuerdo con Pagett sobre el particular. El coronel Race siguió su ejemplo. Ana Beddingfeld se había hecho un vestido de gitana y estaba extraordinariamente bien. Pagett dijo que tenía dolor de cabeza y no se presentó. Para ocupar su lugar, invité a un hombrecillo del Partido Obrero Sudafricano. Un hombrecillo horrible. Pero quiero conservar su amistad porque me da la información que necesito. Quiero comprender la cuestión del Rand desde los dos puntos de vista.
Daba un calor enorme el bailar. Bailé dos veces con Ana Beddingfeld y ella fingió que le había gustado. Bailé una vez con la señora Blair, que no se molestó en fingir, y fueron víctimas mías varias otras damiselas que me causaron favorable impresión.
Luego bajamos a comer. Yo había pedido champaña. El mayordomo propuso Clicquot 1911 como el mejor que llevaba a bordo y me dejé convencer. Parecía haber dado con la única cosa capaz de aflojarle al coronel Race la lengua. Lejos de mostrarse taciturno, dicho individuo llegó a volverse ocurrente charlatán. Durante un rato, esto me divirtió. Luego caí en la cuenta de que el coronel Race, y no yo, se estaba convirtiendo en el alma y vida de la reunión. Se burló de mí al saber que escribía mi diario.
—El día menos pensado revelará todas sus indiscreciones, Pedler.
—Amigo Race —le dije—, permítame que le diga que no soy un imbécil como usted me cree. Es posible que cometa indiscreciones; pero no tengo la costumbre de hacerlas constar por escrito. Cuando muera, mis albaceas testamentarios conocerán mi opinión de muchísimas personas; pero dudo que encuentren nada para mejorar o empeorar el concepto que tengan de mí. Un diario es una cosa útil para hacer constar las idiosincrasias de los demás, pero no las propias.
—Existe algo que llaman autorrevelación inconsciente.
—Para los ojos del psicoanalizador, todas las cosas son viles —repliqué sentenciosamente.
—Debe de haber sido muy interesante su vida, coronel Race —dijo la señorita Beddingfeld con ojos como dos estrellas.
¡Así hacen las cosas esas muchachas! Otelo fascinó a Desdémona con sus relatos; pero ¿no fascinó Desdémona a Otelo acaso por su manera de escucharle?
Sea como fuere, aquello le soltó la lengua en serio a Race. Empezó a contar historias de leones. El hombre que ha cazado leones en grandes cantidades le lleva una ventaja enorme e injusta a todos los demás. Se me antojó que ya era hora de que yo contara una historia de leones también. Una que fuera más alegre.
—A propósito —dije—, eso me recuerda un suceso muy emocionante que me contaron. Un amigo mío había marchado de caza a no sé qué lugar de África Oriental. Una noche salió de su tienda de campaña por no sé qué razón y oyó con sobresalto un gruñido sordo. Se volvió rápidamente y vio a un león agazapado para saltar. Se había dejado la escopeta en la tienda de campaña. Rápido como el pensamiento, agachó la cabeza y el león saltó por encima de él. Irritado, el animal soltó un rugido y se dispuso a saltar otra vez. Para entonces, se hallaba cerca de la entrada de la tienda de campaña. Entró y tomó la escopeta. Cuando salió de nuevo, escopeta en mano, el león había desaparecido. Aquello le interesó una barbaridad. Se deslizó hacia la parte de atrás de la tienda de campaña, donde había un pequeño claro. Y… ¡allí estaba el león, ensayando saltos cortos!
Mi relato fue recibido con una ronda de aplausos. Tomé unos sorbos de champaña.
—En otra ocasión —observé—, a ese amigo mío le ocurrió otra cosa muy curiosa. Viajaba a campo traviesa y, como deseaba llegar a su punto de destino antes de que empezara a apretar el calor, ordenó a sus negros que engancharan las mulas a la carreta antes del amanecer. Les costó bastante trabajo hacerlo, porque los animales estaban agitados; pero lo consiguieron por fin y la partida se puso en marcha. Las mulas corrieron como el mismísimo viento y, cuando amaneció, se dieron cuenta del por qué. En la oscuridad los negros habían aparejado una mula con un león.
Esta historia fue bien recibida, también. Sonó una carcajada general. No estoy seguro, sin embargo, de que el tributo mayor no lo rindiera mi amigo, el miembro del Partido Laborista, que permaneció pálido y muy serio.
—¡Dios! —exclamó, con ansiedad—. ¿Quién los desenganchó?
—He de ir a Rhodesia —dijo la señora Blair—. Después de lo que nos ha contado usted, coronel Race, no tengo más remedio que ir. No obstante, el viaje es horrible. Cinco días en tren.
—Tiene usted que acompañarme en mi coche particular —dije con galantería.
—¡Oh, sir Eustace! ¡Qué amable es usted! ¿Lo dice en serio?
—¡Que si lo digo en serio! —exclamé en son de reproche.
Y me bebí otra copa de champaña.
—Una semana más, aproximadamente, y nos encontraríamos en África del Sur —suspiró la señora Blair.
—¡Ah! ¡África del Sur! —murmuré, sentimental.
Y empecé a citar extractos de mi reciente discurso en el Instituto Colonial.
—¿Qué tiene África del Sur que enseñar al mundo? ¿Qué, en verdad? Su fruta y sus granjas; su lana y sus zarzos; sus manadas y sus pieles; su oro y sus diamantes…
Hablaba con precipitación, porque sabía que en cuanto hiciese una pausa, Race metería baza y me informaría que las pieles carecían de valor, porque los animales se enganchaban en las cercas de púas o algo por el estilo; estropearía todo lo demás que había dicho y acabaría hablando de las penalidades de los mineros en el Rand. Y no estaba yo de humor para dejarme insultar por ser capitalista. La interrupción, sin embargo, surgió de otro lado ante la mágica palabra «diamantes».
—¡Diamantes! —exclamó la señora Blair.
—¡Diamantes! —murmuró la señorita Beddingfeld.
Ambas se dirigieron al coronel Race.
—¿Supongo que ha estado usted en Kimberley?
Yo también había estado en Kimberley, pero no conseguí decirlo a tiempo. A Race le llovían las preguntas. ¿Cómo eran las minas? ¿Era cierto que a los indígenas se les mantenía encerrados tras una empalizada? Y así sucesivamente.
Race contestó a sus preguntas y dio muestras de conocer muy bien el asunto. Describió el método empleado para alojar a los indígenas; los registros que se hacían; y las diversas precauciones tomadas por De Beers.
—Así, pues, ¿es poco menos que imposible robar un diamante? —preguntó la señora Blair con la misma cara de chasco que si hubiera estado haciendo el viaje a África exclusivamente con el propósito de intentarlo.
—No hay nada imposible, señora Blair. Ocurren robos de vez en cuando… como el caso que le conté del cafre aquel que se escondió una piedra en una herida.
—Sí, pero ¿en gran escala?
—Una vez en estos últimos años. Un poco antes de la guerra, para ser exactos. Usted debe de recordar el caso, Pedler. Estaba en África del Sur por entonces, ¿no?
Asentí con un movimiento de cabeza.
—Cuéntenoslo —suplicó la señorita Beddingfeld.
—¡Oh, cuéntenoslo!
Race sonrió.
—Bien; se lo contaré. Supongo que la mayoría de ustedes habrán oído hablar de sir Lorenzo Eardsley, el gran magnate africano. Sus minas eran de oro; pero entra en este relato gracias a su hijo. Quizá recuerden que poco antes de la guerra corrieron rumores de que habían descubierto un nuevo Kimberley en potencia allá por las selvas de la Guayana Británica. Se decía que dos jóvenes exploradores habían regresado de dicha parte de América del Sur con una notable colección de diamantes en bruto, algunos de ellos de un tamaño considerable. Se habían encontrado ya anteriormente diamantes pequeños en la vecindad de los ríos Esquibo y Mazaruni; pero los dos jóvenes en cuestión, Juan Eardsley y su amigo Lucas, aseguraban haber descubierto yacimientos de grandes capas carboníferas cerca de la fuente común de los ríos.
»Los diamantes eran de todos los colores. Los había de color de rosa, azules, amarillos, verdes, negros y de una blancura inmaculada. Eardsley y Lucas se presentaron en Kimberley, donde habían de someter las piedras para su examen. Al propio tiempo se descubrió que se había cometido un robo sensacional en De Beers. Cuando se han de mandar diamantes a Inglaterra se hace un paquete con ellos. El paquete se coloca en la gran caja de caudales, cuyas dos llaves obran en poder de dos hombres distintos, mientras que el único que conoce la combinación es un tercero. El paquete se le entrega al Banco y éste lo envía a Inglaterra. Cada paquete vale unas cien mil libras esterlinas.
»En esta ocasión al Banco le pareció ver algo anormal en la forma en que estaba sellado el paquete. Lo abrieron. ¡Contenía terrones de azúcar!
»No sé exactamente cómo llegó a sospecharse de Juan Eardsley. Se recordó que había sido muy alocado cuando estudiaba en la Universidad de Cambridge, y que su padre había tenido que pagar sus deudas más de una vez. Sea como fuere, no tardó en correr la voz que la historia del hallazgo de yacimientos de diamantes en Sudamérica era pura fantasía. Detuvieron a Juan Eardsley. Y encontraron en su poder algunos de los diamantes de De Beers.
»Pero el asunto no llegó a llevarse a los tribunales. Sir Lorenzo Eardsley pagó una cantidad equivalente al valor de los diamantes que faltaban y De Beers retiró la acusación. Jamás se ha sabido cómo se llevó a cabo el robo. Pero el saber que su hijo era un ladrón fue un golpe demasiado rudo para el viejo. Sufrió un ataque de apoplejía poco después. En cuanto a Juan, su suerte fue, hasta cierto punto, piadosa. Se incorporó a filas, marchó a la guerra, luchó valientemente y murió, limpiando así la mancha que empañaba su nombre. Sir Lorenzo sufrió un tercer ataque y murió hace cosa de un mes. Murió sin testar, y su cuantiosa fortuna pasó a manos de su pariente más próximo, un hombre al que apenas conocía.
El coronel hizo una pausa. Se oyó una babel de exclamaciones y preguntas. Algo pareció llamar la atención de la señorita Beddingfeld y se volvió en su asiento. Al oír su exclamación ahogada, me volví yo también.
Mi nuevo secretario Rayburn se hallaba en pie junto a la puerta. Por debajo del atezado, su rostro tenía la palidez de quien ha visto un fantasma. Evidentemente, el relato de Race le había conmovido profundamente.
Dándose cuenta de pronto de que le observábamos, dio media vuelta y desapareció.
—¿Sabe usted quién es ese hombre? —inquirió Ana Beddingfeld bruscamente.
—Es mi otro secretario —le expliqué—. El señor Rayburn. Ha estado mareado hasta ahora.
—¿Hace mucho que es secretario suyo?
—No mucho —respondí con cautela y cierta precaución.
Pero la cautela de nada sirve para una mujer. Cuanto más se retiene uno, mayor es la fuerza con que ataca. Ana Beddingfeld no se anduvo en contemplaciones.
—¿Cuánto hace? —preguntó sin rodeos.
—Pues… ah… lo tomé a mi servicio unos días antes de embarcar. Me lo recomendó un viejo amigo.
La muchacha se sumió en pensativo silencio y no dijo una palabra más. Me volví hacia Race. Se me antojaba que ahora me tocaba a mí dar muestras de interés en su relato.
—¿Quién es el heredero de sir Lorenzo, Race? ¿Lo sabe usted?
—Debiera de saberlo —respondió, sonriente—. ¡Soy yo!