Extracto del libro de sir Eustace Pedler
La vida a bordo de un barco tiene sus compensaciones. Es una vida apacible. Mis canas me eximen, por fortuna, de indignidades tales como coger manzanas con los dientes, correr por cubierta con un huevo o una patata en una cuchara, y de otros deportes aún más violentos. Jamás he logrado comprender que diversión halla la gente jugando de una manera tan absurda. Pero hay muchos imbéciles en el mundo. Uno alaba a Dios por su existencia y procura no cruzarse en su camino.
Por suerte, soy un navegante excelente. Pagett, pobre hombre, no lo es. Empezó a cambiar de color en cuanto nos apartamos de la costa. Supongo que mi otro mal llamado secretario se encuentra mareado también. No ha asomado la cabeza aún, por lo menos. Pero quizá no se trate de mareo, sino de alta diplomacia. Lo interesante es que a mí no me ha molestado.
En conjunto, el pasaje es una verdadera calamidad. No hay más que dos que sepan jugar decentemente al bridge, y una mujer a la que valga la pena mirar dos veces: la señora de Clarence Blair. La he conocido en Londres, claro está. Es una de las pocas mujeres que conozco que pueden jactarse de poseer sentido humorístico. Me gusta hablar con ella. Y me gustaría mucho más, de no ser por el patilargo y taciturno imbécil que se ha pegado a ella como una lapa. No puedo creer que ese coronel Race le resulte entretenido de verdad. Es bien parecido, hasta cierto punto… pero más aburrido que una ostra. Uno de esos hombres fuertes y silenciosos por los que deliran los novelistas y las jovencitas.
Guy Pagett salió con pena a cubierta cuando dejamos Madeira atrás, y empezó a rezongar en voz hueca sobre la necesidad de trabajar. ¿Para qué diablos querrá nadie trabajar a bordo de un barco? Es cierto que prometí a mis editores entregarles mis «Reminiscencias» a principios de verano. Pero ¿qué importa? ¿Quiénes son, después de todo, los que leen libros de reminiscencias? Las viejas de los suburbios. Y, ¿qué son mis reminiscencias después de todo? He tropezado con cierto número de personas supuestamente famosas durante mi existencia. Con la ayuda de Pagett, invento anécdotas insípidas de cada una de ellas. Y la verdad es que Pagett resulta demasiado honrado para hacer ese trabajo. No me permite que invente anécdotas de la gente a quien hubiera podido conocer pero a la que no conozco ni de oídas.
Probé convencerle haciendo alarde de sentimientos bondadosos.
—Está usted hecho un perfecto guiñapo aún, amigo mío —le dije—; lo que necesita es una gandula puesta al sol. No… ni una palabra más. El trabajo tendrá que esperar.
Cuando quise darme cuenta, estaba preocupado ya por la necesidad de un camarote de repuesto.
—No hay sitio en el suyo para trabajar, sir Eustace. Está lleno de baúles.
Por su tono, cualquiera hubiera creído que los baúles son cucarachas… cosas que están de más en un camarote.
Me tomé la molestia de explicarle que, aunque él tal vez lo ignorase, existe la costumbre de llevarse consigo una muda de ropa cuando uno se va de viaje. Se dibujó en sus labios la pálida sonrisa con que suele recibir mis bromas, y luego volvió a la carga.
—Y mal podríamos trabajar en el cuchitril que me ha tocado.
—Conozco ya los cuchitriles de Pagett; suele escoger para sí el mejor camarote de un barco.
—Siento que el capitán no le cediera su camarote esta vez —le respondí con sarcasmo—. Pero si quiere, puede depositar parte de su equipaje en mi camarote…
Es peligroso ser sarcástico con un hombre como Pagett. Se animó inmediatamente.
—Si pudiera quitarme de encima la máquina de escribir y el baúl de los papeles y sobres…
El baúl de los papeles y sobres pesa varias toneladas. Es causa de continuos y desagradables incidentes con mozos de cuerda y de estación. La ambición preponderante de Pagett es cargarme a todas horas con semejante armatoste. El objeto de luchas perpetuas entre ambos. Él parece considerarlo equipaje personal mío. Yo, por mi parte, considero que encargarse del baúl es la única cosa verdaderamente útil que pueda hacer un secretario.
—Tomaremos otro camarote —le contesté, precipitadamente.
La cosa parecía bastante sencilla; pero Pagett es un hombre a quien los misterios encantan. Vino a mí al día siguiente con cara de conspirador de la época del Renacimiento.
—¿Recuerda que me dijo que alquilara el camarote número diecisiete para despacho?
—Bueno, ¿y qué? ¿Se ha encallado el baúl de papel en la puerta?
—Las puertas son del mismo tamaño en todos los camarotes —me contestó Pagett, muy serio—. Pero le digo a usted, sir Eustace, que hay algo raro en ese camarote.
Recuerdos de la lectura de novelas terroríficas acudieron a mi mente.
—Si quiere usted decir que hay duendes —le repuse—, no veo yo por qué hemos de preocuparnos puesto que no pensamos dormir en él. A una máquina de escribir no le afectan los fantasmas.
Pagett dijo que no se trataba de fantasmas y que, después de todo, no había podido conseguir el camarote 17. Me contó una larga y complicada historia. Al parecer, él, un tal señor Chichester, y una muchacha que se llamaba Beddingfeld, casi habían llegado a las manos en su disputa para ocupar el 17. Ni que decir tiene que la muchacha había ganado y Pagett aún trinaba al recordarlo.
—El trece y el veintiocho son mucho mejores camarotes —reiteró—; pero ninguno de los dos quiso saber una palabra de ellos.
—Si a eso viene —le dije ahogando un bostezo—, a usted parece haberle ocurrido otro tanto que a ellos, querido Pagett.
Me dirigió una mirada de reproche.
—Me dijo usted que alquilase el diecisiete.
Pagett es a veces de una testarudez que atonta.
—Mi querido Pagett —le dije, irritado—, mencioné el número diecisiete, porque dio la casualidad que lo vi desocupado. Pero no era mi intención que luchase usted a muerte por conseguirlo. Igual nos hubiera servido el trece o el veintiocho.
Puso cara de fastidiado.
—Es que hay algo más —insistió—. La señorita Beddingfeld se quedó con el camarote; pero esta mañana vi salir de él furtivamente al señor Chichester.
Le miré con severidad.
—Si lo que usted quiere es dar un escándalo usando como protagonistas a Chichester, que es misionero (aunque como persona resulte veneno puro), y a esa linda niña Ana Beddingfeld, me niego a creer una palabra de cuanto usted me diga —le contesté, con frialdad—. Anita Beddingfeld es una muchacha agradable en sumo grado… y tiene unas pantorrillas extraordinariamente bonitas; y hasta creo que no hay piernas tan lindas como las suyas en todo el barco. Puedo asegurarlo.
A Pagett no le gustó que hiciese referencia a las pantorrillas de Ana Beddingfeld. Es uno de esos hombres que nunca se fijan en una pantorrilla o que, si lo hacen, antes morirían que confesarlo. La admiración que tales cosas me producen se le antoja frívola. Me gusta molestar a Pagett. Conque continué, con mala intención:
—Puesto que ya ha entablado conversación con ella, podría invitarla a que comiera en nuestra mesa mañana por la noche. Habrá baile de máscaras. Y, a propósito, más vale que vaya a ver al barbero y escoja un disfraz para mí.
—Pero ¿es posible que piense ir con disfraz? —exclamó Pagett, horrorizado.
Me di cuenta que consideraba aquello incompatible con mi dignidad. Su rostro reflejaba horror y dolor. En realidad, yo no había tenido la menor intención de disfrazarme; pero la perspectiva de desconcertar por completo a Pagett era demasiado tentadora para que la pudiera yo resistir.
—¿Qué quiere usted decir con eso? —exclamé—. ¡Claro que me disfrazaré! Y usted también.
Pagett se estremeció.
—Conque vaya al barbero y encárguese de eso —terminé diciendo.
—No creo que tenga disfraces más que para gente de tamaño corriente —murmuró Pagett, midiéndome con la vista.
Sin tener intención de ello, Pagett sabe ser extremadamente ofensivo de vez en cuando.
—Y pida que le reserven una mesa para seis en el comedor —añadí—. Invitaremos al capitán, a la muchacha de las piernas bonitas, a la señora Blair…
—No conseguirá que acepte la señora Blair si no invita también al coronel Race —interrumpió Pagett—. Sé que el coronel le rogó que comiese con él.
Pagett siempre lo sabe todo. Me molesté, y con razón.
—¿Quién es Race? —exigí, exasperado.
Como dije antes, Pagett siempre lo sabe todo, o cree saberlo todo. Volvió a poner cara de misterio.
—Se dice que pertenece al Intelligence Service[5], sir Eustace. Y que es un gran personaje dentro de él. Pero, claro está, no lo sé a ciencia cierta.
—¡Qué cosas tiene el Gobierno! —exclamé—. Va a bordo un hombre cuya profesión es llevar documentos secretos, y se los entrega a un extraño, a un individuo pacífico cuya única ambición es que le dejen en paz.
La expresión de Pagett se tornó más misteriosa aún. Se acercó un poco más y bajó la voz.
—Si quiere que le dé mi opinión, sir Eustace, todo este asunto es la mar de raro. Fíjese, si no, en la enfermedad que tuve antes de salir.
—Mi querido amigo —le interrumpí brutalmente—: Lo que usted tuvo fue un ataque de bilis. Siempre le andan dando arrechuchos.
Pagett se sobrecogió levemente, como si le hubiera cruzado la cara.
—No fue un ataque de bilis corriente. Esta vez…
—¡Por el amor de Dios, no entre en detalles acerca de su estado, Pagett! ¡No tengo el menor deseo de escucharlos!
—Como usted quiera, sir Eustace. Pero tengo el convencimiento de que se me envenenó deliberadamente.
—¡Ah! —dije yo—. Ha estado usted hablando con Enrique Rayburn.
No lo negó.
—Sea como fuere, sir Eustace, él lo cree así…, y debiera de hallarse en situación de saberlo.
—A propósito —pregunté—, ¿dónde está ese hombre? No he podido echarle la vista encima desde que subimos a bordo.
—Hace circular la noticia de que se encuentra enfermo y no se mueve de su camarote, sir Eustace —Pagett volvió a bajar la voz—. Pero estoy seguro de que no es más que para despistar. Para poder vigilar mejor.
—¿Vigilar?
—Para custodiarle a usted mejor, sir Eustace. Por si acaso fuera objeto de un ataque.
—¡Qué manera tiene usted de animar a la gente, Pagett! —dije—. Se deja usted llevar de la imaginación o así lo espero. Yo, en su lugar, asistiría al baile disfrazado de calavera o de verdugo. Son los disfraces más en consonancia con su tétrica belleza.
Eso bastó para cerrarle la boca de momento. Subí a cubierta. La niña Beddingfeld estaba absorta en su conversación con el misionero Chichester. Las mujeres siempre revolotean alrededor de los pastores.
Al hombre que tiene una figura como la mía le hace muy poca gracia agacharse; pero tuve la cortesía de recoger el papel caído a los pies del pastor.
Mi acción no me valió una sola palabra de agradecimiento. De todas formas, me hubiera sido imposible no ver lo que había escrito en el papel. Era una sola frase. «No intente trabajar a solas por su cuenta o saldrá perdiendo».
¡Linda cosa que encontrar en poder de un misionero! ¿Quién será ese Chichester? Parece más inocuo que la leche. Pero las apariencias engañan. Le preguntaré a Pagett. Pagett siempre lo sabe todo.
Me dejé caer garbosamente en la gandula vecina a la de la señora Blair, interrumpiendo así su charla a solas con Race. Observé:
—¡No sé dónde irá a parar el clero en estos tiempos!
Luego le pedí que cenara conmigo la noche del baile de máscaras. No sé cómo se las arregló Race; pero el caso es que consiguió que se le incluyera en la invitación.
Después de comer a mediodía, la Beddingfeld vino a sentarse con nosotros a tomar el café. No me había equivocado en cuanto a sus piernas se refiere. Son, sin duda alguna, las más bonitas de a bordo. ¡Vaya si la invitaré a comer a ella también!
Me gustaría saber qué diablos ha hecho Pagett en Florencia. Cada vez que se habla de Italia, se descompone. Si no supiera cuán intensamente honrado es, empezaría a creerlo reo de algún amor vergonzoso.
Pero…, ¡quién sabe…! Hasta los hombres más decentes… Me animaría una enormidad si fuese así la cosa.
Pagett…, ¡con algo que ocultar! ¡Magnífico!