Capítulo VIII

Extracto del diario de sir Eustace Pedler

Es verdaderamente extraordinario, pero nunca parezco poder vivir tranquilo. Soy hombre amante de la vida apacible. Me gusta ir a un club a jugar allí mi partida de bridge, hacer una comida bien guisada y rociarla con buen vino. Me gusta Inglaterra en el verano y la Costa Azul en invierno. No tengo el menor deseo de tomar parte en acontecimientos sensacionales. Y a veces, sentado ante un buen fuego, no me importa leer una reseña de ellos en el periódico. Pero no me gusta pasar de ahí. Mi objeto de esta vida es vivir todo lo más cómodamente posible. He dedicado mucha reflexión y una considerable cantidad de dinero a tal fin. Pero no puedo decir honradamente que tengan siempre buen éxito mis esfuerzos. Si a mí personalmente no me suceden cosas, éstas ocurren a mi alrededor, y con frecuencia y a pesar mío me veo envuelto en ellas. Detesto verme complicado en cosas así.

Y todo ello porque Guy Pagett entró en mi alcoba esta mañana con un telegrama en la mano y la cara más larga que la de un mudo en un entierro.

Guy Pagett es mi secretario; un hombre lleno de celo, meticuloso, trabajador, admirable por todos los conceptos. No conozco a persona alguna capaz de molestarme tanto. Durante mucho tiempo me he estado devanando los sesos buscando una excusa para deshacerme de él. Pero uno no puede despedir a un secretario simplemente porque prefiere el trabajo al juego, porque le gusta madrugar y porque carece por completo de vicios. La única cosa divertida que tiene es la cara. Su semblante es de un envenenador del siglo XIV, la clase de tipo a quien los Borgia hubieran confiado sus encargos.

No me importaría tanto si no fuese que Pagett me hace trabajar a mí también. Para mí, el trabajo es algo que debiera hacerse a la ligera y sin prisa, algo con qué jugar. Dudo que Pagett haya jugado con nada en su vida. Se lo toma todo en serio. Por eso resulta tan difícil vivir con él. La semana pasada se me ocurrió la brillante idea de mandarle a Florencia. Hablaba de Florencia y de lo mucho que le gustaría ir allí.

—Amigo mío —exclamé—; marchará usted allí mañana. Le pagaré todos los gastos.

Enero no es el mes más indicado para ir a Florencia; pero a Pagett le daría igual. Me lo imaginaba, guía en mano, recorriendo religiosamente todos los museos. Y para mí, una semana de libertad resultaba barata a ese precio. Ha sido una semana deliciosa. He hecho todo lo que se me ha antojado y nada de lo que detesto. Pero cuando abrí los ojos y vi a Pagett de pie, quitándome la luz con su cuerpo, y la intempestiva hora de las nueve de la mañana, comprendí que mi libertad cesó.

—Amigo mío —le pregunté—, ¿se ha celebrado ya el entierro o ha de celebrarse más tarde esta mañana?

Pagett no sabía apreciar una broma. Se limitó a mirarme con fijeza.

—¿Conque está usted enterado, sir Eustace?

—Enterado…, ¿de qué? —pregunté con enfado—. De la expresión de su rostro deduje que uno de sus próximos y más queridos parientes iba a recibir sepultura esta mañana.

Pagett hizo caso omiso de mi salida hasta donde le fue posible.

—Ya me parecía a mí que no podía estar enterado de esto —Golpeó con los dedos el telegrama—. Ya sé que le disgusta que le despierten temprano…, pero son las nueve —Pagett se empeña en que a las nueve de la mañana ha transcurrido ya casi medio día—, y pensé que, dadas las circunstancias…

Volvió a golpear el telegrama.

—¿Qué es eso? —le pregunté.

—Un telegrama de la policía de Marlow. Ha muerto asesinada una mujer en la casa de usted.

Eso sí que me despejó de verdad.

—¡Qué frescura! —exclamé—. ¿Por qué en mi casa? ¿Quién la asesinó?

—No lo dicen. Supongo que regresaremos a Inglaterra inmediatamente, sir Eustace.

—No tiene usted por qué suponer cosa semejante. ¿Por qué hemos de volver?

—La policía…

—¿Qué diablos tengo yo que ver con la policía?

—Verá… La casa es de usted.

—Eso —respondí— más parece mi desdicha que mi culpa.

Guy Pagett sacudió la cabeza con melancolía.

—Causará muy mala impresión a sus electores —observó lúgubremente.

No sé por qué había de ser así y, sin embargo, tengo el presentimiento de que, en esas cosas, a Pagett nunca le engaña el instinto. A simple vista, un diputado no será menos eficiente porque una joven errante vaya a dejarse asesinar a una casa deshabitada propiedad suya, pero cualquiera sabe cómo tomará la cosa el respetable público británico.

—Se trata de una extranjera, lo que aún empeora las cosas —continuó Pagett, tan lúgubre como antes.

Vuelvo a creer que tiene razón. Si resulta deshonroso que asesinen a una mujer en la casa de uno, aún lo resulta más si la referida mujer es extranjera. Se me ocurrió otra idea.

—¡Cielos! —exclamé—. ¡Dios quiera que esto no le disguste a Carolina!

Carolina es la dama que se cuida de hacerme la comida. Da la casualidad, al propio tiempo que es la esposa del jardinero. Yo no sé si será una buena esposa. Pero desde luego es una excelente cocinera. James, por su parte, no es tan buen jardinero. Le mantengo ocioso, no obstante, y le doy un pabellón como vivienda, nada más que por los guisos de Carolina.

—No supongo que quiera quedarse después de lo sucedido —dijo Pagett.

—¡Usted siempre tan animador! —observé.

Supongo que no tendré más remedio que regresar a Inglaterra. Es evidente que Pagett tiene la intención de que regrese. Y, además, tengo que tranquilizar a Carolina.

Tres días más tarde

Me resulta increíble que toda persona que pueda marcharse de Inglaterra en invierno no lo haga. El clima es abominable. Todo este asunto es molesto en grado sumo. El procurador dice que resultará poco menos que imposible alquilar la Casa del Molino después de toda la publicidad que está recibiendo el caso. A Carolina he podido apaciguarla doblándole el sueldo. Hubiéramos podido mandarle un telegrama desde Cannes para hacer eso. En resumen, que como he dicho desde el primer momento, nada se adelantaba con que viniera aquí personalmente. Regresaré a Cannes mañana.

Un día más tarde

Han ocurrido varias cosas sorprendentes. Para empezar, me encontré con Augusto Milray, y el más perfecto y solemne ejemplar de asno que ha producido el gobierno actual hasta la fecha. Rebosaba diplomacia y sigilo cuando me acorraló en un rincón tranquilo del club. Habló una barbaridad. Acerca de África del Sur y de la situación industrial allí. Acerca de los crecientes rumores de una huelga en el Rand. De las causas secretas que motivaban la huelga. Le escuché con toda la paciencia que me fue posible. Por último, bajó la voz hasta hablar en un susurro y explicó que debieran de colocarse en manos del general Smuts ciertos documentos que se habían descubierto.

—No me cabe la menor duda de que tiene usted razón —le contesté, ahogando un bostezo.

—Pero ¿cómo hacerlos llegar hasta él? Nuestra posición en este asunto es delicada…, muy delicada.

—¿Qué le pasa al correo? —exclamé alegremente—. Pégueles un sello de dos peniques y échelos al buzón más cercano.

Pareció escandalizado.

—¡Mi querido Pedler! ¡A un vulgar buzón!

Siempre ha sido para mí un misterio que los gobiernos se empeñen en hacer uso de Correos Reales. Se me antoja que ésa es la mejor manera de atraer la atención hacia sus documentos confidenciales.

—Si el correo no le gusta, mande a uno de esos jovencitos del Ministerio. Le gustará el viaje.

—¡Imposible! —contestó Milray, sacudiendo la cabeza—. Hay razones, mi querido Pedler…, le aseguro que hay razones.

—Bueno —dije yo, poniéndome en pie—, todo eso es muy interesante, pero tengo que marcharme.

—Un momento, mi querido Pedler, un momento, se lo suplico. Ahora, en confianza, ¿no es cierto que tiene la intención de visitar África del Sur usted mismo dentro de poco? Posee grandes intereses en Rhodesia, me consta, y le interesa vitalmente la posibilidad de que Rhodesia entre a formar parte de la Unión Sudafricana.

—La verdad… sí que había pensado hacer el viaje dentro de un mes o cosa así.

—¿No podría usted adelantar la fecha? ¿Irse este mes? ¿Esta misma semana?

—Podría —le repuse, mirándole con cierto interés—. Pero no tengo el menor deseo de hacerlo.

—Le haría usted un gran favor al gobierno…, ¡un gran favor! No le encontraría usted…, ¡ah…!, desagradecido.

—¿Con lo cual quiere usted decir que desea que sea yo el cartero?

—¡Justo! La posición de usted no es oficial. Su viaje obedece a causas particulares. Todo resultaría eminentemente satisfactorio. Además no se daría nadie cuenta de esa misión.

—Bueno —dije lentamente—, no me importa hacerlo. Mi mayor ambición en estos instantes es salir de Inglaterra otra vez lo más aprisa posible.

—Hallará el clima de África del Sur delicioso… verdaderamente delicioso.

—Amigo mío, conozco el clima a fondo. Estuve allí poco antes de la guerra.

—Le estoy muy agradecido, Pedler. Le enviaré el paquete con un mensaje. Ha de ser entregado al general Smuts en propia mano, ¿comprende? El «Castillo de Kilmorden» zarpa el sábado. Es un buen barco.

Caminamos juntos un rato por Pall Mall antes de separarnos. Me estrechó cordialmente la mano y volvió a darme las gracias efusivamente.

Me dirigí a casa pensando en las curiosas sinuosidades de la política gubernamental.

Al atardecer siguiente, mi mayordomo Jarvis me comunicó que un caballero deseaba verme para asuntos de negocios, pero que se negaba a dar su nombre. Siempre me han inspirado aprensión los agentes de seguros. Conque le dije a Jarvis que dijera que no podía recibirle. Por desgracia, para una vez que Guy Pagett hubiera podido servir de algo verdaderamente útil, se encontraba en el lecho, víctima de un ataque bilioso. Los jóvenes demasiado trabajadores que tienen débil el estómago, son propensos a tal clase de ataques de bilis. Jarvis regresó.

—El caballero me ha pedido que le diga, sir Eustace, que viene de parte del señor Milray.

Las cosas cambiaban de aspecto entonces. Unos minutos más tarde confrontaba a mi visitante en la biblioteca. Era un hombre joven, corpulento, de atezado rostro. La cicatriz que le cruzaba desde un ojo hasta la mandíbula desfiguraba lo que, de no haber sido por eso, hubiese resultado un rostro bastante bien parecido, aunque temerario.

—¿Bien? —pregunté—. ¿Qué desea?

—El señor Milray me mandó a usted, sir Eustace. He de acompañarle a África del Sur como secretario.

—Amigo mío —dije—, tengo un secretario ya. No necesito otro.

—Creo que sí que lo necesita, sir Eustace. ¿Dónde está su secretario?

—Padece un ataque bilioso.

—¿Está usted seguro de que sólo se trata de un ataque de bilis?

—Claro que sí. Es propenso a ellos.

Mi visitante sonrió.

—Podrá ser un ataque bilioso o no serlo. Con el tiempo se verá. Pero puedo decirle una cosa, sir Eustace: al señor Milray no le sorprendería que se intentara quitar del paso a su secretario. Oh, no es necesario que tema por sí mismo —supongo que una expresión de alarma habría aparecido fugazmente en mi rostro—. Usted no está amenazado. Si su secretario estuviera fuera del paso, sería mucho más fácil llegar hasta usted. Sea como fuere, el señor Milray desea que le acompañe. El dinero del pasaje será cuenta nuestra, naturalmente; pero usted se encargará de dar los pasos necesarios para obtenerme pasaporte, como si hubiera decidido que necesitaba los servicios de un segundo secretario.

Parecía un joven decidido. Nos miramos de hito en hito, y él sostuvo la mirada más tiempo que yo.

—Está bien —respondí débilmente.

—No dirá una palabra a nadie de que voy a acompañarle.

—Está bien —volví a responder.

Después de todo, tal vez fuera mejor llevar a aquel joven conmigo. Pero tuve el presentimiento de que me estaba metiendo en honduras. ¡Precisamente cuando creía haber alcanzado de nuevo la tranquilidad!

Contuve a mi visitante cuando daba media vuelta para marcharse.

—No estaría de más que conociese el nombre de mi nuevo secretario —observé con cierto sarcasmo.

Me miró unos instantes.

—Enrique Rayburn se me antoja un nombre muy apropiado —me contestó.

Era una forma muy rara de responder.

—Está bien —dije por tercera vez.