Durante las semanas que siguieron estuve la mar de aburrida. La señora Flemming y sus amistades se me antojaban muy poco o nada interesantes. Hablaban horas y horas de sí mismas, de sus hijos, y de lo que decían a la granjera cuando la leche no era buena. Luego se ponían a hablar de la servidumbre, de las dificultades para encontrar buenas criadas, de lo que le habían dicho a la encargada de la agencia de colocaciones, de lo que la encargada de la agencia de colocaciones les había dicho a ellas. No parecían leer los periódicos nunca, ni preocuparse por lo que sucedía en el mundo a su alrededor. No les gustaba viajar, ¡todo era tan distinto a Inglaterra! De la Riviera no había nada que decir, naturalmente, porque una se encontraba allí con todas sus amistades.
Yo escuchaba y me contenía con dificultad. La mayoría de aquellas mujeres eran ricas. Suyo era el ancho y hermoso mundo para vagar por él a placer. Y, sin embargo, ¡se quedaban voluntariamente en el sucio y aburrido Londres, hablando de lecheros y criadas! Pensándolo ahora, creo que, tal vez, fuera yo una miaja intolerante. Pero sí que eran estúpidas, estúpidas hasta en la labor que ellas mismas habían escogido; la mayoría llevaban las cuentas de su casa de una manera extraordinariamente inadecuada y embrollada.
Mis asuntos no hacían grandes progresos. Se había llevado a cabo la venta de la casa y de los muebles, siendo su producto justamente el necesario para pagar nuestras deudas. Aún no habla logrado encontrar empleo. ¡No lo deseaba en realidad! Estaba convencida de que si andaba por ahí buscando aventuras, las aventuras me saldrían al encuentro. Tengo la teoría de que una encuentra siempre lo que desea.
Y mi teoría estaba a punto de ser confirmada por la experiencia.
Estábamos a primeros de enero, a día ocho, para ser exacta. Regresaba de entrevistarme con una señora que aseguraba necesitar una secretaria señorita de compañía. Pero lo que parecía buscar en realidad era una mujer fuerte para las faenas domésticas, dispuesta a trabajar doce horas diarias por un sueldo de veinticinco libras al año. Después de habernos despedido con velada descortesía por parte de ambas, bajé a Edgware Road (la entrevista había tenido lugar en una casa de Saint John’s Wood), y crucé Hyde Park hasta el Hospital de San Jorge. Allí me metí en la estación del «Metro» de Hyde Park Corner y saqué billete para Gloucester Road.
Una vez en el andén, lo recorrí en toda su extensión. Mi curiosidad me impulsó a asegurarme de que había, en efecto, agujas de cambio de abertura entre los dos túneles.
Al pasar junto a él, olfateé con desagrado. Para mí, no hay olor más desagradable que el de la naftalina. Y el grueso gabán de aquel hombre apestaba a la sustancia en cuestión. La mayoría de los hombres suelen ponerse el abrigo antes de enero, y por consiguiente resultaba raro que, a aquellas alturas, el olor no se hubiese desvanecido ya. El hombre se hallaba un poco más allá que yo, en la mismísima entrada del túnel. Parecía absorto en sus pensamientos. Conque pude mirarle detenidamente sin parecer grosera. Era alto y delgado, de tez morena, ojos azules y barba oscura, recortada.
Acaba de llegar del extranjero —deduje—. Por eso le apesta tanto el gabán. Viene de la India. No es oficial del Ejército, porque un oficial no llevaría barba. Tal vez sea propietario de una plantación de té.
En aquel momento el hombre dio media vuelta, como si fuera a retroceder sobre sus pasos. Me miró, y luego dirigió la vista a algo detrás de mí, y su semblante sufrió un cambio. Se contrajo en expresión de miedo, casi de pánico. Dio un paso atrás, como en involuntario movimiento de retroceso ante un peligro, olvidándose que se hallaba al borde mismo del andén. Perdió el equilibrio y cayó a la vía.
Surgió una llamarada en los rieles y se oyó como un chisporroteo. Solté un chillido. Acudió corriendo la gente. Dos empleados de la estación parecieron salir de la nada y asumieron el mando.
Yo permanecí donde me encontraba, como si hubiera echado raíces, presa de una horrible fascinación. Parecía haberme desdoblado en aquellos instantes en dos personas distintas. Una, que estaba aterrada por la catástrofe; la otra, que observaba con serenidad, interés y desapasionamiento los métodos empleados para alzar al hombre del raíl electrificado y subirle nuevamente al andén.
—Tengan la bondad de hacerme paso. Soy médico.
Un hombre alto, de barba parda, pasó junto a mí y se inclinó sobre el cuerpo del otro.
Mientras llevaba a cabo su examen, experimenté una extraña sensación de irrealidad. Aquello no era verdad… no podía serlo. Por fin el médico se alzó y sacudió la cabeza.
—Está muerto —dijo—. No se puede hacer absolutamente nada por él.
Todos nos habíamos agolpado lo más cerca posible. Un mozo de estación alzó la voz:
—¡Vamos! Retírense un poco, ¿quieren? ¿Qué adelantan echándose encima?
Experimenté una repentina sensación de náuseas, di media vuelta y subí corriendo la escalera hacia el ascensor. La cosa era demasiado horrible. Necesitaba que me diera el aire. El médico que había examinado el cadáver iba delante de mí. El ascensor estaba a punto de arrancar. El otro había descendido ya. El médico echó a correr. Al hacerlo, se le cayó un trozo de papel.
Me agaché, lo recogí y salí corriendo tras él. Pero las puertas del ascensor se cerraron en mis narices y me quedé abajo, con el papel en la mano. Para cuando el segundo ascensor llegó al nivel de la calle, no se veía al médico por parte alguna. Confié que no sería nada importante lo que había perdido y lo examiné por primera vez.
Se trataba de media hoja de papel corriente, con unas cifras y unas palabras escritas en lápiz. Las siguientes:
17.1 22 Kilmorden Castle
No parecía ser cosa de gran importancia, desde luego. No obstante, me resistí a tirarlo. Mientras lo miraba arrugué involuntariamente la nariz con disgusto. ¡Naftalina otra vez! Me acerqué el papel a la nariz con tiento. Sí; olía fuertemente a naftalina. Pero después de todo…
Doblé cuidadosamente el papel y me lo metí en el bolso. Regresé a casa despacio y pensando mucho.
Le expliqué a la señora Flemming que había sido testigo de un accidente desagradable en el «metro», que estaba algo alterada, y que me retiraría a mi cuarto a echarme un rato. La bondadosa mujer insistió en que tomara una taza de té. Después de eso dejaron que me las apañara sola y me puse a poner en práctica un plan que había trazado camino de casa. Quería saber qué era lo que me había producido aquella sensación de irrealidad mientras observaba cómo examinaba el médico el cadáver. Empecé por tenderme en el suelo de la misma manera en que lo había estado el desconocido. Luego coloqué una almohada en mi lugar y me puse a imitar todos los movimientos y gestos del médico que recordaba. Cuando hube terminado, había descubierto ya lo que deseaba. Me senté sobre los talones y me quedé mirando a la pared de enfrente frunciendo el entrecejo.
Los periódicos de la noche publicaron un suelto dando cuenta de la muerte de un hombre en el «metro» y se expresó la duda de si se trataba de un suicidio o de un accidente. Al leerlo, creí ver claro mi deber, y cuando el señor Flemming oyó mi relato, se mostró de acuerdo conmigo.
—No cabe la menor duda de que su presencia será necesaria cuando se lleve a cabo la prueba judicial. ¿Dice usted que no había cerca ninguna otra persona para ver exactamente lo ocurrido?
—Experimenté la sensación de que alguien se acercaba por detrás de mí; pero no puedo tener la seguridad… Y sea como fuere, nadie hubiera podido estar tan cerca como yo lo estaba.
Se celebró la encuesta. El señor Flemming dio todos los pasos necesarios y me llevó consigo. Pareció temer que aquello iba a resultar una prueba demasiado dura para mí, y tuve que ocultarle cuán completamente serena me encontraba.
Habían identificado al interfecto. Se trataba de un tal L. B. Carton. No se le había hallado nada en el bolsillo, salvo una autorización, firmada por un agente de fincas, para que pudiera ver una casa situada a orillas del río cerca de Marlow. Iba extendida a nombre de L. B. Carton, Hotel Russell. El conserje del hotel identificó al muerto, asegurando que había llegado el día anterior y alquilado una habitación. Se había inscrito en el registro con el nombre de L. B. Carton, de Kimberley, África del Sur. Era evidente que acababa de desembarcar.
—Yo era la única que presencié el suceso.
—¿Usted cree que fue un accidente? —me preguntó el juez.
—Estoy completamente segura de ello. Algo le alarmó y retrocedió instintivamente, sin pensar en lo que hacía.
—Pero ¿qué pudo haberle alarmado?
—Eso no lo sé. Pero hubo algo. Parecía tener un pánico enorme.
Un miembro del jurado insinuó que a algunos hombres les aterraban los gatos. Aquél podría haber visto un gato. A mí me pareció muy ingeniosa su insinuación; pero el jurado en pleno, que evidentemente ardía en deseos de volver a casa cuanto antes y experimentaba una viva satisfacción en poder dictaminar que se trataba de un accidente y no de un suicidio, acogió la insinuación con muestras de contento.
—Encuentro extraordinario —dijo el juez— que el médico que examinó el cadáver no se haya presentado. Debieron haberle pedido el nombre y las señas. El no haberlo hecho constituye una verdadera irregularidad.
Sonreí para mis adentros. Tenía mis teorías en cuanto al doctor se refería. Y basándome en las mías había formado el propósito de hacer una visita a Scotland Yard dentro de muy poco.
Pero a la mañana siguiente recibí una sorpresa. Los Flemming estaban suscritos al Daily Budget, y el Daily Budget había encontrado aquella mañana un asunto muy de su agrado.
EXTRAORDINARIA SECUELA AL ACCIDENTE OCURRIDO EN EL «METRO»: UNA MUJER APUÑALADA EN UNA CASA SOLITARIA
Leí con avidez:
«Ayer se hizo un descubrimiento sensacional en la Casa del Molino, de Marlow. La Casa del Molino, propiedad de sir Eustace Pedler, miembro del Parlamento, se alquila sin muebles. En el bolsillo del hombre de quien se creyó al principio que se había suicidado dejándose caer sobre el rail electrificado de la estación del «metro» de Hyde Park Corner, se halló una autorización para ver dicha casa. Ayer se descubrió en una de las habitaciones del piso superior de la Casa del Molino el cadáver de una joven muy hermosa, que había muerto estrangulada; pero hasta el momento de entrar en prensa, no ha sido identificada. Se asegura que la policía sigue la pista. Sir Eustace Pedler, propietario de la Casa del Molino, se halla pasando el invierno en la Costa Azul.»