Capítulo II

Se mostró todo el mundo muy bondadoso para conmigo. A pesar de lo aturdida que estaba, me di cuenta de eso y lo agradecí. No experimenté un dolor que me abrumara. Papá nunca me había querido, eso lo sabía muy bien. De haberme querido, quizá hubiese yo correspondido a su cariño. No; no había existido amor alguno entre nosotros. Pero nos pertenecíamos el uno al otro, y yo le había cuidado, y había admirado en secreto su sabiduría y su incondicional apego a la ciencia. Me dolía que papá hubiese muerto precisamente en el instante en que mayor interés tenía para él la vida. Me hubiera sentido más feliz de haberle podido enterrar en una caverna, con pinturas rupestres y utensilios de pedernal. Pero la fuerza de la opinión popular obligaba a sepultarle en una fosa (con una lápida de mármol), en nuestro horrible cementerio local. Los consuelos del pastor protestante, aunque bien dichos e intencionados, no me consolaron en absoluto. Tardé algún tiempo en darme cuenta de que la cosa que siempre había ansiado, la libertad, era mía por fin. Era huérfana y apenas poseía un penique; pero gozaba de libertad. Al propio tiempo, me di cuenta de la extraordinaria bondad de toda aquella buena gente. El pastor hizo todo lo que pudo por convencerme de que su esposa necesitaba a toda prisa una señorita de compañía que fuera a la par una ayuda. Nuestra minúscula biblioteca municipal decidió, de repente, emplear una segunda bibliotecaria. Por último, el médico vino a visitarme, y tras una serie de excusas ridículas por no haber mandado una factura en toda regla, carraspeó y vaciló la mar de rato para acabar proponiéndome que me casara con él.

Me quedé asombradísima. El médico andaba más cerca de los cuarenta que de los treinta, y era un hombrecillo redondo y bajo, como un barril. No se parecía en nada al protagonista de «Los Peligros de Pamela», y mucho menos a un rhodesiano severo y silente. Reflexioné unos instantes y luego le pregunté por qué quería casarse conmigo. La pregunta pareció azorarle bastante y murmuró que, para un doctor en medicina general, una esposa resultaba una gran ayuda. La cosa resultaba aún menos romántica que antes. No obstante, algo interior me impulsaba a que aceptara. Seguridad, eso era lo que me ofrecían. Seguridad y un Hogar Cómodo. Pensándolo ahora, creo que le hice una injusticia al hombrecillo. Estaba sinceramente enamorado de mí; pero su delicadeza le impedía pretenderme por aquel camino. Fuera como fuese, mi amor a lo novelesco se rebeló.

—Es usted muy bondadoso —le repliqué—; pero lo que pide es imposible. Jamás podría casarme con un hombre a menos que le quisiera con locura.

—¿No cree usted...?

—No, señor; no lo creo —respondí con firmeza.

Exhaló un suspiro.

—Pero, criatura, ¿qué piensa usted hacer?

—Correr aventuras y ver mundo —contesté, sin la menor vacilación.

—Señorita Ana, es usted casi una niña aún. No comprende...

—¿Las dificultades prácticas? Ya lo creo que las comprendo, doctor. No soy una colegiala sentimental: ¡soy una arpía perspicaz y mercenaria! ¡Se daría usted cuenta de ello si se casara conmigo!

—Le agradecería que reflexionara...

—No puedo.

Volvió a suspirar.

—Tengo otra cosa que proponerle. Una tía mía que vive en Gales necesita una señorita joven que la ayude. ¿Qué tal le iría eso?

—No, doctor. Me marcho a Londres. Si en alguna parte ocurren cosas, esa parte es Londres. Iré con ojo avizor y ¡ya verá cómo surge algo! Cuando vuelva a tener noticias mías, estaré en China o en Tombuctú.

La siguiente visita que recibí fue la del señor Flemming, abogado londinense de papá. Venía ex profeso de la capital para verme. Siendo él también un ardiente antropólogo, era un gran admirador de las obras de papá. Alto, delgado, carienjuto, entrecano. Se puso en pie cuando entré en la habitación. Me tomó ambas manos en las suyas y me las golpeó cariñosamente.

—Mi pobre niña —dijo—. ¡Mi pobre niña!

Sin consciente hipocresía, adopté el porte de una huérfana acongojada. Fue él quien me hipnotizó hasta el punto de obligarme a hacerlo. Era benigno, bondadoso, paternal... Y, sin duda, me consideraba una imbécil completa, abandonada a la deriva, condenada a hacer frente sola a un mundo cruel. Desde el primer momento comprendí que era inútil intentar convencerle de lo contrario. Según resultó luego, hice muy bien en no intentarlo.

—Mi querida niña, ¿cree usted poder escucharme mientras procuro aclararle algunas cosas?

—Oh, sí.

—Su padre, como ya sabe, fue un gran hombre. La posteridad sabrá reconocer su grandeza. Pero no era un buen hombre de negocios.

Eso lo sabía yo tan bien como el propio señor Flemming, si no mejor; pero me abstuve de decírselo. Él continuó diciéndome:

—No supongo que entienda usted gran cosa de estos asuntos. Procuraré explicárselo lo más claramente que me sea posible.

Me los explicó con un lujo innecesario de detalles. El resultado pareció ser que me quedaba una cantidad de ochenta y siete libras esterlinas, diecisiete chelines y cuatro peniques, con que hacer frente a la vida. Se me antojó una suma singularmente poco satisfactoria. Aguardé con cierta trepidación lo que diría después. Temí que el señor Flemming tuviese una hija en Escocia que necesitara una señorita de compañía joven. Al parecer, sin embargo, no la tenía.

—Lo interesante es —prosiguió— el porvenir. Tengo entendido que carece usted de familia.

—Me encuentro sola en el mundo —respondí.

Y me asombró nuevamente mi parecido con la protagonista de una película.

—¿Tiene amistades?

—Todo el mundo se ha mostrado muy bondadoso conmigo —contesté con agradecimiento.

—¿Quién no iba a mostrarse bondadoso para con una muchacha tan joven y encantadora? —inquirió el señor Flemming, galantemente—. Bien, bien, querida..., hemos de ver lo que se puede hacer.

Vaciló un instante y luego dijo:

—Y ¿si...? ¿Y si viniera usted con nosotros una temporada?

No dejé escapar la oportunidad. ¡Londres! El lugar donde ocurren cosas.

—Es usted muy bueno —dije—. ¿Puedo ir de verdad? Nada más que mientras echo una mirada a mi alrededor. He de empezar a ganarme la vida, ¿sabe?

—Sí, sí, hija mía. Comprendo perfectamente. Buscaremos algo... apropiado.

Presentí que lo que el señor Flemming considerara «apropiado» andaría muy lejos de parecérmelo a mí, pero desde luego, no era aquél el momento más adecuado para darle a conocer mi punto de vista sobre el particular.

—Eso queda acordado, pues. ¿Por qué no vuelve hoy mismo a Londres conmigo?

—Oh, gracias, pero la señora Flemming...

—Mi esposa le dará la bienvenida de todo corazón.

¿Sabrán los maridos de sus mujeres tanto como creen saber? Si yo tuviera esposo, me haría muy poca gracia que trajera a casa huérfanas sin haberme debidamente consultado primero.

—Le mandaremos un telegrama desde la estación —continuó el abogado.

Mi escaso equipaje pronto quedó preparado. Contemplé mi sombrero con tristeza antes de ponérmelo. Había sido en otros tiempos lo que yo llamaba un sombrero «Gilda». Con lo cual quería decir que era la clase de sombrero que debe llevar una criada en día de fiesta; pero que no lo lleva. Una prenda fláccida, de paja negra, con ala propiamente caída. Con la inspiración de verdadero genio le había pegado un puntapié, dado un par de puñetazos, abollado la copa, adornándolo después con la idea que tiene el cubista de una zanahoria jazz. El conjunto había resultado decididamente elegante. Había quitado ya la zanahoria, claro está, y ahora me dispuse a deshacer el resto de mi obra. El sombrero «Gilda» recobró su primitivo estado junto con un aspecto maltrecho adicional que le hacía aún más deprimente que antes. Mejor era que me aproximase lodo lo posible a la idea que popularmente se tiene de cómo debe parecer una huérfana. Estaba levemente nerviosa por la acogida que pudiera dispensarme la señora Flemming; pero fiaba en que mi aspecto la desarmaría lo bastante.

El señor Flemming estaba nervioso también. Me di cuenta de ello cuando subíamos la escalera de la elevada casa de una tranquila plazoleta de Kensington. La señora Flemming me saludó muy agradablemente. Era una mujer apacible, obesa, del tipo de «buena madre y esposa». Me condujo a una alcoba limpísima, con cortinas de zarza; expresó la esperanza de que tendría todo lo que hacía falta; me informó que el té estaría preparado dentro de un cuarto de hora, y me dejó sola.

Oí su voz, algo elevada, cuando entraba en la sala del piso de abajo.

—Pero, Enrique, ¿cómo se te ha ocurrido?

No oí el resto; pero su tono era acerbo. Y unos minutos más tarde flotó hasta mí otra frase, pronunciada con voz más ácida y malhumorada:

—Estoy de acuerdo contigo. No cabe duda de que es, en efecto, muy linda.

Es dura la vida en verdad. Los hombres no la tratan a una bien si no es bonita. Y las mujeres no la tratan a una bien si lo es.

Exhalé un profundo suspiro y empecé a hacerme cosas al cabello. Tengo una cabellera hermosa. Es negra, de un negro auténtico y no de un castaño oscuro. Me arranca desde muy arriba (con lo que quiero decir que mi frente es ancha) y me cae sobre las orejas. Con implacable mano, me arrastré el cabello hacia arriba. Como lindas, mis orejas ya lo son; pero no hay que darle vueltas: las orejas están pasadas de moda hoy en día. Cuando hube terminado, tenía un parecido casi increíble, con la clase de huérfana que sale en fila de un asilo, con una toca pequeña y una capa encarnada.

Observé al bajar que la mirada de la señora Flemming se posaba en mis desnudas orejas con cierta satisfacción. El señor Flemming pareció intrigado. No me cupo duda de que se estaría preguntando para sus adentros: «¿Qué se ha hecho esa criatura?»

En conjunto, el resto del día transcurrió bien. Quedó acordado que empezaría enseguida a buscar algo que hacer.

Cuando me fui a acostar, me contemplé atentamente el rostro en el espejo. ¿Era bonita, en efecto? Con franqueza, no puedo decir que lo creyera. No tenía nariz griega, recta; ni boca como un capullo, ni ninguna de las cosas que una ha de tener. Es cierto que un pastor protestante me dijo una vez que mis ojos eran como «el sol encerrado en un bosque oscuro, oscuro»; pero ¡conocen los pastores tantas citas...! Y las disparan al azar. Prefería que mis ojos fueran azules como los de las irlandesas, en lugar de verde oscuro, veteados de amarillo. No obstante, el verde es un buen color para las aventureras.

Me envolví fuertemente en una prenda negra, dejándome desnudos hombros y brazos. Luego me cepillé el pelo y me lo dejé caer de nuevo sobre las orejas. Me cubrí el rostro de polvos, para que pareciera el cutis aún más blanco que de costumbre. Rebusqué hasta encontrar carmín con el que cubrí espesamente los labios. Luego me unté por debajo de los ojos con un corcho quemado. Por último me coloqué una cinta encarnada en el hombro desnudo, me clavé una pluma del mismo color en el cabello y me introduje un cigarrillo en la comisura de los labios. El aspecto total me gustó enormemente.

—Ana, la Aventurera —dijo en voz alta, saludando a la imagen reflejada con un movimiento de cabeza—. Ana, la Aventurera. Primera jornada: «La casa de Kensington».

Son locas las muchachas.