Cuando faltaban exactamente cinco minutos para las nueve, Michael aparcó junto a la entrada de la casa de Hildesheimer. Aspiró el aire fresco y tonificante de la mañana y se quedó a la espera en la acera de enfrente, hasta que vio salir a un hombre del viejo edificio y supo, sin saber cómo, que salía de una sesión con el anciano.
En el breve lapso que medió entre su marcha del hospital y su llegada a casa de Hildesheimer, Michael se las había arreglado para enviar varios mensajes por radio. Había mandado a Raffi a hablar con Alí, el jardinero de Dehaisha, que se había reincorporado a su trabajo como si no hubiera sucedido nada.
—Pero, ¿qué pretendes que haga, Dios mío, hipnotizarlo? —dijo Raffi por la radio—. ¿Crees que si hubiera visto un flamante BMW no nos lo habría dicho? —sin esperar respuesta, Raffi dio por concluida la conversación apresurándose a decir—: Bueno, bueno, ahora mismo voy.
El policía pelirrojo había dejado un recado en el Control: «Si Ohayon me necesita, decidle que he registrado el piso sin encontrar nada; no hay ninguna carta. Decidle que estoy en su despacho esperando órdenes». Naftali lo citó palabra por palabra, y Michael le dijo impacientemente por la radio:
—Dile que siga esperando. Hasta que me ponga al habla con él. Y dile a Tzilla que también se quede a la espera, tengo trabajo para ella.
Absteniéndose de hacer comentarios sobre el tono desabrido de Michael, Naftali se limitó a decir con voz neutra:
—Mensaje recibido, cambio. ¿Me vas a dejar algún teléfono?
Pero Michael no respondió.
Una vez que hubo salido el primer paciente de la mañana, Michael se aproximó a la puerta. Hildesheimer la abrió en respuesta a sus fuertes golpes y exclamó asombrado:
—¡Usted por aquí!
En su voz no había asomo de intimidad, sólo una combinación de enfado y alarma. Sin esperar a que lo invitara a pasar, Michael se introdujo en la casa y dijo con el más implorante de sus tonos:
—Profesor Hildesheimer, necesito hablar con usted inmediatamente.
Recobrada la compostura, el anciano lo miró con desconfianza.
—Pero tengo citados a pacientes a lo largo de toda la mañana —dijo con un acento alemán más marcado que nunca.
—Me temo que tendrá que cancelar, cuando menos, una de esas citas, ahora mismo —dijo Michael en un tono más autoritario.
Hildesheimer lo miró severa e inquisitivamente, y, a continuación, el timbre sonó a sus espaldas. La cabeza rubia de una de las candidatas asomó a través de la puerta entreabierta. Michael recordaba que Tzilla había interrogado a esa muchacha flaca de pelo corto y facciones estrechas, como las de un pajarito. Hildesheimer dirigió una mirada de impotencia a Michael y, viendo que no se retiraba de la puerta, le dijo entrecortadamente a la chica que, sintiéndolo mucho, tenía que anular su cita porque había surgido «algo urgente», y miró a Michael con aire acusatorio. La candidata empalideció mientras le preguntaba a Hildesheimer si se encontraba bien. Se encontraba perfectamente, replicó el anciano; pero sentía mucho, muchísimo, no haber podido avisarla con antelación y que tuvieran que dejarlo para la semana siguiente. La chica aceptó de buen grado la disculpa y a Michael le dio la impresión de que, en tanto que el anciano estuviera vivo y bien, sus pacientes estarían dispuestos a aceptar cualquier explicación que se le ocurriera darles.
En un tono todavía enojado pero menos vacilante, el anciano dijo que, por suerte para Michael, aquella chica era una supervisada, pero que después vendría a verlo un paciente y que no tenía la menor intención de repetir aquella actuación. Michael Ohayon consultó su reloj: las nueve y cinco. Sólo quedaban cincuenta y cinco minutos antes de la siguiente cita. Pidió al anciano que la cancelara y añadió que hasta el momento no creía haberle dado al profesor Hildesheimer ningún motivo para dudar de su discreción.
Sin que mediara ni una palabra más, Hildesheimer entró en su consulta, donde, después de echar un vistazo a la agenda, marcó un número en un teléfono negro grande y anticuado y, con gran alivio de Michael, canceló la siguiente sesión.
A continuación, Michael, que había seguido a Hildesheimer a la sala de consultas sin pedir permiso, se acercó a la puerta y la cerró; después de echar una ojeada al viejo profesor, corrió la cortina que colgaba por dentro de la puerta. El anciano se sentó expectante en uno de los sillones y Michael se apresuró a tomar asiento en el otro. A pesar de que fuera brillaba el sol, la habitación estaba en penumbra. Una espesa cortina tapaba el ventanal. En el diván se veían restos de barro allí donde el paciente había apoyado los pies, y su cabeza había dejado un hueco en la almohada, que estaba cubierta con un paño blanco. De pronto Michael sintió el profundo deseo de tumbarse en el diván y romper a hablar sin mirar a nadie. El paño blanco, planchado e inmaculado pese a las arrugas que había dejado en él la cabeza del paciente, le parecía muy sugestivo, como si encerrase la promesa de un buen descanso, la promesa de que podía ponerse tranquilamente en manos de una persona de confianza. Quería que el anciano se sentara detrás de él y asumiera toda la responsabilidad de lo que iba a ocurrir. Pero no fue de los anhelos que en él despertaba el diván de lo que procedió a hablar al analista, que estaba sentado con el codo apoyado en el brazo del sillón, la barbilla reposando sobre el puño y una expresión de fatiga y de expectación en la cara.
Michael sabía que le convenía justificar su interrupción cuanto antes.
El anciano estuvo escuchando durante una hora sin despegar los labios. Michael le expuso todos los hechos. Le habló de Linder y de su pistola, del coronel Alon, el paciente desconocido, del robo, de los contables, de las pruebas poligráficas, de las coartadas, de todo. Fue describiendo uno a uno los sucesos de las últimas semanas y, sin añadir ninguna explicación, condujo a Hildesheimer hasta el callejón sin salida a donde también él había ido a parar. Michael no tenía la menor duda de que el anciano no se estaba perdiendo ni una palabra, pese a que guardó un silencio absoluto hasta que se mencionó a Catherine Louise Dubonnet. Sí, había oído hablar de la doctora Dubonnet, dijo entonces, y también del encuentro en París, añadió avergonzado.
Ya eran las diez cuando Michael abordó el tema de su conversación con Dubonnet. La francesa había ido a ver a Hildesheimer antes de marcharse de Israel y había pasado todo el sábado tratando de consolarlo. Ante la sorpresa de Michael, el rostro del anciano no se iluminó al oír mencionar el nombre de Dubonnet; incluso se le veía azarado. Más adelante Michael recordó el comentario burlón de la francesa sobre los celos y sobre el hecho de que ni el mismo Hildesheimer era inmune a ellos.
A las diez y cuarto Michael llegó al suicidio del joven, después de haber descrito su aparición en el entierro, su manera de seguir a Dina Silver y el interrogatorio al que Michael había sometido a ésta; después le pidió a Hildesheimer que anulara su siguiente cita y el anciano trató en vano de atender a su petición. Una vez que hubo marcado un teléfono tres veces sin obtener respuesta, dijo con un suspiro que, en caso de necesidad, le diría al paciente que se fuera por donde había venido, tal como se lo había dicho a la supervisada de las nueve.
Michael extrajo del bolsillo de su camisa la minúscula grabadora y, bajo la mirada desconcertada del anciano, la encendió y subió el volumen al máximo. A modo de preámbulo, dijo sencillamente que era la grabación de su charla con el compañero de piso del joven, y después dejó que sonara mientras Hildesheimer escuchaba.
A las once y un minuto se oyó el timbre de la puerta y Michael pulsó un botón y detuvo la cinta justo antes de la historia de la aspirina. Cuando el psicoanalista regresó, Michael volvió a encender la grabadora sin decir una palabra y el anciano se sentó a escuchar, callado, impasible. No movió ni un músculo al oír la descripción de Dina Silver en la cama con Elisha, o cuando Yakov hablaba de cómo la había reconocido en el banco, ni siquiera cuando mencionó a Neidorf.
Su expresión le recordó a Michael una antigua máscara esculpida en piedra que en cierta ocasión viera en Grecia. «No hay nada nuevo bajo el sol» era el mensaje que transmitía. «Nunca conseguirá adentrarse en mi interior». Y la expresión se mantuvo hasta que la cinta concluyó en el momento en que Michael le pedía a Gold que lo acompañara afuera.
Entonces el anciano abatió la cabeza y se cubrió el rostro con las manos. Se mantuvo inmóvil durante un rato, hasta que Michael empezó a alarmarse, y entonces levantó la cabeza y dijo con voz descompuesta:
—Fue paciente mía, ¿sabe?, durante cinco años. Siempre pensé que no había sido un buen psicoanálisis —una vez más se hizo un prolongado silencio, al final del cual, mirando a los ojos a Michael, que no se atrevía a moverse, Hildesheimer dijo—: Debería haberme dado cuenta. Post factum, no me sorprende. Todo encaja, como las piezas de un rompecabezas… —Michael encendió un cigarrillo, todavía sin atreverse a decir nada. El anciano prosiguió en un susurro—: Tres supervisores… ¡Cómo no nos dimos cuenta…! —y al final exclamó—: ¡Ach! —miró de frente a Michael, se encogió de hombros y con inmenso esfuerzo añadió—: Habría que creerse totalmente omnipotente para pensar que nunca vamos a cometer errores. No hay en el mundo ningún método que pueda impedir que la gente incurra en errores. —Michael se estaba preguntando si habría terminado cuando oyó la siguiente exclamación—: ¡Cinco años! ¡Cuatro veces por semana! ¡Y yo que creía que estaba haciendo progresos! —el anciano parecía estar hablando para sí; luego volvió a clavar la vista en los ojos oscuros que lo observaban y dijo—: Tendría que ser muy narcisista para creer que todo ha sido culpa mía, pero, en todo caso, es difícil no pensarlo. Todos tenemos nuestros puntos débiles. A veces el proceso te hace perder el sentido de las proporciones —sólo entonces osó Michael decir algo. Y lo que dijo hizo que el anciano lo mirara con atención y asintiera—: Tiene razón. Aunque resulte paradójico, los analistas saben todo lo que hay que saber de sus pacientes salvo cómo se comportan en tanto que seres humanos fuera de la sesión psicoanalítica. Todo lo que sabemos es lo que oímos aquí, en el diván —volvió a sumirse en sus pensamientos y, al cabo, dijo—: Ni siquiera me hace falta ver en persona a ese estudiante ni volver a escuchar toda la historia, aunque lo haré por no dejar ningún cabo suelto. Pero lo cierto es que no me hace falta, porque, de alguna manera, lo he sabido desde el principio —y de pronto se quedó callado; su semblante asumió la expresión pétrea de una máscara mientras miraba fijamente de frente, y en la habitación sólo se oyó el irritante tictac del pequeño reloj colocado sobre la mesa que había entre ellos, con la esfera orientada hacia el analista.
A las doce menos un minuto, Hildesheimer abrió la puerta a su última visita de la mañana, un supervisado cuya cita aplazó a la semana siguiente; después canceló las dos sesiones de psicoterapia que tenía concertadas para la tarde y, volviéndose hacia Michael, le pidió que fueran a «ver al estudiante cuya voz había oído en el aparato».
Hicieron el trayecto en el Renault de la policía sin cruzar una palabra. El anciano iba mirando de frente, a la calzada, y Michael se fumó dos cigarrillos antes de llegar al aparcamiento situado junto a la entrada de urgencias, donde hizo caso omiso de los gritos del guarda, indicándole con un gesto la matrícula de la policía. Los dos se precipitaron hacia el ascensor y subieron al séptimo piso.
En el pasillo, frente al ascensor, encontraron a Eli Bahar sentado en una silla naranja de plástico; dentro de la habitación, en la que entraron sin llamar, Gold estaba ocupado escribiendo. Yakov, tendido en la cama con los ojos entornados, se despabiló por completo al oír que se abría la puerta. Gold se puso en pie de un salto tan pronto como vio entrar a Hildesheimer y Michael estuvo a punto de sonreír al verlo tan agitado. Taciturno, el anciano le pidió a Gold que lo dejara a solas con el estudiante y Michael salió de la habitación detrás de Gold.
Aguardaron fuera una hora, en silencio. Eli Bahar tampoco dijo nada. Michael se fumó un par de cigarrillos más y le agradeció a Eli el café que le trajo. Gold rechazó el café con un movimiento de cabeza.
Cuando por fin salió de la habitación, el anciano tenía la tez grisácea y Michael, que empezaba a preocuparse por su estado físico, sugirió que fueran a beber algo a la cafetería, sugerencia que Hildesheimer desechó con impaciencia. Se despidió de Gold con una inclinación de cabeza y se dirigió a grandes zancadas hacia el ascensor. El inspector jefe hubo de apretar el paso para seguirle el ritmo.
En cuanto estuvieron en el coche, antes de que Michael tuviera tiempo de poner en marcha el motor, Hildesheimer se volvió para mirarlo y dijo:
—Bueno. Y ahora, ¿qué hacemos?
—Ahora —dijo el inspector jefe con voz ronca— tenemos que demostrarlo, que es lo más difícil. Tenemos el móvil, los medios, la oportunidad; su coartada puede desmontarse, pero tenemos que probarlo.
—¿Cómo lo vamos a probar? —preguntó el anciano, tamborileando con los dedos sobre su rodilla.
Michael dijo tener una idea, pero prefería esperar a que estuvieran fuera del coche para explicársela.
—Es un plan complicado y le exigiría poner mucho de su parte.
Hildesheimer no reaccionó.
A la una y media volvían a estar sentados en la consulta de la calle Alfasi, como si nunca hubieran salido de allí.
Michael encendió un cigarrillo y declinó la invitación a comer que el anciano le hizo sin mucho entusiasmo cuando su mujer asomó por la puerta su cabeza cubierta de grises rizos y, malhumoradamente, le preguntó algo en alemán.
Hildesheimer escuchó atentamente la explicación de Michael sobre lo que se requería de él. El inspector jefe repitió una y otra vez que los métodos convencionales no los llevarían a ninguna parte y se excusó diciendo un par de veces con mucho énfasis que la situación en la que iba a encontrarse el profesor lo obligaría a traicionar algunos principios que tenía por sagrados. Pero el anciano le cortó en seco al señalar que también era posible ver las cosas desde una perspectiva muy distinta, la contraria, de hecho, y pensar que actuando de esa forma iba a defender los principios a los que el inspector jefe se había referido. Y así, a las dos de la tarde, el profesor Ernst Hildesheimer marcó el teléfono de la casa de Dina Silver y le pidió que fuera a verlo a su consulta a las cuatro de esa misma tarde.
A las tres en punto Hildesheimer abrió la puerta y les franqueó la entrada. El equipo del laboratorio móvil examinó la casa y revisó las habitaciones mientras Michael aguardaba en silencio, sentado en un sillón. El anciano estaba de pie mirando por la ventana. Después de llamar a la puerta, Shaul entró y dijo señalando la pared con la cabeza:
—Ya está. Todo listo. Tenemos que apostarnos en el dormitorio. Ahí hay un entrante donde la pared se adelgaza. Lo hemos revuelto un poco, pero después lo recogeremos todo —y dirigió al anciano una mirada interrogativa que no transmitía una petición de excusas bastante clara como para contentar a Michael, quien les había advertido repetidas veces que trataran al psicoanalista con el mayor respeto del que fueran capaces.
Michael se disculpó en su propio nombre y prometió que volverían a colocarlo todo como estaba antes, pero aquello no parecía concernir a Hildesheimer. Estaba en otro lugar, alejado en el tiempo. Por la ventana abierta contemplaba el descuidado jardín bañado por el sol de una tarde primaveral, que no penetraba en la fría habitación. Michael sintió que un escalofrío le recorría la espina dorsal al pensar que el anciano había cumplido ochenta años hacía un par de semanas.
Cuando el timbre de la puerta sonó, exactamente a las cuatro en punto, Shaul, el agente de Investigación Criminal, y el inspector jefe Ohayon estaban listos.
Dina Silver se presentó con un vestido rojo, el vestido con el que Michael la había visto la primera vez. Tenía el semblante pálido, y un mechón de pelo, con brillos negro azulados le caía sobre los ojos. Con un grácil ademán se lo apartó de la cara y preguntó sonriente si debía tumbarse en el diván. El psicoanalista señaló el sillón. Dina Silver tomó asiento y cruzó las piernas de lado, como una modelo de revista. Sus anchos tobillos conferían un aire levemente grotesco a esa pose. Michael volvió a reparar en las muñecas anchas, los dedos cortos, las uñas mordidas que, paradójicamente, le daban a sus manos un extraño aspecto predatorio en aquel momento.
Al principio se produjo un silencio. La visitante rebulló en su asiento y después abrió la boca para decir algo y la cerró sin haberlo dicho. Desde su escondite, Michael sólo alcanzaba a ver la cara de Hildesheimer de perfil; oyó que le preguntaba a Dina Silver cómo se sentía, a lo que ella respondió:
—Muy bien. Vuelvo a estar bastante bien —habló con voz queda y suave, pronunciando todas las sílabas claramente.
—Hace poco quería hablar conmigo —dijo el anciano—. Creo que tenía algún problema.
Una vez más, Dina Silver se retiró el pelo de la frente, cruzó las piernas y, al fin, dijo:
—Sí. En aquel momento lo tenía. Fue justo después de la muerte de la doctora Neidorf. Pero no lo he llamado porque después me puse enferma. Pensaba ponerme en contacto con usted al recuperarme, pero ahora ya no tengo tanta premura. Quería usted verme. ¿Hay alguna novedad?
—¿Alguna novedad? —repitió el anciano.
—Pensé que quizá había ocurrido algo y… —Dina Silver cambió de postura. Hildesheimer esperó pacientemente. Su visitante no se atrevía a preguntarle directamente qué quería y sólo su cuerpo delataba la tensión que sentía, sobre todo por la forma de mover las piernas, que volvió a descruzar y a cruzar una vez más—. Pensé —dijo con mayor firmeza— que era algo relacionado con mi presentación; que habrían estado comentándola. Que quería exponerme alguna crítica.
—¿Por qué creía que la íbamos a criticar? ¿No quedó satisfecha con lo que escribió en la presentación?
Dina Silver esbozó una sonrisa, un rictus que a Michael ya le resultaba familiar, y explicó:
—No se trata de lo que yo piense o escriba. Ustedes tienen sus propias exigencias, y en eso mi opinión no cuenta nada.
La mano del anciano se elevó en el aire y volvió a caer sobre el brazo del sillón mientras decía:
—No. Quería verla para comentar su encuentro con la doctora Neidorf.
—¿Qué encuentro? —preguntó Dina Silver, y apretó los puños.
—En primer lugar el encuentro que tuvieron antes de que se marchara al extranjero, en el que se produjo la confrontación —dijo Hildesheimer como si estuviera refiriéndose a un hecho evidente e incuestionable, conocido para los dos.
—¿Confrontación? —repitió Dina Silver como si no entendiera el significado de la palabra.
Hildesheimer no dijo nada.
—¿Le habló de nuestra confrontación? —preguntó la psicoanalista, y sus manos resbalaron sobre el fino tejido de lana de su vestido. Hildesheimer continuó sin decir nada.
—¿Qué le contó? —preguntó de nuevo, y el anciano persistió en su silencio. La pregunta se repitió dos veces más, y entre ambas, Dina Silver trató de buscar una postura más cómoda y las manos empezaron a temblarle. Alzó el tono de voz para replantear la pregunta—: ¿Se refiere a nuestra cita previa al viaje? Me dijo que era algo que quedaría entre nosotras, que no se lo iba a contar a nadie.
Hildesheimer se mantuvo callado.
—Bueno, es verdad que me criticó, pero sobre un asunto personal y muy concreto, nada importante.
Hildesheimer no se dirigió a ella por su nombre ni una sola vez, según advirtió Michael. Sin cambiar de postura, le espetó en tono gélido:
—¿Qué es para usted un asunto personal? ¿Seducir a un paciente? ¿Considera que eso es un asunto personal?
Dina Silver se puso rígida y su expresión se transformó; entornó los ojos y un gesto malicioso apareció en su rostro mientras decía:
—Profesor Hildesheimer, me parece que la doctora Neidorf tenía un problema de contratransferencia. Estaba celosa de mí, creo yo.
Hildesheimer guardó silencio.
—Creo —prosiguió Dina Silver al ver que no le iba a responder— que entre nosotras había cierta rivalidad, competíamos por lograr que usted nos prestara atención. Soy muy consciente del papel provocador que yo desempeñaba…, lo comentábamos muchas veces…, la manipulaba para colocarla en una situación emocional determinada. Le di a entender que entre usted y yo había una relación especial, y creo que ése era el trasfondo de su necesidad de castigarme, que afloraba con harta frecuencia durante las sesiones.
Michael se moría por ver la expresión de Hildesheimer, pero, por primera vez, el anciano giró la cabeza hacia un lado para mirar por la ventana. Michael veía su cabeza por detrás, tan calva como un huevo, y el cuello sobresaliendo por encima de su chaqueta oscura. Al cabo de un rato, desviando la vista de la ventana y volviéndose hacia Dina Silver para mirarla de frente, el anciano dijo:
—Elisha Naveh murió anoche.
La expresión maliciosa se desvaneció en un segundo. Dina Silver abrió mucho los ojos y los labios comenzaron a temblarle.
Sin darle la oportunidad de decir nada, Hildesheimer continuó:
—Murió por culpa suya. Usted podría haber evitado su muerte desempeñando su labor como es debido y renunciando a las gratificaciones inmediatas. —Dina Silver inclinó la cabeza y rompió a llorar. Con un gesto mecánico, el anciano cogió de la repisa la caja de pañuelos de papel y la colocó sobre la mesita antes de decir—: Usted sabía que la doctora Neidorf estaba bien informada sobre el caso. La evidencia que tenía ha pasado a mis manos. Junto con una copia de la conferencia. Allí consta todo por escrito, el tercer párrafo se refiere exclusivamente a usted.
—¡Pero si ni siquiera me menciona! —pronunció la frase en un alarido. Después guardó silencio y empalideció.
Michael temió que se desmayara y que todo se echara a perder. Pero Dina Silver recobró el color mientras el anciano decía:
—No quiero que me venga con evasivas. Aparte de la doctora Neidorf, la única persona que vio la conferencia fue quien acudió a verla el sábado por la mañana antes de la conferencia. La misma persona que la llamó temprano esa mañana y le pidió que la recibiera por un asunto de vida o muerte, un asunto inaplazable. Conozco su estilo, no lo olvide. Y cuando la doctora Neidorf le dejó bien claro que no había marcha atrás, que su transgresión era imperdonable, la mató de un tiro… Sólo hay algo que no comprendo: ¿cómo no se le ocurrió, cuando la mató, cuando le quitó la llave de su casa, que antes de abrirle la puerta del Instituto, la doctora Neidorf me había llamado para decirme que estaba citada con usted? ¿Cómo no pensó en eso, después de haber pensado en todo lo demás: la pistola que robó dos semanas antes de usarla, las notas que se apresuró a sustraer de la casa aun antes de leer la conferencia? ¿Cómo no pensó en algo tan simple como una llamada telefónica?
—¿Lo llamó antes de verme? —dijo Dina Silver con voz ahogada, y comenzó a ponerse de pie.
Hildesheimer no cambió de postura. No movió ni un músculo mientras ella le decía:
—No tiene ninguna prueba, sólo lo sabemos usted y yo. Tal vez tenga pruebas sobre lo de Elisha, no lo sé, pero nadie sabe que me cité con la doctora Neidorf, nadie me vio.
Dina Silver estaba muy cerca del anciano, que se había quedado inmóvil en su asiento, cuando Michael entró en la habitación y dijo:
—Se equivoca, señora Silver. Tenemos pruebas, y en abundancia.
Entonces Dina Silver se lanzó sobre él, sobre Hildesheimer, y, como si se movieran solas, sus manos se cerraron sobre la garganta del anciano. Michael Ohayon hubo de emplearse a fondo para separar aquellos dedos de uñas mordidas de su presa.
—Y ahora —dijo Shaul después de verificar la grabación y de recoger el equipo— podemos ponernos a trabajar de verdad —tenía en las manos el liviano abrigo azul de Dina Silver y anunció en tono satisfecho que era de esa prenda de donde se había desprendido el hilo—. Creo —puntualizó, y, ajeno al alboroto que lo rodeaba, pues sus compañeros estaban restableciendo el orden en el dormitorio de los Hildesheimer, sacó de su maletín el sobre de plástico donde estaba el hilo y lo colocó sobre el abrigo.
Hildesheimer estaba sentado en su sillón en la sala de consultas; la cabeza echada hacia atrás en un gesto de indecible fatiga, el semblante ceniciento.
Michael se sentó frente a él, en ángulo de cuarenta y cinco grados, y encendió un cigarrillo. Sin saber por qué, ya fuera por la amargura de su triunfo, o por la tristeza que lo embargó al ver el rostro del anciano, o porque la fatiga le hizo perder en parte el dominio de sí mismo, entre todas las preguntas posibles, la que escapó de su boca fue:
—Profesor Hildesheimer, ¿a qué se refería cuando dijo, a propósito de Giora Biham, que los argentinos son diferentes?