16

Desde que terminara sus prácticas de psiquiatría, Shlomo Gold hacía guardias en el hospital sólo dos veces al mes. Estaba de guardia en su domicilio seis veces al mes, pero rara vez recibía un aviso a horas intempestivas. Y siempre se aseguraba de que el Hadassah de Ein Kerem no fuera el hospital de guardia las noches que le tocaba estar allí; así podía confiar en pasar una noche relativamente tranquila, según le explicó a Rina, la enfermera jefe de urgencias.

Esa noche el hospital de guardia era el Hadassah del Monte Scopus, en el otro extremo de la ciudad, tal como le dijo a Rina cuando la enfermera se incorporó a su turno a las diez y media, de manera que Gold confiaba en que le diera tiempo de escribir el informe de sus sesiones psicoanalíticas, ya que no había podido hacerlo durante la semana; al día siguiente le tocaba supervisión con Rosenfeld. Pero aplazaría el momento fatídico con mucho gusto para quedarse a charlar un rato con ella. Rina, una soltera bastante regordeta de cuarenta y pocos años, le dirigió una mirada seductora desde el otro lado del mostrador, acercándole su rostro vulgar y sin atractivos, y le preguntó con picardía si de verdad tenía que dedicarse a escribir esa noche.

Gold se ruborizó avergonzado. Nunca había logrado emular el tono guasón y despreocupado de algunos de sus amigos, que flirteaban con Rina sin comprometerse a nada y pasaban las noches de guardia, según contaban a la mañana siguiente, entregados a juegos y bromas ardientes, siempre, claro está, que el hospital no estuviera de guardia esa noche.

Divertida por el aturdimiento de Gold, Rina se le arrimó todavía más. Él retrocedió hacia la puerta y trató de dominar el rubor que le subía al rostro. Terminó por decirle:

—Deja de portarte así. Me estás poniendo nervioso —y sus ojos desvaídos eludieron la mirada de regocijo de la enfermera. La aparición del médico de guardia de la unidad de cuidados intensivos respiratorios salvó la situación, pues Rina concentró en él sus insinuaciones en cuanto entró y se recostó en el mostrador junto a Gold.

A diferencia de Gold, el joven doctor Galor era desenfadado y campechano. Pese a no ser especialmente guapo, irradiaba ese tipo de aplomo que Gold nunca había logrado adquirir. Galor dirigió una sonrisa incitante a Rina, pasó al otro lado del mostrador, le rodeó los hombros con el brazo y comenzó a juguetear con el cuello de su bata blanca cerrada con cremallera. La cremallera empezó a abrirse como resultado de las manipulaciones del doctor Galor, que hizo caso omiso de las débiles protestas de su dueña.

Con el semblante aún más arrebolado, Gold se disponía a salir de la sala de urgencias cuando entraron en ella dos hombres llevando una camilla. La expresión de Rina se volvió repentinamente fría y formal mientras decía con severidad:

—Éste no es el hospital que está de guardia esta noche —su voz restalló como un ladrido seco en el silencio de la sala de urgencias, casi vacía. Gold estaba convencido de que iba a echarlos, pero entonces entró precipitadamente Yakov y la expresión de Rina se transformó en otra de interés y preocupación—: ¿Qué ocurre, Yakov, es algún conocido tuyo?

Yakov, un estudiante de cuarto curso de medicina, que trabajaba en urgencias como auxiliar y que despertaba en Rina unos sentimientos maternales hasta entonces desconocidos en ella, no despegó los labios; se limitó a asentir con la cabeza mientras señalaba la camilla, de la que sobresalía un brazo unido a un gotero. Los auxiliares que llevaban la camilla trasladaron delicadamente al paciente a la cama vacía más próxima, junto a la que se había parado Yakov.

Rina miró al joven de la cama y después a Yakov y dijo:

—¿No es el que vive contigo? ¿Ese chico tan guapo? ¿Qué le ha pasado?

Yakov se enjugó el rostro con la manga y dijo con voz entrecortada:

—Se ha tomado un montón de pastillas y también ha bebido algo. Tiene el pulso muy débil —dirigió una mirada desesperada a Rina y añadió—: ¡Haz algo! ¿Por qué nadie hace nada? ¿Qué estáis haciendo ahí parados?

Y entonces dio comienzo lo que Gold había dado en llamar la danza de los derviches. Galor se precipitó hacia la cama para tomarle el pulso al paciente. Rina exclamó de pronto:

—¡El neumólogo de guardia! ¡Que venga él también! —y alguien dijo algo sobre un lavado gástrico con carbón activado. Galor dictaminó que no había tiempo para radiografías, la sala de urgencias comenzó a llenarse de gente vestida con bata blanca, y mientras arrastraban la cama, que tenía ruedas, hacia el pasillo, solicitaron de Yakov más información. Corriendo en pos de la cama, el estudiante respondió que había visto una botella de coñac, pero no sabía cuánto había bebido Elisha, y también había visto envases de medicamentos vacíos. Según sus cálculos, dijo, Elisha se había tomado veinte antidepresivos y diez barbitúricos, y se los había tragado con alcohol.

Galor miró a Yakov con inquietud y le dijo:

—Quédate aquí, no tienes buen aspecto. Ya te avisaré para que vengas, te lo prometo —y se fue corriendo pasillo adelante detrás de la cama.

Yakov empezó a sufrir un violento temblor, se cubrió el rostro con las manos, tomó asiento en la cama más cercana al mostrador y dijo con voz trémula:

—No sobrevivirá. Lo he descubierto demasiado tarde. Ay, Dios mío, no sobrevivirá.

Gold no tardó ni un segundo en llegar a su lado. Rodeó con los brazos al estudiante de medicina, que era el favorito de todos, que siempre sonreía, que trabajaba tres noches a la semana en urgencias para pagarse los estudios, que nunca se quejaba de nada, y en cuyo rostro siempre se veía una expresión de admiración hacia los médicos, de compasión hacia los pacientes y de infantil veneración hacia la ciencia médica en general.

Hacía tan sólo una semana que había regresado de Londres, según sabía Gold, de visitar a sus padres, que pertenecían al servicio diplomático. Yakov había vivido solo desde que destinaron allí a su familia. Después de terminar el servicio militar y de ingresar en la facultad de Medicina, se había mantenido a sí mismo. Lo único que le salía gratis era el alojamiento, porque actuaba in loco parentis con su compañero de piso, cuyo padre también estaba destinado en la embajada de Londres.

Hacía unos meses, durante una noche de guardia, Gold había estado charlando con Yakov y éste le había revelado sus dudas con respecto a la especialidad que elegiría. Estaba contemplando la posibilidad de hacerse psiquiatra, le dijo con mucha seriedad, y miró a Gold como si fuera Dios. Después le habló de su compañero de piso.

—Un chico con mucho talento que está destrozándose. No puede ni imaginarse cómo está desperdiciando la vida —dijo Yakov con tristeza, y añadió que estaba muy unido a su compañero—. Para mí es como un hermano pequeño y no sé qué hacer.

Desde detrás de sus gruesas gafas los ojos castaños del chico le habían dirigido una mirada atormentada, inteligente y confiada, y Gold se encontró pronunciando una larga conferencia sobre la especialización en psiquiatría. Sin una formación clínica complementaria, dijo Gold, el licenciado en psiquiatría descubre que sólo está capacitado para tratar a sus pacientes con medicamentos. Si Yakov realmente pretendía especializarse en esa área, tendría que realizar otros estudios además de formarse en el hospital. Para concluir, Gold posó la vista en aquellos ojos serios y confiados, sonrió y dijo que, probablemente, Yakov cambiaría de idea una docena de veces antes de licenciarse en la facultad de Medicina. Entonces Yakov le respondió humildemente que quizá cambiara de idea, pero que lo que le había dicho Gold le interesaba mucho y que realmente no sabía qué hacer con su compañero de piso, a quien tenía a su cargo. Gold le sugirió que lo enviara a alguna de las clínicas de salud mental de la ciudad. Entonces, según recordaba Gold, en la cara del estudiante apareció una expresión amarga mientras le preguntaba si había oído hablar de una tal doctora Neidorf.

Gold le dirigió una sonrisa de complicidad y dijo que la conocía, desde luego, personalmente.

—Bueno, pues el padre de Elisha también la conoce personalmente… Elisha es el chico que vive conmigo…, y fue a verla, y ella lo envió a la clínica de salud mental de Kiryat Hayovel, y desde que empezó a ir allí está peor que nunca. Creo que lo que ha ocurrido allí ha sido un desastre.

Pero en ese momento habían avisado a Gold para que acudiera a una habitación y después se olvidó de aquella conversación interrumpida. Debía de haber pasado un año desde entonces, pensó Gold, y hasta ese momento no se había detenido a pensar en ello. No se había molestado en saber qué era lo que había ido tan mal en la clínica ni lo que preocupaba tanto a Yakov, que ahora estaba sentado a su lado, con la mirada perdida.

Rina cogió a Yakov de la mano y se lo llevó al cuarto trasero, utilizado como comedor por los médicos de guardia y el personal de urgencias. Le hizo sentarse allí y le puso en las manos una taza de café muy azucarado. Después, dirigiendo un guiño a Gold con el que quería decirle «ponte a trabajar», se marchó.

Gold tuvo que preguntarle varias veces qué había ocurrido exactamente, al principio en tono afectuoso, después con insistencia. Al fin, Yakov arrancó a hablar. Había ido a la sesión de tarde del cine, necesitaba tomarse un descanso en los estudios, y al salir de casa pensó que Elisha estaba durmiendo. Cuando regresó, a las diez, todas las luces estaban encendidas; las vio desde fuera. Entró y llamó a Elisha, pero no hubo respuesta; entonces entró en el dormitorio de su compañero y se lo encontró tumbado encima de la cama deshecha. A su lado había una botella de coñac y la habitación apestaba a alcohol.

—Es importante que sepa que Elisha detestaba el alcohol —dijo Yakov, y miró por primera vez a Gold, que asintió con la cabeza y le pidió que continuara. Yakov le habló de los envases de medicamentos que había junto a la cama, por los que supo lo que había tomado Elisha—. Esos estuchitos pequeños de la Seguridad Social… No sé de dónde los sacaría. En uno de ellos estaba escrito «Elatroll» y en otro «Pentobarbital», y no sé cuántas pastillas se tomó, pero sí sé que sería difícil imaginar una combinación más destructiva —dijo, y rompió a llorar.

Sin decir nada, Gold le dejó llorar. La puerta se abrió y por ella asomó la cabeza de Rina. La enfermera contempló la escena con expresión adusta y sacudió la cabeza. Gold le indicó con un gesto que saliera y cerrase la puerta, y ella obedeció.

A lo largo de las dos horas que pasó con Yakov, Gold consiguió que el estudiante diera voz al sentimiento de culpa que acompañaba el estado de conmoción provocado por haber encontrado así a su amigo. Parte de la culpabilidad derivaba del hecho de que había sido él quien le había contado a Elisha «cómo no se puede uno morir», según su propia expresión. Un día habían visto una película de televisión en la que la protagonista trataba de suicidarse tomando Valium.

—Y yo tuve la genial idea de explicarle que para suicidarse a base de Valium habría que tomarse unas doscientas pastillas, o algo así, y que es imposible matarse con tranquilizantes si no los tomas en cantidades ingentes. Elisha quería saber cómo había que suicidarse, y yo le pregunté si estaba planeando algo en ese sentido, y él me respondió que no dijera tonterías. Luego, cuando terminó la película, le comenté algo sobre el Elatroll y el peligro de combinarlo con alcohol y barbitúricos. —Gold murmuró unas palabras de consuelo pero Yakov continuó hablando apasionadamente, como si no le hubiera oído—: ¡Qué desgracia! No sé si ha conseguido ver lo guapo que es. Vuelve locas a las mujeres. Y además es inteligente, interesante, y tiene sentido del humor, y mucho encanto. Atrae a la gente como la miel a las moscas. Y no es porque sea tan guapo, sino porque te transmite la sensación de que te necesita desesperadamente, y es una sensación que le transmite a todo el mundo. Éramos muy amigos, ya se lo he dicho, y yo le creí; aun antes de irme a Londres ya tenía la impresión de que algo iba mal, pero nunca pensé que lograría conseguir Elatroll, no se puede comprar sin receta, no sé quién se lo puede haber dado.

Yakov siguió acusándose a sí mismo, a ratos llorando, a ratos alzando la voz, y Gold se alegró de que el muchacho hubiera superado el estado de conmoción entregándose a la ira. Después le explicó, en el tono más positivo posible, que no había manera de detener a alguien que había decidido poner fin a su vida.

—Cuando alguien ha tomado esa decisión seriamente, tan sólo podrás retrasar el momento, pero no puedes impedirle que lo haga. Es un acto que debe entenderse como la consecuencia de una enfermedad, de una enfermedad mental como cualquier otra, y tú no eres responsable ni culpable, no podrías haberlo evitado.

Cuando Gold estaba terminando de hablar, Rina volvió a asomar la cabeza por la puerta y le dirigió una mirada cómplice. El chico ha muerto, pensó Gold, y Rina quiere que se lo comunique. Pero Yakov también vio la mirada y comprendió su significado; apoyó los brazos en la mesa, reclinó la cabeza sobre ellos y rompió a llorar.

Un poco más tarde apareció Galor, agotado, y explicó disculpándose que habían hecho todo lo imaginable sin ningún resultado.

—Ha hecho las cosas a conciencia. Aunque hubiese llegado antes al hospital, dudo mucho que hubiéramos podido hacer algo —y posó la mano en el brazo de Yakov.

—Gracias —dijo Yakov enjugándose los ojos—, ya lo sé. Sabía que no podrían salvarlo —y volvió a prorrumpir en llanto.

—Hemos probado todos los métodos imaginables, pero empezó a fallarle el corazón. En realidad, al principio me sentí optimista, creía que lo habíamos cogido a tiempo, pero por lo visto me equivoqué —y Galor suspiró y tomó asiento junto a Gold—. Tan joven y tan estúpido. Hay que tener muchas ganas de morir para hacer así las cosas.

Gold se llevó al muchacho a la sala de guardia del departamento de psiquiatría y lo metió en la cama después de convencerlo de que se tomara un Valium. Luego volvió a la sala de urgencias, donde lo estaba esperando Galor; tendrían que comunicárselo a la policía, dijo. Gold se estremeció al recordar los acontecimientos de aquel sábado de hacía dos meses: el interrogatorio en el barrio ruso, la sensación de impotencia. Pero no había forma de evitarlo.

—Muerte por causas no naturales. Es el procedimiento establecido, hay que hacerlo —dijo Galor, y se enderezó las gafas—. Vamos, llama a la policía. Yo quiero quedarme en la sombra. Y no pongas esa cara, que no ha muerto bajo tus cuidados.

¿Por qué me tiene que pasar a mí? ¿Por qué siempre me toca a mí?, se preguntó Gold desconsoladamente al ver aparecer al inspector jefe Ohayon en la entrada de urgencias. Gold había convencido a Rina de que llamara a la policía para ahorrarle «esos líos». Después llegó el agente de turno, el mismo pelirrojo que lo había escoltado hasta el barrio ruso aquel sábado. Al ver el nombre del muerto, había intercambiado unas palabras con Rina y le había pedido un teléfono. Después llegó Ohayon. «No es verdad, no es posible», se dijo Gold mientras Ohayon y el pelirrojo avanzaban hacia la esquina del mostrador donde él estaba parado observándolos, dominado por una sensación de pavor que aumentaba con cada paso que daban.

—Así que nos volvemos a encontrar —dijo el pelirrojo—. Un placer inesperado, ¿eh, doctor Gold? —y dirigió una mirada jocosa al médico.

Lleno de rabia, Gold estaba a punto de quejarse del tono chistoso del policía, pero se contuvo al ver el semblante lívido y tenso del inspector jefe Ohayon. Otra vez, pensó Gold con desesperación. Rina lanzó una mirada feroz al cigarrillo que Ohayon se colocó entre los labios y, mientras le advertía que no lo encendiera, sus miradas se cruzaron, y la expresión de la enfermera se transformó, adquiriendo un aire soñador. Gold presenció un aspecto nuevo del comportamiento de galanteo de la enfermera jefe, que en lugar de coquetear de manera automática como era habitual en ella, adoptó unos modales seductores derivados de la atracción hacia un objeto específico, aquel policía alto de ojos oscuros y melancólicos…, el sueño de toda solterona hecho realidad, pensó Gold con saña mientras Rina conducía a Ohayon a la unidad de cuidados intensivos respiratorios obedeciendo a su petición de ver el cadáver.

Una vez más, Gold se encontró sentado frente a Michael Ohayon, esta vez en su propio territorio, donde el inspector jefe parecía sentirse a sus anchas, como si llevara toda la vida compartiendo con él las noches de guardia; pero Gold descubrió con alivio que él no era el centro de interés del interrogatorio. Era Yakov en quien estaba interesado Ohayon, Yakov y lo que sabía del muchacho fallecido.

Cuando Ohayon regresó y le pidió a Gold que lo llevara a algún sitio donde pudieran hablar, éste revivió todo lo que había sentido aquel sábado en el Instituto. Pero la expresión del inspector jefe, diferente de la de entonces, más tensa, más desvalida, le permitió dominarse y recordar que en esta ocasión las cosas eran distintas.

El inspector jefe tenía un gesto acre, severo. Y Gold vio en él algo que le recordó la expresión de Yakov. Algo semejante al sentimiento de culpa.

—¿Qué le ha pasado al chico? —preguntó Ohayon impaciente.

En lugar de encender el cigarrillo, lo dejó en una esquina de la mesa, y Gold vio las marcas de sus dientes en el filtro.

Gold repitió todo lo que le había contado Yakov. La combinación de medicamentos y alcohol, la personalidad inestable.

Él había hecho su tesis sobre el potencial letal de los medicamentos psicotrópicos, según le explicó a Ohayon. De hecho, en el hospital nadie lo aventajaba en conocimientos en esa área. No es que lo dijera con esas palabras, pero sí confirmó lo que Galor ya le había explicado a Ohayon cuando subió a ver al joven muerto. Una oleada de placer inundó a Gold mientras le explicaba al inspector jefe, que le escuchaba con atenta seriedad, los peligros de tomar Elatroll: el fallo cardiaco, que era un efecto colateral de tomar una sobredosis, y el peligro de combinarlo con alcohol. Ohayon preguntó cómo se podía conseguir ese medicamento.

—Ah —dijo Gold con una seguridad nueva y desconocida—. Sólo hay que ir a cualquier médico de cabecera de una clínica de la Seguridad Social y decirle que tienes una depresión, y si el médico sabe lo que hace, quizá no la primera vez, pero definitivamente la segunda, te prescribirá Elatroll en dosis gradualmente mayores, y te mandará a la farmacia de la clínica con una receta correspondiente a la dosis mensual. La cuestión es —explicó Gold en tono didáctico— que pocos profanos conocen los riesgos de este medicamento, no saben que una sobredosis pone en peligro el funcionamiento cardiaco. La mayoría de la gente —y Gold pestañeó al ver la mano trémula que estaba encendiendo un cigarrillo— cree que una sobredosis de somníferos, de barbitúricos o de tranquilizantes te puede matar. No se dan cuenta de que hay que tomarlos en enormes cantidades para morirse. Pero los especialistas saben que una combinación de Elatroll, en cantidades suficientes, digamos dos gramos, es decir, veinte pastillas de cien miligramos cada una, que puede ser la dosis de un par de semanas…, esa dosis, combinada con unos cuantos barbitúricos, como los que él tomó, y con alcohol, te ofrece muchas posibilidades de morir, sobre todo si tardan más de, digamos, dos horas en descubrirte; entonces ya te pueden lavar el estómago con carbón activado, como a él, hasta el día del juicio final, porque no servirá de nada; la mezcla ya habrá sido absorbida por la sangre.

Michael le pidió que fuera a despertar al estudiante de medicina, Yakov, el compañero de piso del difunto.

—¿Le hace falta verlo ahora? Trajo los envases vacíos en el bolsillo. Los cogí al meterlo en la cama. Yo le puedo decir qué tomó exactamente y dónde lo consiguió —dijo Gold atrevidamente—. El pobre chaval está agotado, déjele reposar.

Pero Ohayon se había recuperado, su rostro había vuelto a adoptar la expresión de pantera con la que Gold ya estaba familiarizado, y, con calma y resolución, le dijo al psiquiatra que despertara a Yakov inmediatamente y que no le contara a nadie, ni de fuera ni de dentro del hospital, lo que había sucedido.

Gold se rindió y condujo a Michael al departamento de psiquiatría, donde despertó a Yakov sin excesivo esfuerzo. El muchacho se incorporó en la cama, abriendo unos ojos que parecían desnudos sin las gafas, buscó éstas a tientas y los miró abatido. Los labios le temblaron cuando Gold explicó, con el mayor tacto posible, quién era Michael Ohayon. El inspector jefe se sentó en la cama y, con una delicadeza de la que Gold no le hubiera creído capaz, posó la mano en el brazo de Yakov y le dijo:

—Lo siento muchísimo, pero necesitamos su ayuda.

Yakov se serenó, y mientras Gold iba a traer café para los tres, dijo con desesperación que no comprendía cómo nadie podía servir de ninguna ayuda, que era demasiado tarde para ayudar, pero que estaba dispuesto a hacer lo que le pidieran. Su cara se contrajo y pareció a punto de echarse a llorar, debilitado como estaba por el cansancio y por el tranquilizante que Gold le había obligado a tomar, pero se repuso y bebió un sorbo del café que el doctor había traído de la máquina del pasillo.

Gold tomó asiento al fondo de la habitación y se dispuso a escuchar la conversación. Michael Ohayon no le había pedido que se marchara; y, en general, parecía como si algo se hubiera roto en el interior del policía pensó Gold.

Eran las cuatro de la mañana cuando Ohayon inició el interrogatorio. Al principio formuló las preguntas predecibles: a qué hora había encontrado a Elisha, cómo había conseguido éste los medicamentos y el alcohol, si había dejado algo, una nota, lo que fuera. Yakov dijo que no se había parado a mirar; estaba demasiado ocupado tratando de salvarle la vida. A primera vista, se diría que no había ninguna nota, dijo.

Michael señaló que en ese preciso momento estaban buscándola, y un estremecimiento recorrió la espina dorsal de Gold al imaginarse a la policía registrando el piso de los chicos. En su cabeza aparecieron imágenes de intrusión y desorden. Cuando Michael hizo una pregunta relativa a Neidorf, Gold comprendió repentinamente el cambio que había advertido en el inspector jefe: todavía estaba investigando el asesinato, dos meses después de que se hubiera cometido. Ahora Gold entendía por qué Ohayon tenía esas ojeras oscuras, y algo, una leve sombra de simpatía, un sentimiento de compañerismo, empezó a filtrarse en su corazón casi a su pesar.

Y después Yakov comenzó a hablar de la clínica de salud mental. El padre de Elisha le había hecho una consulta a Neidorf hacía casi tres años. Era amiga de la familia.

—Habían sido vecinos o algo así, no me acuerdo muy bien, pero la cuestión es que Mordechai, el padre de Elisha, lo llevó a ver a la doctora Neidorf, y ella lo remitió a la clínica. Mordechai estaba tremendamente preocupado por Elisha… No era un chico normal…, y estuvo yendo a la clínica durante dos años, dos veces a la semana, y luego dejó de ir.

Sí, dijo vacilante, sabía por qué había dejado de ir, pero —miró a su alrededor con desasosiego—, era un asunto muy delicado y no sabía si debía hablar de ello. Gold esperaba que Ohayon se lanzara sobre Yakov como un tornado y se aprestó a defenderlo. Ya tenía los puños cerrados cuando vio con asombro que el inspector jefe se recostaba en silencio contra la pared, con expresión relajada, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo. Gold sintió la necesidad apremiante de sacudirlos a ambos y de chillar. Se levantó y fue a buscar más café.

En un tono diferente y más bajo, Ohayon preguntó cómo se encontraba Elisha Naveh en los últimos tiempos. No lo había visto mucho últimamente, dijo Yakov con expresión culpable. Había vuelto de Londres hacía una semana y, desde entonces, había estado empollando para los exámenes. Y Elisha desaparecía durante días enteros; no sabía con exactitud en qué andaba metido, dijo Yakov con desesperación. Ahora que pensaba en ello, cuando coincidían en el piso tenía una pinta extraña y decía cosas raras, incoherentes. Pero había imaginado que su comportamiento estaría relacionado con su vida amorosa, que era muy complicada. Y, llegado a ese punto, Yakov volvió a quedarse callado.

Ohayon encendió otro cigarrillo y preguntó con quién había mantenido relaciones Elisha y, una vez más, Yakov comenzó a lanzar miradas inquietas a su alrededor. Gold les ofreció un café y se quedó mirándolos sin comprender nada. Yakov miraba de hito en hito la pared y Michael contemplaba la taza de café que tenía en la mano. Después preguntó, con mucha suavidad, si Yakov sabía que la doctora Neidorf había muerto.

El muchacho se quedó paralizado. Luego dijo con voz trémula:

—¿Cuándo? —y Michael se lo dijo. Entonces Yakov preguntó—: ¿Cómo? —y recibió un breve resumen de los hechos. En la habitación se hizo un silencio prolongado. La respiración de Yakov se convirtió en una rápida sucesión de jadeos y Gold, incapaz de seguir soportando la tensión, se dirigió a la ventana, desde donde podía observarlos a ambos y tratar de comprender lo que estaba sucediendo. No entendía a qué venía aquello, como tampoco lo entendía Yakov, que formuló una pregunta al respecto.

A modo de respuesta, Michael le preguntó si no había leído los periódicos israelíes mientras estaba en Londres. No, no los había leído, repuso Yakov, ni tampoco sus padres, ni el padre de Elisha, pero Elisha sí debía de saberlo, y no le había dicho nada. Durante las dos primeras semanas estuvieron de viaje por Escocia, explicó. Y el padre de Elisha estaba en alguna parte de Europa; sólo lo vieron los últimos días.

—¿Pero por qué no me lo contó Elisha? —repitió Yakov, primero con perplejidad y después con rabia.

A continuación Michael preguntó a Yakov si había visto alguna vez a la doctora Neidorf.

Gold miró al joven con curiosidad, que se trocó en asombro al oír su respuesta. Sí, la había visto, dijo; incluso había ido a hablar con ella en una ocasión.

Gold ahogó en el café las preguntas que pugnaban por escapar de su boca y escuchó con atención mientras el inspector jefe preguntaba cuándo había tenido lugar aquella conversación.

—Hará unos tres meses. No recuerdo la fecha exacta, pero fue hace unos tres meses. Dos semanas más tarde se fue al extranjero —dijo Yakov. Se quitó las gafas, limpió las lentes con una punta de la almidonada sábana, se las caló y se quedó mirando a Michael. Después volvió a dirigir la vista hacia la pared.

—¿Por qué fue a verla, si me permite preguntárselo? —inquirió Ohayon, y Gold supo que esta vez no iba a dejar escapar la presa.

—Por Elisha —susurró el muchacho con desesperación, y después dijo que estaba mareado. Gold le llevó un vaso de agua y abrió la ventana.

—¿Qué pasó con Elisha? ¿Por qué por él? —preguntó Ohayon, y encendió un cigarrillo mientras Yakov se bebía el agua a grandes tragos.

—Por lo que pasó en la clínica.

—¿Qué pasó en la clínica? ¿Se refiere a la clínica de salud mental de Kiryat Hayovel? —preguntó Michael, y tiró la ceniza del cigarrillo a la papelera, que había arrastrado hacia sí sin desviar la vista de Yakov. El estudiante asintió con un gesto sin decir nada.

Michael pidió educadamente a Gold que los dejara solos. Yakov no protestó, pero la mirada que dirigió al inspector jefe animó a Gold a preguntar si realmente era necesario que se marchase. Ohayon parecía indeciso, y entonces el muchacho preguntó si Gold podía quedarse con ellos. Gold miró a Ohayon, que dijo encogiéndose de hombros:

—Como quiera. No quiero someterlo a más presiones después de todo por lo que ha pasado esta noche.

Gold se sentó detrás de la oscura mesa chapada en formica que estaba junto a la ventana de aquel cuartito donde de día se realizaban sesiones de psicoterapia. Michael permaneció sentado en el borde de la cama, junto al joven, que estaba recostado contra la pared.

—¿Qué ocurrió en la clínica? —repitió con suavidad.

—Bueno, ya no tiene importancia, Elisha ha muerto, y no sé lo que voy a decirle a su padre —dijo Yakov, y dirigió una mirada angustiada al inspector jefe, quien repitió la pregunta pacientemente.

—Lo que ocurrió —dijo Yakov a toda prisa, como si deseara quitarse un peso de encima— es que la zorra ésa se enamoró de él.

Gold tuvo la sensación de que la habitación empezaba a dar vueltas a su alrededor y se agarró al borde de la mesa. Tenía la garganta seca y sentía algo muy parecido a lo que sintió el sábado en que descubrió a Neidorf. Abrió mucho los ojos y oyó que Michael preguntaba con impaciencia:

—¿Quién se enamoró de él?

—Su terapeuta, su psicóloga, Dina Silver.

Yakov tenía la vista fija en la pared de enfrente, en un punto situado justo sobre el hombro de Gold. Éste estaba a punto de protestar cuando un torrente de palabras comenzó a salir de la boca de Yakov. En tono monocorde y casi indiferente, el estudiante de medicina a quien Gold sólo había oído decir cosas sensatas, y a veces ingenuas, dijo que en un principio él no comprendió lo que estaba sucediendo. Elisha, que siempre llevaba a casa a sus amigas, por lo general mujeres mayores que él y a veces casadas, sin tomarse la molestia de informarse sobre los planes de Yakov, se había vuelto precavido inopinadamente y había empezado a preguntarle dónde iba a estar, cuándo iba a salir…

—Y yo pensé que al fin tenía algo serio entre manos, ya me entiende —y miró a Michael con desaliento—. Pensé —prosiguió Yakov— que ese chico que se había acostado con medio mundo, porque supongo que perdió la virginidad cuando estaba en el colegio, a tal punto lo perseguían las mujeres, pues bien, pensé que por fin se había enamorado de verdad y que estaba empezando a demostrar cierta delicadeza, porque no era particularmente delicado cuando se trataba de cuestiones sexuales; creí que no quería ponerla en evidencia, a su nueva chica. Nunca hablaba de mujeres, nunca se tiraba el rollo, ya me entiende, y lo que yo sabía, lo sabía porque lo había visto directamente, por las llamadas telefónicas, los regalos y las cartas que recibía. Pero esta vez no me enteré de nada ni me atreví a preguntar nada. Durante el último año siempre había una mujer en casa, siempre que yo no estaba, cuando iba a ver a mi tía al kibbutz o cuando estaba trabajando en urgencias. Después, hace unos seis meses, una noche llegué a casa de improviso. Tenía fiebre y Rina me mandó a casa a media noche, y pensé que Elisha no estaba, de no ser así no habría entrado en su habitación, pero le había dado mis aspirinas el día anterior y fui a cogerlas. Y estaban juntos en la cama, dormidos. Encendí la luz y los vi. Ellos no se despertaron, de manera que cogí las aspirinas y me fui. Ella estaba tumbada boca arriba, con una pierna destapada, y le vi la cara perfectamente al encender la luz. No comprendo cómo no se despertó; Elisha siempre dormía como un tronco.

A Yakov se le ahogó la voz y la respiración se le aceleró. Gold estaba estupefacto, pero seguía sin comprender a cuento de qué venía aquello. Estaba estupefacto porque, entre todas las cosas imaginables, aquélla era la peor. Era algo que ni siquiera se citaba como un problema en los seminarios. Ni el mismo Linder bromeaba sobre eso, pensó Gold. La idea de mantener relaciones sexuales con un paciente era el tabú número uno en su profesión… ¡Y Dina Silver, precisamente ella! Pensó en su belleza fría, en cómo él la había imaginado incapaz de albergar ninguna pasión, en el ágil ademán con el que se retiraba el pelo de la frente, en su ambición, en el hecho de que estaba a punto de convertirse en miembro del Instituto.

Volvió a oír la voz de Yakov contestando una pregunta que se había perdido mientras trataba de digerir la espantosa noticia.

—No, yo no la conocía, no la relacioné con nada. Pensé que era muy guapa y que parecía bastante mayor; pensé: «Otra mujer casada». Le vi el anillo de casada en el dedo; no me pregunte cómo capté tantos detalles. En fin, no tenía intención de echarle la bronca a Elisha. Ya era mayor de edad y, además, cuando le decías algo que no le gustaba solía encerrarse en su concha; me fui a la cama y, a la mañana siguiente, no comenté nada. Pero unos días después…, no se lo va a creer…, estaba en el banco, esperando mi turno, y la reconocí, era la mujer que tenía delante en la cola. Había un cajero nuevo y ella iba a ingresar unos cheques y él le preguntó a nombre de quién había que abonarlos; entonces dijo cómo se llamaba y yo me hice una composición de lugar y estuve a punto de desmayarme, porque sabía cómo se llamaba la psicóloga de Elisha y me di cuenta de que era ella. Después, al llegar a casa, le hablé a Elisha de la psicoterapia, porque ya me había contado que había dejado de ir, y ese año había sido catastrófico para él; el ejército lo rechazó, y no dormía ni comía, parecía un fantasma. Así que le pregunté cuándo iba a retomar la psicoterapia, y él me dijo que nunca, que no le hacía falta. En esa época Elisha circulaba como si estuviera permanentemente colocado, no iba a clase, se pasaba el día sentado junto al teléfono y empezó a interrogarme sobre los medicamentos y sobre todo tipo de cosas absurdas. Su padre me llamó por teléfono queriendo saber por qué Elisha no le había escrito y qué le estaba pasando. Había días en los que parecía que no reconocía su habitación ni sabía dónde estaba, y al final, al ver que estaba perdiendo el norte, decidí ir a hablar de él con la doctora Neidorf, porque había sido ella la que lo remitió a la clínica, o sea que era responsabilidad suya.

Gold se enjugó la frente y miró a Michael, que metió la mano en el bolsillo de su camisa y tocó lo que parecía ser una cajita cuadrada. Súbitamente, Gold comprendió que era una grabadora en miniatura, como la que tenía un amigo suyo periodista, pero en seguida se amonestó a sí mismo diciéndose que tenía que dejar de portarse como un paranoico y volvió a prestar atención a lo que se estaba diciendo.

—¿Qué ocurrió en la consulta de la doctora Neidorf? —preguntó Michael, y una vez más desencadenó un aluvión de palabras.

Cuando la llamó y le explicó quién era, dijo Yakov, Neidorf le había sugerido que llevara a Elisha a su consulta, o que le dijera que la llamase por teléfono, pero él le explicó que era imposible comunicarse con él.

—Y en realidad sí traté de convencerlo de que fuera a verla, pero se rió en mi cara y dijo que no se había sentido mejor en su vida, y un montón de tonterías por el estilo, y vi claramente que lo único que le pasaba era que estaba enfermo, muy enfermo; es imposible que una persona sana no haga nada, lo que se dice nada de nada, durante meses y meses. Ni leer un libro, ni ir al cine, ni salir con los amigos, ni trabajar, ni estudiar, lo único que hacía era quedarse sentado o desaparecer, y pretendía que me creyera que todo iba bien. Hasta se lo consulté al doctor Gold en cierta ocasión, pero no nos dio tiempo de tener una conversación seria, y hasta que comprendí lo que estaba sucediendo con su psicóloga, seguí pensando que aún estaba a tiempo de volver a la clínica. De todos modos al final convencí a la doctora Neidorf de que me recibiera. No tenía la intención de entrar en detalles, sólo quería describirle el estado en el que estaba Elisha, pero ella consiguió sonsacarme lo de la psicóloga, y cuando se lo conté no me creyó, es decir, me creyó, pero me preguntó doscientas veces si estaba seguro, y dijo que era una acusación muy grave y otras cosas por el estilo. Yo sólo quería que se ocupara de Elisha, pero ella no paraba de preguntarme todo tipo de detalles, hasta que terminé por sugerirle que podía llamarla por teléfono la próxima vez para que lo viera con sus propios ojos. Me dijo que no tenía tiempo para atender a Elisha personalmente, que se iba a marchar al extranjero dentro de un par de semanas, pero que cuando regresara hablaría con él y lo remitiría a alguna persona de confianza. Cuando volví de Londres no tuve tiempo para llamarla. Apenas veía a Elisha; o no estaba en casa o se quedaba tirado en la cama con la vista fija en el techo, y no me di cuenta de lo urgente que era todo. Prácticamente no me hablaba. Yo trataba de hablar con él, y tenía la intención de llamar a la doctora Neidorf, pero siempre andaba de cabeza —la voz de Yakov se apagó y se convirtió en un profundo suspiro, mientras una expresión de culpabilidad, que se transformó en impotencia, se instalaba en su rostro.

Ohayon dirigió a Gold una mirada apreciativa. Gold sintió que se ponía pálido y que la sangre se le retiraba de la cara. Pero seguía sin comprender qué relación tenía aquello con el caso.

Michael le pidió que saliera con él un momento. Fuera de la habitación, en el largo pasillo iluminado por neones de la planta séptima, Michael le hizo sentarse en una de las sillas naranjas de plástico que estaban alineadas junto a la pared, lo agarró por el brazo, y en un tono escalofriante, distinto de todos los que Gold le había oído hasta entonces, le explicó que tenía que sepultar en lo más profundo de su mente todo lo que acababa de oír y no hacerle a nadie el menor comentario al respecto.

—¿Se da cuenta de la importancia que tiene? —Gold no se daba cuenta, pero asintió mecánicamente—. Quiero que lo entienda: la resolución del asesinato de su analista depende por completo de esto. No lo comente con nadie, ni con su mujer, ni con su madre, ni con su mejor amigo, con nadie. De momento. Y que el chico se quede aquí también no le deje irse a casa. Durante un día o dos, como máximo, nada debe salir de aquí. Ni que Elisha ha muerto, ni la historia de Silver, nada. ¿Comprendido?

Gold quería quejarse, plantear preguntas, pero la determinación que transmitía la voz del inspector lo redujo al silencio. Ohayon le dijo que él se encargaría de comunicárselo al padre del chico y de tratar con el hospital para que guardaran allí el cadáver durante un par de días; no sería la primera vez que se hacía algo así. Luego volvió a recalcar que la misión de Gold era mantener la boca cerrada y evitar que el chico hablara con nadie.

—Sométale a un maratón, despéjele la cabeza, está atormentado por la culpa, la ira, la congoja y todos los sentimientos habituales en estos casos. Le va a dar mucho trabajo, no lo pierda de vista, ¿entendido?

Gold lo entendió y prometió que así lo haría. Se sentía básicamente asustado, asustado de Ohayon y de lo que había oído, pero como no podía compartir su miedo con nadie más que con el propio Ohayon se encontró diciendo que el suicidio había sido un acto dirigido contra ella, contra Dina Silver. Gold repetía unas palabras que Michael había oído de boca de uno de los miembros del Comité de Formación aquel sábado: el suicidio siempre era una venganza. Una venganza entre otras cosas, había puntualizado él.

Michael Ohayon se limitó a hacer una pregunta, una pregunta que desconcertó a Gold. ¿Habrían inhabilitado a Dina Silver temporalmente en el Instituto por lo que había hecho?

—¿Qué? —dijo Gold mirándolo con perplejidad—. ¿Inhabilitarla temporalmente? ¡Esa chica está acabada profesionalmente para el resto de sus días! Ni siquiera la admitirían en el Servicio de Asesoramiento a Estudiantes de la Universidad Hebrea, ni en ningún hospital psiquiátrico privado. Es lo peor que se puede hacer… ¡Y con un adolescente! —sólo entonces comenzó a comprender por dónde iban los tiros. Dirigió a Michael Ohayon una mirada interrogante y éste asintió.

—Sí, es exactamente lo que está pensando, y no me pida explicaciones ahora mismo, porque no podría dárselas. Limítese a hacer lo que le he dicho y no le quite la vista de encima al chico o tendré que detenerlo, y quizá a usted también —dijo amenazadoramente. Aterrorizado, Gold le aseguró que no haría nada más que seguir sus instrucciones al pie de la letra. Pero Ohayon, que no parecía convencido, terminó por decir—: Quédese en la habitación y no salga de allí por ningún motivo, ni para telefonear, ni para nada. Voy a poner vigilancia a la puerta.

Eran las ocho de la mañana, las salas habían vuelto a cobrar vida y los médicos estaban a punto de comenzar sus rondas cuando el inspector jefe Michael Ohayon se marchó del hospital. Dejó a Eli Bahar, cuyo desayuno había interrumpido, a la puerta de la habitación de la planta séptima, después de desconectar el teléfono con sus propias manos. Lo hizo dirigiendo una mirada de disculpa a Gold, que comentó algo sobre la falta de confianza.

—Amigo mío —dijo Ohayon—, este asunto es muy serio. Demasiado serio para andarnos con juegos. Nos las tenemos que ver con una psicótica, y la vida de su joven estudiante peligra si alguien descubre lo que sabe.

Antes de desconectar el teléfono, Ohayon le pidió a Gold que llamara a su mujer y se inventara cualquier historia sobre una urgencia surgida en el hospital; su mujer tendría que anular las citas de los dos próximos días. Ese engaño dejó a Gold con una sensación de incomodidad y ansiedad no menos opresiva que la que había tenido hasta entonces, pero a la vez, hubo de admitir, con cierto sentimiento de importancia.