14

Hacía dos semanas, desde que Michael le encargó recabar información sobre el coronel Yoav Alon, que Balilty había desaparecido de la faz de la tierra. En un principio Michael no le dio importancia, pero cuando ya habían pasado cinco días comenzó a buscarlo activamente. Cuando al fin consiguió localizarlo, en su casa y a altas horas de la noche, el agente de Inteligencia se negó a decirle nada.

—Estoy en ello, Ohayon. Cuando tenga algo que decir, serás el primero en enterarte, créeme.

Michael le creyó, pero estaba impaciente.

—¿Y qué hay de la mujer? Al menos cuéntame algo de ella.

Pero Balilty le advirtió que no dijera nada más por teléfono.

La investigación se convirtió en algo rutinario. El tiempo mejoró. Acabaron de interrogar a los asistentes a la fiesta y a los pacientes. La prueba poligráfica demostró que todos habían dicho la verdad. Dina Silver todavía no se había sometido a ella. Según alegó para solicitar un aplazamiento, estaba aquejada de una sinusitis muy fuerte. No había salido a la luz ningún hecho nuevo. Michael pensó que había llegado el momento de tomar cartas en el asunto y remover un poco las cosas, «de preparar la escena para que ocurra algo», le dijo a Eli en una de sus reuniones diarias.

A decir de sus colegas, siempre que Michael estaba trabajando en la resolución de algún caso «un demonio lo poseía». Shorer se refirió a ello durante una de sus charlas de ese período de espera.

—¿Se ha convertido esa chica en tu demonio? No pretendo decir que siempre te equivoques, pero dime tú si siempre has acertado. Tiene neumonía; he hablado con su médico de cabecera, y aunque no esté peligrosamente enferma, no tienes motivos para molestarla. Sólo te apoyas en una corazonada. No te olvides de quién es su marido.

Fuera del trabajo, durante una cena tardía en el mercado de Mahaneh Yehuda, Shorer reconoció que si Dina Silver no hubiera estado casada con «el Mazo», probablemente él se habría conducido con menor delicadeza.

—Pero también es culpa tuya —dijo golpeando sonoramente el plato con el tenedor—. Tráeme a alguien que viera su coche el sábado por la mañana. ¡Tráeme algo!

Michael, que había perdido el apetito durante la última semana, le contó sombríamente sus conversaciones con los vecinos, con la gente que había estado jugando al tenis esa mañana en las pistas que había enfrente al Instituto, e incluso con el vigilante que estaba patrullando la calle.

—Nadie la vio marcharse. Un montón de personas la vieron llegar al Instituto a las diez en punto, pero nadie la vio antes. A pesar de todo tengo una sensación extraña.

—Las sensaciones no bastan —dijo Shorer a la vez que se secaba la espuma de cerveza que tenía en los labios—. No es que descarte su importancia ni su pertinencia, pero, con el debido respeto a tu intuición, recuerda que estamos hablando de la mujer de un juez de distrito; tiene neumonía, y no se va a escapar del país; y la última consideración a tener en cuenta, pero no la menos importante, es que no se me ocurre qué móvil pudo tener. Tú mismo me has comentado que en la clínica psiquiátrica te dijeron que desarrollaba un trabajo de primera calidad, y Rosenfeld te aseguró que el Comité de Formación no vacilaría en dar el visto bueno a su exposición. Así pues, ¿qué móvil pudo haber tenido?

Michael abrió la boca para decir algo pero, en lugar de hablar, introdujo en ella un poco de ensalada y asintió desalentado.

Según lo previsto, Nira se había ido de viaje a Europa y Yuval se había trasladado a su casa. Por las mañanas el chico se quejaba de que oía a su padre rechinar los dientes mientras dormía. Michael se encerró en sí mismo y se hundió en una depresión que ni él mismo acertaba a comprender.

Estando Yuval en su casa, no podía llevar allí a Maya. Cuando muy de tarde en tarde se citaban en Mav, el pequeño café donde solían verse, Maya no se quejaba, pero lo miraba con añoranza. Él no lograba responder a sus preguntas. Tan sólo le apetecía acurrucarse en la cama y que lo abrazaran, sin tener que hablar. Ella afirmaba que Michael siempre se deprimía en primavera, que era algo cíclico, pero él atribuía su estado de ánimo al caso.

El interrogatorio de los testigos no había sacado a la luz nada nuevo. Sus declaraciones fueron interesantes, pero escasamente provechosas. Michael habló una vez más con Hildesheimer, y el anciano le dijo con tristeza que «el Instituto estaba enfermo» y le dirigió una mirada interrogante.

La presión de los medios de comunicación no contribuía a mejorar las cosas. Los reporteros habituales en la comisaría se quejaban amargamente de la falta de información. Todas las mañanas, al final de la reunión del equipo, el portavoz de la policía aparecía ante éste para recibir, según lo expresaba él, «sus instrucciones diarias sobre cómo no decir nada con el mayor número posible de palabras». «¿Cuándo vas a darme algo en lo que puedan hincar el diente?», le preguntaba a Michael en tono de reproche. La reunión diaria con Ariyeh Levy, el comisario jefe de la policía de Jerusalén, tampoco fomentaba el buen humor de Michael.

La llegada de Catherine Louise Dubonnet fue el único rayo de luz durante esas dos semanas. Michael fue a recibirla en persona al aeropuerto el viernes, cuatro días después de haber sabido de su existencia a través de la familia de la difunta.

Mientras esperaba en Ben Gurion, sintiendo el aroma de lugares remotos, Michael pensó con envidia en que llevaba años sin salir al extranjero. Una vez más se imaginó llevando una existencia plácida en Cambridge, sumergiéndose en la Edad Media y viajando a Italia de vez en cuando.

Se situó junto al control de pasaportes para observar la larga cola de pasajeros. Al final perdió la paciencia y pidió que llamaran a la doctora Dubonnet por los altavoces.

Habló con ella en tres ocasiones. La primera vez en el coche, de regreso del aeropuerto. La doctora Dubonnet había decidido alojarse en un hotel pese a que la familia Neidorf le había ofrecido afectuosamente su casa; no podría soportar la ausencia de Eva, explicó. Le habían reservado habitación en un hotel barato, pero, en cuanto la vio, Michael decidió ir directamente al King David, donde Tzilla, con quien habló por radio, se ocupó de hacer la reserva.

Catherine Louise Dubonnet era la psicoanalista más importante del Instituto de París, según le habían dicho a Michael sus colegas parisinos. El mismo Hildesheimer hablaba de ella con profundo respeto y admiración, pese a las reservas que por principio le inspiraban «los franceses en general». Michael supo por su pasaporte que tenía sesenta años. Llevaba el pelo blanco recogido sobre la nuca en un espeso moño y sus ojos castaños, en los que brillaban la inteligencia y la cordialidad, eran enormes, como los de un bebé. Antes de mirarla a los ojos, a Michael le dio la impresión de que era como una dulce abuelita que estuviera en la cocina de su casa. Vestía un traje oscuro e informe y sobre él un abrigo raído; no se veían rastros de maquillaje en su cara, y la dentadura irregular que revelaba su amistosa sonrisa le daba un aire de abandono. Sus zapatos planos no combinaban con su vestido. Contradecía todos los estereotipos sobre la mujer francesa. ¿Dónde está el famoso chic del que habla todo el mundo?, pensó Michael mientras la doctora Dubonnet le estrechaba calurosamente la mano en el aeropuerto; pero cuando la miró a los ojos la cuestión del chic perdió toda relevancia.

Sí, Eva había pasado el día con ella, le contó en el coche, con un acento parisino que a Michael le resultó muy agradable. Tras unos minutos de inseguridad, su propio francés volvió a cobrar vida.

Su primera pregunta se refirió a la clandestinidad del encuentro. Quería comprender, explicó mientras maniobraba con el Ford de la policía para situarse en el carril rápido, por qué Eva Neidorf no le había comentado nada a Hildesheimer sobre su escala.

—Ah —dijo la francesa con una sonrisa—, Eva tenía su lado coqueto. Estaba enfadada con él y quería ponerlo celoso agradeciendo mi ayuda al principio de la conferencia.

Esa explicación no encajaba en la imagen que Michael se había formado de Neidorf, y así lo dijo cuando ya estaban en la autopista, después de encender un cigarrillo. Sin retirar la vista de la carretera, notó la mirada escudriñadora de la francesa.

Ella suspiró profundamente y dijo que toda la información que Michael había recibido sobre Neidorf procedía de personas que sólo conocían algunos aspectos de su personalidad o que tenían de ella una visión muy limitada. No es que Hildesheimer no la conociera, prosiguió, mas en su percepción de Eva había algunos aspectos que se le escapaban. Aunque ciertamente era consciente de la dependencia de Eva con respecto a su persona y a su ayuda, lo cierto es que no había alcanzado a comprender hasta qué punto era importante para ella ni cuán ligada estaba a su amour propre. Eva se sintió ofendida, explicó la francesa en un tono triste y a la vez jocoso, por la necesidad de Hildesheimer de que se liberase de su dependencia hacia él. Un sentimiento de agravio muy femenino del que Hildesheimer no se había percatado en absoluto, dijo, y añadió algo sobre las limitaciones del sexo masculino en general.

Y después volvió a sonreír, una sonrisa que Michael sólo vio de perfil, y afirmó que, por absurdo que pareciera, creía que, de hecho, el anciano se habría puesto celoso.

—Tal vez no tanto como le hubiera gustado a Eva, pero sí bastante celoso. Eva tenía la intención de contárselo después de la conferencia —dijo, y suspiró.

Después hablaron sobre la relación especial que las había unido. La distancia geográfica había hecho posible su proximidad, dijo la francesa. Eva tenía dificultades para mantener una relación íntima continuada, en el día a día, y le agradaba que sólo se vieran una o dos veces al año con ocasión de los congresos de la Sociedad Psicoanalítica Internacional.

—Nos teníamos mucho afecto, y Eva me podía hablar con toda libertad de sus relaciones con Ernst, de sus pacientes, del Instituto, de todo, porque eran temas que me resultaban ajenos.

Michael la dejó instalada en el King David, y si a la francesa le impresionó la fastuosidad del vestíbulo, no lo demostró. La acompañó a su habitación, descorrió las cortinas y le señaló la sobrecogedora vista de las murallas de la ciudad vieja. Entonces la mirada de la doctora se tornó melancólica mientras murmuraba algo sobre la belleza trágica. Cuando le preguntó a Michael cómo había sido la famosa explosión ocurrida durante el mandato británico, queriendo saber con curiosidad infantil qué ala del hotel había sufrido daños y cómo la habían reconstruido, el inspector jefe volvió a ver sus ojos y se sintió totalmente fascinado. No sólo era la distancia geográfica la que había hecho posible la amistad entre ellas, pensó, sino la cordialidad y la espontaneidad de esa mujer, dos cualidades de las que por lo visto no estaba dotada Eva Neidorf.

Volvieron a verse por la noche, en Maswadi, un pequeño restaurante de la zona árabe de la ciudad, y allí, entre las ensaladas variadas de los entremeses orientales, Michael le interrogó sobre la conferencia. No era fácil transmitirle su contenido en el breve espacio de tiempo de que disponían, le explicó la francesa, que llevaba un vestido muy parecido al de antes. La cuestión que había preocupado a Eva era si debía ofrecer ejemplos de comportamientos antiéticos de los pacientes. Se habían dado casos de abuso de menores, por ejemplo. ¿Debía reaccionar el analista de forma terapéutica, o bien había de juzgar abiertamente la conducta del paciente y, tal vez, informar a la policía? La conferencia trataba asimismo el tema de la discreción profesional; por ejemplo el hecho de que los terapeutas de un país tan pequeño como Israel deberían preocuparse más de ocultar la identidad de sus pacientes al hablar con sus colegas. Y también se extendía largamente sobre los casos en los que no era correcto exigir que se pagara una sesión que no había tenido lugar.

Dubonnet explicó que la relación terapéutica se establece sobre la base de un compromiso mutuo a largo plazo. En consecuencia, dijo con énfasis, aunque un paciente no se presentara a una sesión, debía pagarla, salvo en casos excepcionales que quedaban al arbitrio del terapeuta, tales como una enfermedad o el nacimiento de un hijo. Eva no sabía si dar ejemplos, que tal vez podrían molestar a alguien; si encajaban en el tema de la conferencia; si, desde el punto de vista ético, estaba justificado hablar de los casos, que definió como de force majeure, en que los terapeutas cobraban las citas a las que los pacientes no habían acudido por sus obligaciones como reservistas del ejército.

Al ver la desilusión pintada en el rostro de Michael, la francesa interrumpió el flujo de sus palabras. Comparó la situación de Michael con la de los pacientes que se sienten defraudados porque, después de unas cuantas sesiones, todavía no se ha producido ningún avance espectacular.

—¿Qué esperaba que le dijera? —preguntó.

Michael le contó que habían desaparecido todas las copias de la conferencia, así como la lista de pacientes y supervisados de Neidorf y el archivo de sus movimientos financieros. Ya se lo había contado la familia, dijo la francesa, a la que había ido a visitar esa tarde.

—Y sus hijos están afectadísimos, sobre todo Nimrod, porque Nava lo exterioriza todo, y además tenía una relación afectuosa con Eva, en tanto que la relación de Nimrod con su madre era muy tensa, y, en general, él es demasiado reservado.

Pero no era de eso de lo que él quería hablar, se excusó. Sus inteligentes ojos castaños observaron al inspector jefe mientras le explicaba que había confiado en que ella le contara qué contenía la conferencia que pudiera justificar su desaparición, o incluso el propio asesinato. En la estrecha frente de la psicoanalista se formó una larga arruga mientras repasaba los pormenores de los que estaba enterada. No había guardado una copia de la conferencia, dijo, y además no sabía hebreo. Y había algo que inquietaba mucho a Eva, pero se había negado a comentarlo explícitamente.

—Eva estaba escandalizada por lo que había hecho uno de los candidatos —explicó reflexivamente. No había mencionado el nombre ni el sexo del individuo en cuestión, pero mostró mucho interés por algo que había sucedido en el Instituto de París: un analista con una larga experiencia a sus espaldas había «tenido una apasionada historia de amor con una de sus pacientes». El semblante de Dubonnet se ensombreció mientras aludía aquel incidente, y durante un instante su mirada se apagó. Después tomó un sorbo de vino y prosiguió diciendo:

—¿Cómo nos habíamos asegurado me preguntó ya muy tarde, cuando yo estaba muy cansada, de que la paciente había dicho la verdad? Le dije que había solicitado pruebas y las había recibido: testigos en restaurantes, libros de registro de hoteles…, una labor odiosa muy desagradable, pero es necesario examinar los hechos a fondo antes de expulsar a alguien de una sociedad analítica y de inhabilitarlo para la práctica profesional. Pero no estoy segura —en este punto volvió a fijar en los ojos de Michael una mirada atenta— de que eso formara parte de la conferencia. Estaba exhausta después de una dura jornada de trabajo y me esperaba otro día agotador. Iba a marcharme de vacaciones, algo ante lo que los pacientes siempre reaccionan mal; hay que entregarse a fondo y ya no soy una jovencita —sonrió y añadió con desolación que nunca habría imaginado que ésa sería la última vez que se iban a ver. Los ojos se le anegaron en lágrimas mientras decía que las cosas siempre eran así; uno se cree, dijo como hablando consigo misma, que tiene todo el tiempo del mundo por delante.

La conversación con Catherine Louise Dubonnet ratificaba que la clave del asunto estaba en uno de los pacientes o supervisados, reflexionó Michael. Cabía la posibilidad de que la conferencia hubiera sido el móvil del asesinato, pero también cabía la posibilidad contraria. A primera vista la francesa no le había aportado nada nuevo, pero en realidad, pensó Michael, había confirmado que no iban descaminados. Allí había fundamento de sobra para un asesinato. Para Michael era más evidente que nunca que alguien debía de haberse sentido aterrorizado ante la perspectiva de que la psicoanalista revelase alguna información que poseía. El interés de Neidorf por el caso del analista parisino le hizo pensar en Dina Silver, pero no tenía nada en que basarse salvo sus sospechas; con el pensamiento maldijo a Balilty, de quien no tenía noticias desde hacía diez días.

El tercer encuentro con la doctora Dubonnet tuvo lugar el domingo por la mañana y fue más formal. Catherine Louise hizo una declaración jurada y prometió solemnemente prestarles la máxima ayuda posible. Ese mismo día se marchó de Israel.

Día tras día, cuando el equipo se reunía por la mañana, todas las miradas se volvían hacia Eli Bahar, que, sin pronunciar una palabra, hacía circular las cuentas bancarias que había revisado el día anterior. Había tardado sólo dos días en anotar la información revelada por la cuenta corriente de Neidorf. Había revisado los depósitos bancarios realizados durante los dos últimos años y había trazado gráficos en colaboración con el especialista en informática de la policía, que le había ayudado a establecer unas pautas. Algunos depósitos correspondían a talones que se ingresaban mensualmente y otros se habían efectuado en metálico.

—Podría haber sido mucho más sencillo —se lamentó Eli, una vez que todos hubieron comprendido el resultado de sus esfuerzos de la víspera, que se resumían en confirmar el hecho de que todos los pacientes y supervisados de cuya existencia tenían noticia habían pagado a la doctora Neidorf como es debido.

Ante Tzilla, Eli se quejó de la monotonía de aquel trabajo rutinario. Llevaba dos semanas sintiéndose como un empleado de banca, le dijo. Todas las mañanas, cuando el banco abría sus puertas, el director lo acompañaba a la cámara de seguridad, donde tenían archivados los cheques cargados a las cuentas de sus clientes, y por la tarde Eli iba a ver a Michael y le entregaba el fruto de sus labores. El especialista en informática, cuya colaboración habían requerido sumariamente, le había llamado la atención sobre un ingreso en metálico que se repetía todas las semanas durante el último año. Después de trabajar sobre la cuenta de Neidorf durante una semana, Eli descubrió que la doctora había realizado un ingreso similar, pero en esa ocasión mediante un cheque cargado a una cuenta que no volvía a aparecer.

Michael se había enterado, por Hildesheimer y por los contables, de que la mayoría de los pacientes y supervisados realizaban pagos mensuales. Había quien prefería pagar una vez a la semana y también había casos extraños, según le explicó Hildesheimer, en que los pacientes preferían pagar después de cada sesión.

Tras descubrir el ingreso de un talón extendido por la misma cantidad que un depósito en metálico realizado una semana antes, Eli Bahar informó al equipo de que iba a pasar la mañana en una sucursal de las afueras del National Bank, donde todavía no había estado; la amargura con la que habló indicaba que ciertamente lo consideraba un gran honor. Michael quiso hacer un comentario constructivo señalándole a Eli la importancia que tenía su trabajo y cuántas cosas revelaban las cuentas bancarias sobre sus titulares, pero Eli no pareció convencido. Se quejó de la mala ventilación de las cámaras de seguridad y de lo aburrido y rutinario que era aquel trabajo.

Tzilla predijo con mucha confianza que el cheque resultaría ser del paciente desconocido y que a última hora de la mañana, ya sabrían de quién se trataba.

—Escucha lo que está diciendo —le dijo Michael a Eli, señalando hacia Tzilla—, estoy seguro de que tiene razón. Y, ahora, ponte en marcha.

Se había concertado una cita con el subdirector, un hombre delgado y untuoso que no cesaba de enderezarse un casquete de lana que amenazaba con caérsele de la cabeza. El director estaba cumpliendo sus deberes de reservista, expuso el subdirector, y después, dándose muchos aires, le explicó en tono perentorio a una de las empleadas, que a Eli le recordó a Zmira, de Zeligman y Zeligman, lo que el caballero iba a hacer allí esa mañana. Una vez que hubo examinado el número de cuenta que Eli le entregó, abrió un cajón gris de un gran archivador del sótano del banco. Los fatigados ojos de Eli se iluminaron al ver el nombre del titular de la cuenta.

Un hombre de treinta años, un inspector del cuerpo policial, no da saltos de alegría al descubrir que su trabajo ha rendido fruto, pensó Eli Bahar mientras solicitaba permiso para hacer una llamada telefónica. Todavía estaban reunidos y fue Raffi quien levantó el auricular y se lo pasó a Michael sin decir una palabra. Al principio nadie prestó atención a la llamada, hasta que Tzilla le tiró de la manga a Manny y le indicó que se fijara en la expresión de Ohayon: atenta, tensa y excitada. Al final, Michael se levantó y dijo:

—¿Quién ha dicho que Dios no existe? Saca una foto y vuelve aquí a toda mecha.

Cuando colgó el teléfono, pálido de emoción, lo rodeaba un ambiente expectante. Tzilla se abalanzó sobre Manny y le plantó un beso en la mejilla. Transcurrieron varios segundos antes de que Michael abriera la boca para decir, con voz ronca, que ahora empezaban sus problemas.

—No sé si comprendéis lo que significa esta información —dijo—. ¿Os dais cuenta de que ahora tendremos que traerlo para interrogarlo como sospechoso? ¿No os habréis olvidado de quién es?

Naturalmente fue Tzilla quien se levantó de un salto para protestar:

—¿Y qué más da? ¿Es que está por encima de la ley?

Y Michael se vio obligado a recordarle que la única certeza que tenían era que le había entregado un talón a Neidorf, pero los miembros del equipo especial de investigación sabían que estaba tan emocionado como ellos.

En ese momento Balilty salió de la nada, sonriendo muy satisfecho de sí mismo y negándose a creer que en realidad no era su llegada la que Michael estaba aguardando con impaciencia.

Una vez que el inspector jefe Ohayon hubo visto claramente con sus propios ojos el cheque firmado y se lo hubo entregado a Tzilla, como quien hace entrega de una fortuna, encargándole que se ocupara de que comparasen la firma con el garabato del recibo de los contables, sólo entonces, después de haber oído cómo Tzilla hablaba por teléfono con el Instituto de Investigación Criminal y de decirle a Eli que se fuera a «tomar el sol y a descansar» dándole una palmadita en el hombro, al fin se volvió hacia Balilty, cuya sonrisa se había apagado levemente, aunque seguía excitado y se negó a hablar con Michael dentro del edificio.

Se sentaron en una mesa de un rincón del café Nava de la calle Jaffa y hablaron en susurros. Balilty no cesaba de levantar la cabeza para comprobar que nadie los estaba escuchando.

Tenía que contarle dos cosas, dijo. En primer lugar que la señora Silver era una mentirosa consumada; y la segunda, dijo, bajando aún más la voz, se refería al coronel Yoav Alon.

—¿Por dónde quieres que empiece? —preguntó, quitándose de los labios los restos de crema del café.

—Empieza por el coronel —dijo Michael, y encendió un cigarrillo. Al oír lo que Danny Balilty tenía que decirle, los ojos se le pusieron como platos—. ¿Cómo demonios has podido enterarte de una cosa así? No lo entiendo…, ¿es que te has acostado con él o qué?

Por una vez, dijo Balilty, iba a introducir a Michael en sus métodos de investigación. Sólo por esta vez, cuidado, y sólo porque había estado a punto de dejarse el pellejo tratando de conseguir la información. Mientras hablaba, sus ojillos parpadeaban.

Balilty, un treintañero corpulento y barrigudo con una incipiente calvicie, vestimenta desaliñada y modales ordinarios, tenía mucho éxito con las mujeres, según le había confiado a Michael años atrás. Michael no comprendía qué veían en él, pero, aun cuando la modestia nunca hubiera sido el punto fuerte del agente de Inteligencia, sabía que estaba diciendo la verdad. Su doble vida no le inspiraba remordimientos, le había explicado Balilty en la misma ocasión. Su esposa era una mujer buena y cariñosa, que no le pedía mucho a la vida y cuyos intereses se centraban en su casa y en sus hijos, y Balilty la quería mucho. No debía entenderle mal, subrayó, él se consideraba un hombre felizmente casado. Pero, en principio, se negaba a prescindir de sus aventuras. Siempre que advertía el peligro de implicarse demasiado, cortaba…, y lo hacía de una manera que les permitía seguir siendo amigos de por vida.

Ahora estaba enredado en una aventura que lo tenía aterrorizado, dijo. Era una mujer soltera, algo de lo que siempre había huido como de la peste.

—Y eso no es todo, sólo tiene veinte años, es dulce como la miel, y lo peor —dijo con simpática franqueza— es que esta vez me he implicado en la historia. Me he metido hasta el cuello, y todo por tu culpa.

Michael enarcó las cejas, pero el centelleo de los ojos de Balilty le eximió de la obligación de protestar.

—Ella era la única fuente de la que podía obtener información sin que nadie se enterase, y sólo pensé en eso. Pero me he enganchado. ¿Qué le voy a hacer? Es algo que no se puede evitar.

A Michael no le quedó otra alternativa que encender un cigarrillo y reprimir su curiosidad. Balilty se negaba a ir al grano. Después de que le pusiera en antecedentes durante un buen rato, Michael al fin comprendió que el agente de Inteligencia había seducido a la secretaria personal del gobernador militar de Edom, el coronel Yoav Alon.

—No he sido el primero. Le atraen los hombres mayores —dijo no sin vergüenza—. En fin, la cuestión es que antes de estar conmigo tuvo una aventura con Alon.

Michael pidió otros dos cafés y, mientras esperaban que se los sirvieran, empezó a atar cabos. Balilty observó cómo se alejaba la camarera antes de decir:

—Y es ella la que me ha contado lo de Alon, que no se le levanta. Fue horrible, según me dijo. Me lo explicó con todo lujo de detalles; para ella también fue horrible. Y ahora Alon sólo le habla de las cosas del trabajo; dice que la tensión se puede cortar con un cuchillo. Aunque es muy madura para su edad, se llevó un gran disgusto.

Michael revolvió el café y preguntó cuándo había sucedido.

—Lleva dos años trabajando allí, firmó un contrato temporal con el ejército permanente. La desmovilizarán dentro de un mes. Ocurrió cuando llevaba allí seis meses. No es guapa; ¿quién me iba a decir a mí que me la iba a tomar tan en serio? Mi intención era salir un poco con ella y airear los trapos sucios de Alon.

Michael no estaba interesado en la vida amorosa de Balilty. Le costó un esfuerzo fingir que simpatizaba con él, aun cuando comprendía perfectamente la acuciante necesidad de revivir el encuentro hablando de él. Las piezas comenzaron a encajar en su cabeza y a cobrar sentido. Le habló a Balilty de la cuenta bancaria y de los pagos a Neidorf y, de pronto, el agente de Inteligencia se puso serio y todo el entusiasmo del hombre enamorado se evaporó en un instante.

—Sí —dijo vacilante—, hasta un coronel querría tratarse si no se le levantara. Y, además, no le gustaría que se corriera la voz; quien está en tratamiento psicológico no puede aspirar a ser jefe del Estado Mayor. Está claro, ¿verdad?

Michael hizo un gesto de asentimiento. Ninguno de los dos estaba contento ni exultante más bien se sentían oprimidos por la sombría perspectiva de los problemas que se avecinaban.

—Todo encaja —dijo Balilty—. El coronel estuvo en la fiesta, e incluso fue él quien compró la pistola; era paciente de Neidorf, tenía un móvil, los medios para hacerlo, todo. ¡Menuda historia!

Michael, que se había sorprendido al no percibir la habitual tensión previa a un descubrimiento importante, tampoco sentía en ese momento el alivio habitual. Experimentó, en cambio, una creciente inquietud que no dejaba lugar a ninguna otra emoción.

—Pero no entiendo por qué tuvo que matarla —dijo—. Neidorf no iba a hablar de sus problemas sexuales ni a pregonar a los cuatro vientos que lo estaba tratando. El móvil no me parece tan claro.

—Dios sabe qué otras cosas le pudo contar —dijo Balilty encogiéndose de hombros—. Hay algo que está claro: el coronel estaba en sus manos, y si a Neidorf le hubiera dado por ilustrar algún punto refiriéndose a su caso…, en la conferencia, se entiende…, podría haberse ido despidiendo de su carrera militar.

—¿Y qué hay de Silver? —preguntó Michael—. ¿Por qué ha mentido?

—Ahora mismo te lo explico. En primer lugar, sí vio a ese chico, al hijo mimado del diplomático con aspecto de gigoló, al menos dos veces antes del entierro. No me preguntes cómo lo sé. Lo vio en su casa y en el Instituto. ¿Y quién ha dicho que no sabe utilizar una pistola? Tienen una en casa; está registrada a nombre del dueño y señor del hogar, pero la señora también ha salido de caza por el Bois de Boulogne, y tiene una puntería de primera. Le dan tanto miedo las armas como a mí las mujeres. Por eso ha mentido. Aparte de eso, por si te interesa, te diré que no duerme con su marido. Tienen dormitorios separados y, si quieres saber mi opinión, ese matrimonio parece una gran farsa. Es una lástima que no haya podido hablar con el compañero de piso del señorito Naveh; está de viaje por el extranjero. Todo el mundo está de viaje menos nosotros. Te apuesto lo que quieras a que él nos habría podido facilitar muchos más detalles sobre los encuentros del atractivo galán con su novia, que le saca tantos años como para ser su madre.

Michael pagó los cafés y regresaron a su despacho. Balilty le dijo que la secretaria, Orna, le había contado muchas cosas sobre los problemas que el coronel tenía en el trabajo.

—Parece un tío majo, demasiado majo para lo que tiene que hacer —sonrió con una mezcla de orgullo condescendiente y de conmiseración—. Quién sabe, a lo mejor había hecho algo inadmisible para Neidorf, no hace falta que te explique las cosas que se cuecen allí.

Cuando por fin Balilty se marchó, Michael reflexionó sobre lo que debía hacer a continuación.

Tendría que decirle a Shorer que informara al superior de Alon. No podrían interrogarlo allí; habría que llevarlo a algún lugar aislado y protegerlo de posibles filtraciones, al menos hasta que tuvieran pruebas, pensó con fatiga. Sus largas piernas lo llevaron con inusitada lentitud al despacho de Shorer, donde, como de costumbre, encontró a su jefe inclinado sobre una montaña de carpetas y documentos. Shorer alzó la cabeza y sonrió.

—¿Ninguna novedad? —preguntó en el tono de quien no espera respuesta, y al oír que, ciertamente, había novedades, se puso en tensión.

Mientras Michael hablaba la expresión de Shorer fue adquiriendo una gravedad creciente y el montón de cerillas rotas que había en su mesa se fue haciendo progresivamente más alto. El jefe de Michael le pidió que le enseñara el cheque lo antes posible, escuchó la explicación sobre lo importante que era el coronel y preguntó qué coartada tenía para el sábado y a continuación dijo:

—Ya iba siendo hora. Dos semanas y media, y es nuestra primera pista decente. Pero tendremos que informar de todo a Levy, no pienso arriesgarme sin contar con él. Cabe la posibilidad de que no sea culpable y no se le puede destrozar la vida a nadie sólo porque sea impotente. Necesitaremos una orden de registro si quieres examinar sus zapatos; tendremos que hacer una prueba de identificación de voz con esa mecanógrafa de Zeligman. ¡Vaya lío! Qué país éste, desde luego… Bueno. Espera unas horas, esta noche podrás empezar. ¡Pero no aquí! ¿Me oyes? ¡Y nada de filtraciones!

Michael asintió con la cabeza y se comprometió a esperar hasta que le dieran luz verde.

Eran las seis de la tarde cuando Shorer informó a Michael, que no se había atrevido a salir del edificio salvo para ir hasta la esquina a proveerse de Noblesse, desde que habían detenido al sospechoso para interrogarlo.

Shorer lo había preparado todo, incluido el piso de la calle Palmach que utilizaban en ocasiones excepcionales como aquélla. Raffi, que había participado en el arresto, le contaría más tarde a Michael que la mujer de Yoav Alon estaba conmocionada. Había solicitado que le concedieran tiempo para sacar a los niños de casa antes de realizar el registro. Raffi mencionó sus labios fruncidos, y que no había insistido en saber lo que pasaba y sólo había formulado una pregunta a la que nadie respondió.

Habían efectuado el arresto a la entrada de su casa, en la calle Bar Kochba, cuando el coronel volvió del trabajo. Dejó de protestar cuando le dijeron que tenían el consentimiento del alto mando militar y que sería mejor que los acompañara en silencio para no llamar la atención.

El profesor Brandtstetter, del segundo piso, saludó con la cabeza a un joven inquilino del edificio de la calle Palmach. Aunque sólo se cruzaban muy de tarde en tarde, en la escalera, el profesor nunca dejaba de saludar a aquel agradable vecino. El joven, que por lo visto trabajaba en el Ministerio de Defensa, nunca se retrasaba al pagar los gastos de mantenimiento, y desde que alquiló el piso habían dejado de celebrarse aquellas fiestas estudiantiles que mantenían en vela a todo el edificio. El profesor se quedó mirando cómo subía las escaleras acompañado por un grupito de hombres y una mujer, de camino, según aseguró a su mujer, «a alguna reunión secreta de defensa, sin duda. Había un oficial de alto rango con ellos», dijo solemnemente, y le advirtió que no chismorreara con las vecinas.

—No te olvides de que se trata de la seguridad del Estado —le recordó con severidad.

La señora Brandtstetter no tenía la menor intención de chismorrear con las vecinas, algo que no había hecho en su vida. Pero no protestó por aquella advertencia, al igual que no protestaba cuando su marido decía otras muchas cosas. La señora Brandtstetter no soportaba las peleas. De noche, cuando no podía dormir y empezaba a pasear entre la cocina y el cuarto de estar, tratando de olvidar los sonidos que había oído en Berlín a sus veinte años y que desde entonces la atormentaban, a veces oía ruidos en el piso de arriba, como si una pesadilla se hubiera hecho realidad. Llantos, alaridos, patadas en el suelo, voces de hombres algunas veces; otras, de mujeres. Solía pensar que eran cosas de su imaginación, pero sabía que las figuras que había visto en la escalera eran reales. Sabía perfectamente, la señora Brandtstetter, que el joven que contribuía puntualmente al mantenimiento del edificio era un joven malvado, que no era judío aunque lo pareciera. Desde que se había mudado a la casa, la señora Brandtstetter procuraba salir lo menos posible.

Aquella noche, cuando su marido sacó la basura, los había visto subir en fila india por la escalera a través de la mirilla de la puerta. Además del inquilino, vio a otros dos jóvenes y a una chica. Y también iba con ellos un hombre con uniforme del ejército, pero la señora Brandtstetter sabía que el uniforme no era más que un disfraz. Tan sólo un detalle de la apariencia del «oficial» la desconcertó: había subido lentamente entre dos hombres jóvenes, uno delante y otro detrás, y no tenía el menor aire de autoridad, como habría sido de esperar. Después también vio al alto, el que iba a visitar de vez en cuando al inquilino que pagaba puntualmente sus recibos. Al principio la señora Brandtstetter había imaginado que sería algún pariente, porque nunca llegaba con el resto de la panda. Pero al analizar los hechos, cayó en la cuenta de que siempre llegaba después de que se hubiera oído cambiar el mobiliario de sitio. Entonces llegaba, como una inundación después de una plaga, pensó. Aquel hombre, con su apuesto semblante, la asustaba más que los demás. Lo había visto cara a cara en una ocasión en que ella regresaba del ultramarinos y él le abrió la puerta de la calle y la sujetó para que pasara con su bolsa de la compra. Pero no iba a engañarla con sus modales caballerosos, pensó la señora Brandtstetter. Y lejos de conquistar su simpatía, aquel semblante apuesto, de mirada penetrante y cautivadora sonrisa, la ratificaba en su convencimiento de que aquel hombre era el auténtico malvado del grupo.

Si la señora Brandtstetter hubiera visto los ojos de Michael mientras ascendía por la escalera aquella noche, antes de golpear la puerta haciendo la señal convenida, quizá habría cambiado de opinión. Michael subió con la vista fija en el escalón que tenía delante en cada momento. Estaba pensando en las dificultades que lo aguardaban y, más que cualquier otra cosa, sentía la fatiga desplegándose por sus extremidades.

Debía de haberse producido algún error con respecto al archivo, pensó. Un grave error. Trató de imaginarse, sin conseguirlo, al coronel Yoav Alon en el piso que los Servicios Generales de Seguridad tenían a bien prestarles en ocasiones especiales como aquélla. Tres habitaciones, un cuarto de baño y una cocina, todo amueblado de manera funcional y económica. En una habitación que hacía las veces de cuarto de estar había dos sillones sencillos, de estilo kibbutz de los cincuenta, y un televisor en blanco y negro, así como una mesita sobre la que reposaba el «oxígeno del piso», como Tzilla había dado en llamarlo: un teléfono negro.

En las otras dos habitaciones había camas, dos en cada una, y algunas sillas. En los armarios empotrados del vestíbulo se guardaban mantas del ejército. Siempre había allí algún miembro del Departamento de Investigación y los miembros del equipo hacían turnos cuando el interrogatorio duraba más de un día. Y el interrogatorio siempre duraba más de un día, porque allí sólo tenían lugar los interrogatorios secretos, que eran los más difíciles y complicados.

El coronel Yoav Alon, gobernador militar del subdistrito de Edom, un oficial que había ascendido con una rapidez sin precedentes hasta su cargo actual y de quien se esperaban grandes proezas en el futuro, estaba sentado en una silla en la habitación que daba al patio. No se había quitado el abrigo del uniforme. Frente a él se había sentado Raffi, que estaba jugueteando con un manojo de llaves. Tzilla regresó al dormitorio, donde Manny y ella estaban esperando que Eli Bahar llegara con los resultados del registro de la casa del sospechoso. Cuando Michael entró en la habitación, Raffi se levantó, se dirigió a la ventana, que estaba cerrada, y echó un vistazo hacia fuera antes de bajar la persiana. Después se quedó donde estaba, mirando a Yoav Alon, quien, a su vez, miró a Michael y le preguntó, en tono muy comedido, si era él quien le iba a informar del motivo de su arresto. El inspector jefe Ohayon tomó asiento y encendió un cigarrillo. Le susurró algo a Raffi, que se aproximó a él y se agachó para escucharlo y, después, se marchó a la cocina, donde se oyó un entrechocar de vasos. El inspector jefe cerró la puerta.

El hombre pálido que estaba sentado frente a él arrebujado con su abrigo, y que no levantó la voz al preguntarle de nuevo por qué lo habían arrestado, parecía sacado de un anuncio televisivo de las fuerzas armadas israelíes. Tenía el pelo rubio muy corto, la mirada despejada, y sus labios gruesos y agrietados hacían pensar en el viento del desierto y en jeeps militares. Parecía fuerte y robusto, aunque el abrigo no permitía distinguir con claridad los contornos de su cuerpo; debajo de su palidez, tenía la piel bronceada. Por tercera vez desde que Michael entrara en la habitación, le preguntó por qué lo habían arrestado. Esta vez añadió que nadie le había dirigido la palabra. No sabía nada, salvo que el alto mando estaba al tanto de lo sucedido. Este comentario fue hecho en tono de ira contenida.

Michael le preguntó si realmente desconocía el motivo de su detención.

Lo desconocía por completo, dijo Alon, y sólo su convencimiento de que era necesario que las distintas ramas de las fuerzas de seguridad cooperasen entre sí le llevaba a mantener la cortesía. Pero se le estaba terminando la paciencia, advirtió; quería saber qué demonios pasaba, y en seguida.

Michael le recordó que la policía tenía derecho a realizar arrestos de cuarenta y ocho horas sin explicar los motivos de la detención, y concluyó diciendo:

—Y como nos encontramos en uno de esos casos, debo pedirle que, en lugar de amenazarnos, coopere con nosotros. Sabe perfectamente por qué está aquí.

—Pero, ¿de qué me está hablando? —dijo Alon mirándolo de frente—. Simplemente dígame de qué se trata y se lo explicaré todo, y después podrá pedirme disculpas y llevarme a casa. Además, ¿quién es usted?

Alon alzó la voz con furia al formular la última pregunta y Michael se quedó mirándolo larga y calmadamente sin decir nada. Después recitó la advertencia rutinaria de que cualquier cosa que dijera el detenido podría utilizarse en su contra. El coronel perdió el dominio de sí mismo. Mencionó a Kafka, la Unión Soviética, las dictaduras latinoamericanas y terminó diciendo a voz en cuello:

—¡Esto es una locura, un absurdo! ¡Dígame al menos quién es usted y por qué estoy aquí!

En ese momento Raffi regresó trayendo un par de vasos humeantes que despedían un aroma a café turco. Colocó uno de ellos a los pies de Michael y el otro a los pies del coronel Alon, que dirigió la vista hacia el vaso, y después hacia Michael y hacia la espalda de Raffi, que ya estaba saliendo y cerrando la puerta tras de sí; a continuación, Alon le pegó una patada al vaso, que, sin llegar a romperse, se volcó y derramó su contenido por el suelo, dejando una mancha aceitosa y negra entre ellos. Michael no se movió ni despegó los labios.

—Oiga, dicen ustedes que tienen permiso del comandante en jefe —dijo Alon en tono de creciente desesperación—, pero no me han dado ninguna prueba, y si están mintiendo, ya se pueden ir preparando, llegarán a desear no haber nacido. ¿Me ha tomado por un ingenuo? ¿Sabe quién soy? ¿Sabe cuántos interrogatorios he dirigido en mi vida? Me sé todos los trucos clásicos, créame. Sé que está usted obligado a identificarse y ¡exijo que me diga qué está pasando!

Una cólera irrefrenable se había impuesto sobre los demás sentimientos y el color había vuelto a las mejillas del coronel. Decidiendo que había llegado el momento de inculcarle miedo, Michael dijo reposadamente que quería que el detenido le dijera por qué creía que lo habían arrestado.

—Rudimentario, amigo mío, muy rudimentario. No pienso decirle nada. No hay motivos para que me hayan arrestado y no tengo intención de ponerme a especular.

Entonces Manny entró en la habitación. Al verlo, el coronel Yoav Alon palideció, dando muestras evidentes de miedo. Manny era el único a quien conocía y por eso había aguardado hábilmente hasta el momento adecuado para aparecer en escena, como un conejo salido del sombrero de un prestidigitador.

Michael preguntó a Alon si reconocía a Manny.

—Sí —dijo Alon en un tono diferente, más humilde—. Es el agente que me tomó declaración hace un par de semanas, así que supongo que se trata de eso. Pero ya le conté a él todo lo que sabía. ¿Por qué me han detenido?

Manny se quedó quieto junto a la puerta mientras Michael revelaba su nombre y su rango y también de qué «se trataba todo». La investigación del asesinato de la doctora Eva Neidorf, explicó, era el motivo de que el coronel estuviera allí con ellos. Debería estarles agradecido por haber mantenido en secreto su arresto; ni siquiera le habían contado nada a su mujer, y le habían advertido que no comentase nada sobre el registro.

—¿Qué registro? —vociferó Alon—. ¿Qué pensaban encontrar? ¿Y qué hay de la orden de registro? No se tome la molestia de responderme, me conozco todos los trucos. Se lo repito, ¿sabe cuántos interrogatorios he dirigido yo? —en la habitación se hizo un silencio tan sólo interrumpido por la respiración jadeante de Alon, quien, al cabo de un rato, añadió—: ¡Y no me venga con eso de estar «agradecido»! ¿Quién le ha pedido que no me interrogue en público? No tengo nada que ocultar ni nada que añadir. Por lo que a mí respecta, podría haberme pedido que acudiera al barrio ruso. Aquí tampoco va a sacarme nada más. Ni siquiera conocía a la tal Neidorf, sólo a través de anécdotas.

—¿Qué anécdotas? —preguntó Michael, percibiendo que el miedo estaba dominando la cólera. Alon volvía a tener la cara pálida, las manos le temblaban y su mirada despejada se había enturbiado.

—Simplemente anécdotas, ¿qué más da? No tienen ninguna relación con nada. No tiene motivos para retenerme. ¡Me largo! —y, levantándose, el coronel Alon se dirigió resueltamente hacia la puerta, que estaba a cuatro pasos de su silla.

Michael no se movió de su asiento ni Manny se retiró de la puerta. Alon llegó hasta ella y levantó la mano hacia Manny, quien, a la velocidad del rayo, le dobló la muñeca y le empujó el brazo hacia abajo. Nadie pronunció una sola palabra. Manny volvió a ocupar su puesto junto a la puerta, Alon regresó a la silla, junto a la que estaban el charco oscuro de café y el vaso volcado, y Michael encendió un cigarrillo y preguntó si el coronel sufría claustrofobia. No hubo respuesta. En caso contrario, dijo Michael, ¿por qué no se quedaba quieto y colaboraba con ellos?

—¿Colaborar? Será un placer. En casa, en el barrio ruso, previo requerimiento oficial, pero no aquí. ¡No tengo nada que añadir a lo que ya he dicho! ¿Está sordo? ¡No la conocía! ¿Cuántas veces tengo que decírselo?

—Ah, ¿no? —preguntó Michael, y exhaló una voluta de humo—. ¿Está dispuesto a someterse a una prueba poligráfica sobre eso?

—Estoy dispuesto a cualquier cosa mientras no ocurra aquí. Conozco este sitio. Por lo visto me han traído aquí porque soy sospechoso de algo. Primero déjenme marcharme y después hablaremos de esa poligrafía. ¡Aquí no me van a arrancar ni una palabra!

Michael se sacó un papel doblado del bolsillo de la camisa y se lo tendió al sospechoso diciéndole:

—Es una copia. No se moleste en hacerla desaparecer, tenemos muchas más.

El sospechoso examinó el papel y lo arrojó al charco de café. Los labios le temblaron cuando preguntó:

—¿Qué es eso? Y, además, ¿qué tiene que ver? No lo entiendo. Limítese a decir lo que tenga que decirme y acabemos de una vez.

—¿Es su letra, verdad? —preguntó Michael pausadamente, y, de un golpecito, echó la ceniza del cigarrillo en el vaso vacío que tenía en la mano.

—Digamos que es mi letra. Cualquiera podría copiarme la firma, pero, para no discutir, digamos que es mi letra. ¿Y qué? ¿Por qué tiene tanta importancia? Es una nota dirigida a una chica, ¿y bien? —había subido el tono de voz y se había vuelto a levantar. Al cabo de un instante Manny estaba a su lado, empujándolo sin miramientos para que se sentara. Michael le preguntó si se sentiría más cómodo esposado. Alon se quedó sentado sin responder. Tenía los hombros caídos, los ojos fijos en el café derramado y en el papel arrugado, que estaba manchado de marrón. Después alzó la cabeza, dirigió a Michael una mirada que rezumaba hostilidad y dijo—: Si arresta a todos los hombres que han escrito una nota a una chica, va a tener que arrestar a todo el país. Y con esto no pretendo decir que la haya escrito yo.

—No tiene por qué decirlo usted todo —dijo Michael con sencillez—. A veces otros lo pueden decir en su nombre —se sacó otro papel del bolsillo, idéntico al anterior, posó la vista en él y lo leyó en voz alta—: «Orna, cariño, siento lo de ayer, quiero explicártelo. ¿Nos vemos a las siete donde siempre? Estaré esperándote. Yoav». —Después se sacó del bolsillo un tercer papel, también una fotocopia, según le explicó al sospechoso, que la leyó y se ruborizó; era una página del libro de registro de un hotel de Tel Aviv. Según el registro del hotel, el coronel Yoav Alon había pasado dos días en una habitación doble, con su mujer—. Y su mujer, ¿habrá oído hablar del hotel en cuestión? —inquirió Michael—. ¿Le gustaría que se lo preguntásemos? —Alon no dijo nada—. ¿Tal vez querrá contarnos de qué se disculpaba en la nota que le escribió a Orna Dan?

Alon levantó la cabeza y miró a Michael con odio. Después dijo:

—Bueno, ¿y qué? He tenido una aventura con una chica. ¿Qué relación tiene eso con la investigación? Vamos, dígaselo a mi mujer. La chica es una zorra y se lo ha contado. ¿Por qué quería saberlo? Esto no es un asunto de su incumbencia.

—Ah —dijo Michael, tirando la colilla en los restos del café que había en su vaso—, sí que lo es. Hay algo que lo convierte en un asunto de nuestra incumbencia. ¿Quiere que le diga de qué se disculpaba en la nota? ¿Quiere que se lo diga? ¿O prefiere contármelo usted?

—No me acuerdo —dijo el sospechoso en voz baja y entrecortada—, ha pasado mucho tiempo. Supongo que no pude acudir a una cita con ella, o algo semejante —en su frente, justo debajo del pelo, habían comenzado a acumularse gotas de sudor. No hizo ademán de enjugárselas.

—No, amigo mío, lo recuerda muy bien. Ese tipo de cosas no se olvidan. Pero yo se lo recordaré, si quiere —el semblante de Alon se contrajo en una mueca de dolor mientras el inspector jefe Ohayon le decía con mucha calma—: Está relacionado con el caso porque usted no pudo hacer el amor con la chica. No me diga que no se acuerda.

Manny se abalanzó hacia la mano levantada de Alon, pero no hubo necesidad de hacer nada. La mano cayó por su propio peso a la vez que el cuerpo de Alon se desplomaba en la silla con aspecto flácido e inerte, súbitamente perdida toda su fuerza. Michael le hizo una seña a Manny, que salió de la habitación.

—Suponiendo que fuera cierto —susurró Alon—, ¿cree usted que eso es motivo para detener a alguien? ¿Qué relación tiene? ¿Por qué no me deja en paz? —habló con un hilo de voz y sus últimas palabras sonaron a súplica.

Michael acorazó su cara contra toda muestra de sentimiento y dijo:

—No puedo dejarlo en paz si usted no coopera, lo sabe tan bien como yo. Si coopera, lo dejaré en paz. Sabe que sé que conocía a Neidorf, que estuvo tratándose su problema con ella durante todo un año, los lunes y los jueves, a última hora de la tarde. Sabe que ya nos hemos enterado de todo. Sabemos que no le contó a nadie que estaba en tratamiento, ni siquiera a su mujer, y que cuando decía estar esperando a que su hijo saliera de clase de yudo, en lugar de quedarse a la puerta se iba corriendo a ver a Neidorf, y por eso siempre llegaban tarde a casa. El chico no entendía por qué siempre llegaba a recogerlo a las ocho si la clase terminaba a las siete y media. Ya ve que estamos enterados. Si quiere, podemos contarle a su mujer que, de camino, le compraba pizzas y falafels al chico para justificar el retraso. Sabe que sé que mintió al prestar declaración por primera vez. ¿Por qué no me cuenta usted el resto?

Mientras hablaba, Michael se había levantado para acercarse a Alon, y ahora estaba a su lado, mirándolo desde arriba a los ojos, en los que no había ninguna expresión, ni siquiera miedo. El sospechoso inclinó la rubia cabeza y clavó la mirada en el charco de café. El teléfono sonó en la habitación vecina. Los dos oyeron los timbrazos, interrumpidos por una voz femenina que dijo «¿diga?», y eso fue lo último que oyeron.

—No puede demostrar nada —dijo Alon, lanzando sin mucho convencimiento la última bravata—, está hablando por hablar.

—¿Conque no? —dijo Michael—. ¿Cree que no lo puedo demostrar? Tengo testigos, gente que lo vio entrando en la casa. Pero también tengo esto —sacó otra fotocopia de su bolsillo y se la entregó al sospechoso, que se quedó mirándola largo rato. La firma del cheque se veía con toda claridad y era la misma letra que la de la nota dirigida a Orna Dan. En la línea superior, junto a las palabras impresas «Páguese por este cheque a…», Eva Neidorf había escrito su nombre de su puño y letra—. Le entregó un cheque a medio rellenar, pero la doctora era una mujer de costumbres metódicas, y en lugar de pasarle el cheque al tendero, como cabría esperar, rellenó lo que faltaba y lo ingresó. Lo tenemos todo bien amarrado y, de ahora en adelante, será mejor que deje de decir tonterías sobre la falta de «pruebas». Se comenta que es usted un tipo inteligente, y, según dice, tiene mucha experiencia en la realización de interrogatorios; creo que ha llegado el momento de que confiese y empiece a cooperar.

El coronel Yoav Alon empezó a temblar y después emitió una especie de gimoteo. Michael comprendió que aquel extraño sonido procedía de unas cuerdas vocales que no habían sido utilizadas desde la infancia y, una vez más, se preguntó por qué no estaba contento ni satisfecho. La fatiga, desaparecida cuando diera comienzo el interrogatorio, había vuelto a hacer acto de presencia y reclamaba su atención. Se quedó sentado, encendió un cigarrillo y pensó en Yuval, en lo orgulloso que estaba de su padre y en sus ímprobos y vanos esfuerzos para disimular ese orgullo. También pensó en Maya. ¿Le habría amado en ese momento? En la otra habitación los miembros del equipo oyeron la pausa; estaban grabando el interrogatorio desde allí. La puerta se abrió y por ella asomó la cabeza de Eli Bahar, que le hizo un gesto de asentimiento a Michael y desapareció.

Yoav Alon ni siquiera levantó la cabeza cuando Michael comenzó a hablar.

—También tenemos pruebas de que allanó la casa de Neidorf —dijo—. Limítese a reconstruir el asesinato; es todo lo que le pido.

De acuerdo con sus previsiones, el sospechoso volvió a cobrar vida y dijo con una voz cambiada:

—Pero si yo no la asesiné. ¿Por qué había de asesinarla? Se lo juro —en ese punto se levantó y Michael no trató de impedírselo—. Le digo que no la maté. No tenía ningún motivo.

Pero el inspector jefe Ohayon no parecía estar interesado. Y entonces entró Tzilla y sugirió que se tomara un descanso. Tenían la comida preparada.

Michael salió de la habitación y posó la mirada sobre lo que le habían dejado junto al teléfono. Tzilla se quedó con el sospechoso, quien ni siquiera tocó el sandwich ni el café recién hecho que le ofreció.

La mirada iracunda de Eli Bahar hizo que Michael se obligara a probar la comida caliente que habían sacado Dios sabe de dónde. Las atenciones maternales que le prodigaban sus compañeros de equipo y, sobre todo, Eli y Tzilla, divertían a Michael a la vez que lo conmovían. Terminó por apartar el plato para concentrarse en el café. En el piso hacía frío. Manny le explicó que la calefacción central del edificio estaba apagada. En el cuarto de estar, donde estaban en ese momento, habían encendido una estufa eléctrica.

Michael estiró las piernas sin prestar atención a las náuseas que le había provocado el olor de la comida. Haciendo un tremendo esfuerzo escuchó la explicación que Manny, sentado en un sillón frente a él, empezó a darle sobre el registro. No se había quedado hasta el final, intervino Eli, pero estaba presente cuando descubrieron el zapato. La suela de cuero había sido examinada y comparada con la foto del molde de yeso. Se correspondían a la perfección.

—Fue él quien se coló por la ventana, quien se llevó los documentos y todo lo demás —dijo Eli con satisfacción—. Ahora sólo estoy a la espera de que encuentren los documentos en su piso, y también el archivo del contable. ¿Te quedan fuerzas para continuar?

Michael echó un vistazo a su reloj. Vio la fecha que marcaba, 6 de abril, y de pronto recordó que había sido el día de los padres en el colegio de Yuval y que el chico habría recibido las notas hoy. Michael se había olvidado de todo pese a que había estado con Yuval por la tarde. Cogió el teléfono y marcó el número de su casa. El auricular zumbó seis veces en su oído antes de que alguien respondiera a la llamada. Yuval le dijo con voz somnolienta que les entregarían las notas el 16.

—Todavía faltan diez días, ya te lo recordaré. Sí, cené cuando te marchaste. Estoy cansadísimo. ¿Cuándo vas a volver a casa? No, mañana tengo un examen, de estudios bíblicos. Voy a seguir durmiendo.

Aun tranquilizado con respecto al día de los padres, Michael no lograba sacudirse de encima el sentimiento de culpa. Eli le preguntó titubeando si quería que lo sustituyera.

—Todavía no. Vamos a esperar a que confiese algo. Unos cuantos gimoteos no se pueden tomar por una confesión.

Y regresó a la habitación. Alon pidió permiso para ir al baño. Manny lo acompañó. La ventanita del cuarto de baño estaba enrejada. Manny lo esperó a la puerta y volvió a escoltarlo hasta la habitación que daba al oscuro patio.