13

—¿Qué quieres decir exactamente con que se le veía inquieto? —le preguntó Michael a Manny, que había interrogado al coronel Yoav Alon, gobernador militar del subdistrito de Edom, cuando se presentó a declarar sobre la fiesta de Linder. Estaban en plena conferencia matinal, y aunque la reunión había comenzado a las siete y media, todavía tenían en la mano sendas tazas de café.

El agente de Inteligencia Balilty consultó su reloj; Michael encendió su tercer cigarrillo. Después de una hora de conversación intensiva se habían recostado en sus asientos con la sensación de que ya habían tratado todos los puntos esenciales. Michael había dejado caer la bomba referente a Catherine Louise Dubonnet y les había explicado que la Interpol estaba colaborando para localizarla. La francesa estaba de vacaciones en Mallorca, había salido de excursión en barco y no regresaría a su hotel hasta dentro de un par de días.

Tzilla comentó que siempre había pensado que los psiquiatras sólo se iban de vacaciones en agosto.

—Como en las películas de Woody Alien —dijo, y dirigió una mirada vivaz a Eli, que le respondió frunciendo el ceño.

Habían reconstruido los hechos acaecidos en los últimos dos días y habían acordado que Eli se encargaría de las cuentas bancarias. Dedicaron mucho tiempo a dar un repaso al funeral. Todos escucharon el informe de Raffi sobre el joven a quien había estado siguiendo. Balilty, que había recabado información en el Ministerio de Asuntos Exteriores («tengo contactos en todas partes», repuso a una pregunta de Raffi), les contó que Elisha Naveh tenía diecinueve años, que había perdido a su madre a los diez, y que era el único hijo de un tal Mordechai Naveh.

—Oficialmente, su padre trabaja para el Ministerio de Asuntos Exteriores, pero en realidad depende de la Secretaría del Primer Ministro y, actualmente, está destinado en la embajada de Londres. Es el primer secretario, si es que ese cargo os dice algo —dijo Balilty en un tono que les disuadió de hacer mayores indagaciones. Naveh llevaba cinco años en la embajada de Londres, continuó el agente de Inteligencia, echando un vistazo a sus notas. El muchacho había vuelto a Israel a los dieciséis años. No lograba adaptarse a la vida en Londres ni al colegio judío londinense donde cursaba sus estudios, y su padre había terminado por rendirse a sus súplicas. Al regresar, había vivido un par de años con su abuela, que había fallecido hacía unos meses. Le habían concedido una prórroga para incorporarse al servicio militar por discapacidad psicológica.

—Sólo de un año…, ya sabéis cómo son.

Desde la muerte de su abuela había vivido en un piso registrado a nombre de su padre. Estaba estudiando en la universidad. Balilty hizo una mueca.

—Algo así como estudios sobre el Lejano Oriente y Teatro. El típico bohemio, ya sabéis lo que quiero decir.

Sí, estaba en tratamiento psicológico, pero no con Neidorf, en una clínica de salud mental. En la oficina de reclutamiento tenían un informe psiquiátrico del chico, que no le había contado al psiquiatra del ejército que estaba en tratamiento. Balilty había encontrado su nombre en la lista de pacientes de una clínica de salud mental de una zona residencial del norte, pero todavía no había logrado saber quién era su psicólogo. Pronunció la última palabra con énfasis.

Tzilla preguntó si de la opinión emitida por el psiquiatra del ejército podía deducirse que era peligroso.

—Verás —dijo Balilty—, las condiciones en que recibí la información me impidieron leer personalmente el material. Mis fuentes me han informado de que tiene «trastornos de personalidad» y «tendencias suicidas». Una frase se repetía tres veces: «síndrome de hijo de diplomático», y hay otras muchas cosas, pero nada que indique que puede ser peligroso para los demás.

—Pero ¿qué ha hecho en realidad? —le preguntó Eli a Raffi.

Raffi contó cómo Elisha había seguido a Dina Silver hasta su casa y se había quedado fuera sentado sobre una piedra hasta las doce de la noche, y que entonces se fue a casa. Alguien más vivía en su piso. Balilty estaba haciendo indagaciones sobre el nombre escrito en el buzón, pero de momento no había averiguado nada.

—No te preocupes, ya lo averiguarás —dijo Tzilla—. Me encanta cómo descubres las cosas tan deprisa. No me gustaría caer en tus manos, eso tenlo por seguro. Dime una cosa, ¿ya sabes lo que suele desayunar ese chico?

Con los ojillos chispeantes, Balilty se dispuso a responderle, pero al ver la expresión de Shorer recapacitó y se quedó callado.

—Muy bien —intervino Michael, todavía con su taza de café en la mano—. Estoy citado a las nueve con la tal Silver. Vamos a ver qué tiene que decir en su defensa.

—No te sobra mucho tiempo —apuntó Tzilla.

Al principio de la reunión Tzilla había colocado delante de cada uno de los asistentes una lista de los pacientes y supervisados de Neidorf de cuya existencia tenían noticia, una reconstrucción de su horario de trabajo (había hablado con su criada), una lista de los miembros del Instituto, una lista de quienes estuvieron en la fiesta de Linder, una fotocopia del recibo firmado que Michael había traído de la oficina de los contables y el retrato robot del hombre que se había llevado el archivo de Neidorf. Los documentos estaban guardados en carpetas de papel manila y todos los reunidos recibieron una de manos de Tzilla, quien les comunicó, mientras iba de uno a otro con su inexplicable animación, que Linder estaba libre de sospecha, que su mujer le había entregado el menú de la cena, que la niñera de los hijos de los invitados a la cena había confirmado la hora a la que regresaron a casa, y que al vecino de arriba le habían despertado los ruidos que hizo Linder a primera hora del sábado por la mañana.

—Está todo ahí, en la carpeta, y si alguien está interesado, también puede oír las grabaciones —dijo mientras al fin ocupaba su sitio junto a la mesa y se pasaba la delgada mano por su cabello de corte masculino.

—Linder está libre de sospecha —confirmó Shorer mientras partía en dos su última cerilla y tiraba los trozos al cenicero de latón. Michael le preguntó en voz baja si iba a ocuparse de conseguir el mandamiento judicial para ver las cuentas bancarias.

—Sí —le respondió—, pero quiero que Bahar me acompañe, para que pueda ir directamente al banco antes de que se nos vuelva a adelantar alguien. —Michael lo miró aprensivamente y Shorer dijo—: Estaba bromeando.

A continuación Manny les informó sobre los interrogatorios que había realizado a Rosenfeld y al coronel Yoav Alon, el gobernador militar de Edom.

—¿Has visto qué guapo es? —le preguntó Tzilla a Manny, que hizo como si no la hubiera oído y prosiguió con el informe. Pero Tzilla volvió a interrumpirlo con un ánimo juguetón que exasperó a Michael—: Dicen que es toda una promesa y que será el próximo jefe del Estado Mayor. Y parece tan joven, no aparenta más de treinta y cinco años.

Manny le lanzó una mirada asesina y preguntó si podía continuar. Michael posó la mano en el brazo de Tzilla y le dijo en voz baja:

—¿Por qué no te estás quietecita y prestas atención un rato? Tómate el café y quédate callada, ¿de acuerdo?

Tzilla obedeció y Manny siguió hablando y dijo que «al sujeto se le veía inquieto». Michael le preguntó qué quería decir y posó la mirada en el retrato robot del hombre que se había llevado el archivo de Neidorf.

No sé qué quiero decir exactamente —dijo Manny vacilante—. Cabría esperar que un coronel, un gobernador militar de los territorios, mostrara mayor voluntad de cooperar, ¿sabes?, que estuviera dispuesto a ayudar. Pero él no dejaba de consultar su reloj ni de decir que tenía prisa; se le veía tenso y…

De pronto se había hecho el silencio en la sala, creándose un ambiente de concentración y atención. Por primera vez desde que Michael les informara de la visita a la familia y de la noticia de que Neidorf había hecho escala en París, se palpaba la tensión en el aire, la exaltación reprimida que precede al posible descubrimiento de una nueva pista.

Todos se quedaron mirando a Manny y Michael dijo:

—Fíjate en el dibujo. ¿Te recuerda a alguien?

Manny lo miró y el resto de los presentes hizo lo propio. Tzilla meneó la cabeza dubitativamente, pero los demás se volvieron hacia Manny, que dijo:

—No sé. No le sacaste gran cosa a la secretaria, ¿verdad? Quizá sin las gafas negras…, ni siquiera veo nada que combine con sus ojos. No sé, digamos que no es imposible.

—Supongo que no se te ocurriría preguntarle qué estaba haciendo el lunes por la mañana a la hora en que sustrajeron el archivo —dijo Balilty.

—De hecho —replicó el inspector Manny Ezra enjugándose la frente— sí se lo pregunté, y me dijo que había llegado tarde al trabajo porque el coche lo había dejado tirado camino de Belén, junto a Beit Jalla, y que tuvo que esperar una hora hasta que fueron a rescatarlo. Y, para que lo sepas, es una pregunta que le hice a todo el mundo, incluido Rosenfeld. ¿Crees que eres el único que sabe lo que se trae entre manos? —dejó la carpeta de los documentos sobre la mesa con las manos agitadas por un leve temblor colérico y preguntó a alguien más quería un café.

Michael lo miró perplejo y después miró a Balilty, que estaba remetiéndose la camisa por debajo del cinturón que ceñía su abultada barriga y mirando a su alrededor con aire avergonzado. Shorer alivió la tensión del ambiente preguntando si el coronel Alon tenía alguna relación con la víctima.

—No, ninguna —dijo Manny, deteniéndose en la puerta.

—Espera un momento, ya te servirás luego el café. Quiero que me lo expliques mejor.

—A la orden —dijo Manny, y volvió a su asiento—. Puedes escuchar la cinta; no hay ninguna relación entre ellos. Es amigo íntimo de Linder, se conocen desde hace veinte años, y ha reconocido que fue él quien le compró el revólver. También conoce a la chica en cuyo honor se celebraba la fiesta, Tammy Zvielli; es una amiga de la infancia, y por eso fue a la fiesta. Pero dijo que no conocía a Neidorf.

—¿Y qué coartada tiene para el viernes y el sábado? —preguntó Shorer mientras la tensión iba creciendo.

Las manecillas del reloj marcaban las nueve menos cinco. Dina Silver estaría esperando en el pasillo, delante de su despacho, pensó Michael mientras se levantaba para abrir la ventana, que daba al patio. Levantó la vista hacia el límpido cielo azul, cuyo resplandor le cegó, sin perderse una palabra de lo que estaba diciendo Manny.

El viernes por la noche, dijo, el coronel Alon se había ido a la cama solo.

—Su mujer estaba en Haifa, visitando a sus padres, y se había llevado a los niños. Estaba solo; no sabe si lo vio alguien. El sábado por la mañana fue a dar un paseo por la colina francesa; hacía muy buen día. Volvió a casa sobre las once y no se encontró a nadie, pero eso no significa nada —dijo Manny a la defensiva—. ¿Desde cuándo la gente se dedica a ir por ahí montándose coartadas?

Sin decir nada, Shorer miró a Michael, y éste les habló de la llamada telefónica que Linder había hecho desde el Instituto.

—¿A qué hora? —preguntó Shorer.

—A las doce y media.

—En otras palabras —reflexionó Raffi en voz alta—, entonces se enteró de que Neidorf había muerto. ¿Qué podemos deducir de eso?

—Un montón de cosas en las que todavía es demasiado pronto para pensar —dijo Michael—. Vamos a esperar hasta que veamos las cuentas bancarias. Tengo un presentimiento extraño, pero todavía… Necesitamos hacernos con la lista completa de pacientes y supervisados y con la evidencia que aporte la francesa.

Shorer fue el primero en comprender a dónde estaba apuntando.

—¿Crees que el coronel Alon es el paciente que falta en la lista? —preguntó—. ¿Es eso lo que estás pensando?

Michael respondió que no lo sabía, no era más que una corazonada y antes tendría que ver las cuentas bancarias.

—Muy bien, pero vamos a ver qué corazonada has tenido. Crees que tenía alguna relación con Neidorf, ¿verdad? —insistió Shorer—. Todos sabemos cómo te funciona el cerebro. Vamos, nadie te va a demandar por difamación.

Todas las miradas se posaron en Michael, cuyos marcados pómulos conferían a su sonrisa un atractivo especial que había cautivado a muchas mujeres, aunque no cautivó a sus compañeros de equipo mientras esperaban que hablara. Por fin se decidió a hablar:

—Todos sabemos que en la vida pasan cosas muy raras. Incluso la coincidencia de haber encontrado la pistola en el jardín del psiquiátrico parece demasiado afortunada para ser cierta. Lo que me lleva a concluir que la realidad supera la ficción y que todavía pueden ocurrir cosas más extrañas antes de que cerremos este caso —dicho lo cual, consultó su reloj y dijo que había una dama esperándolo, una dama que le iba a informar, entre otras cosas, del nombre del paciente que no estaba en la lista.

La tensión se relajó, como si todos hubieran inspirado profundamente y exhalado un suspiro.

—¿Habéis oído alguna vez que Michael haya hecho esperar a una mujer guapa? —comentó Balilty.

Todos sonrieron y empezaron a repartirse las tareas del día. Después se marcharon uno detrás de otro. Tzilla, Manny y Raffi iban a interrogar a los asistentes a la fiesta a quienes habían convocado aquel día.

—Si tenemos suerte, hoy podremos despachar a diez —dijo Tzilla suspirando—. Cuarenta personas, no es ninguna tontería.

Shorer y Eli se marcharon en dirección al juzgado, donde la vista estaba señalada para las diez. Balilty también estaba a punto de marcharse cuando Michael lo retuvo tocándole el brazo. Estaban parados en el umbral y Michael, cuya intención era pedirle que le explicara por qué Manny se había puesto a la defensiva, se sorprendió preguntándole a Balilty si podría recabar información confidencial sobre el coronel Alon sin que nadie se enterase.

—¿Ni siquiera Shorer? ¿Absolutamente nadie? —preguntó Balilty.

—Nadie. Ni Shorer, ni Levy, ni tampoco nadie del Gobierno Militar, nadie en absoluto. ¿Podrás hacerlo?

Balilty clavó la mirada en la punta de sus zapatos y se remetió la camisa rebelde por debajo del cinturón. Después se pasó la mano por la cabeza y dijo:

—No lo sé. Tengo que verificarlo. Dame unas horas para que tantee a mis contactos. Me pondré en contacto contigo más tarde, ¿de acuerdo?

Michael asintió con la cabeza y Balilty ya se había puesto en marcha cuando aquél lo alcanzó y le preguntó:

—¿A qué ha venido todo ese asunto con Manny?

—Ah, eso —dijo Balilty avergonzado—. Es una larga historia. No tiene nada que ver con el caso. Algún día te lo contaré —y empezó a descender a buen paso por las escaleras que conducían hacia la puerta de salida del edificio.

La sala de reuniones estaba tan cerca de su despacho que Michael no tuvo tiempo para reflexionar sobre su entrevista con Dina Silver. De pie en el pasillo, la muchacha consultó su reloj con expresión sarcástica y después miró a Michael. El policía no prestó atención a aquel mudo comentario sobre su retraso y pensó que el rojo y el azul le sentaban mejor que el negro que llevaba hoy, que hacía resaltar su palidez y avejentaba su encantador semblante. Abrió la puerta de su despacho y encendió un cigarrillo. Con una mueca de asco en el rostro, Dina Silver rechazó el cigarrillo que le ofreció y Michael abrió la ventana, diciéndose que ésa era la última concesión que estaba dispuesto a hacerle.

Nada más verla en el pasillo, Michael había puesto su cara de póquer mientras lo invadía una oleada de hostilidad. Una belleza fría, con absoluto control de todos sus movimientos. Me gustaría verte temblar, pensó, y el impulso que sintió mientras se apartaba para dejarla pasar primero, el impulso de hacerle perder el dominio de sí misma y trastocar su manera lenta y enfática de hablar, comenzó a expresarse en palabras.

Sabía que Silver tendría preparada una explicación para su conversación con Hildesheimer del domingo por la tarde. Recordaba que Linder le había dicho que la chica se había psicoanalizado con el anciano, y estaba seguro de que apelaría a ese motivo para justificar cómo lo había abordado en la calle. Cuando tomó asiento detrás de su escritorio ya había formulado mentalmente la pregunta sobre su relación con el joven. «No tienes nada en que basarte», oyó que le advertía su voz interior, «ningún fundamento, no sabes nada de nada, no has descubierto ningún indicio, simplemente piensas que puede tener algún móvil, pero no hay nada que respalde tu sospecha, el Comité de Formación también iba a votar la admisión de otro candidato, por lo menos espera a haber hablado con él». Cuanto más se le disparaba la agresividad, tanto más extremaba la cortesía y la lentitud al hablar.

Los ojos llameantes de Dina Silver, en los que dominaba el verde sobre el gris, reflejaron ira y ansiedad cuando Michael le preguntó qué había hecho el viernes por la noche. En voz baja, con su precisa articulación, le respondió que se había ido a la cama temprano.

—¿Cómo de temprano? —preguntó Michael.

—Después del programa de variedades, antes de la película —respondió Dina, y Michael sintió que su tensión comenzaba a evaporarse.

—¿Tan temprano? ¿Siempre se acuesta tan pronto? —preguntó el policía en tono de fingida curiosidad.

—No, la verdad es que no suelo acostarme tan pronto.

—Y además en vísperas de la presentación de su caso —le interrumpió Michael cuando ella se disponía a añadir algo.

Entonces Dina Silver sonrió por primera vez, pero sólo con los labios, sin que en sus ojos se viera ni un atisbo de esa sonrisa, y dijo que en realidad no logró conciliar el sueño.

—Pero quería estar descansada para la conferencia y la votación —dijo jugueteando con el cuello alto de su blusa. Envuelta en su abrigo desabrochado, un abrigo de piel mullido y largo, rebosaba fatuidad.

—Creía —dijo el inspector jefe Ohayon mientras encendía otro cigarrillo— que los candidatos no participaban en la votación.

En los ojos de Dina Silver asomó un destello de miedo mientras explicaba que había tenido la intención de quedarse a la espera junto a la sala y, después, si la votación era favorable, le dirían que pasara y se enteraría sobre la marcha.

—Bueno, ¿y al final consiguió dormirse? ¿A qué hora? —dijo Michael, aspirando con fuerza el humo de su cigarrillo.

—Tarde, serían más de las doce —le respondió titubeando.

—¿Y qué estuvo haciendo hasta que se quedó dormida? —le preguntó Michael con tanta curiosidad e interés como antes.

—¿Qué tiene que ver eso…? —comenzó a decir Dina Silver, pero se lo pensó mejor y dijo que, aunque había tratado de leer, no logró concentrarse.

—¿Leer qué? —preguntó Michael, percibiendo indicios de que la interrogada estaba perdiendo su autodominio, lo que le hizo esperar un estallido de cólera.

—La presentación de Giora, el otro candidato sobre cuya incorporación iban a votar. Somos los primeros de nuestra clase y…

Dando muestras de un lógico asombro, Michael le preguntó si hasta ese momento no había leído la presentación de su colega.

—Pero si acababan de distribuirlas; sólo los miembros del Comité de Formación tenían copias. A mí me la acababan de entregar el jueves, y yo tampoco le había enseñado la mía a nadie, salvo a él.

—Ah —dijo Michael—. ¿Y el sábado por la mañana? ¿Qué hizo usted el sábado por la mañana?

—Estuve en el Instituto, claro está —se apresuró a responder la psiquiatra.

—¿Desde qué hora? —preguntó Michael—. Digamos que desde las ocho…, ¿estaba allí a esa hora?

Dina Silver palideció aún más. La cara se le puso gris. Había llegado al Instituto a las diez. A las ocho todavía estaba levantándose.

Explicó que se había levantado tarde porque no había dormido bien; habló con expresión hostil y, cuando Michael le preguntó si estaba sola en casa, le espetó furiosa:

—¿Qué está insinuando? No estaba sola, evidentemente, estoy casad… Mi marido también estaba en casa.

—¿Tienen hijos? —preguntó Michael.

Sí, dijo, tenían una hija de diez años. Pero se había quedado a dormir en casa de una amiga y volvió a la hora de comer, explicó sin necesidad de que se lo preguntaran. Michael anotó aplicadamente el apellido y el teléfono de la amiga.

—¿Pero qué le va a preguntar a mi hija? ¿También interrogan a los niños? —inquirió Dina Silver con evidente ansiedad.

—Señora —dijo Michael fríamente—, en caso de necesidad, interrogamos a quien haga falta. Sólo en caso de necesidad —y añadió—: ¿Y sabe su marido a qué hora se acostó usted y a qué hora se levantó?

Se quedó mirándolo y, de pronto, sonrió; fue una sonrisa tan falsa como la de antes; después dijo que tenía la impresión de que estaba soñando.

—No lo entiendo, ¿acaso soy sospechosa de…? —Michael esperó un momento y después le pidió que terminara la frase—. De asesinato… ¿Soy sospechosa de asesinato? —preguntó en tono de ofendida incredulidad.

—¿Quién ha dicho que nadie sospeche de usted? —preguntó Michael con curiosidad—. ¿Lo he dicho yo?

No, reconoció Dina Silver, no lo había dicho, pero el tipo de preguntas que le estaba haciendo la habían llevado a imaginar que tal vez creía que tenía Dios sabe qué motivos para haberlo hecho.

¿Cómo sabía qué tipo de preguntas se les hacían a los sospechosos de asesinato?, preguntó Michael. Y mientras la psiquiatra le explicaba que las películas de televisión y las novelas policiacas eran su fuente de información, Michael reparó con satisfacción en la construcción dislocada de las frases y en que hablaba atropelladamente y con el aliento un poco entrecortado. Le dio la impresión de que estaba tratando de dar con su punto flaco, tal como él intentaba descubrir el de ella. Ahora quería ganárselo preguntándole con expresión desvalida si las cosas no ocurrían así en la realidad, como en los libros y en la televisión.

—No lo sé —dijo Michael—. ¿Lee usted muchas novelas policiacas?

—No, sólo a veces, cuando no me puedo dormir.

—¿Y qué efecto tienen en usted? —preguntó Michael.

—¿Qué quiere decir? —preguntó ella a su vez, apoyando las manos en las rodillas para que no le temblaran.

Quería decir, dijo Michael inocentemente, que por qué le interesaban, qué le atraía en ese tipo de literatura.

No era una persona violenta, si se refería a eso, contestó. Michael se encogió de hombros, como si no se hubiera referido a nada en particular.

Le interesaban desde el punto de vista psicológico, afirmó la psiquiatra.

—Ah, el punto de vista psicológico —dijo él, como si eso lo explicara todo. Y volviendo a lo de su marido: ¿sabía él a qué hora se había acostado y a qué hora se había levantado?

Dina Silver le dirigió una mirada de desesperación y le preguntó si ése era el tipo de preguntas que le hacía a todo el mundo.

Michael decidió cambiar de tono. Sí, dijo, solía preguntarle las mismas cosas a todo el mundo. ¿Le apetecía tomar un café? Dina Silver vaciló un instante, posó la mirada en Michael y asintió. Michael le trajo un café y observó cómo le temblaba el pulso al sujetar la taza. Luego le explicó en tono paternal que estaba investigando un caso de asesinato muy complejo y que tenía el deber de esclarecer todos los hechos.

Después se recostó sobre el escritorio, acercándose todo lo posible a la psiquiatra, como si fuera a contarle algún secreto, a depositar en ella su confianza. Y ella se relajó, se ablandó, y por iniciativa propia, sin necesidad de que le repitiera la pregunta, le explicó que su marido había pasado la noche en su despacho del sótano. Estaba meditando sobre un juicio, dijo, era juez de distrito y siempre que estaba enfrascado en la resolución de un juicio, como en ese momento, se encerraba en su despacho para repasar el expediente sin comentarlo con nadie. Por eso no lo había visto cuando se levantó por la mañana ni tampoco al salir de casa.

—Pero estoy convencido de que no habrá ningún problema para verificar su declaración —dijo Michael en tono amistoso—. ¿Fue andando al Instituto?

No, había ido en coche.

¿El BMW azul del que se había bajado delante de la casa de Neidorf la noche anterior?, le preguntó Michael con familiaridad.

Sí, ése era su coche.

—Entonces seguro que no habrá problemas. Siempre se encuentra a alguien que ha visto algo —lo podía dejar todo en sus manos, prosiguió Michael, y la miró a los ojos, donde vio reflejado el asombro causado por su cambio de tono, un asombro mezclado con desconfianza—. Dígame, simplemente, a qué hora exacta salió de casa. ¿A las diez menos cinco? —hizo una anotación en un papel que tenía delante y la volvió a mirar con aire satisfecho, como si lo que le acababa de decir le sirviera de gran ayuda—. Hay algo más que quiero preguntarle —dijo, y se volvió a reclinar sobre el escritorio, poniéndola en guardia—. ¿Qué relación tiene con Elisha Naveh? —Michael se incorporó ligeramente y esperó la respuesta. Vio un atisbo de sorpresa en los ojos de Dina Silver, y también de miedo, un tipo de miedo que no había aflorado a su mirada hasta entonces.

Cuando se hubo recobrado, Dina le preguntó sosegadamente por qué lo quería saber.

—¿Qué relación tiene con todo esto?

—Ninguna, que nosotros sepamos —dijo Michael con la mayor naturalidad—, pero como los vi hablando junto a su coche, pensé… —y se quedó callado. Percibió con claridad la intención de la psiquiatra de protestar, de decir que no podía haberlos visto juntos porque él no se había acercado a su coche, pero también advirtió que quería obrar con prudencia.

—¿Quiere comprometer mi ética profesional? —le dijo mirándolo de frente.

—Ah —dijo Michael—. ¿Es paciente suyo?

No, no exactamente, dijo Dina Silver, pero sí había sido paciente suyo en otro tiempo. Cuando Michael le preguntó cuándo y cómo, respondió que lo había estado tratando desde los dieciséis hasta los dieciocho años en una clínica psiquiátrica del norte de Jerusalén.

—Dos años, es decir, hasta hace un año —reflexionó el inspector jefe Ohayon en voz alta—. ¿Y terminó el tratamiento?

Era una historia complicada, dijo ella, que no tenía nada que ver con el caso y que estaba asociada con la relación que el paciente había llegado a entablar con ella.

—De hecho interrumpimos el tratamiento sin haberlo terminado —explicó—. Ya no lo podía ayudar más, pero tendría usted que conocer la terminología profesional para comprenderlo.

—¿En qué terminología está pensando? ¿Qué me dice del término «transferencia»…, nos ayudaría a entenderlo? —preguntó Michael, y observó divertido la expresión de sorpresa de Silver y el nuevo respeto que asomó a sus ojos.

Sí, desde luego que lo ayudaría.

—Mire —dijo en tono didáctico—, evidentemente no sé hasta qué punto está usted familiarizado con el psicoanálisis; lo que ocurrió fue que el chico comenzó a actuar en lugar de verbalizar durante las sesiones terapéuticas. ¿Me sigue?

No, no la seguía. ¿Le importaría explicárselo?

—En otras palabras —dijo mientras una expresión seria y satisfecha se extendía por su cara, y Michael no trató de interferir—, comenzó a importunarme llamándome por teléfono a todas horas, presentándose a verme sin previo aviso y exigiéndome que satisficiera sus fantasías eróticas.

—¿Quiere decir que se enamoró de usted?

—En lenguaje sencillo se podría decir así. En términos profesionales yo hablaría de la transferencia de una neurosis que se canalizó hacia la acción en lugar de hacia la verbalización durante las sesiones terapéuticas.

—¿Y cuando eso ocurre se interrumpe la terapia? Yo creía que la transferencia era una de las condiciones necesarias para seguir adelante con ella.

—En principio tiene razón —dijo la psiquiatra, en cuyos ojos había vuelto a brillar el asombro—, pero en este caso yo tuve una contratransferencia, y…

—¿Qué quiere decir? —le preguntó Michael impaciente—. ¿Se refiere a que la ponía muy nerviosa o a que se implicó emocionalmente con él?

Sí, a eso se refería. El chico ocupaba sus pensamientos fuera de las horas de trabajo hasta tal punto que se vio obligada a interrumpir la terapia, y desde entonces no sabía qué había sido de él… La primera vez que lo había visto desde que dejó de tratarlo fue en el entierro, junto a su coche.

—En otras palabras, no lo vio durante todo un año, y después, ¿apareció de repente en el entierro? —dijo Michael mientras mantenía la pluma suspendida sobre el papel—. ¿Está segura? ¿No tuvieron el menor contacto? —una vez más la hostilidad se había adueñado de su voz, una hostilidad que no lograba dominar ni explicarse. La reprimió y le explicó a la psiquiatra que todo lo que apuntara debía ser preciso.

—Sí, pero, ¿por qué tiene que tomar notas? —preguntó Dina Silver sin ocultar su fastidio—. No me gustaría que una información médica confidencial se hiciera pública. No sería ético.

Michael le preguntó si el paciente no la había molestado en absoluto durante todo el año.

—No, sólo me llamó unas cuantas veces por teléfono —dijo vacilante.

—¿A dónde la telefoneó? —preguntó Michael, volviendo a empuñar la pluma.

—A la clínica. Hace sólo seis meses que me fui de allí.

—¿Y desde entonces no había vuelto a tener noticias de él? —preguntó Michael, cuya tensión iba en aumento; tenía la sensación de que algo le estaba impidiendo ver los hechos con claridad.

No, no había tenido noticias suyas desde que se marchó de la clínica y ayer lo había vuelto a ver por primera vez, en el entierro.

En ese caso, preguntó Michael, ¿por qué el chico la había seguido desde el entierro hasta el consultorio de Linder, y de allí hasta casa de Neidorf y, después, hasta su casa?

—¿Está seguro? —dijo con voz ronca mientras un color ceniciento ensombrecía su rostro.

Michael hizo un gesto de asentimiento y quiso saber qué le había dicho el chico en el entierro.

—Me dijo que necesitaba verme y yo le expliqué que ahora sólo trataba a pacientes privados y que no podría recibirlo. Se considera un error y una falta de ética que un terapeuta atienda en su consultorio privado a un paciente al que ha tratado previamente a través de los servicios públicos de sanidad. Lo remití otra vez a la clínica —dijo Dina Silver, pero Michael se dio cuenta de que estaba pensando en otra cosa y le preguntó si Elisha Naveh le inspiraba miedo.

Después de reflexionar durante un instante, la psiquiatra dijo que no le inspiraba miedo, nunca se había puesto violento con ella, pero no sabía cómo interpretar su comportamiento.

Michael le preguntó si estimaba posible que el chico hubiera estado en contacto con Neidorf.

—Imposible —dijo Dina Silver sacudiendo la cabeza con vehemencia—. No podría haberlo aceptado como paciente, no tenía tiempo, y tampoco lo conoció por otras vías. Él me lo habría contado.

Todavía tenía la cara cenicienta cuando Michael le preguntó en tono paternal si había algo que le preocupara. Ella respondió que estaba muy sensible por lo que había ocurrido, cualquier cosa la ponía nerviosa, pero que esa ansiedad no tenía ningún fundamento racional.

—Es parte de la reacción ante la muerte de la doctora Neidorf. Ya se me pasará —dijo, y volvió a sonreír con la comisura de los labios. Después de una breve pausa señaló que el chico la tenía preocupada y que, por ese motivo, le gustaría pedirle al inspector jefe Ohayon que no lo interrogase hasta que se hubiera «calmado».

Michael no dijo nada, pero tomó nota mentalmente de que a Dina Silver le daba miedo que se pusiera en contacto con el joven.

Una vez más la interrogó sobre su relación con Neidorf y, una vez más, la psiquiatra le habló de lo mucho que le debía, de todo lo que había aprendido de ella. Pero detrás de sus palabras no había ningún sentimiento, ni siquiera el tipo de sentimiento que había demostrado Linder. Era como una grabación, como si estuviera repitiendo algo que se había aprendido de memoria.

Le habían contado que Neidorf era una mujer fría y distante, ¿había algo de verdad en ello?, preguntó Michael.

No, ella nunca había notado nada semejante; habían tenido una relación íntima y de confianza. Neidorf era una mujer reservada, tímida, pero no era fría, aseguró Dina Silver sin que en su voz se insinuase el menor entusiasmo o cualquier otro sentimiento.

A continuación, Michael le hizo una pregunta sobre su encuentro con Hildesheimer en la calle Alfasi, el domingo por la tarde, junto a la casa del anciano. Dina Silver lo miró con desaliento, pero no le preguntó cómo lo sabía ni tampoco hizo ningún comentario evasivo o ingenioso y, al cabo de un momento, dijo que Hildesheimer había sido su analista.

Michael le preguntó cuánto tiempo había tardado en psicoanalizarse y ella respondió que había estado analizándose durante cinco años y hasta hacía un año y medio. Se había encontrado con Hildesheimer por casualidad, al salir de la clínica que compartía con Linder para comprar el periódico.

En ese caso, ¿por qué había estado tanto tiempo paseándose calle arriba y calle abajo por delante de su casa?, preguntó Michael. Esta vez Dina Silver sí empezó a preguntarle cómo lo sabía, pero se interrumpió de golpe. Una sonrisa, o más bien una mueca, volvió a aparecer en sus labios mientras explicaba que no le apetecía confesarle lo mal que se encontraba y que por eso había tratado de ocultar que había estado esperando a Hildesheimer a la puerta de su casa. Quería pedirle que la recibiera en plan profesional en seguida, explicó avergonzada. Habría sido imposible convencerlo por teléfono y por eso quería acompañarlo directamente a la consulta, pero Hildesheimer tenía citada a otra persona y no pudo recibirla ese día, ni tampoco al día siguiente, debido al entierro. Sólo podría verla la próxima semana.

Michael echó un vistazo a su reloj, ya eran las once y media. Dina Silver había comenzado a abotonarse el abrigo cuando le preguntó si sabía algo de la pistola de Joe Linder.

—¿A qué se refiere con eso de si sabía algo? —preguntó la psiquiatra.

—¿Sabía que tenía una pistola? —preguntó Michael, que había tenido la precaución de no dar publicidad al hecho de que la pistola de Linder había sido el arma con la que se cometió el asesinato y quería averiguar si el propio Linder se lo había contado a su compañera de clínica.

Claro que lo sabía, dijo Dina Silver, y su cuerpo se relajó ostensiblemente.

—¿Y quién no lo sabía? —preguntó, y volvió a esbozar una sonrisa, que en su rostro ceniciento de ojos mortecinos pareció una mueca grotesca—. Joe no paraba de hablar de ella —a Michael le llamó la atención el tono afectuoso con que se refirió a Linder y le preguntó qué relación tenía con él y su familia.

—Es una relación muy compleja. Hubo mucha competitividad mientras recibía supervisión de él y de la doctora Neidorf simultáneamente. Antes teníamos una relación cariñosa y relajada. No sé si se ha dado cuenta de la importancia que tiene para Joe sentirse querido. Mi relación profesional con la doctora Neidorf le preocupaba mucho.

¿Sabía en qué lugar de la casa guardaba Linder su pistola?

Sí, en algún rincón del dormitorio. Siempre iba a buscarla allí cuando quería enseñarla, pero no sabía en qué lugar preciso del dormitorio.

Claro que entró en el dormitorio la noche de la fiesta, fue a recoger su abrigo.

No, no había nadie cuando entró. Había echado una ojeada a Daniel, que estaba durmiendo en la cama de sus padres, y no había nadie más. Los abrigos estaban amontonados sobre el sofá.

No, nunca había usado una pistola. En el ejército se dedicó a realizar pruebas psicológicas.

Sí, y volvió a sonreír, en el entrenamiento básico le habían enseñado a usar un arma de fuego, un fusil checo, pero no había conseguido dar en el blanco ni una sola vez. No tenía preparación técnica. Joe le había explicado en cierta ocasión que su pistola funcionaba y que siempre estaba cargada, pero, aunque él la animó a disparar, no lo hizo. Las armas le asustaban.

Pronunció la última frase con cierta picardía, el hoyito que tenía en la barbilla entró en juego, e incluso hubo un aleteo de pestañas. Pero Michael tuvo la sensación de que, después de abrir la caja de Pandora, la había cerrado sin llegar a poner el dedo en la llaga.

Antes de separarse de ella en la puerta le preguntó en tono neutro, como si acabara de ocurrírsele, si le importaría someterse a una prueba poligráfica. La mirada cautelosa que asomó a los ojos de Dina Silver delataba cierta aprensión, pero se limitó a decir que tendría que pensárselo.

—No corre prisa, ¿verdad?

—No; Michael sacudió la cabeza; no corría prisa.

No había manera de saber, pensó Michael, si Dina Silver era precavida por naturaleza o si estaba tratando de ganar tiempo. Según la experiencia de Michael, la mayoría de la gente sin nada que ocultar no ponía reparos a someterse a una prueba poligráfica, pero también había quien se lo pensaba y sentía miedo a pesar de no tener nada que ocultar.

Finalmente, junto a la puerta, Michael le preguntó si sabía algo sobre la conferencia de Neidorf.

No, no sabía nada, sólo había oído comentar de qué iba a tratar, pero sí sabía que Hildesheimer siempre ayudaba a la doctora Neidorf a preparar sus conferencias, y, dicho esto, dirigió una mirada inquisitiva al inspector jefe Ohayon.

Michael le dio las gracias amablemente sin responder a su muda pregunta. La expresión del inspector jefe no traicionaba en absoluto la confusión ni los sentimientos ambivalentes que lo embargaban. Volvió a sentarse detrás de su escritorio, rebobinó la cinta y comenzó a escuchar lo que se había dicho en su despacho durante las últimas tres horas. Sin dejar de escuchar, marcó un número de teléfono. Desde su despacho de la tercera planta, Balilty le respondió jadeante:

—Acabo de llegar… Ya no recordaba lo que era trabajar contigo. Estaré ahí dentro de un par de minutos —y colgó el teléfono.

Mientras aguardaba que pasaran los dos minutos, que resultaron ser quince, Michael se recostó en el sillón, estiró sus largas piernas y escuchó una y otra vez la última parte de la conversación, en la que habían hablado de la relación de Dina Silver con Neidorf, con el joven, con Linder y con Hildesheimer.

Cuando Balilty entró en el despacho, sin aliento y con una taza de café en la mano, Michael empujó un papel hacia él y le preguntó si le parecía bien que repasaran las preguntas juntos.

—Claro —dijo Balilty—, pero antes voy a paliar tu curiosidad sobre el coronel —se interrumpió para hacer una reverenda y Michael le contentó con las obligadas exclamaciones de admiración y sorpresa. Si Balilty fuera modesto, pensó, sería perfecto. En todo caso, los elogios que exigía no eran un precio demasiado alto por obtener su colaboración.

—Eres increíble, no hay nadie como tú —dijo Michael.

El agente de Inteligencia sonrió de oreja a oreja, se remetió la camisa bajo el cinturón y se estiró el jersey; seguramente lo habría tejido su mujer, pensó Michael, que la recordaba vagamente como una mujer regordeta y agradable y, ciertamente, como una cocinera de primera; luego Balilty prosiguió diciendo:

—Me has dicho que la manera de hacerme con la información te daba igual, ¿estamos?, siempre que nadie se enterase. Pero me va a costar más de unas horas, eso te lo digo ya. Es un asunto complicado, necesitaré tiempo, y cuando digo tiempo estoy hablando de varios días, no de unas horas. —Michael lanzó un silbido y preguntó con cautela cuántos días pensaba que iba a necesitar—. Dos o tres; cinco, tal vez. No puedo explicarte por qué, pero ya te lo había advertido de entrada. Y ahora puedes mostrarme esas preguntas —y Balilty tomó asiento y cogió con sus manazas el papel que había en el escritorio. Después de hacer una lectura rápida de lo que Michael había anotado, alzó la vista y preguntó—: ¿Quién es esa chica? El monumento que te estaba esperando. ¿Es la mujer de la que nos has hablado? ¿Ésa a la que persigue el chico? Raffi dijo que estaba casada con «el Mazo», ¿es verdad? —Michael asintió y Balilty cogió un cigarrillo del aplastado paquete de Noblesse que había sobre el escritorio—. Me encantaría putearlo, créeme. ¿No le habrá puesto los cuernos? Confía en mí. ¿Quieres información sobre su servicio militar? ¿Armas registradas? ¿Relaciones con el hijo del diplomático despistado? ¿Sale con él? ¡Vamos! ¡Si podría ser su madre!

Michael explicó que Dina Silver había sido la terapeuta de Elisha Naveh y añadió que recordaba vagamente que hacía algún tiempo el juez había estado amenazado de muerte; quería saber si se había comprado una pistola y si alguna persona de la mansión del exclusivo barrio de Yemin Moshe había aprendido a utilizarla.

—¿Por qué no lo averiguas en el ordenador?

Michael explicó que el caso requería discreción.

—Hace mucho tiempo —dijo Balilty pausadamente— que no teníamos un caso con tanta gente importante implicada. Jueces, gobernadores militares, psicólogos… ¡No nos falta de nada!

—No te puedes quejar de que la vida no sea interesante —dijo Michael, y apagó la grabadora—. Vamos a ver cómo van las cosas ahí abajo —cogió el paquete de Noblesse y ambos salieron del despacho y se encaminaron al ala de interrogatorios.

Tzilla, que estaba ocupada interrogando a Hedva Tamari, la joven doctora del Margoa, salió de la sala de interrogatorios al ver a Michael por la ventana y se enjugó la frente. La interrogada no paraba de llorar, le informó.

—Basta con que mencione el nombre de la víctima para que se eche a llorar —dijo—. Llevo una hora con ella y no he descubierto nada, salvo que ha llegado a un acuerdo con el facultativo de guardia para que se quede en el hospital siempre que ella está de guardia. ¡Hay que ver lo que la gente está dispuesta a hacer por una chica guapa!

Michael no se dejó engañar por la volubilidad de Tzilla, sabía que realizaba los interrogatorios con ingenio y eficacia. Había escuchado las grabaciones. El infantilismo y la dulzura de su voz estaban calculados para cumplir los objetivos de la investigación. Y también sabía que los aires de chiquilla encantadora que se daba fomentaban el ambiente de intimidad que se esforzaba en crear con sus colegas.

—El primer interrogatorio duró más, unas dos horas. Con el tal doctor Daniel Voller, del Comité de Formación, ¿lo recuerdas? El que tiene el pelo gris. De ahí tampoco he sacado nada, salvo algunos comentarios despectivos sobre Linder. Los dos están dispuestos a someterse a la poligrafía —añadió sin que se lo preguntaran.

En la sala contigua, Manny estaba interrogando a Tammy Zvielli, la joven en cuyo honor se había celebrado la fiesta, una rubia desteñida de ojos enrojecidos. Ella también, dijo Manny, estaba dispuesta a hacer la prueba poligráfica.

Raffi tampoco había hecho ningún descubrimiento.

—Todos tienen alguna coartada. Nada especialmente planeado, las cosas normales que hace la gente: estaban con su familia, vieron la tele, se fueron a la cama, se levantaron tarde el sábado. Nadie me ha contado nada de particular.

Balilty se marchó a ocuparse de sus asuntos y Michael regresó a su despacho, donde estaba citado con el doctor Giora Biham, jefe de departamento del hospital Kfar Shaul. Resultó ser el tipo calvo y barbado que había acompañado a Dina Silver al entierro.

El doctor Biham hablaba con fuerte acento latinoamericano, arrastrando las palabras, como si le agradara el sonido que hacían. El viernes por la noche unos amigos habían ido a cenar a su casa, y el sábado por la mañana se había llevado a los niños a buscar setas en el bosque de Jerusalén. Regresó a casa a las nueve y media, dejó a sus hijos (dos niños y una niña, todos menores de ocho años) con su mujer y se marchó en coche al Instituto.

La doctora Neidorf había sido su profesora en el Instituto, es decir, había dado clases a su curso, formado por diez personas, durante dos años. Ni se había analizado con ella ni lo había supervisado. La admiraba mucho, explicó, pero la doctora no tenía ningún hueco, es decir, precisó al ver la expresión de perplejidad del inspector jefe, no le quedaba tiempo libre; tenía una lista de espera de dos años.

La manera de sentarse del doctor Biham, recostado hacia atrás con las piernas cruzadas, la manera en que rellenaba su ornamentada pipa nacarada, el mechero de oro que sacó del bolsillo de su chaleco, su traje gris y la barbita pulcramente recortada le decían a Michael todo lo que necesitaba saber sobre la opinión que el médico tenía de sí mismo. El placer de oír su propia voz no le permitía ni un instante de silencio. Tenía respuesta para todo, aun cuando no tuviera nada que decir. Había estado en la fiesta, desde luego, le encantaban las fiestas, y además había cogido una cogorza monumental… Habría sido el alma de la fiesta, sin duda. Linder le caía muy bien, lo había estado supervisando durante dos años. Era imposible extraerle una sola palabra crítica con respecto a sus colegas del Instituto.

En un momento dado de la conversación, que a pesar de los esfuerzos de Michael por cambiar de tono no dejó de ser ligera y superficial, Michael le preguntó al doctor Biham si por casualidad imaginaba que él, el inspector jefe Ohayon, era un miembro secreto del Comité de Formación; ¿tal vez ésa era la razón por la que se negaba a decir nada malo de cualquiera de sus miembros?

Biham soltó una carcajada y le preguntó si le permitía citarle. Después, sin el menor asomo de tensión, le explicó con franqueza que se había propuesto no permitirse «albergar ningún sentimiento negativo sobre nadie» hasta que hubiera escalado hasta la cumbre jerárquica del Instituto.

A pesar de las bromas y del tono relajado y natural, Michael, que comenzaba a preguntarse qué podría haber atraído a un hombre así a aquella profesión, detectó indicios de una profunda tristeza, que se revelaba sobre todo en la mirada del sujeto, en la que no había ansiedad ni tensión, pero sí cansancio y abulia.

No creía, dijo el doctor Biham con firmeza, que ninguna persona del Instituto estuviera relacionada con la trágica muerte de la doctora Neidorf, sencillamente no lo creía, por muchos datos que aportara el inspector jefe. Sí, sabía disparar un arma de fuego; claro que había visto la pistola de Linder. No recordaba si había entrado en el dormitorio, debía de estar demasiado borracho como para recordarlo, o, quizá, fue su mujer quien recogió los abrigos. No tenía ninguna objeción que oponer a una prueba poligráfica, podría ser una experiencia fascinante.

Si no fuera por la tristeza de su mirada, se diría que estaba hablando de cualquier curiosidad, pensó Michael; la tristeza parecía profunda y esencial, sin relación con los hechos externos.

En respuesta a la pregunta de cómo se había sentido la mañana en que se suponía que iban a aprobar su presentación, dijo que había estado muy nervioso. Se había dicho a sí mismo que, en el peor de los casos, podrían exigirle que introdujera correcciones, y que se había preparado de antemano para esa eventualidad. No le cabía la menor duda de que lo aceptarían como miembro del Instituto.

—En última instancia —dijo—, una vez que has llegado al octavo curso y te han concedido autorización para tratar a tres pacientes, tienes que hacer algo verdaderamente drástico para que no te acepten; no se me ocurre qué —y sus cejas se enarcaron cómicamente mientras encendía la pipa. No despegó la vista de Michael, que, a pesar suyo, sonrió.

Michael le preguntó con curiosidad qué motivos le habían llevado a convertirse en psicoanalista.

El doctor Biham esbozó una sonrisa traviesa, sin que la tristeza desapareciera de sus ojos, y explicó que, después de oír lo difícil que resultaba ser aceptado, no había podido resistirse a la tentación de intentarlo.

—Y es interesante, ¿sabe?, realmente interesante. Y antes ya había estudiado psiquiatría. Se me habían ocurrido montones de perspectivas y métodos novedosos para aplicar en los hospitales psiquiátricos, por eso me especialicé en psiquiatría; pero en lo relativo al Instituto sólo me movió la ambición. Me costó mucho tiempo convencer a Hildesheimer, que fue uno de los que me entrevistó, de que me tomara en serio, pero tenía un expediente profesional satisfactorio y un buen amigo que se había licenciado en el Instituto y que me recomendó.

El doctor Biham estaba dispuesto a charlar por los codos sobre cualquier tema, e incluso cuando su expresión se tornaba grave, como cuando Michael sacaba a relucir el asesinato, no se veían en su rostro indicios de miedo ni de tensión. Pero, una vez más, el inspector jefe Ohayon sintió un extraño malestar mientras acompañaba al sujeto a la puerta. No hay que creer en lo que se ve, se dijo a sí mismo. Nunca es verdad. Lo que se ve no es más que la punta del iceberg, menos de su quinta parte. Aunque es posible que realmente no tenga ninguna relación con el caso, recapacitó mientras echaba un vistazo a su reloj, rebobinaba la cinta y le decía que estaba demasiado ocupado a Tzilla, que había abierto la puerta sin llamar para comunicarle que eran las tres de la tarde, la hora de tomarse un descanso para comer. Mas sus intentos de disuadirla fracasaron.

—Sólo iremos hasta la esquina; ya sabes que detesto comer sola, y Eli no está, ni siquiera ha llamado.

Exhalando un suspiro, Michael se puso el chaquetón y le ofreció el brazo a Tzilla; también recogieron a Manny por el camino.

—Los asuntos no se nos van a escapar corriendo —dijo Tzilla satisfecha.

Mientras Michael tomaba a sorbos el fuerte café turco que el viejo del café de la esquina de la calle Heleni Hamalka había colocado jovialmente sobre la mesita bamboleante, se le ocurrió de pronto que, más que cualquier otra cosa, el doctor Biham había demostrado un fuerte deseo de agradar, de caer bien, aunque ni mucho menos con la desesperación de Linder, que ya estaba al borde del abismo. Sea como fuere, esa idea no le ayudó a comprender la tristeza que se veía en sus ojos. Un día de ésos tendría que comentarlo con Hildesheimer.