12

—Sí —dijo Nava Neidorf-Zehavi, acunando al bebé sobre su hombro y sujetándole la cabeza con una mano.

Suavemente, Hillel le quitó el niño de los brazos y salió de la habitación. Hasta ese momento todos los intentos de separar a la madre del niño habían fracasado.

—Se ha aferrado a él como si en ello le fuera la vida. No creo que consiga sacarle nada coherente hoy —le había dicho Hillel a Michael al abrirle la puerta.

Nava no empezó a prestar atención al hombre que tenía delante hasta que Michael preguntó si Eva Neidorf había visto a alguien en el extranjero aparte de a sus familiares. Aunque lo había recibido cortésmente y había expresado su deseo de ayudar a la policía a «descubrir a quienquiera que lo hubiera hecho», no demostró el menor interés por la información que les proporcionó Michael. Quien más habló fue Nimrod, su hermano, que reaccionó con un estallido de ira al enterarse de que habían allanado la casa. No le había sorprendido encontrar el consultorio de su madre todo revuelto porque suponía que la policía había registrado la vivienda. Y, para él, eso también explicaba la ruptura de la ventana de la cocina.

Una inspección superficial reveló que no había desaparecido cuadro alguno ni ningún otro artículo de valor. Por lo que a las joyas se refería, dijo Hillel, tendrían que comprobar qué había en la caja fuerte del banco.

Michael anotó concienzudamente todas las sugerencias que le hicieron sobre los motivos por los que alguien podría haberse colado en la casa. Después de consagrar una hora a esta labor, por fin les habló de la lista de pacientes y la agenda desaparecidas. No mencionó las notas de la conferencia. Hillel se levantó de un salto, empezó a agitar los brazos muy excitado y dijo casi a voz en grito:

—Nava, ¿has oído eso? ¿Entiendes lo que está diciendo? No es una coincidencia que… —se interrumpió al ver la reacción de espanto de su esposa. Fue a sentarse a su lado y empezó a acariciarle el brazo.

Fue entonces cuando Michael preguntó si la doctora Neidorf había visto a alguien ajeno al círculo familiar.

—Durante todo el tiempo que estuvo con ustedes —recalcó—, cualquier encuentro, por trivial que pueda parecer —y miró a Nava a los ojos mientras ella decía «sí» y se echaba a llorar por primera vez.

Su llanto, en un principio tranquilo, se convirtió poco a poco en una tormenta de sollozos infantiles.

Michael aguardó pacientemente. Nadie dijo nada hasta que Nava comenzó a tranquilizarse; entonces Hillel tomó la palabra:

—Eva volvió vía París; allí hizo una escala de veinticuatro horas. Fui yo quien le compró el billete. Hasta ese momento sólo nos había visto a nosotros. El propósito exclusivo de su viaje era estar con Nava cuando diera a luz. Llegó dos días antes de que naciera el niño, todo fue bastante precipitado; nos ayudó a preparar la habitación del pequeño, y después Nava se puso de parto y Eva no se separó de nosotros mientras estábamos en el hospital —acarició el brazo de su mujer y prosiguió—: El parto duró varias horas. Nava estuvo internada una semana. Durante esa semana Eva y yo estuvimos juntos todo el rato. Visitábamos a Nava e íbamos preparando las cosas, la ropita del niño y todo lo demás. Aquí todo el mundo arrima el hombro y te echa una mano, pero allí es distinto, te las tienes que arreglar tú solo. Por las noches Eva trabajaba en la conferencia que iba a pronunciar el sábado cuando…

Hillel se detuvo y miró aprensivamente a Nava, que había dejado de llorar y tenía los ojos enrojecidos y rebosantes de cólera. De pronto, se le vio un gran parecido con su hermano menor, que estaba sentado en el otro extremo del pálido sofá, el mismo sofá donde Michael se había sentado el sábado por la noche. (¿Será verdad que fue hace sólo dos días?, se preguntó a sí mismo). Los dos miraban de frente con expresión ceñuda e iracunda; Nava Neidorf al fin parecía haberlo comprendido.

—Me resulta difícil creer lo que está diciéndonos. ¿Nos está diciendo —tragó saliva e inspiró profundamente— que mi madre ha muerto por culpa de su trabajo?

—¿Por culpa de la conferencia? —prosiguió Nimrod, con expresión de quien empieza a comprender algo—. ¿Pretende decirnos que esa conferencia ha sido la causante de todo?

Michael les habló de la desaparición de las copias de la conferencia y del registro del Instituto y sus alrededores, del que no habían sacado nada en claro. ¿No habría dejado, por casualidad, una copia en la casa de Chicago?, preguntó.

Los hermanos se miraron entre sí. Nimrod contuvo el aliento y dirigió la vista alternativamente hacia Nava y Hillel y hacia Michael. No, Eva no había dejado allí ninguna copia. Era una casa grande, le explicaron, en las afueras. Habían alojado a Eva en un ala independiente, con su propio cuarto de baño, «para que pudiera descansar mejor», precisó Hillel. Ni siquiera habían visto la conferencia. En caso de que hubiera alguna copia, la asistenta que iba a limpiar todos los días la habría tirado.

—No hay la menor posibilidad de encontrar algo allí —dijo Hillel—. No se imagina usted lo ordenada que era Eva.

Nimrod agachó la cabeza y emitió un quejido. Hillel dirigió la vista hacia él y se quedó callado.

—¿Pero qué hay de ese vuelo a París al que se ha referido antes? —dijo Michael—. ¿Qué me iba a comentar sobre eso?

Hillel se quitó las gafas y se enjugó los ojos. A continuación, dijo:

—Cuando Nava estaba en el hospital, la víspera de su vuelta a casa, encontré a Eva en la cocina a las dos de la mañana. En un principio pensé que la idea de que Nava estuviese a punto de llegar con el bebé la habría puesto nerviosa y no le dejaba conciliar el sueño, como a mí, pero en cuanto empezó a hablar comprendí que el motivo de su tensión y sus nervios era la conferencia. No paraba de decir que si pudiera consultárselo a Hildesheimer se quitaría un gran peso de encima. Le sugerí que lo llamara por teléfono o le escribiera, pero me aseguró que no era un asunto que pudiera discutirse por carta ni por teléfono, y que no tendría tiempo para hablar con él antes de la conferencia. Estuve a punto de animarla a que adelantara su regreso, pero me pareció que, después de ir hasta allí sólo para ayudarnos con el bebé, esa propuesta podría herirla —su voz se volvió reflexiva, como si estuviera replanteándose las cosas a la luz de la nueva información—. Le pregunté si no había nadie más a quien pudiera consultar y, entonces, abrió mucho los ojos y dijo: «Sí, claro, ¿cómo no se me habrá ocurrido antes?», y así surgió la idea de que volviera por París. Hay una psicoanalista amiga suya que vive allí. No recuerdo su nombre, pero lo tengo apuntado, y su teléfono también. Eva la llamó en cuanto fue una hora razonable en París y se citó con ella. Yo apenas si entiendo el francés y me asombró lo bien que lo hablaba Eva.

Nava había empezado a llorar en silencio otra vez y las lágrimas le rodaban por las mejillas. Se las iba secando con el dorso de la mano, hasta que Hillel reparó en sus sollozos ahogados y le trajo una caja de pañuelos de papel de la cocina.

Michael no sabía por dónde empezar. Hildesheimer no le había hablado de la visita a París. ¿Lo sabría y se lo habría ocultado? Pero, ¿qué motivos podría tener para no habérselo dicho?

¿Sería posible que Eva no se lo hubiera contado al viejo profesor? ¿Y qué pensar de la historia según la cual Eva y Hillel habían regresado juntos a Israel? Él mismo había interrogado al yerno el día del asesinato y todo había quedado muy claro, su llegada en el mismo vuelo, su conversación preparatoria para la reunión de la junta directiva, los billetes de primera clase.

—¿No regresó usted en el mismo avión que la doctora? —se limitó a preguntar Michael en voz alta.

Sí, claro que sí, ya se lo había explicado al inspector jefe el sábado, ¿verdad?, en la sala de espera de la unidad de cuidados intensivos.

—Pero, ¿cómo volvieron? —preguntó Michael confuso.

—¿Qué quiere decir? En un vuelo desde París, claro está. Yo salí hacia París un día después que Eva —dijo Hillel.

—¿Por qué no me lo contó el sábado? —preguntó Michael con aprensión.

—Creía que ya lo sabía, creía que era evidente, no pensé que tuviera importancia. ¿Cómo voy a saberlo? No me di cuenta de que era un detalle importante y, sobre todo, pensé que lo sabía.

Michael hizo un rápido resumen mental de la nueva información. Eva Neidorf había visto a una colega en París, había regresado a Israel con su yerno desde París, no desde Nueva York, y no le había hablado de la escala ni de la cita en París a Hildesheimer.

Le pidió a Hillel que volviera a explicarle lo del vuelo.

—Ayer estaba previsto celebrar la reunión anual de la junta directiva. Era una reunión importante. —Hillel miró de reojo a su mujer y a su cuñado, quienes a todas luces lo escuchaban pese a estar mirando fijamente al frente—. Tenía que preparar a Eva, que no tenía ni idea de esos asuntos. En casa no logramos hablar del tema; el niño no paraba de llorar, Eva estaba ocupada con su conferencia y nunca encontrábamos el momento, así que fuimos aplazándolo y terminamos por dejarlo para cuando estuviéramos en el avión. Yo cogí un vuelo indirecto a Israel que hacía escala en París y Eva embarcó en mi avión en París. Lo habíamos acordado de antemano; yo mismo hice las reservas para los dos. Así que volvimos juntos desde París y todo lo que puedo decirle es que allí vio a esa psicoanalista. Cuando le pregunté qué tal le habían ido su cita y su estancia en París, me dijo que había sido muy importante para ella. Se la veía un poco tensa, eso es todo lo que sé. No sé de qué trataba la conferencia ni con qué problemas había tropezado.

Michael dirigió una mirada interrogante a Nava, que negó con la cabeza. Ella ni siquiera se había enterado del motivo por el que su madre había ido a París. Creía que era un viaje de placer. Acababa de dar a luz, no se había detenido a pensar en ello, dijo mientras sus ojos volvían a anegarse en lágrimas.

Sí, conocía a la psicoanalista francesa. No recordaba su nombre, era difícil de pronunciar.

Nimrod sí lo recordaba.

—Catherine Louise Dubbonet —dijo con seguridad, articulando las sílabas una a una. Evidentemente era un nombre que le había causado una profunda impresión.

Sí, asintieron Hillel y Nava, así se llamaba. Por lo visto, Nava la había conocido años atrás, con ocasión de un congreso celebrado en el Instituto durante el que la psicoanalista francesa se alojó en su casa.

—En aquel entonces me dio la impresión de que tenía mil años, de que era tan vieja como las montañas, con su pelo blanco como la nieve. No crucé ni una palabra con ella porque no sabía nada de francés, ni tampoco de inglés —dijo en voz baja, entre sollozo y sollozo.

Pero Nimrod aseveró que no era mucho mayor que su madre.

—A partir de entonces empezaron a cartearse con frecuencia —añadió Nimrod—. Lo sé por los sellos; yo era un niño en aquel entonces, y coleccionaba sellos.

—¿Cuándo era «en aquel entonces»? —preguntó Michael impacientándose.

—La vi por primera vez hace nueve años —dijo Nimrod después de hacer un cálculo mental—. Después ha estado en casa un par de veces más, siempre durante algún congreso. La última vez hace dos años, y todavía me trajo sellos, aunque hacía tiempo que no los coleccionaba. Ya estaba haciendo el servicio militar.

Hillel salió de la habitación y regresó un par de minutos más tarde; anunció que el niño se había quedado dormido y le entregó a Michael una nota con un nombre y un número de teléfono de París. Michael se volvió hacia Nava y le preguntó si su madre tenía una amistad íntima con la psicoanalista francesa.

—Tan íntima como con cualquier otra persona —se adelantó Nimrod—. La llamaba Cathie. Yo creo que mi madre no tenía amigas íntimas; no era ese tipo de mujer aficionada a intercambiar confidencias por teléfono. Pero creo que le caía bien, porque en una ocasión me dijo que sentía un gran respeto por ella.

Nava dirigió a su hermano una mirada indulgente y explicó que, aunque se podría decir que su madre era reservada, tenía buenas amigas, desde luego.

—¿Quién? Vamos, dame un ejemplo —le retó Nimrod, y se apresuró a añadir—: Es igual, no tiene importancia.

Michael dijo que se temía que sí tenía importancia. Nava se quedó callada, Nimrod se replegó en sí mismo y Hillel explicó que era difícil saber algo acerca de la vida social de Eva, porque era muy reticente, pero que se había referido a la francesa como a «una amiga en la que podía confiar». Recordaba las palabras con exactitud, porque viniendo de ella le habían sonado extrañas.

¿Por qué no se lo habría dicho a Hildesheimer?, se preguntó Michael, y luego formuló en voz alta una pregunta relativa a las relaciones de la doctora con el anciano.

Por primera vez, los tres sonrieron; incluso Nimrod levantó la cabeza y sonrió.

—¿Lo ha conocido? —preguntó con interés—. ¿Verdad que es algo especial? —la sonrisa daba un aire ingenuo y aniñado a su rostro.

Hillel comentó en tono de disculpa que sólo lo había visto unas cuantas veces, pero que le había parecido «todo un personaje o, mejor dicho, todo un monumento», y de pronto dejó de sonreír.

Nava dijo que su madre había tenido una relación afectuosa e íntima con él.

—Es la persona con la que tiene mayor confianza…, tenía, quería decir —y los ojos volvieron a llenársele de lágrimas—. Yo lo considero uno más de la familia —dijo con voz ahogada, y se ciñó la bata grandota y deforme que llevaba puesta.

No es guapa, pensó Michael, del montón, como mucho, y recordó el alarido junto a la tumba abierta. No pudo evitar preguntarse cómo se habría sentido junto a su hermosa madre, qué tal se llevarían madre e hija, y qué pensaría Eva Neidorf, con su desarrollado sentido estético, de la apariencia poco llamativa de su hija, que llevaba el pelo muy estirado y recogido detrás de las orejas, donde volvía a encajar cualquier mechón rebelde con un ademán rápido e inconsciente.

Formuló entonces una pregunta sobre la relación de Neidorf con la gente del Instituto. Los tres respondieron, cada uno a su manera, que todo el mundo la admiraba.

—Si están buscando a posibles enemigos, como ustedes dicen —dijo Hillel—, a personas que le desearan algún mal, no encontrarán a ninguna. Eva no hizo daño a una mosca en toda su vida y nadie habría querido hacerle daño a ella —reparando en la incongruencia de sus palabras, se apresuró a añadir—: al menos, hasta ahora, nunca había sabido de nadie que quisiera hacerle daño —y se enderezó las gafas.

Michael les preguntó con cautela si tendrían algún reparo en que se hiciera un registro en su casa de Chicago.

—¿Para qué? —dijo Hillel, y después agregó—: Ah, ¿las notas de la conferencia? No encontrarán nada, pero, por mí, adelante, regístrenla.

Michael preguntó si alguien había pasado a máquina el texto de la conferencia.

—No —dijo Hillel—. Tenemos una máquina de escribir con caracteres hebreos y la pasó a limpio ella misma después de escribirla a mano.

Luego Hillel le dio la dirección de su casa a Michael y preguntó si la dejarían «de una pieza» tras del registro. Michael se lo prometió. Nava seguía callada, jugueteando con el pañuelo de papel que tenía en la mano. Nimrod se marchó a la cocina.

De pronto sonó el timbre de la puerta y Hillel dijo:

—¿Quién puede ser? Nadie hace visitas de pésame el mismo día del entierro.

Nimrod abrió la maciza puerta y se encontró con Rosenfeld y Linder, que le preguntaron vacilantes si podían pasar. El muchacho los invitó a entrar con un gesto y dijo a los reunidos en el salón:

—Rosencratz y Guildenstern.

Sólo Linder sonrió. Nava lanzó a su hermano una mirada iracunda y le dijo:

—Ahórrate bromitas, por favor.

Rosenfeld se colocó un puro en la boca y lo encendió. Michael dijo que terminarían la conversación en otro momento.

—Estaremos a su disposición cuando quiera —dijo Nimrod sarcásticamente, y le dirigió una mirada hostil.

Michael se sentía incómodo. Habría preferido ver a Rosenfeld y a Linder en el barrio ruso. Por otra parte no quería que pensaran que estaba huyendo de ellos. Además, pensó, seguro que se enteraba de algo, de alguna información adicional, si se quedaba el tiempo que le llevara fumarse un cigarrillo. Encendió uno y se quedó donde estaba, con una pregunta rondándole por la cabeza: ¿por qué Neidorf no le había contado a Hildesheimer su visita a París?

Era evidente que los dos psicoanalistas también se sentían incómodos en presencia del policía. Linder tomó asiento junto a Nava y empezó a hablarle en susurros. Michael oyó algunas palabras: «Lo siento…, me siento culpable…», y se preguntó si estaría hablando de la pistola. Rosenfeld guardaba silencio. Al cabo de un rato rompió su mutismo para decirle a Michael que acababa de salir de «su comisaría, de hacer una declaración. Creía que estaba usted a cargo de la investigación», dijo con aire ligeramente ofendido.

Michael trató de recordar la declaración escrita por Rosenfeld después de la reunión del Comité de Formación. Se preguntó si Manny lo habría interrogado acerca de los somníferos de Linder, y, aun sin saber lo que Rosenfeld había hecho el sábado por la mañana y la noche de la víspera, sí recordó que parecía estar libre de sospecha. Suponía que Manny lo habría sondeado sobre la fiesta y sobre sus relaciones con la mujer asesinada. Cuando regresara, Tzilla lo estaría esperando con todos los papeles, escritos por Manny con esa letra pequeña e irregular que sólo Tzilla comprendía, y hasta que no los pasara a máquina, Michael no tendría modo de saber lo que Rosenfeld había contestado a las preguntas. Rosenfeld le preguntó a Hillel si podía hacer algo para ayudarlos y Michael apagó el cigarrillo en un gran cenicero y anunció su marcha.

Cuando Hillel lo acompañó hasta la puerta del jardín, le dijo en voz baja que le agradecería mucho que le pasara un informe sobre lo que dijeran las personas que fueran de visita.

—¿Todo? —preguntó Hillel perplejo.

No, claro que no se refería a «todo», sólo cualquier cosa que no encajara, cualquier comportamiento extraño o fuera de lo común.

—Y todo lo que puedan comentar sobre la conferencia, absolutamente todo.

Hillel asintió con la cabeza y repuso:

—Nos pone en una situación delicada, teniendo que espiar a la gente y sospechar de ella; además, tal como están Nava y Nimrod, no sé…

Michael echó una ojeada hacia la calle Lloyd George, donde estaba aparcado el vehículo de vigilancia de la policía, una furgoneta Peugeot. Gracias a Dios, al menos de esto no tienen por qué enterarse, pensó Michael, ni tampoco de que van a tener el teléfono intervenido durante una semana.

—Créame que nos pone en un aprieto —continuó Hillel, mirando aprensivamente a Michael a la luz de una farola, la misma farola que había alumbrado al inspector cuando forzó la puerta de la casa un par de noches antes. De eso tampoco estaba enterado Hillel, que le llegaba a Michael por el hombro y estaba esforzándose para mirarle a los ojos mientras mascullaba que Nava no se encontraba muy bien y que la sola idea de que cualquiera que fuera a su casa pudiera ser… Llegado a ese punto interrumpió la frase, porque un coche aparcó junto a ellos y de él descendió Dina Silver. A la luz de la farola se le veía el semblante pálido y un brillo azulado en el pelo; parecía un fantasma mientras le daba la mano a Hillel y le decía que se había sentido obligada a venir, que no podía esperar hasta el día siguiente, y le preguntaba si podía pasar.

—Sí, por qué no —dijo Hillel—, ya han venido otras visitas.

Dina Silver saludó con la cabeza a Michael, que se quedó mirándola mientras se alejaba grácilmente por el camino que conducía de la verja a la puerta principal.

Ya ha pasado otro día, pensó Michael mientras arrancaba el coche y escuchaba un aviso por la radio. Raffi lo estaba buscando, necesitaba hablar con él urgentemente, dijo la voz, y Michael consultó su reloj, preguntándose si Maya estaría esperándolo, y repuso que se dirigía a casa. Raffi podía llamarle allí. Al dar la vuelta al coche vio emerger de las sombras del antiguo cine Semadai una alta silueta envuelta en un chaquetón con capucha que se dirigió hacia el BMW azul del que acababa de apearse Dina Silver. Oyó por la radio la voz de Raffi: «No te vayas todavía; estoy aquí al lado. Da la vuelta a la esquina».

Una figura borrosa descendió de la furgoneta de la esquina y Raffi se montó en el coche de Michael.

—Antes de nada, dame un cigarrillo —le dijo—, y después cuéntame qué está pasando. Se ha pegado a ella como una lapa. La estuvo esperando junto a su coche a la salida del tanatorio, y después del entierro la siguió en su Vespa hasta Rehavia y la esperó hasta que salió de casa.

—¿En qué parte de Rehavia? —preguntó Michael, y recibió una descripción detallada de la clínica de la calle Abrabanel que había visitado el día anterior.

—Después le siguió el rastro como un profesional, sin luces, y llegó hasta aquí —continuó Raffi—. Siendo tan guapo como es, uno esperaría encontrárselo en el Hilton en compañía de alguna turista americana ricachona —dijo, y se pasó la mano por el pelo.

Michael encendió dos cigarrillos y le dio uno a Raffi. Después le preguntó cómo se llamaba el joven.

—La Vespa está registrada a nombre de Elisha Naveh; todavía no ha comprobado si es suya. Balilty se ha enterado de que su padre está destinado en nuestra embajada de Londres. El chico no tiene antecedentes, sólo un par de multas de tráfico, y la Vespa no es robada, nadie ha denunciado su desaparición. Ahora sólo me falta verificar que este lunático es Elisha Naveh. Pero no tengo ni idea de qué historia se trae con ella. —Michael le preguntó si habían hablado entre sí—. No, ella no sabe que va pisándole los talones —dijo Raffi a la vez que bajaba la ventanilla para tirar la ceniza fuera—. Lo vio parado junto a su coche a la entrada del tanatorio, y entonces le dijo algo. No conseguí pescar la frase, pero se la veía muy seria. No está nada mal, ¿eh? Me he informado sobre ella. ¿Sabes con quién está casada?

Raffi formuló la última pregunta esbozando una sonrisa, y Michael asintió. Sí, lo había oído comentar, sabía quién era ella y con quién estaba casada, y podrían hablar del tema a la mañana siguiente, en la reunión. Entretanto Raffi sólo tenía que ocuparse del chico.

—Ohayon —dijo Raffi quejumbroso—. Estoy muriéndome de frío y de hambre. ¿Quién me va a relevar?

—¿Cuántos hombres hay en la Peugeot? —preguntó Michael.

—Venga, no la tomes conmigo; sabes muy bien que sólo hay dos. Los relevos vendrán a las once y Dios sabe cuánto tiempo va a pasar esa chica ahí dentro.

—¿Quién crees que podría reemplazarte? —preguntó Michael fatigadamente.

—Está bien —suspiró Raffi—. No hace falta que digas nada más. Lo arreglaremos entre nosotros. Ezra me debe una, se lo pediré a él y no me moveré de aquí hasta que llegue. Espero que sirva para algo, ¿eh?

Michael le preguntó secamente si quería una garantía firmada. No, no la quería. Lo único que quería era que le dejara su tabaco.

—Y si sucede cualquier cosa, te puedo llamar a casa, ¿verdad?

Michael se sacó del bolsillo del chaquetón el maltrecho paquete de cigarrillos Noblesse, hechos con tabaco barato de Virginia, y, uno a uno, colocó los cuatro cigarrillos que quedaban en la mano que Raffi le tendía expectante. Raffi se bajó del coche, miró a su alrededor y se alejó en dirección a la Peugeot.

Mientras Michael volvía a casa comenzó a llover de nuevo. Estaba tan excitado pensando que Maya lo esperaba que se saltó un semáforo en rojo. A las nueve y media aparcó junto a su casa. Mientras se dirigía a la puerta escuchó los acordes del cuarto concierto para piano de Beethoven, y se preguntó cómo habría podido resistir un mes entero sin verla.