11

Protegiendo la llama con la mano, Michael Ohayon encendió un cigarrillo. Sabía que no debía fumar allí, pero no logró contenerse. Se quedó fuera de la capilla, en el rellano de la amplia escalinata. Tzilla pasó al interior y él se apartó hasta el extremo del escalón superior para observar a la gente que iba entrando a raudales. A pesar de que había visto muchos cadáveres, ese tipo de sitios lo acongojaban. Y ver cómo enterraban a alguien le resultaba aún más penoso. En esos momentos siempre pensaba con envidia en los espléndidos sarcófagos funerarios de los romanos y en otras posibles formas de despedirse de los muertos. Cualquier cosa antes que aquellas parihuelas, que aquellos cadáveres envueltos en sábanas enroscadas.

Linder pasó delante de él. Llevaba a una mujer del brazo, y por la manera íntima y natural con que se apoyaba en él, Michael supo que era su mujer. Se le veía serio y distraído; aunque su mirada se posó en Michael durante un instante, no lo saludó, y sólo un destello de ansiedad en sus ojos reveló que lo había reconocido.

Dina Silver, envuelta en un abrigo de piel y con un pañuelo negro al cuello, subió los escalones acompañada por un joven calvo y de espesa perilla. Michael se tranquilizó al reconocer a una policía de paisano en la persona de la joven fotógrafa que llevaba una cámara al hombro y el distintivo de la prensa en el cuello del abrigo. La chica lo saludó discretamente con la cabeza y dirigió el objetivo hacia la pareja. Michael quería pensar que lograría fotografiar a todo el mundo, aunque sabía que era imposible.

El otro fotógrafo se había situado en el primer escalón y estaba jugueteando con un mechero. También había periodistas de verdad entre la multitud, y fotógrafos de prensa que dirigían sus cámaras hacia la muchedumbre que subía la escalinata del redondo templo de piedra.

Apoyándose en Rosenfeld, cuya boca parecía desnuda sin su habitual puro, el viejo Hildesheimer iba subiendo escalón a escalón con dificultad, los hombros caídos, la cabeza inclinada y el rostro oculto tras un sombrero oscuro. Al otro lado de Rosenfeld iba una mujer a la que Michael no conocía. Imaginó que la mayoría de los psicoanalistas acudirían con sus familiares o, al menos, con sus esposas. Muchas personas subían con paso lento y pesado por la ancha escalinata. Todos vestían gruesos abrigos. Desde la tormenta del sábado por la noche hacía un frío lacerante.

Numerosas caras le resultaban conocidas. Había visto a algunos de los presentes el sábado, en el Instituto, y a otros los recordaba de sus tiempos universitarios. La crème de la crème, pensó Michael, la elite de la ciudad. Era aquél un modelo de funeral solemne y, al propio tiempo, cargado de emoción.

En todos los semblantes había signos evidentes de dolor y pesadumbre. Dos mujeres subían por las escaleras llorando y desde el grupito de dolientes arracimados a la entrada de la capilla, que ya estaba llena a rebosar, se dejaban oír sollozos.

Había algo en el ambiente que minaba la solidez de la muchedumbre, que parecía salida de los baluartes de la respetabilidad burguesa. Eva Neidorf no había muerto de enfermedad, ni en un accidente, ni porque tuviera muchos años. Además de las habituales muestras de pena y aflicción, en la expresión de los dolientes se reflejaban otras emociones: había miedo en sus ojos e ira, a veces incluso rabia, en sus rostros.

Litzie Sternfeld, cuyas lágrimas del sábado Michael recordaba vividamente, subió los escalones apoyándose en dos jóvenes. No lloraba. Tenía un rictus sombrío en los labios. Se diría que no se hacía ilusiones sobre la situación a la que se enfrentaba. Como un gran pájaro negro, ascendió por la escalinata pasando la mirada de un rostro a otro. Ella también está tratando de descubrir a Alien, pensó Michael. Se les ve a todos tan respetables, con ese aire de ser el no va más de las virtudes cívicas, que si no fuera por todo lo que sé, éste sería el último sitio donde se me ocurriría buscarlo. Pero ellos también se están mirando entre sí, y están asustados. Todos tienen miedo.

El raudal de personas que subía por las escaleras fue disminuyendo y por el silencio que se hizo, tan sólo interrumpido por sollozos, Michael supo que la ceremonia había comenzado. Alguien estaba pronunciando un panegírico de la difunta; un hombre cuya voz no reconoció, y desde donde estaba las palabras eran inaudibles.

Luego resonó la voz de un cantante y, por fin, se hizo el silencio; la ceremonia había concluido. Seis hombres cargaron con el cuerpo, y Michael reconoció entre ellos a Gold y a Rosenfeld. Posó la vista en el bulto envuelto por el sudario y, al distinguir los contornos del cuerpo, un escalofrío le recorrió la espina dorsal.

La familia salió de la capilla detrás de los portadores. Michael vio a Hillel, el yerno, sujetando a una mujer joven, que debía de ser la hija. Junto a Hillel caminaba un hombre joven de inconfundible parecido con la difunta. Hildesheimer iba agarrando a la hija por el otro lado. Ahora se le veía muy bien la cara bajo el amplio sombrero que cubría su cabeza calva. Pasó muy cerca de Michael y éste vio que le rodaban lágrimas por las mejillas. La gente comenzó a seguir a los parientes escaleras abajo y a subirse a los coches. Tzilla iba detrás de Hildesheimer, y a su zaga marchaba una larga procesión de personas, muchas de ellas enjugándose las lágrimas, otras apoyándose en el brazo de sus acompañantes o sujetándolos. El cielo estaba gris, parecía que iba a llover y soplaba un viento gélido. Desde la calle se elevó el sonido de los motores arrancando. Dina Silver bajó las escaleras del brazo del hombre barbado y calvo. Y fue entonces cuando Michael vio por primera vez a un joven que estaba algunos escalones más abajo que él, en el lado opuesto de la escalinata, recostado en la balaustrada y con la vista clavada en Dina Silver y su acompañante. Por un momento Michael pensó que los iba a agredir.

En sus ojos se veía una mirada obsesiva y desesperada. Está fuera de lugar entre esta gente, pensó Michael, pues, sin saber bien por qué, le dio la impresión de que era distinto. Dina se rezagó y volvió la cabeza, su mirada se cruzó con la del joven, sólo durante un segundo, y después apresuró el paso. El hombre que la acompañaba volvió la vista con curiosidad, se quedó mirando fijamente un instante y, después, acompasó sus pasos con los de Dina. No se podía saber si ella había reparado en la presencia de Michael, que no había retirado la vista del muchacho y que confiaba en que las cámaras hubieran captado su imagen. «El joven», lo llamaba Michael para sí, aunque era un término que no solía emplear. Tan pronto como lo vio lo atenazó el presentimiento de una catástrofe inminente. Había algo amenazador en aquella belleza, en la desesperación que reflejaban esos ojos.

Incluso una persona indiferente a la belleza la habría apreciado en él. Era imposible no fijarse en las exquisitas líneas de su rostro, enmarcado por la capucha levantada de su trenca. Era imposible no contener el aliento ante la visión de aquellos abrasadores ojos rasgados y azules de mirada desalentada, anhelante. Los altos pómulos conferían una delicada calidad espiritual a su expresión. Pero también había sensualidad en su rostro, sobre todo en los labios carnosos y en la espesa mata de rizos rubios. A Michael le recordó a Tadzio, de Muerte en Venecia. Después pensó en las esculturas griegas. El joven no aparentaba más de veinte años.

La mujer policía, que acababa de salir de la capilla, dirigió su cámara hacia él y pulsó el botón. Se oyó un clic y la fotógrafa pasó de largo junto al muchacho, que no parecía haber reparado en ella ni en su cámara. Michael la siguió escaleras abajo y, al volver la cabeza, vio que el joven seguía allí, exactamente en la misma postura de antes.

Al llegar al último escalón se encontró con Raffi Cohen, que lo miró con una expresión que quería decir: «¿Y ahora qué?». Michael le dijo que siguiera al chico guapo de la trenca que estaba en lo alto de las escaleras, que se pegara a él y no lo perdiera de vista. Raffi levantó la mano con la palma hacia arriba en mudo ademán inquisitivo y Michael le dijo en un murmullo:

—Ni yo mismo lo sé todavía; síguelo y averigua quién es.

Raffi asintió y una expresión abstraída y reflexiva apareció en su rostro. Al mirar hacia atrás una vez más, Michael lo vio subiendo lentamente las escaleras, en dirección al joven, la vista fija en el suelo. Aun conociendo de sobra la experiencia y la habilidad de Raffi, contuvo el aliento, como un cazador temeroso de que su compañero hiciera ruido y espantara a la presa. Consideró la posibilidad de seguir él mismo al joven, pero en seguida la descartó. No podía estar en todas partes a la vez, se dijo con firmeza, y echó a andar hacia el aparcamiento.

¿Hacia dónde dirigirán sus sospechas?, se preguntó mientras subía al coche y se sentaba en el asiento del copiloto. Todos deben de imaginar que uno de ellos puede estar implicado en el asesinato. ¿Cómo se sobrepondrán a su desconfianza? ¿Cómo pueden compartir el dolor, ir en el mismo coche, sin saber quién es? Después repitió la pregunta en alto. Tzilla, que iba al volante y se había sumado al cortejo, fue la primera en responder.

—Bueno, la gente tiene mecanismos de defensa —dijo, escogiendo con cuidado las palabras—. Todo el mundo se niega a pensar que el asesino es uno de sus allegados. Las personas a las que queremos y creemos conocer están por encima de toda sospecha.

Al principio Eli guardó silencio, y después comentó que, en su opinión, los colegas de Neidorf parecían estar más tristes y deprimidos que recelosos.

—Puede que tarden algún tiempo en comprender la situación. Un entierro no es el sitio más adecuado para sospechar de los demás —y suspiró desde el asiento trasero.

Desde detrás de las manos ahuecadas para proteger la llama de una cerilla, Michael señaló que, en su opinión, la ira era la emoción que predominaba en el ambiente.

—Se les ve tristes y con miedo, pero sobre todo airados.

Después guardaron silencio hasta llegar a la sinuosa carretera que conducía hacia el cementerio de Givat Shaul. Empezó a caer una fina llovizna. Tzilla conectó el limpiaparabrisas, que, tan pronto como se hubo secado el cristal, emitió un chirrido que a Michael le puso la carne de gallina. Tzilla lo paró, las gotas de lluvia volvieron a cubrir el parabrisas y la conductora se quejó de la mala visibilidad y de lo resbaladizo que estaba el firme.

Cuando ya estaban a menos de un kilómetro del cementerio, pasando por delante de las fábricas de lápidas, Michael mencionó al joven, describiéndolo en unos términos que le hicieron preguntarse a Tzilla en voz alta cómo no se habría fijado en él.

Una vez más se hizo el silencio, y después Eli abordó el tema del viaje a Belén. ¿Por qué no traían al jardinero al barrio ruso para interrogarlo?, preguntó, y además, ¿por qué tenían que ir los dos?

A Michael le daba miedo no manejarse bien en árabe.

—No se puede realizar un interrogatorio cuando estás tratando de traducir el árabe de Marruecos al de Jordania; hay que hablar con fluidez y precisión.

Pero Eli insistió. Entonces ¿por qué no iba él solo?; así Michael quedaría libre para dedicarse a otras cosas; sería una pérdida de tiempo que fueran ambos. Sí, convino Michael, pero no quería defraudar a Gidoni; estaba esperándolo para tomar café.

—¡Vaya, menuda razón! —bufó Tzilla despectivamente.

Pero ninguno de los dos osó decir nada más. Aunque Michael no hacía gala de guardar las distancias con sus subordinados, siempre sabían hasta dónde podían llegar.

Tzilla aparcó lo más cerca que pudo del muro de piedra que separaba las tumbas del camino.

La lluvia había ido arreciando y cuando llegaron junto a la tumba abierta empezó a jarrear. Michael no distinguía las gotas de lluvia de las lágrimas. No se abrió ni un solo paraguas y a Michael le dio la impresión de que todos estaban abandonándose a la lluvia por voluntad propia, que habían dejado los paraguas en los coches a propósito. Miro a su alrededor y vio que una gran nube gris envolvía al nutrido grupo de personas. A pesar de que era temprano, apenas había luz. Se veían tumbas por todas partes, algunas recién tapadas y otras cubiertas por lápidas de piedra. Pensó en su madre, que estaba enterrada en los arenales de Holon, a las afueras de Tel Aviv; oyó su voz cálida y suave. No muy lejos de él estaba Hildesheimer, mirando al frente con expresión torva y severa. El hijo de Neidorf recitó la oración fúnebre. El silencio era absoluto, no se oía ni un gemido.

De pronto un alarido espantoso rasgó el aire. Pasaron varios segundos antes de que Michael identificara la palabra «mamá». Nadie se movió y sólo se oían las gotas de lluvia cayendo sin tregua sobre el suelo. A continuación la gente colocó algunas piedras en la tumba y, según la costumbre de los judíos de Jerusalén, los hombres formaron en dos filas y el hijo pasó entre ellos. Las mujeres se apartaron. Algunas se acercaron a la hija de Neidorf, Nava, que estaba muy quieta junto a la tumba con la cabeza baja, reclinándose en una mujer desconocida para Michael. Los hombres echaron a andar hacia los coches hundiéndose en el barro. Nadie se detuvo a hablar con nadie, nadie pronunció una sola palabra. Algunos tocaron a Nava en el brazo, y algunos dirigieron una mirada a Hildesheimer, pero nadie lo tocó. Linder se le acercó y le ofreció el brazo, y el anciano se apoyó en él para dirigirse laboriosamente hacia uno de los coches. Rosenfeld, observó Michael, que cerraba la marcha, se sentó al volante y detrás de él tomó asiento el hombre apuesto del Comité de Formación.

Tzilla esperaba en el asiento del conductor. Michael subió al coche y reparó en la expresión sombría de Eli.

—Entonces ¿qué me sugieres? —preguntó después de carraspear—. ¿Que lo traigamos aquí?

Eli asintió con la cabeza y tuvo un escalofrío. En el coche olía a lana húmeda y Michael abrió la ventanilla a pesar de que seguía lloviendo. Después se inclinó hacia la radio y pidió al centro de Control que le dijeran a Gidoni que les mandara el paquete. Cuando estaban entrando en la ciudad una voz dijo por la radio que Gidoni quería saber si eran sus hombres los que tenían que hacerse cargo de entregar el paquete. Sí, dijo Michael, lo preferiría así. Se oyó un suspiro de alivio procedente del asiento trasero. Tzilla sonrió y Michael se encogió de hombros y encendió un cigarrillo. No paraba de llover y Eli empezó a explicar en tono de disculpa que probablemente el interrogatorio duraría varias horas.

—Quedarse tirado en Belén con el tiempo que hace… —dejó la frase sin terminar.

Tzilla detuvo el coche junto al asador donde solían comer, en el mercado de Mahaneh Yehuda de la calle Agrippas, y nadie la rebatió cuando dijo:

—Después de un entierro siempre me entra hambre.

Tal como había predicho Tzilla mientras ensartaba con su tenedor los trozos de carne de un gran plato de parrillada mixta, cuando llegaron al barrio ruso, Alí Abú Mustafá estaba esperándolos en la sala de detenidos. Michael fumaba como una chimenea. El repentino cambio del entierro al restaurante, donde Tzilla no paró de charlar con mucha animación y Eli picoteó su comida sombríamente sin despegar los labios, y la perspectiva del interrogatorio lo habían cargado de tensión.

—Imaginaos por un momento qué pasaría si arrestásemos a un colono judío de los alrededores de Belén y lo metiéramos en un calabozo del barrio ruso —dijo Tzilla lanzando un gruñido de desaprobación mientras maniobraba con mucha habilidad para aparcar el coche. Relevaron al policía encargado de custodiar al detenido, que estaba acurrucado en un rincón de la sala. Michael observó sus extremidades desmadejadas y sus ojos, en los que se veía la mirada derrotada de quien sabe que tiene perdida la partida de antemano. Michael se sentó en el rincón de enfrente y Eli comenzó a anotar los datos del detenido. Alí estaba intentando adivinar quién de los dos era el jefe, pasando rápidamente la vista de uno a otro, hasta que al final posó la mirada en Eli, que le preguntó calmadamente por qué no había ido a trabajar. Después de un prolongado silencio, repitió la pregunta. Michael, que a pesar de entender bien el árabe siempre tenía miedo de no captar los matices debido a las diferencias de acento y vocabulario, mantuvo la vista fija en el joven jardinero, quien por fin dijo que estaba enfermo.

Eli le interrogó sobre el carácter de su enfermedad y Alí se señaló la cabeza y dijo que había tenido fiebre durante toda la noche. Después de un leve titubeo, preguntó si lo habían arrestado por haber faltado al trabajo. En su pregunta no había ironía, sino tan sólo la resignación de un hombre que se había acostumbrado a la idea de que podían arrestarlo por cualquier cosa. Eli le explicó que los motivos de su arresto no eran políticos y estaban relacionados con la investigación de un asesinato.

Alí se incorporó, repitió la palabra «asesinato» en tono interrogativo, con asombro, con indignación, y terminó por pronunciar una larga frase que se resumía en la afirmación de que no sabía de qué le estaban hablando. Mientras tanto, Eli dibujaba cuadraditos en el papel que tenía delante sobre una mesa.

La sala de detenidos estaba en la segunda planta del ala de interrogatorios. Las paredes eran de color amarillo sucio y la única ventana de la sala daba a un patio. La mesa y las dos sillas eran grises y el ambiente nunca dejaba de sorprender a Michael por lo deprimente que resultaba. Eli esperó un momento y después hizo un comentario sobre la costumbre del jardinero de trabajar los sábados; Alí pegó un bote y declaró que no había hecho nada malo, que trabajaba los sábados por motivos religiosos, que el encargado de mantenimiento lo sabía, que era un acuerdo entre ellos, y que se lo habían permitido precisamente porque era un trabajador bueno y de fiar.

Eli levantó la vista del papel y de los cuadraditos que iban llenándolo rápidamente y preguntó qué tipo de motivos religiosos podrían llevar a un musulmán a escoger el domingo como día de descanso. Después le explicaría a Michael que la mayoría de la población de Dehaisha era musulmana, por lo que no se había arriesgado mucho al decir eso. A Alí se le tiñó el semblante de gris mientras tartamudeaba que casi todos sus amigos trabajaban los sábados y que, por esa razón, la vida social del campo de refugiados y sus alrededores tenía lugar principalmente los domingos. Era una respuesta convincente, pero Eli la escuchó con expresión escéptica y, de repente, le preguntó cuánto tiempo llevaba su hermano en la cárcel. El detenido tembló y trató de explicar que la detención policial de su hermano no estaba justificada. No le echaba la culpa a las autoridades, no, la culpa la tenía su hermano; era tan joven y alocado que no sabía ni lo que decía, y por eso lo habían arrestado como sospechoso de agitación y sedición, cuando en realidad ni siquiera sabía lanzar una piedra en línea recta. Después volvió a jurar que él no había hecho nada malo.

En ese caso, dijo Eli en un tono tan neutro como el que hubiera empleado para pedirle que le describiera el paisaje de su tierra natal, ¿por qué no les había dicho nada sobre la pistola? Si de verdad no tenía nada que ocultar y no había hecho nada malo, ¿por qué no había entregado la pistola a la policía?, le preguntó Eli con un aire tal de franqueza e inocencia que a Michael se le cuajó la sangre en las venas. Tenía la vista clavada en el joven jardinero, que estaba bañado en sudor a pesar de que en la habitación hacía frío. Alí se enjugó la frente con mano trémula y preguntó que qué pistola. Qué pistola iba a ser, la que había encontrado en el hospital, dijo Eli, como si todo el mundo supiera perfectamente de qué estaba hablando; la que había tratado de esconder para dársela a sus amigos de Dehaisha, claro está.

Alí juró que nunca había tenido la menor intención de hacer nada con la pistola, lo único que quería era no meterse en problemas. Después de esa declaración, realizada con voz apasionada, se hundió en su silla y se quedó mirando a Eli como si el policía fuera el gran brujo de la tribu. Michael contuvo el aliento. Sabía, como Eli, que si el jardinero hubiera querido utilizar la pistola, no la habrían descubierto tan pronto.

En el tono con el que se pregunta a un niño por qué no le ha contado a su madre un problema que podría haberse resuelto fácilmente, Eli le volvió a preguntar por qué no había entregado la pistola a la policía. Entonces Alí comenzó a describir lo que había sucedido el sábado por la mañana, desde el instante en que «la» vio brillando entre los arbustos hasta que Tubol se la guardó. Habló en tono monocorde, sin alzar ni bajar la voz; daba por sentado, según le pareció a Michael, que ya no podía ocultar nada y que no tenía sentido intentarlo. Cuando hubo terminado, Eli le preguntó si no se había fijado en los coches de policía que estaban aparcados junto a los terrenos del hospital.

Sí, respondió Alí, claro que se había fijado en ellos, por eso precisamente había hecho eso con Tubol. Había pensado… En ese punto se le ahogó la voz. Eli no lo presionó. Lo que había pensado resultaba evidente y no hacía falta expresarlo con palabras.

—¿Qué pensó? —le preguntó Michael.

El detenido lo miró directamente por primera vez, con una mirada cautelosa, asustada, y respondió que había pensado que si iba a entregar la pistola a la policía lo detendrían inmediatamente. Con una ingenuidad fingida, que le hizo sentir asco de sí mismo, Michael le preguntó a qué se debían esas aprensiones. Alí se encogió de hombros y recordó a su hermano, que estaba matando el rato a la puerta de su casa justo después de que apedrearan un jeep del ejército que estaba cruzando el campamento, y que fue arrestado antes de que le diera tiempo a abrir la boca. Y aunque, igual que su hermano, él, Alí, no había hecho nada para justificar que lo detuvieran, ¿quién le habría creído?

Eli hizo un gesto desdeñoso con la mano y respondió que en ese momento no estaban hablando de su hermano, y que todavía no tenía noticia de ningún preso que no se declarara inocente, pero que, en cualquier caso, un jeep había sido apedreado en Dehaisha y que alguien debía de haber lanzado las piedras. Lo que ahora le interesaba era el momento exacto en que Alí había encontrado la pistola y una descripción de la misma. Anotó las respuestas del jardinero y después le preguntó si, antes de descubrir el arma, había notado algo especial…, la presencia de un coche, de una persona, cualquier cosa que recordara.

Alí explicó que hasta el mismo momento en que la pistola le llamó la atención, un par de minutos después de llegar a la fila de rosales que estaba pegada a la verja, había estado trabajando sin levantar la vista, yendo de un rosal a otro. Aunque fuera así, insistió Eli, puede que hubiera oído o visto algo extraño aquel sábado, incluso después, daba igual, ¿no le importaría hacer un esfuerzo para recordarlo? El policía pronunció esta última frase abruptamente, a la vez que se levantaba con un movimiento brusco que sobresaltó al detenido y le impulsó a llevarse las manos a la cara. Al ver que Eli se quedaba parado junto a la mesa sin acercársele, el jardinero bajó las manos y juró que no había visto nada. Sólo coches patrulla y un montón de coches normales, pero eso fue después de haber encontrado la pistola. Antes de encontrarla no se había acercado a la verja. Eli dirigió una mirada inquisitiva a Michael y éste alzó las cejas con un gesto que decía «déjalo, no vamos a sacarle nada más» con tanta claridad como si lo hubiera expresado con palabras. Pero Eli hizo un último intento. ¿A quién había visto en el hospital esa mañana?, preguntó.

Los sábados sólo trabajaban los médicos, dijo Alí, el del bigote y la doctora de pelo rizado cuyo nombre no sabía pronunciar, y también vio a Tubol, y después a la enfermera gorda. Pero esa enfermera le inspiraba miedo y siempre trataba de apartarse de su camino, de manera que ella no lo vio a él. Y a nadie más. Había visto a los médicos al llegar por la mañana, y a Tubol en el jardín, justo después de encontrar la pistola, dijo en respuesta a una pregunta formulada por Michael, que se levantó, llamó al policía que estaba esperando en el pasillo y le indicó a Eli con un gesto que lo acompañara afuera.

Los dos convinieron en que lo que les había contado Alí era verdad. Eli preguntó cuánto tiempo lo iban a retener y Michael se encogió de hombros.

Hazle firmar su declaración y prometer que se va a quedar quieto, y luego deja que se marche. No quiero tenerlo detenido sin razón, pero tampoco quiero que desaparezca del mapa.

De vuelta en la habitación, Eli explicó lentamente al detenido, que parecía tener dificultades para comprenderle, que si hacía lo que le dijeran, por esta vez, le permitirían marcharse. Alí firmó la declaración y prometió quedarse en Dehaisha, pero dijo que no volvería al trabajo. Michael quiso saber por qué y, al final, Alí expresó el temor de que lo lincharan si volvía al hospital. De momento, le tranquilizó Eli, la única persona que sabía algo de su participación en lo ocurrido era el encargado de mantenimiento, y, por su parte, ellos estaban interesados en que volviera a trabajar y mantuviera los ojos bien abiertos por si veía algo fuera de lo común. Alí asintió mecánicamente y Eli le preguntó si iba a volver al trabajo al día siguiente. Haría todo lo que le pidieran. ¿Cuándo le iban a permitir irse a casa? Hoy, repuso Eli. Fue entonces, y sólo entonces, cuando un destello de odio apareció en los ojos del joven árabe, mientras comprendía que lo habían engañado, y que, aunque le dejaran irse, estaba atrapado.

Ya eran las seis de la tarde cuando terminaron de despachar el papeleo y de decidir lo que Gil Kaplan iba a declarar a la prensa. (Michael procuraba evitar dentro de lo posible el contacto directo con los periodistas; ver un gran despliegue de una foto suya, como el que aparecía ese día en la última página del periódico, lo llenaba de vergüenza). La lluvia había cesado. Michael sabía que tenía que marcharse a ver a la familia de la mujer asesinada, pero retrasó el momento de irse para beber tranquilamente una taza de café. Para él, el café siempre era una buena excusa para posponer las cosas.

Pero Tzilla se negó a dejarlo tranquilo. Con el ceño fruncido, dijo que debían aplicarse a la labor de solicitar la autorización para ver las cuentas de Neidorf. No la conseguirían sin permiso del juzgado del distrito y, entonces, como Michael sabía muy bien, «los directores de los bancos les dirían que no tenían derecho a ver las cuentas de nadie». Michael suspiró y dijo cansinamente:

—Tendremos que asegurarnos de que la vista se celebre a puerta cerrada. No nos interesa que la prensa se entere.

Tzilla se quejó de las restricciones que los procedimientos establecidos y la democracia imponían a la eficacia del trabajo policial.

—No se puede dar un solo paso sin solicitar permiso a los jueces —dijo con indignación.

—No te pongas así —la reconvino Michael—. ¿Te gustaría vivir en un país como Argentina? Es el precio que nos toca pagar.

Después pensó que si, al menos, hubiera apostado un vigilante en la casa de Neidorf, todo aquello no habría sucedido, o si, al menos, hubiera llegado a tiempo a la oficina de los contables, o si al menos…

Cuando Tzilla salió precipitadamente para decirle a Shorer que hiciera lo posible por agilizar la solicitud al juzgado del distrito, Michael se quedó solo con su café, que iba enfriándose muy deprisa, contemplando la pared de enfrente y las espirales de humo que se elevaban desde su cigarrillo. Antes de que se planteara qué le estaba impidiendo levantarse para ir a la colonia alemana, el teléfono sonó, el teléfono blanco…, una llamada exterior.

Al oír un ronco «hola» por el auricular, sonrió sin querer. Maya siempre llamaba en el mejor momento, pensó. Como si supiera que acababa de volver de un entierro. Los entierros nunca dejaban de inducirle un profundo deseo de refugiarse en el cuerpo de una mujer. Maya dijo «hola» otra vez y él suspiró.

—Creía que habíamos tomado una decisión —como siempre, pronunció la frase sin el necesario convencimiento y, como es natural, Maya percibió el tono de añoranza.

Michael llevaba cinco años realizando intentos infructuosos de romper con ella. Había sabido desde el principio que no tenían ninguna posibilidad de llegar a vivir juntos. Durante su primer encuentro, cuando se impuso entre ellos el tono de absoluta franqueza que después caracterizaría su relación, Maya le había dicho con toda claridad que no pensaba abandonar nunca a su marido. «Por lo que al divorcio se refiere, soy católica», fue su manera de expresarlo. «Y no trates de comprenderlo, sencillamente las cosas son así».

Al principio se sintió feliz y aliviado al oír esa declaración, mas llegó un día, como Maya había predicho, en que el dolor se hizo más fuerte que la alegría. Llegó un día en que la brevedad de sus encuentros y la imposibilidad de pasar juntos un día y una noche enteros le inspiraban una melancolía tan intensa como nunca la había sentido. Al final se impuso la necesidad de separarse, algo que Michael sólo lograba sobrellevar sumergiéndose en el trabajo. Pero Maya, que había anunciado sus intenciones de antemano, era implacable en sus intentos de recuperarlo, y siempre lo lograba.

Michael había tratado de dejarla en nueve ocasiones. La última separación era la que más había durado. Llevaba un mes entero sin oír su voz.

—Te he echado de menos —dijo la voz ronca, con una sencillez que le traspasó el corazón.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Michael, como si no hubiera sido él quien en su momento declarara que esa vez era la definitiva.

—Da igual, lo que importa es que estás vivo y que me quieres —dijo Maya con regocijo, y Michael recordó la risa y la luz que despedían sus ojos.

—De acuerdo —se rindió—, pero ¿qué vamos a hacer con este amor?

—Haremos lo que podamos —le contestó Maya.

Michael no pudo reprimir una sonrisa. Era una tentación demasiado fuerte y, una vez más, la separación le pareció un intento absurdo de no comprometerse.

—Al final no me quedará otra alternativa que marcharme del país —dijo.

—Sí, a Cambridge. Algún día llegarás a ir allí, pero entretanto… —dijo Maya con impaciencia. Todavía tenía la llave de su casa y podía ir a verlo esa noche.

Durante un instante Michael sintió la ira de antaño, el deseo de decirle que tenía otras ocupaciones, que había otras mujeres en su vida, pero la perspectiva de volver a abrazarla, de oír su risa, su llanto, sus gemidos, se impuso. Y una vez más se preguntó a sí mismo qué estaba haciendo allí, en aquel despacho siniestro, en ese trabajo despreciable, y por qué no se levantaba para ir directamente a la universidad a hablar con Porath, que era un profesor joven en los tiempos de estudiante de Michael y que ahora se había convertido en jefe del departamento de Historia.

Siempre que Michael se encontraba con alguno de sus antiguos profesores, sobre todo con el profesor Shatz, que le había dirigido la tesina, le preguntaban por qué no volvía para hacer el doctorado.

Ocho años atrás, justo antes del divorcio, Nira se le había hecho más odiosa que nunca, porque la boda y, después, el divorcio, le impidieron aceptar la beca que le habían ofrecido para realizar la tesis doctoral en Cambridge. Hoy sabía que ese momento de su vida había sido una encrucijada. Y que volver sobre los propios pasos no es tan sencillo como entonces lo creyera.

En una de sus conversaciones con Shatz, el profesor había tratado de hacerle comprender lo que suponía alejarse del competitivo mundo académico. Michael se negó a darle crédito y se aferró a la idea de que las posibilidades de tener un futuro académico brillante sólo dependían de su capacidad intelectual. Trató de persuadir a Shatz, un húngaro que le tenía cariño y lo veía como su sucesor, de que si le habían ofrecido la beca una vez, no había motivos para que no volverán a ofrecérsela, dentro de uno o dos años, cuando hubiera «arreglado las cosas».

Enfadado, Shatz le acusó de ser un ingenuo, de que no comprendía que las nuevas generaciones de estudiosos no menos dotados que él ocuparían su lugar y que no tendría una segunda oportunidad. En aquel entonces Yuval tenía seis años y Michael le explicó a Shatz que el niño no podría sobreponerse a la separación de su padre, pues era quien más se había ocupado de él y estaban muy unidos. Aun sabiendo que no era un problema desdeñable, pues él también tenía hijos, Shatz trató de buscar soluciones prácticas, mientras Michael se encerraba en el mutismo, ya que no se atrevía a comentarle a nadie que, vengativamente, Nira se había negado a que el niño pasara siquiera un mes al año con él en el extranjero. Si no iba a ir con él, dijo, si no iba a formar parte de su brillante carrera académica, el niño tampoco iría. Y si Michael se marchaba, ya podía ir despidiéndose de su hijo.

El precio de aceptar la beca e ir a Cambridge era continuar casado o renunciar a su hijo, un precio que Michael no podía pagar. Su matrimonio era un absurdo y Michael sabía que Nira también lo entendía así, pero no podía soportar la idea de que él saliera adelante sin ella. Por lo que al niño se refería, desde la primera noche Michael se había despertado al oír su llanto y se había encargado de esterilizarle los biberones, de cambiarle los pañales, de acunarlo en sus brazos durante horas y horas…, todo ello en unos tiempos en que la liberación de la mujer aún no había cambiado la vida de los hombres, cuando sus compañeros de estudios todavía tenían mujeres que los cuidaban y tomaban precauciones para no tener hijos. Nunca podría renunciar al niño. Youzek, claro está, le ofreció una generosa ayuda económica. ¿Qué no habría dado él por poder llamar «doctor» a su yerno? Ya que era pobre y marroquí, al menos que fuera catedrático, pensaría, y así se lo espetó Michael a Nira cierta vez que lo estaba presionando para que aceptara la ayuda de sus padres.

Ahora Michael pensaba que se había portado como un imbécil. Debería haber aceptado la ayuda de sus suegros y haber hecho la vida más fácil para él y para Nira. No tendría que haberse peleado con ella cada vez que se compraba un vestido con el dinero de sus padres. Pero en aquel entonces tenía principios, pensó amargamente, principios estúpidos que habían interferido en su vida cotidiana. En cualquier caso, salvar su matrimonio era de todo punto imposible; estaba condenado al fracaso desde el día de la boda. Nira no le inspiraba amor ni interés. La visión de su vientre abultado durante su primer año de vida de casados no significaba para él sino el precio que había de pagar por su sentido de la responsabilidad y del deber. Nadie sabía hasta qué punto le resultaba amarga la situación en que se encontraba. Ni siquiera su madre comprendió cuánto sufrió su hijo menor al casarse con la mimada hija única de un acaudalado matrimonio polaco. Sólo llegó a entreverlo después del nacimiento de Yuval, a través de unos signos que había llegado a conocer muy bien: la amabilidad fría, la reserva y los extraños arranques de ira de su hijo, algo que no había presenciado desde que se marchara de casa.

Michael rechazó de plano la idea cuando Nira sugirió que recurrieran a un asesor matrimonial. En aquella época se sentía capacitado para escribir la tesis doctoral mientras realizaba un trabajo de jornada completa en Israel. Rehusó una oferta para trabajar como profesor ayudante porque el sueldo no le habría bastado para pagar el alquiler de dos pisos y la pensión que Nira le exigía despiadadamente. Ingresó en la policía. En primer lugar le hicieron asistir a un curso sobre investigación y después a otro para mandos, y terminó trabajando en la Unidad de Grandes Delitos, resolviendo casos de asesinatos, mientras el tema de su tesis se volvía cada vez más remoto.

Escribir cualquier cosa era imposible con la vida que llevaba, y cuando lo despertaban a media noche para que fuera a examinar un cadáver, el tema de los gremios en la Edad Media se le antojaba aburrido y estéril. Al contemplar de cerca el dolor y el sufrimiento, la miseria y las penalidades ajenas, llegó a entender la expresión «torre de marfil» desde una nueva perspectiva. Sabía que para concentrarse en su tesis y reincorporarse al círculo cerrado de la vida académica tendría que marcharse de la policía. Muchas veces le parecía que su deseo de regresar a la universidad era una frivolidad y que no iba a encontrar su lugar en el mundo en el departamento de Historia; en otras ocasiones, como en aquel momento, se desesperaba pensando que su vida en el cuerpo policial no tenía ningún sentido y, entonces, veía en los gremios, en la Edad Media, en el departamento de Historia y en la biblioteca una auténtica tabla de salvación.

A las seis y media apuró el café, que se había enfriado por completo, logró sobreponerse y se levantó lenta y laboriosamente para ir a casa de Neidorf. No había ni que pensar en pedirle a su hija que acudiera al barrio ruso el día del entierro, y más aún teniendo en cuenta que estaba libre de toda sospecha (su coartada era insuperable), pero la idea de volver a aquella casa elegante de la colonia alemana, con sus paredes blancas decoradas con pinturas abstractas, despertaba en él una profunda aversión.

La puerta se abrió y, con el entusiasmo privativo de quienes se entregan al trabajo en cuerpo y alma, Tzilla le anunció que podrían solicitar el mandamiento judicial al día siguiente. Shorer había tocado todos los resortes posibles, dijo orgullosamente, como si lo hubiera hecho sólo por ella, y ahora, mientras Michael iba a casa de Neidorf, llamaría a todos los invitados con los que todavía no había logrado ponerse en contacto. Manny estaba en la sala de interrogatorios, añadió, con el primero de ellos, Rosenfeld.

—Qué tipo tan bobo, con ese puro suyo —comentó. Michael se preguntó de dónde sacaría Tzilla tanta energía. Él se sentía viejo, cansado, y su mayor deseo era dormir.

Salió del despacho arropándose con el chaquetón; al ver a Eli, que se dirigía a interrogar a otro de los invitados a la fiesta, lo llamó con ademán cansino, le dijo que antes de marcharse le entregara todo el material a Tzilla, y le pidió que convocara una reunión del equipo para la mañana siguiente. Eli le prometió que se ocuparía de todo después del interrogatorio y, entretanto, le aconsejó a Michael que se lo comunicara a Tzilla.

—A fin de cuentas ella es la coordinadora —dijo, y sonrió con sarcasmo—. Es ella la que me tiene que dar las órdenes, ¿no es así?

Michael se reprimió para no preguntarle qué quería decir; estaba harto de los jueguecitos que se traían Eli y Tzilla. Todo le parecía estúpido y sin sentido, terminarían por no descubrir a ningún asesino. Al final resultaría que Neidorf se había suicidado y que habían sido los duendes quienes se habían llevado la pistola por los aires. Después de todo, ¿qué más daba?, se dijo.

Se vio obligado a hacer acopio de energías para mantener a raya a la entusiasta reportera que lo esperaba junto a su coche con la esperanza de lograr una entrevista exclusiva para una revista femenina. Había dado por imposible hablar con él por teléfono, le dijo en tono implorante; llevaba horas esperándolo; sólo unas palabras. Michael se disculpó educadamente y le dijo que tenía prisa. La remitió al portavoz, asegurándole que él le informaría de todos los pormenores del caso.

—Pero no estoy interesada en el caso desde el punto de vista policial. Quería escribir algo sobre usted. El factor humano. Un retrato en profundidad. Usted parece un hombre interesante y estoy segura de que la psicología de un detective de alta graduación fascinaría a nuestras lectoras.

—Lo siento —dijo Michael mientras se montaba en el coche y lanzaba una mirada apreciativa a las largas y bien torneadas piernas de la chica, preguntándose cómo podría llevar esos zapatos tan finos y medias con el frío que hacía y cómo sería una mujer tan entusiasta y enérgica en la cama—. No me permiten conceder entrevistas mientras estoy trabajando en un caso. Si lo desea, puede ponerse en contacto conmigo cuando todo haya terminado —dijo afablemente.

—¿Cuándo calcula usted que terminará? —le preguntó la joven, y pulsó el botón de una grabadora minúscula que llevaba en la mano.

Michael señaló hacia el techo del coche, puso en marcha el motor y, mientras giraba el volante, dijo:

—Pregúnteselo a Él, si es que se habla con Él —y a continuación, para evitar posibles malentendidos, sacó el brazo por la ventanilla y apuntó con la mano hacia el cielo mientras se alejaba en dirección a la colonia alemana.