10

—Ayer leí lo que decía de ti el periódico, lo importante que eres y en lo que estás trabajando ahora —dijo Yuval.

El chico terminó de beberse el café de pie, guardó en su mochila el sándwich de queso que le había dado su padre y anunció que estaba listo. Michael metió su taza y los platos del desayuno en la pila. Eran las siete de la mañana y el chaval tenía que estar en el colegio a las siete y veinte.

—A esta hora hay poco tráfico; si salimos ahora mismo, llegarás con tiempo de sobra.

—Ya sé que no me vas a contar nada de esto —dijo el chico con seriedad—, pero sólo quería preguntarte a qué se dedica un psicoanalista —pronunció la palabra laboriosamente, sílaba por sílaba.

Michael recogió las llaves, el tabaco y la cartera, se los guardó en el bolsillo del chaquetón y sonrió a su hijo.

—Es como un psicólogo. Cuando tu madre y yo nos separamos y tú eras pequeño, estuviste viendo a una mujer en una casa muy grande que hace esquina, en Katamon; allí hay un centro de terapia infantil; jugabas con un montón de juguetes y hablabas con ella. ¿Te acuerdas?

—Me acuerdo —dijo Yuval torciendo el gesto—. Fui allí porque lo decidió Zippora, mi profesora, o al menos eso me dijiste. En todo caso, aquello era un rollo.

—Esto es bastante parecido, aunque se va con mayor frecuencia y, como es lógico, los adultos no juegan con juguetes. A algunas personas les viene bien.

—A mí me parece que todo eso es un timo —dijo el chico con desprecio.

Michael sonrió y abrió la puerta de la calle. Estaba lloviendo y, además, hacía mucho frío; padre e hijo se arrebujaron con sus chaquetones. El viento, que soplaba con fuerza entre los altos bloques de apartamentos, arreció de camino hacia el barrio de las afueras donde estaba el colegio de Yuval.

—Un día gris —dijo Michael desalentado, como hablando consigo mismo, y aun antes de dejar al chico a las puertas del colegio empezó a pensar en lo que le esperaba. Cuando Yuval se bajó del coche, Michael se empeñó en darle un beso y en acariciarle la mejilla. Nunca hacía caso de las protestas de su hijo, que desde los tres años ya le decía: «¡Ay, que no soy un bebé!».

Pero ese día Yuval no protestó. Se alejó a toda prisa para alcanzar a una chica que se dirigía a paso lento hacia la entrada del jardín. Michael se quedó mirándolos. La chica tenía las piernas largas y el pelo recogido en una cola de caballo, y Yuval le sonrió. Michael sólo alcanzó a ver la sonrisa de refilón, pero esa breve escena le inspiró un sentimiento simultáneo de alegría y de melancolía, sentimiento que no lo abandonó hasta que llegó al Margoa.

Delante del hospital, Baum lo esperaba junto a la caseta del guarda. Eran las ocho menos cuarto. El jardinero, le explicó, llegaría de un momento a otro. Entonces apareció el encargado de mantenimiento, echó una ojeada a su reloj y dijo que Alí nunca se retrasaba.

—Está aquí como un clavo a las ocho, haga el tiempo que haga —dijo, pero Michael tuvo el presentimiento de que ese día el jardinero iba a faltar a sus buenas costumbres.

Bien arropados por sus abrigos, se quedaron esperándolo en la caseta junto a una pequeña estufa. A las ocho y media el inspector jefe Ohayon dijo que tenía que marcharse, que no podía esperar más. Les pidió que lo llamaran a su despacho del barrio ruso cuando llegara el empleado. Si no estaba allí, podían dejarle un recado en el Centro de Control. Si el jardinero llegaba, añadió, les agradecería mucho que se comportaran como si no hubiera pasado nada.

Tzilla y Eli Bahar lo estaban esperando en su despacho. Sentada en un extremo de la mesa, Tzilla se entretenía cogiendo clips de un cenicero limpio y doblándolos; Eli parecía preocupado. Michael se sintió como un intruso. Pasó la mirada de uno a otro y dijo «buenos días»; después de que le respondieran sin ningún entusiasmo, le pidió a la telefonista que le pusiera al habla con Belén.

El policía árabe que respondió a la llamada le puso en comunicación con el oficial de turno, que parecía contentísimo de oír su voz.

—Ohayon, viejo amigo, ¿qué tal te encuentras hoy? ¿Cuándo vamos a verte por aquí? Hace siglos que no vienes de visita. ¿Puedo hacer algo por ti? Lo que sea… ¡Sólo tienes que pedirlo!

Michael cumplió con los rituales de la cortesía, le preguntó por la salud de su mujer y de sus hijos y le expresó su deseo de que el pequeño se hubiera recuperado bien de la neumonía. Estaba viendo con la imaginación la cara redonda y la abultada barriga de Itzik Gidoni, cuya cordialidad era célebre entre sus hombres.

—Puedes ir poniendo el agua a hervir —bromeó Michael—. Voy a pasarme a tomar una buena taza de café.

Del auricular salieron exclamaciones de júbilo.

—Pero antes de nada —continuó poniéndose serio—, tendrás que localizar a un tal Alí Abú Mustafá del campo de Dehaisha.

—¿No me puedes dar algún dato más? —Gidoni también cambió de tono—. Entre ellos, Abú Mustafá es como Cohen o Levy.

—Ya sé que no va a ser fácil. Trabaja de jardinero en el hospital Margoa. Un tipo joven, de unos veinticinco años, pelo rizado, no demasiado alto.

Se produjo un silencio, y por fin Gidoni dijo suspirando:

—Haremos lo que podamos; el café no se va a estropear. No sé cuánto tiempo podrá llevarnos. Créeme si te digo que meterme en Dehaisha es lo último que me apetece hacer esta mañana. Pero, ¿qué no haría yo por ti? Y cuando lo encontremos, ¿lo detenemos y te lo comunicamos?

—Sí, sin pérdida de tiempo. Si no estoy aquí, trata de localizarme a través del Control; ellos sabrán dónde encontrarme. Cuento con tomarme una buena taza de café esta mañana. —Michael colgó el auricular suavemente y dirigió una mirada a Tzilla y a Eli.

El esbelto cuerpo de Tzilla estaba envuelto en una trenca de hombre; su pelo corto y su cara sin maquillar le daban un aire de golfillo. Eli no se había afeitado.

—¿Pero qué os pasa esta mañana? —preguntó Michael, y cuando le respondieron mascullando algo sobre el cansancio, dijo con impaciencia—: A ver si reaccionáis, que no está el horno para bollos. Tenemos que sacar un montón de trabajo adelante esta mañana. Lo primero de todo es despachar la reunión.

Michael se levantó y sus ayudantes echaron a andar delante de él hacia el despacho del fondo del pasillo, donde Balilty los esperaba con el inspector Raffi Cohen, que anunció en tono cansino que lo habían asignado al equipo pero que todavía no estaba en condiciones de funcionar como es debido.

—No hace falta que me pongáis en antecedentes ahora mismo —dijo—. Ayer hablé con Shorer y me he hecho una idea aproximada de por dónde van los tiros.

La reunión duró una hora y, a las nueve y media, Michael resumió el plan de acción. La mayor parte del tiempo se fue en escuchar el informe de Tzilla sobre sus conversaciones con Dalya Linder y con los vecinos de Linder: a uno de ellos lo habían despertado los ruidos que hicieron éste y su hijo en el patio.

Todos tenían en la mano sendas tazas de café y salían a rellenarlas de cuando en cuando. Se les veía agotados. Michael mencionó Alien, pero era el único que la había visto y a nadie le sugirió nada. Se decidió que Balilty trataría de averiguar algo más sobre Alí Abú Mustafá a través del gobernó militar que administraba los territorios. Tzilla, que se había mantenido en contacto con los hombres que estaban vigilando la casa de Hildesheimer, les informó de que, salvo por el encuentro con Dina Silver, allí no había ocurrido nada digno de mención.

Al final decidieron que Eli fuera a ver a los contables, que Balilty continuara reuniendo información confidencial, que Kaffi se pasara por el Instituto de Investigación Criminal y que Tzilla se pusiera en contacto con todos los invitados de la fiesta de Linder y les pidiera que acudieran a la comisaría para ser interrogados. Michael resumió lo acordado.

—Nos quedan menos de tres horas antes del entierro, tenemos que despabilarnos. Eli, ve directamente a Zeligman y Zeligman —le pasó la nota con la dirección—, y trae el archivo de Neidorf. Con las facturas, a lo mejor nos da tiempo a redactar la lista de pacientes y supervisados antes del entierro. Te están esperando. Y será mejor que te afeites. Pareces un presidiario en su día de salida. Toma —añadió dándole las llaves del Renault—. Está aparcado junto a la entrada de la calle Jaffa.

Eli cogió las llaves y se marchó sin pronunciar una sola palabra. Tzilla siguió a Michael a su despacho, tomó asiento y una vez más se puso a doblar clips.

—Bueno, ¿qué pasa? Y no me digas que estás cansada. No es la primera vez que os veo cansados a Eli y a ti, ¿sabes? ¿O prefieres no hablar de ello? —con lágrimas en los ojos, Tzilla hizo un gesto negativo. Michael suspiró y dijo—: Bueno, puede que te animes trabajando un poco —y le pasó la lista de nombres.

Por segunda vez esa mañana, Michael se preguntó qué relación tendrían Tzilla y Eli. Aunque no se demostraban afecto abiertamente, de vez en cuando la tensión que había entre ellos se palpaba en el aire y a veces Michael tenía la sensación de haberlos sorprendido en plena conversación íntima. Suponía que se verían en su tiempo libre, pero nunca se había comentado nada al respecto.

Tzilla se sonó, se enjugó los ojos y preguntó:

—¿Qué son todos estos nombres? ¿Qué se supone que tengo que hacer con ellos?

Michael percibió en su voz un dejo de autoconmiseración que le hizo responder con impaciencia:

—Es la lista de invitados a la fiesta de Linder, en la que se supone que alguien pudo robar la pistola. Hay que citar a cuarenta personas para interrogarlas. Lo haremos entre Eli, tú y yo, y nos harán falta dos personas más; si podemos suspender la vigilancia del viejo profesor, dejaremos de tener tanta escasez de personal. Hay que descubrir qué estaban haciendo y dónde. Coge el teléfono y comunícales que queremos hablar con todos. Y cuando hayas terminado con ellos, comenzaremos con los pacientes y supervisados que no asistieron a la fiesta. Pero antes tendremos que esperar a que Eli vuelva con el archivo —dijo Michael tratando de no prestar atención a sus sollozos—. Créeme —añadió afectuosamente—, no hay mejor cura que el trabajo. No sé qué ha pasado, pero sea lo que sea el trabajo te hará olvidarlo. Y cuando vuelvas a verme, dentro de una hora aproximadamente, aunque no hayas acabado, porque todavía tenemos pendiente hablar sobre el entierro, serás una persona diferente —y en el mismo tono de voz que empleaba con Yuval cuando se ponía gruñón y rebelde, agregó en un susurro—: Y entonces te habrás vuelto a convertir en la mejor coordinadora de equipo de Jerusalén.

Tzilla plegó la lista en cuatro, se sacudió de encima la mano que Michael le había posado en el hombro, recogió su bolso y salió del despacho. Michael se quedó pensativo un instante y después se abalanzó sobre el teléfono y marcó el número de Dina Silver. Le respondió una mujer que dijo ser la criada y que no sabía nada. No había nadie en casa. La señora estaba en el trabajo, pero allí sólo se la podía llamar diez minutos antes de cada hora, dijo en tono de advertencia. El tono que utiliza quien ya ha salido escaldado. Michael anotó el teléfono. Eran las nueve y cuarenta y cinco, faltaban cinco minutos para que pudiera llamarla. Salió de su despacho y se dirigió al de Emanuel Shorer, que estaba pegado al suyo y no era mucho mayor. La mesa de Shorer estaba cubierta de papeles y él tenía un tazón de café en la mano. Al ver a Michael se le iluminó la cara.

—¿Qué hay de nuevo? —preguntó, indicando con un gesto la silla que tenía enfrente.

—Nada —dijo Michael sin tomar asiento—. Bahar se ha ido a ver al contable, Tzilla está al teléfono con la lista de personas que queremos interrogar y el entierro se celebra hoy a la una. Necesito fotógrafos y dos ayudantes extra para las tareas de vigilancia que vayan surgiendo, no puedo arreglármelas sólo con tres personas y los del Servicio de Inteligencia, y no puedo prescindir de los que están protegiendo a Hildesheimer. Alguien podría aprovechar el entierro para agredirlo.

—Está bien, lo solucionaremos de alguna forma. ¿A la una, has dicho? ¿Cuántos? ¿Dos fotógrafos? ¿Y dos más?, suficiente. Si necesitas más hombres ad hoc, házmelo saber y te los proporcionaré. ¿Por qué estás consultando el reloj todo el rato?

—Porque tengo que hacer una llamada a las diez menos… —y Michael sonrió, acordándose de Winnie-the-Pooh y de los cuentos que en otros tiempos solía leer a Yuval. Sin saber por qué, se sentía como Eeyore—. Ah, me olvidaba de hablarte del jardinero —le puso en antecedentes y concluyó diciendo—: Tengo una sensación extraña, como si se me hubiera olvidado algo, como si fuera a ocurrir algo. No sé… ¿Comprendes lo que quiero decir? —Shorer lo miró y negó con la cabeza—. Bueno, da igual. Asígname dos personas y un coche para que Raffi vaya al entierro, ¿de acuerdo? —Shorer hizo un gesto afirmativo y Michael regresó a su despacho, sirviéndose por el camino una taza de café en el «rincón del café», una celdilla que estaba cerca de su oficina.

Eran las diez menos cinco cuando estiró la mano para marcar el número de Dina Silver, pero justo en ese momento el teléfono sonó y, al descolgar, oyó a Eli Bahar hablando muy excitado. Sin darle tiempo a pedirle que lo llamara más tarde, Eli le espetó a voz en grito:

—Michael, ¡el archivo no está! ¡Se lo han llevado! ¿Tú no has mandado a otra persona a recogerlo, verdad?

—¿Qué quieres decir con eso de otra persona? ¿De qué demonios estás hablando? —dijo Michael, encendiendo una cerilla mientras las manos se le empapaban de sudor. Se las secó en los pantalones, una después de otra.

—¡Estoy hablando de que aquí no hay nada! El contable dice que ya ha venido la policía a recoger el archivo. ¡El tipo que se lo llevó incluso firmó un recibo!

—Un momento. Empieza desde el principio y cuéntamelo despacio. —Michael aspiró con fuerza el humo de su primer cigarrillo del día—. ¿Me estás llamando desde Zeligman y Zeligman, de la calle Shamai?

—Sí, Zeligman y Zeligman, contables, calle Shamai 17. Tengo aquí a mi lado al señor Zeligman. Será mejor que vengas a verlo con tus propios ojos. El archivo ha desaparecido. A las ocho y media de la mañana se presentó alguien diciendo que era de la policía, firmó un papel y se largó con el archivo.

—Ahora mismo voy. No te muevas de ahí —dijo Michael y, a continuación, entró como una tromba en el despacho de Shorer. Éste le dirigió una mirada de perplejidad, dijo que no, que ciertamente no había enviado a nadie a la oficina de Zeligman y Zeligman; pero ¿qué demonios pasaba? Michael se lo explicó y salió a la calle corriendo. Recorrió a gran velocidad el camino entre el barrio ruso y la oficina de los contables: sorteó a la muchedumbre de la calle Jaffa, estuvo a punto de tropezar con el mendigo ciego de la plaza de Sión, subió a la carrera por Ben Yehuda y cruzó el callejón del café Atara. Llegó sin aliento, jadeante y con los músculos temblorosos. Los miembros del Instituto no habrían tenido dificultad para resumir su estado en una palabra: ansiedad.

Zeligman padre estaba pálido y nervioso. Con la cabeza gacha, dijo tartamudeando y con fuerte acento polaco:

—Pero si usted dijo que vendrían a recogerlo. No se me pasó por la cabeza que quizá no fuera policía. Aquí tiene a Zmira, pregúnteselo a ella. Le dio un recibo y él lo firmó.

Fue imposible detener el aluvión de palabras. El viejo contable comenzó por presentar sus excusas y prosiguió lanzando un ataque dirigido a demostrar su absoluta inocencia. La comparación con Youzek, el suegro de Michael, era inevitable. Incluso tenían el mismo acento y emitían un sh gutural en lugar de la h.

Dentro de un momento me va a pedir que me disculpe, pensó Michael indignado. Sólo me falta una excusa para darle un buen puñetazo. ¡Dios mío, qué pandilla de imbéciles! En un rincón, Eli Bahar, con expresión de haberse tragado una botella de vinagre, hojeaba obstinadamente los archivos de los impuestos de hacía cuatro años, haciendo caso omiso del joven Zeligman, que se afanaba en explicarle que allí iba a encontrar copias de las declaraciones de la renta de la doctora, pero no sus libros de facturas. Zmira, una jovencita vestida con unos vaqueros muy ajustados, un jersey aún más ceñido y las uñas de color rojo chillón, no paraba de retorcerse las manos ni de chascarse los nudillos. Estaba mascando un chicle que de vez en cuando asomaba entre sus dientes. Con mano temblorosa le pasó una nota a Michael. Bajo las palabras «He recibido de Zeligman y Zeligman, contables, el archivo con los documentos de las declaraciones de la renta de Eva Neidorf, y por ésta me comprometo a devolvérselo completo. Firmado», había un garabato ilegible.

Michael se guardó el papel en el bolsillo del abrigo. Zeligman padre dijo por enésima vez que aquello no habría ocurrido si él hubiera estado presente. Él, un ciudadano decente y cabal, «que no había tenido problemas con la policía en su vida», había preparado el archivo y había telefoneado a Zmira a primera hora de la mañana para decirle que fuera rápidamente a la oficina a esperar a la policía y que les entregase el archivo cuando llegaran.

Eli Bahar levantó la vista de los archivos atrasados y le preguntó por qué no había estado presente cuando ocurrió. El mayor de los Zeligman explicó que se había visto obligado a hacer una visita urgente a la agencia tributaria para evitar que uno de sus clientes se metiera en graves apuros. Y su hijo, explicó, siempre llegaba tarde.

—Pero también trabaja hasta tarde. No es fácil llegar al centro de la ciudad desde donde vive —dijo el anciano mirando a su hijo.

—Tranquilízate, papá, tranquilízate —dijo el joven, acercándose a su padre y poniéndole una mano en el hombro—, no es culpa tuya.

No, pensó Michael, no es culpa suya, pero ¿eso qué más da? Era como si ya estuviera oyendo a Ariyeh Levy diciéndole: «Esto no es la universidad, ¿sabes?», y soltándole la retahíla de costumbre. Le pareció sentir las miradas de soslayo y ver las sonrisas furtivas de sus enemigos, todos los que codiciaban el bocado que le iba a caer en suerte: director del Departamento de Investigación de Jerusalén. Y, para colmo, tenía que aguantar a los miembros del Comité de Formación del Instituto, con sus miradas suspicaces y la desconfianza en los ojos.

Los hechos estaban claros: a las ocho de la mañana el archivo estaba listo, y a las ocho y media (a esa hora salí del hospital, pensó Michael con rabia; podría haberme pasado por aquí) un hombre se había presentado en la oficina de los contables, un hombre alto de treinta y tantos años con bigote que vestía un uniforme militar. Había visto los pantalones caquis, dijo Zmira, por debajo del gran abrigo con capucha que le llegaba hasta las rodillas.

—Un abrigo del ejército —añadió. Llevaba guantes negros y dijo que le habían encargado recoger el archivo. Ésa fue toda la información que Michael consiguió extraerle a la chica.

—Pero si ya se lo he contado a él —dijo, y señaló a Eli.

Eli frunció los labios y dijo en tono amenazador:

—Y ahora nos hará el favor de repetirlo.

Zmira no recordaba nada más. No vio sus galones.

—Como ya he dicho, llevaba puesto un abrigo muy grande. Y gafas negras, de esas que ocultan los ojos. Sólo vi su bigote y una boca llena de dientes —dicho esto, se sacó de su propia boca la rosada golosina y rompió a llorar.

Nadie se movió para consolarla. Michael había tomado asiento en una gran silla de mimbre frente al escritorio detrás del cual estaba sentado Zeligman padre, manoseando el nudo de su corbata y enjugándose la frente. De tanto en tanto levantaba la vista hacia la pared donde una serie de diplomas lujosamente enmarcados atestiguaban que era contable diplomado y perito mercantil.

Sobre el escritorio había un jarrón de exquisito cristal veneciano. Michael sintió el irrefrenable impulso de cogerlo, estrellarlo contra el suelo y oír cómo se hacía pedazos. Se esforzó por pensar en otra cosa. No había nadie sobre quien pudiera descargar su ira. Eli Bahar dejó los archivos atrasados en su sitio diciendo que no les servirían de nada.

—Aquí no hay nada —dijo—, solamente cuentas bancarias.

Michael aguzó el oído. «Cuentas bancarias», repitió, y le preguntó a Zeligman padre si tenía los números de cuenta de la difunta. Sí, dijo Zeligman, y se enderezó la corbata. Estaba en condiciones de informarle, dijo, de que la doctora Neidorf tenía una cuenta en activo y otras sin actividad.

—¿También le interesa su cartera de valores? —preguntó.

Todo, dijo Michael, todas sus cuentas bancarias. Sobre todo las cuentas en las que depositaba los pagos que le hacían sus pacientes.

—Eso no es ningún problema —dijo el contable. Incluso tenía un cheque firmado para el mes siguiente, para ingresarlo en nombre de su cliente. La doctora tenía por costumbre hacer los pagos fraccionados del impuesto de la renta al final de cada mes, explicó—. No quería preocuparse personalmente de esos asuntos. La doctora Neidorf tenía plena confianza en nosotros —añadió en tono de reproche—. Aquí está. El inspector jefe puede comprobarlo por sí mismo —y abrió uno de los cajones del escritorio. Se inclinó, estuvo revolviendo los papeles del cajón durante un rato y, por fin, sacó un fino archivador de cartón del que extrajo un talonario de cheques que le entregó a Michael. Era del Discount Bank, de la sucursal de la colonia alemana, y en él había dos cheques firmados, uno extendido a nombre de la agencia de recaudación del IRPF y otro a nombre de la agencia recaudadora del IVA. La fecha que figuraba en ambos era el 15 de abril. Zeligman se apresuró a explicar que la doctora todavía no había recibido los formularios de la declaración de la renta del siguiente año fiscal. En el mes de abril la doctora siempre le entregaba cheques firmados para todo el año.

—Este talonario estaba lleno de cheques firmados; se ve que los hemos arrancado… Usted mismo lo puede comprobar. Pagábamos todo puntualmente.

Así que ya me habla de usted en vez de llamarme inspector jefe, pensó Michael; eso significa que ya no está asustado. Recordaba el momento en que su suegro había dejado de dirigirse en esos mismos términos a la gente para emplear un tono más familiar.

Eli Bahar sugirió la conveniencia de llevarse también los archivos atrasados.

—Nos llevaremos todo —corroboró Michael secamente—. En nuestras manos estará más seguro.

Zeligman hijo abrió la boca, se lo pensó mejor, y la volvió a cerrar. Y Zeligman padre le hizo un gesto de asentimiento a Zmira y le dijo:

—Dale un sobre al caballero para esos papeles.

Mientras introducía los papeles en el sobre, Michael lanzó su andanada de despedida:

—Señor Zeligman, quiero que medite mi pregunta antes de contestar y que me conteste con absoluta franqueza: nosotros no somos de Hacienda. —Zeligman empezó a manosearse la corbata otra vez y su hijo abrió la boca para protestar, pero el inspector jefe Ohayon levantó la mano para indicar que no había terminado de hablar—: Mi pregunta se refiere a las facturas. ¿Se registraba todo? ¿Está seguro de que les pasaba factura a todos sus pacientes?

Zeligman reaccionó como si estuviera a punto de sufrir un infarto. El tono defensivo desapareció de su voz: el honor de una dama estaba en entredicho y el caballero polaco se puso a la altura de las circunstancias. Con las mejillas encendidas, dijo:

—No sé con qué tipo de gente estará usted acostumbrado a tratar, caballero. Pero ahora estamos hablando de la doctora Eva Neidorf, a quien evidentemente usted no tuvo el honor de conocer. No me importa contarle, sin que esto salga de aquí, que yo mismo le aconsejé en más de una ocasión que trabajara menos horas, ya que era tan escrupulosa en sus declaraciones de la renta que trabajar tanto no le compensaba económicamente. Siempre decía que lo pensaría, pero no pasarle factura a un cliente era algo que jamás se le habría ocurrido. «Señor Zeligman», me decía, me tenía mucho respeto, «señor Zeligman, en un trabajo como el mío hay que ser honrado; no puede uno portarse como un tendero y no entregarles una factura a los clientes». Le puedo asegurar, con la mano en el corazón, que siempre extendía la factura correspondiente y guardaba la copia y que lo declaraba todo. Y créame, tengo otros clientes y sé de qué estoy hablando.

Michael no dio muestras de que aquel discurso lo hubiera convencido y mientras bajaban en el viejo y chirriante ascensor resumió su actitud hacia Zeligman en dos palabras: «Cretino pedante». Zmira miraba alternativamente a Michael y a Eli con ojos asustados y saltones. Habían pasado un buen rato convenciéndola de que no había hecho nada de lo que se la pudiera acusar.

—Es pura rutina, es nuestra manera de trabajar —volvió a explicarle Eli de camino hacia el barrio ruso. En primer lugar la llevó al despacho donde se hacían los retratos robot y después le tomó una declaración jurada sobre los sucesos de la mañana. Mientras iban de un lado a otro, Eli le preguntó a Zmira qué voz y qué acento tenía el hombre del uniforme. La secretaria dijo que le había parecido un asquenazí; ciertamente, no tenía acento sefardí. Eli informaría a Michael una hora después de que la chica le había dicho que podría identificar la voz, y quizá también al hombre en cuestión, si lo volviese a ver.

Algunas cosas iban evolucionando bien y Michael trató de consolarse pensando en eso. Por ejemplo, en cuanto entró en su despacho, a las once y media, oyó a Tzilla diciéndole animadamente a alguien por teléfono: «Aquí está, acaba de llegar». Estaba sentada detrás del escritorio garrapateando algo con un lápiz. Michael cogió el auricular. Habían encontrado a Alí Abú Mustafá, le anunció Gidoni.

—Tienes que reconocer que nos hemos dado prisa. ¿Ves como mantener buenas relaciones con el mujtar[2] tiene sus ventajas?

Michael le dijo que se pasaría por allí sobre las cuatro. Cuando Gidoni se quejó de que el café se iba a enfriar, hizo un esfuerzo por responderle en son de guasa, confiando en que no se notara mucho la impaciencia que sentía.

A las doce menos diez consiguió marcar el teléfono de la clínica de Dina Silver. No hubo respuesta. Volvió a intentarlo unos minutos después y una voz suave y agitada respondió a la llamada:

—Dígame. Sí, soy yo —le dijo cuando preguntó si era Dina Silver. No, hoy no tenía tiempo para hablar con él; iba a ir al entierro a la una y después tenía que trabajar hasta tarde.

—¿Y qué tiene de malo que nos veamos tarde? —preguntó Michael, mirando a Tzilla, que parecía estar en tensión.

—Esta noche… —dijo Dina Silver, titubeante—. ¿Quiere decir en casa o algo así?

No, no quería decir en casa, sino allí, en el barrio ruso, después del entierro.

—Pero es que recibo pacientes desde las tres —dijo Dina Silver, nerviosa, haciendo hincapié en cada palabra. Michael estaba imaginándose la expresión preocupada de su bonito rostro—. ¿Trabajan después de las nueve?

Michael sonrió para sí y respondió que, «si hacía falta», trabajaban veinticuatro horas al día.

Se produjo un silencio y, a continuación, en un tono más mimado, Dina le sugirió:

Podría llamarle para facilitarle el nombre y el número de teléfono de la chica que envié a Eva Neidorf para que la tratara. ¿No podríamos dejar la cita para más adelante?

Podrían dejarla para más adelante, dijo Michael, si ella no estaba dispuesta a ir a verlo cuando terminara de atender a sus pacientes. No quiso pedirle que cancelara las citas. No había un arma de fuego por medio, como en el caso de Linder, y además Michael no sabía si a las nueve ya habría terminado de hablar con la familia de la mujer asesinada. Al fin le propuso que fuera a verlo a su despacho a la mañana siguiente.

—¿A qué hora? —le preguntó otra vez en tono angustiado.

—A las nueve —le dijo Michael después de calcular cuánto duraría la reunión matinal—. Pero, por favor, si no es una molestia excesiva, resérveme toda la mañana.

Michael sabía que sería una molestia y le extrañó que Dina Silver no se quejara y escuchara en silencio las instrucciones sobre cómo llegar a su despacho, transmitidas a velocidad de dictado antes de colgar.

—He estado buscándote y te habías marchado —dijo Tzilla—, todos habíais desaparecido. ¿Qué ha pasado?

Michael le explicó sucintamente los sucesos de la mañana, aparentando que no lo afectaban.

—Y ahora, ¿qué vamos a hacer? —dijo Tzilla con ansiedad—. ¿Cómo vamos a localizarlos a todos? No me parece muy adecuado sacar un comunicado en el periódico diciendo que todas las personas que hayan estado en tratamiento con la doctora Neidorf se presenten en la comisaría más próxima.

—Ése no es el único problema. Por lo visto hay alguien decidido a evitar a toda costa que lo descubramos. Lo que ha hecho esta mañana era muy arriesgado —dijo Michael pensativo—. Pero la vida no es tan sencilla y no es tan fácil ocultar una información de ese tipo. Demos gracias a Dios porque existan los bancos: imagínate qué demonios habríamos hecho si todo se basara todavía en el trueque y en los pagos en especie.

En ese momento entró Eli para recordarles que tendrían que salir en seguida hacia el entierro, pero al oír la última frase pronunciada por Michael una chispa de comprensión e interés animó su mirada.

—Vamos a ver —estaba diciendo Michael lentamente—. Había ocho horas en las que no sabíamos qué hacía, ocho horas a la semana. Seis ya han quedado explicadas. Dedicaba cuatro horas a la semana a psicoanalizar a la doctora del Margoa, Hedva Tamari, que ha solicitado que la admitan en el Instituto recientemente y está a la espera de una respuesta; y otras dos las dedicaba a otra paciente, cuyos datos me facilitará mañana la mujer con la que acabo de hablar por teléfono, Dina Silver. Esto nos deja con dos horas sin explicar. Una vez que hayamos hablado con todas las personas de nuestra lista y hayamos averiguado qué días y a qué horas tenían cita con Neidorf, podremos encajarlas en su horario. Y después de examinar las cuentas bancarias, confío en que también sepamos el nombre del paciente misterioso. Lo que ha ocurrido esta mañana nos lleva a suponer que es un hombre.

Eli abrió el sobre marrón y dijo:

—O quizá no es una sola persona, ¿quién sabe?, después de todos estos robos y desapariciones.

—Entonces ¿qué hacemos aquí sentados? Tenemos que conseguir un mandamiento judicial, ¿verdad? No podemos entrar en el banco y, así por las buenas, decir que queremos ver sus cuentas bancarias —dijo Tzilla muy excitada.

Michael echó un vistazo a su reloj.

—Es cerca de la una. Lo primero es asistir al entierro. Después iré a Belén, y Eli vendrá conmigo, así que ya puedes empezar a moverte, Tzilla. A la vuelta estoy citado con la familia… Dios sabe cuánto tiempo pasaré con ellos… Habrá que dejar lo demás para mañana. Al fin y al cabo, todo tiene un límite. Eli, cuando vuelvas de Belén puedes ayudar a Tzilla. Empezad a interrogar a la gente que estuvo en la fiesta. Y tú, Tzilla, trata de averiguar el número de cuentas bancarias que debemos consultar, todas las cuentas en las que Neidorf ingresara cheques. Al cabo de unos días devuelven los cheques a las cámaras de seguridad de los bancos donde han sido cargados. —Michael concluyó reprimiendo la ira—: Al final daremos con él, aunque nos cueste la vida —y volviéndose hacia Eli añadió—: Hazme un favor, lleva el recibo del archivo de Zeligman a Investigación Criminal. A lo mejor consiguen descubrir algo a través de la firma. Quiero que salgamos todos juntos hacia el entierro. Tzilla, habla con los fotógrafos y con los dos hombres de refuerzo y asegúrate de que lleguen por separado; de momento nadie los conoce. Supongo que Shorer enviará a Raffi y a Manny Ezra, pero de todas formas compruébalo.

Al quedarse solo en el despacho, Michael volvió a mirar la lista, que estaba bajo la lámpara de mesa con las cinco copias que había hecho Tzilla. Con su letra grande, había ordenado los nombres alfabéticamente. El primero de la lista era el doctor Giora Biham, que no figuraba en la lista de pacientes de Neidorf ni en la de sus supervisados. Por lo visto trabajaba en el hospital Kfar Shaul, y Tzilla había hecho una marca al lado de su nombre; era de suponer que se habría puesto en contacto con él y lo habría citado para interrogarlo. A Michael se le ocurrió que no tendría sentido que ninguna de las personas del Instituto tratara de ocultar sus contactos profesionales con Neidorf. El hombre de uniforme que se había llevado el archivo debía de ser alguien de fuera, alguien que estaba suficientemente al tanto de las cosas como para ir en primer lugar a la oficina de los contables. Así se lo explicó a Eli cuando entró en el despacho para decirle que había dejado el recibo en Investigación Criminal para que lo examinara el experto en caligrafía.

—¿Dónde demonios se habrá metido Tzilla? —dijo Eli después de soltar un taco—. Tenemos que ponernos en marcha.

Tzilla regresó y les comunicó que los demás ya habían salido; contaban con un par de fotógrafos y también con Manny Ezra.

—Gracias a Dios, al menos habrá allí una persona agradable.

Eli no se dio por aludido, aunque seguramente la pulla iba dirigida contra él, y los tres salieron del despacho. Al pasar por delante del despacho de Shorer, Michael se asomó por la puerta. Shorer, que seguía sentado detrás de un montón de papeles acumulados en su escritorio, levantó la cabeza y le preguntó qué novedades había y Michael se las resumió en un par de frases. Shorer suspiró y dijo que eso iba a complicar aún más las cosas; los trámites bancarios eran interminables, y no sabía cómo iban a ocultarle la situación a Levy, que, como Michael sabía muy bien, estaría encantado. Michael dijo que sí, que ya lo sabía, y que no tenía intención de ocultarle nada a nadie.

—¿Te apetece asistir a un entierro? —preguntó.

Shorer sacudió la cabeza enérgicamente y dijo:

—Ir a los cementerios trae mala suerte. Sólo voy en caso de absoluta necesidad. Cuando se te ocurra alguna propuesta más sugestiva, házmelo saber.

Michael se encogió de hombros y volvió la mirada hacia el largo y sinuoso pasillo. Estaba parado en el umbral, entre el quicio y la hoja de la puerta entreabierta. Tzilla y Eli lo esperaban pacientemente junto a las escaleras.

—Pero ¿qué te pasa? ¿Has perdido la confianza en ti mismo? ¿Es que necesitas una niñera o qué? —Shorer le habló con dureza. En un instante la situación había cambiado por completo—. ¿Un par de golpes y te vienes abajo? ¿Qué demonios te pasa? Salgo en tu defensa, hablo bien de ti al mundo entero, la gente cree que puedes andar sobre las aguas… ¿Y crees que voy a permitir que me hagas pasar por mentiroso? No quiero ni un fallo más, ¿entendido? Si una sola cosa más sale mal, te voy a amargar tanto la vida que desearás no haber nacido. Y borra esa expresión patética de tu cara si no quieres que te la borre yo. ¡Haz el favor de dominarte!

Michael cerró la puerta y echó a andar hacia Tzilla y Eli. Sé que me lo he buscado, pero aun así se está portando como un cerdo, pensó mientras arrancaba el coche y ponía rumbo a Sanhedria. Siempre que iba al tanatorio de Sanhedria se preguntaba cuánto tardaría en dejar atrás todos los semáforos de la calle Bar Ilan. Y cuánto tiempo tendría que estar dentro del coche contemplando las levitas negras, los tirabuzones y los sombreros de ala ancha de los ultraortodoxos, y a las omnipresentes mujeres embarazadas, que tardaban una eternidad en cruzar la calle. Pasarían siglos antes de que pudiera girar a la izquierda en dirección al abarrotado tanatorio.

Tzilla iba sentada a su lado y Eli en el asiento trasero. El cielo estaba encapotado de negros nubarrones que todavía no habían empezado a descargar. No cruzaron ni una palabra durante todo el camino. Al llegar, Michael aparcó, le dio las llaves a Tzilla y desapareció entre la multitud de dolientes.

Como instrumentos de un trío bien compenetrado, Tzilla y Eli se separaron y el Renault con matrícula de la policía quedó aparcado entre los coches de los miembros del Instituto.