Al igual que Gold, Michael Ohayon se reía de las supersticiones, pero cuando entró en la jefatura de policía de Jerusalén del barrio ruso y le felicitaron por haber descubierto la pistola con la que se había cometido el asesinato no pudo evitar que le viniera a la memoria el terror que le inspiraba a su madre el «mal de ojo». Su reacción instintiva de negar lo que le decían y sus cautos comentarios sobre las pruebas balísticas fueron recibidos con el desdén que sin duda merecían.
—¡No me vengas con eso! —dijo el inspector jefe Klein, que estaba al frente de un destacamento especial encargado de investigar otro asesinato—. ¿Cuántas pistolas puede haber en la calle Disraeli un sábado? ¿Pero cuánto te crees que mide esa maldita calle de un extremo al otro?
Michael no sonrió. Cosas más raras ocurrían. Esperaría a que le respondieran del laboratorio. Entretanto tenía que hablar con el patólogo y pasarse por el hospital Margoa.
A las cinco de la mañana, cuando iba de camino hacia el barrio ruso desde Rehavia, le habían comunicado por radio la aparición de la pistola. Aunque, según le dijeron, no había necesidad de que fuera al hospital, se desvió para volver a la calle Disraeli. En el hospital el policía pelirrojo le dijo que en la pistola (una Beretta del calibre 22, tal como habían pensado) había restos de barro. Habían extraído una bala de la pared de la sección IV de hombres, y probablemente, dijo el pelirrojo esperanzado, encontrarían otra en el cuerpo de la mujer asesinada. Añadió suspirando que la pistola estaba llena de huellas: del doctor Baum, de la enfermera Dvora, del paciente Tubol, y otras aún pendientes de ser identificadas. Pero, «debido a las circunstancias», explicó, algunas huellas serían difíciles de examinar.
De toda la información facilitada por la base de datos informatizada de la policía, lo que más había impresionado al policía pelirrojo era que la pistola perteneciera a Joe Linder, que había sacado la licencia correspondiente en 1967. El barro le tenía preocupado, añadió, pero no podrían saber nada con seguridad hasta que el informe balístico estuviera completo.
Michael miró a su alrededor. La luz comenzaba a iluminar el cielo y pudo apreciar el tamaño del jardín del hospital, así como calcular la distancia que había hasta la calle, la altura de la valla y la distancia hasta el edificio del Instituto. Encendiendo un cigarrillo, expuso sus conclusiones provisionales al pelirrojo, que expresó su conformidad diciendo:
—Sí, alguien debe de haber tirado la pistola al jardín desde fuera, tal vez incluso desde un coche en marcha. Y la enfermera dice que el paciente salió al jardín. Pero tendremos que comprobarlo.
Obtener la menor información de Tubol resultó imposible. Todos los pacientes seguían sedados y Baum también estaba dormido. La única alternativa era regresar más tarde, dijo Michael, y llevar a Baum a la comisaría para interrogarlo cuando se recuperase.
Sentado en su despacho del barrio ruso, un cubículo donde apenas si cabían dos sillones, un escritorio y un archivador situado al final del curvo pasillo de la segunda planta, Michael echó un vistazo a su alrededor y se preguntó por dónde habría que empezar.
Tzilla entró sin llamar a la puerta, como era su costumbre, y le sugirió que empezara por tomarse el café y los bollos que le dejó sobre la mesa; ya habría tiempo para todo lo demás. Pero, agotado como estaba por la falta de sueño, Michael sintió que se derrumbaría si bajaba la guardia un solo instante y comenzó a marcar el teléfono del patólogo mientras daba un primer sorbo al café. Le dijeron que los dejara en paz, que acababan de empezar; ya lo llamarían cuando tuvieran algo que decirle. Todo parecía indicar que Neidorf seguía en el mundo de los vivos entre la noche del viernes y la mañana del sábado, pero aún no podían asegurar nada.
—Debería haber ido yo. Eli los trata con demasiada suavidad, no los presiona bastante —pensó Michael en voz alta mientras cortaba la llamada al Instituto de Investigación Criminal y marcaba el número del laboratorio de balística. Como la línea estaba ocupada, pegó un mordisco a un bollo recién hecho a la vez que buscaba la maquinilla de afeitar eléctrica en el cajón de su escritorio.
A Tzilla no le sorprendió ver cómo el inspector jefe Ohayon comenzaba a afeitarse con una mano mientras con la otra seguía sujetando el auricular del teléfono. Sabía cuánto le fastidiaban sus limitaciones, entre ellas el hecho de no encontrar nunca tiempo para los asuntos «periféricos» como comer, beber y afeitarse mientras estaba ocupado en un caso. Y nada le molestaba tanto como ir mal afeitado.
Tzilla se ofreció a volver a llamar al laboratorio, y cuando consiguió comunicar, Michael ya había terminado el primer café de la mañana, la mitad del bollo y el afeitado.
El barro de la pistola, le informaron, era idéntico al del terreno que rodeaba el hospital. Alguien la habría cogido de allí; incluso cabía la posibilidad de que hubiera estado enterrada en algún arriate antes de que la encontrasen. Tenía montones de huellas dactilares; sería imposible obtenerlas todas. Ya habían identificado las de Baum y las de Tubol. Sí, estaban esperando la bala del cadáver; hasta entonces no podían emitir ninguna conclusión. Estaba con ellos uno de los muchachos de Identificación Criminal. El Instituto de Investigación Criminal les había comunicado que les enviaría la bala aproximadamente dentro de una hora y, hasta entonces, Michael tendría que armarse de paciencia y esperar. Además habían leído la prensa de la mañana, le dijeron.
¿Qué decía la prensa?, preguntó Michael con cautela. ¿Quería enterarse de los titulares o prefería que se la leyeran de cabo a rabo por teléfono? Michael contestó que no se tomaran la molestia y colgó, mientras le preguntaba a Tzilla si había leído las noticias. Tzilla se inclinó hacia el gran bolso de mano que había dejado en el suelo y sacó de él un periódico.
En la primera página se ofrecía una descripción del edificio del Instituto y de la calle Disraeli; había una foto de Michael, a quien llamaban «un investigador estrella, segundo de a bordo en el departamento de Investigación de Jerusalén»; e información sobre el «caso». No se facilitaba ningún nombre.
—Demos gracias a la misericordia divina —dijo Michael en voz alta. Una psicoanalista veterana…, muerte violenta…, desconcierto de la policía… a lo largo del día se darían a conocer la fecha y el lugar del funeral, eso era todo.
El teléfono sonó y Michael oyó la voz de Eli Bahar, que había asistido a la autopsia. Le informó de que no se habían descubierto señales de resistencia y por el momento la causa de la muerte parecía ser un disparo en la sien realizado a quemarropa, aunque no a una distancia tan corta como para suponer que se tratase de un suicidio. Probablemente la muerte se había producido, dijo Eli dubitativamente, entre las siete y las nueve de la mañana del sábado.
—Ahora mismo están terminando y, en cuanto hayan acabado, iré personalmente a llevar la bala a balística —y Michael percibió un temblor en la voz de Eli.
A Michael tampoco le gustaba asistir a las autopsias. Luego pasaba horas horrorizado por la frialdad con que el forense había trazado una cruz con el escalpelo, abriendo el torso de arriba abajo y de lado a lado para dejar al descubierto sus órganos internos, como si fuera un pollo.
Eli Bahar era un inspector de la Unidad de Grandes Delitos. Él y Tzilla habían trabajado con Michael durante varios años, hasta que a éste lo nombraron subdirector del departamento de Investigación un par de años atrás. Desde entonces había pasado más tiempo dedicado a los papeleos que a la investigación de campo. Cuando lo nombraron jefe del equipo especial a cargo del caso Neidorf, se dio por hecho que Eli y Tzilla colaborarían con él. A Tzilla la habían nombrado coordinadora del destacamento, pero los hábitos adquiridos a lo largo de varios años militaban en contra de una demarcación estricta de las responsabilidades, y Michael sabía que al igual que se había presentado en casa de Neidorf la noche anterior también estaría a su lado hasta que concluyera la investigación.
Michael le pidió a Tzilla que informara a Hildesheimer de que el entierro se podría celebrar al día siguiente, que era lunes.
—Déjales que decidan el lugar, y dile que haga el favor de comunicárselo a la familia y a quien haga falta. Le prometí que se lo diría en cuanto fuera posible —y encendió un cigarrillo.
Tzilla se abalanzó hacia el teléfono pero, antes de que comenzara a marcar, Michael le pidió que se marchara a otro sitio. Cuando ella le replicó que adonde quería que se fuera exactamente, el inspector jefe le dirigió una mirada fulminante y le preguntó si necesitaba ayuda para moverse. Para Tzilla no era ninguna novedad el mal humor de Michael cuando le esperaba una dura jornada de trabajo después de una noche en vela, sin haber podido ducharse ni afeitarse como es debido, y ya se disponía a irse antes de que las cosas empeoraran cuando Joe Linder apareció en la entrada y dijo que quería hablar con «el señor Ohayon».
—El inspector jefe Ohayon —le corrigió Tzilla, y se apartó para dejarlo pasar. Linder entró en el despacho y ella salió pegando un portazo a sus espaldas.
Joe Linder dejó caer su menudo cuerpo en un sillón, se desabotonó el abrigo a la vez que exhalaba un suspiro y, echando un vistazo a su reloj, comentó que disponía exactamente de una hora antes de su próxima cita con un paciente. Para ir directamente al grano, estaba allí para informar de la desaparición de una pistola.
Michael continuó fumando tranquilamente y Joe, a quien las oscuras bolsas que tenía bajo los ojos le daban un aire abatido a la par que disoluto, miró de reojo el despachurrado paquete de tabaco que había sobre una esquina del escritorio. Michael le ofreció un cigarrillo y, después de encenderlo, Linder comenzó a explicar, sin que le hubieran preguntado nada, que estaba convencido de que, si no hubiera sido por la muerte (escogió ese término después de corregirse tras haber empezado a pronunciar la palabra «asesinato»), habrían pasado varios meses antes de que se diera cuenta de la desaparición de la pistola. Nunca la había utilizado ni había tenido la menor intención de hacerlo. Pero la noche de la víspera no lograba conciliar el sueño y la Providencia había guiado su mano (aquí esbozó una sonrisa forzada) hacia el cajón de la mesilla de noche, donde descubrió la ausencia de la pistola.
Michael, que el día anterior había encontrado un momento para leer el relato escrito por Linder sobre lo que había hecho la noche del viernes y el sábado por la mañana, recordaba que el viernes había tenido invitados en casa hasta la madrugada y que el sábado había estado con su hijo desde las seis de la mañana hasta que se marchó al Instituto.
Le preguntó qué tipo de pistola era y recibió una respuesta con detalles históricos y culturales incluidos. (Se la había comprado un amigo, un militar, en 1967, después de que un joven árabe, que alegó que estaban persiguiéndolo, irrumpiera en su casa, cuya puerta nunca cerraba con llave. Aquella aparición había aterrorizado a la que entonces fuera su novia y Joe se hizo con la pistola pensando en ella. Por eso era un arma de aspecto tan femenino; en realidad era una obra de arte, con la culata nacarada y tallada a mano. De hecho su amigo se la había comprado a un marchante de arte, que era quien había encargado el chapeado y las tallas).
Adoptando unos modales formalistas, Michael extrajo un impreso del cajón de su escritorio y le preguntó a Linder qué características técnicas tenía el «arma de fuego». Joe sacó de su cartera una licencia de armas para una pistola Beretta del calibre 22, donde se especificaba el número de serie.
A continuación, Michael preguntó qué había llevado al doctor Linder a pensar que su pistola estaba relacionada con la muerte acaecida en el Instituto. Joe se encogió de hombros, abrió la boca para decir algo, cambió de opinión y terminó por responder que no lo sabía. Sencillamente lo pensaba.
Michael examinó la licencia y preguntó cautamente, mientras garrapateaba algo en el impreso que tenía delante, en qué momento preciso había visto el doctor Linder la pistola por última vez.
La respuesta arrancó con una referencia al insomnio y al dolor de espalda. Luego Joe dijo disculpándose:
—Tal vez esto le parezca irrelevante, pero lo cierto es que es estrictamente relevante, ya que si reparé en la desaparición de la pistola fue sólo por el hecho de que estaba buscando las pastillas para dormir; además, la manera de saber hasta cuándo seguía en su sitio está directamente relacionada, en mi opinión, con la última vez que tomé esas pastillas, y de hecho recuerdo muy bien cuándo fue —después Linder le contó que hacía un par de semanas había celebrado una gran fiesta en su casa. Aquella noche no le hizo falta tomar nada para dormir y, a partir de entonces, resolvió dejar de tomar somníferos porque, tal como el doctor Rosenfeld había señalado con acierto, estaba desarrollando una dependencia con respecto a ellos—. En mi calidad de analista quizá no debería decir esto, pero en última instancia el hombre es una criatura con escasa fuerza de voluntad y, posiblemente como consecuencia de la tragedia de ayer, no me mantuve fiel a mi resolución.
Michael no prestó la menor atención al tono íntimo y sincero que Linder había adoptado al hablar de la pistola, y que se intensificó cuando abordó la cuestión del insomnio. Si lo había comprendido bien, dijo, la última vez que el doctor Linder había visto la pistola fue la noche anterior a la de la gran fiesta que había mencionado.
Linder asintió con la cabeza y dijo que no era necesario que le llamara «doctor» cada vez que se dirigía a él.
—En el fondo soy un impostor: no soy médico, y tampoco cursé estudios de psicología ni de psiquiatría en su día.
Era fácil comprender que un hombre de ese tipo despertara recelos en Hildesheimer, pensó Michael, acordándose del comentario del anciano con respecto a la única excepción a la norma. Había algo molesto en la sinceridad expansiva y exagerada de aquel hombre; era como si estuviera diciendo: «Mire, no he tenido reparo en mostrarle todos mis defectos. No me queda nada peor que confesar, así que acépteme como soy, por favor».
Probablemente las mujeres se sentirían atraídas por un hombre como él, que en Michael despertaba todos sus instintos depredadores. Bajo aquella fachada de patetismo, Michael presentía la existencia de trampas y peligros. Sin alterar su expresión, le preguntó dónde había pasado exactamente la noche del viernes y las primeras horas del sábado por la mañana.
Linder echó una ojeada a su reloj y dijo que para llegar a tiempo a la cita con su próximo paciente tendría que marcharse ya.
En el tono más formal de su repertorio y con la urbanidad de un funcionario británico, Michael le explicó que no podía permitirle marcharse y le sugirió que anulara todas las citas que tuviera por la mañana. La reacción fue virulenta. Linder farfulló algo sobre «este país», donde te extorsionan por portarte como un buen ciudadano y donde la única manera de sobrevivir es «cerrar la boca y ocuparte de tus asuntos», y luego le espetó a Michael que cómo demonios pensaba que iba a informar a sus pacientes de que sus citas se habían anulado en el último minuto; después de los titulares aparecidos aquella mañana en la prensa, probablemente ya estarían histéricos, y, además, ¿es que aquello era tan urgente?
Llegados a ese punto, Michael le informó de que la descripción de la pistola que había perdido coincidía con la de una pistola descubierta en las inmediaciones del Instituto, y que también tenían el mismo número de serie. Su tono de voz seguía siendo reposado y formal. Con expresión impasible añadió que, a buen seguro, el doctor Linder comprendería hasta qué punto estaba implicado en la investigación y por qué resultaba imposible prescindir de su presencia en aquel momento. Entonces sonó el teléfono.
Lo llamaban desde el laboratorio de balística, con la noticia (oficiosa, claro está) de que la pistola era, con toda probabilidad, la misma con la que habían matado a Neidorf. Esa probabilidad aumentaría, dijeron, cuando recibieran la bala, y dentro de una semana se emitiría el informe oficial. Michael no pronunció una sola palabra durante toda la conversación, a excepción de un «gracias» al final. Tampoco desvió la mirada de Linder, a quien se veía excesivamente tenso. Le temblaban las manos y tenía el semblante pálido, más pálido que cuando había entrado en el despacho.
Con voz cascada, Linder preguntó si podía hacer una llamada. La pregunta le sonó conocida a Michael, así como el tono, y, mentalmente, tomó nota de que debía informarse sobre la llamada telefónica que Linder había hecho desde el Instituto el día anterior.
Linder marcó un número y estuvo hablando largo y tendido con una mujer llamada Dina. Le dictó varios nombres y números de teléfono y le pidió que anulara las citas. Le indicó que colgara un cartel en la puerta para avisar al paciente de las diez si no lograba ponerse en contacto con él y que atendiera a quienes llamaran a la puerta aunque no fueran a verla a ella. Tendría que decirles a sus pacientes que estaba sano y salvo, pero que los designios divinos le habían impedido acudir al trabajo. Al decir esto dirigió una mirada burlona y ofendida a Michael, quien, sin pestañear, se acarició la mejilla, palpando la barba mal afeitada y diciéndose que detestaba las maquinillas eléctricas.
—En el barrio ruso —contestó Linder, conciso y seco, cuando le preguntaron algo. Luego añadió—: Muchas gracias —y colgó el auricular.
Michael repitió la pregunta que le había hecho antes y Linder refunfuñó:
—¿Quiere una coartada, como en las novelas de detectives? —y encendió un cigarrillo extraído de un paquete que llevaba en el bolsillo sin ofrecerle otro a Michael. Mientras lo encendía protestó—: Pero si ya lo tiene todo por escrito; ayer lo expliqué todo. ¿No se acuerda? Michael no reaccionó.
—El viernes por la noche vinieron a cenar a casa unos amigos. No salí en ningún momento; soy el cocinero de la familia. Se marcharon hacia las dos de la mañana, dos horas tarde, en mi opinión. Para mí no tenían ningún interés, eran colegas de mi mujer.
Michael le pidió los nombres y teléfonos de los invitados y lo anotó todo cuidadosamente. Las grabadoras no siempre eran de fiar. Al final preguntó:
—¿Qué cenaron?
Linder clavó en él una mirada incrédula y ofendida, pero como Michael no retiró la pregunta terminó por decir:
—De primero, tomates rellenos; de segundo, pierna de cordero con arroz y piñones; ensalada de lechuga… ¿Tengo que continuar?
Michael, que estaba anotándolo todo concienzudamente, hizo un gesto de asentimiento sin desviar la vista de Linder, que prosiguió diciendo:
—Macedonia de frutas, y café y tarta, claro está. ¿Quiere saber también qué vino tomamos?
—No es necesario —dijo Michael sin reaccionar ante aquel sarcasmo—. ¿Y después, cuando se fueron los invitados?
—Después era tarde. Daniel no lograba conciliar el sueño, no sé por qué. Quizá está incubando alguna enfermedad. Daniel es mi hijo. Tiene cuatro años. Dalya, mi mujer, estaba dormida, y me tocó a mí ocuparme de él. Estuve con Daniel casi hasta las diez. Dalya seguía dormida, nunca tiene problemas para dormir.
—¿Dónde estuvo con él? —preguntó Michael, como si la pregunta estuviera impresa en el informe que tenía delante.
—¿Dónde cree que estuve desde las seis de la mañana? Primero en casa: jugando, contándole cuentos, desayunando. Después en el jardín. Hacía frío —en ese punto se embarcó en una digresión sobre el dolor de espalda y lo difícil que resulta jugar a la pelota cuando te duele la espalda; y luego en una descripción pormenorizada de cómo se sentó en un tocón para coger la pelota.
El deje de hostilidad había desaparecido de la voz de Linder. Una vez más, empezó a facilitar detalles que no le habían sido solicitados de una manera amistosa y humorística, como si quisiera cooperar con la mayor solicitud posible.
En cierta ocasión el psicólogo de la policía le había comentado a Michael, mientras tomaban algo en el café de la esquina, que algunas personas tienen un sentido de la culpabilidad omnicomprensivo. Sienten la necesidad de incriminarse y, por ello, se comportan como Raskolnikov, «aunque no hayan cometido ningún delito. Necesitan congraciarse», explicó el psicólogo. Viendo a Linder, Michael se recordó a sí mismo que los psicoanalistas son seres humanos que han realizado unos estudios determinados y que eso no les confiere un dominio completo ni una consciencia absoluta de sus motivaciones. Fuera de las horas de trabajo y convertidos en objeto de una investigación, no hacían mejor papel que cualquier otra persona.
Interrumpió a Linder, que había abordado el tema de las relaciones entre padres e hijos en general, preguntándole:
—¿Y quién lo vio con su hijo?
Linder dijo que en su edificio sólo había cuatro pisos y que no sabía si alguien se habría asomado a la ventana y los habría visto.
—Espere un momento, por favor —dijo Michael, levantándose, y se marchó a buscar a Tzilla. La encontró en la habitación de al lado, donde solían celebrar las reuniones matinales, y le pidió que llamara a la mujer de Linder al Museo de Israel, donde trabajaba, y se informara sobre lo que habían hecho el viernes por la noche y el sábado por la mañana—. Llévate esto…, es la versión de Linder. Y después habla con los vecinos. Coge un coche, tendrás que ir al museo y después a Arnona, que está en la otra punta de la ciudad. Quiero que hayas terminado con los vecinos para cuando él llegue a casa.
Después volvió a su despacho, donde encontró a Linder con la mirada perdida en el vacío. Rápidamente se sentó detrás de su escritorio y le preguntó cómo había sido su relación con la doctora Neidorf.
Linder comenzó a hablar con creciente inseguridad, midiendo sus palabras y escogiéndolas con cuidado. Era evidente que se trataba de un tema que le había dado muchos quebraderos de cabeza y para el que nunca había encontrado una solución que le satisficiera. Terminó por reconocer que no se le podía contar entre los admiradores de la doctora. De lo que dijo se desprendía con claridad que nunca se habían tenido un gran afecto.
Sin cambiar de tono, Michael le preguntó cómo había sobrellevado el hecho de que la doctora Neidorf fuera, con toda evidencia, la persona que sustituiría al profesor Hildesheimer en la presidencia del Comité de Formación.
Linder lanzó una carcajada. Felicitó a Ohayon por su intuición para los asuntos mundanos. Pero no había que sacar las cosas de quicio. Aunque, ciertamente, el Comité de Formación era un organismo muy importante, que formulaba la política de la institución e imponía las normas, su importancia no era tanta como para que mereciera la pena cometer un asesinato con objeto de llegar a presidirlo. Sea como fuere, añadió en tono más serio, no creía que nunca lo llegaran a nominar para formar parte del Comité, aun cuando Neidorf no lo presidiera. Detectando un dejo de amargura en la respuesta, Michael preguntó por qué.
Linder inspiró profundamente y suspiró. Comenzó a decir que determinados asuntos internos relacionados con la profesión resultaban difíciles de explicar, pero Michael, que para entonces ya era capaz de predecir las reacciones de Linder, se quedó callado, y el psicoanalista, incapaz de soportar el silencio, se embarcó en una explicación pormenorizada de lo que denominó las «diferencias profesionales con respecto a la visión de las cosas y a otros asuntos» que lo separaban de los que llamó, irónicamente, «los pilares del Instituto». También utilizó la expresión enfant terrible.
Consultando una vez más su reloj, Linder comentó que a los pacientes no les gustaba que sus citas se anularan sin previo aviso.
—Les crea tensión y ansiedad —le explicó a Michael, que se sorprendió ablandándose un poco y diciendo que lo sentía, pero que a veces era inevitable y que, tal vez, podrían volver al momento en que había desaparecido la pistola. Entonces Linder se apresuró a corregirle, diciendo que de ninguna manera podría asegurar en qué momento concreto había desaparecido. Lo único que sabía era que la noche anterior a la fiesta la pistola estaba en el cajón, y que desde entonces no había vuelto a abrirlo. A petición de Michael dibujó un plano de su piso y le mostró dónde estaba el dormitorio.
—¿Quién estaba al tanto de que tenía usted una pistola? —preguntó Michael mientras cogía la pluma, sólo para volver a dejarla sobre la mesa al oír que Linder le respondía:
—¿Y quién no estaba al tanto?
Después se justificó explicándole que, como la pistola era una obra de arte, se la había enseñado a mucha gente, y que, aun cuando no la enseñaba, solía hablar de ella, contando cómo y por qué había llegada a adquirirla.
Michael le pidió una lista de los invitados que habían asistido a la fiesta. Había dado por hecho que se trataba de una fiesta común y corriente, y sintió que los músculos se le tensaban cuando Linder dijo que había sido una fiesta un tanto especial. A instancias del inspector, Linder empezó a describirla. Después de que un candidato «presentara su caso» y de que se realizara la votación, tenían la costumbre de celebrar una fiesta en su honor; por lo general la persona que había ingresado en el Instituto más recientemente organizaba la fiesta del nuevo miembro. Éste era el encargado de hacer la lista de invitados, que en realidad incluía a todo el mundo, y especialmente a todos sus compañeros de clase o de curso.
En esta ocasión, el último de los candidatos convertido en miembro del Instituto no podía celebrar la fiesta porque su casa era demasiado pequeña, y dado que él, Linder, había llegado a tener una relación particularmente buena con la clase en cuestión, y que a Tammy casi la consideraba una más de su familia, se ofreció a organizar la fiesta. No era una fiesta sorpresa y todo el mundo procuraba no faltar. La popularidad de un candidato se medía por el número de personas que asistían a su fiesta. Sí, también se invitaba a gente que no pertenecía al Instituto, pero no a muchos, sólo a los amigos de confianza. A la fiesta de Tammy sólo invitaron a su íntimo amigo Yoav. De hecho, Linder llegó a ser supervisor de Tammy por mediación de Yoav. Una coincidencia curiosa, porque fue precisamente Yoav quien le compró la pistola en 1967, aunque no tenía otro punto de conexión con el Instituto que no fuera ése, su gran amistad con Tammy y con Linder. Una sonrisa furtiva pasó por el rostro de Linder, que había recobrado algo de color.
—A él todo esto le parecen tonterías —dijo.
Michael le preguntó a quién había telefoneado desde el Instituto.
—A Yoav —reconoció Linder. Eran muy amigos—… y lo había invitado a tomar unas salchichas regadas con cerveza para matar el regusto de la conferencia del sábado por la mañana y de la reunión del Comité de Formación, pero, dadas las circunstancias, tuve que cancelar la cita —llegado a ese punto, Linder señaló que Michael era un tipo peligroso y le preguntó cómo podía acordarse.
A modo de respuesta, Michael le preguntó a Linder si le resultaba difícil acordarse de la información relacionada con los problemas de sus pacientes.
Linder se rió a carcajadas y comentó que, aunque nunca había pensado que ambas cosas, la investigación policial y el psicoanálisis, fueran áreas relacionadas, no le faltaba razón.
Michael empuñó la pluma y volvió a preguntar quién había asistido a la fiesta. Linder respondió que, si Ohayon tenía mucho interés, seguramente podría recordar todos los nombres, pero que tenía una lista completa y exacta en su clínica, y añadió sarcásticamente que, si algún día se le permitía volver allí, tendría mucho gusto en ponerla a disposición del inspector jefe.
—¿Por qué tiene una lista? —preguntó Michael receloso—. ¿No le parece extraño hacer una lista de los invitados a una fiesta?
—Ah —dijo Linder—, es que no era una fiesta normal, aunque al final estuvimos bailando; en realidad era una cuestión de trabajo, y Tammy me dictó la lista de personas a las que quería que invitara.
Michael se levantó y le dijo a Linder que iba a acompañarlo a identificar la pistola, que, de momento, se quedaría en manos de la policía («¿Como prueba para el juicio?», preguntó Linder cándidamente, y a Michael empezó a caerle bien), y que después irían a su clínica a buscar la lista de invitados.
Se dirigieron a la clínica en el coche patrulla del inspector, lo que suscitó en Linder un regocijo infantil, derivado, según confesó, de su deseo de despertar de su autocomplacencia a los habitantes burgueses de Rehavia con un buen sobresalto.
La clínica estaba en una calle tranquila y flanqueada por hileras de árboles y Michael podía imaginar claramente cómo estaría amueblada. Linder no cesaba de expresar en murmullos la perplejidad que le causaba que la pistola que habían descubierto hubiera resultado ser la suya.
En la puerta encontraron la nota que Linder le había dictado por teléfono a la persona con la que compartía la clínica. En respuesta a una pregunta de Michael, el analista le explicó que su compañera estaba en la recta final de su preparación, pendiente de que el Comité de Formación la admitiera como miembro del Instituto. Entre todos los psicoanalistas veteranos, él era el único que no mantenía estrictas distinciones de clase, porque no veía nada malo en compartir su clínica con una candidata a punto de concluir su formación. No obstante, reconoció, había esperado a terminar de supervisarla antes de llegar a ese arreglo.
—Tampoco veo nada malo en mantener una relación estrecha con mis supervisados —se apresuró a añadir—, sobre todo cuando son mujeres tan guapas como ella.
—¿Y qué me dice de los pacientes? —preguntó Michael.
—Ah, los pacientes… Ésa es otra historia totalmente diferente. Aunque, según los criterios de Hildesheimer, con ellos también me paso mucho de la raya —dijo Linder en tono desafiante.
Tomaron asiento en sendos sillones, separados por una mesita sobre la que había una caja de pañuelos de papel y un cenicero. En un rincón de la habitación estaba el diván, con una alfombrilla de plástico a sus pies y el sillón del psicoanalista detrás. Los cuadros de las paredes eran de tonos suaves y el escritorio oscuro y macizo.
Michael caviló si habría algún manual donde se especificaran las reglas para amueblar los gabinetes psicoanalíticos. Las diferencias entre las personalidades de sus dueños sólo se expresaban a través de la combinación de colores. En este caso el diván estaba cubierto con una tela negra. Michael sonrió al pensar que había otras ciento cincuenta habitaciones casi idénticas a aquélla, y formuló ese pensamiento dirigiéndole una pregunta a Linder, que en ese momento regresaba de la cocina trayendo un par de tazas de café. Linder rompió a reír estrepitosamente, con su risa sonora y cordial; cerró la puerta empujándola con el pie, colocó las tazas en la mesita y respondió a la pregunta mientras revolvía el cajón del escritorio, de donde al fin sacó un par de papeles arrugados y garrapateados con letras de gran tamaño.
—No les vaya a decir algo así a los demás, porque no les haría ninguna gracia. No es que no tengan sentido del humor. Lo tienen. Pero no en estos temas —después se puso más serio—. Sí, los gabinetes son bastante parecidos. Pero el tipo de trabajo que hacemos también es muy similar; el paciente que se psicoanaliza siempre se tumba en un diván, de modo que es necesario tener un diván con un asiento detrás. Además, todos los psicoanalistas se dedican también a la psicoterapia, por lo que todos tienen un par de sillones. La mayoría de los pacientes lloran en algún momento, así que hace falta una caja de pañuelos de papel. De todas formas, tiene razón. Nunca había pensado en ello, pero lo cierto es que el asunto tiene mucha gracia.
Michael le preguntó a Linder si podría confeccionarle una lista de todas las personas que habían estado en su casa durante las dos últimas semanas.
Nada más fácil, repuso Linder. Hasta el sábado no habían recibido ninguna visita: Daniel había estado con paperas.
—Y hasta los que ya las habían pasado, tenían miedo de venir.
Michael echó un vistazo a la lista de invitados. La mitad de los nombres, más o menos, estaban tachados, y Linder le explicó que eso significaba que habían aceptado la invitación. Junto a cada uno de los nombres tachados, entre paréntesis, había algún plato o aperitivo anotado, y Linder continuó explicándole que todos los invitados habían acordado traer algo de comer. Michael señaló que, por lo visto, más de la mitad de las personas de la lista no asistieron a la fiesta.
—Sí —dijo Linder—. La gente de Tel Aviv sólo viene a las fiestas de sus compañeros de curso y los de Haifa no vienen a ninguna; además hay unas cuantas personas mayores que nunca asisten: se les invita por cortesía y para guardar las formas. Hildesheimer sólo se presta a asistir a una fiesta cuando no va a estar allí ninguno de sus pacientes ni supervisados, algo que no ocurre nunca; Eva estaba en el extranjero, y no era la única; a finales de marzo se celebraba no sé qué congreso que se habían inventado para deducir los gastos en sus declaraciones de la renta antes del 1 de abril. Pero asistieron cuarenta personas, y eso se considera un número muy respetable.
—¿Sabía alguien dónde guardaba la pistola exactamente? —preguntó Michael.
—Eso no tiene la menor importancia —dijo Linder con expresión sombría—. ¿Qué más da que alguien supiera dónde estaba la pistola? Algunos de los invitados eran casi de la familia, todo el mundo sabe que no tengo caja fuerte, todo el mundo sabe que tengo una pistola… ¿En qué otro lugar podría haberla guardado?
Michael se quedó callado y a la espera.
—Bueno. Yoav sabía en qué lugar exacto estaba la pistola, pero no habría tenido necesidad de esperar a la fiesta… Viene a casa cada dos por tres. Y otros muchos también; además, puede que hiciera algún comentario en voz alta y que alguien me oyera; no puedo recordar todo lo que digo en cada momento —encendió un cigarrillo, sintió un ligero escalofrío y se levantó a encender la estufa eléctrica. La habitación se había quedado muy fría.
Michael le preguntó si por casualidad recordaba quién había salido del salón y había estado dando vueltas por la casa.
—Todos, todos sin excepción estuvieron paseándose por la casa en todo momento. Los abrigos estaban en el dormitorio y la gente no paraba de entrar y salir para quitárselos, ponérselos, coger algo del bolso o lo que fuera. Tammy se asomó a ver a Daniel, que estaba dormido en nuestra cama, y otros la imitaron. No fue ese tipo de fiesta en que la gente se marcha de golpe y deja cerrada la puerta del dormitorio al salir.
Michael preguntó cautelosamente si Linder sabía algo de las relaciones de Neidorf con los asistentes a la fiesta.
Linder comenzó a hablar pero se interrumpió, tomó un sorbo de café, echó un vistazo a la lista, que Michael sostenía con el brazo estirado, alzó la mirada, y, con un tono distinto, quedo y vacilante, dijo que sabía muchas cosas sobre la gente que había asistido a la fiesta. Sabía quién estaba analizando a los candidatos, quién los supervisaba, pero, en su opinión, nada de eso tenía la menor importancia. Era imposible que cualquiera de ellos la hubiera asesinado. ¿Qué motivo podrían haber tenido?
—Usted no lo comprende —alzó la voz, en la que resonó una nota de convicción apasionada—. Para ellos esa mujer era el paradigma de la perfección. No se podía decir nada contra ella. Ni siquiera me dejaban que bromeara a su costa. Y es inconcebible que un paciente que está analizándose agreda físicamente a su analista. No estamos hablando de psicóticos, de enfermos mentales, con los que todo es posible en teoría. Estamos hablando de personas sanas que tienen problemas personales y están analizándose. Todos los miembros del Instituto se analizan para mejorar sus capacidades profesionales; es un requisito básico de nuestro trabajo.
A través de la pared oyeron el sonido amortiguado de voces y pasos, y el ruido de una puerta abriéndose y cerrándose. Linder explicó que Dina había acompañado a un paciente a la puerta y que, probablemente, el siguiente estaría al caer. El timbre sonó, se oyeron unos pasos y una puerta que chirriaba y, después, se hizo un profundo silencio.
—No, doctor Linder —dijo Michael reposadamente—, por muy doloroso que sea, debo decirle que incluso aquellos a quienes consideramos sanos nos sorprenden a veces. Y precisamente las personas a las que tenemos por modelos de perfección, precisamente ellas…, y usted lo debe de saber mejor que yo…, son en ocasiones el blanco elegido para una agresión. Y, por desgracia, lo que tenemos entre manos es un asesinato, y le estoy pidiendo su ayuda.
Linder fumaba en silencio. Las ojeras oscuras que le sombreaban los redondos ojos acentuaban su palidez. Sacó un pañuelo de papel de la caja que había sobre el anaquel de la mesita y se enjugó el sudor que le perlaba la frente.
—Mire —dijo Michael—, sólo pretendo que me ayude a reconstruir el programa semanal de trabajo de la doctora, las citas con los pacientes y con los candidatos. Por el momento olvídese de quiénes pueden ser los sospechosos y de a quién puede estar delatando. Concéntrese en su programa de trabajo. ¿Qué le parece?
Linder carraspeó, trató de hablar, volvió a carraspear y lo intentó de nuevo.
—De acuerdo —dijo con voz ronca—, pero estoy convencido de que no los conozco a todos. Sólo a algunos —entonces se le iluminó la mirada y exclamó—: Pero encontrará todos los nombres en el diario de la doctora Neidorf, en sus notas. ¿Por qué perder el tiempo en especulaciones?
Michael le explicó que necesitaría disponer de información sobre las personas; de momento, las notas de la doctora no le interesaban. No comentó nada sobre la visita a su casa.
Exhalando un suspiro, Linder sacó un papel del cajón de su escritorio, se lo entregó a Michael y, con un gesto, le indicó que se trasladara a la silla de madera que estaba a su lado y le dijo:
—Lo mejor será hacer un horario. Eva me comentó muchas veces la sobrecarga de trabajo que tenía. Sé, como muchas otras personas, que trabajaba de ocho a nueve horas al día, salvo los jueves, cuando sólo trabajaba seis, porque por la tarde daba clases en el Instituto. Y los viernes también trabajaba seis horas solamente.
Como un alumno aplicado, Michael trazó un cuadro apuntando días y horas y, después, apoyó la barbilla en la mano y se quedó a la espera.
—Bueno, vamos a ver. Empezaremos por las supervisiones. Sólo una hora a la semana para cada supervisado. No sé los días ni las horas concretos, pero eso no tiene mayor importancia. En primer lugar, Dina recibe…, es decir, recibía… su supervisión, estaba a punto de terminar. Ayer, después de la conferencia, se suponía que debían aprobar su presentación, y también la de otro candidato del curso de Dina; se llama… —Linder sacó un lista impresa de otro cajón y, estirando el cuello, Michael vio que era una relación de los miembros y candidatos, idéntica a la que había encontrado en casa de Neidorf la víspera. Linder la repasó a toda velocidad, hasta que su dedo se detuvo en uno de los nombres—: el doctor Giora Biham —a partir de ese momento, Linder siguió consultando la lista mientras Michael iba apuntando lentamente los nombres en el cuadro que había dibujado. En total, seis supervisados—. Que son muchísimos —dijo Linder, y una nota de amargura afloró de nuevo en su voz. Michael le preguntó por qué—. Mire, Neidorf trabaja…, trabajaba…, cuarenta y seis horas a la semana; lo sé con exactitud. Los domingos trabajaba ocho horas; los lunes, nueve; los martes, seis; los miércoles, nueve; ocho los jueves y seis los viernes. Súmelas. Siempre se tomaba un descanso entre la una y las cuatro, excepto los martes y los viernes, esos días trabajaba sin parar. Seis supervisados en cuarenta y seis horas no deja mucho tiempo para el psicoanálisis. Cada caso requiere cuatro horas semanales. Y, además, hay que tener en cuenta las psicoterapias…, no demasiadas, ahora mismo vamos a verlo…, cada psicoterapia ocupa dos horas por semana.
Linder volvió a recorrer la lista con el dedo, leyendo nombres en voz alta, y el horario se fue rellenando con la cuidada caligrafía de Michael. Ocho analizados, ocho nombres encajados en cuatro horas a la semana, todos ellos candidatos a ingresar en el Instituto. Quedaban ocho casillas vacías.
—Bueno —dijo Linder—, en esas ocho horas sobrantes quizá analizara a alguien que no conozco, alguna persona ajena al Instituto, pero me resulta difícil creerlo, porque Eva tenía una lista de espera de dos años, y en todo Jerusalén sólo hay cinco analistas instructores, y ella siempre insistía en que había que dar prioridad a la gente del Instituto, porque sería inconcebible exigir unos requisitos a los candidatos sin facilitarles los medios para que los cumplieran. Típico de ella. ¡Siempre tan justa y cabal!
Michael no dijo nada. A lo largo de la mañana había comprendido que la mejor manera de sacarle información a Linder era quedarse callado. El propio Linder se ocuparía de ir despejando incógnitas.
—Por eso, supongo que las ocho horas restantes eran de psicoterapia, a la que los analistas conservadores dedican dos sesiones semanales y los más flexibles tan sólo una. ¿A qué grupo cree que pertenecía la doctora Neidorf? Le concedo tres intentos para adivinarlo.
Michael advirtió que el malhumor de Linder se iba intensificando a medida que rellenaban más casillas con nombres. Había fruncido los labios, como un niño enfurruñado, y estaba tamborileando con irritación sobre la lista de nombres que tenía delante. Michael le preguntó, esforzándose en demostrar el mayor tacto posible, cuántas horas a la semana trabajaba él.
—Las mismas que la doctora Neidorf, e incluso puede que más, unas ochenta y ocho horas a la semana. Pero sólo me ha llegado un caso de análisis a través del Instituto. No soy analista instructor —añadió como si previera la siguiente pregunta—, y los candidatos tienen que solicitar un permiso especial al Comité de Formación para psicoanalizarse conmigo.
La expresión de su rostro disuadió a Michael de profundizar más en aquel asunto de momento. Tomó nota mentalmente de que debía averiguar qué había hecho Linder para que se le incluyera en la lista negra del Instituto. Ya estaba en condiciones de hacer algunas conjeturas al respecto. A Linder se le veía tan infantil y vulnerable que apenas si lograba imaginarlo sentado detrás del diván y escuchando en silencio.
Pero no podía creer que todo se limitara a eso. No después de conocer a Hildesheimer. El profesor debía de tener otros motivos más serios.
—En resumen —dijo Linder alzando la voz—, Eva era analista instructora, supervisora de candidatos y todo lo que pueda imaginarse, y estaba tan solicitada que algunos aspirantes rechazaban a posibles pacientes hasta que Eva tuviera tiempo de supervisarlos. Por eso no puedo creer que estuviera analizando a nadie de fuera, y conozco a toda la gente del Instituto que estaba analizándose con ella. Las ocho horas que quedan debía de ocuparlas en psicoterapias de otras personas, pero, personalmente, no sé de nadie que estuviera sometiéndose a terapia con ella.
Michael dobló en dos la hoja cuadrada de papel y, después, como si se lo hubiera pensado mejor, la desdobló, la extendió sobre la mesa y le preguntó a Linder si podía contarle algo sobre las relaciones de Neidorf con las personas de la lista.
—Sí, por supuesto. Todos besaban la tierra que pisaba. Personalmente, me parecía que había algo deleznable en esa actitud. Es libre de pensar que estoy celoso —añadió defendiéndose de un ataque que Michael no tenía intención de lanzar—, pero eso no altera el hecho de que hubiera algo deleznable en esa actitud. La habían puesto en un pedestal aún más alto que el de Ernst, y, créame, el molde con el que se hacía a las personas como Ernst se ha roto.
Michael tardó un momento en comprender que Linder estaba refiriéndose a Hildesheimer. Miró con curiosidad a su interlocutor, que parecía absorto en el mundo de sus pensamientos íntimos.
—Pero, dejando aparte mis celos, pues no niego que los tuviera —prosiguió Linder—, debo decir que Ernst está dotado de una inocencia, de una pureza de corazón y de una compasión que en Eva Neidorf brillaban por su ausencia. Ya me entiende —dijo con la mirada fija en un punto de la pared de enfrente—, no me refiero solamente a que no tuviera sentido del humor, y créame, no lo tenía; tampoco le inspiraba compasión ningún tipo de anomalía, no, en absoluto.
El inspector jefe preguntó cómo podía haber sido una psicoanalista tan buena y una supervisora tan codiciada si no tenía compasión, ¿cómo se lo explicaba el doctor Linder? Tomó la precaución de plantear la pregunta con un tono de curiosidad e interés, como si no pusiera en duda la certeza de las afirmaciones de Linder.
—Ah —dijo Linder—, ya veo que lo comprende. Sí, tiene usted razón, es imposible realizar bien nuestro trabajo sin sentir compasión, sin ser flexible, claro que sí, pero no me estaba refiriendo a los pacientes, ni siquiera a los supervisados; con ellos sí se mostraba compasiva y flexible: eso es lo que dicen ellos y lo que se hacía patente en los ejemplos clínicos que ofrecía en sus conferencias. Pero yo no estaba hablando de eso. Estaba hablando de algo distinto, de algo difícil de definir. Ya se imaginará —volvió a mirar a Michael— que en nuestra profesión hay multitud de maneras de superar las dificultades de relación a las que nos enfrentamos en la vida cotidiana. En la situación analítica se está muy protegido, se sabe que el paciente está totalmente indefenso. El paciente acude a ti en busca de ayuda, y a veces sucede lo mismo con los supervisados. Eva veía a sus pacientes y a sus supervisados con sentido de la propiedad. Dentro del marco profesional aceptaba sus errores, pero fuera de él era despiadada. Fíjese, por ejemplo, en el tema de la conferencia que iba a pronunciar el sábado, es más revelador que nada de lo que yo pueda decirle.
Michael miró a Linder y creyó comprender su problema. Había algo atractivo en aquella franqueza gratuita suya, quizá no sólo a los ojos de las mujeres. Pero Neidorf era insensible a esos encantos, y, por lo visto, Hildesheimer también.
—Aparte de la admiración de la que me ha hablado, ¿podría decirme algo más sobre la relación de la doctora Neidorf con las personas de esta lista? —insistió Michael señalando la hoja de papel que tenía delante.
—No se me ocurre nada. Eva solía guardar las distancias.
—¿Y de sus relaciones con la gente de fuera del Instituto? ¿Con sus amigos…, o amigas? ¿Con los hombres?
Por lo que él sabía, dijo Linder, no le parecía que en la vida de Neidorf hubiera habido ningún hombre después de la muerte de su marido. Era una flor con un cartel que advertía: «Prohibido tocar». A pesar de su belleza, tenía un aire asexuado, aunque tal vez fuera cuestión de gustos. Sobre sus amigas y su vida social no sabía nada. No conocía a nadie de fuera del Instituto que tuviera el menor contacto con ella. Y dentro del Instituto…, Hildesheimer. Y quizá también Nehama Zold, del Comité de Formación. Y años atrás antes de casarse tal vez, Voller, que estaba locamente enamorado de ella.
—En realidad nunca ha conseguido superarlo por completo —dijo, y sonrió.
Michael recordaba a Voller, que era otro de los miembros del Comité de Formación. Pensó que también tendría que hablar con él y con Nehama. Tenía la cabeza cargada y el cuerpo dolorido. La atmósfera estaba cargada de humo. Los dos estaban fumando. La gran ventana del gabinete estaba cerrada y la estufa eléctrica despedía un calor desagradable. Pensó que su malestar físico derivaba de la fatiga acumulada. Tenía ganas de irse a casa, de meterse en la cama. Pero se enderezó en el asiento, sacudió la cabeza como si acabara de salir de la ducha y le pidió a Linder que le hablara de la conferencia.
Había copias impresas, a centenares, probablemente, dijo Linder quitando importancia al asunto. Por qué perderse en especulaciones si el inspector jefe Ohayon podía limitarse a leerla; si, como era de suponer, había algo que no comprendiera, porque al fin y al cabo no podía entenderlo todo (pronunció la palabra «todo» con énfasis), él se lo explicaría con mucho gusto.
—Ernst siempre tiene una copia, para revisarla y comentarla antes de la conferencia. Yo ni siquiera la he visto, si es que pensaba usted preguntármelo. No era una persona de su confianza, como suele decirse.
Michael iba a comentar algo al respecto, pero mientras meditaba cómo expresarlo se oyeron unos pasos y el chirrido de una puerta que se abría y se cerraba. Linder se levantó y, sin pedirle permiso, Michael abrió la puerta de la habitación. Una ráfaga de aire fresco entró desde el pasillo y, a continuación, hizo su aparición la hermosa Dina Silver.
Lo primero que le vino a la cabeza a Michael fue su afeitado. ¿Por qué no se habría afeitado como es debido?
Mientras Linder hacía las presentaciones, Michael advirtió que el semblante de Dina estaba velado por la ansiedad. Se había acostumbrado a ver ansiedad en la cara de la gente que le presentaban mientras estaba de servicio.
—¿Cómo está usted? —dijo Dina, y dirigió a Linder una mirada inquisitiva.
Mientras éste se ocupaba de explicar que el inspector jefe Ohayon había solicitado su colaboración, Michael, sin dejar de advertir que no hacía mención de la pistola, se dedicó a examinar a Dina. El vestido rojo que llevaba, de una tela suave y vaporosa, le pareció demasiado fino para el frío que hacía, pero indudablemente combinaba muy bien con su semblante pálido, sus ojos grises, y su pelo negro, una melenita corta y cuadrada que realzaba la blancura y la fragilidad de su cuello. Tenía los pómulos altos, los labios gruesos, quizá demasiado carnosos, y salvo por los tobillos anchos y bastos, y las manos sin cuidar (Michael se fijó en las uñas mordidas), era una mujer perfecta.
Michael confió en que la admiración que sentía no se trasluciera. Siempre trataba de controlar sus expresiones faciales y se había convertido en un maestro del disimulo. O, al menos, eso decía Tzilla, quien aseguraba que podría hacer una fortuna como jugador profesional de póquer.
Linder le recordó a Michael que Dina se contaba entre los candidatos supervisados por la doctora Neidorf.
—Es la persona de quien le he hablado, cuya presentación iba a votarse el sábado —se interrumpió. Michael lo recordaba. Además, advirtió el cambio de actitud de Linder. La espontaneidad que demostrara durante la última hora había dado paso a la tensión, y la mirada que oscilaba entre él y Dina estaba cargada de dolor. Otra vez volvían a destacar las bolsas que tenía bajo los ojos, inflamadas y oscuras.
Linder le preguntó a Michael si daba por concluida su entrevista con él y Michael repuso «prácticamente», y luego le sugirió a Dina que se uniera a ellos.
—Sólo dispongo de cinco minutos antes de que llegue mi próximo paciente —dijo pausada y suavemente.
Michael insistió.
Dina se sentó en el diván y cruzó las piernas. Michael pensó que unas botas habrían resuelto el problema de sus tobillos. No entendía por qué había escogido los zapatos que llevaba puestos, cuyos tacones altos sólo mejoraban la situación parcialmente.
En respuesta a una pregunta del inspector, Dina dijo que, en efecto, la doctora Neidorf había estado supervisándola durante cuatro años.
—Teníamos una relación excelente. He aprendido muchísimo de ella y la admiraba enormemente —habló despacio, acentuando todas las palabras y todas las sílabas. Las pausas entre las palabras eran más prolongadas de lo habitual. Pero su voz no expresaba ningún sentimiento.
Linder se había sentado y estaba mirando a Dina. Por la expresión de su cara y por el creciente nerviosismo de su actitud Michael dedujo que él también había notado algo raro en la manera de hablar de la doctora, si bien parecía estar registrando un fenómeno que no le resultaba nuevo.
La supervisión, prosiguió Dina después de una breve pausa, estaba a punto de concluir, siempre y cuando, claro está, el Comité de Formación diera el visto bueno a la presentación de su caso.
Michael preguntó si la expresión «siempre y cuando» quería decir que había alguna duda al respecto.
—Siempre hay dudas —respondió Dina; una respuesta que suscitó la ira de Linder. Tanta modestia estaba de más, dijo cortante. No había ninguna duda y nunca las había habido. Todos admiraban su trabajo; él podía asegurarlo ya que había sido su supervisor.
Dina Silver cruzó las manos y dijo que, fuera cual fuese la situación objetiva, todo el mundo sentía ansiedad llegado el momento de solicitar permiso para presentar un caso. Dicho esto, consultó su reloj.
Michael le preguntó si podía quedarse con ellos un rato más.
—Sólo hasta que suene el timbre —repuso de mala gana.
Michael le enseñó los nombres que había apuntado en el cuadro y le preguntó si conocía a alguien más que hubiera recibido psicoterapia de la doctora Neidorf.
La mano le temblaba tanto que la psicóloga hubo de dejar el papel en su regazo. Examinó los nombres atentamente y después alzó la vista hacia Linder y le preguntó, como si Michael no estuviera allí:
—¿Sabías que trabajaba tantas horas?
Linder asintió con la cabeza y dijo que aunque Neidorf siempre estaba quejándose de eso, por otro lado no lograba resistirse a las presiones. Michael le preguntó a qué presiones se refería.
—Cuando eres un psicoanalista famoso siempre están remitiéndote a gente para que la trates. Los amigos y los colegas te presionan para que, al menos, aceptes a tal o cual persona, y a veces es muy difícil negarse.
Dina Silver volvió a examinar la hoja que tenía en las rodillas y al final dijo que ella misma había remitido a una persona a Neidorf para que la tratara, y que sabía que esa persona había estado acudiendo a sesiones de psicoterapia dos veces por semana, pero que no podía revelar su nombre sin el consentimiento de la doctora. El timbre sonó y Dina se levantó de un salto; después de decirle al inspector jefe que se pusiera en contacto con ella más adelante si así lo deseaba, salió cerrando la puerta a sus espaldas.
Una vez más se oyeron sus pasos, el sonido de la puerta al abrirse y cerrarse, un murmullo de voces y, después, el silencio, un silencio que nadie rompió, porque Linder había cambiado por completo de humor y, con la cabeza gacha, estaba mirando fijamente un punto situado en el centro de la alfombra que había a los pies del diván.
Michael se vio obligado a preguntarle dos veces si se había acordado de algo más.
—No, no, claro que no —exclamó Linder sobresaltado, aunque su rostro reflejaba un abatimiento y una desesperación de los que antes no se había visto el menor rastro. Michael reflexionó sobre el hecho de que dos personas tan distintas como Neidorf y Linder hubieran estado supervisando a Dina Silver. Luego le preguntó a Linder cómo sobrellevaban los candidatos las diferencias de estilo de sus supervisores.
—No se trata de una simple cuestión de estilo, es una cuestión de la filosofía que se tiene de la vida, de las diferencias de personalidad. Aunque la situación plantea ciertas dificultades, también tiene sus ventajas. Pero Dina no ha tenido problemas. Estoy seguro de que a Neidorf le presentaba informes más exactos que las que me traía a mí. Pero no habrá oído hablar de los informes, ¿verdad?
—No —dijo Michael.
—Una vez por semana los candidatos le presentan al supervisor un informe de las cuatro horas dedicadas a analizar a su paciente. Pero no se pueden tomar notas durante la sesión de análisis. ¿Por qué? Porque Ernst piensa que el terapeuta prestaría más atención a sus notas que a su paciente. ¿Cuándo se preparan entonces, se estará preguntando? Después de la sesión. Escribir esas notas al final de la jornada me parece el peor castigo del mundo. Y, como es lógico, siempre he disculpado a quien de tanto en tanto me traía unas notas muy breves o nada en absoluto. Pero con Eva nadie se comportaba así. Dina me contó que al acudir en cierta ocasión sin ningún informe a la sesión de supervisión, la reacción de Eva fue lanzarse a interpretar los motivos que había tenido para actuar así. Yo le comenté que debería estarle agradecida por haber recibido algo a cambio de nada, pero no creo que nunca más se atreviera a presentarse a supervisión sin haber reseñado sus sesiones como es debido.
Michael le preguntó entonces si tenía una buena relación con Dina y si la candidata había adoptado el «estilo» de Linder.
Linder guardó silencio largo rato. Cuando al fin respondió, lo hizo con amargura. Sus relaciones con Dina habían cambiado. Hubo un tiempo en que él era su apoyo y su consuelo, la persona a la que Dina confiaba las dificultades que tenía con los pacientes, así como sus problemas profesionales y personales. Pero a lo largo del último año se había ido distanciando de él. Le hablaba menos de sí misma. Mientras la sombra de una sonrisa cruzaba su rostro, Linder dijo que, por lo visto, Dina se había hecho independiente, había madurado, eso era todo, y a él le resultaba difícil aceptarlo.
No es sólo eso, pensó Michael. Hay algo más. Quizá Linder ya no está seguro de tenerla de su parte. Tal vez piensa que se ha pasado al bando de Neidorf, o algo por el estilo.
El nombre de Dina Silver estaba en la lista de invitados a la fiesta, con la palabra «ensalada» escrita a lápiz a su lado, en una letra pequeña que no era la de Linder.
Sí, respondió Linder a la pregunta de Michael, Dina había estado en la fiesta. Y había llevado la ensalada, desde luego. No, no sabía si había entrado en el dormitorio. Aunque, sí, claro que había entrado. Su abrigo: recordaba que la había ayudado a quitárselo y lo había dejado en el dormitorio, pero no recordaba haberlo ido a recoger después. No obstante, Michael estaba sobre una pista falsa. Ya la había visto con sus propios ojos… Las armas de fuego y los disparos no combinaban bien con tanta fragilidad, por no hablar del móvil del asesinato. ¿Qué móvil podría haber tenido Dina?
No, no sabía lo que Dina había hecho el viernes por la noche ni el sábado por la mañana. Probablemente habría desayunado al aire libre en su gran jardín. Se había casado con un pez gordo, todo un magnate; Linder no estaría dispuesto a jurar que Dina no se había casado para que la cuidaran y mimaran durante el resto de sus días. Su marido era archiconservador, un juez. ¿Quizá Michael había oído hablar de él?
Michael había oído hablar de él, e incluso lo conocía personalmente. Un hombrecillo seco y pedante. Y, en efecto, era archiconservador. Uno de los jueces más estrictos que nunca se hubieran visto en su jurisdicción. No podía imaginar a esa mujer joven y guapa compartiendo cama con el hombre al que todos llamaban «el Mazo», porque no soportaba el menor ruido en la sala del tribunal y siempre estaba dando mazazos. Michael calculó que el juez debía de sacarle cuando menos diez años a su mujer. Sin disimular su curiosidad, le preguntó a Linder cuántos años tenía Dina.
—Ah, a usted también le interesa. Sepa que no es el único. —Linder sonrió y respondió que había cumplido treinta y siete hacía un mes, y que, como no fuera por el dinero, tampoco él comprendía qué estaba haciendo con aquel «carcamal». Pero Dina no se había psicoanalizado con él ni tampoco le había dado pie para hablar del tema en ninguna ocasión. Se había psicoanalizado con el gran hombre en persona, le informó a Michael sin necesidad de que se lo preguntara. Después consultó su reloj y dijo que tenía que irse a recoger a Daniel a la guardería. Ya eran cerca de las doce.
Se levantó, apagó la estufa, recogió las tazas y acompañó a Michael a la puerta. Se le veía cansado y hundido.
Linder estaba tan preocupado por lo que tenía en la cabeza que ni siquiera advirtió que, al atravesar Rehavia de regreso al barrio ruso, Michael dio un rodeo para pasar junto a la casa de Hildesheimer. La Peugeot estaba en su puesto, con las cortinillas echadas; uno de sus hombres estaba junto al capó abierto y otro sentado junto a la ventanilla que daba a la puerta principal de la casa del anciano.