La mañana del sábado en que se descubrió el cadáver de Eva Neidorf en el Instituto los pacientes del ala de aislamiento del hospital Margoa recibieron permiso para salir al jardín. Mas a pesar de las exhortaciones de la enfermera del ala («Venid a ver qué día tan maravilloso hace»), los internados en la sección IV de hombres se sentían inclinados a quedarse en la cama. La enfermera Dvora fue de cama en cama tratando de convencerlos de que se levantaran y salieran a tomar el sol. Sólo dos pacientes se dejaron convencer: Shlomo Cohen y Nissim Tubol. Se levantaron torpemente de la cama y cruzaron la gran sala uno detrás del otro, como sonámbulos, deteniéndose al llegar a la puerta, cegados por el sol.
Al mismo tiempo, en el jardín que rodeaba el hospital, Alí, el jardinero árabe, que vivía en el campo de refugiados de Dehaisha, iba de un rosal a otro, recogiendo sin prisa la basura y las hojas secas con ayuda de una pala para tirarlas en un cubo que arrastraba tras de sí. De vez en cuando levantaba la cabeza y contemplaba a través de la valla los coches que pasaban por la calle. Había empezado a trabajar a primera hora de la mañana y, para cuando llegó a la elevada cerca que separaba el hospital de la calle, ya eran las diez. Alí trabajaba los sábados en lugar de los domingos desde hacía unos meses. Después de ocuparse de sus tareas discretamente durante un año sin pedir nunca nada, había logrado persuadir al encargado de mantenimiento de que se hiciera esa salvedad con él. Era un acuerdo del que nadie ajeno al hospital tenía noticia. Al encargado de mantenimiento le daba miedo la posible reacción del Ministerio de Sanidad ante una violación tan flagrante del sagrado deber de descansar el sabbath. Según los registros y la nómina del hospital, el jardinero trabajaba los domingos. Y no es que Alí fuera un devoto cristiano, como había alegado; sencillamente quería quedarse en casa y divertirse con los amigos, cuyo día libre era el domingo.
Le encantaba el profundo silencio que envolvía el jardín del hospital los sábados. La calle también estaba tranquila los días laborables, pero los sábados apenas si se veía pasar un coche.
Aquel sábado había un tráfico intenso. La gente pasaba en coche junto al hospital e iba a aparcar al fondo de la calle. Desde el jardín, Alí no alcanzaba a ver los coches patrulla agolpados junto al Instituto, en el extremo opuesto de la calle de dirección única.
Todo transcurrió con normalidad hasta que llegó al rosal más cercano a la valla. Estaba disfrutando del sol mientras trabajaba pausadamente. Todavía había restos de barro en el suelo. Y de pronto, en la fila de rosales que estaba pegada a la valla, vio aquel destello. Allí había algo que centelleaba. Estiró el brazo y percibió el frío tacto del metal. Cuando se vio con el objeto en la mano, una pistola de mango nacarado y de pequeño tamaño, actuó con rapidez. Echó un vistazo a izquierda y a derecha y, después de cerciorarse de que nadie lo estaba mirando, tiró la pistola y la enterró con el pie. Después se acuclilló junto al rosal para decidir qué haría a continuación.
No sabía cómo habría ido a parar allí la pistola ni cuánto tiempo llevaría enganchada en el rosal. Pero sabía muy bien qué problemas podría causarle haberla encontrado.
La primera posibilidad que consideró fue enterrarla a mayor profundidad y olvidarse de que la había visto. Pero la idea de que alguien la encontrara y se le reclamara que, en su condición de único jardinero del hospital, explicara de dónde había salido aquello era una perspectiva demasiado arriesgada.
Después se le ocurrió que podría llevársela a casa para deshacerse de ella. Pero como hacía un tiempo tan agradable, imaginó que las carreteras que comunicaban Jerusalén con lo que los judíos llamaban los «territorios» estarían atestadas de turistas judíos y también de policías, y esa idea lo llenó de pánico. Le vino a la memoria la oleada de registros y arrestos desencadenada por el asesinato de un turista en la ciudad vieja, que probablemente todavía no habría concluido. Enterró los dedos en la tierra húmeda cavilando sobre lo que podría hacer. Su mayor temor en este mundo era entrar en contacto con las autoridades. A su hermano menor lo habían detenido unos meses antes como sospechoso de actividades subversivas. Nadie del hospital se había enterado. Alí comprendió que no se sentiría tranquilo hasta que la pistola desapareciera de su vista y de sus pensamientos. No quería problemas.
Se incorporó y miró a su alrededor, y entonces vio a Tubol. Agradeció a su buena estrella que fuera precisamente Tubol quien hubiese aparecido en aquel momento crítico. Era uno de sus locos favoritos. Y la gran ventaja que le ofrecía con respecto al problema que tenía entre manos era su persistente silencio. Nadie había conseguido extraer de él una sola palabra desde hacía años. El encargado de mantenimiento se lo había contado a Alí, en su árabe chapurreado, durante una de sus infrecuentes conversaciones. Naturalmente, no fue Alí quien inició la conversación, sino su jefe, que estaba asombrado de la confianza que Tubol había depositado en Alí. El hecho de que estuviera dispuesto a aceptarle un cigarrillo al jardinero ya era en sí sorprendente, pero verlo seguir a Alí y sentarse a contemplar cómo trabajaba lo dejaba perplejo. Alí expresó dubitativamente la opinión de que el tipo en cuestión parecía inofensivo y su jefe se mostró de acuerdo, pese a lo cual estimó oportuno advertirle que nunca se podía saber cuándo a uno de «ésos» se le ocurriría tener un ataque de furia. Pero al joven jardinero no le asustaban los pacientes; en todo el tiempo que llevaba trabajando en el hospital, nunca se había topado con ningún paciente que le inspirase miedo. El personal ya era otra cosa.
Al verlo, Nissim Tubol se aproximó al rosal. Alí no se movió hasta que estuvo seguro de que Tubol iba hacia él y, entonces, se sentó con aire inocente y sacó del bolsillo un paquete de cigarrillos. Tubol se sentó a cierta distancia y Alí giró la cabeza hacia él con mucha delicadeza y le sonrió. Tubol se levantó y se acercó un poco más, dirigiendo tímidas miradas a su alrededor, y después de muchas vacilaciones se sentó junto a Alí y señaló el tabaco. Alí le ofreció el paquete y Tubol cogió tres cigarrillos. Cuidadosamente, se guardó dos en el bolsillo de la camisa y se puso el otro entre los labios; después se inclinó hacia la cerilla que Alí había encendido con pulso temblequeante.
Fumaron en silencio, de espaldas a la valla y la calle, hacia donde Alí dirigía la vista entre calada y calada. Tubol lanzaba profundos suspiros a intervalos regulares y, de tanto en tanto, un estremecimiento sacudía su menudo cuerpo, pero se fue tranquilizando poco a poco. Relajó los encogidos hombros y estiró las piernas hacia delante. Si tenía cuidado para no hacer movimientos bruscos, pensó Alí, Tubol se quedaría a su lado.
Después del segundo cigarrillo los recelos se habían borrado del rostro de Tubol, que recobró su habitual mirada vidriosa. Alí giró la cabeza y volvió a echar un vistazo a la calle a través de la verja, donde ya no había signos de actividad. Despacio, tratando de no alarmar al enfermo, con tantas precauciones como si estuviera siguiendo el rastro de un ciervo, empezó a escarbar en el suelo con los dedos como por casualidad. No se miró los dedos ni desvió la vista de Tubol, que estaba fumando con mucha concentración mientras contemplaba con mirada opaca los movimientos de la mano del jardinero.
En cuanto apareció la pistola, Alí retiró la mano del suelo, con la vista fija en Tubol, que, ante su asombro, se levantó de un salto, se abalanzó sobre la pistola y la empuñó impetuosamente, con los ojos centelleantes y profiriendo gruñidos ininteligibles. Después se la enfundó en la tira elástica que sujetaba sus pantalones, semejantes a los de un pijama, y miró a Alí con expresión triunfante y, a la vez, asustada, como un niño que se hubiera apropiado de un tesoro precioso y temiera que alguien se lo fuera a quitar.
El jardinero, que había imaginado que tendría que engatusar a Tubol con mucha paciencia y estaba asombrado de su buena suerte, se apresuró a señalar el reloj, que marcaba las diez y media, y dijo una sola palabra: «Té», y a continuación se levantó y echó a andar hacia el edificio. Tubol también se puso de pie y lo siguió; de repente echó a correr torpemente hacia la sección IV de hombres y se perdió de vista al entrar en el gran vestíbulo.
Alí se retiró hacia el jardín, tomó asiento junto al rosal más apartado, suspiró con alivio y encendió un cigarrillo. Aun en el caso de que Tubol decidiera romper su silencio inopinadamente, aun cuando sufriera un ataque de locura furiosa, nadie sería capaz de asociar la pistola con el jardinero árabe. Se levantó, reanudó sus tareas y fue entonces cuando vio el primer coche de policía avanzando por la calle. Contuvo el aliento, pero el coche siguió descendiendo la cuesta, con otros dos coches patrulla detrás, que giraron por la bocacalle que había frente al hospital. Los coches patrulla sumieron a Alí en un estado de auténtico pánico, pero trató de convencerse de que no había ninguna relación entre la policía y el revólver, entre la policía y él. Hizo acopio de fuerzas para dominar el impulso acuciante de salir corriendo y volver al campamento, porque sabía que era fundamental seguir actuando como siempre. Continuó trabajando, como si lo que estaba ocurriendo en la calle, al otro lado de la valla, no tuviera nada que ver con él, y fue retirándose lentamente hacia el interior del jardín, donde los árboles frutales comenzaban a florecer.
La enfermera Dvora advirtió que Tubol estaba en un estado de gran agitación. Observándolo por el rabillo del ojo, lo vio acurrucado en la cama, con la mano en el bolsillo del pantalón y un brillo en la mirada que le resultaba desconocido. Se le acercó y dijo, en el tono que el doctor Baum describía, y no sólo a sus espaldas, como su «voz de educadora de guardería», que le gustaría que Tubol fuera a la mesa. Allí, junto a la entrada de la sección, habían dispuesto té y tarta; «la tarta especial de los sábados», añadió con el mismo tono jovial y efusivo.
Tubol no respondió y ni siquiera volvió hacia ella la mirada, fija en un punto de la pared que tenía enfrente. La enfermera Dvora repitió su invitación y entonces Tubol la miró con desconfianza y se tapó con la manta de lana. La enfermera se dio por vencida y salió de la habitación.
Aquel sábado estaba de guardia Hedva y, aunque la enfermera Dvora la apreciaba, no tenía la menor intención de consultarle ningún tema profesional. Sabía muy bien que el facultativo de guardia, el doctor Baum, estaría todo el día en el hospital, porque siempre que Hedva era la residente de turno un sábado, si el facultativo al que le tocaba estar de guardia en su domicilio era Baum, Hedva le pedía que se quedara con ella en el hospital para evitar la enorme ansiedad que le producía estar a cargo de todo. Aunque a Dvora no se le había informado oficialmente de esa medida, nada de lo que ocurriera en el hospital le pasaba inadvertido, y a pesar de que miraba con malos ojos al doctor Baum y de que no le gustaba trabajar con él porque «alborotaba a los enfermos y ponía todo patas arriba» con sus peculiares métodos, incluido el de no hacer caso de sus instrucciones y bromear con los pacientes, en aquella circunstancia prefería recurrir a su experiencia médica antes que pedirle consejo a Hedva. Baum estaba sentado en un sillón, con los pies sobre la mesita de café, y cuando la enfermera entró en la habitación, dijo:
—¡Caramba, mira quién está aquí! A tomarnos un descansito, ¿verdad? ¿Le apetece un café?
—¿Qué les parece? —interpeló Dvora a un público invisible—. ¡A tomarnos un descansito! ¡Lo que hay que oír!
—Bueno —prosiguió Baum, con la mirada chispeante—, ¿le apetece o no le apetece?
—¿Qué? ¿Que si me apetece qué? —preguntó Dvora, absorta en sus pensamientos.
—Así que ya ni sabemos lo que nos apetece —rió Baum acariciándose el bigote—. ¡A dónde vamos a ir a parar! A mí se me ocurren muchas posibilidades apetecibles. ¿Qué me dice de eso?
La enfermera Dvora no se sonrojó y, pasando ostensiblemente por alto la sonrisa de Baum, dijo:
—He venido a decirle que Tubol vuelve a estar mal. Me parece que está a punto de sufrir un ataque. Cuando se levantó esta mañana se le veía bien. No sé qué habrá pasado desde entonces, pero me da la impresión de que está a punto de tener otro ataque.
—¿Está segura? —preguntó el doctor Baum poniéndose serio y sin esperar a que le respondiera. Sabía que Dvora tenía más experiencia y mayor perspicacia que muchos médicos que conocía. Por mucho que se riera de ella, en el fondo apreciaba su trabajo y la buena relación que mantenía con los pacientes—. Es una lástima —terminó por decir mientras se mesaba el bigote—. Este último mes había hecho tantos progresos que incluso estaba pensando en transferirlo a la Uno —la sección I de hombres era un ala semiabierta. O semicerrada, según como se vieran las cosas. Los pacientes de esa sección tenían más libertad que los de la IV de hombres, que era un ala totalmente cerrada—. ¿Qué le ocurre exactamente? ¿Qué síntomas le ha notado?
—De eso se trata precisamente —respondió Dvora titubeando—. No son los síntomas habituales. Está metido en la cama y no quiere comer, ¿sabe?, pero esta vez también se le ve agitado, con una agitación especial…, al menos eso es lo que me ha parecido —pronunció las últimas palabras con cierta agresividad, como si no quisiera comprometerse dando una opinión tajante.
—¿Está tomando la medicación? —preguntó Baum. Dvora asintió con la cabeza y el doctor se volvió hacia el archivador gris de metal que había en un rincón de la habitación, arrastró hacia allí el sillón, que emitió un estridente chirrido, y tomó asiento mientras murmuraba—: Tubol, Tubol Nissim, ¿qué está tomando? —y extrajo una gruesa carpeta archivadora. Dvora comenzó a recitar la lista de medicamentos en voz alta mientras Baum consultaba el archivo para verificarla—. Podríamos aumentar el Mellaril —dijo pensativamente para sí mismo—, o a lo mejor deberíamos esperar hasta mañana, o hasta esta noche. ¿A usted qué le parece? —sin esperar respuesta, prosiguió diciendo—: Bueno, pues esperaremos hasta esta noche. Ya sabe que yo estaré aquí; llámeme si ocurre algo nuevo, ¿de acuerdo?
Dvora no respondió. Si le hubieran pedido su opinión, habría actuado sin pérdida de tiempo, aumentado el Mellaril o alguna otra cosa. Pero nadie le había pedido su opinión. Ella había hecho lo que había podido. El entarimado tembló sacudido por sus pasos cuando salió de la habitación. Baum reprimió el impulso de pellizcarle las enormes posaderas, sonrió para sí y volvió a enfrascarse en la lectura que había interrumpido.
Estuvo leyendo hasta que sintió hambre. Vio que era la una; si no se daba prisa, no le dejarían nada de comer. Desde que habían recortado el presupuesto, la calidad de la comida había caído hasta un nivel invariablemente bajo, que provocaba indignación incluso en los pacientes depresivos. Cuando hubo dejado la lectura y se vio al aire libre, decidió que de camino al comedor del personal pasaría a ver a Tubol. Se dirigió a la sección IV palpándose el bolsillo para cerciorarse de que llevaba encima el picaporte de la puerta. Siempre le asustaba la posibilidad de verse obligado a pedirle el suyo a Dvora y que ella se lo tomara como un triunfo. Si eso ocurriera, la enfermera tendría que dejarlo encerrado dentro de aquella ala. En el hospital Margoa habían sustituido el convencional manojo de llaves por el sistema de los picaportes. Las puertas de las distintas secciones no tenían picaporte por dentro, un hecho que daba lugar a una reserva inagotable de bromas, algunas de mejor gusto que otras.
El picaporte estaba en su bolsillo. Entró en la sección, saludó a Dvora con la cabeza y se dirigió hacia la habitación de Tubol. Era la más cercana a la entrada y en ella se alojaban otros ocho pacientes, ninguno de los cuales estaba allí en ese momento. El doctor Baum se aproximó a la cama de Tubol, tomó asiento y dijo:
—¿Qué tal, Nissim? ¿Hemos decidido ponernos enfermos otra vez? —Tubol, que estaba enroscado sobre sí mismo en la cama, debajo de una manta, no reaccionó. Baum le tocó la mano que asomaba; la tenía caliente y seca—. Me parece que tienes fiebre; vamos a ver —dijo. Comenzó a retirar la manta, pero Tubol se aferró a ella con todas sus fuerzas, mordiéndose los labios, acurrucado en posición fetal. Baum no logró destaparlo. Echó un vistazo al reloj y dijo que volvería dentro de un rato y que, entonces, Tubol quizá estaría dispuesto a portarse de una manera más racional. Mientras se dirigía a la salida, le dijo a Dvora—: Hágame un favor: vigile a Tubol; creo que tiene fiebre. Yo me voy a comer algo. Manténgalo vigilado, ¿de acuerdo? —y sin esperar a que le respondiera, se marchó.
El doctor Baum se detuvo junto a la valla para mirar la calle. Vio que había coches aparcados a ambos lados de la calzada, hizo una mueca y entró en el comedor. Hedva Tamari, la residente de guardia, por la que sentía un profundo afecto, estaba de pie en un rincón, tomando una rebanada de pan untada con una sustancia roja que le dio náuseas.
—¿Otra vez esa mermelada de bote? —preguntó, y sin esperar ninguna respuesta prosiguió—: Oye, ¿has visto cuántos coches hay ahí fuera? ¿Estarán esos lunáticos celebrando otro de sus jolgorios sabatinos?
Hedva se señaló la boca llena, terminó de masticar y, mientras untaba de mermelada otra rebanada de pan, contestó:
—No tengo ni idea. Estoy de guardia, ¿recuerdas? No he asomado la nariz a la calle desde que llegué. ¿Qué quieres que sepa?
Sabiendo que era el segundo sábado consecutivo en que Hedva estaba de guardia en el hospital, Baum no se dio por ofendido ante aquella hostilidad; sonrió y dijo:
—No hay necesidad de vapulearme así. Sólo te había hecho una pregunta. Creía que lo sabrías. Porque son amigos tuyos, ¿no?
—Sabes muy bien que todavía no me han aceptado y, además, no te lo he contado para que empieces a hacer bromitas sobre el tema a grito pelado —siseó Hedva con expresión ofendida.
—Bueno, bueno, te pido disculpas, deja de molestarte por todo —dijo Baum, conciliador, y después se apresuró a añadir—: Pero realmente hay un montón de coches; ve a echar un vistazo.
Mientras hablaba se sirvió una generosa ración de macarrones pegajosos mezclados con algo que parecía salsa de tomate y un trozo de una especie de empanada de pescado. Engulló la comida haciendo un esfuerzo por no prestar atención al sabor. Sintiéndose incapaz de repetir, se marchó del comedor, pasó de largo ante la caseta del guarda del hospital y, un tanto indeciso, salió a la soleada calle.
Dirigió la mirada hacia la parte de arriba de la calle, que desde fuera del hospital se divisaba hasta lo alto de la cuesta, y después volvió sobre sus pasos, casi a la carrera, hasta la caseta del guarda que estaba junto a la puerta, donde preguntó alarmado:
—Oiga, ¿ha visto todos esos coches de policía? ¿Ha pasado algo?
El guarda, un jubilado entrado en años que no se había aventurado fuera de la pequeña garita de piedra durante toda la mañana, salvo para hacer la ronda del recinto hospitalario, salió a la puerta y dijo:
—A mí que me registren, doctor Baum. Llevo varias horas viéndolos, desde la ventana, claro, pero no he preguntado nada.
Baum salió otra vez a la calle, subió hasta el Instituto, cruzó la estrecha calle y se dirigió a un policía que estaba junto a un coche patrulla:
—Discúlpeme, por favor, ¿ha ocurrido algo?
El policía le dijo a Baum que no se parara allí. Después de presentarse y explicarle al agente que era el médico de guardia del hospital que estaba al fondo de la calle, invitándole a acompañarlo hasta allí para preguntárselo al guarda si no le creía, el policía al fin se ablandó y dijo que se había producido un accidente. Baum quería enterarse de más detalles, pero el policía tenía una expresión hermética, reflejo de su decisión de no decir ni una palabra más. Baum echó a andar cuesta abajo hacia el hospital. Se detuvo junto a la caseta de la entrada, pidió la guía telefónica, buscó el número del Instituto y lo marcó ansiosamente. Como la línea estaba ocupada, volvió a subir la cuesta corriendo y se detuvo junto a la verja verde, donde se había congregado un grupo de personas. Los conocía a todos; algunos eran antiguos compañeros de la facultad de medicina y otros habían trabajado con él en distintas clínicas psiquiátricas.
Vio a Gold, que había preparado una oposición a la vez que él y ahora tenía una plaza en el departamento de psiquiatría del hospital Hadassah; se había bajado de un coche patrulla y estaba recostándose contra un muro de piedra con el rostro demudado. Vio a la hermosa Dina Silver, a quien había conocido cuando estaba dando sus primeros pasos como psicóloga en el Margoa. Recordaba muy bien sus intentos de seducirla, todos ellos fracasados. Seguía siendo muy guapa. Con su vaporoso abrigo azul, era una visión digna de contemplarse.
También reconoció a Joe Linder, de quien había oído hablar a diversas personas. Recordaba que una mujer lo había definido como «el único varón atractivo del Instituto, y muy inteligente, además».
Junto a ellos había tres personas desconocidas haciendo preguntas a grandes voces. Un hombre gordo y sudoroso que llevaba un micrófono en la mano estaba gritándole a Dina Silver:
—Sólo quiero que me diga su nombre, no le pido nada más… ¿Qué tiene eso de terrible?
Dina hacía como si no le oyera y él continuó repitiendo su pregunta hasta que Linder lo agarró por la manga y se lo llevó aparte, diciendo algo que Baum no alcanzó a oír. El hombre se alejó un poco y tomó posiciones junto al coche de policía. Baum se aproximó a Gold y le preguntó:
—¿Qué está pasando aquí?
Gold, que estaba aún más pálido que después de examinarse de la oposición, agarró a Baum del brazo y echó a andar cuesta abajo, hacia el Margoa, mientras le contaba los acontecimientos de la mañana sin prestar la menor atención a las respuestas de su acompañante, que no paraba de repetir, con ligeras variaciones, las exclamaciones que comúnmente realiza quien sabe que lo que está oyendo es más cierto que el Evangelio pero no logra asimilarlo. Gold concluyó su historia refiriéndose a los periodistas que merodeaban por la zona a la espera de noticias.
—Son como escarabajos peloteros, se alimentan de todas las porquerías que ocurren —dijo con repugnancia.
Después dio voz a su preocupación por los pacientes de Neidorf, y en ese momento recordó que él era uno de ellos y se quedó callado.
—¡Es increíble! —volvió a exclamar Baum—. ¡En el Instituto! ¡Dios mío! ¡Y precisamente Neidorf!
Gold no respondió. Después añadió con voz turbada que acababa de regresar de la jefatura de policía del barrio ruso, donde había prestado declaración; un policía había estado interrogándolo durante muchísimo tiempo, se quejó.
Baum había asistido a varias conferencias de Neidorf, que trabajó en el hospital durante varios años, antes de su época, y todavía pasaba consulta en la clínica de atención externa. Tanto en el hospital como en la clínica se había ganado una admiración que casi rayaba en la veneración. Él mismo tenía por costumbre decir que Neidorf era genial, aunque en privado se permitía burlarse de su falta de sentido del humor.
Después de hacerle a Gold un comentario sobre el tono verdoso de su semblante y de expresarle su conmiseración por el trauma que había sufrido, lo invitó a acompañarlo a tomar un café en su despacho. Gold aceptó la invitación por algún motivo que ni él mismo acertó a comprender. Nunca se había sentido cómodo en compañía de Baum y no entendía sus chistes. Desde que dejaron de ser compañeros de estudios, siempre lo había evitado. Echó a andar detrás de él mascullando que en realidad debería irse a casa.
El café que Baum le sirvió de un termo en la sala de los médicos de guardia estaba turbio y bastante frío, pero Gold se lo bebió sin rechistar. Los músculos de las pantorrillas le temblaban de debilidad, como si acabara de realizar un enorme esfuerzo físico, y cuando se sentó en el sillón, un temblor incontrolable comenzó a sacudirle las piernas. Gold atribuyó el cansancio a su migraña.
Baum no había parado de hablar ni un instante. Habló incesantemente de camino hacia la sala, continuó hablando a la vez que le servía el café, y todavía seguía hablando mientras se lo tomaban. Le hizo todas las preguntas adecuadas a la situación: «¿Quién crees que puede haberla matado? ¿Qué motivos tendrían para matarla?». Y: «Además, ¿qué estaría haciendo allí? ¿Qué la habría llevado al Instituto a una hora tan extraña?».
Aunque ésas eran precisamente las preguntas que habían estado atormentando a Gold desde el descubrimiento del asesinato, se limitó a responder que no tenía ni idea, cómo iba a saberlo él; que la policía se devanara los sesos, ése era su trabajo; los peces gordos del Instituto se ocuparían de los pacientes; y el fulano ése, el policía guapo que lo había vuelto majareta con sus preguntas, descubriría al asesino y, al final, todo se arreglaría. Gold no creía ni una palabra de lo que estaba diciendo; las palabras le salían por sí solas, sin control.
—O a la asesina —dijo Baum vagamente.
—¿Por qué asesina? —preguntó Gold extrañado.
—¿Por qué no? —replicó Baum, y sonrió de oreja a oreja. Una vez más, Gold se quedó sin enterarse del chiste.
Baum posó la taza vacía en la mesa que estaba a su lado y dijo:
—De lo que he oído hasta ahora se desprenden las siguientes preguntas: primera —alzó un dedo—, y como ya he dicho anteriormente, ¿qué estaba haciendo Neidorf en el Instituto a esa hora tan intempestiva? Segunda —estiró otro dedo—: ¿quién acudió a verla allí? Tercera —levantó un dedo más—: ¿qué persona del Instituto posee una pistola?, pues es evidente que ha sido uno de vosotros —en este punto expresó cierta satisfacción retorciéndose el bigote—, porque quienquiera que haya sido debía de tener una llave, aunque también cabe la posibilidad, claro está, de que Neidorf le abriera la puerta. En resumen —dijo con una sonrisa—, la pregunta básica es quién lo ha hecho y por qué. ¿A quién le ha beneficiado su muerte, o quién la odiaba tanto?, o incluso —y aquí sus ojos centellearon mientras alzaba la voz— ¿quién la amaba tanto?
Gold se quedó mirando a Baum en silencio. Sintió un amago de náuseas, su reacción, imaginó, ante la autocomplacencia que irradiaba de la persona que tenía enfrente. En el fondo de su corazón, Gold estaba arrepentido de haberse prestado a acompañar a Baum.
Al cabo de un momento se levantó y anunció que ya era hora de marcharse a casa. Mina no sabría dónde estaba; ya eran las tres y Mina habría preparado la comida; había invitado a comer a sus padres. Entonces, a modo de despedida, Baum le asestó un golpe que acabó de destrozar los nervios de Gold.
—Dime una cosa —le dijo Baum—, ¿no te ha dicho nadie que eres uno de los sospechosos? —Gold solía asimilar lo que le decían con lentitud, y en aquel momento sus reacciones se habían ralentizado aún más. Al principio tan sólo sintió sorpresa y, luego, mientras Baum continuaba parloteando sin ton ni son, notó que la ira le encendía el rostro—. Vamos, en serio, ya sabes, como en las novelas de detectives, donde el asesino simula ser un ciudadano cabal e informa a la policía y al final se descubre todo.
Gold sintió que sus náuseas se intensificaban y, por fin, logró decir:
—Déjalo ya…, no tiene gracia —aunque habló con un hilo de voz, pronunciar esas palabras le había costado un enorme desgaste de energía.
Pero Baum persistió:
—Oye, no estoy diciendo que realmente hayas sido tú, que le hayas pegado un tiro, que la hayas asesinado, ¡Dios me libre! Sólo te he preguntado si alguien lo pensaba; sentía curiosidad por saberlo.
Gold no había dicho ni una palabra sobre la primera hora que había pasado con Ohayon, limitándose a despachar con un par de frases la conversación con el detective. Ahora se contuvo para no zanjar el tema con una réplica demoledora y, cuando estaba a punto de marcharse, Baum se levantó de las profundidades del sillón diciendo:
—Espera un momento, te voy a acompañar. Al fin y al cabo, aquí no tengo nada que hacer, y hace un día tan agradable…
Gold no protestó. Estaba tan agotado que no sabía cómo iba a conducir hasta casa. Se marcharon juntos de la sala de los médicos de guardia y salieron al jardín, donde se encontraron con Hedva Tamari, a quien Gold conocía de los tiempos en que ella estaba haciendo sus prácticas en el Hadassah. Hacía unas semanas Hedva había ido a pedirle consejo porque quería presentar su candidatura en el Instituto. La conversación que mantuvieron dejó a Gold con un leve regusto de culpabilidad y desasosiego.
Gold había expuesto con todo detalle las dificultades que entrañaba su proyecto, pero no consiguió desanimarla, porque Hedva ya estaba decidida de antemano. Debería haberse dado cuenta, pensó, de que cuando alguien hace una consulta de este tipo no atiende a razones disuasorias; lo que quería Hedva era refuerzos positivos para una decisión ya tomada. El propio Gold había actuado de la misma forma en su momento. No debería haberse empeñado en hacerle cambiar de idea. Durante la conversación, Gold supo que ella también era paciente de Neidorf.
Gold no reaccionó con la rapidez necesaria para prevenir a Baum, que se embarcó inmediatamente en una dramática narración de los acontecimientos de la mañana, sin fijarse en que Hedva se iba poniendo más y más pálida, hasta que de pronto, sin pronunciar una palabra, se desmayó y quedó tendida en el suelo, inerte como una muñeca de trapo.
Durante un instante los dos médicos se quedaron clavados al suelo, y después Baum se arrodilló junto a Hedva, le tomó el pulso y trató de reanimarla. Gold renunció definitivamente a la idea de irse a casa. Hedva volvió en sí en seguida, pero entonces vieron que se había lesionado el tobillo al caer. El debate que se entabló a continuación sobre si debían llevarla a éste o aquel hospital para que le hicieran unas radiografías fue interrumpido por las enérgicas protestas de la doctora. Un somero examen del tobillo lesionado reveló que no se había roto ningún hueso y los tres echaron a andar despacio, Hedva entre los dos hombres que la iban sujetando, hacia la sala de guardia, donde Baum vendó el maltrecho tobillo con una delicadeza y una pericia que sorprendieron a Gold. Baum colocó el pie vendado sobre una silla, suspiró y dijo que había sido una suerte que el facultativo de guardia ya estuviera allí; después sonrió, le guiñó el ojo a Hedva y le preguntó si quería un analgésico. Cuando ella lo rechazó, Baum sugirió, con un afecto y una ternura que Gold nunca había oído en su voz, que se tomara un Valium; Hedva aceptó la sugerencia y Baum le dio una pildorita amarilla y proclamó que, por prescripción facultativa, debía guardar un reposo absoluto.
Hedva sacudió su cabeza cubierta de rizos y rompió a llorar, mientras les rogaba que no la dejaran sola. Fue entonces cuando Baum al fin comprendió lo que le pasaba.
—Creía que éramos amigos —le dijo con expresión dolida—, ¿por qué no me lo habías contado?
Entre sollozo y sollozo, Hedva le respondió que sabía que se habría reído de ella, porque él sólo confiaba en los fármacos y no en el psicoanálisis, y después añadió que no debía sentirse culpable por haberle comunicado así la noticia; al fin y al cabo, ya todo daba igual, y sus sollozos se hicieron más fuertes. Baum se levantó de su asiento para abrazarla y Gold volvió a sentirse muy solo y marginado. A pesar de todo, en lugar de irse, se quedó en el umbral y le preguntó a Hedva desde cuándo era paciente de Neidorf.
—Desde hace más de un año; un año y un mes —respondió mientras se enjugaba los ojos con el dorso de la mano, y Gold asintió con la cabeza, pero ella no dio muestras de reconocer la parte que a él le tocaba en su común desdicha. Entonces Gold se despidió de ambos y se marchó del hospital para ir a casa, donde, pensó con desesperación, tendría que repetir toda la historia desde el principio.
La psiquiatra en ciernes Hedva Tamari fue la causa principal de que el paciente Nissim Tubol se evaporara de los pensamientos del facultativo de guardia. Baum llevó a Hedva a la cama que había en la sala de guardia para que durmiera y se sentó a su lado, sujetándole la mano, tal como había jurado solemnemente que haría, y se quedó así hasta bien entrada la noche, sordo a los intentos de la enfermera Dvora de comunicarse con él por la línea interna de teléfono, ya que Baum había tenido la precaución de descolgar el auricular para que no interrumpiera el sueño de Hedva. La enfermera intentó desesperadamente, una y otra vez, ponerse al habla con él por teléfono, pues no se atrevía a abandonar su puesto en la sección IV, donde Nissim Tubol estaba sentado en la cama desde las ocho de la tarde, apuntando con una pequeña pistola al paciente de la cama de enfrente, una pistola que a los ojos inexpertos de Dvora parecía estar cargada y amartillada.
Y como el teléfono estaba sobre el mostrador del puesto de la enfermera y era perfectamente visible a través de la puerta abierta de la habitación de Tubol, pasó una hora antes de que Dvora osara buscar los orificios correctos al tacto, sin desviar la vista del enfermo ni un segundo, para marcar el teléfono del médico de guardia, que no cesaba de comunicar. Mas cuando Tubol disparó contra la pared de enfrente y los pacientes, hasta entonces paralizados por el terror, empezaron a desmandarse, la enfermera se levantó y, con una expresión resuelta en la cara, se dirigió a Tubol y le arrebató el arma sin ninguna dificultad, pues ni siquiera opuso resistencia; después salió corriendo hacia la sala de los médicos de guardia.
Baum se despertó de un sueño profundo, lleno de visiones de tobillos fracturados, al oír unos sonoros golpes en la puerta, que había tenido la precaución de cerrar con pestillo cuando Gold se marchó. El médico se levantó y abrió la puerta, quedándose aturdido por la luz que inundó la habitación cuando Dvora encendió el interruptor. Vio la expresión de perplejidad que se pintó en el semblante de Hedva cuando empezó a despertarse, y estaba a punto de preguntar qué pasaba cuando su mirada se posó en la pequeña pistola que la enfermera, temblando de pies a cabeza y llorando, sostenía en la mano. (Nadie había visto llorar a la enfermera Dvora. Esto, unido al desorden de su pelo rubio, que siempre llevaba peinado hacia atrás y pulcramente recogido en un moñito, indicaba que se había producido una catástrofe). Dvora empezó a quejarse de que no podía manejar el ala por sí sola, le preguntó dónde se había metido tanto tiempo, y al final, lanzando una mirada airada a Hedva, llegó a decir a gritos que debería haberse imaginado lo que estaba haciendo, debería haber sabido por qué el teléfono de la sala de los médicos de guardia estaba comunicando mientras Tubol apuntaba con una pistola cargada a los pacientes de su sección.
Baum no esperó al final de la arenga. Echó a correr en dirección a la sección IV mientras Dvora seguía gritando desde la puerta de la sala.
Al oír los sonidos habituales y ver luz en el ala, Baum comenzó a tranquilizarse. Entró, contó a los pacientes y exhaló un suspiro de alivio al comprobar que no faltaba ninguno. Tubol estaba sentado en la esquina de su cama, con la mirada perdida, como si no hubiera pasado nada. El médico miró a su alrededor. Los pacientes estaban comportándose como de costumbre y se le ocurrió que un observador cualquiera, que no supiera descifrar las señales de tensión e inquietud, habría sospechado que la enfermera Dvora se lo había inventado todo. Pero él no era un observador cualquiera. Tenía una pequeña pistola en el bolsillo y un grupo de enfermos psiquiátricos a punto de declararse en rebelión delante.
Regresó a la sala de los médicos de guardia y se encontró a Dvora parada en la puerta y a Hedva de nuevo dormida. Dvora no paró de repetir que no pensaba volver a su sección y que nadie la obligaría a hacerlo hasta que Baum anunció, en un tono autoritario que nunca había oído en su boca, que iba a volver allí de inmediato, porque había pacientes que necesitaban ser atendidos y mucho trabajo que hacer. Mascullando «mira quién habla», Dvora siguió a Baum por el pasillo sin dejar de protestar hasta que el médico le pidió que le hiciera una descripción detallada de lo que había sucedido en su ala.
La tensión y la inquietud de los pacientes comenzaban a hacerse evidentes. Una vez que Baum y Dvora consiguieron calmar a los dos primeros en ponerse violentos y los dejaron sedados en sus respectivas camas, Baum se sentó junto a Tubol. Le preguntó en tono casual, propio de una charla intrascendente, dónde había encontrado la pistola. Tubol, que estaba tumbado en posición fetal, ni siquiera giró la cabeza hacia él. El médico se sacó la pistola del bolsillo, la agitó ante los ojos del paciente y repitió la pregunta. No hubo ninguna reacción. Pero cuando Baum suspiró y se levantó, Tubol comenzó a chillar.
Eran unos alaridos inarticulados y, a pesar de estar acostumbrado a los arrebatos de los pacientes, Baum se quedó petrificado ante aquellos espeluznantes aullidos animales. Los demás pacientes perdieron todo dominio de sí mismos y cada uno empezó a expresar su sintomatología de una forma que requería una atención inmediata. Dvora se las arregló para impedir que Shlomo Cohen se quitara la ropa, no sin llamar a Baum para que la ayudara, diciéndole a gritos que el paciente tenía una fuerza descomunal. Baum lo inmovilizó mientras Ella preparaba una jeringuilla. Después le pusieron otra inyección a Tubol y, cuando Dvora aún no le había retirado la aguja del brazo, Itzik Zimmer, que era famoso por sus incontrolables ataques de ira, se lanzó sobre la espalda de Baum, que estaba sujetando a Tubol para que no se moviera. Unas manazas enormes atenazaron la garganta del médico, y cuando ya sentía que le faltaba el aliento, con un esfuerzo sobrehumano, Dvora logró clavar la aguja en el brazo de Zimmer. La simple visión de la jeringuilla bastó para que éste se asustase y soltara a Baum, que cayó al suelo desmayado.
Cuando volvió en sí, Baum vio junto a la cama donde estaba tumbado al director del hospital, el profesor Gruner, y a dos desconocidos. Trató de decir algo en voz alta, mas sólo consiguió emitir un susurro. El director le dijo paternalmente:
—No haga esfuerzos. Estamos en mi despacho, la sección IV está bajo control, todo está en orden, en seguida se pondrá bien. Han venido unos señores de la policía que quieren saber qué ha sucedido. La pistola es lo que los ha traído aquí, no los problemas en el ala de aislamiento. Les gustaría hacerle algunas preguntas. Ya han interrogado a Dvora, y también a Hedva.
Una figura asomó por encima de la cabeza de Baum y se le colocó delante. Hedva, con los ojos rojos e hinchados, le acarició la mano. Según el gran reloj de pared eran las cuatro. ¿Las cuatro de la mañana?, se preguntó a sí mismo. ¿Cómo podía haber dormido tanto? Como si le hubiera leído el pensamiento, el profesor Gruner le explicó que se había encontrado la sección IV en pie de guerra al llegar al hospital.
—Dvora estuvo magnífica —prosiguió—. No entiendo cómo logró ponerse en comunicación conmigo en medio de aquel alboroto. Pedimos una ambulancia, pero cuando llegó ya estaba usted despierto, e incluso vino de la sección IV hasta aquí por su propio pie; luego la doctora le curó y le dio algo para dormir. —Baum se palpó el cuello, que estaba envuelto en un vendaje rígido, una especie de collarín. La cabeza le daba vueltas y tenía la garganta reseca y ardiendo («como si hubieran encendido una hoguera en mi interior», le dijo a Hedva más tarde, cuando hubo recuperado la voz)—. La policía piensa —continuó Gruner— que la pistola que tenía Tubol está relacionada con la muerte de la doctora Neidorf, y estaban esperando a que se despertara por si podía explicarles cómo fue a parar a sus manos.
Baum miró al profesor Gruner, que estaba de pie ante él. La luz le hirió los ojos y tuvo que cerrarlos y con un fatigado gesto de la mano indicó que no tenía ni idea. Cuando volvió a abrir los ojos, Gruner seguía delante de él y su cara reflejaba preocupación. Las manecillas del reloj marcaban las cuatro y cuarto.
(Después, Baum le diría a Hedva que sólo por ver la expresión de preocupación del profesor, que era el terror del hospital, «todo había merecido la pena. ¿Te lo puedes creer? Hasta entonces no estaba seguro de que me conociera». Y cuando Hevda le amonestó: «No digas tonterías», él replicó: «No, en serio; a veces pasa por delante de mí como si fuera transparente. Una vez incluso me preguntó cómo me llamaba. Y sólo tiene cincuenta y tantos años…». «Cincuenta y cinco», dijo Hedva haciendo un mohín. «No hables así de él. A mí me parece un ser humano, un auténtico ser humano. Tendrías que haber visto la recomendación que me dio para el Instituto». «¡Ah, el Instituto! Cuando se trata del Instituto yo ya no soy nadie. Según tú, cualquiera que tenga alguna relación con el Instituto está más cerca de Dios todopoderoso. No pretendo decir que sea un imbécil, pero tienes que reconocer que no es un genio o, al menos, que no se entera muy bien de las cosas, eso por no decir que está medio senil»).
Los dos hombres que habían sido presentados como «la policía» hicieron un aparte para conferenciar en voz baja. Después, uno de ellos le preguntó algo a Gruner en un susurro y éste sacudió la cabeza y dijo:
—Sólo con la mano, si es necesario —y, volviéndose hacia Baum, le preguntó—: Doctor Baum, ¿sabe usted cómo llegó la pistola a manos de Tubol? Conteste con la mano, por favor. Muévala de un lado a otro para decir que no y de arriba abajo para decir que sí.
Baum hizo un movimiento negativo con la mano y, entonces, uno de los policías, el pelirrojo, le preguntó si había visto la pistola antes. Baum volvió a mover la mano de un lado a otro. Estaba muy cansado, y al cerrar los ojos oyó que el pelirrojo decía:
—Bueno, vamos a anotar las características de la pistola y luego comenzaremos a registrar el recinto.
Después Baum se quedó dormido.