La sala de consultas estaba en el ala opuesta de la casa y, al llegar a la puerta, con la mano ya en el picaporte, Michael se detuvo, pensando en el disco desgastado y lleno de ralladuras de un quinteto con clarinete de Brahms que estaba colocado en el plato del tocadiscos.
En el amplio salón, con su pesado mobiliario de tonos pálidos, imperaba una atmósfera refinada y comedida. Los grandes cuadros abstractos de colores brillantes, las flores que crecían en multitud de tiestos y en las jardineras de la ventana, como si en Jerusalén nunca fuera invierno, la alfombra espesa y oscura, no lograban disipar la impresión de frialdad. Pero el quinteto con clarinete colocado en el tocadiscos destapado que había en un rincón, junto a la puerta acristalada de dos hojas, revelaba un apasionamiento que no había encontrado expresión en ningún otro lugar del cuarto.
En cuanto hubieron entrado en la sala de consultas, Michael le hizo una pregunta sobre el disco a Hildesheimer, que se había desplomado en una butaca… Su cuerpo grandote parecía haber encogido y tenía el semblante pálido y extenuado.
—Sí —respondió el anciano suspirando, mientras se ceñía más el grueso abrigo, del que no se había desprendido al entrar en la casa—. Siempre me pareció que Eva tenía su lado sentimental. Su música preferida era la romántica. Solíamos bromear sobre ello.
Sonrió con melancolía y pareció sumirse en sus pensamientos. Sintiendo una necesidad casi física de protegerlo, Michael se apresuró a reprimirse y se sentó junto al escritorio, una pieza antigua. Se sacó un par de guantes del bolsillo, se los calzó laboriosamente en sus largas manos y comenzó a abrir los cajones uno tras otro, manejándolos con sumo cuidado, a la vez que le explicaba a Hildesheimer que debían tratar de no dejar huellas. Vació el contenido de los cajones en un sofá que estaba pegado a la pared, enfrente del escritorio.
Cuando llegó al tercer cajón, Hildesheimer, que estaba observándolo con suma concentración, le dijo que allí encontraría una lista de los pacientes y supervisados de Eva. Se levantó de la butaca diciendo que debajo de los papeles del tercer cajón había una lista de nombres y números de teléfono. Lo sabía porque, cuando estaba en el extranjero y surgía algún imprevisto que le impedía regresar a tiempo, Eva siempre le pedía que informara del retraso a sus pacientes. En esas ocasiones tenía que ponerse en contacto con la criada, ir a casa de Neidorf y, lista en mano, llamar a sus pacientes. El anciano hundió el rostro en las manos abiertas. Transcurrieron varios minutos antes de que se recuperara y se enjugase los ojos con un gran pañuelo que sacó del bolsillo de su abrigo.
Michael señaló los papeles amontonados sobre el sofá, advirtió a Hildesheimer que no los tocara, y comenzó a mostrárselos uno por uno, con cuidado de no desordenarlos. Todavía de pie, el anciano los fue examinando mientras Michael los iba depositando en la espesa alfombra que había al pie del sofá y en la que se veía polvo acumulado.
—No, no la veo. La lista no está aquí —dijo Hildesheimer con voz trémula y el rostro inquietantemente pálido.
Michael se apresuró a vaciar el resto del contenido del escritorio, acumulando papeles sobre el sofá. Entre los dos fueron examinándolos uno a uno. Eran una mezcolanza de facturas, notas para conferencias, recortes de periódicos, talonarios de cheques, estados de cuentas bancarias, cartas y todo lo que suele guardarse en un escritorio. Pero no había ningún borrador ni ningún ejemplar mecanografiado de la conferencia que debía haber pronunciado aquella mañana. Como tampoco había otra lista que no fuera la de los miembros del Instituto y los candidatos, que Michael colocó aparte sobre el escritorio. Y tampoco encontraron la agenda de direcciones que Hildesheimer había descrito con todo detalle; se sacó del bolsillo un cuadernito con tapas azules de plástico y dijo:
—Es así…, como ésta —y se la entregó a Michael mientras añadía—: Pero la tendría en el bolso, claro; siempre la llevaba en el bolso.
—Tendremos que tratar de encontrarla aquí, en la casa, porque como ya le he dicho antes en su bolso no había ninguna agenda —dijo Michael con tacto.
Michael miró el cuadernito y Hildesheimer le dijo:
—Puede abrirlo si lo desea.
Pasó la primera página de la agenda y Hildesheimer, asomándose por encima de su hombro, le explicó que allí estaba el orden del día: la programación de las sesiones con los pacientes y sus números de teléfono. Michael examinó el escritorio de arriba abajo, sin olvidar un compartimiento secreto que se abría mediante un resorte, una peculiaridad de la mayoría de los escritorios antiguos. Vació su contenido. El anciano dijo muy excitado que en ese cajón secreto Eva guardaba las notas tomadas después de las sesiones preliminares con los nuevos pacientes.
—Las dos primeras sesiones —explicó sin resuello— son lo que llamamos la «toma de contacto» y suelen dedicarse a tratar los aspectos…, digamos de tipo biográfico, la información objetiva, como la edad y la situación familiar, quiénes son los padres del paciente, si está casado, a qué se dedica, además de comentar los motivos que le han llevado a tratarse. En fin, hay quien toma notas durante esas sesiones preliminares. Personalmente, yo estoy en contra de esa costumbre. Eva tomaba notas, pero lo hacía una vez que había concluido la sesión.
Entre los dos examinaron el contenido del cajón, sin encontrar las notas.
Michael miró a su alrededor. Había hecho un inventario mental de todo lo que había en la habitación nada más entrar en ella. Al igual que en la sala de consultas de Hildesheimer, en la de Neidorf había dos butacas, un diván con el sillón del analista detrás, una estantería (sólo una, con bibliografía profesional) y unas cuantas lámparas. Las pantallas de pergamino amarillo conferían a la habitación una atmósfera cálida y acogedora. En la estantería destacaba un pequeño compartimiento cerrado con la llave metida en la cerradura, que resultó contener una pila de folletos con las cubiertas de diferentes colores. Hildesheimer le explicó que eran todas las historias de casos que Eva había expuesto en el Instituto. Michael hojeó los folletos y echó un vistazo a los títulos escritos en la cubierta, todos los cuales ocupaban al menos dos líneas; excepción hecha de las preposiciones y los artículos, no comprendió una sola palabra. Todos los folletos llevaban la inscripción «Confidencial, interno».
Hildesheimer le explicó que la identidad del paciente se encubría a la hora de presentar su caso: el nombre era un seudónimo, no se mencionaba su empleo y se cambiaban todos los detalles por los que se le hubiera podido identificar. Y también se tomaba la precaución añadida de entregar los folletos en mano a los miembros del Instituto en lugar de enviárselos por correo.
Michael cogió una hoja escrita con una letra diminuta y apretada del montón de papeles acumulados sobre el sofá. La examinó con atención y le preguntó a Hildesheimer si era la letra de Eva. El anciano respondió afirmativamente. Era una lista de títulos de libros, la bibliografía del curso que tenía previsto impartir en el Instituto durante el último trimestre del año. El nombre de Freud fue el único que Michael reconoció. Ya no quedaba ningún lugar en la habitación donde buscar documentos, listas de nombres, notas para una conferencia, agendas de direcciones, u otra fuente de información.
Michael encendió un cigarrillo, el primero desde que entrara en la casa. En la mesa colocada entre los dos sillones había un cenicero. Y, a su lado, una caja de pañuelos de papel. Advirtió el inspector jefe que, pese a la semejanza entre la sala de consultas de Hildesheimer y la de Neidorf, el ambiente de ambas era muy distinto. Estaban en una habitación femenina. Los colores dominantes en las cortinas, la alfombra y la tapicería del sofá eran el rojo y el marrón. Aunque los sillones eran más claros, en esa sala no había ni rastro de los tonos pálidos que imperaban en el salón. Tampoco se veía nada semejante a los impresionantes cuadros abstractos de gran tamaño que decoraban las paredes del salón, pinturas que Michael no comprendía pero cuyo colorido lo había cautivado. Aquí los cuadros eran de color blanco y negro, grabados y dibujos a lápiz.
Le preguntó a Hildesheimer dónde estaba el dormitorio. El anciano le respondió, en tono seco y directo, que estaba en el segundo piso. Michael se sintió un tanto molesto al fracasar en su intento de no especular sobre el tipo de relación que habría mantenido el anciano con la doctora Neidorf. Mientras ascendían por la escalera le preguntó si tenían por costumbre verse con frecuencia. De la respuesta del analista dedujo que se habían visto a menudo en casa de Eva y que no solían salir juntos. También llegó a la conclusión de que habían mantenido una relación como la de un padre y una hija, y algo más. No se atrevió a preguntar en voz alta qué podría ser ese «algo más».
Ya en el umbral del dormitorio, Hildesheimer no dio muestras de incomodidad, sino tan sólo de desolación. Una amplia ventana, una cama grande, hecha con primor, un tocador, objetos de maquillaje, un armario enorme. Cuadros de piscinas de Hockney, una maleta sobre la alfombra. La mirada de Michael barrió la habitación como una cámara de cine y tomó un primer plano de la maleta.
Estaba cerrada. Michael se arrodilló y vació cuidadosamente su contenido sobre la alfombra que estaba al pie de la cama: ropa, lencería, cosméticos. Le sorprendió que aquella mujer superordenada no hubiera deshecho la maleta nada más llegar a casa y pensó que, a juzgar por el quinteto con clarinete puesto en el tocadiscos y por el cenicero lleno de colillas que había junto a una de las butacas del salón, quizá no hubiera usado el dormitorio en absoluto.
Registró todos los compartimientos de la maleta y, al concluir, se volvió hacia Hildesheimer, que no se había movido del umbral, e hizo un gesto negativo con la cabeza. Ni agenda, ni conferencia, ni notas, nada de nada.
Eran las dos de la mañana cuando el inspector jefe Michael Ohayon llamó al Centro de Control desde el dormitorio de la doctora Eva Neidorf, les dio su dirección y pidió que le enviaran a su equipo para registrar la casa.
—Y mandadme también al experto en huellas dactilares de Investigación Criminal —añadió con voz fatigada. Repasó con mirada escéptica la habitación, que parecía sin vida, como si llevara mucho tiempo sin ser ocupada y, sin embargo, tenía varias superficies sin rastro de polvo. Comprendiendo demasiado bien lo que eso significaba, colgó el auricular y le dijo a Hildesheimer que, sin lugar a dudas, alguien se les había adelantado, alguien que había realizado su labor con gran meticulosidad y sin dejar huellas.
Bajaron al salón para esperar a la policía.
Hildesheimer se acurrucó en uno de los butacones. Michael estuvo rondando inquieto por la habitación mientras se preguntaba qué le daba ese aire tan elegante. Miró el elevado techo, las hornacinas rematadas por un arco, la colección de discos, los adornos, y pensó en el tiempo, el dinero y la energía que se habían invertido en aquella casa. Indagando los motivos, pensó que algunas personas encontraban en la decoración de sus casas una salida para sus impulsos artísticos. Por razones que prefirió no tener en cuenta, esa idea generaba en él hostilidad, mas a pesar de ello no podía evitar que le inspirase admiración.
Por enésima vez se hizo la misma pregunta de siempre y terminó por preguntarle a Hildesheimer si no se le ocurría quién podría explicarles qué contenía la conferencia para haberla hecho desaparecer de la faz de la tierra. El anciano negó con la cabeza y dijo que no tenía ni idea, como tampoco tenía ni idea de dónde podrían estar las notas. No lograba pensar en otra cosa, dijo con voz cascada.
Hacía mucho frío en la habitación y los dos se arrebujaron con sus abrigos a la espera de que sonara el timbre de la puerta. Michael se levantó de un salto y fue a abrir en cuanto lo oyó. Fuera, bajo la lluvia torrencial, estaban Eli y Tzilla, los miembros de su equipo habitual, y detrás de ellos, Shaul, del Instituto de Investigación Criminal.
Tzilla tenía la boca abierta de par en par, dispuesta para decir algo que Michael adivinaba de antemano, básicamente que dónde demonios se había metido durante toda la noche, pero se le adelantó ofreciéndoles una descripción detallada de los últimos acontecimientos. Mirándolos a la cara mientras hablaba, Michael vio cómo asimilaban la importancia de que hubieran desaparecido la agenda de direcciones y las notas de la conferencia. Concluyó con las palabras:
—Fuera de la casa también: huellas de neumáticos o de pisadas; dentro, hasta el mínimo pedacito de papel… Ponedlos en orden, no tiréis nada y no os mováis de aquí hasta que vengan a relevaros; contestad las llamadas telefónicas, pero tened cuidado —y los tres pasaron como una exhalación por delante de Hildesheimer y echaron a correr escaleras arriba hasta el segundo piso.
Hildesheimer se había quedado aparte y en silencio, estudiando los rostros de los recién llegados mientras Michael les daba instrucciones. Una vez que se hubieron ido, éste le explicó que el equipo iba a registrar todas las habitaciones, buscando también huellas dactilares, aunque, en vista de la escasez de polvo que había en la planta baja y en el dormitorio, albergaba escasas esperanzas de que encontraran algo en ese sentido.
Por su expresión, se diría que Hildesheimer no albergaba ninguna esperanza en ningún sentido. Comentó que Eva había sido una persona muy reservada y encerrada en sí misma y que ahora su mundo se estaba viendo sometido a una invasión implacable. Concluyó exclamando un «ach» desesperado. Michael se ofreció delicadamente a llevarlo a casa, pero el anciano rechazó el ofrecimiento con impaciencia. Quería quedarse para ver si descubrían algo. Michael asintió, se quitó los guantes, los guardó en el bolsillo y comenzó a husmear por la habitación.
Hildesheimer le preguntó si pasaba muchas noches como ésa y recibió un suspiro a modo de respuesta. ¿Cómo podía soportarlo?, preguntó el anciano, y Michael respondió que trataba de descansar entre caso y caso. Cuando el profesor le preguntó sobre su vida familiar y sobre cómo podía resistir las tensiones de «un trabajo como ése», Michael se encogió de hombros y dijo:
—¿Quién ha dicho que las resista? —y con una sonrisa de tristeza añadió que, desde que se había divorciado, lo que le resultaba más difícil era conservar la relación con su hijo; después de reflexionar durante un minuto, agregó que él también tenía un trabajo solitario.
Hildesheimer asintió y abatió la cabeza, sin preguntar nada más, y Michael reanudó la inspección del espacioso salón. Se detuvo delante de un cuadro, de una estatuilla, y al final entró en la cocina y clavó la vista en una mesa redonda de estilo rústico. De pronto sintió un escalofrío que le hizo aproximarse a la ventana, y lo que vio entonces lo llenó de ira contra su propia torpeza.
—¡Shaul! ¡Shaul! —dijo a voces saliendo de la cocina.
Shaul llegó corriendo, y pisándole los talones apareció Tzilla. Eli estaba en la otra ala de la casa y no había oído las voces. Michael los arrastró hacia la ventana. Vieron que faltaba uno de los cristales y que había esquirlas de cristal en el suelo; los barrotes blancos de la reja estaban doblados.
—Apartaos; me quitáis la luz —dijo Shaul aproximándose.
Tzilla y Michael se retiraron hasta la entrada de la cocina. Hildesheimer se levantó y se colocó a su lado (entre la cocina y el salón no había puerta, tan sólo un amplio vano). Shaul salió de la habitación y regresó al cabo de un momento cargado con un gran maletín. Después de calzarse unos guantes de goma y de examinar los hallazgos, de realizar mediciones (con ayuda de unos polvos, una lente de aumento y un poderoso foco) y de sacar unas fotos, volvió a salir; oyeron cómo se abría la puerta de la casa y, unos minutos después, la cabeza de Shaul asomó por el otro lado de la ventana de la cocina, donde repitió el procedimiento anterior.
Sin ningún esfuerzo, Shaul retiró la reja de la ventana y le pidió a Michael que saliera a donde estaba él. Desde la cocina le oyeron darle la siguiente explicación:
—Fíjate en la reja; la han doblado y la han arrancado, después han roto el cristal para abrir la ventana y colarse dentro. Y aquí se ve dónde el hombre en cuestión arañó la pared con el zapato al trepar al alféizar. Y mira cómo han removido la tierra debajo de la ventana; quienquiera que lo haya hecho se tomó la molestia de cubrir sus huellas, de usar guantes y de marcharse por donde había venido, volviendo a colocar la reja en su sitio.
—¿Qué crees que utilizó para desencajar la reja? —le oyeron decir a Michael con voz queda los que estaban en la cocina.
—Probablemente una barra de hierro. Quizá la encuentres en los alrededores, si es que no se la llevó.
Las voces comenzaron a alejarse y, unos minutos más tarde, Shaul y Michael reaparecieron en la cocina. Shaul se arrodilló junto a la ventana y, con ayuda de un cepillito, comenzó a recoger los fragmentos de cristal en una bolsa de plástico, que guardó cuidadosamente en su maleta.
—Ya veis —dijo—, el cristal roto cayó hacia dentro, y quienquiera que lo rompiera lo barrió, pero se le escaparon algunas esquirlas. Además trató de enderezar la reja desde fuera, y volvió a colocarla en su sitio. ¿Dónde está la basura? —se volvió hacia Hildesheimer, que señaló el lugar donde suelen guardarse los cubos de basura: bajo la pila de lavar.
Entonces Shaul se incorporó y abrió con cuidado la puerta del armarito que había bajo la pila, sacó el cubo de la basura y lo cubrió de polvos, comentando que como mucho lograrían encontrar huellas de guantes.
—Ahí están los cristales —dijo señalando el interior del cubo. Después añadió que estaba seguro de que, con una luz decente, lograría descubrir alguna pisada, y salió en dirección a la furgoneta de la policía. Regresó con dos focos de gran tamaño y le entregó uno de ellos a Michael—. Antes de pediros que me echéis una mano, vamos a ver si descubrimos alguna huella.
Tzilla se recostó contra la pared y dirigió la vista hacia fuera, donde no tardaron en aparecer dos grandes haces de luz moviéndose de un lado a otro. Al cabo de un rato Michael gritó desde el extremo más alejado del jardín:
—¡Shaul! ¡Shaul!
Y unos minutos más tarde éste entraba en la cocina y volvía a marcharse cargado con su gran maletín negro. Cuando regresaron, Shaul traía un molde; se lo enseñó orgullosamente a Tzilla diciendo:
—Cualquiera que piense que, después de una semana de lluvias, puede borrar su rastro sin salir volando por los aires tendría que volver a pensárselo. Mira qué suela.
Tzilla observó el molde con curiosidad y preguntó si la huella tenía algo de especial.
—No —dijo Shaul, con una voz de la que se había desvanecido ligeramente el tono triunfal—. Parece una zapatilla de deportes normal y corriente, pero por las mañanas siempre me siento más inspirado —colocó el molde sobre la mesa rústica diciendo que tenía que terminar de fraguar y se limpió las manazas frotándolas una contra otra.
—Un momento —dijo Hildesheimer repentinamente—. Aquí hay algo que no entiendo. El hombre en cuestión había cogido la llave de la casa del llavero, ¿no es así? En el llavero faltaba la llave de la casa. Entonces, ¿cómo es que tuvo que colarse por la ventana?
Hubo un silencio general. Michael fue el primero en romperlo, titubeando, como si estuviera hablando consigo mismo:
—Primero, ni los papeles ni las llaves estaban en el bolso. Después vinimos a buscar aquí una copia de la conferencia y en el llavero faltaba la llave. No encontramos la susodicha copia, ni la lista de los pacientes, ni la agenda de citas, y ahora resulta que alguien se ha colado por la ventana de la cocina y ha tratado de no dejar huellas. La cuestión es: ¿estarían buscando algo además de los papeles? ¿Ha notado si faltaba algo de valor? —le preguntó a Hildesheimer.
—A primera vista, no —dijo el viejo doctor meneando la cabeza—. Los cuadros son valiosos, pero están todos en su sitio. Aunque supongo que tendrá que consultárselo a la familia. Todavía no entiendo por qué la persona que tenía la llave se ha visto obligada a entrar por la ventana.
Michael respondió vacilante que no lo sabía. Sólo podía tratar de imaginárselo: quizá la llave no encajaba y el culpable no logró forzar la puerta. Tendría que meditar sobre ello.
—Si faltara algún objeto, si hubiera señales de desorden como suele ser el caso después de un robo, cabría pensar que nos enfrentamos a dos hechos aislados —dijo Tzilla—. Pero tal como parecen estar las cosas ahora mismo, no encuentro ninguna explicación, como no sea que la llave estuviera estropeada.
Michael le pidió a Hildesheimer que volviera a echar un vistazo, sólo para asegurarse, y comprobara si no faltaba nada de valor; ambos se dirigieron hacia el salón. El anciano repasó con la mirada los muebles, los cuadros, la alfombra, que era china, tejida a mano, explicó, y valía una fortuna, y las dos estatuillas de marfil, cuyo valor también resaltó. Comentó que dos óleos eran originales y muy valiosos, y mencionó los nombres de los artistas, que Michael no había oído en su vida. Al final, respondió a una pregunta de Michael relativa a las joyas de Neidorf:
—Siempre que se iba al extranjero dejaba las joyas en una caja fuerte del banco, sólo se llevaba unas cuantas, y como acababa de regresar el viernes, dudo que tuviera tiempo de recogerlas. Además, creo que algunas joyas las dejaba siempre guardadas en el banco, porque no le gustaba ponérselas. Pero tendrá que preguntárselo a sus hijos.
Cuando dieron su labor por finalizada ya eran las cuatro de la mañana. En el vestíbulo había un montón de sacos. Michael ayudó a Eli a cargarlos en la furgoneta. Tzilla comentó que en esa fase era imposible descubrir nada; tendrían que analizarlo todo más adelante, en la oficina. Shaul dijo que había encontrado varias huellas dactilares distintas; presumiblemente, algunas serían de Michael y del doctor, y señaló a Hildesheimer con un gesto mientras dirigía a Michael una mirada reprobadora; pero habría que verificarlas todas.
El anciano al fin se prestó a que Michael lo llevara a casa una vez que todos hubieron salido afuera.
Por el camino, Michael trató una vez más de averiguar si los colegas de Hildesheimer estaban al tanto de su costumbre de ayudar a Neidorf en la preparación de las conferencias. Y de nuevo se quedó con la impresión de que su acompañante no comprendía la pregunta, y la reformuló en otros términos: ¿Era posible que alguien pensara que Hildesheimer tenía una copia de la última conferencia de Neidorf?
Esta vez el anciano lo comprendió. Sí, le parecía muy posible que la gente lo pensara, aunque nadie le había preguntado nada al respecto.
—Todavía no —dijo Michael—, todavía no. Pero me temo que quizá lleguen a preguntárselo, y no sólo a preguntárselo.
El anciano se limitó a mascullar un «ah» para darse por enterado. No se le veía sorprendido ni nervioso y, desde luego, no estaba asustado. Era como si simplemente hubiera comprendido un nuevo detalle técnico. Por su parte, Michael estaba bastante preocupado, pensando en los extremos a los que había llegado el asesino de Neidorf para deshacerse de los distintos ejemplares de la conferencia y de las listas de pacientes.
Examinando el rostro del anciano que iba a su lado con la mirada perdida, Michael se preguntaba hasta qué punto debía confiarle sus pensamientos y terminó por pedirle que no le dijera a nadie que no tenía un ejemplar de la conferencia. Aunque así quizá se pusiera en peligro, tal vez lograrían sacar partido de ese peligro, dijo, y sintió el regusto amargo de la mala conciencia.
El anciano asintió distraídamente, sin demostrar tampoco entonces la menor ansiedad, lo que hizo que Michael se sintiera aún peor.
Dejó al doctor a la entrada de su casa y esperó hasta que, en respuesta a la solicitud que había hecho por radio, vio aparecer un coche blanco con dos policías de paisano dentro.
Después de asegurarse de que la casa estaría vigilada veinticuatro horas al día, regresó a su despacho. Eran más de las cinco de la mañana, todavía no había amanecido y la lluvia había cesado. Hacía un frío glacial.