Cuando consiguieron localizarlo ya era casi de noche. El inspector jefe Ohayon estaba regresando de Tel Aviv, donde había mantenido una breve conversación con el yerno de Neidorf, Hillel, que ahora tendría que llamar a su mujer a Chicago para comunicarle la noticia y, después, organizar el entierro; todo ello desde la habitación del hospital Ichilov donde su madre estaba ingresada a causa de un edema pulmonar provocado por un infarto de miocardio. Cuando el inspector lo abordó en la sala de espera de la unidad de cuidados intensivos, Hillel palideció y se quitó las gafas, pero Michael tuvo la sensación de que todavía no había asimilado la noticia. Al salir de la sala oyó cómo seguía murmurando: «No es posible. No lo puedo creer». Hillel no había proporcionado a Ohayon ninguna pista.
En el Centro de Control no lograban entender por qué la radio de Michael no había captado ningún mensaje hasta que llegó a Motza, el suburbio más próximo a Jerusalén. Se suponía que la frecuencia de emisión, como le recordó Naftali desde el Control, llegaba hasta Tel Aviv. Michael no le explicó el motivo: sólo había tenido que apretar el botón correcto para poder disfrutar de un rato a solas. Mientras trataba de ordenar sus ideas se vio arrastrado hacia su mundo interior y fue como si entre Tel Aviv y Jerusalén no mediara ninguna distancia. Su vida ya era bastante difícil sin la investigación que le había caído en suerte, pensó rebelándose contra el destino.
La mujer de la que estaba enamorado le había dicho en cierta ocasión que sólo quien lo conociera íntimamente podía advertir cuándo estaba preocupado: se le notaba cada vez más ausente, los ojos se le ponían vidriosos y sus reacciones se volvían mecánicas. «Estás desvaneciéndote otra vez; no tardarás en desaparecer por completo», le habría dicho aquella mujer si hubiera estado con él en el coche en ese momento. Michael conducía automáticamente, olvidado de los vehículos que transitaban por la carretera; ponía el intermitente, adelantaba y se ajustaba al límite de velocidad de manera inconsciente.
La semilla de la añoranza por aquella mujer fue hinchándose y creciendo en su interior, hasta que a la entrada de Abu Ghosh incluso creyó percibir un leve eco de su aroma en el coche. Al fin encendió la radio para escapar de la nostalgia y del dolor. Nunca se citaban los sábados; tal como ella lo había expresado años atrás: «Los ladrones no se reúnen el día del sabbath», y no se había reído al decirlo.
Desde el Control le dijeron que habría que revisar su radio en cuanto llegara. Michael les dio la razón.
—Vayamos al grano —dijo Naftali—, te están buscando, todo el mundo te está buscando; los chicos de tu equipo y también un tipo de apellido muy largo que no para de llamar para hablar contigo.
Michael quiso saber el apellido de la persona que le estaba llamando; Naftali lo dijo a trompicones y después lo deletreó, y Michael comentó que conocía a la persona en cuestión.
Le pidió a Naftali que les dijera a los miembros del equipo de investigaciones especiales que se pondría en contacto con ellos desde la ciudad para informarles de su paradero, y luego le preguntó qué quería Hildesheimer.
—No lo ha dicho. Pero me ha dejado su número de teléfono.
Michael le pidió que se lo diera. Ya eran las ocho y media y la ciudad estaba llena de gente. Los sábados por la noche no eran el mejor momento para conducir por el centro de Jerusalén y Michael se desvió por Narkis, una bocacalle tranquila, y empezó a buscar una cabina telefónica.
Perdió tres fichas antes de encontrar un teléfono que funcionara. Hildesheimer respondió a la llamada como si la hubiera estado esperando con la mano en el auricular. Después de disculparse por lo tardío de la hora y por las molestias que estaba causándole, el anciano le preguntó si podría verlo. Michael quiso saber dónde le vendría bien citarse y el anciano inquirió dubitativamente desde dónde lo estaba llamando. Al final, el inspector jefe Ohayon se encontró de camino hacia el domicilio de Hildesheimer, situado en la calle Alfasi, en el corazón de Rehavia, que estaba a unos minutos de distancia.
Tal como podría haberlo imaginado, el piso de Hildesheimer estaba en una de las viejas casas ocupadas por los inmigrantes alemanes que llegaron al país en los años treinta. A diferencia de otros muchos edificios comprados por los acaudalados judíos ortodoxos de Estados Unidos que habían hecho Aliyah[1] después de 1967, la casa del psicoanalista no estaba rehabilitada.
En el primer piso del edificio de tres plantas, una pequeña placa anunciaba: «Profesor Ernst Hildesheimer, psiquiatra, especialista en enfermedades nerviosas y en psicoanálisis».
Después de llamar al timbre una sola vez, le abrió la puerta una mujer con la cabeza cubierta por una apretada mata de rizos grises y cuyos ojos azules eran penetrantes y hostiles. Resultaba imposible adivinar su edad o imaginar si alguna vez había sido hermosa. Su aspecto daba a entender que nunca se había preocupado por detalles como la edad o la belleza.
Con pronunciado acento alemán, la mujer le dijo que el profesor lo aguardaba en su estudio. Condujo a Michael hasta allí con la misma expresión que habría puesto si le hubieran estado retorciendo el brazo, mirando hacia atrás por encima del hombro de tanto en tanto y mascullando de manera ininteligible.
Hildesheimer abrió la puerta del estudio y le presentó a Michael a su mujer, a la que le pidió que les trajera algo de beber. La petición fue acogida con un gruñido, que hizo sonreír de oreja a oreja a Hildesheimer. A Michael, la esposa del profesor le inspiraba un sentimiento muy cercano al pavor.
Mientras se dirigía a uno de los dos sillones que su anfitrión le había indicado, Michael comenzó a escudriñar la habitación. Había unas cuantas estanterías, todas repletas de libros, y, en un rincón, un escritorio grande y anticuado de madera oscura y compacta. Un grueso cristal verde cubría la parte superior del escritorio, y encima de él se veía un fino folleto de tapas verdes puesto boca abajo. A pesar de su gran agudeza visual, Michael no logró leer el título. Desvió la vista hacia el diván, que tenía aspecto de ser muy cómodo, y de allí al sillón de cuero de estilo escandinavo que había detrás. Ese sillón era la única pieza moderna del mobiliario que había en la habitación.
Michael alzó la mirada y la dirigió hacia los cuadros colgados entre las estanterías: pinturas de tonos apagados entre las que distinguió un retrato de Freud, un boceto hecho a lápiz y varios óleos de paisajes extranjeros. Sólo después de enfrascarse en desentrañar los títulos grabados en letras de oro en los volúmenes de cuero de la estantería situada detrás del sillón escandinavo, y de descubrir el nombre de Arnold Toynbee junto al de Goethe, advirtió de pronto la mirada de Hildesheimer posada en él. Sentado justo enfrente, el anciano esperaba pacientemente a que terminara de inspeccionar su estudio.
Avergonzado, Michael preguntó si el doctor Hildesheimer quería hablar con él de algo en particular.
Hildesheimer cogió un gran manojo de llaves que estaba sobre la mesa situada entre los sillones y se lo tendió, diciendo que esas llaves, que estaban enganchadas a un bonito llavero de cuero finamente repujado, habían pertenecido a Eva Neidorf y que las habían encontrado junto al teléfono de la cocina del Instituto. Se las había guardado en el bolsillo después de cerrar el candado del teléfono con la intención de entregárselas por la mañana, pero después se olvidó de ellas. Las últimas palabras fueron pronunciadas con desolación y perplejidad. Era evidente que el profesor Hildesheimer no estaba acostumbrado a olvidarse de nada.
Había estado intentando ponerse en contacto con el inspector jefe Ohayon desde el mediodía… —se acordó de las llaves en cuanto llegó a casa— pero había sido imposible localizarlo, prosiguió diciendo en tono de disculpa.
Michael parecía más interesado en el teléfono que en las llaves. ¿Qué relación había entre ambos? ¿Tenía un candado el teléfono del Instituto?
Sí, tenía un candado, respondió el anciano. En los últimos tiempos habían decidido instalarlo y distribuir llaves entre los miembros del Instituto y también entre los candidatos, porque sencillamente no podían permitirse pagar las facturas de teléfono, que eran «algo escandaloso».
No, tenía que admitir que la situación no había mejorado desde que se instaló el candado. La pregunta de Michael le arrancó una sonrisa que hizo resplandecer su redondo semblante con inocencia infantil.
No, los miembros del Instituto y los candidatos eran los únicos que podían entrar en el Instituto, ya que tenían las llaves de la entrada además de las del teléfono.
—¿Y qué me dice de los pacientes? —preguntó Michael, haciendo lo posible por desentenderse de la oleada de afecto hacia el anciano que le iba inundando por momentos.
Hildesheimer respondió que los pacientes no tenían llaves; los terapeutas les abrían la puerta y les acompañaban a la salida al término de las sesiones. Sea como fuere, sólo los candidatos recibían a sus pacientes en el Instituto, y, en los últimos tiempos, debido a problemas de espacio, también se había permitido a los candidatos con cinco años de antigüedad trabajar fuera del Instituto.
La puerta se abrió, dando paso a la señora Hildesheimer, que venía cargada con una bandeja; un cacao caliente para su marido, cuyo aroma impregnó la habitación, y un té con limón servido en un delicado vaso de cristal para Michael. También traía galletas. Le dieron las gracias y ella se marchó mascullando, llevándose la bandeja.
Fuera se había desatado un vendaval y, a través de la ventana, cuyos postigos verdes de hierro estaban abiertos, se veían relámpagos. Bebieron en silencio, sin hacer ningún comentario sobre cómo había cambiado el tiempo.
Hildesheimer apoyó la barbilla en la mano y dijo, como si estuviera hablando consigo mismo, que llevaba todo el día preocupado por la cuestión de las llaves.
—En primer lugar —dijo—, es muy raro que Eva se dejara las llaves en la cocina. Por lo general los analistas —volvió a sonreír— son gente compulsiva, y ella —la sonrisa se desvaneció— era particularmente compulsiva y ordenada, de manera que habría sido algo inusitado que no cerrara el candado del teléfono, que se olvidara las llaves, a menos que… —y se quedó callado—. A menos que —repitió con aire pensativo— en ese momento alguien llamara a la puerta. No una persona cualquiera, sino alguien con quien hubiera concertado una cita y a quien no quisiera hacer esperar. De otra manera, no lo puedo comprender.
—Alguien que no tenía la llave de la entrada —apuntó Michael—. O, tal vez, alguien que prefirió no usar su llave…
—Y en segundo lugar —Hildesheimer siguió testarudamente el curso de sus propios pensamientos—, ¿por qué no hizo esa llamada desde su casa antes de salir? Lo que nos lleva de nuevo a preguntarnos —se enderezó en su asiento— con quién se había citado, por qué en el Instituto y a quién llamó —enunció las preguntas de un tirón, sin detenerse a respirar—. La cuestión de la hora también me tiene inquieto —dijo con un suspiro—. ¿A quién pudo llamar tan temprano por la mañana, y además un sábado? No debió de llamar a ningún familiar; esa llamada la habría hecho desde casa; y tampoco me llamó a mí. Así que, ¿a quién llamó? Aparte de que me sentía muy unido a ella —prosiguió diciendo con lágrimas en los ojos—, me temo que lo que ha sucedido destruya el Instituto, su vida interior, el sentimiento de pertenencia que inspira a la gente. Quiero que el asunto se resuelva lo más deprisa posible —dijo en tono emocionado—. Y tenía mucho interés en consultarle una cosa: según su experiencia, inspector jefe Ohayon, ¿cuánto puede durar una investigación de esta índole?
Michael guardó silencio. Al cabo de un rato hizo un ademán con la mano y dijo que el caso llevaría su tiempo, desde luego, un tiempo que no se podía precisar. Quizá un mes, si alguien se ponía en evidencia, y, en caso contrario, tal vez un año.
Pese a la confusión sentida cuando el anciano se enjugó los ojos con la mano, Michael no apartó de él la mirada.
—Tengo que hacer hincapié —dijo Hildesheimer— en que estoy convencido de que no ha sido un suicidio.
Michael asintió con la cabeza y dijo que, a la luz de todo lo que había oído, le parecía una conjetura razonable, aunque en algunos casos era más fácil aceptar la idea de que se había producido un asesinato, o un homicidio, que un suicidio.
—Como en el caso de que una psicoanalista con mucha experiencia se suicide —dijo esforzándose en hablar con delicadeza.
—Ya ha ocurrido antes —le interrumpió Hildesheimer—. No era una psicoanalista veterana, desde luego; estaba dando los primeros pasos en la profesión, pero ya había tenido tres casos entre manos. Fue un golpe muy duro, durísimo. Tratamos el asunto con la mayor discreción posible, fue una conmoción, no puede negarse que lo fuera —suspiró—. Ocurrió hace bastantes años, cuando yo era más joven y quizá menos vulnerable. Y ahora me cuesta enormemente aceptar el hecho de que Eva nos ha dejado. Y no sé —prosiguió bajando la voz casi hasta un susurro— si no es todavía más difícil, o al menos igual de difícil, acostumbrarme a la idea de que hay un asesino entre nosotros.
—Tal vez —le corrigió Michael.
—Según los indicios de los que disponemos en este momento… —el anciano formuló aquella salvedad de una manera distinta pero no más consoladora.
Michael guardó silencio. Un silencio solidario, atento. Sabía cómo ejercer presión cuando era necesario. Había quien aseguraba que verlo en acción era un espectáculo que no resultaba fácil de olvidar. Pero, en aquel momento, sintió que debía proceder con toda delicadeza, pues ésa era la única manera de conectar con la persona que tenía enfrente y percibir esos detalles aparentemente triviales que se dicen entre líneas y a veces se callan y que, a la larga, proporcionan la clave para resolver un misterio. También estaba en juego lo que él llamaba en privado sus «necesidades históricas». Es decir, la necesidad del historiador de formarse una idea de conjunto, de ver todo lo que afecta a los seres humanos en el marco de un proceso global, como un proceso histórico que posee sus propias leyes y que, como nunca se cansaba de explicar, nos concede los medios para llegar al centro de un problema cuando logramos comprender su significado.
En la fase inicial de una investigación, el aspecto fundamental, repetía Michael Ohayon a sus subordinados, sin lograr definir con precisión lo que quería decir pero demostrándolo en la práctica…, el aspecto fundamental, afirmaba obstinadamente, era comprender a las personas implicadas en el caso. Aun cuando, en un principio, ese conocimiento no pareciera desempeñar ningún papel en la investigación. Y por eso, él siempre intentaba penetrar hasta el fondo del mundo emocional e intelectual que estaba investigando. Esta tendencia se manifestaba superficialmente en el hecho de que las investigaciones que tenía a su cargo arrancaban muy despacio, en opinión de sus superiores. Ahora, por ejemplo, no intentó ponerse en contacto con los miembros de su equipo, ya que, aun cuando fueran a comunicarle un nuevo indicio, para él lo principal era ver a Hildesheimer. No quería escuchar una información que lo obligara a interrumpir su conversación con el anciano. Sabía que charlar con Hildesheimer lo ayudaría a comprender el espíritu del lugar donde se había producido el asesinato y las fuerzas que movían a los personajes mejor que cualquier descubrimiento de la investigación de campo. Como es natural, estaba experimentando un conflicto; estaba tenso y sospechaba que habría de pagar un precio por su ausencia: se vería obligado a dar explicaciones sobre su comportamiento y sabía de antemano que no lo comprenderían. Shorer, su superior inmediato, siempre estaba criticando sus «excentricidades». Pero él estaba convencido de que tenía razón: había que empezar despacio, haciendo una especie de introducción teórica, y sólo más adelante acelerar el proceso todo lo posible.
Hildesheimer cerró los ojos un instante y, al abrirlos, posó la mirada en Michael durante largo rato. Después dijo indeciso que se temía que iba a transgredir algunas normas. Aun cuando su mujer aseguraba que no comprendía en absoluto a la gente a no ser que fueran sus pacientes, él sentía que podía confiar en el inspector jefe Ohayon. No es que fuera a desvelar ningún secreto; sencillamente no estaba bien discutir los asuntos internos con extraños, mas, como ya había dicho, le interesaba que el caso se resolviera cuanto antes.
Michael siguió el curso de los pensamientos del anciano, preguntándose adónde iría a parar.
Por lo general, dijo el profesor, cuando cualquier persona del mundo psicoanalítico o ajena a él le preguntaba algo sobre el Instituto, extremaba las precauciones para averiguar los motivos que habían dado lugar a la pregunta. Había numerosas situaciones en las que una respuesta a la ligera podía tener consecuencias muy dañinas. Por otro lado, el inspector jefe Ohayon le había planteado unas preguntas cuyas respuestas serían sin duda dolorosas; no obstante, sentía que no podía por menos de responderle, dado que lo sucedido era irreversible y el daño ya estaba hecho. Después se excusó por aquella digresión, con la que sólo pretendía que comprendiera el motivo de que, por principio, tuviera reservas a la hora de hablar del Instituto y por qué iba a apartarse de sus costumbres.
Cuando la lluvia comenzó a caer en grandes gotas silenciosas, Hildesheimer ya estaba enfrascado en su historia. El anciano comenzó hablando de los años treinta en Viena y de su decisión de emigrar a Palestina, y Michael, sin pedir permiso, encendió un cigarrillo de un paquete nuevo de Noblesse que se sacó del bolsillo, y, para cuando el profesor le estaba hablando de la casa del viejo barrio de Bujaran, próxima a Mea Shearim, tres colillas se habían acumulado ya en el cenicero que Hildesheimer había cogido de un anaquel de la mesita. Él también se levantó para sacar una pipa oscura del cajón de su escritorio y la cargó mientras hablaba. El agradable aroma del tabaco se extendió por la habitación y el cenicero de porcelana se fue llenando de cerillas quemadas.
Sin necesidad de que Hildesheimer se lo dijera explícitamente, Michael supo que estaba hablándole de la obra de su vida.
Los hechos más dolorosos le fueron comunicados en un tono absolutamente prosaico. La necesidad de que Michael se formara una idea de conjunto lo más precisa posible fue explicada en razón de que «la persona a cargo de este caso debe comprender con exactitud lo que tiene entre manos; no puede permitirse incurrir en errores. Tiene que ser consciente de la gravedad de su responsabilidad». A continuación, el profesor dijo que el futuro del Instituto Psicoanalítico dependía por completo de que se esclareciera si realmente alguno de sus miembros había cometido un asesinato, que las bases en que se asentaba su existencia se tambalearían si «se demostraba que era imposible saber de antemano de qué era capaz la persona que está delante de ti». (Michael pensó que, desde luego, eso era imposible, pero no comentó nada). El anciano habló de su propia necesidad de descubrir la verdad, ya que estaba en juego algo a lo que había consagrado su vida entera.
Después de este preámbulo, y de mirar escrutadoramente a los ojos a Michael, se lanzó a referir su historia en tono monocorde.
En 1937, cuando ya era evidente lo que se avecinaba, Hildesheimer acababa de concluir su formación de psicoanalista y estaba a punto de iniciar su vida profesional. Decidió emigrar a Palestina.
Fue allí en compañía de un pequeño grupo de personas que se encontraban en la misma etapa profesional que él. Los había precedido Stefan Deutsch, un psicoanalista con mayores conocimientos y experiencia, «al fin y al cabo, se había psicoanalizado con Ferenczi, un discípulo y amigo personal de Freud». Con algún dinero que había heredado, Deutsch compró una gran casa en el barrio de Bujaran de Jerusalén.
Y fue en esa casa donde se alojaron Hildesheimer y su mujer, Ilse, así como los Levine, un matrimonio de analistas prácticamente sin experiencia. Con el transcurso del tiempo, continuó el anciano, la casa se convertiría, sin que nadie lo pretendiera, en la primera sede del Instituto Psicoanalítico. Ilse se ocupaba de la administración y los Levine y él practicaban el psicoanálisis, y todos vivían juntos en la casa del barrio de Bujaran. Esbozó una media sonrisa al rememorar los elevados techos circulares y el suelo de baldosas pintadas llenas de desconchones de la vieja casa árabe. Los inviernos, en los que la casa se llenaba de goteras, eran traumatizantes, pero los veranos resultaban agradables. Al caer la tarde solían reunirse a comentar las incidencias de la jornada en el patio descubierto y embalsamado por aromas de jazmín, rodeados por la colada puesta a secar en los tendederos de los vecinos. Transcurrieron muchos meses antes de que encontraran el piso de Rehavia donde todavía vivían, pero aún después de mudarse seguían pasando casi todo el tiempo en el barrio de Bujaran. Más adelante, nuevos recién llegados se unieron a ellos, sobre todo en 1938 y 1939.
La lluvia había arreciado. Hildesheimer dio una chupada a su pipa y, después de vaciar la cazoleta con una cerilla usada, la volvió a cargar. Como el cenicero de porcelana estaba desbordándose, lo volcó en una papelera situada junto a la mesa, hecho lo cual se puso en pie y, pese a que estaba diluviando, abrió la ventana. Michael se hundió más en su sillón y continuó escuchando el caudal de palabras con acento alemán.
Fue en aquellos años cuando llegó Fruma Hollander, por ejemplo, que todavía era muy joven, y también Litzie Sternfeld (Michael recordó la figura que había visto en la cocina). Ambas se psicoanalizaron con Deutsch y se quedaron en su casa una temporada larga, hasta que encontraron otro lugar donde vivir. Fruma ya había muerto y Litzie, como él mismo, ya no era ninguna jovencita.
La lluvia fue amainando mientras el viento cobraba más fuerza y la habitación se inundó de un agradable aroma a tierra húmeda que disipó el olor del tabaco.
Se mirara como se mirase, llevaban una vida dura: el proceso de formación psicoanalítica era extremadamente arduo y apenas si ganaban dinero. Deutsch se empeñó en que trataran a los niños y adolescentes llegados de Alemania sin sus padres, la juventud Aliyah, y, como es lógico, ellos no les podían pagar nada. De hecho, Deutsch mantenía a todos los… —buscó la palabra adecuada— candidatos, eso es lo que eran en realidad, tanto él como los Levine, Fruma y Litzie, candidatos a ingresar en un instituto que aún no existía como tal. Y Deutsch era su supervisor.
Hildesheimer hubo de trabajar durante cinco años antes de que Deutsch le permitiera tratar por su cuenta a los pacientes, y en aquellos tiempos también se celebraban seminarios clínicos, en los que los miembros del grupo exponían sus casos y Deutsch los comentaba. Llegado a ese punto, Hildesheimer hizo algunos comentarios sobre Deutsch y sus grandes dotes profesionales, su seriedad, su sentido de la responsabilidad, y sobre lo mucho que aún sentía que le debía.
Tenían la sensación de estar abriendo nuevos caminos. En realidad los problemas económicos y la lentitud de sus progresos profesionales no preocupaban a nadie. Sí, ni que decir tiene que había tensiones, que derivaban básicamente de la personalidad dominante de Deutsch, y también de las condiciones de vida en Israel. El calor asfixiante. La sequedad de los veranos de Jerusalén. Y las dificultades de comunicación. Echó un vistazo a las estanterías llenas de libros y prosiguió hablando. Todos los seminarios se impartían en alemán, y las terapias se llevaban a cabo en una mezcla de idiomas, incluido el hebreo chapurreado… —volvió a desplegar su sonrisa infantil—. Claro que ahora resultaba difícil imaginar que hubiese habido un tiempo en el que no hablaba ni una palabra de hebreo, ¡sus esfuerzos le había costado! ¡Menudos esfuerzos! Hizo una pausa para preguntar a Michael si él había nacido en Israel.
No, pero había vivido allí desde los tres años.
Las lenguas no presentan tantas dificultades para los niños.
No, convino Michael, pero también había dificultades de otro tipo.
Sí, dijo el viejo, y le dirigió una mirada perspicaz.
Michael inhaló el aroma de los jazmines que debían de crecer justo debajo de la ventana y encendió otro cigarrillo. El sexto, según sus cuentas.
Con el tiempo, Hildesheimer y los Levine llegaron a ser auténticos analistas cualificados y comenzaron a supervisar al grupo que llegó al país después de la guerra. En aquel entonces Deutsch era el único analista instructor. En un principio sólo admitían a psiquiatras; después, también a psicólogos. E incluso aceptaron a alguien que procedía de un área totalmente distinta, algo que hoy sería impensable: Deutsch quedó tan impresionado con su personalidad y su intuición que él mismo se ocupó de formarlo del principio al fin. Hildesheimer supervisó su trabajo y, en la actualidad, esa persona era un miembro muy respetado del Instituto. Sin estar muy seguro de ello, Michael tenía la sensación de que debía enterarse de quién era esa persona, y de que, sin mencionar nombres, el anciano estaba tratando de ponerle sobre aviso de algo. Sabía que con el paso del tiempo llegaría a saber quién era el analista en cuestión. Aunque no se hubiera dicho nada explícitamente, Michael comprendió que a Hildesheimer no le gustaba ese «miembro muy respetado».
Y después, ya estaban a comienzos de los años cincuenta, llegaron a ser veinte analistas y cinco candidatos, y la casa se les quedó pequeña. Deutsch estaba cansado y quería mudarse a vivir solo. Los Levine estaban en Londres, asistiendo a un curso. Entre Deutsch y Hildesheimer encontraron el edificio en el que Michael había estado aquella mañana y que, andando el tiempo, Deutsch legaría al Instituto (por eso llevaba su nombre). Habían levantado una planta más cuando el actual edificio dejó de cubrir sus necesidades, prosiguió el anciano, porque ya había cerca de ciento veinte miembros, incluidos los candidatos, y cuando se celebraba una conferencia, como aquella mañana (una expresión de angustia veló su rostro) casi no cabían. O cuando un candidato tenía que hacer una presentación… Se interrumpió al ver la expresión inquisitiva del inspector jefe.
Michael le preguntó qué era una presentación y el anciano le explicó que, una vez que un candidato había cumplido los requisitos, es decir, después de analizar a tres personas bajo supervisión, además de estar psicoanalizándose él mismo, solicitaba al Comité de Formación del Instituto permiso para exponer uno de sus casos; si éste no ponía ninguna objeción, y si los supervisores del candidato daban el visto bueno, se le indicaba que expusiera el caso por escrito y lo enviara al Comité de Formación. El Comité podía aprobarlo inmediatamente o pedir que realizara alguna corrección y, a continuación, se fijaba una fecha y el candidato imprimía el texto que había redactado y lo distribuía entre los miembros del Comité. Una vez que todos lo habían leído, el candidato pronunciaba una conferencia sobre el caso ante todos los miembros del Instituto.
El anciano prosiguió explicándole a Michael, que escuchaba atentamente la descripción de aquella vía dolorosa, que en ese momento la gente podía plantear preguntas, expresar críticas o elogios. Y después los candidatos salían de la sala, en la que sólo permanecían los miembros que no eran candidatos, y si había quorum (dos tercios de los miembros presentes, dijo Hildesheimer en respuesta a la pregunta no expresada de Michael), el candidato era aceptado como miembro asociado del Instituto Psicoanalítico.
Michael alzó las cejas y el anciano le explicó el significado del término «miembro asociado».
—¿Pero qué significa ser un miembro asociado desde el punto de vista práctico? —insistió Michael.
—Ach! —exclamó Hildesheimer en alemán puro. El candidato se convertía en analista independiente, dejaba de estar sujeto a supervisión y recibía la tarifa íntegra por los tratamientos que realizaba. Los candidatos sólo podían cobrar la mitad de la tarifa habitual y, además, en lugar de elegir personalmente a sus pacientes, se los asignaba el Instituto.
¿Y cómo se convertía en miembro de pleno derecho un miembro asociado?, quiso saber Michael.
—Ach so! —respondió Hildesheimer. Dos años después de la presentación inicial, los miembros asociados podían pronunciar otra conferencia, que debía incluir alguna innovación teórica, y entonces, tras una votación adicional, realizada según el modelo de la primera, se le podía aceptar como miembro de pleno derecho.
Michael asimiló rápidamente la nueva información. El silencio se prolongó algunos minutos, hasta que supo qué debía preguntar.
—Un candidato —recapituló Michael— se somete a una terapia de varios años, trabaja por la mitad de la tarifa establecida, y tiene que recibir supervisión en cada caso… —el anciano añadió que además tenía la obligación de asistir a seminarios quincenales durante todos los años de formación—. Bien —dijo Michael—, añadiremos eso a la lista.
Y ahora quería saber qué función desempeñaba la votación que Hildesheimer había mencionado. ¿Por qué no bastaba la aprobación del Comité de Formación, que, si no había comprendido mal, era el órgano representativo?
Eran dos cuestiones completamente distintas, dijo Hildesheimer subrayando las palabras. El Comité de Formación podía estimar si alguien estaba capacitado o no para ser analista. Por su parte, los miembros del Instituto votaban para decidir si les interesaba tener como colega a determinada persona. ¡Dos cuestiones completamente distintas! Esa frase, repetida aún con mayor énfasis, seguía reverberando en la habitación cuando Michael planteó la siguiente pregunta.
¿Se había dado alguna vez el caso de que el Comité de Formación rechazara la incorporación de un candidato?
—Hubo un caso o, más bien, dos —dijo Hildesheimer con un leve aire de incomodidad—. Uno de los implicados se sintió tan agraviado que se apresuró a retirarse de la profesión para convertirse en un ardiente detractor del enfoque psicoanalítico; el otro se negó a rendirse. Reanudó su proceso analítico y, al cabo de unos años, volvió a someter un caso a la aprobación del Comité y, al final, fue aceptado; es uno de los miembros de pleno derecho con los que contamos hoy.
—¿Y ha ocurrido alguna vez que el Comité de Formación aceptara la incorporación de una persona y que el resto de los miembros votaran en su contra? —persistió Michael—. Quiero comprender si realmente utilizan su derecho a decidir sobre la base de la adecuación de las características personales.
Hildesheimer reconoció que nunca había ocurrido nada semejante. Hasta ahora, añadió con cautela. Y, desde luego, algunas personas se abstenían de votar; de vez en cuando algún miembro votaba en contra de un candidato, pero ningún candidato había tenido tantos oponentes como para impedir su incorporación.
—En ese caso —reflexionó Michael en voz alta—, ¿sería correcto decir que el Comité de Formación tiene una influencia decisiva sobre el destino del candidato? O, más bien, ¿que su destino está determinado por los votos del Comité de Formación?
—Sí —admitió Hildesheimer muy a su pesar—, del Comité de Formación y de los supervisores…, los tres supervisores de cada candidato. Ése es el motivo de que cada candidato tenga tres supervisores en lugar de uno; si los tres lo critican severamente o arrojan serias dudas sobre sus capacidades, el candidato no podrá convertirse en analista. Ahora bien, la función principal del Comité de Formación es formular la política del Instituto y estructurar su plan de estudios. —Hildesheimer suspiró y colocó su pipa en una esquina de la mesa. Después cruzó los brazos sobre el pecho, porque la habitación se estaba enfriando.
Michael preguntó qué tipo de supervisora había sido Neidorf.
¿Qué tipo de supervisora había sido Eva?, repitió Hildesheimer con una sonrisa. Las opiniones eran unánimes a ese respecto, al menos por lo que él sabía. Era una supervisora maravillosa. Aun siendo cierto que era bastante imperiosa, sus supervisados aceptaban de buen grado su autoridad, que derivaba de unos criterios terapéuticos y morales elevadísimos —y aquí levantó el índice y lo agitó en dirección a Michael—. Además, gracias a una energía y a un poder de concentración enormes, unidos a sus habilidades como terapeuta, Eva lograba sacar un rendimiento máximo a cada hora de supervisión. Mas estaban acercándose a los aspectos técnicos de la psicoterapia, le advirtió, y mucho se temía que era imposible resumir toda la teoría en el transcurso de una conversación breve.
Pero, teniéndolo todo en cuenta, le sondeó Michael, ¿qué impulsaría a la gente a someterse a un aprendizaje tan arduo y prolongado? ¿Cuál era, en definitiva, la diferencia entre ser psicólogo y ser psiquiatra o psicoanalista? Si le permitía expresar una opinión personal, dijo cautamente, y no sabía hasta qué punto válida… —hizo una pausa y el anciano asintió— le daba la impresión de que el Instituto tenía algo en común con los gremios de la Edad Media y el Renacimiento. Una cierta rigidez. A los candidatos se les dificultaba el acceso todo lo posible alegando que era necesario preservar los criterios de profesionalidad, pero no se podía por menos de advertir que había otro factor en juego: la competencia, económica y de clase. Al fin y al cabo, era imposible que hubiera un número infinito de psicoanalistas, sobre todo en un país tan pequeño como Israel. En resumen, dijo Michael, tenía la impresión de que estaban defendiéndose a sí mismos mediante un conjunto de normas que limitaban el número de participantes. El modelo profesor-alumno/maestro-aprendiz que existía en los gremios profesionales era particularmente aplicable a estas circunstancias.
Hildesheimer se tomó su tiempo para responder. Cuando lo hizo, sus palabras dejaron traslucir un esfuerzo evidente por ser sincero que conmovió a Michael. Mientras lo escuchaba, fue formulando la idea básica que encerraba el largo discurso, y tras prescindir del preámbulo («la mejor formación clínica que se puede encontrar…, el nivel más elevado de aprendizaje formal»), resumió el contenido en una expresión que Hildesheimer había utilizado: «la soledad del terapeuta».
Cualquier profesional de la psicoterapia que no estuviera empleado en el servicio público de sanidad, en un hospital, un psiquiátrico o alguna otra institución, debía pasar interminables horas escuchando a sus pacientes día tras día; con un oído prestaba atención al argumento de las historias que le relataban, con el otro a las asociaciones que acompañaban a la historia, y con otro oído extra a la «música» del paciente, a su tono, mientras simultáneamente combinaba todo lo que oía en los modelos de pensamiento característicos de la persona que estaba con él. El paciente, añadió, también hablaba del terapeuta, pero nunca lo veía tal como era. En la mente del paciente el terapeuta iba adoptando distintos disfraces. Representaba al mismo tiempo a todas las figuras significativas de su vida: a su madre y a su padre, a sus hermanos y hermanas, a sus profesores, a sus amigos, a sus hijos, a su jefe…, todo ello en consonancia con la proyección de la estructura de su personalidad.
—Como es bien sabido por cualquiera que posea un conocimiento mínimo de este campo —dijo el anciano—, nunca entablamos relaciones emocionales con personas «reales». Siempre estamos esclavizados por las pautas de relación que se establecen en las primeras etapas. En otras palabras, cuando el paciente se relaciona con el terapeuta de una forma similar a como se relaciona, digamos, con su mujer, debemos recordar que tampoco ve a su mujer «tal como es», sino «tal como es para él… A veces —prosiguió el anciano en un tono menos didáctico—, la actitud del paciente con respecto a la gente que lo rodea está totalmente divorciada de la realidad. Si la terapia cumple sus objetivos —Hildesheimer alzó la voz—, y sólo si los cumple, el paciente se relacionará con el terapeuta como si éste encarnara todos los modelos de interrelación de su vida; y, entonces, a veces odiará al terapeuta y lo atacará, mientras que otras veces lo amará, pero nada de ello tendrá ninguna relación con la realidad ni con la verdadera forma de ser del terapeuta».
Michael le pidió un ejemplo.
—Bueno —dijo el anciano—. Supongamos que un paciente te dice amargamente que nunca podrás comprender su sufrimiento porque tú eres un hombre felizmente casado, rico, guapo e importante, cuando en realidad tal vez eres viudo o estás divorciado, enfermo y abrumado por los impuestos. Eso es lo que llamamos «transferencia»; sin la transferencia, la terapia no existe. De hecho, en toda terapia se produce un cierto grado de transferencia, ya sea positiva o negativa. Pero lo principal es el contacto afectuoso y humano que permite que se establezca una relación de confianza entre el paciente y el terapeuta.
El psicoterapeuta, prosiguió el anciano, tenía que descifrar las pautas y repetir las mismas cosas una y otra vez, a veces exactamente con las mismas palabras. Ése era el papel que le correspondía en la situación terapéutica, donde no había lugar para la gratificación de sus propias necesidades manifiestas. Por ejemplo, personalmente, a él no le parecía bien que un terapeuta fumara durante las sesiones, pues ello suponía que estaba satisfaciendo sus propias necesidades; y siempre se lo había recalcado así a los candidatos a quienes supervisaba.
Cuando pasas hora tras hora con personas en cuya compañía te ves obligado a prescindir de tus necesidades, permitiéndoles que te lancen acusaciones infundadas, o que te amen por cualidades que nunca has poseído, comienzas a sentir una profunda necesidad de estar en compañía de tus colegas para intercambiar impresiones, aprender, sentirte seguro y recibir ánimo y apoyo, e incluso para oír críticas objetivas: para tener la sensación de que perteneces a una estructura, de que hay una tradición que respalda tu trabajo.
En algunas ocasiones (Michael se fijó en el gesto de impotencia de Hildesheimer, que había abierto las manos) el terapeuta podía perder el sentido de las proporciones y, entonces, necesitaba una perspectiva nueva que sólo sus colegas podían ofrecerle. Por no mencionar el hecho de que siempre debía mantener la distancia con respecto a sus pacientes, evitando que descubrieran la mínima información sobre su vida privada, con objeto de permitir que la imaginación del paciente se moviera con libertad y proyectara todas sus fantasías sobre la figura del analista.
Michael habría de recordar el discurso completo casi de memoria. Podría haber citado la conclusión textualmente: «Estoy en condiciones de asegurarle que estos dos elementos, una formación profesional intensiva en el nivel más elevado posible y el sentimiento de pertenencia, son los dos motivos principales por los que los jóvenes acuden al Instituto».
Y después, a modo de interludio cómico, Hildesheimer le contó una anécdota. En una entrevista de admisión en el Instituto, cuando le plantearon la típica pregunta de «¿por qué quiere ser psicoanalista?», un candidato respondió: «Porque es un trabajo fácil, muy bien remunerado y que te permite irte de vacaciones siempre que te apetece», y sonrió con descaro.
Michael preguntó con curiosidad si lo habían aceptado. Hildesheimer repuso con otra pregunta. Antes de responder, le gustaría saber si el inspector jefe Ohayon lo habría admitido.
Michael dijo que sí. Y el anciano quiso saber sus motivos. Michael respondió que, a pesar de su impertinencia infantil, aquella respuesta era una provocación que demostraba valor, ya que se suponía que el candidato sabía que no era la respuesta que se esperaba de él y, con ella, había pretendido expresar cuánto le molestaba que le hicieran una pregunta tan banal. El anciano miró a Michael con una expresión que se podría haber descrito como afectuosa.
—¿Y qué le ocurrió en realidad? —inquirió Michael.
Sí, lo habían aceptado. Tenía cualidades que le permitirían ser un buen psicoanalista. Pero las consideraciones expuestas por el inspector jefe Ohayon también se habían tenido en cuenta. Con una amplia sonrisa, Hildesheimer agregó que habían preferido que descubriera por sí mismo lo equivocado que estaba.
Ya que habían comenzado a hablar de trivialidades, dijo Michael tentativamente, le gustaría preguntarle al profesor algo que sin duda le habrían preguntado muchas veces: ¿En qué se diferenciaban la psicoterapia normal (se abstuvo de decir que no le era desconocida) y el psicoanálisis? Es decir, en tanto que métodos terapéuticos. ¿Podría reducirse esa diferencia al hecho de sentarse en una silla en lugar de tumbarse en un diván?
¿Acaso la diferencia en cuestión le parecía insignificante al inspector jefe?, preguntó Hildesheimer secamente. ¿Podía equipararse un interrogatorio policial realizado en casa del sospechoso, tomando un café, a un interrogatorio llevado a cabo en el despacho de Ohayon bajo una luz cegadora?
Michael se excusó. No había pretendido restar importancia a los aspectos técnicos, pero le gustaría comprender las diferencias esenciales.
Ésa era una de las diferencias esenciales, dijo el profesor humorísticamente. En primer lugar, había que tener presente que no todo el mundo que solicitaba ayuda estaba preparado para psicoanalizarse. (Michael se preguntó si él estaría preparado. ¡Como si se tratara de demostrar sus cualidades!, se reconvino). El psicoanálisis era un método terapéutico que exigía, entre otras cosas, tener un ego con mayores recursos que los requeridos por otros métodos. En segundo lugar, además de tumbarse en un diván, el paciente tenía que asistir a las sesiones cuatro veces por semana. Y esto tampoco era, dijo Hildesheimer escudriñando a Michael con la mirada, una simple diferencia cuantitativa. Estos dos factores, el diván y las cuatro sesiones semanales, permitían que el paciente llegara a profundizar más en sí mismo y reviviera las experiencias básicas de su pasado. Sería imposible explicarlo todo en un momento, pero, en pocas palabras, se podía decir que, en el psicoanálisis, el quid de la cuestión era la transferencia.
Como ya había dicho antes, la opacidad de la figura del terapeuta facilitaba la transferencia, y esa opacidad era a todas luces mayor cuando el terapeuta se sentaba a espaldas del paciente, de manera que éste no lo viera y se limitara a sentir su presencia y su apoyo.
—Pero no vaya a pensar que es como si el paciente estuviera hablando solo. Todo eso que se cuenta de pacientes hablando con ordenadores son tonterías inventadas por personas que no comprenden el aspecto básico: el hecho de que hay que apoyar al paciente, sostenerlo. Y todas esas caricaturas sobre psicoanalistas que se quedan dormidos detrás del diván no son más que un reflejo del miedo que sienten los pacientes a que, en realidad, el terapeuta no esté con ellos —dijo Hildesheimer sin sonreír—. Un buen psicoanálisis es aquel en el que el analista logra, precisamente gracias a que se citan cuatro veces por semana, que el paciente se sienta suficientemente apoyado para remontarse cada vez más en el tiempo y ahondar en sus experiencias primordiales, y llegue a enfrentarse a ellas desde una perspectiva nueva.
Transcurrió un minuto entero antes de que Michael preguntara si, a causa de la transferencia, el paciente podía acumular tal odio hacia el analista como para llegar a asesinarlo.
—Eso sería muy raro incluso en un pabellón de aislamiento de un psiquiátrico —dijo Hildesheimer después de volver a prender su pipa—, y el psicoanálisis es un tipo de terapia dirigida a personas relativamente sanas, a lo que llamamos neuróticos. Un paciente sometido a psicoanálisis quizá fantasee con la posibilidad de cometer un asesinato, pero todavía me queda por oír que se haya llevado a cabo un intento real de asesinato. En realidad un paciente que está psicoanalizándose se haría daño a sí mismo antes que a su analista —después de dar una chupada a la pipa, el anciano prosiguió diciendo—: y no debe olvidar que la mayoría de los pacientes de Eva son gente del Instituto, candidatos, porque hay muy pocos analistas instructores. Eva tenía muy pocos pacientes que no estuvieran relacionados con el Instituto.
—Tal vez cabría pensar en la posibilidad —divagó Michael en voz alta— de que un analista tuviera información confidencial o comprometedora sobre un paciente, y que éste sintiera miedo. Que se sintiera amenazado, en peligro.
Hildesheimer guardó silencio un instante y luego dijo que ése era exactamente el tema de la conferencia de Eva.
—Un momento —solicitó Michael—. Antes de hablar de la conferencia, necesito saber algunas cosas sobre la doctora.
—¿Qué quiere saber? —preguntó Hildesheimer vaciando la pipa en el cenicero de porcelana.
—¿Cómo llegó al Instituto? ¿A qué se dedicaba antes? —Michael sintió que se iba poniendo tenso sin saber por qué.
Eva había trabajado varios años de psicóloga en la sanidad pública. Había llegado al Instituto a una edad relativamente avanzada. Treinta y siete años era el tope máximo de edad para aceptar a un candidato y Eva tenía treinta y seis cuando se unió a ellos. Sus grandes dotes se hicieron patentes desde el principio. Hacía seis años se había convertido en analista instructora. Y ya era miembro del Comité de Formación desde antes; Hildesheimer pensaba que Eva lo sucedería en la presidencia del Comité después de su jubilación; iba a jubilarse el mes siguiente y todo indicaba que la elegirían a ella.
Cuando Michael quiso informarse sobre la vida familiar de Neidorf, el anciano le contó que su difunto marido se dedicaba a los negocios, que no valoraba el trabajo de su esposa ni comprendía que era una gran profesional. Eso había sido una fuente de dificultades para Eva, dificultades de las que sólo Hildesheimer tenía noticia. Eva había mantenido unida a su familia mientras luchaba por sus derechos: su marido incluso se oponía a que trabajara. Al final, dijo el anciano con un deje de orgullo, el marido había llegado a apreciar su valía como mujer independiente.
—Estaban muy unidos —agregó con tristeza.
Eva había sido su paciente y, después, su colega, y algo más especial. Su marido murió repentinamente, hacía tres años; le sacaba unos cuantos años a Eva y había muerto de un ataque apoplético durante un viaje de negocios, en el aeropuerto de Nueva York. Eva tuvo que ir allí para recoger el cadáver. Y después surgieron problemas con la herencia, porque a Eva no le interesaban en absoluto los negocios y su marido estaba metido en muchos negocios, y su hijo…, en fin, su hijo se había convertido en un loco de la naturaleza y el ecologismo, y su principal interés en la vida era la Sociedad Protectora de la Naturaleza. Un buen chico, inteligente, pero sin el menor interés por los negocios. Al final, con gran alivio para todos, el yerno de Eva, el marido de su hija, se prestó a encargarse de los asuntos económicos.
Michael le preguntó entonces qué relación tenía Eva con sus hijos. Hildesheimer respondió, escogiendo las palabras con cuidado, que estaba muy unida a su hija. A veces le había dado la impresión de que estaban excesivamente unidas. Nava dependía mucho de su madre y nunca daba un solo paso sin consultárselo antes. Ahora bien, desde que Nava y su marido se trasladaron a Chicago, la situación había cambiado; en su opinión, a mejor. Siempre había pensado que el punto débil de Eva eran sus hijos. Con el hijo la relación era más compleja; tenían menos cosas en común, y no sólo en lo relativo a sus esferas de interés. Además estaba el problema de que él se identificaba con su padre y con las objeciones que ponía a la profesión de Eva, pero también eso había mejorado una vez que el chico consiguió un trabajo en la Sociedad Protectora de la Naturaleza.
—¿Y el yerno? —preguntó Michael—, ¿cómo eran las relaciones con su yerno?
Correctas, en opinión de Hildesheimer, quizá no particularmente cordiales, sobre todo si se comparaban con la relación que Eva tenía con su hija, pero el yerno la admiraba mucho y, por su parte, Eva le estaba muy agradecida por haberla liberado de toda responsabilidad con respecto a los negocios familiares. Michael le pidió que, si era posible, le aclarara más en qué consistían esos negocios. No mencionó que ya había visto a Hillel Zehavi, el yerno, en Tel Aviv.
Hildesheimer no estaba al tanto de los detalles. Tan sólo sabía que Eva y Hillel habían vuelto juntos desde Chicago para asistir a una importante junta directiva que estaba prevista para el domingo por la mañana. Lo sabía porque Eva se había tomado un día más de permiso con objeto de asistir a esa junta. Cuando habló con ella por teléfono, Eva se había quejado de que en el vuelo a Tel Aviv se enteró a la fuerza de todas las cosas que no había querido saber durante años. Hillel estuvo explicándole a lo largo de cuatro horas los asuntos que se iban a decidir en la junta y cómo debía votar. Tanto Eva como Hillel tenían derecho a firmar documentos.
Sin cambiar de postura ni de tono de voz, haciendo un gran esfuerzo para no manifestar su excitación, Michael preguntó si habían discutido.
El anciano lanzó una carcajada ronca y sonora.
—¡Eva discutiendo por asuntos de negocios! Quería dejarlo todo en manos de su yerno desde hacía tiempo, pero Hillel se negaba en rotundo; siempre insistía en que le diera su consentimiento para tomar la menor decisión. Eva se quejaba mucho de eso. —Hildesheimer dirigió una mirada penetrante a Michael al comprender de pronto el curso de sus pensamientos. Meneó la cabeza con aire incrédulo y dijo que Michael estaba sobre una pista falsa.
Michael señaló la posibilidad de que alguien hubiera cometido el asesinato en el Instituto con idea de que las sospechas recayeran sobre sus miembros. Hildesheimer repuso que, si bien por razones obvias preferiría creer que había sido alguien ajeno al Instituto, era imposible pensar en Hillel; no tenía ningún motivo, y menos de carácter económico. Sacudió la cabeza varias veces y empezó a mirar a Michael con otros ojos, como si estuviera replanteándose la primera impresión que le había causado. Michael dijo que era necesario indagar todas las posibilidades. El anciano se removió inquieto en su sillón hasta que, al cabo, recobró la compostura. Michael se sentía culpable por no haberle desvelado su entrevista con Hillel, que tenía una coartada sin fisuras: desde que aterrizó en el aeropuerto de Ben Gurion, había estado haciendo compañía a su madre en la unidad de cuidados intensivos. Michael no acababa de entender por qué se había contenido, y seguía conteniéndose, para no revelárselo al anciano.
Había llegado el momento de informarse acerca de la conferencia. ¿Era verdad que la doctora Neidorf siempre preparaba sus conferencias con mucha antelación, como le habían explicado esa mañana?, preguntó Michael en tono casual.
Hildesheimer respondió que quienquiera que le hubiese informado sobre ese punto no tenía ni idea del asunto. No había nadie, absolutamente nadie, que tuviera conocimiento del miedo y de la ansiedad con que Eva se enfrentaba a cada una de sus conferencias. Hacía docenas y docenas de borradores antes de pasar el texto a máquina, y después…
—¿Quién lo pasaba a máquina? —le interrumpió Michael.
—Ella misma —dijo el anciano. A veces él se había visto obligado a leer todas y cada una de las versiones, palabra por palabra. Y, claro está, Eva quería que se las comentara de cabo a rabo. Cuando al fin se sentía satisfecha con una versión, hacía tres copias. Una para su propio uso… Siempre leía las conferencias. Eva no era una persona espontánea y no se le daba bien improvisar.
—¿Y las otras copias? —preguntó Michael, sintiendo que empezaba a sudar por la espalda.
La segunda copia era para él, dijo Hildesheimer, y Eva guardaba la tercera copia en el despacho de su casa, «para andar sobre seguro». Hildesheimer solía bromear sobre esa manía, y Eva también se lo tomaba a broma.
—Era una perfeccionista incorregible, en todos los aspectos de su vida —dijo con un suspiro—. Pero sólo en lo que la atañía a ella —añadió. Exceptuando las cuestiones morales, en eso sí se podría decir que tenía una actitud rígida. Eva se mostraba inflexible con respecto a lo que ella denominaba «comportamientos no éticos». Mas no quería transmitirle una falsa impresión al inspector: no era una mojigata pagada de sí misma, ni una entremetida mandona. Se trataba básicamente de una cuestión de exigencias profesionales: el bienestar del paciente, la discreción y ese tipo de cosas. Hildesheimer casi siempre estaba de acuerdo con ella.
La conferencia, preguntó Michael, la copia que tenía Hildesheimer, ¿se la podría enseñar?
Imposible, respondió el anciano, y Michael contuvo la respiración. En esta ocasión no tenía una copia. Eva había preparado la conferencia en Estados Unidos y, como habían convenido en que ya iba siendo hora de que Eva se liberara de su dependencia hacia él, Hildesheimer se había negado a ver cualquier versión que no fuera la definitiva, a la que Eva debería llegar por sí sola. Aunque Eva no había cesado de alegar que esta vez se enfrentaba a un problema adicional, Hildesheimer insistió en que le diera una sorpresa.
Michael preguntó si alguien más conocía la costumbre de Eva de mostrarle los borradores de las conferencias y su versión definitiva. Hildesheimer se encogió de hombros. Aunque él nunca lo había comentado con nadie, en el Instituto había pocos secretos. Y Eva, con su habitual honradez, nunca olvidaba agradecerle la ayuda que le había prestado al comenzar una conferencia.
Michael notó cómo la sangre se le retiraba de la cara aun antes de que el anciano le preguntara si se encontraba bien.
Él le preguntó a su vez dónde estaba la copia de Neidorf. Hildesheimer respondió que presumiblemente la habrían encontrado entre sus objetos personales. Se le veía muy triste.
—¿Cuál era, exactamente, el tema de la conferencia?
La respuesta fue breve: las cuestiones morales y legales. Dicho de otra forma, una problemática que venía desconcertando a los psicoterapeutas desde el nacimiento de la profesión. Un dilema clásico. ¿Era correcto que un terapeuta guardara los secretos de su paciente aun cuando éste hubiera transgredido la ley? No se refería a delitos como asesinatos o robos, sino a cuestiones relacionadas, por ejemplo, con la ética profesional. La información revelada durante una terapia, o la información que un supervisado transmitía a su supervisor. Pero no tenía sentido continuar especulando. En el bolso que había visto en el Instituto junto a la silla de Eva, el inspector Ohayon encontraría el texto de la conferencia y podría leerlo por sí mismo.
Ése era precisamente el problema, dijo Michael. No habían encontrado nada, ni la conferencia, ni papeles, ni tampoco ninguna llave, sólo la habitual parafernalia femenina, documentos personales y algún dinero.
Por primera vez, Hildesheimer pareció un anciano despistado, alguien que no se daba cuenta de lo que ocurría a su alrededor. Pero esa imagen no duró más de un segundo, pues en seguida se recuperó y le pidió al inspector jefe Ohayon que, por favor, se explicara mejor.
Durante toda la tarde, o más bien desde el momento en que comenzaron a registrar el edificio mientras Michael todavía estaba en el salón de actos con el Comité de Formación, un equipo especial se había dedicado a buscar en el Instituto cualquier cosa que se pareciera al borrador de una conferencia. Él mismo había registrado el bolso minuciosamente en cuanto el médico de la policía concluyó su examen. Y también el personal del laboratorio, del departamento de Identificación Criminal…, todo el mundo lo había intentado. Tenía una lista detallada del contenido del bolso, comenzó a decir, pero el anciano lo interrumpió con un ademán impaciente. Dijo que sin duda podrían encontrar otra copia en el estudio de la casa de Eva. Sabía que tenía otra copia allí; lo sabía porque Eva le había prometido dársela después de la conferencia para que la conservara.
Michael Ohayon consultó el reloj y vio que eran las once en punto. Se había desatado un viento muy fuerte que ahogaba el sonido de la lluvia. Se puso de pie y el anciano hizo lo propio, mientras le preguntaba si pensaba ir a casa de la doctora Neidorf directamente. Michael captó la indirecta y le preguntó si le gustaría acompañarlo, añadiendo algo relativo a lo tardío de la hora y al mal tiempo. Con un ademán, Hildesheimer desechó las objeciones y dijo que, en su opinión, ya había vivido bastantes años y que, en cualquier caso, esa noche no le iba a ser posible conciliar el sueño. Mientras hablaba, condujo a Michael hacia un perchero situado en un rincón del largo pasillo, descolgó de él un grueso abrigo y se lo puso. La casa estaba a oscuras y en silencio cuando salieron de ella. Fuera hacía mucho frío. Michael, que no se había quitado la chaqueta en ningún momento, sintió que el viento le propinaba un bofetón helado y se alegró de subirse al Renault de la policía.
Conectó la radio, que en seguida comenzó a emitir. Desde el Control, una fatigada voz femenina estaba tratando de decirle algo; la escuchó pacientemente. Todo el mundo lo estaba buscando, todo el mundo decía que era urgente.
—Bueno, diles que me pondré en contacto con ellos más tarde. Y dile a mi equipo que ahora mismo estoy ocupado.
—Así lo haré —dijo la voz del Control con un suspiro.
Hildesheimer se sentó a su lado, sumido en sus pensamientos, y Michael tuvo que repetirle la pregunta antes de que el anciano hiciera un gesto de asentimiento y le diera la dirección de la doctora Neidorf, la misma dirección que Michael había visto en el carnet de identidad de la doctora mientras aquella mañana registraba el contenido de su bolso una y otra vez.
La casa estaba en una callejuela de la colonia alemana. Casi siempre que pasaba por la calle Emek Refaim, Michael pensaba en los caballeros templarios alemanes que fundaron ese barrio en 1878. Qué patéticas eran sus esperanzas de redención, simbolizadas por los restos del molino que todavía se veían en una esquina. Michael maniobró con el Renault por los angostos callejones y aparcó cuidadosamente. Abrió la puerta de Hildesheimer y lo ayudó a bajarse del pequeño coche. Lado a lado, atravesaron la puertecita del jardín y echaron a andar por el sendero que conducía a la entrada, donde el anciano se apartó para que Michael abriera la pesada puerta de madera.
Michael probó todas las llaves, primero a la luz de una farola y después a la luz de las cerillas que quedaban en la caja y que Hildesheimer fue encendiendo una tras otra con pulso admirablemente firme. Al final, ambos se resignaron a aceptar la evidencia de que la llave de la casa no estaba en el llavero. Ninguno comentó nada sobre dónde podría estar.
Michael se dirigió al Renault y regresó al cabo de unos segundos con un objeto puntiaguado en la mano. Masculló algo sobre las habilidades que se adquirían a lo largo de la vida y, sin más, se puso a hurgar en la cerradura. Hildesheimer continuó encendiendo cerillas (Michael había traído una caja llena del coche) y, diez minutos más tarde, entraban en la casa de Neidorf.
Michael cerró la puerta.
En el vestíbulo fuertemente iluminado vio que el anciano había empalidecido. El sombrío rictus de sus labios expresaba lo que ambos habían comprendido: alguien se les había adelantado.