Tan sólo son seres humanos, se dijo con expresión impasible Michael Ohayon, al darse cuenta de que las nueve personas que estaban sentadas en torno a la gran mesa redonda no eran otros que los miembros del Comité de Formación del Instituto.
De las habitaciones contiguas le llegaban amortiguadas las voces de los dos técnicos del laboratorio móvil, a quienes había pedido que inspeccionaran todo el edificio «centímetro a centímetro».
Hildesheimer, que estaba sentado a su lado, le informó en susurros de que, al comienzo de la reunión, había explicado a los miembros del Comité que la doctora Neidorf había sido encontrada muerta en el edificio, pero no había mencionado la pistola, pensando que quizá el inspector jefe preferiría comunicárselo él mismo. Con esa idea en mente, le había pedido que se uniera a ellos en «ese foro». Las manos del viejo se cerraron con fuerza sobre la taza de café mientras le decía que todo el mundo había encajado muy mal la noticia. Michael le preguntó si había advertido alguna reacción sorprendente o extraña y el anciano, después de un instante de silencio, le dijo que no recordaba nada de particular…, de momento, añadió cautamente; había habido algún que otro arranque emocional, pero eso era previsible.
Subiendo la voz hasta un volumen normal, Hildesheimer le preguntó al inspector jefe si quería beber algo y Michael, aspirando el tentador aroma del café del anciano, respondió que, si no era mucha molestia, le gustaría tomar una taza de café. Un hombre menudo que estaba sentado al otro lado de Hildesheimer preguntó con un acento indefinible si prefería un café turco o un Nescafé sin leche, y Michael dijo:
—Turco —y añadió inmediatamente—: con tres cucharadas de azúcar, por favor.
El hombrecillo, que llevaba un jersey negro de cuello vuelto y tenía una cara aniñada de expresión malhumorada, enarcó una de sus finas cejas y repitió extrañado:
—¿Tres?
—Tres cucharadas —confirmó Michael sonriendo—, si la taza es de ese tamaño —y señaló el tazón de Hildesheimer.
A continuación, Hildesheimer procedió a presentarle a las personas sentadas en derredor de la mesa; a modo de preámbulo señaló que probablemente a Michael le resultaría difícil recordar todos los nombres.
El inspector jefe no le contradijo, pero fue mirando detenidamente a todos a medida que se los presentaban. Recordar nueve nombres, uno de los cuales no era una novedad para él, no constituía ninguna dificultad para alguien que se había especializado en historia medieval y había sido la envidia de sus compañeros por su capacidad de recordar todos los nombres de los papas y las dinastías reales de Europa. Pero en la situación actual, prefirió guardarse para sí ese don, no por falsa modestia, sino porque era una carta que no quería mostrar en esa fase del juego.
El hombre que le trajo el café era Joe Linder…, el doctor Linder, naturalmente; allí todos eran doctores. Las dos mujeres que estaban sentadas una junto a la otra, pálidas pero sin lágrimas en los ojos, eran Nehama Zold (la más joven, vestida uniforme y severamente, rondaría los cuarenta y cinco años; tenía una expresión adusta, y, aunque era básicamente atractiva, parecía haber hecho un esfuerzo consciente por ocultarlo, según advirtió Michael) y Sarah Shenhar (una especie de hada madrina benevolente, con un jersey grandote echado sobre los hombros, tenía al menos sesenta años y una expresión alterada en el bondadoso rostro).
A continuación estaba sentado un hombre muy flaco y de luenga cabellera blanca llamado Nahum Rosenfeld, que nunca se retiraba de la boca un puro corto y fino, y que le trajo a Michael a la memoria una frase que su madre le había repetido a lo largo de toda su infancia: «Come, Michael, come, para que no termines sin carne en los huesos y con malos pensamientos en la cabeza»; frase que, sin duda, era el motivo de que siempre se sintiera incómodo y un tanto receloso en compañía de personas excesivamente delgadas. También había entre los miembros del Comité un hombre muy apuesto llamado Daniel Voller, que, como Rosenfeld, aparentaba andar por la cincuentena; sentados en la zona de la mesa redonda más alejada de Michael había cuatro hombres más, todos los cuales parecían sesentones, tres de ellos de sesenta y pocos años y otro, Shalom Kirshner, calvo y muy gordo, próximo a los setenta. Ninguno de ellos pronunció una sola palabra durante la reunión.
Nehama Zold estaba fumando cigarrillos, cuyas colillas dejaba manchadas de carmín; Joe Linder daba chupadas a una pipa, y Rosenfeld, claro está, fumaba un puro. Michael se sacó un paquete aplastado del bolsillo y alguien empujó un cenicero en su dirección.
Una vez que Hildesheimer hubo concluido de presentar a sus colegas, hizo la presentación de Michael, mencionando su rango, que no pareció impresionar a nadie, y diciendo que era el agente de la policía «encargado de investigar nuestra tragedia». A continuación dijo:
—El inspector jefe Ohayon se ha prestado amablemente a reunirse con nosotros para aclarar algunos asuntos, a petición mía, y ayudarnos en todo lo que pueda.
En el silencio que se hizo a continuación Michael se recostó en su asiento, dando caladas al cigarrillo, sin atreverse a tomar un sorbo del café caliente que tenía delante. Todos lo miraban de hito en hito y en el aire flotaba una desconfianza que casi se podía palpar. Esta gente, pensó, no cree en mi capacidad para resolver nada y está cargada de prejuicios sobre la policía y, probablemente, sobre cualquier persona cuyos padres no fueran europeos.
En ese momento se llamó al orden y amonestó a su lado más débil para que no cediera a impulsos irrelevantes, como la necesidad de causar buena impresión. Había que poner manos a la obra.
Consciente de que todas las miradas estaban posadas en él, tuvo que hacer un gran esfuerzo para arrancar a hablar. Lo más prudente sería plantear en seguida la pregunta que había estado rondándole en la cabeza desde que Hildesheimer la sacara a relucir cuando estaban junto al cadáver. En la sala se hizo un silencio absoluto cuando terminó de preguntar qué estaría haciendo la doctora Neidorf en el Instituto a una hora tan temprana. Mientras tomaba el café a sorbos observó las expresiones de las personas sentadas en torno a la mesa.
Rosenfeld tenía una expresión ausente; Linder, de perplejidad; Nehama Zold, inquisitiva, y Sarah Shenhar, de miedo. Hildesheimer estaba ocupado observando a sus colegas, que se revolvían inquietos.
Joe Linder rompió el silencio para decir que tal vez había ido allí para repasar el borrador de su conferencia. La expresión con la que habló revelaba que ni él mismo creía en esa hipótesis. Nehama Zold se apresuró a refutarla, preguntando en tono nasal y arrastrando las palabras qué le habría impedido a Neidorf repasar la conferencia en su casa grande y vacía. Sarah Shenhar asintió con la cabeza y masculló algo sobre la paz y la tranquilidad que Neidorf había ganado después de que sus hijos se marcharan de casa.
Rosenfeld señaló que la conferencia estaba con toda seguridad redactada a la perfección. A nadie le eran desconocidos los esfuerzos que Neidorf consagraba a la preparación de sus disertaciones. Todos asintieron.
—Debía de tenerla lista desde hace semanas —aseveró Rosenfeld.
—¿Qué hay de su familia? —preguntó Nehama—. ¿Quién va a informar a sus hijos? —y se enjugó el ojo derecho con el dorso de la mano.
Hildesheimer explicó que el hijo de Neidorf estaba realizando un estudio biológico de campo en Galilea y que, por ese motivo, no había ido a recibir a su madre al aeropuerto. La policía, añadió, dirigiendo la vista hacia Michael, que se apresuró a asentir, estaba tratando de localizarlo en ese mismo momento.
—El marido de su hija, que regresó en el mismo vuelo que Eva, está en Tel Aviv, en casa de sus padres. Ya deben de habérselo notificado —y Hildesheimer posó la vista en Michael, que volvió a asentir.
A continuación, Michael preguntó si había alguna posibilidad de que Neidorf se hubiera citado con alguien en el Instituto aquella mañana.
La nueva pregunta provocó un barboteo de voces y las palabras «paciente» y «supervisado» resonaron en el aire. Una vez más fue Joe Linder quien interrumpió los murmullos. La doctora Neidorf recibía a sus pacientes en la sala de consultas que tenía en casa, dijo, y no había ningún motivo para que se desviara de su práctica habitual, aunque, tal vez, después del viaje… La voz de Linder se volvió gradualmente más y más titubeante hasta que cesó. Hubo gestos dubitativos de asentimiento. Después de tomar el último sorbo de café y de encender otro cigarrillo, Michael preguntó si podrían facilitarle una lista de los pacientes de la doctora Neidorf.
Por el alboroto que se desató, cualquiera habría pensado que acababa de estallar una bomba en la sala. A excepción del doctor Hildesheimer, todos los presentes se pusieron a hablar a la vez, y un par de ellos a gritos. El tono general era de indignación. Rosenfeld se quitó el puro de la boca y dijo severamente que el inspector jefe Ohayon sin duda comprendería que estaba pidiendo algo imposible. Esa información era confidencial. Y no había más que hablar. Todos aclamaron su intervención.
—Sí —dijo Michael quedamente—, comprendo que esa información es confidencial, pero tenemos entre manos una muerte por causas no naturales. Por otra parte, tengo entendido que los pacientes son candidatos a ingresar en el Instituto y que el proceso de analizarse es un aspecto importante de su formación. ¿Sería alguien tan amable de explicarme por qué es todo esto tan confidencial?
Se hizo un silencio absoluto. Incluso Hildesheimer se quedó mirando a Michael de hito en hito, mientras el policía sacaba otro cigarrillo y se divertía observando la reacción de asombro de los psicoanalistas ante sus conocimientos.
—Todo parece indicar que Eva Neidorf ha fallecido a consecuencia de una herida de bala en la sien. En estas circunstancias, estoy seguro de que convendrán conmigo en que debemos averiguar quién ha estado con ella esta mañana. También cabe la posibilidad de que se haya quitado la vida. En ese caso deberíamos preguntarnos por qué la pistola causante de la muerte no estaba junto al cadáver. En cualquier caso, es evidente que, tanto antes como después de que muriera, había alguien con ella. Como es lógico, estamos buscando la pistola y lo que les pido es que hagan lo posible por cooperar conmigo y respondan a todas mis preguntas. Por ejemplo: ¿es concebible que se pegara un tiro? Y, en tal caso, ¿quién se llevó la pistola? —Michael se quedó callado y comenzó a examinar uno a uno los rostros que lo rodeaban: todos parecían paralizados por el horror.
Michael no les contó que, después de hacerle la habitual advertencia de que no estaría seguro hasta después de la autopsia, el forense le había dicho que, por la distancia a la que había sido disparada la bala, había que descartar la posibilidad de un suicidio; como tampoco les explicó que podía obtener una orden judicial para violar la confidencialidad médica. Se quedó pacientemente a la espera.
Con un gesto, Hildesheimer pidió permiso para hablar y Michael se lo concedió. Con un leve temblor en la voz, el anciano confirmó lo que había dicho el inspector y, a continuación, pasó a describir con todo lujo de detalles los hechos de la mañana. El semblante de Rosenfeld, que había adquirido una palidez sepulcral, comenzó a crisparse espasmódicamente; Joe Linder se puso en pie de un salto; Nehama Zold empezó a sufrir violentas sacudidas. Hildesheimer se disculpó por la forma en que se habían enterado de la noticia; nadie dijo nada. Michael estaba pensando que eran un grupo de personas muy comedidas. Pasó un largo rato sin que tampoco él dijera nada. Escudriñó los rostros de los presentes sin descubrir nada que estuviera fuera de lugar: había expresiones de horror y de conmoción, de pena también, pero sobre todo vio miedo e incredulidad. Al final posó la vista en Joe Linder. Éste alzó los ojos y, siguiendo su mirada, Michael contempló con él las fotografías de los muertos.
—En el caso de que haya sido un asesinato —prosiguió Michael, como si no se hubiera producido un inciso—, lo que yo me pregunto es por qué el asesino no dejó el arma, una pistola, vamos a suponer, en la mano de la doctora Neidorf, para dar la impresión de que se había suicidado y desviarnos de su pista al menos en las fases iniciales de la investigación. Se mire por donde se mire, tiene que haber alguien implicado, alguien que sabe más de lo que sabemos nosotros —habló con gran lentitud, sin estar seguro de hasta qué punto sus oyentes serían capaces de asimilar lo que les decía dado lo afectados que estaban por la noticia.
Los miembros del Comité de Formación lo miraron y después se miraron entre sí. Joe Linder dijo que Eva no se había suicidado. Rosenfeld explicó que, aun cuando hubiera decidido quitarse la vida, algo que no estaba dispuesto a creer por ningún concepto, el Instituto sería el último lugar del mundo donde lo habría hecho. Tenía que entender, le advirtió a Michael, que el suicidio es un acto de venganza y de odio contra los allegados a la persona que lo comete. Eva Neidorf, dijo pausada y sonoramente, con voz estudiada y contenida, era una persona libre de todo odio. No era tan egoísta como para hacer una cosa así en el Instituto, ni tampoco en cualquier otro sitio, añadió, y con mano trémula, encendió otro cigarro. Aun cuando hubiera descubierto que sufría una enfermedad incurable, añadió dirigiendo una mirada alrededor de la mesa, habría esperado. Estaba convencido de ello.
En el atractivo semblante de Daniel Voller se pintó una expresión crítica, que fue acentuándose mientras Rosenfeld seguía hablando. Al final abrió la boca y la cerró sin haber dicho nada. Giró la cabeza y miró primero en dirección a la ventana y después a Hildesheimer.
Los demás mostraron unánimemente, con movimientos de cabeza y murmullos de aprobación, su apoyo a lo que había dicho Rosenfeld.
Joe Linder se puso de pie otra vez y declaró que no tendría sentido intentar ocultar la cabeza bajo tierra. Aun en el supuesto de que Eva Neidorf se hubiera suicidado, nunca lo habría hecho sin poner sus asuntos en orden: los pacientes, los supervisados, la conferencia de esa misma mañana, su hija, que había dado a luz hacía un mes. De ninguna manera. Sabía que nuestro conocimiento de los seres humanos es limitado, era consciente de que siempre podía ocurrir algo imprevisto… Alzó la vista hacia la galería de retratos y una expresión de ira cruzó su rostro. No pretendía decir que los psicoanalistas fueran inmunes a la depresión o a los trastornos emocionales, o incluso al suicido, pero Eva era distinta.
Hildesheimer fue el último en tomar la palabra y, después de resumir lo que los demás habían dicho hasta entonces, añadió, en tono de disculpa y a la vez firme, que dada la estrecha relación que lo unía a Eva Neidorf no podía imaginar que no le hubiera confiado cualquier cosa que pudiera estar preocupándole, que había hablado con ella la víspera, cuando llegó a casa desde el aeropuerto de Ben Gurion, y que la había notado alegre y optimista; un poco fatigada por el vuelo, desde luego, un poco tensa, pero contenta, en definitiva. Contenta por el nacimiento de su nieto, contenta de estar en casa e incluso contenta con su conferencia.
Michael exhaló un suspiro y preguntó si habían comprendido las implicaciones de todo lo que se había dicho.
Entonces todas las miradas se clavaron en Hildesheimer, que de pronto adquirió una gran semejanza con una morsa triste y bondadosa; el anciano dijo muy quedamente, casi en un susurro, que se temía mucho que el asunto se trataba de un asesinato; no tendría sentido negarlo o tratar de hablar de un accidente, porque ¿cómo podría ocurrir un accidente de esas características en el Instituto? Al fin y al cabo, dijo despacio, ¿cómo podría haber ido a verla allí alguien que no perteneciera al Instituto? Y ningún miembro del mismo tenía por costumbre pasearse los sábados por la mañana con un arma en el bolsillo.
—Lo siento terriblemente —dijo con voz ahogada— pero, además de llorar la pérdida de nuestra amiga y colega, hemos de enfrentarnos a este hecho espantoso.
Joe Linder preguntó si no cabía la posibilidad de que alguien se hubiera introducido subrepticiamente en el edificio.
No, respondió Michael, no había señales de que se hubiera forzado ninguna entrada y, además, Neidorf debía de haber ido allí para ver a alguien. Tampoco había indicios de que hubieran trasladado allí su cuerpo desde otro lugar. Y ¿qué otro motivo podría haberla llevado al Instituto a una hora tan temprana?
Rosenfeld dijo con voz trémula que, suponiendo que Eva se hubiera visto con alguien en el Instituto, tendría que haberse citado previamente con la persona en cuestión.
—Y la cuestión es —dijo a modo de conclusión— que la mañana de una conferencia —y ahí hizo una pausa para reflexionar— sólo algo extremadamente urgente, algo que constituyera una emergencia, podría haberla traído al Instituto a una hora tan intempestiva.
—A no ser que el encuentro tuviera lugar ayer —dijo Joe Linder a la desesperada, provocando un sobresalto general—. ¿Cómo podemos saber a qué hora nos dejó, es decir, murió? —e hizo un ademán brusco, como para espantar la palabra que se había atrevido a pronunciar.
Hildesheimer dijo que el médico que había examinado el cadáver opinaba que la muerte no se había producido hacía mucho, aunque, ciertamente, ese extremo estaba por confirmar.
Y Michael retomó el hilo de sus palabras donde lo había dejado. Se veía obligado a pedirles una vez más los nombres de todos los pacientes de la doctora Neidorf, así como los nombres de todas las personas relacionadas con el Instituto: miembros, candidatos, todo el mundo.
¿Y los supervisados?, quiso saber Joe Linder. ¿Por qué no estaba interesado en recibir una lista de los supervisados?
Michael repasó velozmente toda la información que le había facilitado Gold. No había mencionado en ningún momento a los supervisados. Miró con aire inquisitivo a Linder, quien a su vez le dirigió una mirada provocadora, como si quisiera decir: creía que estaba usted al tanto de todo lo relacionado con el Instituto; pero, bajo el escrutinio de Hildesheimer, Linder no tardó en recobrar su gravedad y en explicar que los candidatos tenían que someter a supervisión sus casos analíticos; un supervisor diferente para cada caso; «tres casos…, tres supervisores», concluyó con macabra fruición.
Ohayon preguntó quiénes eran los supervisores. ¿Era una tarea reservada a los miembros del Comité de Formación o estaba abierta a cualquier miembro del Instituto?
—Cualquiera a quien el Comité de Formación considere capacitado para supervisar —respondió Rosenfeld, que había recobrado la compostura. Las manos ya no le temblaban.
Michael se levantó y dijo que, más adelante, se entrevistaría con cada uno de ellos por separado; entre tanto le gustaría que le dieran sus direcciones y números de teléfono. Les quedaría muy agradecido si pudieran entregarle por escrito una breve descripción de sus movimientos durante las últimas veinticuatro horas, añadió, y encendió otro cigarrillo. Cuando parecía que alguien iba a protestar, Hildesheimer dijo en tono autoritario que esperaba una colaboración sin reservas por parte de todos los presentes; no tenían nada que ocultar.
—Hay que descubrir al culpable —dijo, y su voz reverberó en la amplia sala—. No podemos seguir conviviendo en tanto que este asunto no se resuelva. Son demasiadas las personas que están a nuestro cargo como para que podamos permitirnos no saber quién de nosotros es capaz de cometer un asesinato.
Por fin lo habían dicho, pensó Michael, e hizo un gesto afirmativo en dirección a los dos policías que finalmente habían terminado de registrar las habitaciones y se dirigían hacia el exterior del edificio para esperarlo allí, tal como habían acordado. Volvió a examinar las fotografías de la muerta, repasándolas una por una mientras escuchaba al anciano, que estaba explicando cómo iba a depender de ellos, de los miembros del Comité de Formación, tres de los cuales también componían la Junta Directiva, enfrentarse a los problemas derivados de la muerte de Eva Neidorf: tanto del hecho en sí mismo «como de la espantosa manera en que nos la han arrebatado». Prosiguió diciendo que tendrían que ocuparse de todos sus pacientes y supervisados, ser capaces de prestar ayuda, sobrellevar la desconfianza que todos sentirían hacia los demás, y concluyó diciendo que estaban a punto de vivir «un período extremadamente difícil. Debemos hacer cuanto esté en nuestra mano para contribuir a que, cuando menos, el aspecto policial del asunto se resuelva lo antes posible. Les ruego que no se sientan ofendidos y hagan lo que el inspector jefe les ha pedido».
Joe Linder se excusó y le preguntó al inspector jefe Ohayon si le permitía cancelar una cita que tenía para comer, a la que ya no podría acudir, pero en todo caso tendría que comunicarlo, «a no ser que nadie pueda salir de la habitación hasta que se hayan confirmado todas las coartadas, como en las novelas de Agatha Christie».
Aquella broma no arrancó ninguna sonrisa. Michael acompañó a Linder a la cocina, donde estaba sentado un policía uniformado, a quien indicó con un gesto que dejara telefonear al doctor. Después se marchó de la habitación y se quedó a la espera cerca de la puerta, desde donde escuchó a Joe Linder diciendo en tono íntimo a alguien llamado Yoav que no podría acudir a la cita que habían concertado.
—No, no tengo una reunión del Comité —dijo Joe por teléfono—. Han encontrado a Eva Neidorf muerta en el Instituto —no mencionó la pistola. Ni tampoco el asesinato.
Se oyó un crujir de papeles cuando los miembros del Comité de Formación entregaron el escrito requerido por Ohayon. Uno tras otro fueron saliendo del Instituto. El último en irse fue Ernst Hildesheimer, que, sin saberlo, se había ganado un nuevo admirador aquella mañana.