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Ernst Hildesheimer salió de la habitación y cerró la puerta tras de sí. Sentado en una silla entre el cuarto pequeño y la cocina, Gold esperaba ansiosamente su veredicto. El anciano estaba muy pálido, tenía los labios fruncidos y en sus ojos había una expresión que Gold no identificaría hasta más tarde como miedo. El rostro de Hildesheimer reflejaba una ira cuyo motivo Gold no acertaba a comprender.

Con un hilo de voz, le preguntó a Gold si había tomado alguna medida además de llamarlo a él. Gold lo miró aturdido y dijo que todavía no había pedido una ambulancia. Y Hildesheimer, sin dar muestras de sorpresa, masculló que comprendía que Gold prefiriese dejarle a él los tratos con la policía.

Con paso largo, el anciano se encaminó a la cocina y Gold lo siguió, sintiendo cómo se estrechaba el nudo que tenía en el estómago; y en la cocina, mientras observaba los nudillos del anciano, que se tiñeron de azul cuando se aferró al borde de la mesa, oyó por vez primera hablar de la pistola.

Más adelante sería incapaz de recordar toda la conversación, tan sólo guardaba en la memoria retazos de frases y palabras inconexas. Recordaba que la palabra «pistola» se había repetido varias veces, la voz de Hildesheimer diciendo «quizá» y también la palabra «accidente». Los fragmentos de información que penetraron en su conciencia mientras contemplaba al anciano en la cocina del Instituto arrojaron una luz tan espeluznante sobre la situación que, de pronto, se puso de pie, con la respiración entrecortada y sin ver nada más que círculos negros. Tenía la vista nublada y sentía que la sangre se le estaba subiendo a la cabeza; empezó a notar palpitaciones rítmicas en las sienes y supo que durante la hora siguiente no sería capaz de hacer nada porque estaba a punto de sucumbir a lo que después llamaría «la peor migraña de mi vida».

En su juventud, Gold había sufrido frecuentes migrañas. Hasta que comenzó a psicoanalizarse con Neidorf, no había logrado identificar el síndrome recurrente que las provocaba. Con Neidorf se había planteado la hipótesis de que las migrañas eran consecuencia de la ira no expresada. (Como si la tuviera a su lado, muy cerca, Gold oyó su suave voz diciendo «la ira que no ha expresado» y recordó haberle preguntado si se refería a la ira reprimida, y cómo, tras una breve pausa, ella le hizo notar delicadamente que habían acordado no emplear la terminología profesional con respecto a su propio caso; y, después, añadió que no, que no era eso a lo que se refería, sino a la ira para la que no había encontrado una vía de expresión). Gold fue consciente de que, además de horror, sentía ira, quizá una ira semejante a la que reflejaba el pálido semblante del viejo Hildesheimer. Pero tendría que pasar algún tiempo para que comprendiera que en aquel momento había sido presa de una rabieta infantil. La mañana se había echado a perder, el Instituto ya no era el de siempre. De momento el hecho de que Neidorf hubiera fallecido le resultaba tan irreal como para ser completamente irrelevante. Cerró los ojos, los abrió y se inclinó sobre el armarito de las medicinas que colgaba de la pared encima de la mesa de la cocina (tiritas, aspirinas, yodo, Panadol, «parece el botiquín de primeros auxilios de una guardería; sólo faltan los supositorios», comentaba secamente Joe Linder siempre que necesitaba alguna pastilla). La mera idea de tragar agua le producía náuseas, por lo que se tomó las aspirinas en seco.

Hildesheimer estaba de pie junto a la ventana sin decir nada. Ya eran cerca de las diez y Gold pensó angustiado, aunque también con cierto deleite malicioso, que el edificio no tardaría en llenarse de personas conmocionadas y asustadas. No acababa de entender el asunto de la pistola y de la policía, pero como a Hildesheimer se le veía tan ausente y remoto no cabía pensar en aproximarse a él de ningún modo y, mucho menos, en pedirle explicaciones. Por tanto decidió esperar estoicamente a que las cosas se aclarasen por sí solas y, justo entonces, oyó al anciano diciéndole que encontrar así a la doctora Neidorf debía de haber sido una experiencia terrible para él. Lo sentía mucho, dijo el anciano, y Gold, agradeciéndole todas y cada una de sus palabras, se maravilló de la entereza que estaba demostrando. Pero es que el viejo nunca deja de sorprenderte de una manera u otra, pensó. Cuando no es por su valor, es por su inteligencia, o por lo bien que lleva los años, o por su atención a los detalles, por su modestia, por su sencillez.

Antes de conocer a Hildesheimer, Gold nunca había imaginado que un mito pudiera encarnarse. Ahora, su mera presencia le transmitía la confianza de que aún no se había derrumbado todo: si Hildesheimer era capaz de decir las palabras que había que decir, todavía quedaba algo en pie. No obstante, hubo de reconocer que a las palabras del anciano les había faltado la cordialidad y el apoyo emocional que siempre acompañaban a sus reacciones; el autodominio que los había sustituido sobrecogió a Gold y le impidió expresar sin tapujos su desazón; era imposible, por ejemplo, hacer conjeturas en voz alta sobre la pistola. Decidió continuar a la espera.

Y cuando acababa de tomar la decisión de continuar esperando en silencio, estalló el alboroto, un alboroto cuyos ecos retumbarían en la cabeza de Gold siempre que se aproximara al Instituto después de aquel día.

El médico, que llegó en una ambulancia Estrella Roja de David acompañado por dos auxiliares de enfermería, llamó a la puerta, que estaba cerrada con llave, y Hildesheimer, con una agilidad asombrosa en un hombre de su edad, se puso en pie de un salto para ir a abrirla; a partir de ese momento ya nadie volvería a llamar a la puerta ni a tocar el timbre. La puerta, que siempre había estado cerrada contra el mundo, la puerta que salvaguardaba el lugar que, en su fuero interno, Gold consideraba el mejor protegido del mundo, se quedó abierta toda la mañana y a través de ella se colaron muchas cosas que estaban fuera de lugar, cosas que hasta entonces habían pertenecido, como mucho, al mundo de los miedos y fantasías de los pacientes. Ahora se habían hecho realidad y ya nada estaba en su sitio.

A Gold le resultaba difícil seguir el ritmo de los acontecimientos. Moviéndose entre los grupitos de personas arracimadas en diferentes rincones, trataba de recoger fragmentos de información; pero no comprendía quién era quién, ni cuál era la función de las diversas personas que, corriendo de acá para allá, se estaban adueñando del lugar hasta el punto de que, al cabo de unos minutos, parecía que lo hubieran hecho suyo por completo. Ya nada pertenecía a los miembros del Instituto; el teléfono, las mesas, las sillas, y hasta las tazas de café, les habían sido confiscados.

Cuando aquella noche Gold intentó reconstruir los hechos ocurridos por la mañana en la secuencia correcta, recordó que, justo después del médico, había llegado un policía, cuyo rango le pasó inadvertido. Recordaba que el policía había entrado en el cuarto pequeño detrás del médico y de Hildesheimer, y también la rapidez con la que salió de allí para dirigirse corriendo, no hacia el teléfono, sino hacia fuera. Gold, que lo siguió hasta el porche delantero, oyó unas voces procedentes del coche patrulla, donde el policía se había agazapado con una radio en la mano. Y en la calle, todavía desierta, flotaron en el aire expresiones extrañas, desconocidas: «un P. A.», «departamento de Identificación Criminal», «lugar de los hechos» y otras expresiones no menos extravagantes.

El policía se quedó junto al coche; el silencio seguía reinando en la calle y Gold oía las voces que salían de la radio. La luz azul que brillaba sobre el coche le pareció absurda e incongruente. No quería volver a entrar en el edificio, donde el médico, los dos auxiliares y Hildesheimer, que, según Gold recordó de repente, también era médico, seguían ocupados y él se sentía amenazado y superfluo. Al fin y al cabo, se dijo a sí mismo, faltaban unos minutos para que comenzara a llegar la gente y, entretanto, podía quedarse en el porche, contemplando el jardín y fingiendo que no había pasado nada, podía observar la pista de tenis vacía anexa al Club de Inmigrantes, empaparse del sol de marzo y aspirar el aroma de la madreselva, cuyo dulzor, sin relación alguna con los acontecimientos de aquella mañana, le hizo recordar la colonia alemana, lo que le llevó a pensar en Neidorf, y con este último recuerdo la agradable calidez del sol se desvaneció y transformose en algo fastidiosamente brillante y desapacible. Entonces llegó otro coche, un Renault con matrícula de la policía, y un hombre alto descendió de él con movimientos lentos y deliberados, seguido de otro de menor estatura y pelo rizado y rojizo. El policía uniformado se alejó del coche patrulla y Gold le oyó decir: «No sabía que estabas de servicio hoy», y vio cómo el hombre alto le respondía algo que no alcanzó a escuchar. Después el pelirrojo dijo en voz alta: «Eso te pasa por quedarte junto al Control buscándote problemas», y, como el hombro del policía alto quedaba casi fuera de su alcance, le dio una palmadita en el brazo. Los tres se encaminaron hacia la verja y Gold, sin saber por qué, se escabulló hacia el interior del edificio, dejando la puerta abierta de par en par. Tomó asiento en una de las sillas que seguían dispuestas en filas y se quedó observando a los policías. Advirtió que el alto, que entró pisándole los talones al policía de uniforme, iba vestido con unos vaqueros y una camisa de cuadros de distintos tonos azules. Sin pensar en lo que estaba haciendo, Gold se fijaba en todos los detalles, por pequeños que fuesen. Notó que, a pesar del aspecto juvenil que el policía alto transmitía desde lejos, de cerca daba la impresión de haber pasado de los cuarenta.

Aunque no había cruzado ni una palabra con él, a Gold le molestó la despreocupación y la calma con que movía su cuerpo juvenil y, sobre todo, le inspiraron hostilidad sus ojos oscuros y penetrantes, situados sobre unos pómulos marcados y bajo unas cejas largas y espesas. Los ojos del agente le llamaron la atención por primera vez cuando le preguntó si había sido él quien había notificado el hecho a la policía.

Sintiéndose de pronto bajito, rechoncho y fútil, Gold sacudió la cabeza y señaló hacia el cuarto pequeño, donde el trío entró después de que el agente uniformado le susurrase algo al alto, quien, dando media vuelta, le pidió a Gold que se quedara allí esperando. Después desapareció en el interior del cuarto y el pelirrojo lo siguió de cerca.

Poco después, un batallón de gente comenzó a llegar en oleadas al edificio y Gold se sintió perdido en el tumulto. Una muchacha cargada de correajes, de los que colgaban diversas fundas de aparatos, pasó deprisa y con aplomo ante él, acompañada por dos hombres; el detective alto, al oír el ruido, salió del cuarto pequeño y anunció a través de la puerta abierta que el laboratorio móvil había llegado. Y el fotógrafo también, añadió.

A continuación llegaron otras cinco personas, a quienes, como comprobó Gold con gran alivio, conocía bien; era la gente de Haifa, los primeros en llegar a la conferencia de Eva Neidorf. Como siempre, los que vienen desde más lejos llegan antes, pensó Gold mientras los más jóvenes del grupo lo acosaban con preguntas sobre los coches de policía aparcados ante el edificio y pretendían informarse de si había habido un robo en el Instituto.

Viendo junto a los jóvenes a la casi septuagenaria Litzie Sternfeld, cuya expresión reflejaba estupor, Gold se sintió incapaz de responder y llamó a la puerta del cuarto pequeño para pedirle a Hildesheimer que saliera a hablar con los recién llegados. Hildesheimer salió precipitadamente y se llevó a Litzie a la cocina, y poco después se oyeron exclamaciones de consternación en alemán, y suaves susurros masculinos, también en alemán, y ásperos sollozos guturales, presumiblemente femeninos. Los otros cuatro miembros de Haifa se volvieron hacia Gold con una expresión de alarma en el rostro; habría sido imposible posponer más las explicaciones si en aquel momento no hubieran llegado otras tres personas. Gold no recordaba muy bien en qué orden preciso…, pero para entonces ya sabía que eran policías, pese a que fueran vestidos de paisano, y también dedujo que eran de mayor rango que los llegados hasta entonces; sin necesidad de que le preguntaran nada, Gold señaló la puerta del cuarto pequeño, mientras cavilaba sobre si cabrían todos allí. Los tres hombres eran, según supo más tarde cuando oyó cómo se los presentaban a Hildesheimer, el comisario jefe del subdistrito de Jerusalén (el que era gordo y bajo), el comisario jefe del distrito meridional (el que parecía bastante mayor) y el portavoz del subdistrito de Jerusalén (el joven rubio y con bigote).

Después llegó otro hombre, que se presentó a Gold diciendo que pertenecía al Servicio de Inteligencia y a continuación le preguntó: «¿Dónde está todo el mundo?», y se dirigió a toda prisa hacia el cuarto pequeño, del que en ese momento salía el pelirrojo para comunicar que se rogaba a todos los presentes que permanecieran fuera, en el porche, o, cuando menos, que tomaran asiento en el salón de actos; y, a continuación, procedió a indicar a los miembros del Instituto, que ya iban llegando en oleadas y estaban apelotonados junto a la puerta, que se quedaran en el porche.

Todos los que iban llegando querían saber qué estaban haciendo ahí fuera los coches de policía y a qué venía todo aquel jaleo. El pelirrojo, de quien el portavoz diría más tarde que era el «agente de turno», se volvió hacia otro policía recién llegado, a quien se dirigió llamándolo «señor», y, después de cruzar algunas palabras con él, asomó la cabeza por la puerta para anunciar que había llegado el agente de investigaciones interdepartamentales; hecho lo cual, se quedó fuera un momento. Para entonces, Gold estaba mareado con tantos cargos, jerarquías e iniciales, por lo que dejó de prestar atención al personal policial que seguía apareciendo en un reguero continuo.

Joe Linder, que había llegado mientras tanto, señaló que tal vez los ladrones por fin se habían colado en el Instituto para llevarse todos los sillones y que, a partir de entonces, allí se formaría una nueva generación de analistas que desconocerían lo que era el dolor de espalda. Durante un instante Gold deseó que le hubiera tocado en suerte a Linder encontrar a Neidorf. ¡Qué no habría dado por ver cómo se quedaba sin habla por una vez en la vida!

Pero nadie más estaba de humor para bromas; quienes entraban en la cocina en seguida salían despedidos de ella, y todos se miraban unos a otros inquisitivamente. Gracias a Dios, a nadie se le había ocurrido pedirle una explicación a Gold, que hacía todo lo posible por ver sin ser visto.

El médico salió del cuarto pequeño seguido por los dos auxiliares. Se marcharon del edificio sin pronunciar una palabra, y detrás de ellos salió el detective alto; le susurró algo al agente de turno, el pelirrojo, que también se marchó afuera, aunque regresó al cabo de unos minutos, abrió la puerta del cuarto pequeño y anunció: «El forense está en camino y los de Investigaciones Criminales también».

Algunas personas se habían quedado de pie y otras se habían sentado en las sillas colocadas por Gold cuando todavía reinaba la normalidad. En medio de la multitud, Gold divisó durante una fracción de segundo a los dos miembros del kibbutz del sur. Junto a ellos había dos hombres cargados con sendos maletines de cuero de los que, una vez abiertos, extrajeron unos aparatos de pequeño tamaño que, al mirarlos mejor, resultaron ser grabadoras. El estrépito estaba volviéndose insoportable y Gold decidió retirarse a la cocina (no se le ocurrió la idea de abandonar el edificio) para alejarse de aquel clamor.

Allí la situación no era mejor. Se inmiscuyó en la intimidad de los dos ancianos, que estaban sentados muy juntos. Litzie Sternfeld se enjugaba los ojos con un pañuelo de hombre primorosamente planchado, que por lo visto había salido del bolsillo de Hildesheimer, y éste le acariciaba la mano, algo que Gold nunca le había visto hacer hasta entonces, aunque, evidentemente, era lo apropiado para la ocasión. De pronto el policía alto entró en la cocina y le preguntó a Hildesheimer: «¿Qué es exactamente este sitio?», haciendo mucho hincapié en «exactamente». El anciano le dirigió una mirada cansada, que después se volvió vivaz, y le explicó, escogiendo cuidadosamente las palabras, que aquél era un sitio donde se practicaba el psicoanálisis. La respuesta dejó al policía con una expresión interrogante en el rostro y Gold dio por hecho que el término psicoanálisis no le resultaba familiar, pero, después, ante su sorpresa, el policía despegó los labios para preguntar: «¿Se refiere a las psicoterapias con diván y toda esa parafernalia?». El profesor asintió y el policía esbozó una sonrisa, aunque se apresuró a reprimirla mientras decía, casi excusándose, que no sabía que esas cosas siguieran practicándose ni que existiera un instituto específicamente dedicado a ellas. Sin duda, se había dado cuenta de que al anciano no le divertían las bromas sobre ese tema, ni siquiera en la mejor de las circunstancias. En efecto, tan pronto como oyó el tono de disculpa del policía, Hildesheimer procedió a explicarle con su pronunciado acento alemán que en el Instituto se formaba a analistas para que trataran a sus pacientes aplicando ese método, y comenzó a ampliar el tema de qué era lo que se hacía «exactamente» en «aquel sitio».

En un principio, el rostro del policía reflejaba desconcierto, pero a medida que el anciano iba hablando esa expresión se trocó por otra de gran atención y parecía que estaba escuchando como si realmente le interesara. A Gold no le pasó inadvertido el asombro que le causaba la reacción del policía.

Se sintió un tanto avergonzado por aquel prejuicio, pero sus reflexiones sobre la necesidad de mejorar sus actitudes fueron interrumpidas por el potente sonido de una voz que llegó desde fuera. Se asomó por la puerta de la cocina y vio que el tipo rubio con bigote, que se había presentado como el portavoz del subdistrito de Jerusalén y había insistido en que todo el mundo permaneciera fuera, había vuelto a entrar después de pasar unos minutos en el porche hablando con los miembros del Instituto allí congregados. Agarrando a los dos hombres provistos de grabadoras por el brazo, les increpó:

—Al decir que todo el mundo saliera del edificio, me refería a todo el mundo…, periodistas incluidos. Hagan el favor de esperar ahí fuera.

Horrorizado por el descubrimiento de que aquellos hombres eran periodistas, Gold decidió que era necesario notificárselo a Hildesheimer de inmediato. Pero antes de que pudiera hacer nada se inició un éxodo general desde el salón de actos; algunos de los presentes exigían a voces y con agresividad que se les explicara qué había ocurrido. El rumor de que alguien había muerto empezó a propagarse y en muchos semblantes apareció una expresión de alarma y de consternación. La gente se apiñó de dos en dos y de tres en tres en el porche, pero nadie se marchó.

Por el rabillo del ojo, Gold vio a los dos altos mandos, el comisario jefe del distrito y el comisario jefe de Jerusalén, saliendo del cuarto pequeño para dirigirse a la cocina, aparentemente en busca del policía alto, que seguía allí dentro con Hildesheimer. Gold se acercó a la cocina sin que nadie lo detuviera y se quedó junto a la puerta para oír la conversación. El policía alto expuso al jefe de la policía de Jerusalén lo que denominó el «problema de la publicidad». El problema era, según acababa de explicarle el doctor Hildesheimer, que, de momento, era necesario impedir a la prensa que publicara la noticia, dado que la difunta (Gold no soportaba aquel término) tenía pacientes en tratamiento a quienes habría de notificárseles la nueva con tacto. Habló con una expresión seria en el semblante.

El comisario jefe de Jerusalén expresó sus dudas sobre la posibilidad de prohibir que se diera cobertura periodística a lo que llamó el «suceso» y sugirió calmar a los chicos de la prensa con «alguna golosina». Hildesheimer lo interrumpió e inquirió con ira reprimida cómo se las habían arreglado los periodistas para llegar allí tan deprisa.

El policía alto le explicó pacientemente que era una cuestión de frecuencias de radio: las radios de los periodistas de sucesos tenían la misma frecuencia que las emisiones de la policía. Explicación que dejó a Hildesheimer con un rictus sombrío en la boca. Se volvió hacia Litzie, que había dejado de llorar, y se encogió de hombros con impotencia. Fue entonces, según recordaba Gold, cuando oyó que el jefe de la policía de Jerusalén le decía al policía alto:

—Vamos, Ohayon; tenemos que aclarar algunos asuntos.

Los tres, Ohayon y sus superiores, se dirigieron a una de las habitaciones, seguidos en solemne cortejo por todos los guardianes del orden que había en el edificio; más tarde, Gold recordaría esa escena como el único episodio cómico del día. Gracias a uno de los periodistas, que, después de colarse otra vez en el edificio, se apostó junto a la puerta de la habitación y comenzó a hablar en voz alta para grabar lo que iba ocurriendo, Gold identificó a todos los personajes, enterándose de sus cargos y graduaciones.

El periodista, un enérgico individuo de baja estatura, informó a la grabadora de que el inspector jefe Michael Ohayon, subdirector del Departamento de Investigación del subdistrito de Jerusalén, había entrado en la habitación, seguido del comisario jefe del distrito meridional, el comisario jefe del subdistrito de Jerusalén y el portavoz del subdistrito de Jerusalén. El portavoz dirigió al periodista una mirada asesina, que le hizo callar durante un momento, aunque siguió hablándole a la grabadora en cuanto aquél hubo entrado en la habitación. Informó al pequeño aparato de que el agente de turno acababa de entrar en la sala, acompañado del personal del laboratorio móvil. Mencionó el nombre de una mujer cuyo cargo Gold no retuvo, así como los nombres del agente de Inteligencia, del agente de investigaciones interdepartamentales, del jefe de la Unidad de Grandes Delitos y del director del Departamento de Investigación de Jerusalén.

Cuando el cortejo salió de la habitación, el último en aparecer fue Michael Ohayon, que iba embebido en una conversación con su superior directo, el jefe del Departamento de Investigación de Jerusalén. Gold sólo logró captar retazos de la conversación, como, una frase que dijo Ohayon: «De acuerdo, esperaremos hasta que el laboratorio y el forense hayan terminado y, entonces, quizá sabremos algo más», y tres palabras de la breve respuesta de su jefe: «tu encanto personal…», pronunciadas en un tono bastante jocoso.

Después salieron fuera del radio de audición de Gold. Ohayon y los jefes del distrito y del subdistrito se dirigieron a la puerta, donde estalló un alboroto. Gold vio cómo los rodeaba una turbamulta de gente indignada exigiéndoles información a voz en cuello. Oyó al comisario del distrito alzando la voz para decir casi a gritos: «Señores, señores. Cálmense, por favor». Y después: «Éste es el inspector jefe Ohayon. Es el oficial que está a cargo de la investigación y responderá a todas sus preguntas a su debido tiempo». Y diciendo esto, se apresuró a salir de escena, dejando tras de sí una multitud impaciente.

Se hizo un silencio cargado de tensión que, a todas luces, no iba a durar más de unos segundos. Como si lo hubiera intuido, Ohayon se volvió hacia el profesor Hildesheimer, que estaba detrás de él, y le pidió que explicara a sus colegas lo que había sucedido. Le rogó que no entrara en detalles y se limitara a exponer los hechos esenciales. Gold observó a la gente entrando en el edificio y ocupando las sillas que había colocado horas antes. No se oía una sola palabra. Hildesheimer esperaba pacientemente junto a la mesita que debía haber ocupado la conferenciante.

Gold no pudo escuchar la explicación de Hildesheimer porque el inspector jefe escogió aquel momento para abordarlo y preguntarle con mucha cortesía si podía hablar con él durante unos minutos en alguna de las habitaciones; y, sin esperar a que le respondiera, abrió la puerta del «despacho de Fruma».

Además del diván y del asiento del analista situado detrás de él, en el cuarto había dos butacas, que si bien solían estar en un rincón, ahora estaban colocadas formando un ángulo de cuarenta y cinco grados. Esa disposición particular era la que siempre se utilizaba en la entrevista preliminar entre un paciente y su analista, la entrevista previa al inicio del tratamiento, y con ella se pretendía que, si así lo deseaba, el paciente no tuviera que mirar directamente al terapeuta. El analista siempre se sentaba en la butaca más cercana a la puerta. Y eso también tenía su razón de ser. Ahora, Ohayon tomó asiento en esa butaca, indicando a Gold que ocupara la otra. A Gold no se le ocurrió ninguna forma de manifestar una protesta. Ni siquiera habría sabido decir contra qué quería protestar exactamente; pero sí tenía plena consciencia de la formidable rabia que iba acumulándose en su interior contra aquel intruso displicente y relajado que, a sus ojos, había comenzado a representar la transgresión de todas las normas.

Al principio se produjo un silencio entre ambos durante el cual Gold se fue poniendo más y más tenso, sabiendo a ciencia cierta que el policía cada vez estaba más relajado. De pronto, el rostro de Ohayon le pareció tan feroz como el de una pantera, pero, en ese mismo instante, la voz queda y educada del inspector jefe irrumpió en sus pensamientos, refutando sus miedos y demostrando lo que en realidad eran: una proyección, así lo habrían expresado él y sus colegas; la proyección de su propia ansiedad sobre la persona que tenía enfrente. Una voz agradable y reposada le pidió que relatara los sucesos de aquella mañana con el mayor detalle y la mayor precisión posibles.

Gold tenía la garganta reseca y acartonada, mas como en aquel momento era impensable salir de la habitación a por algo de beber, carraspeó y trató de comenzar a hablar. Hubo de empezar la frase repetidas veces antes de pronunciar un sonido inteligible. Todavía le palpitaban las sienes debido a los restos de la migraña, que amenazaba con recrudecerse en cualquier momento. Ohayon dio muestras de una paciencia enorme. Recostado en la butaca, lo escuchó atentamente, con las piernas estiradas y los brazos cruzados; no abrió la boca hasta que fue evidente que Gold no tenía nada más que añadir. Entonces preguntó:

—Y cuando llegó aquí esta mañana, ¿no vio a nadie en los alrededores?

Gold revivió la imagen de la calle desierta y el gato negro, y negó con la cabeza.

Ohayon le preguntó si había visto algún coche. Gold le explicó que, como el Instituto estaba en lo alto de una cuesta, un vistazo bastaba para divisar toda la calle, y que no había habido ningún coche en las inmediaciones. No tuvo problemas para aparcar, comentó secamente. Y, entonces, el inspector jefe inició una lenta y enervante reconstrucción de los hechos de la mañana, que se prolongó durante más de una hora.

Después Gold le hablaría a Hildesheimer de la humillación de haberse sentido como un sospechoso, obligado a demostrar que estaba diciendo la verdad; de las trampas que le tendió el inspector en un intento de sorprenderle en una contradicción; de las innumerables veces que le había pedido que explicara por qué se ofreció a preparar el edificio antes de la conferencia, que describiera todos y cada uno de sus movimientos desde que se levantó por la mañana, así como los de la noche de la víspera, que dijera dónde había adquirido sus conocimientos sobre armas de fuego (en su unidad de la reserva del ejército).

—Y todo lo imaginable —se quejó Gold aquella noche a su mujer—. No hubo nada sobre lo que no me interrogara; siguió insistiendo e insistiendo hasta que al final ni yo mismo estaba seguro de lo que era verdad y de lo que no lo era. Cuando terminó de darme el repaso, no quedó ni un minuto de la mañana sin examinar: que si había visto alguna huella, que si yo había dejado alguna huella, que si había visto un revólver, ¡que si había disparado un revólver!… Y, después de todo, ¡me quedé con la sensación de que no me creía!

Sólo cuando Ohayon le preguntó qué coche tenía la doctora Neidorf y Gold le describió minuciosamente su Peugeot blanco, el modelo, el año de fabricación, todo, sólo entonces comenzó a sentir que el interrogatorio cambiaba de rumbo.

—Hacia el final empezó a fastidiarme un poco menos —murmuró tumbado en la cama, escuchando la lluvia. Mina ya estaba profundamente dormida.

En su opinión, le preguntó el policía, ¿cómo habría llegado al Instituto la doctora Neidorf y dónde habría aparcado su coche?

No tenía ni idea. Quizá la hubiera traído alguien, dijo Gold, e inmediatamente se arrepintió, sin saber por qué. Se apresuró a añadir que quizá habría venido en taxi o andando. Neidorf vivía en la calle de Lloyd George, en la colonia alemana, a quince minutos a pie desde el Instituto. Le encantaba tomar un atajo que bordeaba el antiguo hospital de leprosos y después pasaba ante el teatro Jerusalén.

En ese punto comenzó a explicar que Neidorf había estado una temporada en Chicago y había regresado el día anterior, y después de especular sobre la posibilidad de que le hubiera dejado el coche a su hijo sospechó que estaba hablando demasiado y se quedó callado.

Entonces Ohayon le preguntó si podía contarle algo sobre la personalidad de Neidorf, e hizo hincapié en que debía decirle cualquier cosa que se le pasara por la cabeza; todo tenía importancia. Gold no daba crédito a sus oídos. La expresión «cualquier cosa que se le pase por la cabeza» era una de las frases clave utilizadas por los psicoterapeutas en el proceso analítico. Lanzó una mirada recelosa al rostro de Ohayon, intentando verificar si estaba burlándose de él o parodiándolo, pero no descubrió ninguna señal de ese tipo.

Gold sugirió que le hiciera esa pregunta al doctor Hildesheimer. En un principio planteó la sugerencia con agresividad, pero al ver que Ohayon no reaccionaba ante la agresión, pasó a explicarle que Hildesheimer conocía muy bien a la doctora Neidorf; de hecho, la conocía mejor que nadie. Entonces Ohayon sonrió por primera vez, una sonrisa indulgente, y dijo que ciertamente también se lo preguntaría al doctor Hildesheimer.

Gold comenzó a cavilar sobre lo que el policía sabría de él y sobre cuáles habrían sido sus fuentes de información. Recordaba que Ohayon se había encerrado en el cuarto pequeño con Hildesheimer; el viejo seguramente le habría facilitado su nombre y le habría informado acerca del carácter de la relación profesional que Gold mantenía con Neidorf, y también le habría revelado que había sido él quien había descubierto el cadáver. Ohayon guardaba silencio, pero era evidente que iba a insistir en que le hablara de Neidorf. No tenía sentido discutir.

Gold comenzó refiriéndose a la categoría profesional de la doctora. Hablando en presente, dijo que era una analista veterana, miembro del Comité de Formación del Instituto, una profesora con mucha experiencia y también…, y ahí hizo una breve pausa, y después decidió no molestarse en dar explicaciones; y lo que era más importante, una analista instructora.

Ohayon lo detuvo con un gesto y le pidió que le explicara qué significaba esa expresión.

Un analista instructor era el que estaba capacitado para tratar a quienes aspiraban a pertenecer a un instituto psicoanalítico, dijo Gold, y agregó con cierto orgullo que no había más que unos cuantos en el mundo entero, y que en Israel se contaban con los dedos de una mano.

¿Cómo se llegaba a ser analista instructor?, inquirió Ohayon, ¿y por qué era necesario recibir ese tipo de instrucción? Le quedaría muy agradecido si se lo explicaba todo pausadamente, añadió en tono de disculpa, ya que no estaba familiarizado con esa terminología.

Entonces, por primera vez desde el descubrimiento del cadáver de Neidorf, Gold se sintió relajado, hasta cierto punto al menos, y se lanzó a dar una explicación exhaustiva. La formación de los aspirantes a ingresar en el Instituto incluía el requisito de someterse a un análisis. A los candidatos no se les permitía comenzar a tratar pacientes si ellos mismos no estaban analizándose: Gold había dado con la fórmula que parecía resumir la cuestión.

Michael Ohayon, que, sin apartar la vista de Gold, estaba jugueteando con una caja de cerillas que había sacado de su bolsillo, preguntó cuánto duraba ese proceso, una pregunta que hizo sonreír a Gold. Respondió que eso dependía. A veces cuatro años, a veces cinco o seis, a veces siete.

—¿Y cuánto dura el período de formación en el Instituto? —preguntó el policía.

Volviendo a sonreír ante aquella pregunta, Gold dijo que, con un gran esfuerzo, era posible completar la formación en siete años. En ese punto dirigió la mirada hacia Ohayon y le preguntó vacilante si no sería adecuado que tomara notas, dada la complejidad del tema.

El inspector jefe respondió que, de momento, no estimaba necesario tomar notas. Sintiéndose humillado, Gold enmudeció y se quedó a la espera.

La puerta se abrió, el fotógrafo entró y dijo que, en su opinión, ya había concluido su labor y preguntó si hacía falta que se quedara.

—Sólo hasta que se la lleven —respondió Ohayon, y Gold sintió un escalofrío.

Después una voz de mujer dijo desde el umbral:

—Michael, ya he terminado. ¿Quieres algo más? —Ohayon giró la cabeza y Gold también dirigió la vista hacia el semblante franco y de mejillas sonrosadas que no conseguía asociar a la profesión elegida por la dueña del rostro. Cuando Ohayon respondió con una negativa, la mujer añadió—. Por lo que a nosotros se refiere, la habitación queda a tu disposición. Le he pedido a Lerner que se ocupe de que no entre nadie. Si necesitas algo más, ya sabes dónde voy a estar. —Ohayon se levantó y se dirigió a ella, la agarró del brazo y se la llevó fuera. Gold oyó su voz vivaracha y jovial diciendo—: El forense también se quiere marchar.

A continuación la puerta se cerró. Un momento después se abrió de nuevo y el inspector jefe volvió a sentarse frente a Gold, en ángulo de cuarenta y cinco grados.

La reacción que Gold solía observar ante el tipo de información que acababa de facilitarle a Ohayon era casi invariablemente una mezcla de asombro, incredulidad y regocijo. Cuando hablaba sobre la duración y el carácter de la formación impartida en el Instituto a algún «extraño», como él los llamaba, primero venían las preguntas y después las bromas, tan predecibles unas como las otras: «¡Hay que estar loco para hacer algo así!». «Quien esté dispuesto a pasar por eso, realmente necesita psicoanalizarse». Los peores eran sus amigos médicos, sobre todo los que se habían especializado en psiquiatría sin elegir la vertiente psicoanalítica. Gold estaba acostumbrado a oír comentarios como: «Y eso después de pasar tantos años estudiando medicina y especializándote; hay que estar loco. Fíjate en mí… Ya soy director del departamento de Psiquiatría». Ése era el estilo de las respuestas a las que se había acostumbrado. Sus padres, por ejemplo, nunca habían llegado a comprender bien en qué consistía realmente su trabajo.

Pero Ohayon no reaccionó como los demás. No hizo un solo comentario sarcástico ni una sola broma, ni expresó el menor asombro…, sólo interés puro y llano. Estaba tratando de familiarizarse con el tema y comprenderlo, ni más ni menos.

Sin embargo, por alguna razón misteriosa, el policía conseguía que Gold se sintiera inseguro. Con la actitud de un estudiante aplicado, le pidió a Gold que continuara describiendo el proceso de aprendizaje y le recordó que la pregunta era: ¿Cómo se llegaba a ser analista instructor?

Sobreponiéndose una vez más a sus aprensiones, Gold se atrevió a preguntarle por qué le interesaba tanto esa cuestión si, al fin y al cabo, no tenía nada que ver con el asunto.

Por toda respuesta, Ohayon expresó sus expectativas con la paciencia de alguien que sabe que acabará por conseguir lo que quiere y, una vez más, Gold comprendió que había hablado más de la cuenta; era el mismo tipo de tensión y de inseguridad que en algunas ocasiones sentía en presencia de Hildesheimer.

—Bueno —dijo, vacilante—, en principio, el Instituto acepta como candidatos a los psiquiatras y psicólogos clínicos que tengan algunos años de experiencia —y añadió en seguida—: pero tampoco es que acepte a todos.

—¿Cuántos son aceptados? —fue la siguiente pregunta de Ohayon, que, sin retirar la mirada del rostro de Gold ni un instante, no paraba de juguetear con la caja de cerillas. Gold respondió que, como máximo, quince cada curso—. Cada curso; ¿los cursos son anuales? —preguntó Ohayon, y a continuación vació la caja de cerillas sobre la mesa que estaba entre ellos. Sacó del bolsillo de su camisa un despachurrado paquete de tabaco y encendió un cigarrillo. Utilizó la caja de cerillas a modo de cenicero.

No, no eran anuales. Los cursos duraban dos años, respondió Gold mientras rechazaba el maltrecho cigarrillo que le ofrecían. No había fumado nunca, explicó; en sus treinta y cinco años de vida jamás había tocado un cigarrillo.

El inspector jefe le indicó con un gesto de la mano que prosiguiera y Gold trató de retomar el hilo de su explicación. A través de la puerta llegaba el sonido de voces amortiguadas. Se sentía cansado, muy cansado, y le habría gustado estar al otro lado de la puerta, en compañía de quienes habían llegado al Instituto un par de horas más tarde que él.

¿Cómo se seleccionaba a los aspirantes?, insistió el inspector jefe, y recibió una detallada explicación sobre las cartas de recomendación que habían de presentar todos los candidatos y sobre las tres entrevistas a las que debían someterse. Entrevistas largas y agotadoras, de las que el entrevistado salía con retortijón de tripas. Posteriormente, el Comité de Formación convocaba a los candidatos y los seleccionaba en función de la impresión que hubieran producido a sus entrevistadores. La siguiente pregunta caía por su propio peso.

—¿Quiénes son los entrevistadores? —preguntó Ohayon, como si ya supiera la respuesta.

—Los entrevistadores son los analistas veteranos y los analistas instructores.

—Lo que nos lleva de nuevo —Ohayon sonrió— a la pregunta inicial: ¿Cómo se llega a ser analista instructor?

A Gold le vino a la memoria el comentario que le había hecho hacía un par de años otro paciente de Neidorf con el que estaba intercambiando impresiones. «Es como un bull-dog», había dicho el candidato. «Se aferra a algo que has dicho y no lo suelta hasta que llega al meollo». La perseverancia de algunas personas, pensó Gold, es agotadora, e incluso pensar en su perseverancia es agotador. El policía que tenía enfrente lo estaba dejando exhausto. Estaba claro que nunca olvidaría ni pasaría por alto ninguna pregunta. Lo único que no estaba claro era por qué Gold sentía tal resistencia y renuencia a contestar.

Dijo que, después de un número de años no especificado, el Comité de Formación del Instituto decidía quién podía convertirse en analista instructor.

—Ah —el inspector jefe exhaló un suspiro de comprensión y, quizá también, de leve desengaño—. Es simplemente una cuestión de veteranía.

Gold explicó que no era exactamente así. Aunque a un observador que viera las cosas desde fuera le pudiera parecer que se trataba de una decisión arbitraria, de una simple cuestión de procedimiento, la realidad era otra. El Comité elegía a las personas que le parecían adecuadas. Por una mayoría de dos tercios, agregó para demostrar que se trataba de un asunto serio.

¿Y quiénes eran los miembros de ese comité que tomaba tantas decisiones importantes?, preguntó Ohayon. Le gustaría formarse una idea sobre las jerarquías internas.

El Comité de Formación estaba compuesto por diez personas, elegidas entre los analistas cualificados a través de una votación secreta. No, los candidatos no participaban en la votación, desde luego, ni tampoco en ninguna otra votación. Sí, el actual presidente del Comité de Formación era Hildesheimer. Desde hacía diez años. Siempre lo reelegían a él.

Ohayon preguntó si podían volver al tema de Neidorf.

Gold no quería volver al tema de Neidorf; quería marcharse del edificio, que parecía estar desierto. A pesar de todo respondió que Neidorf había sido su analista. Advirtió que había comenzado a hablar en pasado. Echó un vistazo a su reloj y vio que eran las doce.

Ohayon se vio obligado a repetir la pregunta. «¿Enemigos?», dijo Gold haciendo eco de la última palabra de la pregunta, como si no pudiera dar crédito a lo que oía. «Pero, ¿qué es esto? ¿La televisión?». No, claro que no; todo el mundo la admiraba. Habría quien le tendría envidia, como persona, como mujer, como profesional, pero «nadie le deseaba ningún mal, como dicen en las novelas de detectives».

Él ni siquiera se había dado cuenta de que le habían pegado un tiro. Y, desde luego, no había visto ninguna pistola. Pensó que había muerto de repente de un infarto de miocardio o algo semejante. Sí, claro que era médico, pero no había tenido la presencia de ánimo necesaria para tocarla. No, no había sentido miedo; aquello no tenía nada que ver con el miedo, sino con la relación que había entre ellos. ¡Neidorf era su analista! Las últimas palabras fueron pronunciadas casi en un grito y, después, Gold bajó la voz para decir, apenas susurrar, que para él Neidorf era una persona intocable.

El policía formuló la pregunta siguiente mientras encendía otro cigarrillo, sin retirar la vista de Gold, que, a su vez, había fijado la mirada en la caja de cerillas rebosante de ceniza y de colillas. Estuvo a punto de pegar un salto. ¡No, no había ni que pensar en el suicidio! ¡Y, para colmo, en el Instituto! Meneó la cabeza con furia mientras pronunciaba la palabra «no», que luego repitió: «No, no era ese tipo de persona». «No, ella nunca habría hecho algo así». «No, totalmente descartado». Caramba, continuó argumentando en contra de aquella hipótesis ultrajante, si tenía que pronunciar una conferencia esa misma mañana. ¿Una persona tan responsable como ella? Ni hablar.

Y a continuación se produjo la situación más irritante de todas, cuando Ohayon le pidió que acompañara al agente de turno (para entonces Gold sabía muy bien que era el pelirrojo) a la comisaría del barrio ruso para firmar una declaración. En un principio, Gold trató de sugerir que aplazaran el asunto hasta el día siguiente, pero Ohayon le explicó con cortesía y firmeza que el procedimiento así lo establecía y abrió la puerta que daba al vestíbulo, donde el pelirrojo estaba esperándolo. El agente sonrió a Gold e incluso le abrió la puerta principal para que pasara.

—¿Cuánto tiempo voy a tardar? —le preguntó Gold a Ohayon, que los estaba mirando.

—No mucho —dijo el pelirrojo, y lo condujo hasta el Renault del que Ohayon se había bajado horas antes.

La escena que Gold presenció antes de abandonar el edificio permanecería grabada en su memoria largo tiempo: en el salón de actos estaban sentados los miembros del Comité de Formación alrededor de la redonda mesa de juntas, que alguien había puesto de nuevo en su lugar, en el centro de la habitación. Las sillas plegables habían desaparecido. Hildesheimer, con una taza humeante en las manos, alzó la vista y le hizo una seña a Ohayon para que se uniera a las personas que aguardaban inquietas en torno a la mesa, preparándose para abordar un problema al que nunca se habían enfrentado antes. A Gold no le pareció que tuvieran demasiada entereza; de hecho, tuvo la impresión de que no estaban más enteras que él.

El sol seguía calentando la calle. Después de una semana de lluvias, el Instituto conservaba por fuera el mismo aspecto de siempre: la puerta verde que daba paso al amplio jardín, el porche redondo y elevado y, detrás del porche, el gran edificio de estilo árabe. Era imposible eludir el banal pensamiento de que aquello no había sido más que un mal sueño; quizá no había ocurrido en realidad, quizá no habían sido más que imaginaciones de Gold, una especie de delirio psicótico. Pero el coche en el que se montó era de lo más real, como el pelirrojo que se sentó al volante, y las personas que estaban junto a la verja enjugándose los ojos también eran reales. No había lugar a duda: Gold supo con absoluta certeza que el mundo nunca volvería a ser el mismo.