Tuvia Shai tomó asiento frente a Michael Ohayon y respondió a todas sus preguntas. Sus respuestas fueron concisas y directas, sus palabras claras y precisas. Describió con voz monótona las horas del viernes pasadas en compañía de Shaul Tirosh. En un principio, Michael centró su atención en el almuerzo. Tirosh había pedido una sopa de verduras y chuleta de ternera con patatas, le informó Tuvia Shai, parpadeando; él sólo había tomado un caldo. La calima le había hecho perder el apetito, explicó en respuesta a la pregunta de Michael. Recordaba que eran las doce y media cuando regresó con Tirosh a su despacho. Entró, dijo, respondiendo a otra pregunta, porque tenía que recoger una cosa.
Cuando Michael le preguntó qué era esa cosa que debía recoger, Shai no vaciló, ni protestó ni preguntó: «¿Qué más da?»; se limitó a replicar sin dilación: un examen que Tirosh había preparado para sus alumnos, «porque Shaul me había pedido que se lo entregara a Adina el domingo para que lo pasara a máquina». A la pregunta de si estaría dispuesto a someterse a una prueba poligráfica, respondió indiferente: «¿Por qué no?».
Mas pese a la concisión y la exactitud de las respuestas, la tensión de Michael iba en aumento a medida que el interrogatorio avanzaba. Tenía una sensación casi física de que Tuvia Shai no estaba con él. El profesor mantuvo todo el rato la misma postura: el cuerpo encorvado, las manos sobre la mesa; y no miró a Michael una sola vez. Tenía la vista clavada en un ventanuco situado detrás del policía, por encima de sus hombros, y pareció que escuchara otras voces, como si estuviera desarrollándose una conversación paralela. Michael tenía la impresión de estar sentado frente a una sombra, frente al cuerpo de un hombre que era un enigma. Cuando decía algo del estilo de «me han comentado que eran ustedes muy buenos amigos», Shai respondía con un evasivo gesto de asentimiento. E incluso cuando le dijo: «En ese caso, el asesinato le habrá afectado mucho, ¿no es así?», Tuvia Shai no movió más músculos que los necesarios para asentir mecánicamente.
Cuando Michael quiso saber si practicaba el submarinismo, Shai esbozó una sonrisa cansina y sacudió la cabeza. Nunca había buceado. Tras una hora entera de vanos intentos de sacar a Tuvia Shai de su reserva y apatía, Michael decidió probar una táctica de choque.
—¿Sabe que la muerte de Iddo Dudai no fue un trágico accidente? —dijo; encendió un cigarrillo y tomó nota de que también su voz comenzaba a sonar inanimada. Observó a Shai y advirtió que se le habían encogido los hombros, como si hubieran perdido anchura; luego alzó la voz para añadir—: ¡Murió asesinado!
La bomba lanzada por Michael no obtuvo otra respuesta que el sonido de la respiración de Tuvia Shai.
—¿Ya conocía este dato? —preguntó Michael, consciente del creciente nerviosismo que le hacía apretar las mandíbulas. Shai negó con la cabeza—. ¿Y qué siente ahora, después de enterarse?
Tuvia Shai no respondió.
—¿Quiere saber cómo sucedió exactamente?
Shai agachó la cabeza.
—O ¿tal vez ya sabe cómo asesinaron a Iddo Dudai?
Enfadado, Michael hubo de contenerse para no sacudir a aquel tipo por los hombros. Pero entonces Shai levantó la cabeza y lo miró a los ojos por primera vez.
Michael vio lágrimas tras las gruesas lentes de Shai. No alcanzaban a desdibujar la terrible expresión de sus ojos, que parecían ver en los ojos de Michael la imagen de la muerte de Iddo Dudai, sus esfuerzos para respirar, el cadáver tendido en la arena. Emitió un gemido, pero no dijo nada. A continuación, deslizó uno de sus flacos dedos tras una y otra lente para enjugarse las lágrimas, sin conseguirlo.
Al escuchar la grabación posteriormente, Michael descubrió que aquel silencio no había durado más de medio minuto. En su momento, se le había hecho eterno. Y la espera fue vana. Tuvia Shai no tenía ganas de hablar.
—Ahora que lo pienso —dijo Michael al fin—, no hace falta practicar el submarinismo para introducir monóxido de carbono en una botella que supuestamente está llena de aire comprimido. ¿Ha hecho estudios de química?
Shai negó con la cabeza. Cuando por fin habló, su voz sonó bronca y destemplada:
—No lo entiende, le tenía mucho cariño a Iddo.
—Le tenía mucho cariño —repitió Michael, y luego preguntó—: ¿Y no se le ocurre quién no se lo tenía?
Una vez más, Tuvia Shai hizo un gesto negativo. Luego dijo:
—No sé quién lo asesinó.
La humedad desapareció de sus ojos y volvió a dirigir la mirada más allá de los hombros del policía.
—¿Qué sucedió exactamente en el seminario? —preguntó Michael, y Tuvia Shai se enderezó en su asiento. Sus ojos fulguraron un instante y luego se apagaron.
—El tema era «La buena y la mala poesía», y Shaul Tirosh, Iddo Dudai y yo fuimos los conferenciantes.
—¿Ocurrió algo especial?
—¿Qué quiere decir con eso de «ocurrió»? Fue un seminario común y corriente…, ¿quizá debería explicarle en qué consiste un seminario? —dijo Shai, y una chispa de vitalidad afloró a su voz.
Michael se encogió de hombros como si fuera a decir «Adelante, explíquemelo»; luego se recriminó en silencio por el impulso infantil que lo llevó a replicar:
—No hace falta. En mis tiempos yo también hablé en un seminario, sobre mi tesina, que, por cierto, fue muy elogiada y recibió un par de premios…
Por lo general se obligaba a privarse de lo que él llamaba «gratificaciones narcisistas». Tenía por norma revelar detalles personales sólo de manera consciente y deliberada, ya fuera para impresionar a un testigo o a un sospechoso, ya para inspirar respeto y confianza a una persona con prejuicios contra la policía. Su incapacidad para reprimirse en esta ocasión derivó de que daba por hecho que los profesores universitarios lo miraban por encima del hombro, aunque al propio tiempo estaba seguro de que a Tuvia Shai no le impresionaría su pasado académico.
—Los seminarios —comenzó a explicar Shai en tono formal— son un foro donde se debaten temas teóricos. Es en ellos donde se presentan los artículos antes de publicarlos, o un capítulo de una tesis doctoral o una tesina. Nosotros celebramos uno al mes, más o menos.
Súbitamente, Michael imaginó a Tuvia Shai ante sus alumnos y comprendió que sin duda lograría despertar su interés, e incluso hablaría con pasión.
—Tengo entendido que el último seminario, el del miércoles pasado, fue algo especial —señaló Michael—. Acudieron la televisión y otros medios, ¿no es así?
Parecía que Tuvia Shai se había quitado un peso de encima. Michael sólo comprendería el porqué más adelante, después de haber visto la grabación del seminario sabiendo que dos de los tres conferenciantes habían muerto. El material que se había suprimido en el montaje hacía innecesarias las explicaciones de Shai. Al ver la grabación, Michael sintió por primera vez una mezcla de simpatía y compasión hacia Tuvia Shai; pero en su primer encuentro, mientras lo interrogaba, aquel hombre le resultaba una incógnita y no podría haber asegurado si la expresión que percibió en su rostro era de alivio.
—Sí, los medios —repitió Shai pensativo—. Vinieron por Shaul. Los medios, como usted los llama, eran entusiastas de Shaul —una vez dicho esto, volvió a replegarse en su caparazón, dirigiendo la vista hacia sus pies.
El desconsuelo que, como una armadura impenetrable, envolvía a Tuvia Shai, volvió a excitar una cólera sorda en Michael. Había algo en las reacciones de Shai, algo indefinible, que le desconcertaba y le alteraba. Quizá, pensaría después, ese algo era la falta de horror ante el asesinato de Iddo Dudai. Aunque, a todas luces, Shai no estaba al tanto de la noticia hasta que él se la transmitió, no despertó en él indignación ni espanto; parecía como si no conociera los detalles de antemano pero sí el fondo de la cuestión.
—Por lo visto —dijo Michael, con una voz que le sonó cortante, fuerte y desabrida—, no le tenía usted el mismo cariño a Tirosh.
La reacción de Tuvia Shai se hizo esperar; mas cuando volvió a alzar los ojos para mirar a Michael, en ellos había un destello de interés.
Al menos siente cierta curiosidad, pensó Michael, y se quedó esperando la respuesta que no llegó.
—¿Tal vez fue usted quien asesinó a Shaul Tirosh? —preguntó al cabo, mirando los delgados brazos, los hombros estrechos, el cuerpo desmadejado.
—Es muy libre de creerlo, desde luego —dijo Tuvia Shai, fatigadamente—. Pero le he contado los hechos con exactitud.
La inevitable pregunta: «¿Qué razones podría haber tenido para asesinarlo?», no fue formulada, y Michael, sin saber muy bien por qué, dejó para más adelante la cuestión del móvil. Cuando sus compañeros de equipo escucharon la cinta y leyeron el borrador de la declaración de Tuvia Shai, escrito a toda prisa por Michael y firmado por Shai sin siquiera haberlo leído, comentaron, cada cual a su manera, que Michael había sido demasiado blando con él y que no había planteado el tema del móvil en el momento correcto.
—En fin, ése es tu método —comentó Eli Bahar, titubeante—, parecer benévolo al principio. ¿Por qué le das tanta importancia a esa imagen benévola? —preguntó en tono agraviado—. Yo creo que, al final, resulta más cruel que mi método…, empezar de entrada con el móvil.
Pero Michael Ohayon dejó para luego la cuestión del móvil y, en su lugar, preguntó:
—¿Lo vio alguien cuando se marchaba de la universidad?
Tuvia Shai se encogió de hombros y replicó displicentemente:
—No lo sé.
Volvió a hacerse el silencio; Michael lo rompió con la pregunta:
—¿Quizá sabría decirme que solía tener Tirosh sobre la mesa de su despacho del Monte Scopus?
Sin la menor alusión a la irrelevancia de la pregunta, Shai comenzó a enumerar los objetos: un pequeño cenicero persa, un pisapapeles cuadrado, una gran agenda, las notas para las clases en la esquina de la derecha, y, finalmente, la estatuilla india.
—¿Cómo es esa estatuilla exactamente?
—El dios Shiva, una antigüedad, del tamaño de un antebrazo, más o menos, de bronce y cobre.
Michael escrutó la expresión de Shai con toda atención sin lograr detectar ningún cambio en ella, ni tampoco en su voz.
—Y ¿qué hizo usted después? —preguntó, y una vez más advirtió que Shai no intentaba eludir la pregunta, diciendo, por ejemplo, «¿después de qué?», ni tampoco procuraba ganar tiempo.
—Fui a ver una película.
—¿Dónde? —quiso saber Michael, y garrapateó algo en el papel que tenía delante.
—En la Filmoteca —repuso Shai, como si Michael hubiera tenido que saberlo.
—¿Qué película vio? —preguntó Michael, listo para tomar nota.
—Blade Runner —y sus ojos centellearon durante un instante.
—¿Con quién fue? —preguntó Michael, apoyando el bolígrafo sobre el papel.
—Fui solo.
—¿Por qué?
Tuvia Shai lo miró desconcertado.
—¿Por qué fue solo? —repitió Michael.
—Siempre voy solo a la Filmoteca los viernes por la tarde —fue la respuesta; y luego, a modo de explicación—: Suelo ir al cine solo. Lo prefiero.
—Y la película que vio, Blade Runner…, ¿era la primera vez que la veía?
—No, la tercera —repuso Shai a la vez que hacía un gesto de negación; un destello volvió a alumbrar sus ojos fugazmente.
—Deduzco que le gusta esa película —señaló Michael de pasada, y vio que Shai se lo confirmaba con un movimiento de cabeza.
—¿Quién estaba sentado a su lado?
—No sabría decírselo —respondió Tuvia Shai encogiéndose de hombros.
—¿No se encontró con nadie? ¿Lo vio alguien?
Tras reflexionar un rato, Shai dijo:
—No me fijé.
—¿Ha conservado la entrada, por casualidad?
—No —aseguró Shai.
—¿Cómo puede estar tan seguro? —inquirió Michael.
—Porque me estuvo molestando durante toda la película y al final la tiré.
—¿No lo vería el acomodador? ¿O la taquillera? ¿Alguien?
—No lo sé. No creo.
—¿Por qué no? Según dice, va allí con frecuencia.
—Sí, pero no voy para charlar con la gente —y Shai bajó los ojos.
—En cualquier caso, lo investigaremos —le advirtió Michael, y Tuvia Shai se encogió de hombros—. ¿A qué hora terminó la película?
—A las cuatro y media, o a las cuatro y cuarto, no me acuerdo con exactitud, pero puede consultarlo llamando a la sala.
—Sí. Lo haré. Y ¿qué hizo cuando salió del cine?
—Fui a dar un paseo —dijo Shai, la vista fija en el ventanuco que había a espaldas de Michael.
—¿Por dónde? —preguntó Michael con impaciencia. Aunque el sujeto no facilitaba la menor información por iniciativa propia, no se tenía la sensación de que estuviera ocultando nada, pero sí la siniestra impresión de que estaba totalmente ausente.
—Volví a casa caminando, crucé por la puerta de Jaffa y seguí paseando hasta Ramat Eshkol.
—¿Y su coche? ¿Tiene coche?
Sí, tenía un Subaru, pero esa mañana lo había dejado en el aparcamiento de su casa.
—¿Siempre va andando a la universidad?
No, no siempre, pero algunos viernes solía ir a pie.
Michael esperó alguna explicación adicional, sobre el ejercicio físico, sobre los esplendores visuales de la ciudad…, pero Shai no añadió nada.
—Quiero comprenderlo bien. ¿Fue andando desde el Monte Scopus hasta la Filmoteca y luego de la Filmoteca a casa?
Tuvia Shai asintió, luego respondió a la siguiente pregunta con la misma disposición de ánimo, sin dar muestras de enfado.
—No me crucé con ningún conocido. O, tal vez, no lo vi —y después—: No recuerdo con precisión a qué hora llegué a casa. Ya de noche. Había oscurecido.
Y, de nuevo, inclinó la cabeza y clavó la vista en el espacio que había entre sus pies y la mesa. Michael sólo le veía las pestañas rubias, los párpados rosáceos e inflamados, el pelo ralo, descolorido.
—Mi mujer estaba en casa, pero ya dormida —respondió a la siguiente pregunta.
—Hablando de su mujer —dijo Michael—, ¿cómo le hacía sentirse la relación especial que tenía con Shaul Tirosh?
Había encendido otro cigarrillo en un intento de disimular la ansiedad con que formuló la pregunta. Desde su punto de vista, el interrogatorio comenzaba entonces. Se preparó para que el hombre sentado frente a él tuviera un arrebato de cólera, para las preguntas soliviantadas, dramáticas.
Vio con sorpresa que Tuvia Shai no se quejaba. No rebatió el uso de la expresión «relación especial», no exigió clarificaciones ni explicaciones. Se quedó callado, pero irguió la cabeza y miró a Michael con desdén…, un desdén inspirado por la simpleza de la humanidad en general y la de aquel policía en particular. Torció el gesto sin dejar de apretar los labios.
—¿Cómo le hacía sentirse? —repitió Michael—. ¿Sabía que su mujer era la amante de Shaul Tirosh?
Tuvia Shai lo miró y asintió. Además del desdén de antes, que tal vez se hubiera hecho extensivo al tema de la pregunta recién formulada, Michael vio en sus ojos una desesperación infinita.
—Y ¿cómo le hacía sentirse? —repitió una vez más.
Como no hubo respuesta, añadió pausadamente:
—Ya sabe que es una causa común de asesinato, si queremos hablar del móvil.
Tuvia Shai lo miró sin decir nada.
—Profesor Shai —dijo Michael Ohayon—, le sugiero que conteste a mis preguntas si no quiere que lo detengamos ahora mismo. Le estoy diciendo que tenía usted un motivo para asesinar a Tirosh, y también tuvo ocasión de asesinarlo. No hay ningún testigo, me dice usted que fue al cine, que estuvo paseando por la calle, que no se encontró con nadie, que nadie lo conoce. Ha llegado el momento de que se tome esto en serio. ¿O de verdad pretende que lo arreste?
Tuvia Shai hizo un gesto afirmativo con el que quería decir: Lo he comprendido.
Michael esperó.
—¿Cuánto duró el lío entre su mujer y Tirosh? —aventuró al fin.
—Unos años —respondió Tuvia Shai—. Preferiría que no emplease la palabra «lío».
—¿Y cuándo lo descubrió? —preguntó Michael, haciendo caso omiso del comentario de Shai, que había vuelto a inflamar su cólera. Le daba la sensación de que no comprendía en absoluto al hombre que tenía delante.
—Creo que lo supe desde el principio, aunque hace sólo un par de años que los sorprendí.
—¿Y qué sentimientos le inspiraba?
—Unos sentimientos complejos, como es natural, pero que nada tienen que ver con su muerte.
—Y ¿con quién habló del asunto? —preguntó Michael.
—Con nadie.
—¿Ni siquiera con su mujer?
—Ni siquiera con ella.
—¿Y con Tirosh?
—Tampoco. No hablé con nadie. Sólo me incumbe a mí.
—Estará de acuerdo conmigo —dijo Michael, sorprendido del tono formal por el que iba encauzándose la conversación— en que estas cuestiones suelen considerarse pertinentes cuando ha tenido lugar un asesinato.
Tuvia asintió con la cabeza.
—Profesor Shai —siguió Michael, desesperado, sintiéndose como si estuviera tratando de resucitar a un muerto—, ¿ama usted a su mujer?
Shai hizo un gesto de asentimiento con el que no pretendía responder afirmativamente sino indicar que había comprendido la pregunta.
—Este asunto es más complejo que los que suele usted tener entre manos. Al parecer, no somos personas convencionales —dijo Shai, y Michael lo miró perplejo. Cuando menos esperaba que le facilitara una explicación de manera espontánea, Shai se la daba voluntariamente—. Supongo que no lo entenderá. Mi mujer y yo nunca hemos hablado del tema, y Shaul no me hizo el menor comentario al respecto, pero si yo fuera un investigador de la policía, me preguntaría: ¿Por qué iba a asesinarlo ahora, después de tantos años?
Esta vez fue Michael quien se quedó callado. Observó al hombre que tenía delante y pensó que en la prensa lo describirían como un pobre diablo, un desgraciado dispuesto a aceptar la «situación» a falta de otra alternativa; y, sin embargo, detrás de la desesperación, detrás del silencio, Michael percibía la fuerza de aquel hombre. «Olvídate de tu forma de pensar», se dijo Michael durante aquel silencio; aquí rigen otras reglas; trata de verlo desde su punto de vista. Si había aceptado que su mujer tuviera una aventura con Shaul Tirosh, ¿qué es lo que no aceptaría? ¿Qué podía haberle incitado al asesinato? Dijo en voz alta:
—Profesor Shai, ¿supongo que también estaba al tanto de la relación especial de Tirosh con Ruth Dudai?
Tuvia Shai no trató de disimular la ira que fulguró en sus ojos mientras respondía:
—No, no lo sabía. Pero ¿por qué me lo ha dicho?
—Se lo he dicho —repuso Michael Ohayon, midiendo sus palabras—, porque si el hecho de que Tirosh fuera el amante de su mujer no le incitó a odiarlo, tal vez el hecho de que la dejara sí le resultó insoportable. Quizá, para usted, fuera motivo suficiente para asesinarlo.
—¿Y quién dice que la dejó? —replicó Shai—. Shaul era perfectamente capaz de mantener varias relaciones a la vez.
—A pesar de todo, está usted furioso —le comunicó Michael, y lo miró a los ojos. Advirtió con satisfacción que el desdén se había disipado sin dejar rastro.
—Sí —dijo Shai, al parecer sorprendido de su propia reacción—, pero no por lo que está usted insinuando.
—¿Podría decirme qué estoy insinuando? —replicó Michael, inclinándose sobre la mesa.
—Usted cree que me había identificado tanto con Ruchama como para llegar al extremo de asesinar a Shaul si, como usted dice, la hubiera dejado. Es una idea interesante, incluso profunda, diría yo, pero no es correcta —una vez más, el interés se desvaneció de sus ojos y en su rostro se instaló una expresión inerte, y volvió a agachar la cabeza.
—Entonces, ¿le importaría decirme por qué está enfadado? —le sondeó Michael.
Tuvia se encogió de hombros y respondió:
—No estoy seguro. Era muy amigo de Shaul.
Michael percibió que Shai no había relacionado la amistad con su enfado y preguntó:
—¿Pero?
—No hay peros que valgan. Shaul Tirosh estaba más allá del bien y del mal, empleando una expresión nietzscheana. Pero supongo que no comprenderá de qué estoy hablando.
—Profesor Shai —dijo Michael pausadamente—, ¿está dispuesto a someterse hoy mismo a una prueba poligráfica?
Tuvia Shai asintió. No parecía sentirse amenazado.
Michael le pidió que esperase en la habitación de al lado y apagó la grabadora.
Eran casi las cuatro cuando dejó a Tuvia Shai en manos de Eli Bahar para que prosiguiera con el interrogatorio, encargándole que le informase sobre la prueba poligráfica.
—Si le dejamos veinticuatro horas para írselo pensando, mañana por la tarde tendrá el estado de ánimo adecuado para pasarle por el detector de mentiras; espero —dijo, tratando de sobreponerse a la impotencia que sentía. Tenía la impresión de que Tuvia Shai le había dicho la verdad sin que él alcanzara a comprender la verdad que le había revelado.
Saber que lo someterían a una prueba poligráfica era, en alguna medida, un consuelo. Cuando le preguntó a Shai si estaba dispuesto a que le hicieran la prueba ese mismo día, Michael sabía muy bien que haría falta una preparación previa: el EEI informaba a los sujetos de los temas sobre los que iban a ser interrogados y el técnico en poligrafía terminaba de prepararlos cerciorándose de que comprendían las preguntas.
—Tzilla te ha traído un sandwich. Debes de estar muerto de hambre, ¿no? —preguntó Eli Bahar, pasándose la mano por sus oscuros rizos.
Michael contestó que sí, tenía hambre, y además tampoco hoy tendría tiempo para pagar la factura de la electricidad.
—Van a cortarme el suministro —dijo—. Nunca consigo llegar a tiempo al banco.
Eli Bahar lanzó una risita comprensiva y cogió el auricular del teléfono negro, que había empezado a sonar.
—Sí, está aquí. ¿Quieres hablar con él? —preguntó. Mirando a Michael, escuchó lo que le decían y colgó—. Han traído a Ruchama Shai, la mujer del profesor Shai, tal como querías. Tzilla me ha dicho que está en la sala de reuniones.
Michael consultó su reloj; al ver que marcaba las cuatro y un minuto, cruzaron por su cabeza una serie de imágenes a cámara rápida: las facturas de la electricidad; Yuval, que estaba esperándolo en casa; Maya, que no había ido a verlo ni lo había llamado desde hacía varios días…, «la vida en el mundo exterior», lo llamaba Tzilla cuando estaban sumergidos en una investigación. El mundo que había fuera de aquel edificio le hizo sentir una punzada de añoranza, como si fuera remoto e inaccesible y él no tuviera la menor relación con él. A lo largo del día, pensó, había estado con cuatro personas de las que no sabía nada y había llegado a conocerlas casi íntimamente, informándose de sus opiniones y de sus costumbres. Y ahora tenía que enfrentarse a una faceta más de aquella complicada figura geométrica.
Le quedaban dos horas antes de acudir a su cita con Shorer en un café.
—Empezaré a interrogarla yo —dijo—, y, por favor, dile a Raffi que pase más tarde por si hace falta que continúe con el interrogatorio.
—Tzilla me ha dicho que ha concertado para las diez la proyección de la grabación. ¿Quieres que la veamos todos?
Michael asintió.
—Si es que te quedan fuerzas después de haber asistido a la autopsia —dijo, percibiendo un deje involuntario de culpabilidad en su voz.
Eli Bahar se abstuvo de darle una respuesta directa. Se embarcó en una larga descripción del informe pericial, que, en definitiva, venía a confirmar lo que Hirsh le había dicho a Michael por teléfono; luego procedió a comunicarle los resultados del análisis del contenido del estómago.
—No han encontrado ningún veneno —dijo, respondiendo a una pregunta que tenía preocupado a Michael—. ¿Pasamos a recogerte un poco antes de las diez? —concluyó.
—No, iré por mi cuenta —repuso Michael, consciente de que se le había contagiado la desesperación de Tuvia Shai, así como la apatía y el agotamiento. Sintiendo que las palabras eran inútiles, regresó a su despacho y le pidió a Tzilla, por la línea interna, que hiciera pasar a Ruchama Shai, al tiempo que se preguntaba de dónde iba a sacar la energía mental necesaria para interrogarla.