20

—¿Todavía estás aquí? —le preguntó a Michael una sorprendida telefonista cuando él se dirigía a su despacho—. Una mujer ha preguntado por ti y yo creía que ya te habías ido.

—¿Y…?

—No ha dejado ningún recado. ¿Vas a estar por aquí? Por si alguien más quiere hablar contigo…

—Tengo que hacer unas cuantas llamadas —respondió Michael, despidiéndose con la mano mientras se apresuraba pasillo adelante.

Ni siquiera oyó el último comentario de la telefonista. Al abrir la puerta de su despacho, observó los papeles acumulados en su mesa y colocó sobre ellos el archivador; luego miró por la ventana, que daba a un patio desnudo de vegetación, y sintió nostalgia de la hiedra polvorienta que enmarcaba su ventana en las dependencias policiales del barrio ruso. Pensó en que aquí cada vez se esforzaba menos en cultivar su relación con las telefonistas y las secretarias. Lo que solía resultarle tan fácil, como una parte más de su trabajo, se había vuelto una tarea insípida, mecánica. Recordó a Gila, la secretaria de Ariyeh Levy, su jefe de Jerusalén, y echó un vistazo a su reloj. Vio mentalmente las largas uñas de Gila moviéndose sobre el teclado del ordenador que había sustituido recientemente a su máquina de escribir. A ella también la echaba de menos.

«Es por esta sensación de transitoriedad», se dijo, «que tú mismo has creado para no tomar apego a nada de lo que hay aquí. ¿Qué tienes en contra de este sitio?», se preguntó, y la respuesta, que no llegó a formular, estaba relacionada con la autoestima herida. En su nuevo trabajo ponían constantemente en entredicho su capacidad y, para colmo, ni siquiera le reconocían sus méritos, al contrario de Ariyeh Levy, que sí solía hacerlo aunque fuera a regañadientes.

Tomó asiento en el mullido sillón de detrás de la mesa de un despacho al menos el doble de grande que el que tenía en el barrio ruso y pasó las páginas del archivador. Después de leer y releer las transcripciones de los interrogatorios de Yoyo, marcó el número de la telefonista, quien, tras escuchar su petición, le dijo: «Ahora mismo». Durante los diez minutos transcurridos antes de que sonara el teléfono, Michael se fumó dos cigarrillos y limpió compulsivamente el polvo de su mesa con el dedo. Trató de examinar el rimero de documentos, pero no se concentraba. Las palabras no llegaban a componer frases. No se dio cuenta de lo tenso que estaba hasta que oyó a Aarón Meroz por el auricular.

Con voz lejana, indistinta, Meroz le dijo que se sentía mejor y Michael notó su tristeza por la reserva con que le dijo: «Tengo que pasar ingresado una semana más y luego ya veremos».

—Estoy hablando desde el control de enfermeras —dijo vacilante en respuesta a una pregunta de Michael. Al fondo se oían voces y murmullos—. Si no puede usted venir aquí…

—Dígales que le pasen la llamada a la sala de médicos —dijo Michael persuasivamente, y las voces de fondo se amortiguaron cuando Meroz tapó el auricular con la mano.

—La van a pasar —le comunicó finalmente Meroz.

Michael esperó al aparato tres minutos. Iba contando los segundos, la vista fija en el reloj. Mientras esperaba anotó sus preguntas con pulso inseguro en el dorso de un sobre.

—¿Cómo se ha enterado? —preguntó el parlamentario desde la sala de médicos.

Sin dar importancia a la respiración agitada de su interlocutor y reprimiendo la cólera, Michael dijo:

—¿Por qué no me lo había dicho antes en alguna de nuestras numerosas conversaciones?

—Porque le había prometido que no la abriría hasta una fecha concreta, dentro de un par de semanas, más o menos. Está en mi caja fuerte, en el banco. Yo no la he abierto, no tengo ni idea de qué trata, se lo juro.

—¿Y qué más daba que se lo hubiera prometido? —le increpó Michael—. ¡Está muerta!

—A veces nos tomamos así las cosas —respondió Aarón Meroz tras un largo silencio—. Si la persona a la que hemos prometido algo se muere, nos parece aún más importante mantener la promesa. Ella me dijo que no era nada relacionado con nadie. Que era un asunto personal.

—Eso ya no importa —dijo Michael—. Sólo espero que sea lo que buscamos. Iré a verlo en persona, pero antes voy a mandarle a alguien para que le entregue una autorización para abrir la caja fuerte —se quedó un momento a la escucha y antes de colgar, dijo—: No se preocupe, irá con un abogado y llevará los documentos precisos para que los firme.

Su inquietud fue creciendo en intensidad cuando salió al pasillo y se dirigió casi a la carrera al despacho de Benny. Mientras le dictaba las instrucciones pertinentes y Benny las iba anotando con una letra sesgada, curva, sorprendentemente femenina, Michael tenía la sensación de que su voz interior le ponía en guardia diciéndole «cuidado», «atención». Benny al fin alzó la cabeza y, después de pasarse una mano adornada con un grueso anillo de boda por la bien rasurada mejilla, dijo titubeante:

—Con tus contactos en Jerusalén, ¿no sería más sencillo…? Olvídalo.

—De esto dependen demasiadas cosas —dijo Michael con sensación de apremio—. Ahora no puedo ponerme a buscar a mis contactos. La necesito hoy mismo.

—Creía que tenías prisa —dijo Nahari, echando una ojeada a su reloj—. Ya ha pasado media hora desde que me has dicho, una vez más, que cada minuto que estás aquí es un minuto de peligro en el kibbutz.

Estaban en el ancho pasillo, junto al despacho de Nahari.

—Es cierto, no nos podemos permitir perder tiempo —dijo Michael—; pero Benny ya ha salido hacia allá y va a traerla aquí más tarde. No sé cuándo encontraré un momento para hablar con Yoyo, pero si tienes un minuto, tal vez podrías consultarle a Sarit cómo va el interrogatorio.

—Hoy no tengo ni un minuto libre —repuso Nahari en tono pomposo—, porque estoy citado con el fiscal general dentro de quince minutos, pero no creo que sea mala idea que hables con ella esta tarde.

Michael se despidió con un ademán de desesperación y salió corriendo hacia el aparcamiento.

Cuando su vista recayó sobre el velocímetro y vio la aguja oscilando entre los 130 y los 140 kilómetros por hora, trató de relajar la presión del pie sobre el acelerador a la vez que acallaba la voz interior que sonaba como la de Avigail. Al sentir el habitual dolor de mandíbulas, encendió otro cigarrillo. Su inquietud aumentaba a medida que se aproximaba al kibbutz. Aparcó junto al comedor y hubo de contenerse para no dirigirse corriendo a la clínica. «¿Por qué crees que le va a pasar algo?», se preguntó casi en voz alta mientras se encaminaba a la secretaría a zancadas. Un cartel escrito a mano que colgaba torcido bajo el rótulo de bronce de la secretaría anunciaba: «Vuelvo dentro de un momento».

Se detuvo en el umbral del despacho de la tesorería, junto a la secretaría, respirando con dificultad. La mujer que allí hablaba por teléfono levantó la vista inquisitivamente. Sin hacer caso de las miradas perentorias de Michael ni de la pregunta que comenzó a formular, terminó de hablar con toda tranquilidad. Entonces Michael le preguntó dónde podía encontrar a Moish y ella dijo:

—Ha tenido que salir un momento; no ha dicho adónde iba, pero sí que volvería enseguida.

Contraviniendo todas las precauciones en las que él mismo había insistido, Michael le pidió la guía de teléfonos del kibbutz y marcó el número de la clínica. Se había colocado de espaldas a la mujer. Ella parecía absorta en sus asuntos. No le había preguntado quién era y, por el gesto con que le entregó la guía telefónica, los labios fruncidos, los ojos esquivos, y señaló el teléfono, Michael supo que sabía quién era y que estaba ocupándose de sus papeles sólo para disimular. Pero ni eso bastó para detenerlo. Al oír la voz de Avigail pronunciando un nervioso «¿Diga?», sólo logró articular con voz ahogada: «Buenos días».

—Ya casi es por la tarde —replicó Avigail, y esa respuesta seca lo tranquilizó tanto que se sentó en la silla frente a la mujer, quien seguía revolviendo sus papeles sin perderse una palabra. Michael sintió un temblor en las piernas cuando sus músculos se relajaron de pronto.

—Sólo quería saber si hay alguna novedad —dijo, midiendo cada palabra.

—No exactamente —repuso Avigail con cautela—. En este momento estoy acompañada, pero me alegraría mucho hablar contigo dentro de una media hora.

—Me pasaré por allí —dijo Michael haciendo caso omiso de las sirenas de alarma que sonaban en su cabeza advirtiéndole que fuera precavido. En el hilo telefónico se hizo el silencio. Michael tenía ante sus ojos el rostro vulnerable de Avigail, y, sabedor de que estaría retirándose la melena del cuello, vio su delicada mano bajo la cascada de pelo levantando los sedosos mechones castaños con aquel gesto tan suyo.

—¿Te parece prudente? —dijo al fin su voz contenida, reservada.

—Ahora no puedo pararme a pensarlo —reconoció él—. Pero, dadas las circunstancias, me parece lo más natural.

Consultó su reloj y vio que no podría llegar a la clínica antes de las doce y veinte. Al dejar de oír la voz de Avigail, la inquietud volvió a adueñarse del ritmo de su respiración. Hizo un esfuerzo por relajarse y se oyó diciendo a la mujer unas palabras que le sonaron huecas:

—Entonces, ¿dice usted que volverá pronto?

—Dentro de cinco minutos —respondió la mujer; luego se encogió de hombros y añadió—: Eso es lo que dijo. Pero también ha estado aquí el otro hombre, el del bigote; me preguntó por él y se marchó.

Michael le dio las gracias y se encaminó hacia el antiguo edificio de la secretaría. Majluf Levy no estaba en la habitación que les habían cedido. Ni tampoco se veía por ningún lado al agente de inteligencia del subdistrito de Lakish. Michael se sintió perdido. Trató de dominar el pavor que se iba apoderando de él, de despertar en él las voces que lo ayudaban, y se preguntó adónde podría haber ido Moish al mediodía, justo antes de la comida.

Oyó los pesados pasos de Majluf Levy antes de que apareciera en el umbral. Tenía un aire grave y no cesaba de dar vueltas a su grueso anillo.

—¿Qué pasa? —se oyó preguntar Michael con el mismo pánico que siempre oía en la voz de su ex suegra cuando la llamaba por teléfono—. ¿Qué pasa? —repitió titubeando, pero la ansiedad no se había disipado de su voz.

—No pasa nada —respondió Majluf Levy—, excepto que Moish de repente ha decidido ir a hablar con Dvorka. Antes estuvo hablando con Dave, ya sabes a quién me refiero.

—Sí, sí —dijo Michael impaciente—. ¿Qué ha hecho desde que se levantó por la mañana? ¿Desde que hicisteis el relevo?

—De noche no salió de su habitación. Su mujer le montó una escena, pero él no rechistó. Después no lograba dormirse. Creo —continuó Levy con gesto preocupado— que no se siente bien, la úlcera debe de estar machacándolo. Yo no lo vi, pero Ítzik, que ha hecho el turno de noche, me ha contado que no paraba de pasearse por la habitación. La persiana estaba levantada y lo vio todo sin problemas. También lo oíamos todo, pero no hubo nada que oír. Por la mañana fue al comedor pero apenas probó bocado. Y luego se marchó a trabajar a la secretaría. Hablé con él cuando estaba allí. Casi no podía articular palabra. No sé qué le estará fastidiando, o qué novedad le está fastidiando. Pero desde que me dijiste que no lo perdiera de vista, me he dado cuenta de que, como se suele decir, está perdiendo los papeles.

—¿Cuándo fue a ver a Dave?

—Ése fue el problema, que fue a verlo cuando Dave estaba en la fábrica. Fue en bicicleta y me las vi y me las deseé para seguirlo, pero, como se suele decir, está en las nubes, ni siquiera notó que iba detrás de él. Al final yo también cogí una bicicleta; no había hecho tanto ejercicio desde hacía años.

—¿Y bien? —dijo Michael—. ¿Qué pasó?

—Ya te he dicho que fue a la fábrica.

Michael miró a Majluf Levy con hostilidad. La tensión le hacía hablar despacio. Michael tenía ganas de zarandearlo. Como si le hubiera oído rechinar los dientes, Levy le dirigió una mirada nerviosa y dijo a toda prisa:

—Entró en la fábrica y salió acompañado de Dave. Hemos puesto micrófonos en su habitación, y en las demás, pero nadie lleva ninguno encima, así que fue imposible oír lo que decían. Por lo demás, todo el mundo ha estado donde tú les has ordenado. Nadie se ha movido de su puesto. Ítzik se pasó toda la noche junto a la habitación de Moish —lo miró expectante, pero Michael no dijo nada—. Dave tenía el mismo aire de siempre. Moish lo cogió así —dijo Levy, rodeando con su brazo un hombro imaginario— y se alejaron; después Dave volvió a la fábrica y salió con Yankele… No oí su conversación —explicó en respuesta a la mirada inquisitiva de Michael—. Me escondí detrás de la valla verde que hay allí y lo vi todo, pero no oí ni una palabra.

—¿Y no has hablado con él después?

—¿Cuándo? Si se fue directamente a la habitación de Dvorka.

—¿La habitación de Dvorka? —repitió Michael.

—Sí, es donde está ahora mismo.

—Entonces, ¿qué haces tú aquí? —le preguntó Michael con brusquedad.

—La gente estaba saliendo de la fábrica para ir al comedor y no quería que me vieran paseándome por allí. Y, además, tenemos a Baruj apostado junto a la habitación de Dvorka.

—Deberíamos haber traído más hombres —se lamentó Michael.

—Eso es lo que yo decía —dijo Levy, balanceándose de un pie a otro.

—Bueno, ¿y a ti qué te pasa? —preguntó Michael—. ¿Qué es lo que te fastidia? Algo te tiene preocupado, es evidente.

La inquietud se acentuó en los ojos de Majluf Levy cuando dijo:

—En fin… no sé cómo expresarlo… En primer lugar, me has puesto nervioso con tantas advertencias, que no lo pierda de vista, que no se me escape ni un minuto. Cualquiera pensaría que estamos jugando a algo… Ni siquiera sé qué hay que averiguar, qué pasa por tu cabeza. Y ya no soy ningún chaval para andar dando vueltas por el kibbutz en bici a pleno sol.

Michael observó los pantalones de gabardina de Majluf Levy y su camisa bien planchada, esta vez sin corbata, e hizo un pausado gesto de asentimiento.

—Y, en segundo lugar —prosiguió Majluf, manoseándose el cuello de la camisa—, yo qué sé, me parece que se encuentra fatal, el tal Moish, y después de estas charlas… Tenemos micrófonos en la habitación de Dvorka; más tarde podremos oír su conversación.

—¿Más tarde? —dijo Michael abruptamente—. ¿Por qué más tarde? ¡Ahora mismo!

—Está bien —replicó Levy—. Ahora mismo me voy para allá, si quieres. Pero aún no te he comentado que ha estado llorando, ha llorado como un niño. Y que le ha dicho a Dvorka: «¿Cómo has sido capaz?». Lo oí al pasar de largo junto a la habitación de camino hacia aquí.

—¿Qué más le oíste decir?

—No me detuve, venía a buscarte. Eso fue todo lo que oí: «¿Cómo has sido capaz? ¿Cómo has sido capaz de no contármelo?». No paraba de repetir eso.

Michael echó una ojeada a su reloj y vio la manecilla de las horas cerca de las tres.

—Tengo que acercarme un instante a la clínica —dijo—. Me vas a hacer un favor; ve al comedor y dile a Moish que quiero hablar con él dentro de un rato, media hora, digamos. Dile que me espere en su casa, en su habitación. Y tú búscate un escondite al lado. No le quites la vista de encima a su habitación.

—¿Yo personalmente? —preguntó Levy, dando vueltas al anillo de su meñique.

—Sí, tú personalmente, y que no te vea. Escóndete tras ese arbusto grande, donde se escondió Ítzik anoche.

—Pero ¿qué es esto? —refunfuñó Levy—, ¿una película? ¿Una historia de detectives para niños? ¿Por qué no podemos sentarnos tranquilamente en la furgoneta y escuchar su conversación? ¿Para qué nos vale el equipo? ¿Qué sentido tiene andar metiéndose entre los arbustos? Y, para colmo, a plena luz del día.

—Majluf —dijo Michael, poniendo en juego todas sus reservas de paciencia—, hazme un favor, Majluf. Apóstate allí y que nadie te vea, arréglatelas como puedas. Ya sé que no estamos bien organizados, pero ahora no hay tiempo para organizarse, créeme, Majluf, no hay tiempo —posó la mano en el ancho hombro de su compañero, al que le sacaba al menos una cabeza.

En la clínica no había nadie salvo Avigail, ocupada en lavar una probeta en la pila. Michael advirtió el destello de pánico que asomó a sus ojos cuando lo vio abrir la puerta. Se secó las manos en la impecable bata blanca y se apresuró a bajarse las mangas y abotonárselas.

—Deja en paz esos botones, Avigail —dijo Michael severamente.

—¿Por qué has venido? Nos van a descubrir, al final alguien se enterará, seguro —dijo Avigail.

—Porque tengo que preguntarte un par de cosas urgentemente —dijo Michael, y, para su sorpresa, se encontró acariciándole los mechones de pelo que le caían sobre la nuca. Escudriñó sus grises ojos y vio miedo y angustia. No había en ellos la menor alegría. Con un movimiento grácil y rápido Avigail se desembarazó de su mano y dio un paso atrás.

—Avigail —dijo Michael—, escúchame con atención, por favor, y haz lo que te digo: no te separes del teléfono. Toma, éste es el número del doctor Kestenbaum, pregúntale cuál es el antídoto y qué dosis hace falta…

—No es necesario —lo atajó secamente Avigail con voz apagada—. Ya lo sé, lo tengo todo listo.

—Entonces quédate a la espera junto al teléfono. No te muevas. Si te marchas de aquí, ve a tu habitación y quédate allí. Para que pueda ponerme en contacto contigo inmediatamente.

—No sé por qué estás tan seguro de que estamos a punto de dar con una solución —dijo Avigail rebuscando en un gran armario del que sacó una jeringuilla desechable metida en su bolsa de plástico. Michael observó sus elegantes movimientos y reprimió el impulso de acercarse a ella.

—Me he pasado la mitad de la noche hablando de esto. Creía que me habías entendido.

—¿Qué tal la reunión? —preguntó Avigail mientras se metía en el bolsillo la jeringuilla y un frasquito.

—¿Será un buen sitio para guardarlos? —preguntó Michael.

—¿Por qué lo dices?

—¿No se te van a caer?

—No voy a dar saltos ni a correr —dijo Avigail negando con la cabeza, sin sonreír. Luego añadió titubeante—: Creo que te has ido poniendo cada vez más nervioso y al final has llegado a la conclusión de que enseguida se va a producir un desenlace porque es lo que te conviene. Hoy ha venido a verme una periodista.

—¿De dónde?

—¿Qué más da? De La Voz del Néguev. Quiere una exclusiva. Cuando se levante la prohibición de informar, quiere ser la primera en entrevistarme —le explicó con una risita.

—¿Por qué a ti?

—Porque soy enfermera y sabe que en un kibbutz la enfermera se entera de todo.

—¿Y qué les has dicho?

—Que estaba muy ocupada con tantos pacientes y que me dejara su teléfono. Fui amable con ella porque no quería crearme una enemiga, y que se pusiera a husmear y descubriera algo.

—¿Quién ha venido a la clínica esta mañana?

—Nadie especial, aparte de Dave, era él quien estaba aquí cuando telefoneaste. Me ha dicho que Yankele está al borde de un ataque. ¿Qué ha pasado en la reunión del equipo?

Michael echó un vistazo a su reloj y describió la reunión concisamente. Cuando ya estaba en la puerta, Avigail le dijo con aire reflexivo:

—Por cierto, ahora creo que sí tenemos fundamentos para sospechar de Yoyo.

—¿Y ahora te acuerdas de eso? —dijo Michael—. Ya es historia, agua pasada.

—No me has explicado cómo va el interrogatorio —le reprochó Avigail, dolida.

Michael retiró la mano del picaporte y dijo:

—¿Por qué piensas eso de Yoyo?

—Porque está demasiado bien informado sobre los psicofármacos y ya tenía la impresión de que debía de estar muy relacionado con algún enfermo mental antes de que se descubriera el pastel, hace un par de días, cuando hablé con él sobre Yankele. Y yo me pregunto: ¿cómo es que un tesorero sabe tanto de psicofármacos?

—¿Cómo es que se le escapó esa información? —preguntó Michael con desconfianza.

—La gente se pone nerviosa cuando viene a la clínica… Le entran ganas de contar sus intimidades —dijo Avigail pensativa.

—No te apartes ni un centímetro de aquí —dijo Michael—, o de tu habitación.

—Ahora tengo que ir a comer —dijo Avigail—. Y luego iré a mi habitación, y a las tres estaré aquí de vuelta. Pero recuerda que sólo porque sea lunes no va a suceder todo como tú quieres.

Michael se encaminó a buen paso a la secretaría. El aire ardía y las suelas de los zapatos le quemaban como si estuvieran en llamas. Los caminos de cemento e incluso la hierba despedían un calor palpable. No había nadie a la vista. Michael sabía que hasta las cuatro no llegarían los primeros niños a las habitaciones de sus padres y que a las cinco la gente comenzaría a instalarse cómodamente en los jardines, donde ahora los aspersores giraban rociando gotas que el aire seco absorbía enseguida.

Moish estaba sentado a su mesa. Miró a Michael abrumado, con desesperación.

—¿Qué ha pasado? —dijo Michael—. Cuéntemelo sin rodeos. No nos queda tiempo que perder.

Con la vista puesta en él, Moish despegó los labios pero no llegó a articular ningún sonido.

—Está pasándolo muy mal —afirmó Michael, mirando el rostro de Moish, medio oculto por sus manos.

—No lo sé —dijo Moish con dificultad.

Michael ensayó otra vía de aproximación.

—No es momento para venirse abajo. ¿Sabe que Yoyo sigue detenido? No vamos a soltarlo todavía.

Moish permaneció callado.

—Tal vez debería ser más concreto —dijo Michael—. ¿Por qué no me cuenta de qué ha hablado hoy con Dave?

—Lo de Dave no tiene importancia —replicó Moish.

—¿Y qué la tiene? —preguntó Michael, pero Moish no respondió—. Dígame qué tiene importancia —repitió obstinadamente—. El tiempo nos acucia, ¿no se da cuenta de que no hay tiempo que perder?

—Ya no puede asustarme —dijo Moish—. No comprendo nada de nada.

—¿Qué quería preguntarle a Yankele?

—Estaba de turno de cocina cuando murió mi padre.

—Pero si ya lo hemos interrogado varias veces sobre lo que pasó esa noche. Yankele no vio nada. ¿Qué lo ha llevado a pensar que sí vio algo?

—Dave me lo ha hecho comprender —dijo Moish con voz quebrada, retirándose un mechón gris de la pálida frente.

—¿Qué ha pasado con Dave? ¿Qué le ha dicho? —preguntó Michael, y encendió un cigarrillo.

Moish levantó con pulso tembloroso una jarra de agua y llenó un vaso azul de plástico que tenía delante.

—Me cuesta tragar —dijo—, la alergia me está matando. Ni siquiera el agua me sabe a nada. ¿Quiere un poco? —llenó un vaso y se lo tendió.

—¿Qué ha dicho Dave? —insistió Michael, dejando el vaso sobre la mesa.

—Todo comenzó después de la sijá del sábado. De regreso a mi habitación, hablé con Dave. Y me dijo que últimamente Yankele estaba diciendo cosas raras. Que había algo que le tenía preocupado. Y que le daba la impresión de que iba a reaccionar muy mal después de la sijá. Cosas por el estilo. Apenas le presté atención. Pero se me quedó grabada una cosa. Dave dijo que Yankele no dejaba de hablar de frascos.

—¿De frascos? ¿Le ha dicho a usted algo de eso? —preguntó Michael abruptamente.

—Pues sí. Yo tampoco lo entendía. Pero al recordarlo esta mañana, de pronto comprendí a qué se refería y fui a verlo a la fábrica. Hay que tener unas dotes especiales para hablar con Yankele. Y yo sabía que no iba a sonsacarle nada que no les hubiera contado a ustedes. Pero le pedí a Dave que me echara una mano después de explicarle la situación. Dave lo interrogó y consiguió que le explicara que Dvorka había salido por la puerta de la cocina esa noche, la noche en que celebramos el jubileo.

Michael lo miró a los ojos y preguntó:

—¿Y qué relación tiene eso con los frascos?

—Yankele la siguió, se lo ha contado a Dave esta mañana. La siguió hasta la mitad del camino. Hasta… hasta… en dirección a la habitación de mi padre.

—¿Y después?

—Nada más —dijo Moish mirándose las manos.

—¿Nada más? Vamos, la historia no termina ahí.

—De momento no le voy a contar nada más —dijo Moish.

—Ya es tarde para eso —replicó Michael—. Con todo lo que me ha contado ya no puede tratar de proteger a nadie.

—El sábado por la noche celebramos una sijá muy traumática —dijo Moish—, y desde entonces… no me he sentido en paz desde entonces. De repente me he dado cuenta de que tengo que replanteármelo todo.

—¿Qué le ha dicho Dvorka? —preguntó Michael.

Moish lo miró espantado.

—¿Cuándo? —preguntó al fin.

—Ahora, cuando ha hablado con ella hace un rato —dijo Michael.

—No me ha dicho nada. ¿Cómo lo sabe? ¿Han estado siguiéndome? ¿El tipo ese del bigote? Pero ¿qué demonios les pasa? ¿Es que han perdido la cabeza? —su voz se había elevado hasta un grito.

—¿Qué le ha dicho Dvorka?

—No ha dicho nada. Lo he dicho yo todo —repuso Moish con una voz distinta.

—¿Y qué le ha dicho usted? ¿Qué idea le preocupa? Dígame en qué está pensando.

—No me encuentro muy bien —dijo Moish con un estremecimiento.

—Dígame en qué está pensando.

Moish se llevó la mano al estómago. Tenía la tez grisácea.

—¿Cree que Dvorka fue a la habitación de su padre?

—Ya no sé ni qué pensar —dijo Moish con esfuerzo—. Usted no puede comprender cómo me está afectando esta situación.

Michael pronunció la frase que tantas veces había repetido en ocasiones similares:

—Explíquemelo usted.

—Dvorka no dijo la verdad. Usted se lo preguntó un par de veces delante de mí. Y también a solas, seguro, han estado volviendo locos a todos con sus preguntas. Yo también se lo he preguntado. Mi padre era amigo suyo. Dvorka no le dijo a nadie que había muerto. Y no me ha querido decir si vio o no vio un frasco a su lado. ¿A quién pretende proteger? No entiendo cómo me ha podido ocultar una cosa así. Para mí, que Dvorka mienta es… es como si… que Dvorka me oculte algo así… —Moish se enjugó la frente—. No puedo seguir así —dijo al fin—, me encuentro fatal. Y las medicinas están en mi habitación. Tengo que volver allí.

—Siempre lleva un frasco en su cartera —le recordó Michael.

Moish rebuscó en su cartera y sacó el frasco de plástico de siempre. Lo examinó y lo agitó.

—Está vacío —dijo, y lo tiró a la papelera—. Voy a ir a mi habitación.

—Lo acompaño —dijo Michael, reparando en el esfuerzo que le costaba a Moish levantarse—. ¿Quiere que vayamos a la clínica? —preguntó—. ¿Llamo a la enfermera? ¿Al médico? ¿Necesita un médico?

—Nada de médicos —replicó Moish—, ni médicos, ni enfermeras, ni nada de eso. Sólo necesito tumbarme en mi cama. Me encontraré mejor en cuanto haya tomado la medicina. Pero tengo que ir a mi habitación.

Echaron a andar lentamente. Michael reprimió el apremio que sentía. A cualquier observador ajeno a la situación le habría parecido que eran un par de amigos dando tranquilamente un paseo, pero no había nadie para verlos. El sol llameaba en el cielo y hasta la grisácea tez de Moish se veía casi amarilla bajo la luz deslumbrante. Moish se detuvo a la puerta de su habitación y dijo:

—No me va a pasar nada. De verdad. Ya puede marcharse.

Michael asintió con la cabeza y dijo:

—Hablaremos más tarde, cuando haya descansado.

Antes de encaminarse hacia la secretaría se volvió a echar un vistazo a la esquina de la casa de Moish. Luego se acercó al gran macizo de adelfas que había allí y separó las ramas. Una avispa salió como un rayo de entre las hojas polvorientas, pero Majluf Levy no estaba allí.

Algo le hizo detenerse. Tenía la sensación de que alguien lo miraba y se preguntó si estaría perdiendo el sentido de la realidad. Estaba a punto de alejarse cuando le pareció oír ruidos en el interior. Se acercó a la ventana. Moish estaba tendido en el suelo, vomitando. Su cuerpo se contorsionaba. Michael se precipitó hacia dentro y no encontró a nadie salvo a Moish, que profirió un quejido. A su lado, sobre la alfombra, estaba tirado un frasco de plástico del que manaba el blanco líquido que siempre olía a menta. Pero esta vez tenía un olor distinto, el mismo del aliento de Moish.

Michael sintió que lo invadía una oleada de esa fría eficacia que había perdido en los últimos días. Su voz resonó con certidumbre y autoridad cuando dijo por el teléfono:

—Ven inmediatamente a la habitación de Moish.

Luego se agachó sobre el hombre que se convulsionaba en el suelo. Estaba consciente.

—¿Reconoce el olor? —le preguntó Michael, y oyó en su voz un tono delicado y tranquilizador, como si estuviera hablándole a un niño, era el tono con que le hablaba a Yuval de pequeño cuando tenía una fiebre muy alta por la noche.

—No huelo nada —dijo Moish con dificultad.

—¿Es paratión? —preguntó Michael.

—Estaba en el frasco, claro. Me voy a morir.

—Morirse no es tan fácil —dijo Michael—. No se va a morir.

Moish volvió a vomitar. Tenía la cara blanca como el papel y su cuerpo volvió a convulsionarse. Emitió un estertor y Michael empezó a contar los segundos.

—Siempre pasa lo mismo —dijo Avigail envolviendo el frasco—. Sólo he tardado cuatro minutos en llegar, pero a ti te ha parecido una eternidad porque no estabas seguro de que fuera a llegar a tiempo.

—Habría muerto si no hubieras llegado inmediatamente —dijo Michael.

—Al cabo de otros cinco minutos, si no le hubiera puesto la atropina, probablemente habría muerto.

Michael se estremeció.

—Pero había otro problema del que tú no te has dado cuenta y que a mí me tenía igual de asustada.

—¿El qué? —preguntó Michael, tratando de dominar el temblor que le sacudía el cuerpo.

—Si se administra el antídoto del paratión sin que sea necesario, cuando no se sufre un envenenamiento por paratión, el peligro es el mismo. Y más en su caso, teniendo úlcera.

—Pero yo estaba seguro. Y además recordaba que Kestenbaum te lo había dicho, y a mí me lo había repetido cien veces por teléfono, pero me fié de mi olfato.

—Tal vez no deberíamos haber corrido el riesgo —dijo Avigail.

—¿Qué alternativa teníamos? —le replicó Michael amargamente.

Se oyeron voces en el exterior y empezó a sonar el teléfono.

—¿Dónde demonios os habéis metido? —dijo Michael airadamente por el auricular—. Dime dónde estáis —luego se quedó a la escucha, interponiendo algún que otro «ajá». En ese momento entró el equipo médico del hospital, avisado por Avigail.

—Hemos tardado quince minutos —dijo el médico y, tras reconocer a Moish, añadió—: Ha sido una gran suerte que tuvieran atropina. Sin ella, ya se habría despedido de este mundo.

Michael colgó el teléfono.

—Tengo que irme —le dijo a Avigail—. Quédate aquí hasta que lleguen los peritos; ésta es la escena prototípica de un crimen. Ha sido un milagro que no se haya convertido en la escena de un asesinato.

—¿Dónde vas a estar? —preguntó Avigail.

—En la habitación de Dvorka.

Majluf Levy lo esperaba en la habitación, sentado frente a Dvorka en un sillón de finas patas, sin apartar de ella la vista.

—Ha estado a punto de morir —dijo Michael.

—Me quedé vigilando la habitación siguiendo tus instrucciones. La vi entrar. Y la oí a través de la ventana del cuarto de baño. ¿Qué tendrá que hacer en el cuarto de baño?, pensé. Nada bueno, eso seguro. Me subí a la roca que habíamos colocado a propósito ayer. No tomó precauciones, dejó abierta la ventana, y oí el ruido que hacía pero no llegué a ver bien qué estaba haciendo. No la pude sorprender con las manos en la masa porque me daba miedo que me viera si levantaba más la cabeza. Pero ¡aquí lo tienes! Lo he encontrado. Se niega a hablar. Se lo arrebaté por la fuerza, lo tenía guardado en el bolsillo. Un frasquito con un cuentagotas, como los medicamentos. Toma —y Majluf Levy le tendió a Michael la bolsita de plástico donde había guardado el frasco—. Creía que no te ibas a separar de Moish. Por eso la seguí a ella.

Al ver la mirada colérica de Michael, añadió:

—Pensé que estaría a salvo contigo y que era mejor no perderle la pista a ella —y luego, viendo que la rabia no desaparecía de los ojos de Michael, prosiguió—: ¿Cómo quieres que supiera que ibas a dejarlo solo? ¿Me dijiste acaso que la detuviera? ¿Me dijiste que la siguiera? No me dijiste nada. Y, para colmo —añadió bajando la vista—, a Baruj se le estropeó la radio y no me oía. No pude ponerme en contacto con él. Me daba miedo que no estuviera en su puesto y que Dvorka se nos escapara. Que se hiciera daño a sí misma. Pero la hemos pillado in fraganti —dijo con satisfacción—. Ah, y no mató a Srulke, simplemente le quitó el paratión.

Michael cogió el frasquito. Supo de pronto a quién le recordaba Dvorka. A Livia, de la serie de televisión Yo, Claudio, la abuela intrigante y despiadada que envenenaba a sus parientes y pretendía que la deificaran cuando muriera. Ya no le inspiraba miedo. Dvorka bajó la mirada.

Los técnicos del laboratorio móvil entraron en la habitación después de que Majluf Levy se llevara a Dvorka bien agarrada del brazo. Luego fueron a la habitación de Moish.

—Es una suerte que no haya nadie —dijo una mujer del equipo desconocida para Michael—. ¿Dónde está la familia?

—Se han marchado de excursión a la playa esta mañana —dijo Michael. Desde donde estaba, al lado de la puerta, vio a Avigail caminando despacio por el camino de cemento. Todavía vestía el uniforme de enfermera.

—Te acompaño a tu habitación —le dijo al llegar a su lado—. Ya puedes empezar a hacer la maleta, a menos que quieras quedarte hasta que llegue la nueva enfermera.

—Ni hablar —dijo Avigail—. Ya no tengo nada que hacer aquí.

—¿Qué tal se encuentra Moish?

—Se pondrá bien, ya le han hecho el lavado de estómago y todo lo necesario. No se había quedado corta con la dosis, desde luego —luego añadió pensativa—: Moish lo sabía. Sabía que había sido ella.

—Sí —dijo Michael, dando una patada a una piedrecita del camino.

—Debía de estar volviéndose loco —comentó Avigail—. ¿Estás seguro de que la muerte de Srulke fue accidental?

—Ésa es la impresión que tengo, desde luego —dijo Michael.

—No comprendo por qué Moish no dijo nada.

—Quería protegerla —dijo Michael—. Es una situación muy difícil cuando todo el mundo que te rodea es como de la familia. Y sobre todo Dvorka.

—Sigo sin comprender sus motivos —dijo Avigail—. ¿Tú lo entiendes? —preguntó de pronto—. ¿Por qué mató a Osnat? —Michael permaneció en silencio—. ¿Por qué no me respondes? —se quejó Avigail—. ¿Tú lo entiendes?

—Sí, creo que sí —dijo Michael.

—Pues di algo. Explícamelo.

—Creo que Osnat, y después Moish, amenazaban los fundamentos de su vida y los odiaba por ese motivo. Ya hablaremos de eso más adelante. Lo comentaremos largo y tendido —dijo Michael. Habían llegado a la habitación—. ¿Necesitas ayuda? —le preguntó tímidamente.

Y es que Avigail parecía tan eficaz. Como si pudiera sobrellevar todo lo que se le viniera encima.

Pero una vez en la habitación, la última luz del día devolvió a su rostro la expresión de vulnerabilidad, aquella que lo obligaba a contener el aliento. Posó la mano en su brazo y ella no esquivó su contacto.

—Avigail —dijo Michael.

—¿Qué?

—¿Me harías un favor?

—¿Qué?

—¿Me enseñas el brazo?

Avigail se quedó mirándolo largo rato. Después se desabotonó una manga con pulso inseguro.

—¿No era nada más que eso? —dijo Michael con alivio—. Y yo que creía que… no sabía qué pensar, no lo entendía. Te curarás, Avigail —sonrió—. En comparación con lo que imaginaba, esto no es nada —le aseguró, y tomó su cabeza entre las manos.

Se oyó el timbre del teléfono. Avigail le dirigió una mirada interrogante y después respondió a la llamada. Volvió a mirarlo y le tendió el auricular.

—Es para ti —dijo sin sorpresa, y se dirigió al dormitorio.

Michael oyó cómo abría las puertas del armario y a continuación se sentó para aquietar el pánico.

—No es nada —le dijo Sarit por el teléfono—, no es nada grave, solamente le han pegado una pedrada.

—¿Quién te lo ha dicho? —se oyó preguntar Michael.

—Su madre ha llamado por teléfono. Quería que te dijera que no es nada grave. Tiene un brazo roto y ha recibido una pedrada cerca del ojo. Está en el Hadassah Ein Karem, quería que lo supieras.

Avigail apareció en la puerta del dormitorio y depositó su maleta en el suelo.

—Tengo un hijo —dijo Michael con voz trémula.

—¿Sí? —dijo Avigail, mirándolo de frente—. ¿Le ha pasado algo? Por tu gesto yo diría que sí. ¿Qué ha pasado? ¿Dónde está?

—En el Hadassah Ein Karem —dijo Michael, tratando de dominar el temblor de sus manos.

—¿Quién te lo ha notificado? —preguntó Avigail a la vez que le quitaba de entre los dedos la cerilla encendida, la apagaba de un soplo y la dejaba cuidadosamente en el cenicero.

—Su madre. Hace años estuve casado, y tengo un hijo. Está a punto de terminar el servicio militar, no tardarán en licenciarlo.

Avigail respiró hondo y luego dijo:

—Si quieres te acompaño al Ein Karem. Me quedaré esperándote fuera.

El teléfono volvió a sonar y Avigail miró a Michael, que se abalanzó hacia el aparato.

—¿Sí? —se oyó decir. Y al cabo de un momento pronunció «sí» varias veces, luego «eso era lo que pensaba», y al final—: Se puede marchar cuando haya firmado su declaración.

Avigail recogió su maleta. Pasaron unos instantes hasta que Michael apagó su cigarrillo y se la quitó de las manos.

—¿Qué llevas aquí? ¿Piedras? —preguntó. Luego cerró la puerta con el hombro tras de sí.

—¿Quién ha llamado ahora? —preguntó Avigail ya en el coche.

—Benny. La carta de Osnat estaba en la caja fuerte de Aarón Meroz, como estaba previsto.

—No puedo dejar de pensar en Yoyo. Agobiado por un secreto así y sin contárselo a nadie. Qué manera de vivir —tras un silencio añadió—: Claro que no es el único.

Cuando se acercaban al hospital, Michael dijo:

—Las personas se aprisionan en la realidad que inventan. Crean secretos de los que luego no saben cómo escapar.

Avigail se miraba las manos sin decir nada. Pero cuando Michael aparcó a la entrada del hospital, le sonrió inquieta y susurró:

—Se pondrá bien, tu hijo. Ya lo verás. ¿Cómo se llama?

—Yuval —respondió Michael—. Se llama Yuval.