18

Avigail echó una ojeada en derredor y tapó el micrófono del teléfono público con la mano. Aunque el vestíbulo del comedor estaba vacío y ella se había escondido tras una gran columna de cemento, sentía el miedo convirtiéndose en sudor frío y manándole a chorros por la espalda. Mientras volvía a hablar, bajó la vista y descubrió una mancha amarilla en el borde de su blanca bata de enfermera.

En el vestíbulo hacía fresco, acababan de fregar el suelo. En las zonas adonde no llegaba la luz del sol de aquel Shabbat quedaban parches de humedad y huellas de la fregona con que una jovencita, con unos escuetos pantalones cortos ciñéndole los bronceados muslos, había recogido los baldes de agua vertidos sobre el suelo de mármol. Avigail consultó su reloj y dijo que aquélla era la hora muerta de antes de la comida, pero que enseguida empezaría a llegar gente y ya no podría hablar más.

—Creía que él no se iba a mover de aquí —dijo por el auricular—. Creía que no teníamos tiempo que perder, que estábamos trabajando contrarreloj —le sorprendió oír un deje de resentimiento en su voz—. Me dejáis aquí sola para que me enfrente a la histeria desencadenada por el asunto de Yoyo y… Pero ¿qué dices? —replicó airadamente a los murmullos aplacadores procedentes del otro extremo del hilo—. ¿Qué os creíais? ¿Que no iba a haber murmuraciones? ¿Estáis locos o qué?

»Estoy sometida a mucha presión —se excusó por el teléfono, esforzándose en eliminar aquel tono quejumbroso que tanto le molestaba a ella misma—. Llevo dos días sin hablar con nadie y el ambiente está tan cargado que saltan chispas. No paro de recibir pacientes con dolor de cabeza y de estómago, y los chavales están haciendo todo tipo de locuras, y el hecho de que Yoyo lleve dos días con vosotros, con nosotros, quería decir, tampoco mejora la situación; y precisamente ahora —dijo con creciente amargura— tiene que desaparecer él.

»No es el único que puede interrogar a los sospechosos, en el cuerpo hay más gente —dijo, y respiró hondo—. No puedo estar poniendo al día a una persona distinta cada cinco minutos; él ya conoce la situación y a las personas. Que lo interrogue Nahari o quien sea. ¡Qué ocurrencia! ¿Majluf Levy? Todo tiene un límite, ¿no te parece?

Avigail se enjugó la frente con la mano libre. Los codos le habían dolido todo el día y ahora el escozor le quemaba la piel. A través de la cristalera que separaba el vestíbulo de la plazoleta de delante vio a las primeras personas que acudían a comer; algunas venían directamente desde la piscina y colgaban sus toallas en las perchas junto a bolsos y sombreros. Vio acercarse a un grupito: una familia pastoreada por Shula hacia el comedor; la mujer, maquillada y bien vestida, caminaba con paso inseguro junto a Shula sobre sus zapatos de tacón alto, y el marido afectaba desenvoltura acompañando a Arik, el marido de Shula; dos chicas adolescentes los seguían soltando risitas nerviosas, que delataban su condición de visitantes de la ciudad. Sólo Shula y su hijo pequeño, con el pulgar en la boca y gesto lánguido, no daban muestra alguna de nerviosismo.

Del piso superior empezaban a emanar olores y Avigail identificó algunos sin problemas: el pollo de la víspera, hojaldres de salchicha, albóndigas y repollo hervido. A punto estuvo de sonreír al pensar que podía describir el menú con los ojos cerrados, pero el auricular estaba húmedo del sudor de su mano y había algo casi grotesco en los movimientos lentos y relajados con que un hombre de mediana edad apoyaba su bicicleta contra la barra diseñada con ese propósito y se quedaba a la espera de los dos niños que lo seguían pedaleando enérgicamente en sendos triciclos. El hombre aguardó a que aparcaran los triciclos junto a su bicicleta, observándolos con una expresión atenta, reveladora entre otras cosas de su consciencia de la importancia pedagógica de que a esa tierna edad se desarrollen el sentido de la independencia y la seguridad, y por ello no se precipitó hacia el más pequeño cuando éste se cayó al tropezar contra un pedal de la bici, sino que esperó a que se levantara solo. Cuando el pequeñuelo, que debía de rondar los tres años, empezó a berrear a todo pulmón, su padre se decidió a decirle: «Ven aquí, Avishai, vamos a ver qué te ha pasado». Y Avishai, vestido tan sólo con unos pantalones cortos, no se movió de su sitio, se golpeó los muslos regordetes y morenos con las manos, y su cara, también bronceada, se contrajo en un puchero bajo su pelo muy rubio. Su padre no fue hacia él, se quedó a la espera junto a la cristalera del comedor.

A Avigail le sorprendió captar la escena con tanta precisión. No oía el llanto del niño, sólo las palabras de su padre, que continuaba mirándolo desde la puerta. La niñita, de brazos gordezuelos y firmes, el rostro lleno de hoyitos medio oculto por una descuidada mata de pelo rubio liso, estaba ahora junto a su padre, también vestida con unos simples pantalones cortos. Avigail miró al niño, que al fin se enjugó las lágrimas con el dorso del puño y se dirigió hacia su padre y su hermana; cuando entraron en el vestíbulo y pasaron de largo junto a ella, oyó que Avishai decía: «Sé hacerlo muy bien, pero esta vez no me ha salido», y que su padre respondía con la misma paciencia didáctica: «Ya sé que sabes hacerlo, pero también tienes que acostumbrarte a la idea de que a veces no te salga bien».

Luego oyó una voz masculina explicando a una chica que acababa de salir de detrás de una columna: «No puedes entrar descalza en el comedor», y vio al otro lado del cristal a tres voluntarios escandinavos, uno de ellos muy quemado por el sol y los otros con ampollas en las manos, les había curado el día anterior; le sonrieron afectuosamente.

Avigail se volvió hacia la cristalera y susurró por el auricular:

—Mira, lo que pienso es que debe venir para la sijá de hoy, y él lo sabe muy bien. No —dijo con un grito ahogado—, eso es imposible, lo sabe tan bien como yo. A mí tampoco me permiten asistir, tendré que verla por el circuito cerrado de televisión. Y no puedo grabarla, cómo quieres que la grabe, que traiga él un vídeo, o que lo traiga Majluf Levy. No lo sé, pero ninguno de nosotros puede asistir. Claro que sí —dijo enfadada—, aquí tiene libertad para hacer lo que quiera, aparentemente, pero la reunión no sería igual si él estuviera presente.

»Qué va, no pienso tirar la toalla —susurró secamente—. No me compadezcas, sencillamente estoy nerviosa, a ti te pasaría lo mismo si estuvieras en mi lugar. Me da la sensación de que la situación va a explotar.

»Nadie me va a hacer daño —dijo suspirando—. Ya lo sé, pero puede que sí hagan daño a alguna otra persona. Dile que quiero recordarle que la sijá se celebra hoy y que tiene que prescindir del resto de sus compromisos para asistir a ella. Ni siquiera ha visto el orden del día, y es digno de verse.

»Por teléfono no. Ahora empieza a llegar la gente, tengo que dejarte, basta con que le digas que venga.

Mirando con atención la pequeña pantalla, Michael Ohayon casi sonrió al ver a Guta sentada junto a Fania, quien, como era de prever, tejía a gran velocidad con las agujas que empuñaba rígidamente. Michael reparó en su boca desdentada de labios fruncidos antes de que la cámara pasara de largo y él desviara la vista hacia Avigail, que estaba a su lado, enroscada en un butacón marrón que desprendía un rancio olor a lana. Vestía vaqueros y una camisa blanca holgada con las mangas abotonadas. Michael tenía una taza de café en las manos y un platito blanco delante, del que se elevaba el humo del cigarrillo que se consumía sin que él lo tocara.

Avigail guardaba un persistente silencio y la tensión que irradiaba era contagiosa. Mientras esperaban a que diera comienzo la asamblea, Michael volvió a pensar en Yoyo, pálido y sudoroso en la sala refrigerada de Pétaj Tikvá, repitiendo una y otra vez que el documento gris donde en medio de una orla negra se afirmaba que Elhanan (Yoyo) Eshel estaba autorizado a usar paratión «sólo era una coincidencia; no era el único que tenía esa licencia, que además era de años atrás, muchos años…».

El mutismo de Avigail le dificultaba concentrarse. Se preguntaba qué le habría ocurrido desde su último encuentro, anterior al arresto de Yoyo. Majluf Levy la había puesto al tanto de los resultados de todos los interrogatorios, y a Michael le había demostrado el gesto que había hecho Avigail mientras insistía en que «no tenían fundamentos para acusarlo». Pero cuando Michael le preguntó, nada más entrar en su habitación, por qué «no tenían fundamentos», ella se encogió de hombros y dijo: «Da igual», y Michael comprendió que no iba a sacarle una palabra más hasta que ella quisiera. La frase más larga que había oído de sus labios desde su llegada la había pronunciado cuando él aún estaba junto a la puerta (que Avigail se había apresurado a cerrar cuidadosamente con llave) y ella le leía el orden del día de la asamblea impreso en un hoja. Michael la había interrumpido para preguntarle: «¿Cómo estás, Avigail?», y había advertido el efecto que tenía en ella su tono cariñoso.

Avigail se limitó a decir:

—La inquietud y la tensión generales son contagiosas, y para colmo el plazo se te termina el lunes y ya es sábado por la noche.

Él hizo un gesto de complicidad y le dijo:

—Lo estás pasando mal, Avigail.

A ella se le empañaron los ojos y Michael no pudo reprimir un sentimiento de triunfo al ver que había abierto una brecha en los muros de la fortaleza. Deseaba tocarla, mas no podía apartar los ojos de la pantalla donde la sijá estaba a punto de comenzar; le cohibía también la vulnerabilidad de Avigail, hacía años que no se enfrentaba a nada semejante, y la sensación de triunfo por su pequeña victoria se tiñó de remordimientos. Mientras pronunciaba frases de efectividad probada con personas angustiadas, y especialmente cuando esas personas eran solitarias y escondían su angustia, gentes orgullosas resignadas a su soledad, Michael oía la voz de Maya diciéndole: «A veces demuestras una empatía que parece sincera a quien no te conoce, pero a mí me parece una estrategia diseñada para ablandar a tu interlocutor con muestras de sensibilidad. Y después ¿qué le ofreces?». Michael suspiró mirando el libro que reposaba boca abajo a los pies de Avigail, Crónica de una muerte anunciada, y pensó que de hecho Avigail le inspiraba poderosos sentimientos, sentimientos que llevaban largo tiempo dormidos, y era precisamente su sufrimiento lo que lo atraía. Pero aún no podía expresar con palabras lo que sentía.

Le preguntó si tenía alguna novedad que contarle.

—Si la tuviera, ya te la habría contado —le respondió Avigail malhumorada.

—¿No ha pasado nada? —se oyó insistir.

—No, sólo las cosas que pasan en mi cabeza. Y la presión de tener un plazo límite…

—Avigail —la interrumpió Michael con aplomo—, eso no es responsabilidad tuya, tú te puedes desentender. El único que se ha comprometido a cumplir un plazo soy yo y, además, ¿quién sabe qué puede ocurrir de aquí al lunes? Todo es posible.

—Sólo en las novelas —replicó Avigail.

—Ya son las nueve —dijo Michael consultando su reloj—. ¿Por qué no empiezan?

—Estarán esperando a que llegue más gente —explicó Avigail, respirando hondo—. Se han pasado toda la semana hablando de cómo iban a conseguir que asistieran más de veinte personas a la sijá. En el comedor oí comentar a Moish que, si asistían más de treinta y cinco personas, lo consideraría todo un logro.

—Es un porcentaje muy bajo —reflexionó Michael en voz alta—. He visto en su revista que algunos kibbutzim ofrecen bonificaciones a sus miembros por asistir a las asambleas.

—Yo también lo he leído —dijo Avigail—, y también que en un kibbutz se sugirió la idea de servir un aperitivo para atraer a la gente.

—No los entiendo —comentó Michael atónito—. ¿Acaso tienen otra casa? A fin de cuentas ésta es su casa y la sijá es el lugar donde se decide todo.

—No sé a cuántas asambleas de kibbutz habrás asistido —dijo Avigail—, pero, según tengo entendido, no son agradables.

Michael permaneció callado, mirando la pantalla.

—Y no sólo pueden ser desagradables, sino incluso repugnantes —continuó Avigail, poniendo el énfasis que requería el adjetivo.

—No te lo tomes tan a pecho.

—Espera y lo verás, vas a ver de todo, absolutamente de todo —remachó—. Se ajustan las cuentas, tratan de imponer su dominio, todo lo imaginable.

—Ése es el tipo que fue a verte, ¿verdad? —preguntó Michael cuando la cámara enfocó a Boaz, sentado junto a Tova y a Yoska.

Avigail no respondió.

—¿Sigue molestándote? ¿Presentándose en tu habitación de madrugada y esas cosas?

Avigail hizo un gesto negativo y dijo:

—Él no, pero otra persona sí.

—¿Quién? —preguntó Michael con fingida indiferencia, y encendió otro cigarrillo.

—El contable de la fábrica, Ronny.

—Lo conozco —dijo Michael con agresividad—. Ayer me pasé todo el día hablando con él.

—Sobre Yoyo, supongo —dijo Avigail—. ¿Cuándo me vas a contar lo que está pasando?

—Cuando termine esto —repuso Michael señalando la pantalla azulada.

—Me controla las llamadas telefónicas; ¿sabes que los números y todos los detalles quedan registrados?

Michael asintió con la cabeza.

—Quería saber si tengo novio en la ciudad, enterarse de todo.

Michael arrastró hacia sí el platito y apagó el cigarrillo.

—Quieren saberlo todo, no tienen vergüenza. No me invitan a sus habitaciones, aunque sí a los seminarios, claro, y, por otro lado, me preguntan qué problema tengo, como esa Yojeved. «Una chica guapa como tú…», bla, bla, bla. La única persona que me ha invitado a su habitación ha sido Moish, y sólo una vez. Ah, bueno, y también Dave.

—Sólo llevas aquí una semana —le recordó Michael.

Avigail hizo un cálculo mental.

—Sí, es verdad, se me ha hecho mucho más largo, y nos queda tan poco tiempo. Tengo que descubrir algo, a alguien, pero no he avanzado nada; todo va mal y yo no acabo de entenderlo. Me da la sensación de estar viviendo una película de terror, como si fuera a suceder algo espantoso y no supiera de dónde va a venir el golpe.

—¿No tienes calor? —preguntó Michael asombrándose a sí mismo.

—No —repuso Avigail, y su rostro adoptó una expresión fría y severa para ponerlo en su sitio cuando a Michael se le escapó decirle: «Siempre con mangas largas».

Avigail no dijo nada más. Su silencio resultaba imponente. Era un silencio revelador de su fortaleza. Avigail sabía quedarse tranquilamente callada. No llenó la habitación con el sonido de su voz para disimular la tensión y ponerle las cosas más fáciles. Aquella fortaleza, sumada a su vulnerabilidad, inspiraba mucho respeto. Pero para Michael era un atractivo más.

Michael miró la pantalla y pensó, y no por primera vez, en Balilty, su antiguo compañero de Jerusalén, y en las posibilidades que se le habrían abierto si hubiera contado con él en lugar de con el agente de inteligencia del distrito de Lakish, un personaje poco inspirado que hasta el momento no había aportado nada salvo el contacto con el agente de bolsa.

Dave estaba sentado en la primera fila, no muy lejos de Tova y Boaz. Tenía a Yankele a su lado, y en la fila de atrás Michael vislumbró a Dvorka junto a Zeev HaCohen y Yojeved, y tras ellos a otros ancianos, los semblantes cargados de una tensión y una inquietud tan evidentes que hasta el cámara aficionado no pudo menos de reflejarlas. La cámara dio un brinco y una breve toma bastó para mostrar los labios fruncidos de Dvorka, su pelo estirado hacia atrás y sus ojos fulgurantes. Michael volvió a pensar que le recordaba a alguien, no sabía a quién. Quiso comentárselo a Avigail, pero al mirar hacia ella y verla acurrucada en la butaca con los brazos cruzados sobre el pecho desistió de la idea. Zeev HaCohen cruzó una pierna sobre la otra y empezó a bambolear rítmicamente su sandalia bíblica. La fila de sillas de cara al público estaba ocupada por Moish y los demás miembros de la junta directiva. Moish le susurró algo a Shula y ésta empezó a hablar.

—Buenas noches a todos —dijo que le complacía mucho que hubiera cuarenta y tres miembros presentes, lo cual era «una mejora significativa, y confiamos en que sólo sea el principio y no una moda pasajera». Después de lanzar una mirada interrogante a Moish, continuó diciendo—: A pesar de todo lo que ha ocurrido, tenemos que seguir viviendo nuestras vidas como si… —trató de dar con las palabras adecuadas y una voz del público gritó: «Como siempre»—. Hoy no contamos con la presencia de Yoyo —dijo Shula abochornada—, así que dejaremos los asuntos financieros para la siguiente reunión —a continuación leyó el orden del día, que incluía un punto relativo a la movilización para recoger melocotones y, una vez pronunciada su alocución, Shula concluyó—: Compañeros, es necesario recoger las ciruelas; ¿queréis que contratemos a gente de fuera? Hemos organizado un campamento de trabajo con los scouts, y yo os insto a que colaboréis, la situación ya es bastante difícil tal como están las cosas.

Michael miró a Moish, que mordisqueaba el extremo de un lápiz y se mordía los labios cada vez que se retiraba el lápiz de la boca para tomar notas en un cuaderno; luego pasó la vista por la fila de ancianos: la cara de Yojeved, reluciente de sudor, el rostro arrugado como una pasa de Matilda, que estrujaba un delicado pañuelito, de esos que Michael no veía desde hacía años. Shula planteó el siguiente punto del orden del día: ¿Iban a conceder a Ilan T. tres días libres a la semana para que los dedicara a pintar?

—Para ser más exactos —dijo consultando la hoja que tenía delante—, dos días a la semana para pintar en la habitación que le hemos cedido junto al antiguo establo, y otro día para ir a Tel Aviv a estudiar.

—Ahora vas a ver lo que es un kibbutz —dijo Avigail—. Ya verás.

En la sala se oyeron murmullos y los ruidos que hacía la gente al removerse en sus asientos.

—La comisión de educación superior le ha denegado el permiso —prosiguió Shula alzando la voz—, y hemos decidido debatir la cuestión en la sijá.

Avigail se acercó al televisor y señaló a un joven de pelo largo, en pantalones cortos y con un cigarrillo entre los dedos, que, sentado en el extremo de la segunda fila, no dejaba de mirar a su alrededor meneando la cabeza.

Cinco personas tomaron la palabra sucesivamente. Matilda fue la última que habló en estos términos:

—No tenemos suficiente mano de obra y no vamos a contratar a nadie, y, además, Ilan ya tuvo tiempo libre el año pasado. ¿Hay que decir algo más? —Guta, sentada cerca de Matilda, asintió vigorosamente con la cabeza.

—Si todo el mundo conviniera en que Ilan es un artista… —dijo a voz en cuello Yojeved.

Y entonces Ilan T., con el rostro encendido, estalló con desatada furia:

—Me dais risa. Ya he hecho exposiciones en la ciudad y el mundo entero me reconoce como artista, todos salvo vosotros. Éste es el único lugar del mundo donde uno tiene que avergonzarse de ser artista —por encima del vocerío que había desencadenado, Ilan gritó—: Éste es el único lugar del Estado de Israel donde ser artista no sólo no es un honor, es una vergüenza, porque no es un trabajo productivo. No tengo por qué pediros permiso para nada.

—Un momento —dijo Zeev HaCohen poniéndose en pie y volviéndose hacia Ilan—. ¡Cálmate, Ilan, por favor! —y, dándose la vuelta para dirigirse a los reunidos, dijo—: Quiero hacer una sugerencia. ¿Por qué no tratamos de ser constructivos y pensar con lógica? —Dvorka hizo un gesto de asentimiento. Ilan T. permaneció callado y se pasó una mano trémula por el largo cabello. La mujer que estaba a su lado le posó una mano en la rodilla.

—Es Ditza, su mujer —explicó Avigail—, es de Haifa. Los dos formaban parte de una unidad Nájal, y, terminado su servicio, se quedaron en el kibbutz; llevan aquí doce años.

—Mi propuesta es —dijo Zeev HaCohen en el silencio que se había hecho— que actuemos como ya lo hicimos en un caso previo: solicitemos que venga una comisión de expertos del Kibbutz Artzi para que examinen la obra de Ilan y nos aconsejen qué pasos debemos dar. Que sean los expertos quienes decidan si merece que se le conceda la categoría especial de artista.

—Sé a qué otro caso te estás refiriendo —le espetó Ilan—, y que vuestra brillante comisión de expertos decidió que el artista necesitaba someterse a un tratamiento psicológico. Dijeron que, a juzgar por su obra, estaba desequilibrado. Y permitidme que os diga —continuó, con las venas del cuello hinchadas— que hoy día es un artista de fama reconocida gracias a que se marchó del kibbutz. Y eso mismo vamos a hacer nosotros, marcharnos. No quiero lanzar amenazas —dijo en un tono más calmado—, pero vamos a irnos, porque no nos ofrecéis otra alternativa; si esos idiotas que no tienen ni idea de arte ni de ninguna otra cosa se presentan aquí y dicen sobre mí lo que hace cuatro años dijeron sobre Yoel, cuya obra se aprecia hoy en todo el mundo, no pienso quedarme.

—Compañeros —dijo Dvorka calmadamente cuando el alboroto llegaba a su punto culminante y comenzaba a aquietarse—, quiero decir algo —se puso en pie—. Ésta no es la única forma posible de evitar las injusticias, de garantizar la igualdad por la que luchamos, la síntesis entre las necesidades privadas y las necesidades comunes. Vamos a tratar de pensar si no hay un medio mejor de sostener una sociedad como la nuestra —la cámara mostró la expresión de pasmo de Guta. Fania seguía tejiendo como si no hubiera pasado nada—. Necesitamos artistas —dijo Dvorka con aplomo y tranquilidad—, aquí necesitamos artistas y necesitamos del arte. No debemos ser rígidos. No hay motivos para que pongamos obstáculos en el camino de un compañero de talento. Nuestra situación económica es buena y no es necesario denegar una petición de este tipo por ahorrar dinero. Y tal vez —continuó, posando la vista en el grupo de jóvenes sentados detrás de Tova—, tal vez, en lugar de pensar en que los niños duerman con sus padres y en asignar nuestros recursos a proyectos acordes con el espíritu de los tiempos, deberíamos modificar nuestra actitud hacia el individuo.

—¿Qué propones entonces, Dvorka? —preguntó Shula con gesto de desconcierto.

—Propongo que nos replanteemos la cuestión con un espíritu diferente —dijo Dvorka con calma. Matilda pegó un brinco y Zeev HaCohen la tranquilizó poniéndole la mano en el brazo.

Los miembros del kibbutz votaron a favor de posponer la votación y Shula se disponía a plantear el siguiente punto del orden del día cuando Ilan T., la vista fija en Matilda, que no había dejado de mascullar, dijo abruptamente:

—Osnat era la única persona que demostraba respeto por los artistas, que apreciaba el arte, que sabía de qué iba el tema.

—Todos estamos muy apenados por su pérdida —intervino Zeev HaCohen—, pero entre nosotros hay muchas personas que respetan a los artistas y, además, debemos intentar mantener un espíritu fraternal en la sijá. Hay otros asuntos que tratar. No digas nada de lo que luego puedas arrepentirte, Ilan; estás en tu casa.

La pantalla azulada no mostró la réplica verbal de Ilan, pero sí se le vio levantarse y encaminarse hacia la puerta seguido por su mujer mientras todos fingían que no había pasado nada y se apresuraban a votar sobre la petición de ingreso presentada por la familia Yaffe, que llevaba año y medio en el kibbutz en calidad de candidata. La opinión general era que la familia se había adaptado con éxito al kibbutz, y así quedó reflejado en una clara mayoría a su favor cuando Shula anunció que sólo había diez votos en contra y dos abstenciones.

Habían llegado al último punto del orden del día. Shula se volvió hacia Moish y le cedió la palabra. Avigail cambió varias veces de postura en la butaca, sin acabar de acomodarse, y al final cruzó las piernas, enderezó la espalda y se quedó sentada muy rígida. Michael encendió otro cigarrillo. La creciente tensión reinante en el comedor se transmitía a la habitación, donde las ventanas cerradas y con las cortinas echadas creaban una atmósfera cavernosa.

—Hace casi dos semanas —comenzó Moish, que tenía el semblante aún más pálido que de costumbre—, perdimos a Osnat —en el comedor se había hecho un silencio pesado. Zeev HaCohen y los demás miembros de la junta directiva sentados junto a Moish agacharon la cabeza. Dvorka ni pestañeó, aunque tensó brevemente los labios—. La muerte de Osnat ha sido un golpe del que aún no nos hemos repuesto —dijo Moish, y Michael le vio echar un vistazo a la hoja que tenía en las rodillas—, y del que no llegaremos a reponernos hasta mucho después de que se haya descubierto…, pero no es de esto de lo que quería hablaros esta noche —continuó Moish después de haber recuperado la voz—, sino de lo que, por mor de la brevedad, llamaré «la obra de su vida».

El silencio era absoluto. Tan sólo se oía la voz de Moish y el sonido de su respiración.

—Antes de continuar quiero decir que confiamos plenamente en Yoyo y no albergamos la menor duda sobre su inocencia en tanto no se demuestre lo contrario.

Yojeved cuchicheó unas palabras al oído de Matilda.

Michael miró a Avigail, que tenía la vista clavada en la pantalla. Supo que ella notaba su mirada. Cuando volvió a prestar atención, oyó que Moish decía:

—Disculpadme esta fraseología, ¿cómo podría expresarlo mejor?… A mí, la muerte de Osnat me ha hecho tomar conciencia de que es cierto eso que se dice de que la vida es efímera. Y luego Aarón Meroz, a quien muchos recordáis, ha sufrido un infarto. Es como si nuestra generación estuviera a punto de desaparecer de la escena sin haber logrado nada propio.

Alguien dijo algo a gritos y Moish pidió:

—Por favor, dejadme hablar sin interrumpirme, que ya me cuesta bastante —en el silencio que siguió, Moish pareció hacer acopio de fuerzas. Michael se fijó en sus anchas manos, absolutamente inmóviles. Sólo su palidez y su respiración acelerada y ronca delataban su nerviosismo—. Como es natural, la repentina muerte de Srulke no ha contribuido a aliviar esta sensación. No pretendo decir que no hayamos logrado nada en absoluto, pero sí que ha llegado la hora de que dejemos nuestra huella, tal como lo hizo la generación de nuestros padres. Mientras Osnat estuvo en vida, yo no sentía tan intensamente esta necesidad. Ahora que nos ha dejado, quiero explicaros que me siento llamado a desempeñar lo que, en palabras bonitas, se podría denominar una misión. Siento que Osnat…, que debemos continuar lo que ella comenzó.

Moish se quedó callado y tocó el papel que tenía en las rodillas. Michael reparó en el frenético movimiento de las agujas de tejer de Fania y en el ceño fruncido de Guta. Dvorka apoyó la barbilla en la mano sin apartar la vista de Moish. Zeev HaCohen descruzó las piernas y las colocó en paralelo, ladeando después la cabeza para escuchar, pose que en su día, pensó Michael, debía de tener encanto pero que ahora se le antojaba excesivamente juvenil, casi grotesca. Yojeved escuchaba a Moish con expresión cada vez más agria.

—Creo que nos ha llegado el momento de replantearnos cómo reorganizar la vida del kibbutz desde el punto de vista de las relaciones entre la familia y la comunidad. Estoy citando un texto de Osnat y, aunque quizá no soy tan hábil con las palabras como ella, sí comprendía la visión que Osnat tenía en mente, tal como la comprendíais la mayoría de vosotros. Y no quiero que todo se quede en nada —dijo Moish con una voz a su pesar cargada de patetismo— sólo porque Osnat haya fallecido.

—¿Qué quieres decir con «quedarse en nada»? ¿Por qué en nada? —dijo Tova desde el público—. Tenemos una comisión encargada del desarrollo del kibbutz, y la creamos precisamente para eso. Cualquiera pensaría que sin Osnat…

—Sí, ya lo sé —la interrumpió Moish—, pero quisiera que lo debatiéramos para rendir honores a la memoria de Osnat —carraspeó—. En los últimos años, Osnat era uno de los pilares del kibbutz. Me gustaría que discutiéramos una solución inmediata para el problema de que los niños duerman en familia y también, desde una perspectiva positiva, seria y, no sé cómo decirlo…, profunda, sí, ésa es la palabra, el asunto de la instalación comunitaria para los miembros de edad.

Matilda se puso en pie y, exhibiendo su abultada barriga, dijo a voz en grito con mucho aspaviento:

—¿Otra vez vas a empezar con eso?

Dvorka también se levantó. Su figura delgada y erguida causó un efecto inmediato. Matilda se calló y tomó asiento. El semblante de Dvorka también estaba pálido. Despegó los labios y en un tono ponderado, didáctico, despojado de emociones y autoritario, dijo:

—Mira, Moish, de eso ya hemos hablado muchas veces. Es un tema complejo, demasiado complicado para tratarlo a la ligera. Crear situaciones destructivas para el grupo y el individuo no va a valemos para rendir homenaje a Osnat. La propia Osnat carecía de respuesta para numerosas preguntas, incluidas algunas triviales, como por ejemplo quién se ocuparía de los niños enfermos si no tuviéramos casas infantiles. A veces tiendes a olvidarte de que aquí hemos creado una sociedad igualitaria y productiva mucho antes de que las feministas quemaran sus sujetadores. Éste es el único lugar donde la mujer puede trabajar como un hombre, gracias a las soluciones originales que hemos creado para permitirle realizarse en un trabajo innovador y constructivo.

»Pero éstos son asuntos secundarios, y Osnat solía decir que los resolveríamos del mismo modo que se han resuelto en otros lugares. Eso no es lo principal; lo que me preocupa es la cuestión de la igualdad. Si hemos creado una sociedad igualitaria ha sido gracias a una educación uniforme. Educación que dejaría de ser posible si los niños durmieran con sus padres. Y tendría mucho más que decir al respecto teniendo en cuenta los principios que están en juego, pero no son éstos el momento ni el lugar para hablar de eso.

Guta tenía el rostro distorsionado por el odio y la ira, según apreció Michael, cuando rompió a hablar dirigiéndose a Moish:

—¿Por qué no dices que quieren montar una residencia de ancianos para resolver el problema de la vivienda? ¿Por qué no hablas de eso? La última vez que me quejé de que seguían sin realojarnos en casas nuevas, Osnat me dijo que la comisión de vivienda tenía a la vista un nuevo proyecto, es decir, la residencia de ancianos en cuestión, donde también quieren vender plazas a gente de la ciudad, ¡como si estuviéramos cortos de dinero!

—Guta —imploró Moish—, por favor te lo pido.

—Pide todo lo que quieras, ¡no vas a lograr taparnos la boca! —chilló Matilda—. No es sólo la vivienda, Osnat también lo concebía como una solución social, ella misma me lo dijo, porque así los compañeros mayores que están solos podrían hacer nuevas amistades en la residencia de ancianos o como quieras llamarla.

—¡Se quieren librar de nosotros sin ningún motivo! —dijo Guta en un alarido—. En eso se resume vuestra maravillosa visión.

—Lo que quieren es quitarnos de en medio para que no les impidamos introducir sus cambios modernos —dijo Yojeved. Ella también se había puesto en pie.

—¿Y qué pasará con la figura de la encargada de casa? ¿Qué opinas de eso? ¿Para qué necesitaremos a las encargadas de casa? —preguntó una mujer vestida elegantemente desde el centro del comedor. Michael no la reconoció y Avigail respondió con un encogimiento de hombros cuando le preguntó quién era.

Dvorka se agachó para sacar de debajo de su silla un libro de tapas oscuras y dijo:

—Compañeros, compañeros, concededme un momento —poco a poco se hizo el silencio y todos volvieron a sentarse salvo Dvorka, que permaneció en pie con el libro en las manos—. En momentos difíciles como éste, debemos prestar oído a lo que puedan decirnos los pioneros de los viejos tiempos, aquellos comuneros que compartieron con los demás sus pensamientos más íntimos para que pudiéramos extraer de ellos algún consuelo en situaciones como ésta. Me gustaría leeros un pasaje de Kehilatenu. Son palabras de David Kahana, que figura aquí con el nombre de David K. Como veis, no se sentían en la necesidad de inmortalizar sus nombres, e incluso hoy día, los compañeros que colaboran en nuestra revista no firman con el nombre completo sino sólo con su nombre y la inicial de su apellido, porque lo importante es lo que se dice y no quién lo dice. Nosotros tenemos la suerte de vivir el ideal más elevado al que puede aspirar el hombre: la felicidad individual lograda mediante la integridad del colectivo, como dice David Kahana. —Dvorka se sacó del bolsillo de su negro pantalón unas gafas de leer, inclinó la cabeza y dio comienzo a la lectura:

Yo os digo, hermanos, que aun cuando supiera que al final nos íbamos a hundir en el cenagal de la vida, no abandonaría mi puesto; tal vez me detendría un instante a buscar compañeros de fatigas y de audacias, pero no renunciaría a la visión. A veces regreso a casa después del duro trabajo abatido y desesperanzado, y me da la impresión de que a mi alrededor todo se ha sumido en terrible confusión. Entonces, inconscientemente, comienzo a revisar todos los días de mi vida, desde el infierno vienés, pasando por las reuniones y los acontecimientos externos y por las luchas internas a bordo del barco, hasta el «crisol purificador» de Galilea y el kibbutz, y el recuerdo de las derrotas y fracasos me quema la carne como una llama y oscurece mis ojos con pensamientos sobre mi caída en la Tierra… Mas ¿puedo rendirme? No, hermanos, no abandonaré mi puesto, porque no establezco distinciones entre los días de lucha y de vacilación y los de consecución de la visión. La búsqueda eterna y la incesante lucha son nuestro destino. Nos acompañarán todos los días de nuestra vida, mientras caemos y nos levantamos una y otra vez, de tarea en tarea, de sacrificio en sacrificio; y cuanto más crezca nuestra empresa, más dura se volverá la lucha interna, y cuanto más nos apriete la mano del destino, más corrosiva se volverá la duda entre nosotros.

Dvorka cerró el libro, lo dejó en la silla y se quitó lentamente las gafas.

—No lo puedo creer —dijo Michael. Respiraba con dificultad y sudaba—. Esa mujer… al fin está revelando su verdadera personalidad —se levantó para ir a la pila, donde echó un trago del grifo.

—¿Es que ha perdido la cabeza? —preguntó Avigail sin dirigirse a él—. ¿A cuento de qué venía todo eso?

Michael volvió a sentarse y se quedó mirando la pantalla de hito en hito. La cámara enfocó a Dvorka.

—No lo entiendes —dijo con voz ronca—, Dvorka no se pasea por ahí con Kehilatenu en el bolsillo; seguro que lo tenía preparado. Ahora que lo pienso, estoy convencido de que todo ha sido una puesta en escena, ella ya sabía lo que iba a pasar esta noche.

—Esos ojos suyos dan miedo —comentó Avigail—, no me gusta.

Michael trató de aquietar su respiración. Encendió un cigarrillo y se levantó sin apartar la vista de la pantalla. Había caído presa de la ansiedad, del pánico casi. En aquel momento veía a Dvorka con otros ojos. El rostro le ardía y tenía la sensación de estar presenciando algo tremendamente amenazador.

—Os he leído este pasaje fundamentalmente por la última frase —decía ahora Dvorka, poniendo énfasis en cada palabra—, y también para demostraros que en otros tiempos a la gente no le daba miedo expresar sus sentimientos y que dentro de la familia, de la gran familia del kibbutz, era legítimo hablar con toda franqueza. Debemos someternos a un examen permanente para averiguar si el mundo que hemos construido es el correcto y, en tal caso, para conservarlo.

Dave la miraba con los ojos abiertos de par en par y meneaba la cabeza como quien escucha impartir sabiduría a un maestro o como quien contempla a un extraño espécimen.

El dramatismo y la pasión dieron paso a un tono prosaico cuando Dvorka siguió diciendo:

—Por lo que respecta a la cuestión de que los niños duerman con sus padres, he de decir que no veo ninguna desventaja en la actual disposición de las cosas. Pensad por un momento en vuestra propia generación, ¿tenéis algún problema especial? ¿Y qué me decís de los recuerdos y experiencias compartidos? ¿Y de la implicación de todos los miembros del kibbutz en la educación de cada uno de los niños? Tan implicados estábamos que todos nos enterábamos cuando os salía el primer diente, o cuando dabais vuestros primeros pasos. Vosotros sois la prueba viviente del éxito del experimento que llevamos a cabo con tanta fe y tanta dedicación.

Matilda, con la malévola sonrisa que Michael había llegado a reconocer, dijo:

—Está por ver hasta qué punto tenéis éxito, pero de momento podéis disfrutar del cumplido.

—¿Y qué hay de la residencia de ancianos? —inquirió Guta—. Eso es lo que yo quiero saber.

—Es imposible debatir los dos temas al mismo tiempo —sentenció Dvorka.

—Osnat pensaba que era posible —terció Moish—. No sólo posible, necesario.

Dvorka apretó los labios en una fina línea y luego los separó para decir, haciendo un esfuerzo evidente por dominarse:

—Y tú sabes que yo no estaba de acuerdo con ella.

—Siempre habrá desacuerdos —intervino Zeev HaCohen, conciliador—, y no hay necesidad de precipitarse. Por mi parte, no tengo objeciones que hacer a una instalación comunitaria para la generación mayor, siempre y cuando no se nos retire el derecho a votar y a participar en la vida del kibbutz, y por lo que se refiere a que los niños duerman con sus padres, creo que deberíamos enfocarlo con amplitud de miras.

—En cualquier caso —lo interrumpió Dvorka con insólita impaciencia—, está claro que estos planes son absolutamente inaceptables en opinión de la mayoría, porque desvirtúan el concepto de base del kibbutz —tras respirar hondo, añadió con voz cargada de desprecio—: Y no mencionéis a otros kibbutzim como ejemplo. La idea de progresar con los tiempos y seguir modas desastrosas no tiene que guiar nuestros pasos. En el Movimiento Unido de Kibbutzim ya están hablando de pagar un salario a los miembros a cambio de su trabajo. A la vista de tales propuestas yo puedo parecer anacrónica, pero tengo el profundo convencimiento de que no encontraremos el sentido de nuestras vidas en las recompensas materiales sino en la realización interior.

—Hace un momento has dicho que el dinamismo y el cambio son necesarios —le recordó Zeev HaCohen.

—¿Qué tiene de malo la manera en que hemos educado a nuestros hijos? —replicó Dvorka a voz en grito.

A Moish le temblaban las manos cuando se levantó y miró a Dvorka y a la fila de ancianos con una mirada diferente, dura y despiadada.

—Voy a deciros claramente lo que tenía de malo. Se cometieron muchos errores. Y el primero fue que nunca hablábamos del tema. Vosotros no lo permitíais, no queríais oírlo. Recuerdo muy bien que Srulke solía devolverme a la casa infantil cuando por las noches me escapaba a su habitación. El cambio principal que he vivido después de que Osnat muriera como ha muerto ha sido darme cuenta de que tengo que hablar. Voy a decir lo que pienso y vosotros me vais a escuchar. Vamos a tener una sesión del estilo de las de Kehilatenu. La lectura de esa recopilación de monólogos en que dejaban su alma al desnudo me ha dado que pensar, fundamentalmente que las cosas han cambiado mucho y que la sijá se ha convertido en un sello de aprobación para conceder o rechazar peticiones y para dar soluciones a los problemas organizativos. ¿Qué sabéis de nosotros? Puede que sepáis cuándo comenzamos a andar o a hablar y cuándo nos salió el primer diente, pero de nuestra vida interior no sabéis nada de nada. Nunca hemos tenido la oportunidad de expresarnos, sólo de manera solapada en los chistes y piezas cómicas que componíamos para las celebraciones y los bar mitzvás. No voy a decir que nuestra educación no tuviera nada de positivo, pero también hay que hablar de la tristeza, de las noches en que nos despertábamos y no encontrábamos a nuestra madre o a nuestro padre sino a un sustituto, como aquel tipo de un grupo Nájal que le ponía a Noga talco en la vagina cuando le dolía. Y en el kibbutz se consideró una anécdota divertidísima.

Michael oía la fuerte respiración de Avigail y notaba que se pasaba incesantemente las manos por los brazos.

—Miriam, mi madre —dijo Moish con voz ahogada—, a quien todos conocisteis, era una mujer sencilla y honrada. No es necesario que la describa ahora —dijo enjugándose la frente—. Trabajó duramente toda su vida y nunca habló en la sijá, no había persona más leal al kibbutz que ella —miró en torno suyo. Nadie dijo nada, nadie se movió. Todos los ojos estaban fijos en él, algunos perplejos, otros sobresaltados—. Miriam, mi madre —repitió Moish—, solía contarme a menudo cómo despedisteis a nuestra primera encargada de casa, Golda. Recuerdo su nombre por habérselo oído a mi madre, porque, según me han dicho quienes entienden de psicología, no se guardan recuerdos de antes de los dieciocho meses de edad, y ésa es la edad que yo tenía cuando la echasteis. Pero ¿qué ocurrió antes de que cumpliera los dieciocho meses? ¿Qué me decís de eso?

Sin moderación ni prudencia algunas, Moish soltó a voz en grito:

—¿Dónde estabais vosotros antes de que yo cumpliera dieciocho meses, en esa época en que Miriam me recordaba como un mocoso que trastabillaba detrás de la encargada de la casa, con churretes de mocos y lágrimas corriéndome por la cara, tirándole del vestido y ella desprendiéndose de mi mano? ¿Dónde estabais entonces? —su alarido iba dirigido a Dvorka, que no bajó la vista. Estaba tan quieta que Michael temió que dejara de respirar—. Eso es lo que quiero saber: ¿Dónde estabais? ¿En qué estabais pensando en aquella época, mientras nosotros pasábamos miedo por las noches? ¿Cómo pudisteis consentir que las madres vieran a sus bebés sólo media hora al día? ¿Cómo pudisteis tener la caradura de decidir que la unidad familiar era perniciosa para la sociedad y, a la vez, hacer chistes sobre eso y reíros de vosotros mismos en las celebraciones del kibbutz? Eso es lo que quiero saber hoy. Osnat me comentó algo en lo que tenía toda la razón: que era vuestro sentimiento de culpa el que os llevaba a oponeros a los cambios, eso es lo que me dijo. ¡Que queríais perpetuar los abusos para protegeros y justificaros!

Alguien le hizo un comentario en voz baja, pero Moish lo desdeñó con un ademán y gritó:

—¡No me digáis que me calme! No es eso lo que importa ahora, que me calme o no me calme. ¡Os digo que ya está bien! ¡Esta situación ha durado demasiado! Es posible que tuvierais vuestras razones, no digo que no, debíais de tenerlas…: la dureza de vuestras vidas y todo lo demás…, pero no tenemos por qué continuar con vuestras locuras. Quiero ser yo quien arrope a mis niños por la noche, a los que todavía lo necesitan. Quiero oírlos cuando tosan, en la habitación de al lado, y cuando tengan una pesadilla quiero que vengan a mi cama y no que vayan a un interfono, o que tengan que salir en la oscuridad de la noche a buscar nuestra habitación, tropezándose con las piedras, pensando que cada sombra es un monstruo, y todo para toparse con una puerta cerrada o para que los devuelvan a la casa infantil. Mis hijos van a estar conmigo y todo lo demás me trae sin cuidado.

Tragó saliva y después miró a los ojos a las personas de la primera fila.

—Vais a reconocer vuestros errores, como ya lo han hecho en todos los demás kibbutzim —dijo en tono más sosegado—. Quiero que os sintáis culpables, ¿acaso tenéis derecho a no sentiros culpables? Lotte ya no está con nosotros, pero si siguiera aquí le diría unas cuantas cosas sobre aquellos años en que a mi madre sólo le permitían verme media hora al día, y sobre aquellas noches. Lo organizasteis todo para vuestra conveniencia. En aras del ideal de la igualdad estructurasteis las cosas para que desarrollásemos una personalidad grupal, pero destruisteis nuestra personalidad individual. ¿Creéis que los chavales crecen sanos y confiados cuando sólo pueden recurrir unos a otros por las noches? ¡Y eso por no hablar del comienzo de la adolescencia y las duchas comunes y el resto de vuestras ideas brillantes! ¡Estoy harto! Estoy harto de ser comprensivo y tolerante con los sufrimientos pasados. ¡Quiero entender cómo se os pudo ocurrir cerrar con llave la puerta de la casa de los niños y decirle al vigilante de noche que viniera a vernos un par de veces! ¡Dos veces en toda la noche! A veces nos pasábamos la noche levantados, aporreando la puerta y llorando, ¡pero nunca venía nadie! ¡Cada vez que pienso en eso me pongo frenético! ¡Me vuelvo loco! —se inclinó hacia delante y estalló de nuevo—: ¡Pensad en los niños de esta generación llorando junto a la puerta!

—Vaya, vaya, vaya —dijo Michael, encendiendo otro cigarrillo—. ¡Mira lo que está pasando!

Avigail guardaba silencio.

—Y cuando nos hacíamos mayores y escapábamos a media noche para veros, nos volvíais a llevar a la casa de los niños. Recuerdo perfectamente cómo Srulke se levantaba y me llevaba allí de vuelta. Un par de veces dormí al raso, a la puerta de la habitación de mis padres, para que no me obligaran a volver a la casa infantil.

Zeev HaCohen se puso en pie, pero Moish le dijo a voz en grito:

—Ya puedes ir volviendo a sentarte. Todavía no he terminado. Ahora que me he lanzado, no pienso callarme. Espera hasta que termine, hasta que termine. —Zeev HaCohen se sentó con expresión asustada—. Me importa un pimiento vuestra querida igualdad —gritó Moish—, ¡no somos la gloria del Estado de Israel ni nada que se le parezca! Y yo os pregunto para qué ha valido todo esto. La gente acusa a nuestros hijos de ser materialistas y otras muchas cosas. ¿Qué tiene de raro? ¿De qué otra manera pueden compensar las carencias de su infancia? Vosotros por lo menos teníais ideales y os podíais refugiar en ellos. ¿En qué podemos refugiarnos nosotros? ¿Qué refugio nos queda hoy? ¿El trabajo? ¿Es el trabajo toda nuestra vida? ¿Para eso habéis creado el kibbutz? ¡El kibbutz: la gloria del Estado de Israel! ¡Menudo cuento!

Moish alzó la vista al techo y luego la posó en los ocupantes de la primera fila y agitó un dedo en su dirección.

—Una compañera ha sido asesinada; no sabemos quién lo ha hecho ni por qué. Pero sí sé muy bien qué pretendía hacer Osnat: no hay nada que justifique que nuestros hijos no sean educados por sus padres, ¡a la mierda todo lo demás! —dirigió la vista al frente y dijo con rencor—: No, Matilda, no me he vuelto loco. Al contrario, había estado loco hasta ahora. Prácticamente todos los kibbutzim han dado ese paso y nosotros tenemos dinero para darlo, pero estamos posponiéndolo y perdiendo el tiempo con tonterías como si fuera una cuestión trivial. Voy a ser yo quien arrope a mi pequeño Asaf por las noches, ¿me has oído, Dvorka? Yo y no la encargada de la casa, yo y no el vigilante de noche, yo y no el interfono, yo y solamente yo. Porque vosotros sólo pensabais en nuestros primeros dientes, pero no en nuestros primeros miedos, unos miedos que ni siquiera sabíamos expresar con palabras porque éramos demasiado pequeños. Y yo te pregunto, Dvorka, ¿qué ideal puedes esgrimir para justificar el miedo de un niño que aún no ha aprendido a hablar? ¡Ni un niño siquiera! ¡Un bebé! Yo tengo el ejemplo de mi hermana, que está educando a sus hijos en la ciudad, y aunque no tengan todo lo que quieren, y no salgan de excursión con neveras portátiles y helados ni reciban clase de clarinete desde los tres años, esos niños no están intimidados por los miedos que yo aún sigo padeciendo. Sólo quiero decirte una cosa: vamos a implantar la norma de que los niños duerman con sus padres y todo lo demás que quería Osnat. Incluso la residencia de ancianos, si llegamos a decidirlo así.

—¡Sobre mi cadáver! —se oyó decir a Guta en voz alta y clara.

Después estalló un alboroto y la pantalla se quedó en blanco.