A las doce lo esperaban en la sala de reuniones.
—No paran de llamar del kibbutz, y además hay gente ahí fuera —le dijo Sarit nerviosa—, y pronto tendremos encima a la prensa, y no sé qué decirles —se habían encontrado a la entrada de la sede policial, cuya gran puerta metálica se cerró estrepitosamente cuando Sarit la soltó—. ¿Qué has descubierto? ¿Es verdad al final lo que se nos había ocurrido? —preguntó ansiosa, pero Michael no respondió. Subió a saltos la escalera hasta la sala de reuniones, donde Nahari ocupaba la cabecera de la larga mesa, con un cenicero al lado desde el que se elevaba el humo de su grueso puro.
—De una cosa estoy satisfecho —dijo Nahari una vez que todos hubieron tomado asiento—. No acababa de creerme que no se hubiera quedado con nada. «¿Cómo es posible tanta santidad?», me preguntaba. «¿Se ha metido en un lío tan espantoso sólo por salvar al kibbutz?». No me parecía lógico. Los santos me asustan. Ahora todo encaja mejor.
—Creo que sería un error dar por hecho que actuó movido exclusivamente por motivos personales —intervino Michael con tacto.
—Los desfalcos no son nada nuevo en los kibbutzim —dijo Nahari haciendo una mueca—. Hemos tenido que archivar tres casos porque decidieron no presentar cargos. Casi todos los delitos cometidos en kibbutzim han consistido en tejemanejes con los fondos del kibbutz, y los culpables siempre abren una cuenta corriente en la ciudad para depositar el dinero. Eso es lo que esperaba descubrir esta vez. Y, en efecto, es lo que hemos descubierto.
—Sí, pero la cuenta no está a su nombre —le recordó Sarit—. Está a nombre de Osnat.
—Tenemos que entrelazar todos los hechos —dijo Nahari— de todas las formas posibles. Y vamos a comenzar por el final. ¿La has visto? ¿Es cierto lo de su hermana?
Michael asintió. Aun después de tomarse el café caliente que le había traído Sarit y de haber estado largo rato en la sala de reuniones, seguía sin poder borrar de su mente aquellas imágenes y voces. «Hola, encanto, eres un superencanto, ¿tienes un cigarrillo?», le había dicho una mujer gorda que había empezado a sobarlo en el ascensor. Se había manoseado los botones de su bata de cuadros y había entreabierto los labios, dejando al aire unos cuantos dientes en el agujero negro de su grotesca sonrisa que ella sin duda imaginaba dulce y seductora. Michael se bajó en la tercera planta y se dirigió a paso rápido al despacho del médico, con la mujer a su zaga. «Qué pedazo de hombre tan goloso, para mí quisiera uno así. Así de alto, con esos bonitos ojos castaños. ¿Por qué huyes de mí?». Se fue quedando atrás porque no podía correr, pero siguió preguntándole alternativamente: «¿Echamos un polvito?» y «¿Tienes un cigarrillo?».
Ahora, observando el semblante bronceado de Nahari, sus brillantes ojos azules y su pelo gris cortado al estilo romano, la imagen del hospital psiquiátrico se le antojaba remota y casi irreal. Sin describir aquel lugar, se limitó a decir:
—Todo es verdad. Lo de su hermana gemela. Ya antes de que vinieran a Israel, él solicitó que lo separasen de ella. En aquel entonces ya estaba enferma. Y nadie, salvo Srulke, sabía de su existencia.
—¿Por qué lo sabía Srulke? —preguntó Sarit. Nahari miraba por la ventana en silencio.
—Fue Srulke quien lo trajo al kibbutz —respondió Michael.
—A cada cual lo suyo —dijo Benny sin sonreír—. ¿De qué fechas hablamos?
—Del año cuarenta y seis —dijo Michael—. Tenían seis años, y nunca sabremos cómo llegaron a separar a los gemelos ni si realmente fue él quien, tal como lo asegura, lo exigió.
—Tampoco está claro cómo sobrevivieron a la guerra —dijo Sarit.
—Hay muchas cosas que no están claras —terció Nahari—, pero una sí lo está: hace un año él la buscó y la internó en una clínica que cuesta diez mil shékels al mes.
—Sin que se enterase nadie del kibbutz —dijo Sarit.
—Nadie sabía siquiera que tenía una hermana —se maravilló Benny—. Durante tantísimos años nadie supo que tenía una hermana.
—Me parece que pensaban que tenía una hermana que había muerto —explicó Michael— a la vez que el resto de su familia, y que se había quedado solo.
—Diez mil shékels al mes —masculló Nahari—. ¡Así es el ser humano!
—¿Y por qué en lugar de eso no la llevó al kibbutz? Allí la habrían cuidado —dijo Sarit—. No lo comprendo.
Michael Ohayon respiró hondo.
—Vamos a ver —dijo, mirando el relumbrante cristal que cubría la gran mesa—. Voy a contaros algo personal, que quizá os ayude a comprenderlo a él —en la habitación se hizo el silencio. Todos lo miraron expectantes—. ¿Qué edad tenía yo cuando llegué a este país? Tres años. Tres tiernos años. ¿Qué puede comprender un niño de tres años? ¿Qué puede recordar? ¿Quién sabe? Pero hay algo que recuerdo muy bien —alzó la vista y vio a Nahari mirándolo con expresión seria y concentrada, sin atisbo de ironía—. Recuerdo que durante todos esos años me atormentaba el deseo de ser como los demás: un israelí, un sabra. Habría dado lo que fuera para que nadie se enterase de que no había nacido aquí. Siempre pensamos que éste es un problema específico de los judíos nacidos en países árabes, de los marroquíes. Pero en realidad sabemos muy bien que los llegados de Polonia o de otros lugares comparten ese deseo, ese problema.
Con pulso firme, Michael encendió un cigarrillo. Exhaló el humo y miró a Sarit antes de proseguir, y ella bajó la mirada.
—Es el deseo de borrar el pasado, de integrarse en lo que en los primeros tiempos del Estado se denominaba el «crisol». Pero si reflexionamos un poco sobre lo que le ocurre a una persona a quien meten en un crisol, veremos que lo que ocurre es que se quema… o, al menos, es una de las cosas que le ocurren. —Nahari suspiró, sin alterar su expresión de intensa atención—. Es fácil imaginar lo que puede sucederle a un niño de seis o siete años a quien dejan en la casa infantil de un kibbutz, un niño que tiene una hermana, una hermana que se ha vuelto loca durante la Diáspora, durante el Holocausto. La tiene a ella y a nadie más en el mundo. ¿Qué creéis que hará para sobrevivir? Pensad en Yoyo, en ese nombre suyo, ¿desde cuándo a un niño polaco se le llama Yoyo? Ni siquiera es un nombre israelí, es un nombre marroquí, y ni a los marroquíes les hace sentirse orgullosos. ¿Cómo pudo permitir que le pusieran ese apodo?
—La cuestión de los apodos que usan en los kibbutzim es fascinante —dijo Nahari—. Cómo se originan, ese tipo de cosas; se podría escribir un libro sobre el tema. Yo mismo os podría contar muchas cosas al respecto, pero continúa, continúa —y volvió a apoyar la barbilla en la mano.
—Pensad en él, un niño extranjero y huérfano que quiere crearse una buena imagen en el kibbutz. Se educa allí, lucha en el ejército, viste pantalones cortos y sandalias, lo ponen a cargo de la cosecha de algodón, hace todo lo que tiene que hacer, se casa con una chica del kibbutz…
—Su mujer está esperando fuera —intervino Sarit—. Es una kibbutznik de pura cepa.
—Sí, ¿lo veis? —dijo Michael—. Una kibbutznik con pedigrí. ¿Qué esperabais? ¿Que le contara lo de su hermana loca? Acabo de verla. Es como un gran vegetal. Ni habla ni se mueve.
Hay que darle de comer, lavarla, hacérselo todo. A veces la tienen que alimentar por goteo.
—¿Y qué le ha pasado a él de pronto? —preguntó Benny—. ¿Cómo es que después de tantos años empieza a preocuparse de ella y la ingresa en una clínica privada?
—Ni él mismo sabe explicarlo. Creo que la edad es un factor a tener en cuenta. Según dice, sin ella se quedaría sin pasado.
—¿Y por qué no lo contó en el kibbutz para que le echaran una mano? —preguntó Sarit—. Lo habrían ayudado, ¿o no?
—¿Para que se enterasen de que la había dejado abandonada durante todos estos años? Sólo lo sabía Srulke, Yoyo me ha explicado que sólo él estaba al tanto. Y, por lo visto, Srulke era una persona seria, reservada. No se lo contó a nadie y nunca le daba recuerdos a Yoyo de parte de su hermana. Nada de nada. Y si Yoyo no podía contárselo ni a su mujer, no digamos ya al resto del kibbutz.
—Pero ¿en qué estaría pensando? —dijo Sarit con voz agitada—. ¿Que iba a mantenerla allí sin que nadie se enterase, pagando diez mil shékels al mes? ¿Cómo podía pensar eso?
—Lo que pensaba es lo siguiente —dijo Nahari, pronunciando clara y fríamente cada palabra—: que quedándose una minúscula parte —lo demostró con los dedos sobre el puro—, una minúscula parte del millón y medio de dólares que le dieran los suizos, podría ingresar a su hermana en una buena clínica. Eso es lo que pensaba.
—Y el único problema fue que Osnat lo descubrió.
—Vamos a repasarlo otra vez —dijo Nahari, extendiendo ante sí los papeles.
—He transcrito todas las conversaciones de las cintas, no falta nada —dijo Sarit—. No sé cómo lo he conseguido, he trabajado como una loca. —Michael la miró y le sonrió. Sarit se ruborizó.
—Bien hecho —dijo Nahari, echando un vistazo a las páginas escritas a máquina—. Su verdadero nombre es Elhanan, Elhanan Birenbaum, sólo Dios sabe cómo pudo convertirse en Yoyo. Se cambió el apellido a Eshel. Así que tu teoría parece correcta —dijo volviéndose hacia Michael, quien sólo entonces se sintió avergonzado por haber revelado algo que le parecía muy íntimo. «Es echar margaritas a puercos», solía decir Fela, su ex suegra, cuando le describía a su hija el largo y muy personal proceso de preparación de su pescado relleno—. Según lo que pone aquí, todo sucedió por casualidad —dijo Nahari—. De acuerdo con lo que le has sonsacado, lo que sucedió fue que recibió de los suizos un millón y medio, no, más de un millón y medio de dólares, dice aquí, para sacar al kibbutz del apuro del hundimiento de las acciones. Con ese dinero, deduciéndole la pequeña porción que hemos descubierto en la cuenta corriente, compró bonos del Estado, de los que no presentan riesgos pero tampoco ofrecen grandes beneficios.
—Pero ¿cómo había logrado hacerse con la fórmula? —preguntó Benny impaciente.
—Aquí está todo por escrito —dijo Michael—. También hemos recurrido al químico del Instituto Forense. Yoyo se había licenciado en química, y luego estudió ingeniería agrícola en Rejovot. Consiguió la fórmula a través de Dave. A Dave no se le ocurrió sospechar de él y se lo explicó todo en detalle. Y además tenía las llaves de la caja fuerte; estamos hablando de un hombre que tenía acceso a todo y que sabía interpretar los datos. Sabía leer la fórmula. Tenían un contacto en Suiza, un hombre que les había ayudado a montar la fábrica en su día. Los suizos no paraban de hacerles ofertas tentadoras. Pero ahora no vamos a detenernos en eso. En este momento no nos sobra tiempo para ponernos a comentar el espionaje industrial.
—Me sigue admirando que hayas descubierto todo tan deprisa —le dijo Sarit.
El bochorno y la tensión generales fueron palpables hasta que Nahari dijo en tono reservado:
—Sí, ha sido una actuación impresionante. Pero para eso estás aquí. En esta unidad no admitimos a cualquiera.
Michael carraspeó.
—También ha sido cuestión de suerte —dijo al cabo—. No lo digo por hacerme el modesto, el hecho es que he tenido mucha suerte. Sobre todo en lo relacionado con el agente de bolsa. En las cuentas bancadas no descubrimos ninguna irregularidad. Entonces me acordé de aquel agente de bolsa al que habíamos interrogado hace un par de meses, ¿te acuerdas? —le preguntó a Nahari, y éste asintió—. Así que fui a buscarlo para que me pusiera al tanto de los procedimientos para vender acciones y ese tipo de cosas.
—Hiciste un estudio en profundidad del tema —dijo Nahari con abierta ironía—. Te has hecho un experto en operaciones de bolsa.
Michael se recostó en su silla. El respaldo de madera crujió. Estiró las piernas y, al ver que Sarit se volvía hacia él, echó un vistazo bajo la mesa y dijo: «Perdón». Los dos se ruborizaron.
—Creía que era la pata de la mesa —se disculpó.
Nahari inclinó la cabeza y dijo con sonrisa burlona:
—Había oído decir que eras un auténtico rompecorazones. ¿Es así como lo haces? ¿De tapadillo bajo las mesas? —fue el único que se rió de su gracia.
—Quizá debería volver a recordaros que su principal objetivo era salvar al kibbutz del desastre al que lo había abocado debido al hundimiento de las acciones que tanto afectó a todo el movimiento. Necesitaba un millón y medio de dólares. Y se lo sacó a los suizos. Sin contárselo a nadie, compró bonos del Estado con ese dinero. Luego dijo en el kibbutz que se había retirado de la bolsa antes del hundimiento. Me ha dicho que no quería que supieran que había tenido ese patinazo, y que no tenía tiempo de solicitar permiso para vender la fórmula, sabiendo, además, que no se lo concederían.
—Sí, esa declaración ya la tenemos firmada —dijo Nahari, señalando con un dedo corto y pulcro el papel que tenía delante—. Estamos esperando que nos cuentes la historia con el agente de bolsa —le recordó a Michael.
—Yo había hablado con este agente hacía un par de meses, cuando lo detuvieron por otro motivo. Ayer volví a verlo y él me puso en contacto con un colega, que resultó conocer a Osnat. De hecho, la conocía desde hacía tiempo y en su día le había tirado los tejos. Como veréis en las transcripciones, Osnat también lo descubrió todo por casualidad. Este tipo que la había cortejado en su momento la llamó por teléfono y le dijo que quería verla. Cuando acudió a la cita, él le dijo algo así como: «¡No sabía que te habías hecho rica!».
—Y luego, con esa información, ella se enfrentó a Yoyo —dijo Nahari.
—Sí. Habló con él después de ver la magnitud de las cifras en juego.
—No he llegado a comprender lo del dinero mientras transcribía los interrogatorios. Los números no se me dan bien —dijo Sarit con coquetería.
—¿Qué hay que entender aquí? —le espetó Nahari agresivamente—. Tanto Yoyo como Osnat estaban autorizados para firmar cheques en nombre del kibbutz. Él compró los bonos por iniciativa propia, falsificando la firma de ella. Luego ingresó el dinero que se apropió en una cuenta abierta a nombre de Osnat, y así la implicó en el asunto. ¿Qué es lo que hay que entender?
—Y el resto del interrogatorio, esa parte donde explica cómo ella lo acorraló… —dijo Sarit a la concurrencia en general.
—Es una manera de expresarlo —dijo Michael, volviendo a echar un vistazo a los papeles.
—Osnat quería que Yoyo se confesara ante Moish y ante todo el mundo —dijo Benny—, pero no sabía que se había embolsado una parte del dinero; era una idea que no le cabía en la cabeza. ¡Hasta dónde puede llegar la ingenuidad!
—No es tanto una cuestión de ingenuidad como de ignorancia —terció Michael—. Osnat no conocía la historia de Yoyo; ni siquiera sé si sabía que era un refugiado que había venido a Israel con la Juventud Aliyá. Yoyo le sacaba unos años, y cuando Osnat llegó al kibbutz, él ya se había hecho con una identidad nueva. Le dijo que había invertido todo el dinero en beneficio del kibbutz y ella le creyó. Lo que le molestó fue que hubiera tomado la decisión y la hubiese llevado a cabo por cuenta propia, sin consultar al kibbutz, a la comisión de finanzas, saltándose todo el proceso. Yoyo se las arregló para mantenerlo en secreto durante un año entero. Incluso logró engañar al contable. Todo el mundo pensaba que se había retirado de la bolsa antes de la crisis y que había logrado salvar al kibbutz comprando los bonos.
—En el kibbutz se publica anualmente un informe financiero —dijo Benny—. Se entrega una copia a cada miembro y se celebra una sijá especial para que el tesorero presente el informe y lo explique todo.
—¡Es un aburrimiento insoportable! —exclamó Nahari. Se embutió el puro entre los dientes—. Es la sijá más espantosa del año. Sólo acuden unos cuantos fanáticos. Lo recuerdo muy bien.
—Sí, y el informe tampoco lo lee casi nadie, como mucho le echan un vistazo —dijo Michael.
—¿Cómo es posible que nadie se oliera la tostada al ver el informe anual, o en la reunión donde se debate el presupuesto? —preguntó Sarit—. Siempre habrá alguien que asista a la reunión y que lea el informe —comentó señalando el folleto medio oculto por una carpeta.
—Es posible —explicó Benny con gesto serio— porque cuando el tesorero del kibbutz le dice al contable: «Las acciones déjamelas a mí, tú no te metas en esto. Yo me ocupo de ellas», eso es lo que sucede. Y es lo que ha sucedido en este caso. —Nahari retiró hacia un lado el cenicero de cerámica color mostaza—. Ése ha sido el menor de los problemas de Yoyo. Sus verdaderos problemas empezaron cuando Osnat lo obligó a firmar una carta diciendo que sacaría a relucir el tema en la sijá de finales de año, según pone aquí, en la transcripción de su interrogatorio de anoche.
—Sí —dijo Michael con un suspiro—, Osnat tenía en su poder una carta firmada por Yoyo en la que se comprometía a hacerlo. Osnat no quería actuar de delatora. Según Yoyo, pretendía convertir el problema en una oportunidad pedagógica.
—No me hagas reír —dijo Nahari—. Tienes cada cosa. Lo que en realidad quería Osnat era quedar libre de sospecha. La puesta en escena en la sijá serviría para demostrar su inocencia. Porque Yoyo podía chantajearla con la cuenta bancaria que había abierto a su nombre.
Michael respiró hondo antes de replicar:
—No debemos olvidarnos de la personalidad de los implicados. Piensa en cómo era Osnat. La cuestión no es tan simple. Es cierto que Yoyo la había implicado para protegerse a sí mismo, pero, si piensas en ella, verás que no era el tipo de persona que se rinde ante un chantaje, y que era muy propio de ella querer que la cuestión se debatiera en público.
—No te excites así —dijo Nahari, mirándolo con los ojos entornados— y no te hagas ilusiones pensando que sólo tú lo comprendes todo. ¿Dónde está la carta, por ejemplo?
—He revisado todos los papeles de Osnat y no he dado con ella. Tal vez la guardaba fuera del kibbutz.
—No te sorprendas si descubrimos que tenía una caja fuerte —dijo Nahari, sonriendo para sí. Sacó una caja de cartón de un cajón de la mesa y la abrió. Estaba llena de puros finitos, diferentes de los que fumaba habitualmente. Nahari se la colocó delante y escogió un puro. Michael lo observaba—. ¿Le apetece un puro a alguien? —ofreció Nahari. Michael sacó un cigarrillo de su paquete de Noblesse—. Quizá haya llegado el momento de tomar otra ronda de café —dijo Nahari como para sí, mirando el teléfono. Sarit marcó un número y murmuró una frase por el auricular. Su mano dejó una huella húmeda en el aparato.
—¿A qué vendría ese artículo que escribió en la revista del kibbutz? —preguntó Nahari.
—Quizá pretendía asustar a Yoyo, ¿quién sabe? —dijo Benny, sorbiendo por la nariz.
—¿Estará funcionando el aire acondicionado? —dijo Sarit quejumbrosa—. ¿Hasta cuándo vamos a tener que seguir aquí, soportando este calor?
—Dos cosas me vienen preocupando desde que hemos descubierto todo esto —dijo Michael—. En primer lugar, que en la personalidad de Osnat no encaja tanta discreción, no hablar con nadie y, sobre todo, prestarse a que la chantajearan. Y, en segundo lugar, la carta. Por lo visto en ella se decía que, si Yoyo no se desenmascaraba en la sijá, Osnat la haría pública.
—¿En qué fecha? —quiso saber Nahari.
Benny y Sarit lo miraron inquisitivamente, y Michael se apresuró a responder:
—Dentro de un par de semanas. La sijá de dentro de un par de semanas era la fecha tope.
—Tenía una caja fuerte, estoy convencido —dijo Nahari.
—No la tenía, por lo menos, no la tenía a su nombre —replicó Michael—. En mi opinión, hay dos posibilidades: o bien le entregó la carta a alguien para que se la guardase, o bien Yoyo la ha hecho desaparecer. Todavía no lo hemos comprobado pasándolo por el detector de mentiras, pero Yoyo asegura que una vez que firmó la carta, se la devolvió a Osnat y no ha vuelto a verla desde entonces.
Benny suspiró. Se acarició con ambas manos la reluciente calva y dijo:
—Pero el problema principal no es ése.
—¿Cuál es el problema principal? —preguntó Sarit—. Después de haberlo pasado todo a máquina me es imposible hacerme una imagen de conjunto, sólo recuerdo un montón de palabras y datos sueltos.
—El problema principal —intervino Michael— es que aunque Yoyo tenía motivos para asesinarla, también tiene una coartada perfecta.
—Estuvo todo el rato con Moish —le recordó Benny a Sarit.
—A lo mejor Moish también está implicado —comentó Sarit sin convencimiento.
—Lo hemos verificado —dijo Benny—. Hay pruebas y testigos.
—De manera que tenemos un sospechoso con un móvil importante, con las llaves del cobertizo de los venenos y con licencia para usar paratión. Pero no sabemos cómo se las pudo arreglar para hacerlo —resumió Nahari, y dirigió la vista hacia Michael—. Pues bien, ¿qué tiene que decir su señoría al respecto?
—Que estoy buscando a alguien que pudiera haber pasado junto a la habitación de Srulke y hubiese cogido el frasco. He interrogado a muchísimas personas sobre esta cuestión sin sacar nada en claro.
—¿Lo que estás diciéndome es que no estás centrando tus indagaciones exclusivamente en Yoyo? —dijo Nahari con parsimonia.
—Lo que estoy diciendo es que opino que debemos mantener a Yoyo detenido y continuar trabajando en un par de frentes: buscando a la persona que haya tenido la oportunidad de llevarse el paratión después de que muriera Srulke, y buscando la carta. Es decir, que hay que volver al kibbutz y seguir instalados allí.
—¿A quiénes has interrogado sobre lo que hicieron ese día? —preguntó Nahari impaciente.
—Desde la autopsia y el hallazgo del frasco de paratión vacío, no he cesado de indagar —repuso Michael.
—Ya lo sé, ya lo sé, eso ya me lo has contado —dijo Nahari, exhalando una voluta azul de humo—. Pero quiero datos y no palabras.
Michael respondió sin enfadarse:
—Sabes que no es tan sencillo —se inclinó hacia delante y, mientras hablaba, vio su reflejo en el cristal de la mesa. Tenía las oscuras cejas alborotadas, los ojos hundidos. Las mangas enrolladas de su camisa blanca le apretaban demasiado los brazos. Y la manera en que lo miraba Sarit no le hacía sentirse más cómodo. De pronto, su altura y su delgadez se le antojaban grotescas, se veía flacucho y desgarbado—. Hemos descubierto que nueve personas se marcharon del comedor después de la primera parte del espectáculo, cada cual por sus propios motivos. Sus declaraciones firmadas están en el dossier, ya las has visto. Pero además algunas personas mayores no se movieron de sus habitaciones, y una encargada de casa se quedó acompañando a dos niños enfermos, y también está Simjá Malul —explicó con esfuerzo.
—¿Qué pasa con Simjá Malul? —dijo Nahari, poniéndose rígido.
—La invitaron a la ceremonia, y asistió a ella; pero a mitad de la fiesta, fue a la enfermería para ver a Félix. Dice que… ¿qué es lo que ha dicho? —Michael pasó rápidamente las páginas de la carpeta—. Aquí está —dijo señalando una página—, échale un vistazo —y le pasó la carpeta a Nahari—. Le daba pena que Félix no pudiera estar presente un día tan especial y fue a verlo a la enfermería cuando terminó la ceremonia al aire libre.
—¿Y a ti qué te parece? —preguntó Nahari—. A lo mejor tú también te sientes obligado a proteger a una pobre mujer trabajadora, como nuestra Florence Nightingale.
—No me parece nada —dijo Michael, encogiéndose de hombros—. La creo y el detector de mentiras también.
—¿Así que ya le has hecho una prueba poligráfica sobre eso? —preguntó Nahari—. Me descubro ante ti. Es impresionante. Tienes respuesta para todo. No se te escapa nada.
En ese momento les trajeron una bandeja con café, refrescos y sándwiches que olían a huevo duro, y Michael se obligó a mantener la boca cerrada. «Mantén la calma», se dijo, «no dejes que te provoque. El pobre pelmazo con complejo de inferioridad es él, no tú».
—Todas las personas a quienes hemos interrogado tenían un motivo justificado para no estar en la ceremonia o bien no tenían ningún motivo.
—¿Y has registrado sus habitaciones? ¿Las de esas personas que no asistieron?
—Pues claro, ¿qué te crees? Pero el registro no nos ha valido de nada.
—¿Y sólo hay una salida?
—¿En el comedor? —preguntó Sarit antes de haberse tragado el último bocado del sándwich—. No, también se puede salir a través de la cocina y de ahí al exterior por unas escaleras que están en la parte trasera del edificio.
—Pero a la hora de las comidas siempre hay gente en la cocina —le recordó Benny—, y quienes estaban de turno de cocina no se movieron de allí, y nadie vio a nadie saliendo por la puerta trasera.
—¿Quién estaba de turno de cocina esa noche? —preguntó Nahari.
Michael enumeró cuatro nombres contemplando el humo que se elevaba de su cigarrillo.
—¿Yankele? —repitió Nahari—. ¿Yankele el loco? ¿El hijo de como se llame? Para mi gusto estamos topándonos con él demasiadas veces.
—Sí. A mí también me resulta un tanto sospechoso —convino Michael—. Pero Yankele se ha negado a hablar. Con todo el mundo. Ni siquiera habla con los profesionales, el psiquiatra y el psicólogo.
—¡Después de todo el jaleo de la exhumación! —exclamó Nahari con gesto de disgusto—. ¿Para qué te ha servido la información de que en el cadáver del viejo había paratión? Para nada, por lo que veo.
—El paratión hallado en el cadáver de Srulke no era evidencia de un asesinato —dijo Michael—. En su caso no hay móviles factibles. Y, dadas las circunstancias y todas las conclusiones a las que hemos llegado, nuestra hipótesis es que fue un accidente. Todos los indicios apuntan en esa dirección: estaba fumigando con paratión y tuvo un descuido —calló un instante—. Parte de nuestro problema es que no logramos hallar respuesta ni para las preguntas más básicas. Pero tienes razón, no deberíamos haber descuidado esa línea de indagación.
—No te queda mucho tiempo. Los crímenes se resuelven en veinticuatro horas sólo en las películas. Y aunque tu informe de lo que sucedió anoche es muy interesante, no nos ha llevado a ningún lado.
—Si tú mismo lo entiendes así —dijo Michael—, ¿por qué no nos liberas del plazo límite? Es absolutamente arbitrario, no se pueden forzar las cosas.
Nahari permaneció en silencio.
—Nosotros solos no podemos mantenerlo todo vigilado —prosiguió Michael—, y está claro que va a suceder algo; la sensación de que alguien corre peligro se agudiza con cada minuto que no paso allí —y Michael volvió a consultar su reloj.
Nahari hizo una mueca y pegó una chupada a su puro.
—No me importa parecer melodramático —dijo Michael secamente—, cada minuto que paso aquí, la vida de la gente corre peligro. Cada minuto. Tengo que estar allí y tú lo sabes. Va a ocurrir algo terrible. La tensión se corta con cuchillo. No puedo quedarme aquí y restringir la investigación a Yoyo.
—Ni tienes por qué hacerlo —dijo Nahari, cerrando de golpe el cajón tras guardar en él los puros—. Permíteme que te recuerde, por si lo habías olvidado, que tienes doce personas en tu sección y no estás obligado a trabajar solo. Ella —señaló a Sarit— es perfectamente capaz de ocuparse de Yoyo, y también puedes recurrir a personas que has asignado a otros casos.
—Me marcho —dijo Michael, recogiendo sus papeles. Notó que Nahari no se levantaba hasta verlo en la puerta. Y hasta que no la hubo cerrado tras de sí, ninguno de los presentes se movió de su sitio.