16

Sobre la raída alfombra de la antigua secretaría, donde Ohayon había establecido su cuartel general, estaban desparramados los números atrasados de la revista del kibbutz Corrientes de Nuestra Época. Un ladrillo sustituía a la pata que le faltaba a la desfondada butaca en la que reposaba Michael Ohayon. Se recostó, tocó su fría taza de café y dirigió la vista hacia la revista que tenía en las manos.

Había repasado páginas y páginas impresas en ciclostil. Y al fin, entre una recomendación para modificar el sistema de puntos concedidos por el trabajo y una reseña de la futura programación de vídeos, había encontrado un artículo que le había hecho olvidarse de los demás números de la revista. En el número en cuestión había comenzado leyendo un informe sobre la conclusión de la cosecha de algodón, «una ocasión señalada con la tradicional ceremonia en que las cosechadoras, decoradas con el azul y el blanco de la bandera nacional y con la roja bandera de la clase trabajadora, desfilan en formación con las luces encendidas para recoger el algodón de las últimas plantas y dejarlo al unísono en los depósitos…». El humor forzado con que se narraban los incidentes desafortunados de la cosecha («La mano de Mickey estaba donde no debía estar y se quedó atrapada entre las cuchillas») le irritaba profundamente. Y ese mismo humor, combinado con la actitud suficiente de una descripción de la heroica reparación de urgencias de una máquina, lo llevó a aplastar con furia la colilla en el tiesto resquebrajado que estaba usando de cenicero.

Después de despedirse de Avigail, había pasado toda la noche leyendo los números atrasados de la revista del kibbutz. Ni siquiera se había saltado los comunicados ni los mensajes de agradecimiento o de felicitación. Cuando una luz pálida empezó a filtrarse por las rendijas de la persiana rota a las cinco de la mañana, las sienes le palpitaban al mismo ritmo que el eco de la voz de Nahari. Trató de aliviar los espasmos de dolor que le hacían rechinar los dientes, lo que a su vez le provocaba el habitual dolor de mandíbulas. Tenía la garganta seca e irritada. De pronto imaginó la voz reprobadora y desengañada de Yuval diciéndole: «Papá, ¿cómo has podido hacer eso? ¿Cómo…?». La última palabra se repitió varias veces y luego Michael vio una expresión de lástima en los ojos de su hijo mientras pasaba a considerar qué podría hacer llegado el caso de que algún miembro del kibbutz se suicidara. Pensó en la expresión atormentada de Yankele, en los roncos sollozos de Fania cuando regresó del hospital de Asquelón, después de haber aguardado a la puerta de la habitación donde interrogaron a un reticente Yankele. Y en la cólera de Guta, en el tono amarillo grisáceo del rostro de Aarón Meroz, en las negras ojeras de Yoyo. La mirada de Dvorka lo perseguía allá donde fuera, desconfiada y acusadora. Repentinamente se acordó también del hijo soldado de Osnat y se preguntó cómo iba a ser capaz de enfrentarse a los ataques de histeria, a la conmoción, al dolor y a la tristeza de los miembros del kibbutz.

El aire estaba limpio y fresco, pero respirarlo a lentas bocanadas junto a la puerta no bastó para disipar lo que sabía que era un ataque de pánico.

—¿Por qué te gusta tanto alborotar el corral? —le había recriminado Nahari, y esa pregunta volvía a inquietarle ahora, mientras miraba de nuevo la revista de finales de febrero.

—Para que salte la liebre. —Michael había usado esa metáfora banal sin pararse a pensar en el significado de las palabras.

—¿Y qué te lleva a pensar que saltará? —replicó Nahari—. ¿Simplemente que es lo que te conviene?

Sin hacer caso del sarcasmo de su jefe, Michael le había explicado con mucha seriedad:

—Quizá salte para protegerse a sí misma. O, tal vez, por miedo a que alguien la haya descubierto.

—En ese caso, será mejor que consideres seriamente las implicaciones —le advirtió Nahari—. No sé si se te habrá ocurrido, por ejemplo, proteger a las personas allegadas a Osnat. Porque si salta la liebre, y más que una liebre es un tigre, puede ser peligrosa para otros.

Michael no dijo nada.

—Me refiero a que debes tener bien vigilados a Dvorka, a Moish y a todos los demás.

Este diálogo había tenido lugar en la misma reunión en que se planteó la cuestión de los plazos. A diferencia de los refunfuños de Ariyeh Levy, el jefe del subdistrito de Jerusalén, las severas críticas de Nahari no se podían desdeñar como una simple molestia a la que había que acostumbrarse.

—Me importa un pimiento lo que piense la gente —había explicado Nahari con mucha calma—. En principio, no me importa que se tarde unos días más de la cuenta en estructurar un caso para que pase la prueba de fuego en los tribunales, pero en este caso, debido a su dinámica especial y a los inusuales riesgos que estamos corriendo, el factor tiempo es crucial. No se puede poner policía en un kibbutz durante mucho tiempo sin que todo el movimiento de kibbutzim se alborote y la cuestión se plantee en la Knéset. Y eso es secundario. Lo que de verdad me preocupa es el hecho de que tu liebre-tigre no llegue a saltar en un plazo de una o dos semanas y tengas que enfrentarte a todo un kibbutz en estado de histeria. Lo que realmente me interesa no es el Kibbutz Artzi, ni la Knéset, ni Meroz, ni el escándalo, sino el bienestar de los implicados, y si no consigues avanzar más deprisa con el caso, dentro de pocos días empezarás a pagar las consecuencias: no serán capaces de soportar la tensión y se vendrán abajo. Piensa en esto: es como tener que vivir día a día creyendo que en tu familia hay un asesino. Quién sabe qué reacciones pueden desatarse. ¿Qué harías si se suicidara alguien? No sería la primera vez que ocurriera.

Michael había despegado los labios para intervenir, pero Nahari alzó la mano y dijo:

—Ya lo sé, ya sé que están atendidos por todo tipo de especialistas en salud mental, pero hay cosas que escapan a nuestro control. Y, además, el estrés prolongado vuelve peligrosa a la liebre. Tienes que descubrir algo pronto, si no la solución, al menos una pista. Dicen que eres un tipo listo, que obras milagros —llegado a ese punto, Nahari interrumpió su largo discurso, pronunciado en la sala de reuniones de la sección dirigida por Michael, para humedecer con la lengua un grueso puro. Y sólo después de encenderlo con mucha ceremonia, prosiguió—: Y aún no me he referido al hecho de que hayas introducido allí a Avigail. ¿Cuánto tiempo pasará antes de que alguien recuerde haberla visto en algún lugar? En un país tan pequeño como éste es difícil ocultar las cosas mucho tiempo. Seguro que aparece alguien que compartió orinal con su madre o que la ha visto de camino a Pétaj Tikvá, o que se tropezaba con ella por los pasillos de la universidad. O, si no, alguien te verá yendo a visitarla de noche, o quizá os oigan hablar.

Ahora Michael dejó la revista en el suelo y se encaminó fatigosamente al aseo que estaba junto al antiguo edificio de la secretaría; allí, sobre un lavabo agrietado, metió la cabeza bajo el chorro de agua fría. Mientras se secaba el pelo con la toalla de cuadros del ejército que Moish le había dejado sobre una cama de su habitación, pensó en Avigail y en la vulnerabilidad que se ocultaba tras el cabello sedoso que le caía sobre la cara; entonces lo traspasó un doloroso anhelo de Maya, casi abstracto pero muy real, y de nuevo se sintió abrumado por la ansiedad, y las palabras de Nahari volvieron a martillearle en el cerebro. Vio el semblante pálido y tenso de Moish, y a Yoyo, bajando la mirada y palideciendo cada vez que le dirigía la palabra, y al hijo soldado de Osnat, mordiéndose las uñas.

La columna que Osnat publicaba en la revista con el título «Línea directa con la secretaria» estaba embutida entre una foto de la cosecha de algodón y una nota de enhorabuena a Deddi por haber terminado su curso de aviación. Era un informe sobre un seminario al que habían asistido los secretarios de multitud de comunidades agrícolas y versaba sobre «La responsabilidad colectiva en el kibbutz». Michael lo leyó una vez más de principio a fin, como si quisiera memorizarlo:

Entre otras muchas cuestiones discutidas (entre ellas, si la responsabilidad colectiva existe en cualquier circunstancia, incluso, por ejemplo, cuando se malversan fondos públicos o cuando se vende una propiedad pública supuestamente para beneficio del kibbutz, como han hecho algunos cargos públicos que se han portado como si ellos personificaran la ley y tuvieran derecho a actuar de acuerdo con sus propios planes), el sentir general era que nos enfrentamos a una crisis profunda e importante, que no podrá resolverse mediante la simple modificación de este o aquel artículo, sino sólo mediante una revisión valerosa e inteligente de los principios básicos.

Luego su vista volvió a caer sobre un informe relativo a «los créditos concedidos a hijos-hijas del kibbutz que se marchan a pasar un año fuera». Leyó mecánicamente la frase «una cantidad de dinero para permitirles instalarse y que habrán de devolver en un plazo de cuatro meses», y luego volvió a «Línea directa con la secretaria».

El último párrafo de la columna de Osnat decía así:

El kibbutz debe reestructurarse como una sociedad en la que el objetivo es el individuo y la comunidad colectivista e igualitaria no es más que un medio (superior a otros) para el desarrollo y la realización de las aspiraciones de aquél. Un kibbutz de estas características tendrá capacidad para competir con sus rivales en el mercado del «buen vivir», que ha cobrado aún mayor importancia a raíz de la pérdida de atractivo de la ideología y la praxis de los valores fundacionales del sionismo. La perspectiva dista mucho de ser desesperada o desalentadora, lo que se observa es un movimiento de enorme potencial humano que ha llegado a una encrucijada y está considerando qué camino tomar. Y que, una vez que haya visto claro su camino, tendrá la fuerza necesaria para lanzarse por él a toda velocidad.

Todo aquello no era más que una serie de estereotipos altisonantes y generalizaciones entusiastas en los que se entreveía una transcripción casi literal de las ponencias presentadas en el seminario. Lo que había despertado el vivo interés de Michael había sido el pasaje entre paréntesis del párrafo anterior, con su tono concreto y casi pragmático.

La apremiante sensación de que debía actuar de inmediato se impuso sobre su ansiedad. Dobló cuidadosamente la revista y salió en dirección al comedor. Al no encontrar allí a Moish, se sirvió una taza de café de la máquina, le añadió leche tibia, untó un panecillo con paté de queso y aceitunas y se sentó a una mesa vacía de un rincón de la amplia sala. Eran las siete y cuarto de la mañana y el comedor estaba muy poco concurrido. Alguien le saludó con un gesto, sin sonreír. Los cuatro hombres sentados a la mesa que tenía detrás, vestidos con ropa de trabajo, desayunaban en silencio. Divisó a Dvorka en el extremo opuesto de la sala, cortando verduras para hacerse una ensalada. Contempló su taza vacía y apartó el panecillo hacia el borde de la mesa, incapaz de obligarse a echarlo en el receptáculo para restos de comida que había en medio de la mesa, y salió del comedor. De camino a la secretaría, recordó el doble significado del nombre de aquel desagradable objeto usado en los kibbutzim. Kolboinik no sólo designaba aquel recipiente para desperdicios sino también a las personas que, como Dave, eran muy manitas y sabían arreglarlo todo. Se preguntó por qué usarían el mismo término para un cubo de desperdicios y para el ingenio y la habilidad humana. Y, sobre todo, se preguntaba qué decía ese término de las personas que lo usaban.

Moish ya estaba en su despacho. Michael oyó su voz a través de la puerta abierta y lo vio de espaldas al asomarse. Hablaba por un teléfono gris mirando hacia el gran ventanal, la silla girada de lado. Michael también dirigió la vista hacia el verde césped y los altos cipreses que rodeaban el blanco edificio nuevo de la secretaría del kibbutz. Cuando dijo «disculpe» y dio unos golpecitos en la puerta, Moish al fin giró su silla y señaló con gesto nervioso e irritado la que tenía enfrente. Con la tez pálida y la expresión crispada, concluyó su conversación diciendo abruptamente: «Cuando hayáis hecho una estimación de los daños, házmelo saber». Se volvió hacia Michael, quien le preguntó si había algún problema.

—Nada nuevo —respondió Moish suspirando—, un chacal se ha vuelto a meter en el gallinero y se ha pegado el gran festín.

Michael sacó la revista del sobre marrón que llevaba en la mano y la dejó ante Moish, sobre los papeles apilados ordenadamente en el centro de su mesa.

Moish la hojeó y alzó la mirada inquisitivamente.

—¿Qué es esto? —preguntó al fin—. ¿Cuál es el problema?

—¿No ve nada ahí que le resulte preocupante? —preguntó Michael.

Distraídamente, sacó un rotulador negro de un portalápiz hecho con el cilindro de cartón de un rollo de papel higiénico, pintado de azul y pegado a un soporte rectangular de cartón en el que estaba escrito con letras multicolores: PARA PAPÁ, ENHORABUENA POR SU NUEVO TRABAJO.

—No —dijo Moish con fatigado desconcierto y con un gesto que decía: «No tengo ánimos para andarme con jueguecitos»; luego añadió—: ¿Por qué no me dice cuál es el problema? ¿De dónde deriva? —volvió una página y contempló la fotografía de la cosecha de algodón. Sus ojos se nublaron mientras miraba al chico que estaba en un extremo—. Es mi hijo mayor, y el que está a su lado, el hijo de Osnat —suspiró. Después la tristeza de sus ojos se trocó en incomprensión—. ¿Qué ha encontrado aquí?

—¿Por qué no lo lee usted mismo? —sugirió Michael lacónicamente, señalando con el rotulador la columna «Línea directa con la secretaria».

Moish se acercó la página a los ojos y empezó a leer. Michael advirtió que movía los labios mientras leía. Luego Moish dejó la revista en la mesa y se pasó una mano por los ojos.

—Ya la he leído. No veo nada especial, extraño, fuera de lo común —dijo con impaciencia—. ¿Qué está insinuando?

Michael puso tranquilamente la mano sobre la página y dijo:

—Aquí hay algo raro entre paréntesis.

Moish releyó la frase en silencio y luego en voz alta, pronunciando cada palabra por separado, como si fueran los apartados de una lista de la compra. Luego cerró los ojos y, meneando la cabeza, dijo:

—No entiendo qué pretende sugerirme.

—¿Cómo interpreta esa frase? —preguntó Michael.

—¿Cómo quiere que lo sepa? No tengo ni idea. No asistí a ese seminario.

—¿Asistió alguien más del kibbutz aparte de Osnat?

—No lo sé —repuso Moish con voz ronca—. ¿Hace cuánto se celebró? Esta revista es de finales de febrero, de hace unos seis meses. ¿Cómo quiere que me acuerde?

—¿Y nadie notó nada raro?

—Sea sensato —rogó Moish, apartando un taco de papeles—. Esta revista se publica semanalmente; la gente no la lee con mucho detenimiento. No recuerdo, no oí nada especial. No recuerdo haber oído nada. Podría ayudarme diciéndome en qué está pensando —dijo con creciente fastidio, y luego estalló enfadado—: ¡Tantas preguntas a la vez me están volviendo loco! ¿Cuándo va a terminar esto? —y después—: Lo siento, estoy un poco tenso, he dormido mal; lo que está sucediendo no es precisamente agradable; y el asunto de mi padre no ha mejorado las cosas.

—¿Pese a que le hayamos dicho que probablemente fue un accidente?

—Muy bien, un accidente, pero ¿dónde está el resto del paratión? ¿Quién lo tiene? ¿Para qué va a servir?

Michael guardaba silencio.

—¿Cuándo podrá responderme a eso? —preguntó Moish. En su pregunta había más desesperación que cólera.

—Lo que quiero saber —dijo Michael pausadamente— es si fue la propia Osnat la que redactó esa frase o si estaba citando las palabras de algún participante en el seminario. ¿A qué se refería exactamente?

Moish hizo una mueca como diciendo: «A mí que me registren», y Michael, sintiéndose de nuevo apremiado y en la necesidad de actuar con premura, dijo:

—¿Cómo puedo hacerme con las actas del seminario?

—No sé si habrá actas, supongo que no. Ese tipo de seminarios se celebran anualmente y acuden a ellos montones de personas, secretarios de todos los kibbutzim.

—En tal caso, ¿quién más asistió?

—Personas de los kibbutzim de esta zona. Del norte; no podría precisarle quién.

—¿Osnat nunca le comentó nada sobre ese tema?

—A mí no, pero quizá hablara con alguien, tal vez con Dvorka, tal vez con… No lo sé.

—¿Con quién más?

—Le digo que no lo sé. ¿Por qué no habla con Dvorka?

—Está bien, hablaré con ella, pero, si no le importa, también quiero que me ponga en contacto con el secretario de algún kibbutz vecino —insistió Michael.

—¿Quién va a recordar algo así? —preguntó Moish con un suspiro; a pesar de todo, cogió el sofisticado teléfono y oprimió uno de sus botones. Luego dijo—: ¿Quién eres? ¿Misha? —y luego—: No, soy Moish Ayal —y tras un silencio—: Sí, resulta muy difícil, con la invasión que se nos ha venido encima… —su voz se apagó a la vez que dirigía una mirada a Michael—. Quería preguntarte algo, Misha; ¿te acuerdas del seminario para secretarios de kibbutz del pasado febrero?… No te preocupes, es que necesito enterarme de algo. ¿Asististe a él?… ¿Y Osnat fue la única de nuestro kibbutz que acudió o había alguien más?… Sólo Osnat —dijo, y miró a Michael, quien encendió un cigarrillo, estiró las piernas y le sostuvo obstinadamente la mirada—. No, por teléfono no. ¿Puedes venir?… Sí, lo sé, pero está relacionado con… Es urgente, sería mejor que vinieras tú en lugar de hacerle desplazarse a él, y no quiero comentar nada más por teléfono. ¿Cuánto tardarás en llegar? Veinte minutos —le dijo a Michael—, y creo que sabe que es un asunto… relacionado con… —su voz se apagó; revolvió los cajones de su escritorio hasta que dio con un rollo de papel higiénico del que arrancó un trozo para sonarse con gran estrépito—. Tengo alergia —explicó—. Me pasa todos los años —formó una bola con el papel y lo arrojó violentamente a la papelera—. Dave me ha dado un cactus que por lo visto la alivia, pero no creo en esas tonterías —dijo turbado.

—¿Cómo se ha enterado el secretario con el que acaba de hablar? —inquirió Michael.

Moish profirió un sonido mitad risa, mitad bufido.

—Desde el mismo instante en que la noticia se hizo pública aquí, fue imposible evitar que se propagara. Nuestros hijos acuden al mismo colegio regional, tenemos proyectos en común, actividades culturales, todo tipo de contactos. Y la gente habla por teléfono. Apuesto a que no queda un solo kibbutz en el país donde no esté circulando la historia. Lo que no comprendo es cómo todavía no se nos han echado encima los periodistas.

Michael recordó las burlonas palabras de Shorer: «¿Cuánto tiempo crees que se mantendrá en secreto? No eres Dios, ¿sabes?, ni siquiera ahora que estás en la UNIGD». Después había tomado ruidosamente un sorbo de una lata de cerveza y había sonreído. «¿Cuánto tiempo crees que te va a salir bien la jugada? ¿Cuánto va a durar tu cortina de humo? Supongamos que logras que no se comente en la radio, pero siempre habrá alguien de La revista de la mujer aburrida o de Informaciones pseudocientíficas que se entere. ¿Qué te crees? ¿Que en el kibbutz nadie tiene un sobrino que echa unas horitas como “reportero policial” en algún periodicucho? ¿Cuánto tiempo confías en mantenerlos a distancia con el discursito equívoco que les echaste ayer?».

La voz de Moish reforzó el martilleo que Michael volvía a sentir en las sienes:

—Hay que ser muy ingenuo para pensar que puede mantenerse en secreto; cada minuto que pasa sin que llame algún periodista me parece un milagro.

Michael rompió súbitamente el silencio que se había hecho entre ellos:

—¿Está al corriente de algún hecho de este estilo que haya sucedido aquí?

—¿Algún hecho de qué estilo?

—Malversación de fondos, robos, ventas de propiedades públicas… cualquiera de los hechos que menciona Osnat en su columna.

Después de meditar largo rato, Moish dijo:

—Lo cierto es que no. En tiempos hubo una racha de robos en las habitaciones, pero no recurrimos a la policía; descubrimos al culpable y lo resolvimos a nuestra manera. Y Osnat no tuvo la menor relación con ese asunto. Había sido un voluntario metido en problemas de drogas, pero esos detalles no nos interesan ahora. Y también tuvimos que vérnoslas con unos robos muy desagradables descubiertos por nuestro enlace de seguridad.

Michael arqueó las cejas con curiosidad y Moish lo miró abochornado.

—Fue hace muchos años, cuando Alex estaba a cargo de la seguridad. Son cosas que pasan en todos los kibbutzim. De pronto algún miembro pierde la cabeza, no comprendo cómo… —dijo sin dirigirse a Michael, estudiándose las manos—. Es como robar a tus propios padres. Si te van a dar lo que quieres, ¿para qué robar? La cuestión es que sucedió; Alex pidió unos sabuesos a la policía fronteriza y lo llevaron directamente a la puerta de la habitación de un compañero. Uno de los veteranos. ¿Qué podía hacer? Les dio las gracias a los adiestradores de los perros y se marchó a dormir. Yo no me enteré por Alex, sino por un policía. Sigo sin saber quién era el ladrón.

—¿Y la policía fronteriza mantuvo la boca cerrada?

—Hay una especie de acuerdo tácito en virtud del cual a los kibbutzim se nos permite resolver ese tipo de problemas a nuestra manera —explicó Moish, cortando una larga tira de papel del rollo—. Son comprensivos. Como dice aquí, es una cuestión de «responsabilidad colectiva» —luego añadió con aplomo—: Aquí nunca se han malversado fondos, pero sé que en un kibbutz cercano se acusó a la encargada del taller de costura de llevarse ropa del almacén para enviársela a sus parientes de la ciudad sin que la pagaran. Y también sé de un kibbutz del norte donde hubo un desfalco importante, alguien que se dedicaba a transferir fondos a la cuenta personal que tenía en la ciudad; pero tampoco recurrieron a la policía. El kibbutz aplicó su propia solución.

—¿Cómo? —preguntó Michael.

—Hay muchos sistemas —repuso Moish con desasosiego—. En este caso concreto, sé que expulsaron al culpable y que él les devolvió hasta el último shékel, pero el caso acabó en tragedia, porque la mujer y los hijos se quedaron en el kibbutz y todo el mundo les retiró la palabra. Esto ocurrió hace dos años, y todavía siguen volviéndoles la espalda. Pero ellos no quieren marcharse.

—¿Y qué me dice de este kibbutz?

—Ya se lo he dicho. Hemos tenido pequeños problemas, pero los hemos podido resolver. Si es que a eso se lo puede llamar «resolver» —dijo con amargura—. Pero nunca han tenido lugar hechos como esos a los que se refiere Osnat, no alcanzo a entender a qué se refiere cuando habla de «vender». No creo que sea nada concreto, supongo que se dejó llevar por la exaltación. Osnat tenía tendencia a exaltarse así.

—¿Así? ¿Qué quiere decir? —preguntó Michael abruptamente—. ¿En qué otro lugar ha visto algo «así»?

—Quizá no algo exactamente igual, pero puede comprobar por sí mismo que se lo tomaba todo muy en serio. Lea el resto de sus artículos.

—Ya los he leído —dijo Michael—. Y no he encontrado nada comparable en ninguno.

—Todas las semanas trataba asuntos semejantes, y muchas veces hacía hincapié en que sólo eran casos hipotéticos, no reales.

—Está bien, preguntémonos entonces qué la pudo llevar a exponer precisamente ese caso hipotético.

—Ni idea —dijo Moish tras una larga pausa de reflexión—. No tengo ni la menor idea. No sé qué quiere insinuar con eso de «vender propiedades públicas».

En aquel momento llamaron a la puerta y a continuación entró un hombre de mediana edad, que se pasaba la mano por la sudorosa coronilla calva.

—Aquí estoy. ¿Qué pasa?

—¿Un café? —preguntó Moish al recién llegado mientras éste se dejaba caer en una silla que había cogido de un rincón.

—¿Por qué no? No seré yo quien rechace un café —dijo Misha con una sonrisa que revelaba un hueco en su dentadura—. Solo, sin azúcar.

Moish se dirigió hacia la vieja cafetera eléctrica cuyo cable estaba precariamente pegado con cinta aislante.

—Ese arreglo es una chapuza, tienes que cambiar el cable —dijo Misha acercándose—. Te puede pegar una descarga. Tienen que arreglártelo. No lo entiendo, si tenéis una centralita automática y teléfonos inalámbricos, ¿cómo no os habéis hecho con una cafetera automática?

—La tenía, pero se estropeó —se excusó Moish mientras Misha volvía a sentarse—. La están arreglando, me he olvidado de ir a recogerla.

Con voz titubeante e insegura, Moish presentó a Michael Ohayon a Misha, en cuyos ojos se veía un brillo que delataba su emoción ante el posible escándalo y contradecía la grave expresión de su rostro.

—Pues bien, ¿qué desea saber sobre el seminario? —se apresuró a preguntar tras haber murmurado que aquello era «una tragedia para todos, para todo el movimiento de kibbutzim».

Michael se enteró de que Osnat había sido la única representante del kibbutz en el seminario y, después de que Misha le hubiera explicado cuál era el programa y la manera de estructurarlo, para asegurarse de haberlo entendido bien, preguntó:

—Entonces, en esencia era un foro para debatir cuestiones de principios de índole general y también su aplicación a casos concretos de diversos kibbutzim.

Misha asintió con la cabeza y pasó a exponer la parte social del evento:

—Es un saludable intercambio de ideas y métodos. Desacuerdos aparte, es uno de los medios que nos permiten sentirnos parte de un movimiento, y además es divertido, ya se lo imaginará, eso de comer juntos y volver a ver a todo el mundo.

—¿Recuerda si sucedió algo especial? ¿Si habló con alguien en particular? —lo apremió Michael.

—Como puede suponer, no es un tipo de convocatoria de la que se recuerde todo lo que se dijo —se excusó Misha—. Yo publiqué una nota sobre el seminario en nuestra revista, y recuerdo que se trató la cuestión de la responsabilidad colectiva, pero no soy joven como Osnat, he asistido a montones de seminarios, y no me lo tomo tan en serio como ella —dijo con sonrisa turbada—. Más bien soy partidario de concentrarme en sacar adelante el trabajo, lo que ya es bastante difícil; por otro lado, aquel día en particular me dediqué fundamentalmente a charlar con unos viejos amigos del norte. Apenas tuve ocasión de hablar con ella, y tampoco volvimos a casa juntos —echó una ojeada a la cafetera—. Ese trasto todavía no hierve —dijo, e inmediatamente borró la sonrisa de su cara para adoptar una expresión responsable—. Lo único que puedo decirle es que si Osnat hubiera dicho algo… ¿cómo podría expresarlo?… algo insólito o dramático, lo recordaría —suspiró—. ¡Qué guapa era! —exclamó inopinadamente.

—Lo que me inquieta —dijo Michael— es este artículo —y le tendió a Misha la revista impresa en ciclostil.

Con mucha aparatosidad, Misha tiró del cordel que le colgaba del cuello y extrajo unas gafitas de leer de debajo de su holgada camisa azul, cuyas mangas llevaba enrolladas de cualquier manera a la altura de los codos. Una vez que lo hubo leído, dejó la revista sobre la mesa, más cerca de Moish que de Michael, y se quitó las gafas. No dijo nada.

—¿Qué le parece? —preguntó Michael.

—No sé qué decirle; estoy haciendo un esfuerzo por recordar. Fueron tantas las cosas que se dijeron.

—¿No recuerda si se trataron estos temas? —preguntó Michael sorprendido.

—Sí, algo se dijo al respecto de la delincuencia en los kibbutzim y de que protegemos en exceso a nuestros compañeros, y ahora acabo de acordarme de que Osnat se excitó mucho por algún motivo, pero los detalles… —pronunció una larga frase en yidish, que Michael no comprendió, aunque sí captó las palabras alte kop, vieja cabeza, que se repitieron varias veces. Al fin, Misha meneó la cabeza lenta y solemnemente y dijo—: No le puedo ayudar.

Después, con mal disimulada solicitud maternal, le preguntó a Moish:

—¿Qué tal van las cosas? ¿Cómo lo estáis sobrellevando? —y tras algunos intentos de entablar un intercambio de cortesías, sonrió y dijo—: Bueno, bueno, el café lo tomaremos en alguna otra ocasión, tengo que marcharme, Uri está esperando la furgoneta.

Y, justo entonces, el hervor de la cafetera comenzó a oírse y su tapa a saltar; Moish la desenchufó con cuidado y dijo:

—¿De verdad no quieres un café?

—No, en serio —repuso Misha.

—Te acompaño al coche —dijo Moish, y salió con él, cerrando suavemente la puerta tras de sí. Michael se quedó escuchando sus voces cada vez más apagadas hasta que se extinguieron. Al cabo de unos minutos, Moish regresó y dijo:

—Eso es todo. No puedo decirle nada más. Hable con Dvorka.

Tampoco su conversación con Dvorka, mantenida en la sala de lectura anexa a la biblioteca, produjo ningún resultado. La anciana examinó detenidamente la página que le enseñó. Sus penetrantes ojos azules, sumidos profundamente en las órbitas, centellearon cuando lo miró por encima del rimero de libros y papeles colocado sobre la mesa. Aunque estaban solos en la sala, Dvorka habló en un susurro:

—No tengo ni idea. Recuerdo vagamente que Osnat volvió del seminario preocupada, y que dijo que había sido muy esclarecedor. Pero, incluso en aquel momento, cuando leí su informe, no me llamó la atención por nada especial. Aunque ahora que usted lo ha señalado, estoy de acuerdo en que parece un tanto extraño. En todo caso, dudo muchísimo que estuviera refiriéndose a algo concreto… Eso sí que no lo sé —dijo Dvorka en tono ofendido cuando Michael le preguntó con quién habría compartido Osnat sus inquietudes, y posó la mano sobre el montón de libros.

Michael volvía a sentir la tensión que despertaba en él aquella mujer. Contempló sus manos envejecidas, sin anillos y casi masculinas por su aspecto, se fijó en las manchas marrones del dorso, y luego sintió que la poderosa atracción de sus ojos arrastraba irresistiblemente su mirada. Volvió a preguntarse si Dvorka habría sido hermosa de joven y cómo habría sobrellevado la muerte de sus seres queridos y la soledad. Y también qué le ocultaba, pues se la veía claramente vigilante y en guardia. Pero en esto último sólo reparó cuando iba de camino al aparcamiento, antes de que comenzaran a servir el almuerzo en el comedor, donde todos lo esquivaban como a un apestado. Aunque le habían dicho repetidas veces que se sintiera como en su casa, Michael iba al comedor lo menos posible y prefería compartir los bocadillos y las verduras rellenas preparadas por la mujer de Majluf Levy, que le recordaban los tentempiés que Balilty solía comprarle al viejo del puestecillo de un rincón del barrio ruso de Jerusalén.

Aarón Meroz ya había salido de la UCI y estaba instalado en la sección de medicina interna, en una habitación de dos camas. Sonrió desvaídamente a Michael y empujó hacia un lado la bandeja donde se veían restos del puré de patata que había impregnado con su olor la habitación. Trasladó un montón de periódicos de su cama a la silla negra para las visitas y dijo:

—Espéreme fuera un momento. Enseguida salgo.

Mientras esperaba, Michael reflexionó, y no por primera vez, sobre la extraña relación que había entablado con Aarón Meroz. Pese a que éste aún no se había repuesto por completo del infarto ni había recobrado las fuerzas, y a pesar de que tenía motivos y medios para esquivarlo, cooperaba de buena gana y demostraba interés por todo lo que decía Michael. Tal vez demasiado interés, pensó Michael, aguardando en tensión junto al cenicero montado en la pared de mármol de la sala de espera. Un ventanal daba al jardín interior del hospital, el Hadassah de Ein Karem. Meroz apareció con una bata de rayas sobre el pijama azul, se le acercó con paso lento y señaló un par de sillas de un rincón.

—¿Cómo no le dan una habitación individual a un parlamentario? —preguntó Michael.

Meroz repuso que en condiciones normales se la habrían dado pero que:

—Ayer me preguntaron si estaba dispuesto a compartir habitación, porque están faltos de camas. ¿Qué podía hacer? ¿Armar un alboroto? —y, con su característica sonrisa forzada, añadió—: Nobleza obliga, o, más bien, en mi caso, lo contrario. A fin de cuentas, se supone que los funcionarios públicos estamos al servicio del pueblo.

Aarón Meroz volvió a sonreír cuando tuvo en las manos la revista del kibbutz.

—En mis tiempos fui el editor —dijo con expresión lánguida—. En realidad, nada ha cambiado —añadió con extrañeza—, todo está como siempre. Mire, mire el resumen de la sijá: han aceptado a fulano como miembro del kibbutz, a mengano le han concedido un permiso de un año y los problemas de vivienda de perengano se han resuelto. Los cambios sólo son aparentes; en el fondo, todo sigue igual.

—No exactamente —dijo Michael.

—No —convino Meroz—, no exactamente, sobre todo en nuestro caso. Ya no falta mucho para que pueda someterme a la prueba poligráfica. Se lo he comunicado al compañero suyo que ha estado aquí hoy… ¿Cómo se llama? Levy, el del anillo, que me darán el alta dentro de una semana y no tengo nada que objetar a la prueba. —Michael asintió con la cabeza.

—A mí su consentimiento me parecería altamente sospechoso —le había advertido Nahari—. Podría librarse de nosotros fácilmente si quisiera; ¿por qué no utiliza sus prerrogativas?

—¿Y qué móvil podría haber tenido en tu opinión? —había preguntado Michael.

—Mira —había dicho Nahari en vena didáctico-filosófica—, en las relaciones entre un hombre y una mujer, sólo ellos dos saben qué es lo que sucede realmente. Aun cuando se confíen a otras personas, y no digamos ya si es una relación clandestina. En realidad, ¿qué sabes de él?

—Aquí dispongo de mucho tiempo para pensar —le decía ahora Meroz—. Sobre la vida en general, y sobre Osnat y lo que ha sucedido. Lo mire por donde lo mire, cada vez me parece más inexplicable. Es una locura. No logro imaginar cómo se lo están tomando en el kibbutz. El hecho en sí mismo, y la presencia policial. ¿Qué tal lo sobrellevan? —le preguntó con una voz que revelaba muchas cosas, entre otras una satisfacción que ya había percibido en él anteriormente, una satisfacción similar a la de Nahari cuando había dicho: «Así que no son inmunes a todo»—. Pero no era de eso de lo que usted quería hablar. Quería que habláramos de la revista. ¿Qué tiene de especial este número? —preguntó Meroz pasando las páginas—. Ah, el final de la cosecha del algodón. Así que continúan celebrándolo a lo grande —y ahora había en su voz una tristeza y una añoranza que a Michael le recordaron su manera de hablar de Osnat. Meroz hojeó la revista hasta llegar al pasaje señalado con rotulador; allí se detuvo para leerlo con concentración. Al cabo, suspiró y dejó la revista—. ¿Qué le ha llamado la atención? —le preguntó a Michael—. ¿Por qué lo ha señalado?

Por la ventana entraba la suave luz vespertina de Jerusalén, iluminando los rincones polvorientos y pintando de dorado los rebordes metálicos de las mesas de plástico. Una joven vestida con un elegante traje sastre rosa golpeaba el teléfono público con su puño de uñas pintadas queriendo recuperar la ficha que se había tragado. Se oía el sonido de un televisor.

—¿Ha venido hasta aquí sólo por esto? —preguntó Meroz, arropándose mejor con la bata, cuyo cinturón no alcanzaba a rodearle la cintura—. ¿Qué le parece tan importante?

—No acabo de saber qué es lo importante —repuso Michael—, pero me parece extraño. La frase entre paréntesis.

Meroz la releyó.

—Pensaba que tal vez Osnat lo habría comentado con usted. Ya que últimamente tenían mucha confianza y quizá era algo que le venía preocupando desde hacía tiempo.

—Tenía todo tipo de obsesiones —Meroz suspiró—, cuestiones de principios. Estoy convencido de que encontrará más cosas de ese estilo en otros números de la revista.

—Sí, las he encontrado, pero no como esto. Esto es diferente. Se están dando por supuestas demasiadas cosas. ¿A qué propiedad pública cree usted que se estará refiriendo?

—No lo sé. ¿Qué tienen en el kibbutz que pueda venderse sin que la gente se dé cuenta?

—Nada material —reflexionó Michael en voz alta—, sólo algo como conocimientos, información —dijo, oyendo el deje de sorpresa con el que había terminado la frase—. ¿Le hablaba alguna vez de la fábrica de cosméticos? —preguntó de pronto.

—No —repuso Meroz—, apenas la mencionaba, salvo al tratar del tema de la mano de obra contratada y del problema de los turnos de trabajo. Pero ¿qué tiene que ver la fábrica con todo esto?

—Piénselo —dijo Michael, levantándose para sacarse el paquete de tabaco del bolsillo del pantalón—. ¿Qué se puede vender en un kibbutz sin que nadie se entere? En su kibbutz.

Aarón Meroz se rascó la incipiente barba gris de su mejilla, visible bajo la luz amarillenta.

—Una vez hubo un problema —dijo pensativo— con un aspersor que había inventado Félix: un fabricante le robó la idea. Pero de eso hace mucho tiempo, y fue imposible demostrar que era invención de Félix; no se lo había enseñado a nadie de fuera del kibbutz. Sencillamente fabricó un único modelo de ese aspersor y lo probamos. En aquel entonces no éramos conscientes del potencial comercial del kibbutz, y Félix sólo pretendía resolver una dificultad surgida con las cañerías de riego… —su voz se fue apagando y dirigió una mirada desconfiada a Michael—. ¿En qué está pensando?

—En la fábrica. En esa fábrica de ustedes.

—No diga «de ustedes» —replicó Meroz con aspereza—. En mis tiempos no había ninguna fábrica de cosméticos en el kibbutz.

—¿Sabe cuánto vale la fórmula de una crema facial cara?

—No —reconoció Meroz—, no lo sé, pero me parece una maniobra de estilo demasiado americano para que sea cierta, y aun cuando lo fuera, ninguna persona del kibbutz sería capaz… —él mismo se dio cuenta del sin sentido de sus palabras—. En fin, después de lo que ha pasado ya no se puede pensar en nada que ningún miembro del kibbutz sea incapaz de hacer —admitió—, pero a mí se me antoja excesivamente sofisticado.

—¿Ha visto alguna vez la cuenta de resultados de la fábrica? —preguntó Michael, y Meroz dijo que no, que nunca se había interesado en eso.

—Pues yo sí la he visto, y no iba usted a dar crédito a esas cifras astronómicas —comentó Michael—. Yo creía que sólo las macroempresas manejaban esas cantidades de dinero. El año pasado, cuando la industria del resto del país estaba en pleno estancamiento, la fábrica florecía y lograba enormes beneficios gracias a las patentes del kibbutz. La crema facial creada por Dave a base de cactus… e incluso la máquina de embalaje que inventó.

—Muy bien, así que la fábrica va viento en popa —dijo Meroz, y un gesto de dolor se pintó en su cara.

—¿Se siente bien? —preguntó Michael con repentina inquietud.

—Sí —repuso Meroz—, me encuentro muy bien. No es más que uno de los ataques de debilidad que me dan, sobre todo cuando paso mucho rato levantado.

—¿Osnat nunca le comentó nada de la fábrica? ¿Ni del espionaje industrial?

—Nada —le aseguró Meroz.

—¿Puede deducir a quién aludía al referirse a algunos «cargos públicos»?

—No hay que ser un genio para imaginarlo —dijo Meroz—. ¿Cuántos altos cargos hay en un kibbutz? El secretario, el tesorero, el director general y los miembros de un par de comisiones. Y si pretende avanzar con el rumbo que ha adoptado, tendría que indagar en los cargos relacionados con las finanzas.

Esa misma noche, tras una larga conversación con Dave, Michael llamó a la puerta de Yoyo y le pidió que saliera. Yoyo se volvió titubeante para echar una mirada a la habitación, donde titilaba la luz azul de un televisor, y dijo:

—Enseguida vuelvo —una vez fuera, preguntó con aprensión—: ¿Está seguro de que no prefiere entrar?

—Será más sencillo que me acompañe a mi habitación —repuso Michael, mirando las delgadas piernas de Yoyo y sus anchos pantalones cortos. Incluso a la tenue luz de la farola del final del camino distinguía el sudor que le perlaba la frente.

—Acabo de volver de una reunión, estoy bastante cansado —dijo Yoyo, pero Michael no le hizo caso y se encaminó a grandes zancadas hacia la antigua secretaría.

Yoyo no lograba dominar el temblor de sus manos ni siquiera apoyándolas en las rodillas. Leyó la página impresa en ciclostil que Michael le puso delante y luego la dejó cuidadosamente a su lado, sobre la cama. Michael se había sentado en la butaca tras enderezar el ladrillo, demasiado pequeño para cumplir sus funciones.

Yoyo callaba.

—¿No tiene nada que decir? —preguntó Michael, esforzándose por hablar en un tono calmado.

Yoyo se encogió de hombros. De su garganta tan sólo emergió un gruñido ronco cuando trató de decir algo. Tenía la vista fija en el suelo y Michael hubo de reprimirse para no zarandearlo. «Puede que no haya sido buena idea hablar con él ahora, después de un día tan largo», se dijo a sí mismo, pero el martilleo que volvía a reverberar entre sus sienes le recordó que no tenía tiempo para el descanso ni la holganza. «¿No prefieres que lo haga alguien por ti?», le había preguntado Sarit cuando llamó a la UNIGD desde el hospital de Jerusalén. «¿O pretendes volver allí esta noche? Majluf Levy está por la zona, y otras personas, no es necesario que siempre seas tú quien…».

En ese punto Michael la había interrumpido afirmando rotundamente que iba a ponerse en camino en ese momento. Ahora meditaba sobre su preferencia por trabajar solo. «Aquí no puedes actuar por libre, como tenías por costumbre en Jerusalén», le había advertido Nahari, «y si quieres resolver pronto este caso, antes de que se produzca una catástrofe, ya puedes ir cambiando de métodos. Hay algo perverso en tu dinámica de relación. Ya lo habíamos oído comentar antes de que te incorporases a nuestro equipo», dijo sin sonreír, «pero aquí no te puedes salir con la tuya».

—Vamos a ver —dijo Michael, inclinándose hacia la cama donde Yoyo seguía sentado, retraído en sí mismo, la vista clavada en la punta de sus dedos, cuyo temblor trataba de disimular—, no tiene sentido andarse con rodeos, será mejor que me diga directamente lo que tenga que decirme, créame.

—¿Qué tengo que decirle? —preguntó Yoyo. A la luz de la bombilla desnuda que se balanceaba en el techo, Michael vio empalidecer sus pecas.

—¿Y usted me lo pregunta? —le espetó Michael—. Lo sabe muy bien, ¿qué sentido tiene disimular? Y yo también lo sé, sobre todo después de haber hablado largo y tendido con Ronny, el director de la fábrica de cosméticos.

—¿De qué quiere hablar? —perseveró Yoyo.

Con una fatiga que apenas si le permitía dominar la voz, Michael se oyó diciendo casi a gritos:

—¡Del tiempo no!, ¡eso desde luego! ¡Quiero que me hable del enfrentamiento que tuvo con Osnat con respecto a la fábrica!

Yoyo no dijo nada.

Michael encendió un cigarrillo y consultó su reloj.

—Vamos a quedarnos aquí hasta que hable —dijo airadamente—. Deberíamos haber hablado de esto hace mucho, hace tres días.

Pero Yoyo persistía en su silencio.

—Mire —dijo Michael, estirando su paciencia al máximo—, sé incluso cómo se llama la crema facial que les pasó a los suizos, y también sé que después el kibbutz se recuperó de la caída de las acciones de bolsa. Estoy al tanto de casi todos los detalles, así que ¿por qué no me cuenta cómo lo descubrió Osnat?

—Por casualidad, igual que usted —dijo al cabo Yoyo—. Ella no conocía todos los pormenores del asunto, pero la convencí de que yo había obrado bien y, al final, tan sólo le parecía mal la manera en que lo había hecho.

—¿Cuándo hablaron del tema? —preguntó Michael en tono pragmático, como si estuviera rellenando un formulario.

—Después de que Osnat escribiera ese artículo. No fui yo quien inició la conversación, ni siquiera había visto el artículo. En principio tenía previsto asistir con ella al seminario en cuestión, pero al final no fui porque… —Yoyo trató de dominar los violentos temblores que le acometían.

—¿Por qué? —preguntó Michael.

—Por unas pruebas que me tenía que hacer ese mismo día, y que no podía posponer —respondió de mala gana—, en el hospital Barzilai… una revisión de la vista —añadió con evidente dificultad mientras Michael lo observaba en silencio—. Sospechaban que tenía un tumor detrás de un ojo —soltó de pronto—, por si le interesa —y como Michael no cambiaba de expresión, Yoyo continuó—: Y al final resultó que no tenía nada.

Michael seguía en silencio.

Yoyo parecía buscar las palabras precisas, y al fin dijo vacilante:

—No sé qué le habrá contado Ronny, pero las apariencias engañan.

Michael callaba. Había sido Shorer quien le había enseñado esa estrategia tiempo atrás. «También tienes que saber cuándo hay que callarse. Y la manera de hacerlo. Hay muchas maneras de mantener la boca cerrada, con el tiempo uno aprende a percibirlo». Y ahora a Yoyo no le quedaba más remedio que hablar, no había vuelta atrás.

—Después de que se publicara el artículo, Osnat vino a mi habitación a revisar conmigo las cuentas. Yo ya había visto el artículo, pero no quise preguntarle nada directamente. Me limité a interesarme por el seminario, y entonces ella me dijo: «Estaba esperando que vinieras a hablar conmigo, ese artículo iba específicamente dirigido a ti». ¿Podría darme un poco de agua?

Michael titubeó. No quería romper el ritmo del interrogatorio. Para traerle agua tendría que salir de la habitación y le daba miedo que esa interrupción de la sesión cara a cara hiciera que Yoyo volviera a cerrarse en banda. Por otro lado, sentía lástima del tesorero, que no cesaba de pasarse la reseca lengua por los labios agrietados.

—Dentro de unos minutos —dijo al fin—, le traeré agua dentro de unos minutos.

—Los detalles carecen de importancia… —dijo Yoyo, mirando inquisitivamente a Michael.

—Eso habrá que verlo.

—Osnat me contó que había hablado con Ronny y que se había enterado por él de la rivalidad con los suizos. En realidad ya estábamos enterados por un informe de la fábrica de hacía un año y medio, y además también había surgido el tema en la sijá, donde Ronny lo planteó con relación a la mano de obra contratada, pero ahora no hace al caso… —de nuevo una mirada inquisitiva y una rápida pasada de la lengua por los labios.

Michael guardó silencio.

—En resumen, Osnat ató cabos y llegó a la conclusión de que yo me había hecho con la fórmula y se la había vendido a los suizos para sacar al kibbutz del apuro de las acciones.

—¿Y no se le ocurrió pensar que lo había hecho usted para su propio beneficio? —preguntó Michael sorprendido.

—¿Qué beneficio? —preguntó Yoyo confuso. Luego hizo un airado ademán y dijo a voz en cuello—: ¿De qué demonios está hablando? ¿Dónde está el dinero, entonces?

—Yo no lo puedo saber. Pero he oído decir que hoy día los miembros de los kibbutzim abren cuentas bancarias personales, y los de este kibbutz también.

—Pues yo no tengo ninguna cuenta —dijo Yoyo furioso—. Ni herencias, ni regalos, ni indemnizaciones alemanas… y Osnat también lo sabía.

—¿De cuánto dinero estamos hablando?

—Casi un millón y medio de dólares —susurró Yoyo—, pero no me quedaba alternativa. Si no lo hubiera hecho nos habríamos hundido y, de esta forma, incluso logramos sacar beneficios cuando las acciones se desplomaron y todos los demás kibbutzim se quedaron en cueros.

—¿Osnat ni se planteó que pudiera tener usted una cuenta bancaria?

—No. Ya se lo he dicho, Osnat me conocía.

—Se está descubriendo que muchas personas creen conocer a otras, pero que a veces están equivocadas.

Yoyo no replicó.

—Y después ¿qué? —preguntó Michael.

—¿Cómo que qué?

—Después de que Osnat le echara en cara lo que había descubierto, ¿qué ocurrió?

—Tuvimos una larga charla —repuso Yoyo con esfuerzo—. No puedo decir que me resultara agradable.

—¿De cuándo estamos hablando?

—De hace unos meses. No sé cuántos con exactitud, tres o cuatro.

—¿Y cómo terminó la charla? ¿Con qué ánimo?

Yoyo no dijo nada.

—¿No tiene nada que decir? —dijo Michael.

—¿Podría tomar ahora un poco de agua?

Michael salió a los aseos y volvió con un vaso de agua. En aquel momento era posible, y hasta aconsejable, hacer un descanso.

—Pues bien, ¿cómo concluyó aquella conversación? —volvió a preguntar Michael una vez que Yoyo hubo dejado el vaso en el suelo, junto a la cama.

—Con un desacuerdo.

—Explíquese mejor.

—Osnat consideraba que era un delito hacer algo así sin consultárselo a nadie.

—¿Y pensaba hacer algo al respecto?

Yoyo permaneció callado.

—Sepa una cosa, amigo mío —dijo Michael impaciente—, al final averiguaremos todo y ya es más de media noche; no nos olvidemos de que tiene usted licencia para utilizar paratión. ¿Quiere que le presione todavía más?

—Osnat quería plantear la cuestión en la sijá —dijo el tesorero, pasándose una mano trémula por la sudorosa frente.

En el silencio de la habitación Michael oía el canto de los grillos y el croar de las ranas. Reparó por primera vez en una tela de araña que colgaba de un rincón del techo sobre la cama donde había pasado las dos últimas noches dando vueltas y más vueltas.

—¿Y bien? —dijo al fin, encendiendo otro cigarrillo.

—Yo no la maté —dijo Yoyo.

Michael guardó silencio.

—Aun cuando lo hubiera planteado en la sijá, ¿qué podría haber pasado?

—No lo sé —dijo Michael—. Dígamelo usted.

—¿Qué podría haber pasado? Se habría montado un buen griterío, un pequeño escándalo, pero a mí no me habría pasado nada. El kibbutz es como una familia, no me habrían expulsado.

—¿Pero?

Yoyo no dijo nada.

—¿Qué habrían hecho? —insistió Michael—. ¿Lo habrían sustituido en el puesto de tesorero?

—Ojalá —murmuró Yoyo—. ¿Cree que es muy divertido ser tesorero de un kibbutz?

—No lo sé —dijo Michael.

—Pues yo sí lo sé. No es divertido en absoluto. Habría vuelto al cultivo del algodón; así me habría ido mucho mejor —dijo Yoyo con voz ahogada.

—¿Y el deshonor? —preguntó Michael—. Tenía la impresión de que es un factor de mucho peso en un kibbutz, ¿no es así?

—Sí —musitó Yoyo.

—¿Y por qué Osnat no llegó a plantearlo en la sijá? —preguntó Michael.

—Estaba esperando a que le diera mi consentimiento.

—¿Cómo dice? —exclamó Michael perplejo—. ¿Se quedó tres o cuatro meses en espera de su consentimiento?

—Sí —dijo Yoyo, y por primera vez alzó la vista para mirar directamente al policía, con tristeza y rabia en los ojos—. Se lo rogué, y ella me dijo que no haría nada hasta que comprendiera por mí mismo que era fundamental.

—A usted le resultaba muy duro —afirmó Michael, y Yoyo estalló en sollozos y sepultó el rostro entre las manos. También las tenía salpicadas de pecas, advirtió Michael, que ahora sentía el corazón frío como un témpano; volvió a oír un martilleo en sus sienes.

—¿Quién más lo sabía en el kibbutz?

—Nadie —repuso Yoyo, enjugándose la nariz con el dorso de la mano, como un niño.

—¿Ni siquiera Ronny?

—No, Ronny sospechaba de Dave; él mismo me lo dijo, pero yo le dije, incluso antes de que Osnat lo descubriera, que estaba convencido de que no había sido Dave, porque no quería…

A las tres de la mañana, tras dejar una críptica nota a su mujer, Yoyo se dejó caer en el asiento de copiloto del Ford Fiesta.

Ninguno de los dos abrió la boca hasta que llegaron a las afueras de Pétaj Tikvá.

—Conduce como un poseso —dijo Yoyo entonces—. He hecho todo el camino con la esperanza de que se estrellara.