15

Como había previsto Shorer, ya era muy tarde cuando Michael entró a hurtadillas en la habitación de Avigail, situada en un extremo del kibbutz, en la fila de casas que precedía a las ocupadas por el grupo Nájal. Un haz de luz amarilla se filtraba por entre las cortinas echadas y se fundía con la luz de la luna llena, que daba al camino un resplandor metálico, plateado. Se sintió ridículo al llamar a la puerta escudriñando los desiertos contornos, pero también era consciente de su excitación, de su pulso galopante, y estaba turbado como un niño.

—No me ha visto nadie —le dijo a Avigail una vez en la habitación. Había rechazado de entrada la idea de que se citaran fuera del kibbutz. «Imposible con la Intifada», había declarado, describiendo a continuación los peligros que acechaban de noche en los campos de alrededor del kibbutz, en los caminos de tierra, en los terrenos sin cultivar. «Esos lugares también son peligrosos. Las cosas ya no son como eran, cuando un chico podía salir a pasear por el campo con una chica», dijo, y Avigail se ruborizó—. Alguien debería estudiar los efectos de la Intifada sobre la vida romántica de los sin techo —añadió ahora para romper el embarazoso silencio que se impuso entre ellos en cuanto estuvieron cara a cara.

Michael había vuelto a consagrar todo el día a prolongados interrogatorios de los miembros del kibbutz, intentando realizarlos con el espíritu más amigable posible. Habían decidido no llevarlos a la sede de la UNIGD para interrogarlos. «Trescientas personas son demasiadas», había convenido Nahari. Pero algunos miembros se vieron obligados a ir a Pétaj Tikvá porque los técnicos de criminalística se habían negado a trasladar el equipo poligráfico al kibbutz.

—Ha sido un poco arriesgado que te parases a hablar con Benny en el camino, justo al lado del comedor —le dijo Michael a Avigail mientras ella examinaba el documento grisáceo que él traía. Michael le contó que se lo había enseñado al tesorero y que éste había dicho: «Me había olvidado de él por completo, es de hace casi treinta años».

—Veinticuatro —le había corregido Michael—, y usted no lo ha mencionado ni una sola vez. Dadas las circunstancias, parece un olvido un tanto extraño.

—Le juro que lo había olvidado —había insistido Yoyo—. Es de la época en que fumigaba el algodón. Ni siquiera me acordaba de que solía dedicarme a eso —se defendió aturdido—. ¿Por qué iba a querer ocultarlo?

La prueba poligráfica había demostrado que no mentía. El permiso que autorizaba al portador a fumigar con paratión de nada les había valido.

Tras la visita a la clínica, Fania y Guta se habían mostrado reacias a someterse a una prueba poligráfica. «Tendrá que demostrar que hay un motivo para que la hagamos», le había dicho Guta a Michael haciendo un ademán amenazador, y Fania había mascullado aprobatoriamente.

—¿Reacias? —había dicho Nahari—. ¿Qué significa eso, reacias? Arréstalas. Así dejarán de estar reacias, te lo aseguro.

—Preferiría esperar —había insistido Michael—. En todo caso, no son las personas que buscamos.

—¿Sabes a quién se concedió el don de la profecía? —había preguntado Nahari retóricamente antes de reanudar la atenta lectura de los papeles que tenía delante.

Se demostró asimismo que tampoco Tova, la mujer de Boaz, había mentido al declarar que nunca se le había cruzado por la cabeza la idea de asesinar a Osnat. Se daba por satisfecha con el oprobio que había hecho caer sobre ella en el comedor. «Si hubiera tenido que envenenar a todas las mujeres a las que ha perseguido Boaz, en el kibbutz apenas quedarían mujeres con vida», le había dicho Tova a Majluf Levy, que citó sus palabras con abierto regocijo.

Entre una entrevista y otra, entre los millares de palabras que había escuchado durante los últimos tres días, Michael había tenido de vez en cuando ocasión de vislumbrar la pasmosa tranquilidad del entorno. Se le antojaba absurda la serenidad que emanaba de los caminos y jardines bien trazados, de los parques infantiles y la plaza de delante del comedor, del cementerio con su sección independiente para los caídos en cumplimiento del servicio militar. En comparación, el caso que tenía entre manos le parecía irreal y, a veces, al mirar a su alrededor cuando en el kibbutz no se veía ni un alma, ya de noche, ya bajo el asfixiante calor de primera hora de la tarde, Michael se preguntaba si en realidad se habría cometido un asesinato.

De madrugada se escabulló hacia la habitación de Avigail, que le abrió la puerta sigilosamente y echó el cerrojo en cuanto hubo entrado. La observó mientras removía cuidadosamente el café turco en el finyán, una ceremonia que por lo visto había aprendido de los kibbutzniks. Michael contempló su esbelta silueta, su cabello, que ondulaba con cada uno de sus movimientos, y sus delicadas manos. Vestía un quimono negro con los botoncitos cerrados hasta el cuello y las anchas mangas recogidas en las muñecas. El sonido del aire acondicionado los arrullaba y el canto de los grillos era inaudible en la habitación. Michael suspiró a la vez que tomaba asiento.

—Por primera vez tengo la impresión de que estar aquí vale para algo —dijo de pronto, y Avigail lo miró con expresión atenta e inquisitiva.

Michael se sentía sorprendentemente cómodo en su presencia. Avigail le inspiraba un poderoso deseo de hacerla feliz, de verla reír. «Lo que quieres es deslumbrarla, conquistarla», se dijo con dureza. El celo con que ella protegía su intimidad lo tenía intrigado. Además percibía su vulnerabilidad y su incertidumbre, que despertaban en él el deseo de protegerla, de ser amable con ella. Avigail ni lo acosaba ni daba muestras de estar expectante ante una posible relación, esperando que sucediera algo, mas, al propio tiempo, Michael estaba seguro de que él le interesaba y la atraía. Viendo su tez clara y suave, sentía deseos de acariciarle la mejilla. Y, por encima de todo, quería asomarse debajo de aquellas mangas que le cubrían los brazos. Pero se limitó a estirar las piernas, con el café entre las manos, y a mirarla mientras ella removía su té; se quedó a la espera. También ella esperaba.

—¿Tienes algo para mí? —dijo Michael al fin, sorprendiéndose de las palabras que había elegido.

—Sí y no —repuso Avigail—. En general, te puedo decir lo que ya habrás percibido tú durante este par de días: que se les ve a todos con el alma en vilo. Pero no he detectado nada concreto, ninguna pista. Excepto lo que ya te he dicho sobre Guta y Fania.

—Entonces cuéntame con detalle lo que has visto —le pidió Michael.

Avigail cogió de encima del aparador un par de papelitos escritos con letra apretada. Michael extendió el brazo para quitárselos de las manos.

—A ti no te van a servir de mucho —dijo Avigail, inclinándose sobre las notas—. No vas a entender nada, son para mi uso exclusivo… En general —dijo tras una pausa—, ninguna de las personas que ha venido a la enfermería ha mencionado el asunto. Y no sólo eso; en el comedor, en los recorridos para que me enseñaran el kibbutz, en la casa de los niños, cuando fui a examinarlos por si tenían piojos, allá donde fuera, se podía saber si estaban hablando de eso por la manera en que de pronto se callaban. Cuando me acercaba a un grupo en el comedor, se hacía un silencio que se podía cortar con cuchillo.

—¿Nadie te ha dicho nada? —preguntó Michael.

—Nadie me ha dicho nada concreto. Como mucho soltaban la frasecita: «dadas las circunstancias»; esa chica, por ejemplo, ¿cómo se llama? —se inclinó sobre sus notas—. Ronit. Ella me pidió que le diera una pastilla para dormir «dadas las circunstancias». Le di un válium. Ha sido esta tarde; estaba pálida y ojerosa, como si llevara varias noches sin dormir. Luego ha venido un tal Zvika, a quien ya había visto en mi habitación, y me ha hablado de un proyecto que estaba organizando para los niños, y me ha causado una impresión rara.

—¿Rara por qué?

—Estaba muy emocionado y desbordante de energía, y oír en su boca «en vista de la situación» no parecía apropiado. Yo repetí sus palabras en tono interrogativo: «¿En vista de la situación?», pero no me explicó nada. Lo único que noté fue que estaba muy ocupado con su proyecto, una búsqueda del tesoro o algo así, para la que quería utilizar la clínica. Por cierto, anoche estuvo aquí el tipo ese de Asquelón, el de los perros, y lo puso todo patas arriba. Ni rastro de paratión.

—Ya he renunciado a encontrar paratión —dijo Michael, la vista fija en su taza de café.

—Y, aparte de eso, aquí se está muy tranquilo —continuó Avigail, remueve que remueve su té—. Por lo demás —dijo pensativa—, te puedo decir que muchas personas se han quedado viendo la televisión por cable del kibbutz hasta muy tarde, y que hay una tal Matilda que te pone la cabeza como un bombo quieras o no. La estuve oyendo mientras esperaba para que le diera no sé qué medicación que toma habitualmente. Es todo un personaje.

—Sí, la conozco, la mujer que trabaja en el supermercado.

—Comentó algo sobre otra mujer que se pasa todo el día viendo la televisión; ah, y luego está Moish… Yo creo que tiene una úlcera sangrante, y después de la exhumación y de todo el asunto de su padre, probablemente se le va a poner peor y al final tendremos que mandarlo al hospital. En todo caso —prosiguió Avigail, mirándose las manos—, estoy segura de que muchas cosas que ocurren aquí están conectadas entre sí; por cierto, que haya salido en la prensa de hoy nos lo va a poner aún más difícil; ya he oído comentar que hoy han tenido que echar a un periodista. Fue un golpe de suerte que yo llegara en el momento en que llegué.

—Moish se lo tomó muy mal cuando le explicamos lo de su padre —dijo Michael—. También le hemos dicho que, a diferencia del caso de Osnat, es imposible saber si había sido un accidente o un asesinato, pero no le ha servido de consuelo.

—Algunas personas parecen haber entrado en una especie de coma; no hablan con nadie. Y luego hay otras, como una de las mujeres, la mujer del tesorero…

—La mujer de Yoyo —dijo Michael.

—Ella parece estar pasándoselo en grande, como si estuviera en su salsa, yendo de una persona a otra para hablar por los codos. La he visto en el comedor, y también he oído la conversación de la mesa que tenía detrás; una mujer chilló: «No ha sido uno de nosotros», y luego llegó otra mujer, no sé quién es, pero podría señalártela, y entonces las oí hablar de Yankele y de que su madre, Guta, no para de dar vueltas como un animal enjaulado. Y apenas sale de la lechería, que es donde trabaja.

—Avigail —dijo Michael, paladeando su nombre—, Guta no es la madre de Yankele. Su madre es Fania, la costurera, ya te he hablado de ella.

—Es una mujer enfermiza —dijo Avigail—. Quería decir su tía. Las dos dan miedo, pero lo están pasando muy mal —se enjugó los labios con el dorso de la mano—. En resumen, que, como ya he dicho antes, no he descubierto una sola pista, pero quizá podría escribir un libro sobre un kibbutz convertido en una casa de locos, y te aseguro que es bastante contagioso, y también bastante alarmante. Y no sólo eso… —se quedó callada y ambos se pusieron en tensión al oír pasos y el crujido de hojas secas pisoteadas, y, a continuación, unos vacilantes golpes en la puerta.

Avigail contuvo el aliento y miró el cerrojo, y Michael se levantó sigilosamente y se dirigió a la habitación contigua. Mientras cerraba la puerta, Avigail dijo con voz trémula:

—Un momento —y sin preguntar quién era, abrió la puerta.

Michael se sentó en la cama de matrimonio y examinó el ropero abierto. Vio las camisas blancas colgadas en fila y el montón de vaqueros doblados, un par de batas blancas y unos cuantos cosméticos; luego observó los libros de la mesilla de noche a la vez que trataba de identificar la voz amortiguada del hombre que hablaba al otro lado de la puerta. La voz de Avigail la oía claramente: en ella vibraba una emoción que no lograba identificar. Se levantó y pegó el oído a la puerta. Aquella voz era de un hombre que no conocía. Oyó la frase «me da miedo estar solo» y a Avigail replicándole en un tono cargado de ira que no trató de camuflar: «Eso no es asunto mío; además, a estas horas debería usted estar con su mujer. Según tengo entendido, está casado. ¿No le parece que está fuera de lugar venir a mi habitación a las dos de la mañana con un pretexto tan estúpido? ¿No podría haber esperado a mañana por la mañana para pedirme la aspirina? ¿No podría haber despertado a media noche a otra persona con la que tenga más confianza?». Luego Michael volvió a oír murmullos ininteligibles de una voz masculina y después a Avigail: «No. Si se lo cuento o no se lo cuento a nadie ya lo decidiré yo. Hágame el favor de no volver por aquí sin que lo haya invitado, aun cuando le parezca que tengo la luz encendida». Oyó un portazo y la llave girando en la cerradura. Después Avigail le dijo desde la puerta del dormitorio:

—Se ha marchado.

—¿Quién era?

—Un hombre, da igual quien fuera. Él también está conmocionado. Se llama… No recuerdo cómo se llama, pero hoy había hablado con él en el comedor. Creo que se llama Boaz, y que es hijo de Matilda, y se cree un donjuán… No, de Matilda no, de Yojeved, y me parece que fue él quien trató de ligar con Osnat y provocó el escándalo ese que montó su mujer en el comedor, me hago un lío… Es un tipo alto, delgado.

—¿Un seductor de mediana edad? —preguntó Michael.

—Sí —repuso Avigail, y de pronto sonrió—. Un seductor de mediana edad. Ha estado trabajando en el comedor desde que llegué.

—Está en espera de que le asignen otro trabajo —explicó Michael—. Hasta ahora era el encargado de los frutales. Es aberrante esa manera suya de comportarse, exagerada. Al fin y al cabo, sólo llevas aquí tres días.

—Me ha preguntado si estoy sola en la vida —dijo Avigail—, y yo le he dicho que no, que simplemente estaba viviendo aquí sola, pero no se ha conformado. La verdad es que están trastornados. Esta noche, dos personas se quedaron dormidas en el club ante el televisor; y he oído comentar a Yojeved que una mujer, no sé quién, no ha ido a trabajar y se ha pasado todo el día viendo la televisión, y además he visto a dos hombres llevándose a sus hijos pequeños cuando salían a trabajar al campo. Pero a primera vista no se nota nada. Es como si no hubiera pasado nada. Salvo por el hecho de que el comedor está medio vacío. ¡Ah! —exclamó de pronto—, me había olvidado, una mujer exigió una sijá urgente. Le dijo a Dvorka: «Quiero una sijá sobre este asunto», y Dvorka no le respondió, pero Moish, que estaba a su lado, dijo que no era el momento adecuado para una sijá. «¿Qué pretendes, Hila, que convoquemos una sijá para pedirle al asesino que salga a la luz? El asunto está en manos de la policía». Y ella le replicó a gritos: «No, no, no es uno de nosotros, yo creo que es otra persona, alguien que se marchó y ahora ha vuelto para destruirnos, habría que decírselo a todo el mundo». Y Moish dijo que no tenía sentido celebrar una sijá sobre el tema hasta que no hubiera concluido todo y se hubiera descubierto al asesino y que, entretanto, la tal Hila debería beneficiarse de la ayuda del grupo montado por los psicólogos.

—¿Y Dvorka? —preguntó Michael—. ¿Qué dijo Dvorka sobre eso?

—Dijo: «¿Por qué? No es necesaria una sijá especial. La vida sigue su curso. Tenemos que superar esta tragedia como cualquier otra».

—¿Eso es lo que dijo? —dijo Michael sorprendido—. ¿Que era como cualquier otra tragedia? Qué interesante.

—A juzgar por lo poco que he visto —dijo Avigail pensativa—, Dvorka se está portando como si no hubiera sucedido nada. Lleva puesto ese gesto de «aquí no ha pasado nada». ¿Sabes a qué me refiero? Conozco a ese tipo de personas por mi trabajo en el hospital. En cualquier situación de crisis, cuando se produce una tragedia familiar, siempre hay una persona que se ocupa de mantener la normalidad. Un miembro de la familia que dice que la vida debe continuar y se preocupa de que nadie pierda los nervios. Ese tipo de persona que lo supera todo a base de autocontrol quizá no parezca anormal, pero ahora que te veo escandalizado, se me ocurre que tal vez sea algo patológico.

—No, patológico no —dijo Michael—, pero hay algo que me ha sorprendido. Yo creía, estaba seguro de que… —su voz se extinguió; luego explicó—: La idea que me había formado era que Dvorka estaba conteniéndose mientras fuera necesario guardar el secreto y que después se vendría abajo. Pero, por lo visto, está hecha de una pasta más dura. ¿Y Zeev HaCohen?

—Está imponente —dijo Avigail—, pero también es un vanidoso. Se da mucha importancia a sí mismo, como todos los de la generación de los fundadores, pero en su caso también es una pose. No he notado nada raro en su manera de actuar.

—¿Y Dave?

—Dave. —Avigail sonrió—. Dave ha sugerido que se intensifique la actividad de los grupos de estudio dedicados a los temas místicos, que se aumente el número de reuniones. Pero ¿sabías que tiene mezcal?

—¿Qué es mezcal? —preguntó Michael.

—Un cactus con propiedades alucinógenas, una especie de narcótico.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Michael con desconfianza.

—Lo sé porque una vez hice un curso sobre drogas de América Central, y allí me enseñaron cómo era. Y Dave ni se toma la molestia de ocultarlo. Le pregunté cómo se llamaba el cactus redondo que hay junto a su puerta y me dijo sin el menor rubor: «mezcal».

—¿Qué estabas haciendo junto a su habitación? —preguntó Michael, perplejo ante la hostilidad de su voz y la súbita punzada de celos que sentía.

—Asistí a su seminario. Y ayer fui a un seminario literario, y anteayer a otro sobre música. Sólo llevo aquí tres noches y ya he asistido a reuniones de tres grupos de estudio, y además me he pasado por una clase de cerámica para adultos. Los seminarios tienen mucha importancia en el kibbutz. Todo el mundo asiste a alguno, y el grupo que dirige Dave sobre misticismo e historia de la mística se reúne en su habitación, donde sirve infusiones. Había más gente que de costumbre, según deduje de lo que dijo Dave, y aunque nadie mencionó el motivo, vi sufrimiento en los ojos de todos… Por un momento pensé que podría haber sido Fania —dijo Avigail de pronto—, que quizá lo había hecho para proteger a Yankele; o que quizá había sido Guta, queriendo evitar que Fania se atormentara a causa de Yankele; y también he pensado en Aarón Meroz. Me han dicho que están interrogándolo otra vez.

—Pero Meroz estaba en Jerusalén —dijo Michael—, y es un poco difícil envenenar a alguien desde allí en un lapso de sólo media hora; y Fania estaba en el taller de costura con otras diez personas, y Yankele estaba en la fábrica con Dave, y Guta en el comedor, hay testigos. Estamos hablando de sólo media hora o tres cuartos de hora durante los que alguien desapareció sin que nadie lo notara, en un entorno que presenta especiales dificultades para lograrlo. Porque todo el mundo te cuenta: «Vengo de tal o cual sitio» o «Voy a no sé dónde». Y, aparte de eso, necesito un móvil.

—Y no hay ningún móvil lógico —apuntó Avigail.

—Eso es lo que me está volviendo loco —confesó Michael—. He repasado su vida milímetro a milímetro. He leído sus cartas, hasta la menor de sus notas, y también he registrado la casa de Meroz, con su permiso. Nada. Nada de nada. Lo más interesante que he encontrado en la habitación de Osnat ha sido la revista del kibbutz, Corrientes de Nuestra Época la llaman… Aquí tienen nombres para todo —comentó haciendo una mueca—; y, de hecho, me he llevado todos los números del último año, con la esperanza de descubrir algo nuevo en ellos, pero es una tarea como para echarse a temblar… Sacan una revista a la semana.

Extendió las manos con gesto de impotencia y las apoyó sobre las rodillas.

—Les echo un vistazo cada vez que se me presenta la ocasión, y además Sarit las está revisando sistemáticamente. Tenía la idea, o el presentimiento, de que iba a descubrir en ellas algo que nadie se ha molestado en ocultar porque no lo consideran significativo. Lo único que se desprende del registro de la habitación de Osnat es que Meroz no mentía al afirmar que estaba consagrada a los asuntos públicos, a la ideología.

—¿A la ideología? —repitió Avigail con escepticismo.

—Sí —dijo Michael—. ¿A ti qué te parece?

—Es un tanto romántico hablar de ideología en relación con un asesinato —comentó Avigail—. A fin de cuentas, ya se sabe por qué se cometen los asesinatos.

—¿Ah, sí? —replicó Michael—. ¿Por qué se cometen los asesinatos?

Avigail callaba.

—Entonces, ¿no debemos tratar de descubrir lo que no sabemos? —la miró—. ¿Qué quieres decir, Avigail? ¿Que tenemos que detener la búsqueda? ¿Tienes alguna sugerencia práctica? ¿Algún posible móvil que no sea romántico? ¿Qué piensas tú, Avigail?

—No lo sé. No tengo la menor idea.