14

Contemplándose en el espejo, Avigail alisó su bata blanca y suspiró. Nunca había imaginado, desde su ingreso en la policía, que algún día volvería a vestir uniforme de enfermera. Ahora estaba de nuevo en una clínica resplandeciente, un edificio blanco de una planta rodeado de eucaliptos y álamos, con un amplio césped delante y un serpenteante camino de cemento que conducía a la entrada.

Las dos habitaciones y la cocina relumbraban de limpieza. No sabía en qué momento las habían limpiado, pero, al observar la pila de acero inoxidable, que le devolvió el reflejo distorsionado de su cara, recordó que, en sus tiempos, el grupo Nájal era el responsable de la limpieza de los edificios comunes del kibbutz.

Abrió el armarito de los medicamentos. No se notaba la menor huella del registro o, más bien, de los tres registros efectuados en la clínica, según recordó. Sacó la llave del armario de los fármacos tóxicos del escondite que Yoyo le había mostrado y examinó las cajas. Las pastillas para Yankele estaban en una bolsa aparte, junto a los tranquilizantes, los somníferos y demás fármacos que no tenía permiso para dispensar por iniciativa propia. «Si, debido a las circunstancias, se presentase la necesidad, puedes administrar un somnífero o un válium», le había dicho el psiquiatra de la clínica de Shaar haNéguev, un hombre barbado y de expresión solemne, «pero nada que pase de ahí. En vista de la situación, una vez que nos hayamos ido, siempre estará presente un médico de nuestra clínica, y, en caso de urgencia… directamente a Asquelón en ambulancia. Para cualquier otra cosa, espera a que llegue el médico de apoyo».

Le habían explicado que el médico del kibbutz, el doctor Reimer, había tenido que marcharse unos días antes para cumplir sus deberes de reservista en la cárcel de Nablús durante cinco semanas.

—Con los médicos siempre pasa eso —le había dicho quejumbroso Yoska, el miembro del kibbutz que la había ido a recoger a casa para llevarla a su nuevo trabajo—. Dicen que los médicos son los únicos que cumplen sus deberes de reservistas hasta el último día… Con ellos no abren nada la mano. Como se suele decir, lo único que puede librar a un hombre de las filas es… —frenó dejando la frase a medias. Habían llegado al último semáforo antes de la autopista Ayalón que unía Tel Aviv con Asquelón, y Yoska fingió estar concentrado en el tráfico.

El aire acondicionado de la furgoneta no funcionaba y Avigail sentía la piel pegajosa de sudor. La voz del locutor de radio anunciaba a todo volumen el porcentaje de humedad en la llanura costera y Yoska, para disimular su turbación, comprobó una vez más que llevaban las ventanillas abiertas. Las palabras que hasta hacía unos días podían decirse impunemente, pensó Avigail observando de reojo el gesto confuso de su interlocutor, habían adquirido de pronto nuevos matices y ya no podían pronunciarse sin que se hiciera notar su influjo.

Cerró la puerta del armarito de los medicamentos. La clínica contaba con los servicios de un psiquiatra del centro médico de Shaar haNéguev, pero en los últimos días toda una flotilla de trabajadores sociales y psicólogos de ese centro había ocupado la secretaría, la oficina de contabilidad, el club social y el resto del kibbutz. Los había conocido a la hora de comer, mientras se tomaban un descanso en las actividades que denominaban «intervención para la crisis».

La idea de requerir su presencia había sido de Zeev HaCohen, que había declarado que era el momento de sacar partido de aquellos servicios, diseñados precisamente para el tipo de circunstancias en que ahora se encontraban. Hubo de enfrentarse a las objeciones de Guta, cuyos alaridos, según le había comentado Yoyo a Avigail, se oyeron desde Asquelón. Guta se había puesto hecha una furia: «Qué crisis ni qué demonios, ¡aquí no hay ninguna crisis! Ha sido alguien de fuera, alguno de los trabajadores a sueldo, quizá, o alguno de los obreros que están trabajando en la carretera, o un voluntario». Yojeved la había apoyado: «No nos hacen falta psicólogos. ¿De qué nos van a servir? Mirad para qué nos han servido a algunos, con todo su parloteo». «Se parlotea demasiado», había ratificado Matilda. Avigail se estremeció recordando a las tres mujeres cerniéndose sobre Zeev HaCohen cual bandada de flamencos. En cierta ocasión había visto un documental de la televisión sobre esas feas aves, de pellejo grueso y escamoso, que sumergían sus largas patas en el agua para construir allí sus nidos y mantener a salvo los huevos y a los futuros polluelos. Le habían maravillado los complejos mecanismos diseñados por la naturaleza para permitir la supervivencia.

La escena se había desarrollado en el vestíbulo de la planta inferior del edificio del comedor, y Avigail, fingiendo leer los avisos del tablón de anuncios, no se había perdido ni una palabra ni un matiz del tono en que se pronunciaban: el ensañamiento machacón de Matilda, la cólera desatada de Guta y la hipócrita suficiencia de Yojeved. Cuando se preguntaba cómo iba a sobrellevar la convivencia cotidiana con ellas, sus encuentros diarios en el comedor, y temblaba ante la posibilidad de que la descubrieran, oyó que alguien chistaba y volvió la cabeza. Percibiendo la imponente presencia de aquella mujer que con una sola sílaba había impuesto instantáneamente el silencio, Avigail supo, por lo que había oído y leído de ella, que no podía ser otra que Dvorka.

—¿A qué viene tanto alboroto? —preguntó Dvorka—. Todavía no sabemos nada con seguridad, y los psicólogos pueden prestarnos un servicio útil y, en todo caso, no nos hará ningún daño. Además, sus razones habrá tenido Zeev para solicitar que vinieran. La comisión de enseñanza ha estado sopesando los pros y los contras toda la noche, y os recuerdo que cuenta con autorización para ocuparse de los momentos de crisis.

Mirando disimuladamente a Dvorka, Avigail había visto cómo sus ojos fulgurantes reducían a las tres mujeres a la condición de niñas aturdidas.

—Nuestra función —explicó Dvorka con voz queda y autoritaria— es precisamente apoyar a los demás, demostrar que no nos hundimos tan fácilmente y que la vida sigue como siempre. Todo el mundo continuará realizando sus tareas y ocupaciones cotidianas y, entre todos, superaremos la situación.

Desde su rincón, junto a los cajetines de correo de los miembros del kibbutz, Avigail había notado cómo se descargaba la tensión del ambiente y se desvanecía la animosidad contra Zeev HaCohen, que había soportado la escena con gesto de hastío y desagrado.

—Vamos a organizamos —dijo entonces HaCohen—; comenzaremos por los niños pequeños, enterándonos de lo que han oído, de lo que saben y de cómo lo están asimilando.

Después de comer, Avigail pasó de largo ante la guardería y se asomó a la sala principal por la ventana. Cinco mujeres se inclinaban sobre un grupito de niños entretenidos en dibujar. Las mujeres intercambiaban miradas cómplices mientras observaban atentamente a los niños y sus dibujos, pero a Avigail le bastó un vistazo para saber que los coloristas dibujos de los niños no resultarían más reveladores de lo que suelen serlo: no eran más que un puñado de casas, tractores, flores y cielos.

Llevaba dos días en el kibbutz, por donde no habían dejado de pasearse policías ocupados en realizar corteses pero exhaustivos interrogatorios, ya en el propio kibbutz, ya en la sede de la Unidad de Grandes Delitos, y en buscar los restos del paratión. Por la mañana, policías uniformados visitaban las habitaciones de los miembros con su consentimiento, y a tal grado se había prestado a colaborar todo el kibbutz que no fue necesario mencionar la expresión «orden de registro» ni una sola vez.

Avigail no albergaba la ilusión de que con el registro se descubriera algo, «si es que había algo que descubrir», se dijo a sí misma mientras Majluf Levy y ella fingían no conocerse al cruzarse ante la oficina de contabilidad, donde él explicaba algo a dos policías en voz baja. Quizá el asesino había vaciado el frasco en el vertedero, o en el váter de su habitación, o en cualquier otro lado, o incluso cabía la posibilidad de que lo hubiera gastado todo para envenenar a Osnat. Pero había que continuar con el registro, se dijo. A primera hora de la tarde, al abrir la clínica con la agradable sonrisa que siempre lucía en esas ocasiones, se fijó en la gente que hacía cola a la puerta y de pronto le invadió el horror al imaginar el paratión en un frasco de perfume y una mano femenina de cuidadas uñas rodándolo sobre la piel desnuda de un cuerpo tendido en una cama.

Avigail comprendió que se le había contagiado el miedo que reflejaban los semblantes de las personas que veía en el comedor, frente a la enfermería, en la clínica, en la secretaría y en los caminos del kibbutz, que, según sabía por experiencia, deberían haber estado llenos de niños montando en bicicleta, pero estaban desiertos.

Durante las dos noches pasadas allí, dando vueltas y más vueltas en la cama, también ella había caído víctima del miedo engendrado por la idea de que cualquiera de las personas con quienes se cruzaba mientras se dirigía a su habitación, al comedor, a la casa infantil para examinar las cabezas de los niños en busca de piojos a petición de la encargada, que daba por hecho que entre sus funciones de enfermera se contaba la de estar a su lado cuando empuñaba el peine de apretados dientes, o de camino a tomar la tensión a alguien o a realizar cualquiera de las tareas que pretextaba para ir a todas partes y mantener los ojos y los oídos atentos a cualquier señal reveladora, cualquiera de aquellas personas desconocidas podía ser el asesino.

¿Qué estrategia había diseñado para cumplir una función útil?, le había preguntado Shorer. ¿Cómo se las iba a arreglar para pulsar la opinión de un grupo tan grande de personas desconocidas?, había insistido. «Haría falta un año entero para llegar a conocer a todos los personajes implicados en el caso», había dicho, pero Ohayon le había recordado que a Avigail, en su calidad de enfermera del kibbutz, «la información le vendría dada». Pero lo cierto era que en la clínica no se había producido la avalancha de pacientes con la que contaban. Se habían equivocado en sus previsiones, pensaba Avigail mientras llenaba pequeños papeles con notas de todo lo que había visto y oído y esperaba a que Michael Ohayon se pusiera en contacto con ella para poder transmitirle la información que, con tanto cuidado, iba recogiendo.

Sus días en el kibbutz donde estuvo con su grupo Nájal habían quedado muy atrás. En aquellos tiempos, siendo una joven soldado, apenas prestaba atención a lo que la rodeaba; estaba ocupada pensando en otras cosas. Pero de todo eso no les había contado nada a ellos… a Ohayon, Shorer, Nahari, el comisario jefe y todos cuantos le habían dado instrucciones y le habían advertido una y otra vez que no tratase de actuar por su cuenta, recordándole que «quien lo había hecho una vez podía hacerlo otra», y le habían repetido hasta la saciedad que tuviera cuidado. Oyó tantas veces las palabras «ten cuidado» que al final hubo de recordarles que había trabajado de enfermera durante varios años, que no iba a fingir ser lo que no era y que no había motivos para que la descubrieran.

—Limítate a informarnos inmediatamente de cualquier cosa sospechosa —le habían dicho cuando habló por teléfono con ellos por última vez antes de salir de su piso de Tel Aviv, cerrar la puerta con llave y subir a la furgoneta que la llevaría con sus dos maletas al kibbutz.

Había pasado todo el viaje respondiendo amablemente a las impertinentes preguntas de Yoska, quien, a su vez, le había contado su vida sin que se la preguntara.

Yoska le había preguntado cuánto tiempo llevaba trabajando de enfermera, cuál había sido su destino anterior y por qué quería trabajar en un kibbutz. También le preguntó si estaba casada o si había estado casada alguna vez, y había lanzado un suspiro ante sus respuestas negativas. Yoska volvía al kibbutz después de tramitar «un gran pedido» realizado a la fábrica de cosméticos, donde estaba a cargo de la contabilidad. En respuesta a la pregunta cortés de Avigail, explicó que, en efecto, la fábrica era sobradamente grande para tener un departamento de contabilidad independiente y, tras enumerar todos los países adonde exportaban sus productos («¡trece países!», exclamó con orgullo), había procedido a darle cuenta del resto de sus actividades sin que ella le preguntara nada. En su tiempo libre se dedicaba a otras cosas, le anunció con una sonrisa que ensanchó su bigote y reveló su blanca dentadura, y se dio una palmadita en la tripa.

Observando los pantalones cortos de Yoska y su ancho pie, calzado con una gran sandalia, sobre el pedal del acelerador, Avigail había pensado en la tragedia de la generación del Palmaj, que iba envejeciendo aunque se negara a envejecer. Pasó el dedo sobre la junta de goma de la ventanilla abierta pensando que, en todo caso, Yoska no pertenecía exactamente a esa generación; ella había calculado acertadamente su edad antes de que le dijera que tenía «cincuenta y tres años, pero estaba muy bien conservado. Me siento como si tuviera cincuenta y uno, ni uno más», y se había reído de su chiste, que a ella le pareció patético. Por lo tanto, calculó Avigail, no había luchado en 1948, pero sí pertenecía a la generación que había idealizado a quienes lucharon en el Palmaj y trataba de emularlos. Imaginaba con toda certeza que en invierno Yoska usaría botas militares con los calcetines enrollados encima y pantalones cortos de los que asomaría el forro de los bolsillos. Todo aquel fenómeno era lastimoso, pensaba Avigail, pero debía sobreponerse a su repulsión porque no tenía derecho a sentirla. «Es una buena persona», se dijo a sí misma mientras él continuaba parloteando en su vena chismosa y le preguntaba:

—¿Cómo es posible que una chica tan guapa nunca se haya casado?

«Tiene buenas intenciones», pensó Avigail, reprimiendo una desbordante oleada de ira; y, en lugar de decirle, como hubiera querido, que no metiera las narices donde nadie le había llamado, volvió a recordarse que sus intenciones eran buenas y que con su charla tan sólo pretendía llenar el vacío que todos sentían después de enterarse de los devastadores hechos. Pero su ira volvía a inflamarse con cada nueva pregunta y con cada nuevo chiste rancio que Yoska debía de estar repitiendo por enésima vez.

En una ocasión, hacía mucho tiempo, cuando trabajaba en la sección de medicina interna de un hospital, había oído sin querer, desde la puerta de la sala de médicos, que otra enfermera decía: «Puede que sea una esnob, como tú dices, puede que sea estirada y que no trate con nadie, pero no se puede negar que sabe escuchar, y la gente lo nota. Quieren hablar con ella porque saben que les va a prestar atención, y ésa es una cualidad importante para una enfermera». Era como si aún estuviera viendo la expresión abochornada que pusieron sus compañeras cuando abrió la puerta y entró apresuradamente, poniendo fin a aquella conversación que, estaba segura, no era más que una entre las muchas que, suscitadas por su actitud reservada, tenían lugar a sus espaldas.

Yoska continuó con su cháchara y, cuando llegaron a Yavne, ya había hecho referencia a su vida de casado, lanzándole una mirada de reojo, y también había comentado que la enfermera anterior, Rickie, los había dejado en la estacada en un momento de crisis. «Pero, claro, tú no sabes nada de la crisis», dijo, y procedió a contarle la muerte de Osnat. Avigail esperaba que dijera algo sobre el asesinato, sobre el envenenamiento premeditado, porque sabía, igual que los demás, que la noticia de cómo había muerto Osnat se había propagado por el kibbutz como un incendio, pero Yoska no aludió a ello. Empleó la palabra «tragedia», y Avigail tomó nota mentalmente de que debía hablarle a Michael Ohayon de aquel parlanchín, con su bigote y su tripa y sus chorretones de sudor y sus canciones hebreas tarareadas, sobre aquel chismoso que sabía mantener la boca cerrada. Había tratado de imaginar, de camino al kibbutz, cómo un miembro del kibbutz le contaría la manera en que había muerto Osnat, que la habían matado. Pero comprendía que hasta la barrera que la separaba de esa confidencia sería difícil de derribar.

Por otro lado, Yoska había hablado desinhibidamente de las dificultades de su mujer para quedarse embarazada, de los tratamientos contra la infertilidad y de los efectos secundarios del Pergonal, de los trillizos y los otros dos hijos que su mujer había tenido tras recibir diversos tratamientos, del tartamudeo de uno de los trillizos y las continuas enfermedades de su hijo menor… e incluso de los problemas mentales de su anciana suegra, que se había trasladado al kibbutz con su marido, aquejado de la enfermedad de Alzheimer, y de lo difícil que era cuidarlos. «No hace falta que te lo explique. Eres enfermera», repitió varias veces durante el viaje, mientras ella escuchaba atentamente cada una de sus palabras, limitándose a animarlo o a mostrarle su simpatía con alguna que otra frase mientras esperaba pacientemente que le dijera algo de Osnat. Pero todo lo que le dijo de Osnat fue: «Hemos sufrido una tragedia».

En la clínica, su primer día en el kibbutz, oyendo el piar de los pájaros y observando lo que la rodeaba, Avigail comprendió que su miedo a volver a vestir el uniforme de enfermera carecía de fundamento. Como era de prever, allí todo era distinto: nada le recordaba a la triste sección de medicina interna del hospital Íjilov de Tel Aviv, una de las ocho secciones de aquel centro donde había trabajado durante nueve años enteros viendo cómo iba deteriorándose año tras año, y donde un tufo semejante al de la boca de un anciano al despertar por la mañana impregnaba las salas llenas de pacientes geriátricos. Pero aun apreciando las diferencias, volvió a sentir la fatiga derivada de la desesperación que se apoderaba de ella cada mañana durante sus últimos tiempos en el hospital. «Es un reflejo condicionado», pensaba, «ahora no hay motivos para sentirse así, esto no tiene nada que ver. Tres horas de trabajo al día, un trabajo facilísimo, mucho más sencillo que una noche de interrogatorio, pasar aquí tres horas al día, ocuparme de los problemas de los pacientes, dispensar medicamentos y fijarme en todo sin que nadie sepa que no soy lo que se supone que soy». Mas, a pesar de todo, volvió a sentir que la fatiga de antaño se extendía por su cuerpo mientras se abotonaba la bata blanca.

Cuando inició sus estudios en la escuela de Enfermería, pese a todo lo que había oído contar, que debería haber bastado para desilusionarla, Avigail se imaginaba como un ángel de la misericordia, toda de blanco, salvando vidas y curando a la gente.

No podría haber previsto entonces hasta qué punto se desgastaría, cómo llegaría a pesarle su corazón petrificado, ni la fatiga que embotaría sus sentimientos las noches en que se quedaba a cargo, a veces sola, a veces con otra enfermera, de toda una sala, cuarenta y dos pacientes si todas las camas estaban ocupadas, y en ocasiones más, cuando sometían a los pacientes a la humillación de ocupar camas en los pasillos. No sabía, aunque debiera haberlo sabido, cómo la atormentaría la imagen de las mujeres tirando de las sábanas para tapar aquellos pijamas que nunca les quedaban bien, o las frenéticas búsquedas nocturnas de una almohada o una sábana. Lo que los medios de comunicación describían como «el estado de carencia de los hospitales» y «la crisis del sistema sanitario» se convirtió para Avigail en una experiencia que se renovaba cada mañana, en fuente de una desesperación creciente que paralizaba su iniciativa, su voluntad e incluso su capacidad de compasión.

«¿Por qué enfermería?», había dicho su madre indignada. «Con un expediente académico como el tuyo podrías haber elegido algo más serio y, a la vez, más fácil, incluso podrías haber estudiado medicina. Siempre habíamos dado por hecho que escogerías una profesión seria». Pero Avigail quería ser enfermera. Probablemente por Esther, la hermana menor de su padre. Esther era enfermera. Murió sola en Tel Aviv, en su pequeño y viejo apartamento de la calle Ben Yehuda, atestado de recuerdos y fotografías dedicadas por pacientes agradecidos, a algunos de los cuales había atendido gratis. Había ocasiones, recordaba Avigail, en que la tía Esther pasaba la noche en vela junto al lecho de los moribundos, administrándoles analgésicos, tranquilizándolos, cogiéndoles de la mano y esperando con ellos a que el cielo nocturno clarease y se disiparan sus miedos a la soledad y a la muerte.

Esther le había explicado a menudo que nada había más noble que el acto de acompañar a una persona hacia la muerte aliviando su soledad. Cuando Avigail iba de visita al hospital donde trabajaba su tía y donde a veces incluso le pedían que echara una mano, los pacientes decían: «¿Es tu madre? ¿Eres su hija? Es un ángel», y hacían notar su gran parecido. Desde que era pequeña Avigail había oído hablar de Florence Nightingale, la heroína de la infancia de Esther, y había absorbido acríticamente la admiración ingenua y anticuada de su tía. Sólo después de la muerte de Esther, al meditar sobre su vida, se preguntó Avigail por qué su tía había elegido vivir sola, en una soledad sin amargura.

Esther era la menor de seis hijos, de los que sólo ella, la única mujer, y el hijo mayor, que era el padre de Avigail (y que había huido a Rusia antes de la invasión alemana), habían sobrevivido al Holocausto. Sobre ese tema Esther nunca estuvo dispuesta a decir nada salvo que había salido de casa a acompañar a una amiga («que no era judía», según recordaba Avigail) y que, a su regreso, «todos estaban muertos». E incluso eso lo había contado a regañadientes, en respuesta a los ruegos de su sobrina una noche de invierno. Sobre sus padres y sus hermanos muertos nunca comentaba nada. Y cuando hablaba del día en que estalló la guerra, decía: «Sólo se ama una vez en la vida, y eso sucede a los dieciséis años».

Avigail tenía diecisiete cuando falleció Esther. Fue una muerte repentina. Pasó dos días muerta en su apartamento de la calle Ben Yehuda sin que nadie lo supiera. Después, al recibir una llamada del hospital, el padre de Avigail descolgó del oxidado clavo de detrás de la nevera la llave que guardaban para casos de emergencia y salió de casa con paso resuelto, guardando para sí su inquietud. Ya después del entierro, Avigail nunca se perdonó no haber tenido una premonición de aquel desastre ni el hecho de que mientras Esther moría de un ataque apoplético («Demos gracias a Dios porque haya terminado así. Sólo Dios sabe qué habría sucedido si se hubiera quedado inválida para el resto de sus días», había dicho su madre), ella estaba en el cine, viendo El pasajero, sin otra preocupación que la incógnita de si Ohad la cogería o no de la mano. Ohad había sido su primer novio y también, como se demostró con el tiempo, el último. Ya entonces Avigail comenzaba a pensar que todo lo que se decía sobre las relaciones íntimas y los amigos del alma eran vanos desatinos.

Avigail había trabajado nueve años de enfermera. A los treinta y tres ya había llegado al límite de su resistencia. La imagen de Esther, que durante tantas horas difíciles la había acompañado, comenzó a desvanecerse y, con ella, la tremenda importancia que concediera a los quehaceres diarios de su sobrina. Había días en que ni su cara conseguía recordar. Ya no veía ante ella su mirada mientras enjugaba la frente de algún enfermo doliente una noche cualquiera ni tampoco su cálida sonrisa cuando extendía una sábana sobre un paciente recién fallecido. El mundo de Avigail se transformó al deshacerse el hechizo de Esther. La gente le parecía más cruel, más fría y distante, más dura. El romanticismo de Esther, que tanto le satisficiera en su día, había quedado fuera de lugar.

El dolor de espalda fue el primer síntoma. Había comenzado a notarlo durante su cuarto año de trabajo, cuando abandonó el departamento de medicina interna del hospital Levinson por la sección infantil del Íjilov, de donde luego la trasladarían a la sección de medicina interna de ese mismo hospital. Se había resistido a las presiones para que se especializara como enfermera de cirugía, negándose asimismo a emprender el camino que la llevaría a ser enfermera jefe, y también había rechazado la posibilidad de hacer un curso de obstetricia, porque en el fondo de su corazón aspiraba al contacto directo con el sufrimiento, sin propósito práctico ni final feliz. Más allá del sufrimiento no había nada. Y, cuando la psoriasis empezó a manifestarse, supo que había llegado el momento de escapar.

Apareció de pronto. Un día se descubrió una erupción roja en el codo derecho y después otra en el izquierdo. El prurito y la necesidad de rascarse vendrían después, cuando las placas se engrosaron y extendieron, empezaron a cubrirse de feas escamas y su color cambió del rojo al púrpura plateado. Luego llegó el dolor. Avigail comprendió inmediatamente qué eran aquellas placas, pero pretendió engañarse diciéndose que era una alergia pasajera, y comenzó a vestir uniformes de manga larga, sin nunca remangarse por encima del codo. Cuando aparecieron las primeras placas en sus corvas, fue a ver a un dermatólogo y, cuando éste confirmó con su diagnóstico lo que ya sabía, rompió a llorar.

El médico, de la vieja generación, estaba a punto de jubilarse. Las manos le temblaban mientras la exploraba y Avigail recordó los rumores de que estaba enfermo. Carecía de la cruel eficacia característica de la joven generación de médicos, así como de la insensibilidad que permitía a éstos encargar pruebas complejas y agotadoras sin otro propósito que ratificarse en lo que ya sabían y utilizar los resultados para publicar un artículo más en una revista especializada. El dermatólogo sólo le mandó hacerse un par de pruebas, y ambos sabían que no eran realmente necesarias. Cuando se despedían en la puerta de su consulta, le dijo con una sonrisa triste y paternal: «Joven enfermera, sabrá tan bien como yo que esta enfermedad es de origen psicológico; si está sometida a estrés por algún motivo concreto, debe tratar de reducirlo, y yo no desdeñaría una visita al psicólogo».

Avigail no fue a ver a ningún psicólogo. Solicitó un año de permiso y empezó a estudiar criminología mientras cavilaba sobre cómo se iba a ganar la vida. Una amiga de la policía le describió sus condiciones de empleo y le habló con entusiasmo de lo interesante que era su trabajo y Avigail anunció, fingiendo no ver el gesto malhumorado de su madre, que iba a ingresar en la policía. Tras su primer año de trabajo fue convocada a una entrevista donde se pronunciaron expresiones como «sus aptitudes especiales» y «su brillante labor» y se la asignó a un equipo de la Unidad de Grandes Delitos, donde, en aquel entonces, era la única mujer entre once hombres (Sarit se incorporaría más adelante). El trabajo policial mitigaba su malestar crónico y cotidiano, pero la psoriasis no mejoró. Y, en verano, la época en que se suponía que esa enfermedad mejoraba, se descubrió otra placa en el pecho.

Desde su relación con Ohad, que había perdurado a lo largo de todo el servicio militar de ambos y del periodo en que se quedaron en un kibbutz con su grupo Nájal después de que los licenciaran del servicio activo, no había vuelto a tener ningún novio. Alguien podría haber explicado que la herida nunca restañada del abandono sufrido le había enseñado a ser cautelosa, y lo cierto es que no volvió a permitir que nadie se le aproximase demasiado.

Años atrás, su profesor de literatura había dicho que, según Freud, el ego está hecho de parches y que el esfuerzo de sobreponerse a cada separación lo reforzaba con un nuevo parche, pero Avigail pensaba que en su vida las separaciones no habían sido parches de refuerzo y que nunca había logrado convertirlas en material de construcción para el ego. Para ella, cada separación era un nuevo desgarrón en la ropa. Se sentía desnuda en su soledad cuando alguien se acercaba a ella. Nunca le había hablado a nadie de su psoriaris y, pese a los reiterados consejos médicos, nunca había ido a bañarse al mar Muerto ni expuesto su cuerpo al aire y al sol. Comprendía que su comportamiento era autodestructivo. La tía Esther había fallecido a los cuarenta y seis años y Avigail se preguntaba si no estaría tratando de seguir sus pasos.

Aunque a veces se sentía sola y anhelaba el abrazo de un hombre, una voz masculina en su dormitorio, y también la intimidad y el afecto de una conversación sincera con una mujer, y pese a que alguna que otra mujer despertaba su interés y su simpatía, e incluso el deseo de intimar con ella, suprimía sus impulsos para aferrarse a la muda condena que ella misma se había impuesto, sin permitir que nadie invadiera su intimidad. Leía mucho. Se embebía en su trabajo, que le proporcionaba mucha actividad y, de vez en cuando, nuevos intereses, y también en sus estudios, abordados con una curiosa mezcla de seriedad en el cumplimiento de sus obligaciones y de escepticismo con respecto a los contenidos. Al final de la jornada, regresaba exhausta a su apartamento de una habitación.

A veces despertaba de sus sueños inflamada de deseo, de esos sueños que se centraban en Ohad, a quien no había vuelto a ver desde su ruptura, hacía trece años, después de que él pasara meses buscando excusas para su necesidad de libertad, hablando del miedo al compromiso y de su incapacidad para conectar con «otra persona». Avigail sabía que Ohad no era responsable de que hubiera acabado viviendo así, él no era el motivo, y ni siquiera el pretexto, de su actual soledad, pues ésta emanaba de algo más profundo. A pesar de todo, a veces le culpaba con furia de todo. Las noches en que despertaba con el cuerpo ardiendo y la imagen de Ohad ante sus ojos, se levantaba y salía a pasear por las calles de Tel Aviv y a reflexionar estoicamente sobre la vacuidad de una vida desperdiciada sin ser capaz de transformarla en lo esencial.

Las noches estivales eran particularmente duras de soportar; por las ventanas abiertas a la calle se colaba el sonido de risas, y las voces desenvueltas y espontáneas del exterior iluminaban su castigo autoinfligido con una luz casi grotesca.

Aquel abril, la carretera de Pétaj Tikvá estaba embalsamada por el aroma del azahar y las flores de acacia. Atormentada por esos perfumes, comenzó a despertarse frecuentemente de noche, agitada por sueños que amenazaban el equilibrio de su soledad. El rostro del hombre de sus sueños era a veces el de Michael Ohayon. Nunca habían cruzado una sola palabra que no se refiriese al trabajo y Avigail no sabía nada de su vida privada.

Tal era la situación cuando Avigail llegó al kibbutz el día después de que Ohayon «soltara el bombazo», como le había dicho Yoyo con voz trémula mientras la acompañaba a la clínica desde la secretaría, donde Yoska la había dejado tras ayudarla con torpe caballerosidad a dejar su equipaje en la habitación que le habían asignado. Yoyo tampoco mencionó cómo había sido la muerte de Osnat, pero masculló algo relativo a la crisis que vivía el kibbutz y a que estaban recibiendo ayuda y atención de los organismos autorizados y de la policía, que seguía rondando por allí y «poniendo nerviosos a todos».

Al llegar al kibbutz por la mañana («¿qué llevas aquí? ¿Piedras?», le había preguntado Yoska riéndose mientras dejaba en el suelo las maletas donde llevaba sus seis pares de vaqueros y seis holgadas camisas blancas de corte masculino junto a un montón de libros), sintió que le ardían los codos y, aun antes de remangarse, supo que la psoriaris había empeorado. También las placas de las corvas, donde su madre solía decirle de pequeña que iban a crecer patatas si no se las lavaba bien, parecían en peor estado. Avigail no sabía si atribuir la irritación de su piel a la necesidad de volver a vestir el blanco uniforme o al miedo que le había inculcado Shorer la noche anterior al decir que tendría que enfrentarse a todo un kibbutz conmocionado.

Ahora, mientras examinaba el armario de los medicamentos, volvió a sentir un fuerte picor. Se quitó la bata y se remangó. Las placas habían adquirido un tono escarlata, según observó, horrorizada por la fealdad de la piel escamada. Abrió su bolso y sacó un tubo azul de pomada de cortisona.

Una mujer irrumpió en el cuarto de baño cuando, de cara al espejo, Avigail se frotaba las manos con jabón desinfectante para borrar toda huella de la pomada; se precipitó a estirar las mangas de su camisa. Se fijó en las huellas de barro dejadas por las negras botas de goma de la mujer sobre los resplandecientes baldosines y oyó voces ahogadas al otro lado de la puerta.

Aquella mujer corpulenta y entrada en años le decía casi a voz en grito desde la puerta:

—¡Necesita tomar algo pero se niega a tomar nada!

Avigail trató de echar un vistazo por encima del hombro de la mujer y dijo:

—¿Qué ha pasado? —disimulando su inquietud bajo el tono profesional. Si la mujer hubiera entrado un instante antes, habría visto las placas de sus codos.

—Mi hermana no se encuentra bien —le repuso la mujer asiéndole de la mano—. ¡Venga, venga!

Salieron juntas del cuarto de baño. Frente a la puerta, otra anciana de menor estatura se apretaba el pecho con el puño. Respiraba con dificultad, entre sollozos y quejidos.

—¡Llame a la ambulancia! —gritó la mujer fornida—, Fania no puede respirar.

Y a pesar de la confusión del momento, Avigail tuvo la presencia de ánimo necesaria para darse cuenta de quiénes eran aquellas mujeres. Más adelante, ni ella misma sería capaz de explicarse de dónde había sacado la voz autoritaria que le permitió conducir a Fania a la clínica y acostarla en una cama, donde le quitó las botas de trabajo y los calcetines de lana. Guta la siguió con paso pesado. Su rojiza nariz ganchuda resaltaba en su pálido semblante y su corto cabello gris se encrespaba en todas las direcciones mientras se pasaba por él sus grandes dedos con un movimiento compulsivo. Después, Avigail le contaría a Michael que parecían un par de brujas salidas de un libro ilustrado que tenía de niña. Levantó los pies de Fania y los colocó sobre una gran almohada. Fania no se quejaba de ningún dolor ni de sentir náuseas. Su tensión arterial era normal y su pulso rápido pero regular. A pesar de todo, respiraba con dificultad.

—¿Es algo del corazón? —preguntó Guta respetuosamente mientras Avigail le tomaba la tensión.

—No lo creo —repuso Avigail mirándola—; a usted quizá le convendría beber algo, en la nevera hay agua fría; y, ahora, ¿por qué no me cuenta lo que ha pasado? —esta última frase iba dirigida a Fania, que cerró los ojos e hizo una mueca.

—¿Le duele algo? —preguntó Avigail cariñosamente.

—¿Qué te duele? —aulló Guta, echando chispas—. Fania, ¡dinos qué te duele! ¡Todo por culpa de esa panda de matones! —Avigail no dijo nada—. ¡Esos policías! —chilló Guta—. Primero se llevan a Yankele y luego desentierran el cuerpo de Srulke.

—Tranquilícese —dijo Avigail—. Cada cosa a su tiempo. Cuénteme cómo han sucedido las cosas exactamente.

Guta extrajo del bolsillo de su bata un despachurrado paquete de tabaco.

—Han ido a avisarme a la lechería, estaba trabajando. Debe de ser la segunda vez en la vida que me obligan a dejar a medias el trabajo. Fania estaba en el taller de costura. Cuando le contaron lo de Srulke, estuvo a punto de desmayarse.

—¿Qué le ha pasado a Srulke? —preguntó Avigail, observando el segundero de su reloj mientras le asía la muñeca a Fania. Su pulso se había ralentizado.

—Srulke… —Guta miró a Avigail como si la viera por primera vez—. Srulke falleció hace un mes y medio. Murió repentinamente, el primer día de Shavout. De un infarto de miocardio. Srulke… —se quedó callada y ahogó sus sollozos pegando una honda calada a su cigarrillo.

Fania abrió los ojos y miró a su hermana con ojos aturdidos, amedrentados. Su respiración se aquietó y el gesto de dolor de su rostro se trocó en otro de alarma. El miedo que había sentido Avigail al ver irrumpir a Guta en la clínica retornaba ahora, mientras se debatía entre la enfermera que tomaba competentemente el pulso a una paciente y la policía tan sólo interesada en indagar en los hechos.

—¿Sabía usted que hemos tenido una muerte aquí, en el kibbutz? Un asesinato —dijo Guta—. ¿Le han contado ya que alguien envenenó a Osnat? —Avigail callaba—. Alguien le dio paratión y murió —dijo Guta, la vista fija en la pared blanca junto a la que estaba la cama. Clavó la mirada en el dibujo de las colinas de Jerusalén, obra de Anna Tijo, que allí colgaba. Fania profirió un quejido. Avigail redobló la presión sobre su muñeca y notó que el pulso se aceleraba—. Anoche exhumaron el cadáver de Srulke y vieron que él también. Esta mañana han ido a contárselo al taller de costura —dijo Guta, mirando a su hermana.

—¿Y qué ha pasado? —preguntó Avigail—. ¿Qué le han contado?

—Que él también —repuso Guta, dando una calada.

—¿Él también?

—También han encontrado paratión en su cuerpo. Y ahora han reanudado sus interrogatorios y han vuelto a llevarse a Yankele.

Fania cerró los párpados. Su boca se torció de nuevo en un rictus de dolor y su respiración rápida y acelerada se volvió audible.

—Lo van a detener por sospechoso, a él, que nunca ha hecho daño a una mosca. Discúlpeme —dijo Guta, y se sacó del bolsillo un trozo de papel higiénico para sonarse. Tenía los ojos secos—. Esto ya no lo podemos soportar. Y encima lo de Srulke.

Fania comenzó a quejarse. Sus quejidos fueron creciendo en intensidad y había algo pavoroso en aquellos sonidos que emergían de las profundidades de su garganta.

—Histeria —le diría Avigail a Michael más tarde—. Histeria pura y dura. Lo supe desde el principio.

Mirando a su hermana, Guta dijo:

—Para nosotras Srulke era… —volvió a respirar hondo y luego tosió— era como un hermano —concluyó al fin—. Fue él quien nos trajo aquí. Nos salvó la vida. Siempre cuidaba de Fania. Y también de Yankele. Y ahora van y le dicen a Fania que como a Yankele le gustaba pasearse de noche se lo van a llevar para interrogarlo. Y no podemos hablar con nadie, ni siquiera con Moish… Y yo querría… —posó la vista en la estrecha cama—. ¿Te sientes mejor? —le preguntó a Fania. Fania no respondió. Sus desnudos pies hinchados parecían un par de terrones rojizos sobre la blanca sábana. De las anchas mangas de su desteñido traje asomaban unos brazos finos y arrugados. Llevaba el cabello, castaño entreverado de blanco, más largo que su hermana. Sus arrugas eran tenues. No se apreciaba ningún parecido entre ellas—. Han exhumado a Srulke, lo han sacado de la tierra —murmuró Guta—, por eso se ha puesto mala —le temblaban las manos—. Dicen que él también ha muerto a causa del paratión. Y ahora dicen que Yankele le quitó el paratión a Srulke y que, que…

Fania empezó a mascullar medias palabras en yidish.

—Tenemos que ser fuertes —se dijo Guta a sí misma, y se inclinó sobre la papelera blanca para apagar la colilla en su costado—. Creíamos que… ¿Qué le pedíamos a la vida? Nada, salvo disfrutar de un poco de paz. Nada más. Pero no nos dejan en paz, y eso era lo único que queríamos.

Avigail disparó una pregunta tras otra. No, le dijo Guta, Fania no había sufrido ningún infarto ni ninguna otra enfermedad. Nunca habían estado enfermas, salvo cuando llegaron a Israel, en aquel entonces Fania tenía tuberculosis, pero se había repuesto y todas las radiografías eran absolutamente normales, aquello se debió a la guerra y al hambre, había explicado como disculpándola, a lo mal que lo habían pasado. Aparte de la tuberculosis, no había tenido ninguna otra enfermedad.

Avigail depositó una pastillita amarilla en la mano de Guta y le dijo:

—Tómese una usted también —luego alzó la cabeza de Fania, que se tragó obedientemente la pastilla con el agua que le daba—. Están atravesando tiempos difíciles, todo el mundo lo está pasando mal —le dijo a Guta, que se puso la pastilla en la lengua.

—¿Qué es? —preguntó Guta después de tragársela.

—Un tranquilizante —repuso Avigail.

—Estaba echando espuma por la boca —dijo Guta—, he visto que tenía espuma en los labios, y todo por culpa de los chismorreos del taller de costura y porque el policía alto se ha llevado a Yankele para interrogarlo. Piensa que ha podido matar a Osnat sólo porque solía pasearse de noche. Pero si ni siquiera estaba allí —añadió Guta como si acabara de recordarlo—, estuvo todo el rato con Dave. ¿Cómo podría haberlo hecho?

—Tal vez sólo pretenden que Yankele les eche una mano, es posible que haya visto algo interesante —sugirió Avigail.

—Y el día de fiesta en que murió Srulke, Yankele estuvo con nosotras a todas horas, y luego se fue a hacer el turno de cocina.

—Ya verá cómo todo sale bien —la tranquilizó Avigail.

—Y ahora el policía ese del bigote le dice a Fania que tiene que acompañarlos para que hablen con ella. No voy a permitir que se vaya. No puede ir a ningún lado.

—Cuando llegue el médico, le pediré que venga a verla —dijo Avigail.

Fania se incorporó.

—No es necesario —dijo con voz opaca—. No necesito un médico.

—Así son las cosas —le dijo Guta al dibujo de Anna Tijo—, con nosotros sí que se pueden meter. A Yoyo no lo van a interrogar. A pesar de que sabe todo lo que hay que saber sobre el paratión. Sólo interrogan a Yankele, que no lo ha tocado en su vida.

—¿Yoyo tiene conocimientos sobre el paratión? —preguntó Avigail.

—Hasta tiene un diploma, que lo sé yo —explicó Guta a la habitación en general—. Era fumigador diplomado siendo todavía un mocoso, pero a él nadie le pregunta nada. Ni de eso ni de otras cosas. Es con Yankele con quien tienen que emprenderla.

—Sólo lo van a interrogar —la apaciguó Avigail—. No tiene la menor importancia.

—Para eso nos hemos dejado aquí la piel trabajando como mulas, para que venga la policía a detenernos —gruñó Fania mientras comenzaba a enfundarse lentamente los calcetines de lana.