Horas más tarde, en el café de la calle principal del mercado de Majané Yehuda de Jerusalén, donde se había reunido con Shorer y Avigail, Michael seguía oyendo la risa profunda de Dave. Parecía resonar en aquel establecimiento donde, pese a que no vistieran de uniforme, todo el mundo sabía quiénes eran pero fingían ignorarlo. Aquella ficción se mantenía incluso cuando, como ahora, el coche con matrícula de la policía estaba conspicuamente aparcado junto a la amplia entrada del café. Shorer ocupaba un pequeño taburete de madera y Avigail, sentada en una silla naranja de plástico, con camisa blanca de manga larga pese a que hacía calor, vaqueros y una coleta que le daba aire de estudiante de instituto, miraba atentamente a su alrededor, como si estuviera decidida a fijarse en todo y recordar sus impresiones.
Era la una de la mañana y hasta la calle principal del mercado estaba silenciosa y oscura salvo por el parche de luz que rodeaba el pequeño café, donde la clientela se demoraba hasta la madrugada jugando a las cartas y rellenando boletos de la quiniela futbolística mientras intercambiaba opiniones a grandes voces. También solían acudir unos cuantos borrachines para beber en compañía. Al entrar en el café, Michael había reparado en un anciano de espesa barba gris y ojos inyectados en sangre que estaba allí sentado, vestido con una ropa andrajosa de excesivo abrigo para la noche cálida y seca de Jerusalén. Despedía el tufillo típico de quien duerme sin cambiarse de ropa y no se ha lavado en varios días, e, incluso después de haber tomado asiento dándole la espalda, Michael no lograba desprenderse de la visión de aquella barba gris y espesa y de aquellos ojos rojizos, que se sumaron al sonido de la cálida risa de Dave que aún retumbaba en su cabeza.
Emanuel Shorer tenía delante, sobre la pringosa mesita de formica, un vaso alto medio lleno de cerveza. Avigail había pedido un té a la menta y una bureka, y se la habían traído recién hecha y todavía caliente. Michael, haciendo caso omiso de las risitas y suspiros de Shorer, pidió un café turco, de los que se sirven en tacitas diminutas, y un vaso de agua fría. Michael sacudió la cabeza para librarse de las imágenes y sonidos de la jornada, de los que aún oía el eco: los alaridos de Fania, los bisbiseos con los que se había despedido Guta y la risa de Dave, en absoluto demoniaca. Era, de hecho, una risa cálida, franca y jubilosa, libre de inhibiciones y tristezas, la risa de un hombre que se permite ver y oír las cosas tal como son y que no reprime ningún sonido en su garganta.
—Dentro de unas horas Avigail se incorporará a su trabajo en el kibbutz —dijo Shorer pensativo— y lo va a encontrar convertido en una casa de locos —se enderezó en su taburete y, volviéndose hacia Michael, preguntó nervioso—: ¿Has hablado con Nahari? ¿Sabe que has puesto las cartas boca arriba?
—He hablado con él, lo sabe —lo tranquilizó Michael.
—¿Y qué ha dicho? —preguntó Shorer, la curiosidad imponiéndose sobre la inquietud.
—Ha dicho que podría habérselo consultado antes; aunque —añadió Michael con una sonrisa— tenía el presentimiento de que lo iba a hacer; que no tengo derecho a actuar por mi cuenta y riesgo, y que además debería habérselo consultado al psicólogo, y en eso probablemente tiene razón. Pero supongo que he pretendido que fuera algo espontáneo. O quizá no se me ocurrió —reconoció—; lo del psicólogo, quiero decir.
—Has salido bien librado —dijo Shorer, y miró a Avigail, que pescaba cuidadosamente las hojitas de menta de su vaso y las iba colocando en el plato vacío de la bureka.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Michael.
Shorer tomó un sorbo de cerveza y respondió:
—Que no empezó a pegarte gritos, que no te echó la bronca.
—¿Quién ha dicho que no? —dijo Michael esbozando una sonrisita—. No me habías preguntado qué pasó exactamente. Nahari me lanzó un discurso diciéndome que no trabajaba solo y que ya no estaba en el subdistrito de Jerusalén, y que todas las personas de su equipo eran cuando menos tan inteligentes como yo. Y que parecía que nunca había oído hablar del trabajo en equipo o, en todo caso, que no lo ponía en práctica ni contaba con los miembros de mi equipo; en sus propias palabras, que «no explotaba los recursos a mi disposición».
—En eso también tiene razón —comentó Shorer mirándolo con severidad—. Yo en tu lugar no me sentiría tan orgulloso de lo que estás haciendo.
—¿Quién se siente orgulloso? —protestó Michael.
—Tú —respondió Shorer, inclemente—. Te paseas por ahí creyendo que llevas sobre tus hombros el peso de todo el kibbutz y que vas a salvarlos y a revelarles la verdad sobre sí mismos. Esa sonrisita presuntuosa que pones parece indicar que tienes el destino del movimiento de kibbutzim en tus manos… Tú, el hombre que ha lanzado el bombazo y asume en exclusiva la responsabilidad por las consecuencias. Como si fueras la única persona del mundo —añadió apurando su cerveza— que comprende algo.
—¿Por qué estás tan enfadado conmigo? —preguntó Michael sorprendido. Tras un instante de reflexión, miró a Avigail y dijo—: Es por ella, porque te he puesto en apuros mandándola allí.
—No me expliques lo que siento —replicó Shorer airado—. Si no te importa, haz el favor de no meterte en mi cabeza —miró a su alrededor. Los borrachos los contemplaban, los aficionados a las quinielas se habían callado, y sólo los tres jugadores de cartas continuaban a lo suyo como si no hubieran oído nada. Shorer bajó la voz—: No, no es por Avigail; es porque has trabajado solo sin comprender los riesgos que asumías, y no me refiero a que haya un envenenador suelto, que sabe que todo el mundo está enterado y que podría volverse más peligroso que antes. No estoy hablando de eso, y no me digas —levantó la mano para detener a Michael— que has dejado en el kibbutz a Majluf Levy y a Benny, porque sabes muy bien que ahora no me estoy refiriendo al peligro físico. Estoy hablando de los riesgos psicológicos, de las implicaciones de lanzar ese tipo de bombazos. No hace falta que te recuerde que nunca había sucedido nada semejante. No lo has discutido con nadie antes de actuar, y la gente no está preparada, no se han tomado en cuenta sus reacciones, y tú te lanzas de cabeza despreocupadamente, te paseas por allí y hablas con ese hippy colgado de Estados Unidos…
—De Canadá —lo corrigió Michael.
—Muy bien, de Canadá… y luego vienes a contarme tus brillantes ideas. Pero los has dejado con la sensación de que entre ellos hay un asesino. A los trescientos miembros y sus parientes.
—Trescientos veintisiete —lo corrigió Michael cansinamente.
Luego fingió no ver la mirada que le dirigía Shorer mientras le decía:
—¿Por qué empiezas a hablarme así? ¿Me has tomado por Ariyeh Levy? A lo mejor es cierto que el éxito se te ha subido a la cabeza.
Avigail tocó su vaso vacío y carraspeó.
—Y no he esperado a que estuviéramos solos a propósito —añadió Shorer furioso—. No es momento para ser discretos. Como un idiota, te di permiso para que mandaras allí a Avigail, pero eso fue antes de que lo hicieras todo público. Ahora la situación es muy distinta. Me dijiste que sólo cuatro personas sabían que habían matado a la tal Harel. No me dijiste que se lo ibas a contar a todo el kibbutz. Y también es importante que tú sepas —dijo volviéndose hacia Avigail— que vas a entrar en una comunidad herida, conmocionada, y que te va a caer encima mucho trabajo. Las personas que no se encontraban del todo bien van a enfermar de verdad, y quienes siempre se mostraban tranquilos y reservados de pronto se pondrán histéricos. Es imposible predecir cómo se lo van a tomar. Ahora mismo lo que necesitan es un psicólogo.
—Ya tienen uno —intervino Michael—. He dejado allí a un psicólogo, y he solicitado que envíen a otro.
—Bueno, yo qué sé —dijo Shorer más calmado, suspirando—. Tienes que dejar de trabajar solo. Ahora quizá no te va a quedar más remedio que trabajar con Avigail.
—Créeme —dijo Michael tras una pausa—, sé que no te falta razón en lo que dices, pero es que estábamos en un callejón sin salida. Y no es que tomara la decisión durante la reunión del equipo y no se la contara a nadie. Era una idea que estaba forjándose en el fondo de mi mente y que tomó cuerpo cuando vi a Fania y oí hablar de Guta. Hasta entonces no me había dado cuenta de que lo que quería era eso: encontrar la forma de montar un poco de alboroto.
—Bueno, vamos a dejarlo —dijo Shorer con impaciencia—, no tiene sentido seguir hablando de eso. Pero no te creas Dios. Es muy peligroso que uno empiece a creerse Dios. Y, ahora, pasemos a lo que parece el quid de la cuestión. ¿Qué querías contarnos?
—¿Quieres la versión íntegra o el fondo del asunto?
—El fondo del asunto primero, y luego lo demás, si es necesario.
Michael se quedó en silencio.
—Estaba cavilando —dijo tras una larga pausa— cómo expresarlo para que no parezca un disparate. Quizá lo mejor será decirlo directamente. El fondo del asunto es que Srulke no murió de un infarto de miocardio sino envenenado con paratión.
—Srulke —repitió Shorer despacio—. Vuelve a decirme quién era Srulke.
—Srulke era el padre de Moish, que es el director general del kibbutz. De la generación de los fundadores, de setenta y cinco años, y estaba a cargo del diseño de jardines. Murió hace cinco semanas de un infarto, según creían, pero ahora se ha planteado la posibilidad de que quizá la causa fue el paratión, porque él era el único que todavía lo utilizaba. Dave, el canadiense, me contó que Srulke había estado fumigando sus rosales cuando lo encontraron muerto. He tenido una larga conversación con él después de lo de Guta, y ha sido él quien me ha sugerido esa posibilidad.
—¿Lo sabe Nahari? —preguntó Shorer con desconfianza.
—¿Qué te pasa con Nahari? —preguntó Michael irritado—. ¿Por qué te preocupas tanto de él?
—No me preocupo de él sino de ti, del orden lógico y adecuado de las cosas, de que no trabajes solo. Nahari es tu superior; no puedes venir a contarme las cosas sin haber hablado con él. Y también me preocupo de mí mismo… No quiero buscarme problemas con él. No puedes seguir así, saltando por encima de Nahari para venir a que yo te arregle la vida, como si fuera tu padre o algo así… —se contuvo demasiado tarde; miró a Michael abochornado, bajó la vista y empezó a darle vueltas al vaso todavía medio lleno antes de tomar un sorbo. Luego respiró hondo y continuó hablando, sobreponiéndose a la tensión del ambiente con evidente esfuerzo—: Y, como ya he dicho antes, Nahari no es Ariyeh Levy ni ha nacido ayer. O sea que ¿lo sabe o no?
—Lo sabe —respondió Michael ofendido—. Lo sabe.
Avigail apoyó la barbilla en una mano sin decir nada. Pese a que a veces diera la impresión de que se habían olvidado de su presencia, Michael estaba en todo momento atento a sus delicadas muñecas, que asomaban de las largas mangas blancas, perplejo porque vistiera así a pesar del calor que hacía. ¿Qué leyenda estaba creando en torno a su persona? ¿Qué pretendía ocultar? ¿Qué había bajo esas largas mangas suyas? Cuando también él pidió un té a la menta, volvió a fijarse en los jugadores de cartas, que gritaban y reían. Luego miró hacia la calle, donde de vez en cuando pasaba un coche a toda velocidad y sus ruedas rechinaban en la curva de al lado del café. La calle estaba sucia. Frutas podridas, cajas de cartón aplastadas, bolsas de plástico y paquetes de tabaco vacíos se amontonaban frente a la entrada del café. El aire estaba impregnado de olor a polvo y a basura y él también se sentía polvoriento y pegajoso después de su larga jornada, y exhausto tras haber conducido de Jerusalén a Pétaj Tikvá, de allí al kibbutz y luego de vuelta a Jerusalén, y también por los constantes enfrentamientos con unos y otros y las conversaciones telefónicas con Nahari.
Ahora se arrepentía de no haber ido a su casa, limitándose a telefonear para ver si había llegado Yuval. Yuval estaba en casa. Había puesto una lavadora él solo, según le había contado, y también se había planchado el uniforme. Mañana terminaría su permiso y a las horas que eran ya estaría profundamente dormido. Michael sólo podría verlo un momento por la mañana, pensaba ahora recordando la conversación telefónica que había mantenido con su hijo desde el kibbutz, antes de salir hacia Jerusalén. En la voz de Yuval no había ironía cuando le dijo: «Trata de venir a casa, papá, si puedes. Estaría bien que nos viéramos de vez en cuando». No dijo nada de la tensión en la que estaba viviendo, pero precisamente porque en su voz no había cólera ni resentimiento, precisamente por su tono adulto y comedido, Michael percibió en él esa ternura que sólo pueden sentir quienes han experimentado el sufrimiento. Esa ternura le hablaba a Michael de soledad, llevándolo a pensar de nuevo que cumplir su servicio militar en Belén había hecho madurar a Yuval, echándole años encima y robándole la juventud. Si no fuera porque Yuval tenía novia, pensaba Michael mientras le ponían delante el té y Shorer callaba hasta que el dueño del café se retirase, si no fuera por eso, probablemente estaría aún más preocupado por él. Claro que el panorama tampoco era muy alegre en ese sentido, dado que su novia estaba ahora en el departamento de Justicia Militar de Gaza y tenían escasas oportunidades de verse.
Michael recordaba a menudo cómo eran en los tiempos en que aún estaban destinados juntos: el aire infantil e inocente que les daba su tímido amor y la vergüenza de la chica cuando Yuval la llevaba a casa de su padre los fines de semana, la seriedad con que hablaba del «grupo», es decir, de la unidad Nájal a la que ambos pertenecían, y la torpeza con que había tratado de explicar sus motivos para abandonarla. En los últimos tiempos, la muchacha parecía haber superado aquella torpeza, y también su timidez.
—Con tus contactos podrías haberlo resuelto de alguna manera —le había dicho amargamente Nira a Michael cuando coincidieron en el desfile con el que finalizaba el campamento—, pero ¿para qué ibas a tomarte la molestia si no es más que tu hijo? Yo habría tocado todos los resortes para sacarlo del cuerpo de paracaidistas.
—Y lo hice —respondió Michael en un raro momento de identificación con su ex mujer—. Toqué todos los resortes a mi alcance, créeme, y les arranqué una promesa, pero era Yuval el que se negaba. Me prometieron trasladarlo contra su voluntad. No entiendo qué pasó después ni cómo es que sigue en ese cuerpo.
—Pues toca algunos resortes más —le replicó Nira implacable—. Ahora están mandando a los paracaidistas a los territorios ocupados. Mi hijo no va a ir a los territorios… Es peligroso; allí te pueden matar.
Michael no había respondido. Era la primera vez que veía a su ex mujer en varios años, y, pese a su habitual tono de constante reproche, le había entristecido ver hebras grises en su pelo rubio y un fino entramado de arrugas en torno a su boca. Se preguntó por enésima vez si las cosas no podrían haber salido de otra manera.
—¿Qué ha dicho Nahari al respecto? —le preguntaba ahora Shorer.
—¿Al respecto de qué? —preguntó Michael—. ¿Qué ha dicho de qué?
—Con respecto al asunto de Srulke. ¿Qué ha opinado de la posibilidad de que haya sido otra muerte por causas no naturales?
—Nada —repuso Michael distraído, sintiéndose cansado y deprimido, y fijándose de nuevo en los dedos finos y traslúcidos de Avigail, que se mordisqueaba un mechón de pelo—. ¿Qué podía decir? Llamó a Kestenbaum para preguntarle si era posible detectar algo al cabo de cinco semanas, porque no se conoce un precedente de exhumación de un cadáver tras un plazo tan largo para verificar un envenenamiento por paratión.
—¿Y bien? —dijo Shorer.
—Kestenbaum hizo las consultas necesarias y dijo que era posible —hizo una mueca—. Por lo visto, al cabo de un mes ya no se puede medir el nivel de colinesterasa en la sangre, pero todavía pueden identificarse restos de paratión en los líquidos en descomposición, y disculpa que sea tan gráfico.
—Entonces, ¿tendremos que exhumarlo para someterlo a una autopsia? —preguntó Shorer—. Dicho de otro modo, ¿hay suficiente fundamento para hacerlo?
—Según se mire. Lo que no le conté a Nahari es cómo había llegado a esa conclusión.
—¿Quién? —preguntó Shorer.
—Dave. Cómo había llegado Dave a esa conclusión —explicó Michael, y volvió a ver aquel hombre corpulento y calvo cual bola de billar sentado en su habitación de las afueras del kibbutz, de la zona de los solteros, donde también vivía Yankele, con quien Dave le había dicho que mantenía una amistad entrañable y especial.
—¿Podrías contarme algo sobre el tal Dave, por favor? —intervino Avigail con su voz cristalina, sobresaltándolos a ambos—. Me pone bastante nerviosa la perspectiva de aterrizar mañana en el kibbutz después de lo que ha pasado hoy, y, en conjunto, no es que esté exactamente encantada con mi nuevo trabajo. Sea como fuere, me gustaría saber todo lo posible de antemano.
—No deberías estar tan tensa —la tranquilizó Shorer en tono paternal, poniendo énfasis en el tan—. No vas a estar completamente sola. Él —señaló a Michael con la cabeza— estará en contacto contigo en todo momento.
—No va a ser tan fácil —intervino Michael—. Todo el mundo se ha enterado de quién soy, y tienen una centralita telefónica supermoderna, que registra todas las llamadas enviadas y recibidas, y no queremos que queden registradas en el teléfono de Avigail las llamadas de la UNIGD.
—Pues ve a verla a escondidas por la noche —sugirió Shorer, riendo; de pronto dejó de reír, contempló pensativo a Michael y a Avigail y un pícaro centelleo alumbró fugazmente sus ojos; luego dijo con fatiga—: Sabrás cómo resolverlo, confío en ti.
—Recuerdo lo que nos has contado y lo que he leído en el dossier sobre la familia y sobre Moish —dijo Avigail—, y he comprendido la historia de Yankele, la de Guta y Fania y todo lo demás. Pero ¿qué hay de este Dave? Cuéntame todo lo que sepas de él, por favor —sus ojos grises posaron en Michael una mirada de inteligente e inquisitiva expectación. Eran profundos y rasgados. Sentado cerca de ella, Michael distinguía sus pestañas pálidas y largas y la arruguita que se veía entre sus cejas aun cuando no fruncía el ceño.
—No sé qué estoy haciendo aquí —dijo Shorer— ni cómo me he dejado atrapar así. Pero, ya que la noche está perdida —suspiró—, continúa hablando.
Con unas cuantas frases Michael describió la habitación, los extraños cactus que crecían junto a la entrada, las relaciones entre Dave y Yankele.
—Lleva diez años en el kibbutz —dijo—; lo aceptaron tras un periodo de prueba de dos años —mientras hablaba, Michael volvió a oír la risa cálida de Dave y recordó la expresión tolerante con que le había explicado que lo habían aceptado pese a sus rarezas porque había hecho importantes contribuciones durante su etapa de aspirante. «Cosas como mejorar la maquinaria de embalaje, pero sobre todo esto», dijo enseñándole un cactus extraído de un tarro que estaba en el alféizar de la ventana. «Es nuestro gran éxito; con él fabricamos nuestra crema más cara». Y, ante la mirada de perplejidad de Michael, se echó a reír otra vez, diciendo: «Lo inventé yo».
Luego le explicó que en su tiempo libre se dedicaba a hacer injertos cruzados entre diversas variedades de cactus, de los que habían salido híbridos increíbles (profesionalmente se dedicaba a las patentes industriales y los cactus eran su hobby). En el invernadero, adonde llevó a Michael, florecían impetuosamente todo tipo de cactus. Dave se describió como un manitas a quien no se le resistía ninguna avería, «un kolboinik, como llaman al recipiente para echar los restos que ponen en las mesas del comedor». Por encima de todo, dijo Michael citando a Moish, Dave era un trabajador maravilloso, pues hasta Shula decía que era la única persona que no le creaba problemas con los turnos de trabajo, acudiendo allá donde lo mandaran. Durante su segundo año de prueba, lo habían asignado al comedor, y durante seis meses había trabajado allí jovial y risueño, como si limpiar mesas fuera la ambición de su vida. No se había quejado ni una vez. Y era la única persona cuyos servicios había vuelto a solicitar Guta después de haber trabajado con él en la vaquería; según le contó Moish a Michael, Guta decía que se le daban muy bien las vacas y ellas lo adoraban.
Shorer soltó una risita y a Michael se le escapó una sonrisa.
—Eso es lo que dice —se excusó.
Avigail se retiró el pelo de la cara y opinó:
—Bueno, también a los animales hay que saber cómo tratarlos, y las vacas son animales, ¿no? Y es revelador que una persona se lleve bien con los animales. Por otro lado, tengo entendido que vive solo. —Shorer y Michael la miraron de hito en hito.
—Así que a pesar de que tenía cuarenta y cinco años, de que era vegetariano, canadiense y soltero, y pese a que, como él mismo me dijo, corrían todo tipo de rumores sobre él a causa de sus excentricidades, lo aceptaron como miembro —dijo Michael, volviendo a oír a Dave hablando en un hebreo fluido aunque con mucho acento:
«Al principio trataron de liarme con todas las solteras del kibbutz y, como eso no funcionó, empezaron a enviarme a todo tipo de seminarios y fines de semana de adoctrinamiento», Dave sonrió y luego lanzó una sonora carcajada; después se puso muy serio para decir con expresión pensativa que lo que le resultaba curioso, y había meditado mucho sobre ello, era que, fundándose en sus numerosas lecturas sobre la creación del movimiento de kibbutzim, nunca hubiera creído que se tomaran la institución de la familia tan en serio. A fin de cuentas, se suponía que todo el kibbutz era una gran familia, había dicho con aire atónito, y la célula familiar se consideraba perniciosa para la sociedad, pero él estaba descubriendo día a día el conservadurismo del kibbutz. De hecho, dijo sin sonreír, era una sociedad tan burguesa que no había logrado superar la institución de la familia en absoluto. Y el kibbutz, como el resto del país, funcionaba como una gran familia cuando había que enfrentarse a una tragedia, como ahora, ante la muerte de Osnat, pero para las alegrías de la vida, las fiestas, que a fin de cuentas eran un asunto público, demostraban mucho menor entusiasmo. ¿No lo había notado él?, le preguntó a Michael.
Había que decir en favor de Dave que no le había hecho a Michael una sola pregunta sobre su experiencia personal de la vida en un kibbutz. Había preparado una infusión con gesto serio y concentrado y cortado rebanadas de un bizcocho integral de frutos secos que él mismo había confeccionado; nunca iba a cenar al comedor. En lo referente a Yankele, les dijo Michael a Shorer y Avigail, garrapateando con una cerilla quemada sobre la caja de fósforos, Dave se había limitado a decir que era diferente de los demás.
—Me dijo que la medicación que le dan le hace un daño acumulativo, lo cual era otra prueba del conservadurismo del kibbutz, que por principio no acepta al individuo desviado.
—¿Qué quieres decir con eso de que por principio? —preguntó Avigail—. ¿Por qué cree que es una cuestión de principios?
—Dave me contó que Yankele está totalmente aislado y que no tiene más amigos que él. Es cierto que cuidan de él, y no sólo su madre, también otros miembros; asiste a las fiestas y todas esas cosas, lo tratan bien, en pie de igualdad, tal como tratan a Dave, pero, por principio —repitió Michael con énfasis—, no aceptan a los individuos desviados, aunque luego sí aceptan los casos concretos; siempre que la persona en cuestión colabore con el kibbutz y se esfuerce trabajando, la aceptan y la cuidan. Pero también la aíslan.
Michael se ensimismó una vez más para seleccionar los datos que iba a contarles, y volvió a oír la voz de Dave diciendo: «Es algo que se les puede reprochar, pero también hay que apreciar la grandeza que encierra, por así decirlo, que el individuo venza los principios. Si se piensa en la sacralización del trabajo y en el conformismo burgués subyacente, es estupendo que en la práctica acepten al individuo, pasando por encima de los principios. El ser humano prevalece sobre la ideología, tal vez sin que se den cuenta o sin que quieran».
Dave había sonreído y luego había vuelto a ponerse serio. «Y Yankele es una persona solitaria, emocionalmente solitaria. Y esta contradicción entre las atenciones en lo material y la igualdad económica por un lado, y el aislamiento y las barreras sociales por otro, es muy difícil de sobrellevar. Pensándolo bien», Dave suspiró a la vez que rellenaba de agua hirviendo una teterita china de porcelana, «una sociedad tan conservadora tiene algo de primitivo, de precario. De alguna manera, confunden la inteligencia de Yankele con su enfermedad, cuando lo cierto es que es un tipo inteligente, incluso sabio, y muy bien informado; lee mucho, y cuando no está bajo los efectos de un ataque, cuando está tranquilo, merece la pena escucharlo. Tiene conocimientos de todo tipo, y está abierto a las cuestiones místicas».
Dave tomó un sorbo de té y añadió que, personalmente, él siempre estaba abierto a probar nuevas experiencias. Una de las grandes ventajas de vivir en un kibbutz, explicó sin necesidad de que le preguntaran por qué vivía allí, era la libertad con respecto a numerosas cosas que esclavizaban a las personas en la sociedad en general. En el kibbutz podías volverte un esclavo de las condiciones materiales de vida, y en su entorno había muchísimos ejemplos, pero no era necesario. Porque te aseguraban unos mínimos que eran más que suficientes. Y no sólo se refería a los bienes materiales, sino también a otras vanidades mundanas, como el estatus y ese tipo de cosas. Él quería vivir una vida sana, había declarado a la vez que colocaba la teterita de porcelana y las tazas en la mesa, y ahí era posible vivir una vida sana y al propio tiempo crear y trabajar, y había buena gente, no todos estaban limitados, y eran precisamente los marginados quienes le interesaban, porque él era uno de ellos. Personalmente le traía sin cuidado que lo tacharan de marginado; era el precio que había que pagar por ser diferente y a él no le amargaba la existencia; claro que ser un hombre libre, sin ataduras ni obligaciones familiares, le facilitaba las cosas. En el kibbutz tenía incluso una familia adoptiva: Dvorka, tal vez Michael la conocía (Michael no reaccionó); y participaba en la sijá, cumplía con sus obligaciones, se presentaba voluntario en las movilizaciones y nadie trataba de impedirle que organizase grupos de estudio sobre temas místicos, y, en general, confiaban tanto en él que lo habían puesto a cargo de los voluntarios, lo cual, en su opinión, era todo un triunfo. Resultaba muy reconfortante saber que todo estaba organizado y tú no eras más que una pequeña tuerca de una enorme máquina bien aceitada. Pero no se hacía ilusiones. Aquella sociedad no tenía nada que ver con la justicia.
Cuando Michael le preguntó cómo había ido a parar al kibbutz, Dave le explicó, con absoluta seriedad y sin asomo de ironía hacia sí mismo, que su busca del sentido de la vida lo había llevado a presentarse allí de voluntario, después de haber recorrido el mundo entero, África, la India y Dios sabe qué otros lugares, y que le había gustado la austeridad de la vida en el kibbutz y la receptividad con que veían sus inventos; especialmente el interés y la apertura de miras que Srulke había mostrado con respecto a sus experimentos con los cactus. Srulke era en todos los respectos una persona especial. Había sido toda una experiencia conocer a un hombre así, que había hecho florecer con sus propias manos aquella tierra, y bastaba ir a las lindes del kibbutz para ver cómo era antes.
«Srulke era un hombre de pocas palabras. No era vanidoso, pero sí consciente de su justa valía». Dave le había explicado que Srulke y él «se apreciaban mutuamente».
—Por cierto —añadió con impasible tranquilidad, como quien habla con toda inocencia de un hecho de sobra conocido—, no creo que Srulke muriera de un infarto de miocardio.
—¿De qué entonces? —preguntó Michael alarmado.
—Su ánima no era compatible con ese tipo de muerte —dijo Dave en tono prosaico.
—¿Cómo dice? ¿A qué se refiere? —Michael empezó entonces a preguntarse si no convendría tomarse con ciertas reservas todo lo que le había contado Dave.
—Creo que también él murió envenenado con paratión —dijo Dave con su voz profunda y calmosa.
—¿Qué le hace pensar eso?
Y entonces Dave le dio la explicación que ahora Michael pasó a exponer a Shorer y Avigail. Dave sabía que Srulke fumigaba con paratión sus variedades especiales de rosas para protegerlas de las plagas, y que él mismo solía diluir el producto con mucho cuidado. Pero Moish le había contado que Srulke había sufrido el infarto mientras cuidaba sus rosales y que, cuando lo encontraron, tenía las manos mojadas por el aspersor. Es más, durante la fiesta de celebración del cincuentenario, en el momento en que Srulke moría, Dave tuvo una experiencia mística, sintió que le faltaba el aire, que se ahogaba, y por eso estaba seguro de que Srulke, cuya muerte había sentido de esa manera, había muerto a causa de un envenenamiento accidental con paratión.
Shorer pidió otra cerveza. Miró a Michael y luego desvió la vista y dijo:
—No tengo palabras para expresar lo que pienso.
—Bueno, bueno. Ya te lo había advertido —dijo Michael—. Ya sé que no es lógico. Pero, de momento, la lógica no me ha valido de nada.
—Explícale eso al juez para solicitar autorización para exhumarlo —dijo Shorer sin sonreír.
—Perdonadme —dijo Avigail—, no quiero poner en duda los sentimientos de nadie y no digo que la telepatía no exista. Pero mi pregunta es: si Srulke murió mientras trabajaba, accidentalmente, ¿dónde está el frasco? ¿Por qué lo encontraron en el vertedero? El paratión provoca una muerte instantánea, así que no fue él quien lo tiró a la basura. ¿Comprendes lo que digo?
—Sí —le respondió Michael—. Pero no tendré una respuesta hasta que hayamos verificado el dato básico. Y para eso voy a necesitar el consentimiento de la familia, es decir, de Moish, y no sé cómo se lo voy a decir; tal como están las cosas, ya está destrozado.
—En otras palabras —dijo Shorer perplejo—, quieres exhumar un cadáver por lo que un lunático te ha contado que sintió.
—¿Qué podemos perder? Ahora mismo estoy en un callejón sin salida —dijo Michael con desaliento—. No tengo ninguna pista, no he descubierto ningún móvil. Dave me contó que en otros tiempos tenía una relación de mucha confianza con Osnat, pero no me reveló nada nuevo sobre ella. No tengo un móvil, no tengo nada de nada, y estoy dispuesto a exhumarlo. El cadáver no va a sufrir, no va a sentir nada. ¿Qué daño puede hacer exhumarlo? ¿Qué es lo peor que puede pasar? La peor posibilidad es que no encontremos nada, ¿no es así?
—Pero no puedes alegar ese motivo —dijo Shorer horrorizado—. ¡Que un americano ha venido a predicar el evangelio desde la India!
—El motivo es un mero detalle de procedimiento: me concederán el permiso basándose en la muerte de Osnat y en la conexión circunstancial de Srulke con el paratión. El problema es que realmente pudo ser un accidente —dijo Michael mientras se enjugaba el rostro con las manos, consciente de la mirada de Avigail.
—Entonces, como muy bien ha dicho Avigail, ¿dónde está el frasco? —preguntó Shorer—. ¿Por qué no lo encontraron allí? ¿Qué me dices de eso?
—Pues, por ejemplo, que alguien pasó por allí, vio a Srulke muerto y se llevó el frasco para usarlo —repuso Michael con viveza—. Eso también es una posibilidad, ¿no?
Shorer se quedó en silencio. Al cabo de un instante, dijo:
—¿Qué ha dicho Nahari sobre la posible exhumación? —apuró su cerveza.
—Lo que le gusta decir cuando se siente amenazado —respondió Michael.
—¿Y qué es?
—En esas situaciones, su frase favorita es: «Tendré que pensarlo» —dijo Michael amargamente.
—¿Durante cuánto tiempo va a tener que pensarlo?
—Quiero saberlo mañana.
—¿Para poder lanzar otro bombazo en el kibbutz sin consultárselo a nadie?
Michael guardaba silencio.
—Todavía no sabes cómo vas a utilizar ese dato, suponiendo que sea cierto —dijo Shorer, dirigiendo a Michael una mirada mitad de afecto, mitad de impaciencia.
—No —reconoció Michael—, no lo sé muy bien. Pero —enderezó la espalda, alzó los hombros y, bajando la vista hacia el taburete de madera, dijo con aire enigmático— he aprendido algo que tú también sabes, y es que a veces las ideas más absurdas son las que nos hacen salir adelante. Y, en todo caso, tenemos que descubrir la verdad, ¿no es así? —tras un pausa de reflexión, añadió—: Y, en mi opinión, cualquier molestia que les causemos quedará justificada por el intento de descubrir la verdad.
Shorer pagó la cuenta. Ya en el coche, dijo:
—Llévame a mí primero, por favor. A mi edad, hace mucho que debería estar en la cama.