12

Se habían encerrado con llave en la secretaría para que el técnico de la unidad móvil de criminalística venida de Asquelón analizara el frasco plateado. Majluf Levy atisbaba por encima del hombro del técnico, que al fin dijo:

—Aquí no hay nada, excepto arena, hollín y sus huellas —señaló a Moish, que no cesaba de frotarse las manos contra los pantalones.

—Quiero saber qué va a pasar ahora —exigió Yoyo—. ¿Qué vamos a hacer ahora?

Michael Ohayon encendió un cigarrillo, dio una calada y dijo:

—Seguiremos buscando —habló en tono prosaico, como si no hubiera comprendido la pregunta.

—¿Hasta cuándo tendremos que guardárnoslo para nosotros, sin contárselo a nadie, ni siquiera a nuestras mujeres? ¡Es imposible continuar así!

—Sí, es difícil —reconoció Michael, percibiendo la frialdad de su voz—, pero de momento no hay otra opción: es necesario para la investigación.

—Y ni siquiera me va a decir cuánto tiempo va a pasar antes de que…

—No puedo decirle lo que no sé —replicó Michael—. No son ustedes unos niños. Es evidente que ha sucedido algo terrible, pero yo esperaba que dos figuras destacadas de un kibbutz como éste serían capaces de sobrellevarlo —ni él mismo entendía la hostilidad que iba agolpándose en su interior. Se dijo: «Trata de demostrar un poco de simpatía», pero en la práctica no lo conseguía. Había algo en la excitación de Yoyo que le irritaba, en su tono quejumbroso, en aquella actitud dramática fuera de lugar en un hombre hasta entonces de apariencia apacible y sensata, y de pronto Michael pensó en los coches que se detenían continuamente en el lugar de la autopista de Tel Aviv a Jerusalén donde el autobús 405 se había despeñado debido a un reciente atentado terrorista. Día tras día, los coches paraban al borde del precipicio y la gente se apeaba para mirar, para revivir la catástrofe. Michael pensaba en el espanto que se apoderaba de él al verlos. No todos ellos eran amigos o parientes afligidos. Algunos, pensaba al pasar a su lado por las mañanas, de camino a Pétaj Tikvá desde Jerusalén, tan sólo querían enterarse bien de lo ocurrido, y no para dar forma concreta a sus miedos abstractos, sino por algo distinto en lo que Michael se negaba a pensar, algo que le inspiraba la misma ira y repugnancia que el tono de voz de Yoyo.

—De momento van a tener que soportarlo solos —dijo más amistosamente, observando el horror y el sufrimiento reflejados en el semblante de Moish—. Lo siento, pero así están las cosas.

—Pero ¿cómo piensan descubrirlo? ¿Y qué me dice del peligro? —estalló Yoyo—. Además, ¿por qué se han llevado a Yankele? ¿Adónde se lo han llevado?

—No nos lo hemos llevado a ningún lado —repuso Michael pacientemente—. Por lo visto, llevaba varios días sin tomar su medicación y, a la luz de los hechos, eso podía entrañar riesgos.

—Pero ¿qué andan buscando en su habitación? —preguntó Yoyo—. Han tenido la suerte de que Fania aún no se haya enterado, pero se enterará, siempre se entera de todo, y más de algo así, sobre todo tratándose de Yankele…

Majluf Levy se balanceaba nervioso.

—Ya hemos terminado el registro de su habitación —le dijo a Yoyo—, y no había paratión. Él —añadió señalando al técnico del laboratorio— ha olido todos los frascos, después de lo que nos advirtieron ustedes, y allí no hay nada. Pero podría haberse deshecho de lo que quedaba en el frasco plateado, o tal vez no está en su habitación, sino en otro sitio.

—¡Están locos! —exclamó Yoyo horrorizado—. Completamente locos. Yankele nunca haría algo así. ¿Por qué iba a hacer algo así? No lo conocen, no pueden tratarlo así. Tiene problemas, pero no es un asesino.

—¿Quién lo es? —le espetó Michael.

—¿Quién es qué? —preguntó Yoyo, sobresaltado.

—¿Quién de este kibbutz es un asesino? —preguntó Michael.

Majluf Levy tomó asiento y, dando vueltas a su grueso anillo, dijo:

—Nuestra labor no será más sencilla, ni lograremos dar más rápidamente con la solución, si no colaboran con nosotros. De momento, Yankele es nuestra única pista.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Moish con voz ronca, cascada.

—Quiero decir que aparte de Yankele no hay más sospechosos. Ni siquiera tenemos un móvil creíble —concluyó Levy quejoso.

Michael recordó la reunión del Equipo Especial de Investigación que había dirigido esa misma mañana, durante la cual Nahari, a quien tenía enfrente, había comentado con una sonrisa lúgubre una vez que se habían expuesto los hechos:

—Lo que me estáis diciendo es que no tenéis un móvil creíble, aparte del asunto ese del marido de la tal Tova y de la obsesión de Yankele con Osnat, y, para colmo, que todo el mundo tiene una coartada estupenda. Pero si ni siquiera sabéis quién no estaba en el comedor cuando sucedió, quién estaba trabajando en otra parte, o descansando en su habitación, o incluso fuera del kibbutz. Y tú ni siquiera dejas que entren en acción los técnicos en poligrafía.

—No es cuestión de que les deje o no les deje entrar en acción —protestó Michael—. Tú mismo comprendes la necesidad de discreción, y aparte de los que ya están enterados, no se puede someter a nadie a una prueba poligráfica sin explicarle la razón; te repito que Avigail es nuestra única esperanza de dar con una pista. Ni siquiera sabría qué preguntar al pasarlos por el detector. ¿Qué les iba a preguntar?

Sarit, que era muy dada a morderse las uñas, ya había llegado hasta la piel, y Michael vio sangre en sus dedos mientras ella decía:

—Hay montones de cosas que preguntar. Y podemos empezar ahora mismo con los que ya están al tanto de la situación.

—Muy bien, les preguntaremos cosas —dijo Michael airado—. Ya lo hemos hecho, pero mi problema es que aún no me he formado una idea de conjunto, hay algo en ese mundo que se me escapa. Tengo la sensación de que no comprendo algo fundamental, y eso es lo que estáis pasando por alto. En todo kibbutz hay aventuras sentimentales, pero todavía me queda por oír que hayan desembocado en asesinatos. ¿Cuál es la novedad en este caso? ¿Cuál es la diferencia?

—¿Desde cuándo eres un experto en kibbutzim? —preguntó Nahari sarcástico—. Que yo sepa, no has tenido la menor experiencia de la vida en un kibbutz.

—Pero me he enterado de unas cuantas cosas, eso para empezar, y además leo libros —replicó Michael desafiante.

—Ah, los libros —dijo Nahari—. Sí, los libros son importantes, pero no son la vida misma. Los libros no son más que libros, ¿sabes?

—No estoy de acuerdo —dijo Michael—. Y tú tampoco opinarías así si no te sintieras en posesión de una información interna privilegiada sobre este «espécimen» único, como tú lo llamas. Te advierto que no estoy diciendo que no sea único. Pero ¿qué quieres decir? —exclamó desafiante, sintiendo que su ira se desbordaba—. ¿Que los libros son una fuente de información válida sobre un pueblo o ciudad de Sudamérica, o sobre Leningrado, o sobre la mentalidad rusa, pero no lo son sobre los fenómenos típicos de los kibbutzim? ¿Has leído Kehilatenu? —le soltó a Nahari, que reconoció que no lo había leído—. Pues léelo. Y permíteme que te recuerde —prosiguió Michael, notando que su voz se alzaba hasta un grito— que no es como si nunca hubiera puesto el pie en un kibbutz, ¡o como si fuera de Laponia! Al fin y al cabo, vivo en Israel. Todo tiene un límite, ¿no? —encendió un cigarrillo, protegiendo la llama con la mano pese a que las ventanas estaban cerradas y en la sala no corría ni una brizna de aire. La agresiva superioridad que encontraba en todas las personas con experiencia de primera mano de la vida en el kibbutz estaba haciéndole perder los estribos.

Además estaba harto de la remisa ayuda de Nahari, tan sólo prestada cuando se reconocía abiertamente la propia impotencia, y de que se lavara las manos salvo cuando algún obstáculo derivaba claramente de la ignorancia y la falta de familiaridad con la sociedad de los kibbutzim. En esos casos, Nahari exponía su teoría sobre la naturaleza del kibbutz, y cuando una vez Michael señaló que tal vez la situación había cambiado en los últimos años, él le rebatió con desdén:

—Los principios no han cambiado en absoluto. Todo sigue igual. Da lo mismo que ahora tengan una fábrica y antes no la tuvieran.

—Hay quien considera que no da lo mismo en absoluto, y también quien opina que es una cuestión de principios muy grave estar pensando en abrir una residencia de ancianos regional, y quizá traer ancianos de la ciudad, cobrándoles una barbaridad, claro, para resolver sus problemas de aislamiento social, reciclarlos en el seno de una comunidad, aumentar las posibilidades a su alcance. ¿No crees que eso es una cuestión de principios? —preguntó Michael, mordisqueando la punta de una cerilla. Incluso a él le sonaban exageradas sus palabras, aunque no sabía por qué—. Creo que he llegado a comprender los principios del movimiento de kibbutzim —dijo sin falsa modestia—; el problema no es ése. El problema es lo que ha sucedido en este kibbutz a causa de esos principios, y eso ya no lo sé. Y no porque nadie me lo haya explicado, sino porque ellos mismos no lo saben.

—No te entiendo —dijo Nahari—. Me he perdido.

—Hay algo que ni ellos mismos saben porque lo ven desde dentro —explicó Michael.

—¿A quién te refieres con ese «ellos»? —preguntó Nahari, y Sarit se estiró para coger una coca-cola del centro de la mesa.

—A quienes están enterados, Dvorka y los hijos mayores, y Moish, y Yoyo, y la enfermera, a todos ellos. Saben algo que no saben que saben. Siempre es así, pero en este caso llama más la atención.

—Discúlpame —dijo Nahari secamente—, ¿no te parece que estás siendo un poco… cómo lo diría yo… enigmático? ¿Te importaría explicarme de qué estás hablando?

—¿No lo comprendes? Es como realizar una investigación dentro de una familia.

Sarit dejó su vaso en la mesa.

—¿Recordáis el caso de aquel chaval? —dijo pensativa—, ¿cuando los padres no dejaban de decir que era un chico maravilloso y tal y cual, y al final se descubrió el pastel? Y no es que estuvieran mintiendo, sino que no sabían interpretar bien las señales. ¿Es ahí adonde quieres ir a parar?

—Creo que las personas están atrapadas —dijo Michael como si no hubiera oído la pregunta— en sus ideas sobre la familia y sus pautas de relación con sus parientes. No son capaces de separar su ego del ego familiar, les resulta imposible adoptar un punto de vista diferente. Y aquí ocurre lo mismo, pero en este caso son trescientas personas. Y esto he llegado a comprenderlo —prosiguió tras un instante de reflexión— gracias a lo que he leído, no a lo que me han contado las personas con experiencia de primera mano de los kibbutzim.

Nahari guardó un prolongado silencio.

—Según lo que dices —comentó al fin sin ironía—, tenemos que abordar este caso como si fuera un asesinato dentro de una familia.

—Algo así —masculló Michael, cuya pasión se había enfriado, dejándolo avergonzado—. Y el problema es —continuó en un tono más comedido— que no tengo sospechosos. No tengo la menor pista.

—¿Qué hay del tipo pirado? —preguntó Sarit, la vista fija en la punta del lápiz amarillo que tenía en la mano.

—¿Quién? ¿Yankele? No es un sospechoso de peso —dijo Michael—. Es verdad que rondaba por allí de noche, era él, eso está claro, pero no la mató él. Aunque se podría decir que la odiaba, también es cierto que estaba verdaderamente obsesionado con ella.

—¿Por qué? —preguntó Sarit con patente curiosidad.

—Es complicado —dijo Michael vagamente—, y está relacionado con los problemas mentales de Yankele. Tenía la idea fija de proteger la castidad de la víctima, de no permitir que el sexo la mancillara o algo por el estilo, pero no tiene ni la más remota idea de qué es el paratión, ni tampoco tenía ninguna relación con Srulke, y no tuvo la oportunidad de hacerlo, porque en ese momento estaba en la fábrica con Dave, ese tipo de Canadá con el que todavía tengo pendiente hablar.

—Pero su madre… —dijo Avigail.

—Sí —convino Michael—, por lo visto, su madre es harina de otro costal.

Después de eso se plantearon una serie de preguntas concretas sobre Avigail, que venía de una reunión con el director del D. I. C., el comisario del subdistrito de Lakish, el comisario jefe de la policía y el ministro del Interior; «todos los peces gordos», como, al principio de la reunión, había dicho Sarit no sin envidia. También se sometieron a debate nuevas sugerencias y luego la sesión comenzó a languidecer, como ocurría a veces con las sesiones de un E. E. I. cuando nadie sabía hacia dónde encaminarse, y en aquella atmósfera de estancamiento, Nahari trató de resumir la situación:

—No perdáis el ánimo. Es un caso como cualquier otro. Tenemos que encontrar un móvil. Y hablar con su madre. Y volver a hablar con Meroz. ¿Qué tal resultó su prueba poligráfica?

—Aún no se la hemos hecho, debido al infarto que sufrió —le recordó Michael—. Fue grave, habrá que esperar un par de semanas más. No se le puede poner nervioso. —Nahari callaba.

En la puerta, cuando ya salía, mientras Sarit recogía los papeles y Nahari encendía ceremoniosamente un puro, Michael dijo de pronto:

—O quizá tengamos que montar un poco de alboroto, estamos en un auténtico callejón sin salida.

Nahari lo miró por encima del puro y le preguntó con aprensión:

—¿Cómo pretendes hacerlo exactamente?

Pero Michael cerró la puerta sin detenerse a responder.

Los policías bajaron la voz al oír ruidos al otro lado de la puerta de la secretaría. Alguien había agarrado el picaporte y lo sacudía arriba y abajo. Luego se oyó un grito:

—¡Abrid, abrid!

—¿No se lo decía yo? —susurró Yoyo triunfante—. Aquí viene Fania.

Michael le hizo un gesto al técnico de laboratorio y éste guardó el frasco en una bolsa de plástico que, a continuación, selló.

—Nos vamos —dijo Majluf Levy.

Michael se levantó para dejarles pasar, pues la habitación era pequeña y estaban apretados. En el despacho contiguo, el de la tesorería, el teléfono sonaba frenéticamente, pero los alaridos de Fania ahogaron cualquier otro sonido cuando irrumpió en la secretaría y, apartando a empellones a Majluf Levy y al técnico y haciendo caso omiso de Michael, se dirigió en línea recta hacia Moish y se abalanzó sobre él.

—¿Qué le has hecho? Cerdo de mierda, ¿qué le has hecho?

—Fania —dijo Moish, levantándose—. Tranquilízate, Fania.

—¡Le dijiste algo a alguien y se lo llevaron en una ambulancia! —aulló Fania—. ¡Y a mí, a su madre, nadie le dice nada!

—Se lo han llevado para hacerle unas pruebas —intervino Yoyo—. No le van a hacer nada más.

—¿Y dónde está la enfermera? ¡No la encuentro!

—Se ha marchado. Ahora tenemos una enfermera nueva —dijo Moish.

—Llévame ahora a ver a mi hijo. ¡Ahora, ahora mismo! —dijo Fania con voz enardecida; y, acercándose a Moish, lo agarró por el brazo y empezó a tirar de él—. ¡Me llevas ahora mismo en la furgoneta a donde está mi hijo! ¿Dónde está?

Moish miró a Michael en muda petición de ayuda.

—Está en el hospital de Asquelón —dijo Michael en tono apaciguador—. Mañana lo mandarán a casa. Sólo van a hacerle unas pruebas.

—¿Quién es éste? —preguntó Fania, y, sin esperar a que le respondieran, preguntó—: ¿Me lleva usted? —soltando el brazo de Moish, se volvió hacia Michael con mirada amenazadora—. ¡Me lleva allí ahora! ¡Ahora mismo! ¡A Asquelón! ¡Adonde lo han llevado a él!

—No es necesario. Volverá mañana —aventuró Moish.

—Para mí mañana no existe —dijo Fania—. Quizá tú que eres tan listo sabes qué va a pasar mañana. Para mi mañana no existe. Si no me lleváis ahora, ahora mismo, me voy andando. ¡Andando me voy!

Pronunció en un alarido las últimas palabras mientras se acercaba a Michael y se ponía de puntillas para agarrar el cuello de su camisa con sus manos hinchadas, de dedos deformados por muchos años de trabajo. Lo zarandeó con todas sus fuerzas mientras gritaba sílabas entrecortadas, ininteligibles.

Era imposible quitársela de encima, imposible hacerla callar. Con un esfuerzo supremo, Michael logró que soltara el cuello de su camisa, que por el sonido que hacía parecía estar rasgándose. Se fijó en el número azul tatuado en el brazo de Fania y, con incómoda consciencia de la falsedad de su tono pretendidamente tranquilizador, le dijo a Moish:

—Sin problemas, llévela al hospital de Asquelón, está en la sección de psiquiatría. Llévela ya y luego vuelva a traerla aquí. Quiero hablar con ella cuando regrese.

Fania se calmó inmediatamente. Su cuerpo se quedó flácido, las manos temblorosas. Tomó asiento en una silla y apretó los labios.

—Vamos —dijo Moish con voz trémula—. Te llevo. ¿Quieres que venga también Guta?

Fania no respondió. Se puso en pie y se encaminó a la puerta, y Moish la siguió.

—¿Quién es Guta? —preguntó Michael.

—Guta es su hermana —se apresuró a responder Yoyo.

—¿Están muy unidas?

—Llegaron aquí juntas, después de la guerra. Guta es la mayor.

—¿Ella también es así?

—No —repuso Yoyo sin preguntar a qué se refería—. Es mucho más normal. Está a cargo de la vaquería. No hay nada comparable en muchos kilómetros a la redonda; ha ganado multitud de premios con sus vacas. Sobre Guta corren muchas leyendas; dicen que, cuando su hija era pequeña, caminaba a cuatro patas y no paraba de decir «muuu» para que su madre le prestara tanta atención como a las vacas. Trabaja como una posesa.

Michael recordó lo que le había contado de ellas Aarón Meroz.

—¿Y es comunicativa? —le preguntó.

—Habla como un ser humano —respondió Yoyo, de nuevo sin preguntarle qué quería decir—. Domina el hebreo a la perfección. Lo aprendió en su país natal. No tiene acento.

—La lechería y el taller de costura —reflexionó Michael en alto—, dos centros neurálgicos. El taller de costura es un semillero de chismorreos, ¿verdad?

Yoyo se estremeció y dijo en un susurro:

—Éste no. Las dos hermanas son calladas como tumbas. No le cuentan nada a nadie. Fania sencillamente no habla. Guta habla a veces, en la sijá. Pero sólo a veces. Y cuando dice algo… ¡hay que oírla!

—Quiere decir —dijo Michael despacio— que sus palabras son contundentes.

—¡Uf! —exclamó Yoyo—. ¡Y que lo diga!

—Quiero hablar con ella —dijo Michael, que había tomado una decisión.

—¿Ahora? —preguntó Yoyo—. ¿Para qué?

Michael no respondió.

—¿Quiere que lo lleve a verla?

Michael asintió con la cabeza.

Yoyo consultó su reloj, suspiró y dijo:

—Bueno, está bien, vamos.

Echaron a andar a buen paso, en silencio, por los caminos del kibbutz. Una vez más Michael percibió la contradicción entre el ritmo de sus movimientos y la serenidad del entorno. Los niños recorrían los caminos en bicicleta y tres pequeñuelos iban dentro de un corralito móvil de chirriantes ruedas. El corralito era más ancho que el camino y las ruedas aplastaban el césped. El joven que lo empujaba y los niños de dentro estaban bronceados y tranquilos. Una de las nenas, de rizos dorados, miró fijamente a Michael y a Yoyo con sus ojazos y se metió el gordezuelo pulgar en la boca. En el césped, ante las puertas abiertas, los padres descansaban junto a sus hijos. De las habitaciones llegaba el sonido de tazas entrechocándose. Michael se fijó otra vez en los jardines, en los árboles de gruesos troncos podados, en el rótulo clavado en un tronco gigantesco que anunciaba «Sicomoro de seiscientos años», en el verdor de la hierba y en los aspersores que danzaban alegremente. En un par de ocasiones, ancianas equipadas con carritos de golf les obligaron a salirse del camino. Dejaron atrás el centro cultural, el polideportivo y un amplio campo de deporte, donde se oían vítores y los golpes de un balón; pasaron ante parques infantiles con toboganes y laberintos. De la piscina volvían en bicicleta personas en bañador.

—¿Está lejos? —preguntó al fin Michael.

—No, es aquí mismo, en la zona de los fundadores —dijo Yoyo, que sudaba profusamente pese al creciente frescor del ambiente. Caminaba como si le costara trabajo, y de pronto se detuvo y se agachó para manipular la hebilla de su polvorienta y astrosa sandalia bíblica. Se incorporó con expresión tensa. Manoseó el botón superior de su camisa, que estaba desabrochado, señaló una hilera de casas y dijo:

—La segunda habitación es la de Guta y Simec.

—Usted me va a acompañar —dijo Michael con firmeza.

Pero Yoyo meneó la cabeza, con auténtico gesto de miedo.

—¿Qué les voy a decir? —preguntó—. ¿Que es usted de la policía?

—No, les va a decir que soy de los servicios de psiquiatría, que he venido de Asquelón por el asunto de Yankele.

Yoyo cedió con claras muestras de renuencia.

—Al final descubrirá la verdad, siempre se descubre —dijo desesperado—, y nunca me lo perdonará.

Michael pensó en la primera impresión que le había causado Yoyo, en la compostura que había exhibido en la entrevista en Pétaj Tikvá, y se preguntó cuál sería el motivo de que su serena compostura, su conducta racional, hubieran dado paso a su presente ansiedad. El descubrimiento del frasco, se dijo, que habría demostrado lo que antes Yoyo sin duda se negaría a creer. Y tampoco habría sido fácil guardar el secreto.

Yoyo dio unos discretos golpes en la puerta, que se abrió inmediatamente, como si alguien hubiera estado esperando su llegada junto a la entrada. Guta apareció en el umbral, Simec leía el periódico en una butaca, los pies reposando sobre un taburete de mimbre. El suelo de la habitación estaba mojado. Sorprendida en el momento de fregarlo, Guta los recibió arisca, junto a un cubo y fregona en mano.

—Espera un momento —le dijo a Yoyo—, enseguida se secará.

Se quedaron a la puerta, desde donde Michael reparó en un par de grandes botas de goma muy embarradas, como las que solían usar los niños en otros tiempos, colocadas junto a una gran adelfa que flanqueaba la entrada.

—Esto es lo que pasa cuando los nietos vienen a alegrarte la vida; es inevitable —dijo Guta. Y, mientras secaba vigorosamente el suelo gris con un trapo, le preguntó a Yoyo por sus hijos.

Michael comprendió que, aunque sin duda lo había visto, Guta ponía buen cuidado en no demostrar interés por él.

—Ya está, puedes pasar —dijo, volviéndose hacia Yoyo y dirigiéndose exclusivamente a él—. ¿Qué te apetece beber? ¿Un café?

Michael se preguntó cómo se habría comportado Guta si se hubiera presentado él solo en lugar de acompañado del tesorero del kibbutz.

—La verdad es que no tengo tiempo, Guta —dijo Yoyo suplicante—. Hoy no he parado ni un minuto en la habitación.

Guta lo miró con sorpresa.

—Creía que éste era el representante de la empresa de informática —dijo— y que íbamos a comentar el plan para informatizar la lechería.

Hasta el momento, su marido no había articulado una palabra. Había retirado los pies del taburete y dejado de lado el periódico, pero sin decir nada. Lucía una desagradable sonrisa congraciadora.

—No —dijo Yoyo—, no es el técnico informático, es… —y miró a Michael.

—Me llamo Michael Ohayon, y he venido a hablar del problema de Yankele.

La expresión de Guta se transformó al instante. Ahora se veía en sus ojos una mirada de profunda desconfianza y alarma. Se quedó paralizada junto a la pila, con la tetera eléctrica en la mano.

—Es de los servicios de salud mental —masculló Yoyo, dando un paso en dirección a la puerta—. Hemos tenido un problema con Fania.

Guta dejó la tetera sobre la encimera de azulejos; las manos le temblaban, pero se dominó.

—No le ha pasado nada —se apresuró a tranquilizarla Yoyo—. Está bien. Simplemente quería ver a Yankele. Se lo han llevado a Asquelón porque no estaba tomando su medicación.

Guta se enjugó las manos en el delantal que llevaba sobre el vestido floreado y luego se lo quitó.

—¿Dónde están ahora? —preguntó con voz trémula, la vista puesta en la puerta, como si tuviera la intención de salir inmediatamente a buscarlos.

—Están en Asquelón —repuso Michael con voz sosegada, tranquilizadora—. Estarán de vuelta esta noche o mañana. Sólo queremos tener a Yankele en observación una temporadita, para ver qué tal evoluciona. Quería hablar con usted, pedirle su opinión… sobre el arrebato de Fania, también.

El semblante de Guta se relajó a la vez que se desvanecía parte de su ansiedad, pero su desconfianza perduró.

—Tengo que irme corriendo —dijo Yoyo—, llevarán horas esperándome, son casi las siete. ¿Cuándo vas a ir al comedor? —le preguntó a Simec, que seguía sentado en silencio con el periódico en las rodillas.

—Luego, más tarde —dijo Simec sonriente—; los nietos acaban de marcharse ahora mismo.

Cuando Yoyo se fue, Michael echó una ojeada al cuarto de estar y a la cocina americana del fondo, con su pequeña nevera y su horno. Sobre la encimera descansaba una gran plancha de horno con un par de bizcochos encima. Desprendían un maravilloso aroma a bollería recién hecha, que casi se imponía sobre el fuerte olor a productos de limpieza que aún había en el aire. Del cuarto de estar salía un estrecho pasillo en el que se abrían dos puertas; la del dormitorio y la del cuarto de baño, supuso Michael. Se había sentado en una poltrona tapada con una tela de lana de color pálido y tacto desagradable. Frente a él había un sofá a juego, con la tapicería protegida por una sábana blanca almidonada, de esas que Michael sólo había visto en el gran salón de los padres de Nira, su ex mujer, pues Fela siempre tenía los muebles tapados con sábanas, que sólo retiraba de mala gana para las grandes ocasiones, tal como ahora lo estaba haciendo Guta, que dobló la sábana con ademanes nerviosos.

Entre su butaca y el sofá había una mesa cuadrada de madera oscura y, sobre ella, un cuenco con fruta y un platito con dulces, cuya sola visión le hizo sentir un regusto ácido en la boca. El cuenco de fruta descansaba sobre un tapetito de ganchillo con encajes y borlas colgando. Al mirar a su alrededor, Michael comprobó que todos los objetos de la habitación tenían debajo tapetitos similares, incluso el gran televisor que relumbraba en un estante, el enorme pez de cristal veneciano que había a su lado y el gran florero vacío. En la butaca de al lado, Simec seguía sonriendo, con la cabeza apoyada en un tapete redondo. En los estantes de madera, sujetos con postes metálicos, Michael vio Manuscritos de fuego en dos volúmenes, la obra que recordaba a los caídos en la guerra de la Independencia. En los estantes había pocos libros más. Seis sillas de finas patas y asientos de plástico verde rodeaban la barra de formica que separaba la cocina americana del cuarto de estar. Todo relumbraba de puro limpio.

Inesperadamente, Simec rompió el silencio:

—Voy a salir a podar un poco, antes de que se haga de noche —le dijo a su mujer en tono de disculpa, y se levantó pesadamente.

Había un no sé qué de infantil en su rostro de piel tersa y en sus ojos, que por un momento contemplaron a Guta con aprensión. Guta no se molestó en contestarle. Sentada en el taburete de mimbre, tenía la vista fija en Michael, como quien espera a que un juez dicte sentencia.

Cuando se quedaron a solas, dijo de pronto con voz contenida:

—Ahora —luego respiró hondo y Michael se estremeció—. Ahora cuénteme qué ha pasado exactamente.

Michael apreció de inmediato sus recursos retóricos, muy superiores a los de su hermana, con la que no se le veía más parecido aparente que el número azul tatuado en el brazo, ese tatuaje que atraía la vista de Michael una y otra vez, irresistiblemente, como si fuera un niño mirando precisamente lo que le han prohibido mirar.

—No ha pasado nada. Últimamente Yankele no había tomado su medicación y el doctor Reimer estaba preocupado por él. Nos pidió consejo y lo hemos puesto en observación. Es por su propio bien. Su hermana, Fania, se enteró de que no estaba en el kibbutz y sufrió un ataque de histeria. Quería preguntarle a usted cómo ve las cosas, cómo reaccionaría Fania ante la posible hospitalización de su hijo o algo similar.

—Ni hablar de eso —dijo Guta, frunciendo los labios—. No hay ni que planteárselo. Es hijo de un miembro del kibbutz, y miembro del kibbutz por derecho propio, y sólo sus padres pueden decidir qué hacer con él.

—Ya no es un niño —apuntó Michael—, y podría ser peligroso para sí mismo y para los demás.

—Es un muchacho estupendo —dijo Guta—. Problemático pero estupendo, y no haría daño ni a una mosca —volvió a fruncir los labios y dijo firmemente—: Y nadie se lo va a llevar a ningún lado. Nosotros mismos cuidamos de él, con ayuda del médico y de la enfermera —se sacó del bolsillo un arrugado paquete de cigarrillos, encendió uno, dio una calada honda y dijo—: Un momento, por favor —y, levantándose, salió y gritó—: ¡Simec! ¡Simec!

Michael lo vio salir de detrás de los arbustos a través de la puerta mosquitera, la cual Guta había tenido la precaución de cerrar a sus espaldas, y oyó que ésta le decía algo a su marido sobre la cena. «Entonces, ¿tres yogures y seis huevos?», preguntó Simec, y Guta asintió con la cabeza y regresó a la habitación.

—Es una irresponsabilidad y una falta de delicadeza llevárselo sin habérnoslo consultado —afirmó—. ¿Por qué no nos han dicho nada? Hay cosas que no puedo entender. Además, habría que tener un poco de cuidado con Fania. No habría que disgustarla. Su salud… —se quedó callada y un gesto de angustia nubló su cara.

—¿Cuánto tiempo llevan en el kibbutz usted y su hermana? —preguntó Michael.

—Desde el cuarenta y seis —repuso Guta a la vez que se encaminaba a la cocina. Volvió a llenar la tetera eléctrica y a colocar las tazas—. ¿Tomará una taza de café? —Michael le dio cortésmente las gracias en un susurro.

—Poco después de la guerra —dijo, y Guta exhaló un suspiro de confirmación—. ¿Por qué aquí precisamente? —preguntó Michael mientras Guta colocaba unos tapetes de encaje sobre la mesa y ponía encima la leche y el azucarero.

Guta suspiró de nuevo, volvió a la cocina, echó agua hirviendo en las tazas de cristal y las llevó a la mesa. Entonces, al fin tomó asiento, se retiró la colilla de la comisura de la boca y dijo:

—Menuda pregunta. No se puede decir que supiéramos adónde ir. Vinimos aquí por Srulke. Srulke era un miembro del kibbutz que falleció hace un mes.

—¿Cómo apareció en sus vidas?

Guta lo miró con aire inquisitivo.

—¿Cuántos años tiene? —preguntó.

—Cuarenta y cuatro —repuso Michael. Sabía cuándo se requería una respuesta directa.

—Entonces no se puede esperar que lo sepa, sobre todo teniendo en cuenta que en los colegios de las ciudades no enseñan estas cosas. Se celebra el Día del Holocausto y se acabó. Aquí nos ocupamos de que los niños se enteren bien de lo que sucedió, del papel que desempeñaron los miembros del kibbutz en la guerra de la Independencia, y en la Brigada Judía, y en la Brijá, la organización de rescate y evacuación.

—¿La Brijá? —preguntó Michael. Y Guta ladeó la cabeza y lo miró burlonamente. Se pasó la oscura mano por el corto cabello gris.

—A usted le suena a novela de aventuras para niños, ¿verdad? Nunca había oído hablar de ella, ¿no es cierto? —y, tras encender otro cigarrillo, preguntó—: ¿Qué es usted? ¿Asistente social?

Michael confirmó su suposición con un gesto vago.

—En tal caso, debería estar informado de estas cosas —dijo Guta en un tono que le hizo sentirse como un niño que recibe una regañina.

—¿Qué era la Brijá? —preguntó al fin explícitamente.

—Podría informarse a través de la bibliografía sobre el tema. Aquí tengo un libro de Avidov —dijo levantándose y dirigiéndose a zancadas a la estantería, de donde extrajo un gran volumen—. Él fue uno de los fundadores. Era una organización dirigida conjuntamente por la Agencia Judía y el Comité Conjunto de Distribución. Toda la población judía de Palestina colaboró con ella, aunque luego supimos que había habido enfrentamientos entre los distintos integrantes.

—¿Por qué? —preguntó Michael.

—Era una organización que traía refugiados a este país —explicó Guta con impaciencia—, y, como siempre, no sólo estaban interesados en el bienestar de los refugiados, sino también en sus intrigas para hacerse con el poder. ¡Así son los seres humanos! —exclamó con desdén, y exhaló una bocanada de humo en diagonal—. En lugar de trabajar como es debido, se despistan con otras cosas y lo echan todo a perder. Si todo el mundo hiciera su trabajo como Dios manda, otro gallo nos cantara.

—De manera que la Brijá era una organización dirigida conjuntamente por diversos organismos —puntualizó Michael—. ¿Y ustedes vinieron aquí a través de ella?

Guta hizo como si no hubiera oído la pregunta.

—La autoridad estaba dividida y había luchas de poder. A Eitan Avidov, el hijo de Avidov, lo mataron en un enfrentamiento entre el Irgún y la Haganah motivado por la actuación de la Brijá en Italia.

—¿Lo mataron? ¿Por qué? —preguntó Michael estupefacto.

Guta no respondió y Michael pensó en Yuval corriendo por las calles de Belén.

—Estábamos en Italia —dijo Guta con voz súbitamente transformada, sumida en un mundo al que Michael no tenía acceso—, en Milán, en un centro de refugiados, y allí también nos sentíamos perdidas. Dependíamos de una organización estadounidense, que financiaba la comida y el transporte. Había centros similares por todas partes, en Austria, en Italia, en Checoslovaquia. Al parecer, el mejor organizado era el de Austria… En Milán era un desastre, nadie se enteraba de nada… y en Castelgandolfo… si no hubiera sido por Srulke, que se quedó en Italia después de haber luchado con la Brigada Judía, quién sabe qué habría sido de nosotras. Fania estaba muy enferma…

«¿Qué estoy haciendo aquí?», pensó Michael con súbito pánico. «¿Para qué me detengo a hablar de estas cosas y adónde me va a llevar? ¿Por qué no voy al grano?». Pero, a continuación, se oyó preguntar sin saber por qué, contra su voluntad:

—¿Y cómo llegaron aquí? ¿Cómo fue el viaje?

—¿Quiere que le cuente toda la historia? Es una larga historia —dijo Guta.

En la habitación se iba instalando la penumbra y Guta se levantó a encender la luz. Michael veía en su rostro el deseo de hablar mezclado con la reticencia. La miró fijamente. Algo lo animaba a seguir los dictados de su corazón antes de que la pasajera serenidad de Guta y la frágil confianza que se había ganado se vinieran abajo.

—Es una larga historia —repitió Guta vacilante, y de pronto sonrió. La sonrisa agrietó su piel reseca. Había algo soñador en su sonrisa. Sus facciones se suavizaron y su ganchuda nariz parecía menos prominente en la afilada cara cuyas arrugas se difuminaron—. Si tuviera talento, lo contaría por escrito, alguien debería ponerlo por escrito —y, al cabo de un instante, bruscamente, sin mayores titubeos ni preámbulos, dijo—: Pasamos a Italia a pie, a través de los Alpes, cruzando clandestinamente la frontera en camiones cerrados, como el ganado. Corría el año cuarenta y seis; todo estaba corrupto, todo el mundo aceptaba sobornos, y la policía italiana no era una excepción. Ni siquiera levantaron las lonas. Nos descargaron en la estación de tren de Verona, y desde allí nos llevaron a Milán, donde había un comedor para refugiados. Era un lugar de tránsito, desde donde nos trasladaron a Castelgandolfo. Allí esperamos medio año a que llegara un barco para sacarnos del país. Y fue allí donde conocimos a Srulke. Luego nos llevaron a Metaponto, donde había un campo de internamiento para enfermos mentales.

—¿Enfermos mentales? —preguntó Michael.

Guta lo miró como si se hubiera olvidado de su presencia.

—Lo llamaban así de cara a las autoridades —explicó impaciente, como si Michael tuviera que haberlo comprendido—. Y no había comida, ni nada que beber, y era invierno, y el barco estaba a cinco kilómetros de la costa, y estuvimos esperando tres días, por culpa de los milicianos. Y teníamos que fingir que estábamos locas. Recuerdo que nos decían: «Saltad, saltad y gritad, van a venir a veros, hay una inspección». Y al cabo de tres días embarcamos en un barquito viejo, un desecho que sólo valía para transportar refugiados. Hicimos el viaje en condiciones de campo de concentración. No teníamos espacio para tumbarnos como es debido. Había cubículos de metal, donde unos vomitaban sobre otros, y al final se abrió una vía de agua y el barco empezó a hundirse, y entonces llegaron tres cruceros británicos, y unos cuantos valientes de nuestro grupo les tiraron latas de comida. Los británicos nos rodearon, nos atraparon y nos metieron en sus barcos, y así llegamos a Haifa, la noche en que estallaron las refinerías. Esa misma noche tomamos puerto y nos desembarcaron. En plena noche.

Guta respiró hondo, como si estuviera contemplando la escena que contaba, y prosiguió:

—Había un guardia con una boina roja, y nos fueron desembarcando de uno en uno; y a un oficial británico que estaba allí le pregunté si podía enviar una carta, y él me dijo: «Escríbala y yo la echaré al correo». Escribí a Srulke, la única persona que conocía en el país, de los seis meses pasados en Italia, así que le escribí contándole que estábamos en Haifa y no sabíamos qué iba a ser de nosotras. Nos quitaron lo poco que aún nos quedaba, nos metieron en unas salas muy grandes y nos dijeron que nos durmiéramos, ¡y resulta que eran los barcos Oshery Yagur! —dijo en tono dramático—. Y él envió la carta, aquel oficial, sí, la envió. Srulke me la enseñó —explicó, meneando la cabeza con asombro.

—¿Cómo? —preguntó Michael, cautivado por el relato—. ¿Eran barcos?

—Sí, barcos prisión, los dos, adquiridos por la Haganah para traer refugiados al país, y más adelante requisados por los británicos. Así que, cuando nos despertamos, estábamos en medio del mar. Y de ahí fuimos a Chipre, donde pasamos año y medio en un campo de detención.

—¡Qué horror! —exclamó Michael.

—Fue muy duro —dijo Guta, que ni siquiera había mencionado la guerra que precedió a todas esas aventuras—, y hubo personas que se volvieron locas de verdad. En aquellos barcos se vio de qué pasta estaba hecha la gente. La gente es capaz de aguantar cualquier cosa, cualquier cosa, pero al vernos en medio del mar, rumbo a Chipre, y comprender lo que había sucedido y que después de haber soportado tanto ni siquiera estábamos en Israel, ya todo daba igual. La gente no se molestó más en fingir.

En el silencio que se abatió sobre la habitación se oía el canto de los grillos y un distante croar de ranas. Guta respiró hondo y rompió el silencio para expresar su perplejidad:

—En todos estos años no se lo había contado a nadie, siempre decía que era una historia muy larga. Además, durante los primeros años nadie nos preguntaba nada, no querían recordárnoslo, pero Srulke lo sabía. Vino a buscarnos cuando regresamos de Chipre, y sabía toda la historia. Quizá ha sido su muerte lo que me ha hecho hablar —miró a Michael con aire más amistoso, atónita, indefensa y vulnerable.

—Debió de ser un viaje espantoso… por la manera de portarse de la gente y todo lo demás —dijo Michael reflexivamente, disimulando su agitación, inquieto al pensar que enseguida iba a decir unas palabras con las que renunciaría, con suma tristeza, a la simpatía y la confianza que había inspirado con tan poco esfuerzo por su parte. Observando a Guta, pensó que aquella mujer no sería capaz de ocultar los hechos ni un instante, que con ella caería en saco roto cualquier argumentación sobre la inconveniencia de revelarlos. Ella era la persona adecuada, pensaba a la vez que se decidía a lanzar el bombazo, la persona que sabría afrontar el dolor en tanto en cuanto nada se ocultara.

—Quiero decirle algo —dijo Michael—. No soy asistente social, soy policía. Soy superintendente jefe, director de sección en la Unidad para la Investigación de Grandes Delitos.

Guta se atragantó y su rostro quedó petrificado en un gesto de perplejidad. Y antes de que ésta se tornara en decepción e ira por haber sido engañada, Michael se apresuró a añadir:

—Y no ha sido Yankele quien me ha traído por aquí. Ha sido la muerte de Osnat.

Guta permanecía rígida. Lo único que no lograba controlar eran sus manos temblorosas.

—Osnat no murió de neumonía sino envenenada con paratión, y, según todos los indicios, no fue un envenenamiento accidental sino planeado. En resumen…, en el kibbutz se ha producido un asesinato —a Guta le temblaban tantísimo las manos que Michael hubiera preferido oírla chillar. Era duro verla así—. Hasta ahora —prosiguió—, lo hemos mantenido en secreto. En el kibbutz no lo sabe nadie, salvo un puñado de personas. Pero ahora se lo estoy contando porque necesito su ayuda, su opinión. Usted tiene poder. Y me ha dado una idea.

La voz de Guta emergió de las profundidades, débil y trémula, ronca. Cruzó los brazos, se clavó las anchas uñas en la carne y dijo:

—¿Lo sabe Dvorka?

Michael hizo un gesto afirmativo.

—¿Y no ha dicho nada? —parecía atónita—. ¿No se lo ha contado a nadie?

Michael guardaba silencio.

—¿Quién más lo sabe? —exigió saber ya más entera.

Michael enumeró los nombres.

—No está sorprendida —dijo Michael—. Lo que le he contado no le sorprende.

—Es muy difícil sorprenderme —dijo Guta, pero sus manos seguían temblando mientras encendía un cigarrillo.

—Yankele solía rondar alrededor de su habitación por las noches.

—¡No diga tonterías! —le espetó Guta a voz en grito—. Ahí no se le había perdido nada.

—¿No sabe usted nada de su relación con Osnat? —preguntó Michael.

—No hay nada que saber. Yankele nunca ha tenido relaciones con las mujeres. A Fania le entristece mucho.

—¿Nada? ¿No sabe nada de eso? —insistió Michael.

—¿Qué? ¿Que sentía debilidad por Osnat? —dijo Guta desdeñosa—. Esa impresión me daba cuando era un chaval, pero hace mucho que se le pasó, y nunca le hizo nada. Nunca le hizo nada a Osnat, pondría la mano en el fuego.

—Pero cabe la posibilidad de que Yankele sepa algo que nosotros no sabemos.

—Me resulta difícil de creer. Yankele es un buen trabajador, pero no se puede decir que viva en la realidad. Nunca se entera de nada.

—¿Y Fania?

—¿Qué pasa con Fania? —soltó Guta, y el temblor de sus manos, que se había aplacado, se redobló de nuevo.

—¿Sabía Fania que Yankele… tenía debilidad por Osnat?

—Nunca hablamos de eso, pero ¿qué más da si lo sabía? —preguntó Guta indignada.

—¿Usted es la hermana mayor? —preguntó Michael bruscamente—. ¿Se siente responsable de ella?

—Es mi hermana pequeña —confirmó Guta, las manos todavía temblándole.

—Me pregunto —dijo Michael— cómo habría reaccionado Fania si se hubiera enterado de la debilidad que sentía Yankele por Osnat.

—¿Cómo quiere que reaccionara? —dijo Guta sin disimular su cólera—. Está diciendo tonterías, Fania nunca le habría hecho nada a Osnat.

—Pero no le caía bien, Osnat no le caía bien.

—Deje en paz a Fania —le advirtió Guta—. Ni se le ocurra acercarse a ella. Conmigo sí puede hablar todo lo que quiera. Ya le he dicho que Fania nunca ha hecho daño a nadie y ni siquiera creo que sepa lo que es el paratión. Evidentemente, no tiene nada que hablar con ella —habló en tono amenazador y airado, el temblor de manos ya dominado.

—Tendremos que hablar con Fania —dijo Michael—. Hay que realizar una investigación. Se ha producido un asesinato. Pero emplearemos la mayor discreción posible. Es por su propio bien —pensó en Maya y en cómo le fastidiaba lo que ella llamaba su manera de «manipular a la gente».

—¡No van a hablar con Fania! —dijo Guta con furia—. Y no me venga con que es por su propio bien. Fania nunca ha hecho daño a nadie, esas investigaciones suyas no me asustan —estaba resollando, el rostro encendido por la cólera—. Voy a contárselo a los demás, y ahora mismo voy a hablar con Dvorka y con Moish y con todas esas personas que se creen tan listas. ¿Qué se ha creído? ¿Que puede entrar aquí como Pedro por su casa para hablar con Fania? ¿Un policía? ¿Se cree que puede hacer lo que le dé la gana? —y, después de respirar hondo, dio un paso hacia él. No llegó a tocarlo, pero su voz sonaba amenazadora cuando levantó la mano como si fuera a darle una bofetada y dijo—: ¡A partir de ahora puede irse olvidando de la discreción!

Se encaminó a la puerta y Michael tuvo la impresión de haber dado vida a un gólem. Cuando Guta desapareció, se sintió aterrorizado al pensar que él mismo había soltado los frenos, que iba a ver a todo un kibbutz dominado por el pánico provocado por un hecho sin precedentes. Trató de apaciguar sus miedos, ahuyentándolos con pensamientos como «menos mal que la gente a veces es predecible», pero de camino a la habitación de Dave no lograba liberarse del miedo que lo atenazaba al pensar en lo que podría suceder en aquella gran familia cuando se supiera cómo había muerto Osnat.