11

Moish y Yoyo consagraron prácticamente dos días con sus noches a hacer la ronda de las habitaciones de los miembros del kibbutz, las casas de los niños, la lavandería, el taller de costura. También fueron a la fábrica. No siempre lograban sincronizar sus visitas con el momento en que no había nadie presente, pero sus pretextos fueron dados por buenos y nadie les preguntó por qué de pronto era necesario examinar las cajas de fusibles y los almacenes de las casas infantiles, o por qué estaban revisando las máquinas de coser antes de la inspección técnica semestral del taller de costura, donde los recibieron con los brazos abiertos. Tras unas horas de práctica, se habían vuelto tan hábiles que incluso convencieron a Fania. Tampoco Matilda hizo preguntas cuando le dijeron que el generador principal estaba averiado. Tácitamente habían acordado que Dvorka y los hijos de Osnat no participaran en el registro. Moish comprendía que Dvorka necesitaba encerrarse en su habitación, consagrarse al cuidado de los niños y evitar los contactos necesariamente falaces con los demás miembros.

Según le parecía a Moish, Dvorka había perdido por completo todo sentimiento de comunidad. Ella era la más afectada por los hechos y, además, sabía algo que los demás no sabían. Y Moish era dolorosamente consciente de que aquel conocimiento extra la situaba en la posición de una extraña. Se horrorizó al caer en la cuenta de que él también estaba separado de los demás por lo que sabía. Aquel conocimiento lo ponía en una tesitura paradójica en presencia de los compañeros que hablaban de cómo Osnat se había abandonado.

—Cargaba con demasiadas responsabilidades —dijo Matilda, plantada junto a Moish en el almacén del supermercado del kibbutz mientras él fingía examinar el cable eléctrico del refrigerador. («¿Dónde está Hilik? Esto es trabajo suyo», había dicho Matilda, para luego proseguir hablando sin esperar a que le respondiera). Moish esperaba el momento de que lo dejara solo y, al ver que no lo hacía, comenzó a registrar el lugar abiertamente mientras ella seguía con su cháchara.

»Es lo que digo siempre, aquí hay demasiados parásitos, demasiada gente que no pega ni golpe, y unas cuantas personas que lo hacen todo en su lugar. ¿Crees que me resulta fácil dirigir el supermercado, organizar el aprovisionamiento de la cocina y el almacenamiento, y aparte ocuparme del resto de las funciones que desempeño, y que asumí, no digo que no, por voluntad propia? No tengo por qué descansar, ya descansaré en la tumba, pero mira lo que pasa al final… Se ha apagado como una vela. Precisamente ella. ¿Quién muere de neumonía hoy día? ¡Pero si hay todo tipo de medicamentos! Claro que cuando una persona se abandona porque no tiene tiempo ni de respirar, porque desempeña funciones de secretaria y a la vez dirige la comisión de educación, y para colmo tiene ideas muy novedosas…, ¿de qué nos vamos a extrañar? —Matilda se sobresaltó al verlo levantar la mano hacia uno de los estantes—. ¿Qué estás buscando? —preguntó.

Moish bajó un frasco y leyó la etiqueta.

—¿Qué estás buscando? —repitió Matilda con desconfianza—. ¿Necesitas algo?

—No, estaba mirando, sencillamente —repuso Moish; y, dejando el frasco en su sitio, echó una ojeada a su reloj—. No sabía que era tan tarde —comentó, y se apresuró a salir para no seguir oyendo las irritantes monsergas de Matilda, que, como a todo el mundo, le producían agotamiento y ansiedad al cabo de unos minutos en su compañía.

La bulbosa nariz de Matilda y sus ojillos hundidos en su rostro hinchado lo persiguieron cuando se fue. Como siempre, Matilda vestía pantalones de trabajo anchos y azules y un delantal de goma. Todas las mañanas fregaba el suelo del supermercado, que estaba cerrado hasta la tarde. Sólo se quitaba los pantalones para ir a cenar al comedor, donde solía presentarse con un traje floreado. Al llegar al comedor, estiraba el pescuezo hacia aquí y hacia allá como una gallina, tratando de ver las novedades, quién estaba sentado con quién. Aparentemente no se le escapaba nada, pero Moish comprendió repentinamente que tan obsesionada estaba con los detalles que los árboles no le dejaban ver el bosque. Nunca lograba encajar los detalles en una imagen de conjunto y su visión distorsionada tenía a veces el efecto de «envenenar los pozos», como solía decir Osnat. («Habla de cosas que no entiende y siembra la desconfianza en el corazón de la gente», recordaba que había comentado Osnat enfadada).

Al montar en su bicicleta, Moish recordó algo sucedido largo tiempo atrás, durante una de las movilizaciones para recoger melocotones. Parecía que aún estaba oyendo el zumbido de los mosquitos. Matilda, con un pañolón blanco a la cabeza y holgados pantalones azules, baja y regordeta, la tez encendida y los gruesos bracitos estirados hacia una rama, decía: «¿Qué es esto? ¿Cómo es que están aquí apiladas las cañerías de riego? Ayer vi a Yuvik saliendo en jeep con la voluntaria sueca esa». Y añadió en yidish: «La que lleva las tetas al aire». Luego continuó en hebreo: «Creía que él venía a colocar las cañerías, y ella también». Y entonces vio a Osnat saliendo de entre unos árboles cercanos, fingiendo no haber oído nada.

Pero tal como decía su madre mucho antes de aquel día, cuando Osnat y él eran niños: «No se puede escapar de Matilda, siempre hay una Matilda allá donde vayas, no le hagáis caso». Les había dicho eso cuando se quejaron de la resistencia que había plantado Matilda cuando fueron a pedirle los ingredientes para hacerle a Lotte una tarta de cumpleaños. «No os lo toméis a mal», había dicho Miriam; «en realidad es una buena mujer. No es que sea una avara, es que cuida de las cosas porque son de todos. Y pensad en la vida tan dura que ha llevado, sola durante tantos años».

Rodando por el camino, Moish casi sonrió al recordar la respuesta de Osnat: «Si no fuera tan mala, no estaría sola. Nadie se atreve a acercarse a ella. No comprendo cómo alguien se le pudo acercar tanto como para darle un hijo».

Miriam había mirado a su alrededor aprensivamente, para comprobar que nadie había oído las palabras de Osnat, pronunciadas en voz alta en el jardín de delante de su habitación y dijo: «Chsss, Osnatileh, esas cosas no se dicen, Matilda no ha sido siempre como es ahora. Cuando llegó aquí, después de haberlo pasado muy mal, no era así, y además hace las cosas con buena intención».

Moish volvió a ver el reflexivo gesto de desprecio con que Osnat reaccionó ante la tolerancia a todo trance de Miriam.

Pedaleó despacio del supermercado al taller de costura, agarrando el cable suelto que iba atado a los frenos de mano de la vieja bicicleta y colgaba del manillar, y un sentimiento depresivo se fue apoderando de él, ralentizando sus movimientos y haciéndole perder el hilo de sus pensamientos. Miró a su alrededor aunque en realidad no buscaba nada. El duelo que se había impuesto en el kibbutz era en cierto modo aterrador, pensó de camino hacia el cobertizo de las herramientas. Las muertes de Srulke y Osnat se habían combinado en un solo dolor, una pérdida reforzaba la otra. Y aquel duelo, tan íntimo por un lado y a la vez tan anónimo, de pronto le hizo sentir que había algo falso en el ambiente luctuoso. La solemnidad y el ritualismo que se otorgaban a la ocasión resultaban pavorosos a la luz de las circunstancias. Se estremeció al pensar en las próximas ceremonias, de las que la gente ya estaba hablando, las ceremonias que señalarían el trigésimo día de después de la muerte. El dolor y la aflicción que se invertían en planear aquellas ceremonias conmemorativas se le antojaban ahora artificiales.

Su angustia se acrecentó al pensar en la diligente devoción que nacía de un sincero deseo de expresar el dolor por la muerte de uno de los suyos. Pero ninguno de ellos había conocido de verdad a Osnat ni la había comprendido, y, lo que era aún peor, ninguno de ellos sabía la verdad. Sobre el kibbutz había descendido una quietud melancólica, silenciosa y solemne. La celebración de un bar mitzvá prevista para aquella semana se había pospuesto un mes.

Dvorka había encontrado refugio en la compañía de los dos hijos menores de Osnat; ante los niños, sus anchos labios siempre fruncidos no cesaban de contraerse en una sonrisa forzada que no encontraba eco en sus ojos. De tanto en tanto, alguien se dejaba caer por su habitación, para «no dejarla sola», pero la presencia de los niños les impedía referirse directamente a la tragedia.

Todo el kibbutz se consagró a organizar la vida en común de manera que los niños no sufrieran. La tarde en que regresaron de las entrevistas en la sede de la UNIGD, una furgoneta con aire acondicionado aguardaba para llevar a hacer un fuego de campamento al grupo de niños de guardería llamado Las Ardillas, al que pertenecían los pequeñuelos de Osnat. Moish observó cómo cargaban en la furgoneta las neveras portátiles con la cena de los niños, y cómo la gente corría de aquí para allá comprobando que no se habían olvidado de nada. Tanto revuelo por sólo catorce niños, pensó; hasta las medidas de seguridad eran una exageración. Aquellos niños, reflexionaba Moish, ni siquiera tendrían que recoger ramitas y palos para hacer fuego: un haz de leña impecablemente atado con un cordel esperaba en el tractor aparcado detrás de la furgoneta. Moish se fijó en el brillo del papel de aluminio en que iban envueltas las patatas, se asomó a la caja cargada con yogures con sabor a chocolate y a frutas, oyó que la encargada de la casa infantil preguntaba dónde estaban los batidos de chocolate, y se enteró de que la gran nevera no sólo estaba llena de bolsitas de plástico con batido de chocolate, sino también de helados que se distribuirían de postre. Y luego regresarían al kibbutz, los catorce niños y los siete adultos, con las manos pringadas de helado y de batido, pero sin que el hollín de la hoguera o de las patatas asadas les hubiera manchado la ropa.

Recordaba los jocosos comentarios que había hecho Aarón sobre lo mimados y sobreprotegidos que estaban los niños del kibbutz, cierta vez que se citaron en un café, con ocasión de uno de sus viajes a Tel Aviv. A pesar de los silencios que había entre ellos, más pesados a medida que transcurrían los años, a pesar de sus charlas insustanciales, Moish sentía la necesidad, compartida por Aarón según le parecía, de ver su relación como una buena amistad que el tiempo no podría destruir, que soportaría todos los cambios de sus vidas, que existía al margen de la familia y que siempre sería íntima, aun cuando ninguno de los dos dijera nunca nada íntimo, porque siempre sabrían comprender lo que dejaban sin decir.

—Salen al mundo con la sensación de que todo les va a venir dado —había dicho Aarón, y ahora Moish recordaba su reacción de enfado, casi de agravio, cuando Aarón continuó diciendo—: No les dais la oportunidad de enfrentarse a los problemas existenciales de la vida, y el resultado es la atrofia de la capacidad de sufrimiento, de duda; lo dan todo por hecho, no conocen otra cosa que la necesidad de acumular posesiones materiales. Esa avidez suya, ese espíritu adquisitivo, deriva de la ansiedad, del miedo a una vida independiente fuera del kibbutz y del recuerdo de las privaciones trasladado a una esfera donde en realidad no existen: las auténticas privaciones nada tienen que ver con las cosas materiales, pues están relacionadas con la atrofia del desarrollo individual.

Moish pensaba ahora en la voracidad de Havaleh por la ropa, en que siempre que iban a la ciudad quería comprar algo, en cómo se iluminaban sus ojos cuando veía un vestido nuevo, en su incansable afán de acumular posesiones.

Pensaba también en los viajes al extranjero —a África, a Sudamérica, a Asia— que hacían todos los jóvenes en busca de sí mismos, sedientos de aventura, ávidos de algo distinto, sin importarles que fuera ajeno o amenazador con tal de que fuera diferente. Algunos regresaban a casa derrotados, encerrados en sí mismos, más perdidos que antes de embarcarse en aquella aventura sin rumbo; sólo unos cuantos lograban readaptarse a la vida en el kibbutz, y entonces consideraban que esa vida era el epítome del compromiso.

Dvorka había promovido en cierta ocasión una sijá para tratar lo que denominó «las dificultades de la generación joven». Había hablado, según recordaba Moish, de la pérdida de objetivos como principal motivo de aquellos viajes. No se había mostrado contraria a ellos. Entonces, como siempre, le había sorprendido con su capacidad para ver las cosas a una luz distinta que todos los demás, con su inesperada apertura de miras. «Esos viajes deben verse», dijo Dvorka, «como una reacción natural y constructiva ante la búsqueda espiritual. Debemos animarlos a emprender viajes como parte del proceso de aprendizaje por el que se llega a comprender que el sentido de la vida hay que encontrarlo dentro de uno mismo. Pensad en lo difícil que es para ellos. No tienen ciénagas que desecar. No tienen nada que los proteja de la vacuidad. Es difícil vivir sin un reto y nosotros hemos de ayudarlos a que encuentren ese reto».

Ahora, mientras pedaleaba camino abajo y pasaba de largo junto a Rajela, que le saludó con la mano con evidente fatiga, a sus veinticuatro años, según calculó rápidamente, Moish pensaba en las palabras de Aarón y se preguntaba si no encerrarían su parte de verdad. En cuanto los jóvenes salían del asfixiante invernadero del que tan ansiosos estaban de escapar para vivir nuevas experiencias, el dolor de la soledad y las preguntas sobre el significado de la vida parecían caer sobre ellos de golpe, desorientándolos y privándolos de la posibilidad de regresar al mismo invernadero y de educar a sus hijos tal como ellos habían sido educados, en el sincero convencimiento de que aquél era el mejor camino. Moish se apeó de su bicicleta y por una vez permitió que sus pensamientos fluyeran libremente, sin reprimirlos, y de pronto los comprendió como nunca antes los comprendiera. La muerte de Osnat, y tal vez también la de Srulke, aunque hubiera sido pacífica e inevitable, habían resquebrajado el muro protector que antes le impedía comprender las palabras de Aarón.

A última hora de la tarde fue a ver si Dvorka se encontraba bien y la encontró sentada en una silla plegable sobre el césped, mirando de hito en hito el camino. El aroma de las flores embalsamaba el aire. Moish ya había pasado por allí un par de veces, ocupado en la búsqueda que lo llevaba de habitación en habitación con este o aquel pretexto, y en ambas ocasiones había visto a Dvorka en la misma postura, inmóvil cual estatua. Ahora se detuvo y se arrodilló a su lado, y ella le posó silenciosamente una arrugada mano en el hombro, una mano donde las manchas oscuras se veían claramente a la luz de la farola, y Moish se preguntó cómo podría Dvorka soportar el desenmascaramiento de tanta violencia, de tanta destrucción. Espantado, se levantó tras un momento de silencio y continuó su camino.

Moish había hablado por la tarde con Simjá Malul, cuando, empapado en sudor, había hecho un alto en la enfermería, refrigerada y con la luz refrescantemente tamizada por las cortinas a medio echar. Aquellas cortinas las había hecho Fania, cuando la enfermería estaba recién construida, con una tela comprada en la Ciudad Vieja. Cuando Moish le trajo la tela de rayas azules y moradas de Jerusalén, adonde Fania se había negado a ir, tal como se negaba a salir de kibbutz para ir a cualquier lado, la expresión verbal de su satisfacción había sido: «Creo que servirá». Fania se pasó la noche en vela cosiendo las cortinas y al día siguiente Zjaria las colgó en la nueva enfermería.

Simjá Malul le habló a Moish de su hijo a la vez que fregaba los platos. Moish se rascó la cabeza y dijo:

—Tráigalo y veremos qué podemos hacer; quizá consigamos saltarnos las formalidades.

Y vio avergonzado que las lágrimas se agolpaban en los ojos de la mujer, que se volvió de espaldas y continuó frotando los platos enérgicamente. Moish abrió los armarios del vestíbulo y luego entró en las habitaciones de los ancianos, donde incluso se asomó debajo de las camas.

—¿Está buscando algo? —preguntó Simjá Malul—. ¿Ha perdido algo? ¿Le puedo ayudar?

Moish repuso tranquilamente, haciéndose el distraído:

—Creía que me había dejado aquí un frasco plateado el día en que Osnat… ¿No lo habrá visto?

Simjá Malul no lo había visto. «Si lo hubiera visto, lo habría guardado debajo de la pila», dijo, porque ¿cómo iba ella a saber lo que era? Pero no había encontrado nada semejante, en ningún lado, lo había limpiado todo a fondo, conocía cada rincón de la enfermería como la palma de su mano. Moish se sintió turbado por la evidente inquietud de la auxiliar, por su miedo a que la acusaran de negligencia. Y aunque le habría gustado preguntarle si el día en cuestión había visto salir a alguien de la enfermería cuando regresaba de la secretaría, después de que él y Yoyo la hubieran cerrado con llave para ir a comer y ella, tal como había declarado ante la policía, hubiese dejado a los pacientes sin vigilancia, Moish reprimió la pregunta al ver el miedo manifiesto en los ojos de la mujer. «Deja eso para la policía», se dijo, «es su trabajo».

Antes de irse de la enfermería, Moish volvió a entrar a ver a Félix, que estaba de cara a la pared, enroscado sobre sí mismo, y recordó con una punzada de tristeza el día en que Félix había pintado un mural con personajes de cuentos de hadas en las paredes de la casa infantil. En aquel entonces, un Félix corpulento y robusto trabajaba con los niños congregados a su alrededor. De eso hacía más de treinta años, cuando debía de rondar los cuarenta, menos años de los que él tenía ahora, pensó Moish con desánimo. Recordaba la cálida sonrisa que centelleaba en los oscuros ojos de Félix mientras escuchaba las peticiones de los niños e iba bosquejando al carboncillo las figuras de Blancanieves y los siete enanitos y a Juanito trepando por el tallo de la planta de habichuelas. El mural seguía allí; los murales de Félix aún adornaban las paredes de todas las casas infantiles del kibbutz. Cada cierto número de años, en las casas infantiles se celebraba el Día de Félix, jornada que él dedicaba a renovar los colores desvaídos y a contar a los niños, sentándolos en sus rodillas, cuentos antiguos y modernos, llenos de detalles espeluznantes, tal como ellos querían. Moish pensó en las estatuas de Félix repartidas por el kibbutz, estatuas que todos los visitantes querían ver, y en el hecho de que pese a que era un escultor de renombre internacional, cuyas esculturas de piedra, dotadas de una fuerza insoslayable, se exhibían en lugares destacados de todo Israel, y pese a que el kibbutz le permitía trabajar cuanto quisiera en al amplio estudio construido para él cerca de los establos, Félix se imponía a sí mismo la obligación de observar escrupulosamente las cuotas de trabajo ordinarias del kibbutz. A veces trabajaba la jornada completa, a veces media jornada, pero se podía estar seguro de que se presentaría en todas las movilizaciones, de que no rehuiría cumplir con su parte, y Nora, su mujer, fallecida años atrás, era igual que él.

Ambos habían vivido modestamente, sin quejarse por seguir instalados en una casa vieja, de la que nunca llegarían a mudarse. Tuvieron cuatro hijos, que ahora visitaban a Félix por turnos. Los tres que se habían quedado en el kibbutz habían heredado la ética del trabajo y el modesto modo de vida de sus padres, así como el bienestar y la satisfacción que brillaban en sus ojos. Gady, el segundo, había heredado asimismo las maravillosas dotes de su padre para silbar sin dar una sola nota falsa, y silbaba las mismas melodías que antaño silbara su padre por los caminos del kibbutz. Siempre se sabía dónde estaba Gady, tal como antes se sabía dónde estaba Félix, por el sonido claro y agudo de las largas melodías, que Moish no identificaba, aunque sí sabía que procedían de diversas óperas; como en los viejos tiempos, cuando Félix silbaba a la vez que pintaba las paredes de las casas infantiles y preguntaba a los niños: «¿Sabéis qué canción es ésta?», y cuando le decían: «¿Qué canción es?», les contaba el argumento de la ópera.

Moish recordaba que su madre le había dicho que, durante sus primeros años en el kibbutz, Félix era «otra persona», poseída por un espíritu levantisco. Como Zeev HaCohen, era incapaz de dejar en paz a las mujeres, y había convertido su habitación en un «antro satánico» adonde acudían mujeres, casadas y solteras, todas las noches. Hasta que Nora, de rostro vulgar y unos años mayor que Félix, llegó al kibbutz. Había sido ella, contaba Miriam admirada, la que le había hecho «sentar la cabeza». Una vez que Nora entró en su vida, el fuego de la lascivia se apagó y nunca volvió a mirar a otra mujer. Corrían rumores sobre «un niño que le había dado a una mujer que luego abandonó el kibbutz», y siempre quedó sin aclarar la cuestión de si Yaela era hija de Yedidya o de Félix, pero ya no se hablaba de eso. Todo se había olvidado. Sólo la generación de los fundadores conservaba aquellos recuerdos, que cuando salían a relucir llevaban una sonrisa cómplice a los labios de algunos veteranos. Y ahora Félix esperaba la muerte tendido en la enfermería.

Moish también fue a ver a Braja. Cuando abrió los ojos de par en par por un instante, Moish vio en ellos una mirada astuta, subversiva. Braja siempre había tenido un cierto aire subversivo. Moish se preguntó hasta qué punto sería consciente de su entorno. Luego pensó en Rickie, la enfermera, cuyas pertenencias estaban recogidas en un rincón; Rickie le había dicho: «He puesto la enfermería patas arriba y allí no hay nada. En mi opinión, estáis perdiendo el tiempo. Deben de haberlo tirado en algún lado; nunca lo encontraréis».

Moish tropezó con Yoyo detrás del comedor, donde éste había estado revolviendo los cubos de basura aquella mañana. Ahora ya habían vaciado los cubos del comedor en el gran vertedero de fuera del kibbutz, no muy lejos de la carretera principal, donde se quemaba la basura una vez a la semana.

—No es manera de hacerlo —le susurró Yoyo junto a uno de los grandes cubos—. Para una tarea así hace falta una movilización general. Invéntate algo para que podamos recurrir a todo el mundo, de otra forma no lo encontraremos nunca.

—Todavía no podemos hacer eso, ya has oído lo que nos han dicho —replicó Moish con desaliento—. De creer lo que dice el detective, en cuanto la búsqueda se haga general, alguien se dará cuenta de que sabemos lo del paratión y lo esconderá o volverá a dar un golpe.

—¿Tenemos otra alternativa? —preguntó Yoyo—. ¿Qué alternativa tenemos? —dio media vuelta y vio acercarse a Shula, la organizadora de los turnos de trabajo. Todavía estaba pálida, pero ya se había recuperado de la gripe gastrointestinal.

—Tenemos un problema con las movilizaciones —le dijo Shula a Moish.

—¿Qué problema? —preguntó Yoyo.

Y Moish, con el corazón acelerado por la idea de que Shula pudiera haber oído parte de su conversación, puso cara de interés y se aprestó a disimular.

—Vamos a alejarnos de los cubos —dijo Shula—. Apestan. ¿Cómo se os ha ocurrido poneros a charlar precisamente aquí?

Shula había sido elegida para organizar los turnos de trabajo por su buen carácter, su equilibrio emocional, sus dotes para resolver problemas y su inagotable sentido de la responsabilidad. «Sólo por seis meses», había insistido después de su nombramiento, «y luego me vuelvo a la casa de los niños». Nadie había tenido nunca el menor interés en ocupar ese cargo y se daba por hecho, aun sin decirlo explícitamente, que nadie tenía que desempeñarlo durante más de un año. «Es un trabajo desagradecido», había comentado Zeev HaCohen en la reunión de años atrás en la que se eligió a Moish para el puesto, «pero nadie capaz de desempeñarlo tiene derecho a negarse. Sólo un puñado de personas poseen la capacidad necesaria para esta tarea delicada y compleja, y es obvio que no podríamos sobrevivir sin ella. Alguien tiene que hacerlo».

Desde su nombramiento, Shula no paraba de correr frenéticamente de un lado a otro del kibbutz, y su anterior expresión de tranquila satisfacción se había trocado en otra de agotamiento nervioso. Moish recordaba la época en que él había estado a cargo de la división del trabajo en el kibbutz: sus compañeros cambiaban de gesto cuando se acercaba a ellos en el comedor, temerosos de lo que pudiera decirles. Algunos se defendían por adelantado, lo miraban ceñudos y decían cosas como: «Ni se te ocurra. Ya he trabajado tres sábados seguidos», y otros se encogían en sus asientos y fingían no verlo. A veces tenía la impresión de que tan pronto como ponía un pie en el comedor se desataban en su contra corrientes subterráneas y todo el mundo esquivaba su mirada y volvía la cabeza hacia otro lado, confiando en que no reparase en su presencia y se dirigiera a otros. Recordaba lo harto que había llegado a estar de las discusiones. Siempre había alguien que llamaba a su puerta a altas horas de la noche para quejarse de los turnos del día o la semana siguientes.

—¿Cuál es el problema? —preguntó Yoyo a Shula.

—Shmiel me ha dicho hoy que necesita una movilización dentro de tres semanas para recoger las ciruelas, y ese mismo sábado tengo que organizar otra movilización en la fábrica, porque han recibido un gran pedido de Alemania y necesitan ayuda para embalarlo. ¿Te sientes bien? —le preguntó de repente a Moish.

—Sí, muy bien. ¿Por qué?

—Estás palidísimo, ¿no te has mirado al espejo? —repuso Shula—. Si Osnat siguiera entre nosotros, habría recurrido a ella; ella habría sabido qué hacer. Tenía verdaderas dotes organizativas. Sabía, por ejemplo, a quién asignar a una movilización para que otra persona también quisiera apuntarse. Digamos, por ejemplo, poner a dos chicas del grupo de Las Palmeras en la movilización de las ciruelas para que los chicos de la unidad Nájal también quisieran apuntarse, o no destinar a Dana al embalaje en la fábrica si quería contar con Ajinoam, ese tipo de cosas. En fin, de nada vale hablar —dijo Shula suspirando—. Qué tragedia ha sido lo de Osnat, ¿eh, Moish?, ¡qué tragedia!

Moish desvió la vista. Shula era unos años menor que ellos y nunca había sido muy amiga de Osnat, pero siempre le había profesado una admiración rayana en el culto a una heroína. A Moish le vino repentinamente a la memoria una noche de viernes de años atrás: Shula ante la puerta del comedor diciéndole a Osnat, con expresión rebosante de admiración infantil: «Qué guapa estás, y qué bien te queda. ¿De dónde sacas tiempo para vestirte así con todo lo que tienes que hacer, y cómo te las arreglas con tan poco dinero?». Un gesto de disgusto asomó al semblante de Osnat, y luego una mirada desconfiada. Moish comprendía ahora que en aquel momento Osnat no sabía cómo tomarse aquellos halagos ni entendía lo que Shula pretendía decirle con ellos. Sólo ahora, al recordar la escena, comprendió Moish que aquellas inocentes manifestaciones de admiración constituían toda una agresión. «Yo no me paro a pensar en esas cosas, no tienen importancia», había respondido Osnat de mala gana al ver que Shula aguardaba testarudamente una respuesta. «Eso también es bonito», había dicho Shula con una admiración que acentuó aún más la expresión de enfado de Osnat.

«En la vida cotidiana no puede uno devanarse los sesos con esas sutilezas», le había dicho Aarón en una ocasión en que él trataba de interpretar un comentario hiriente de Yojeved o Matilda. Aunque no recordaba las circunstancias exactas, de pronto oyó como en un eco las palabras de Aarón. «Son cosas sin importancia», había dicho como para sí Aarón, que a la sazón todavía vivía en el kibbutz; «hay que inmunizarse contra ellas, echar una piel dura que te tape los oídos. Son personas con las que hay que vivir día a día, y uno no puede pasarse la vida tratando de desentrañar el significado oculto de sus palabras».

La muerte de Osnat, comprendió Moish de pronto, mientras oía las inflexiones de la voz de Shula sin escucharla, le había arrancado la piel dura que le cubría los oídos. Oyó a Dvorka citar la Biblia: «Quita primero la viga de tu ojo», y explicar la cita. Cuando Aarón le habló de aquella piel dura que él mismo no había logrado desarrollar, Moish había pensado enfadado que Aarón siempre se estaba quejando y así se lo había dicho: «Deja de pensar tanto, siempre estás dándole vueltas a las cosas». Y ahora era él quien no podía parar de dar vueltas a las cosas. Cada frase que oía le sonaba extraña, toda frase tenía un doble sentido. Detrás de cada palabra se ocultaban horrores.

«Para vivir aquí hace falta tener una personalidad especial», le había dicho Aarón una noche. «Eso es lo que tienen en común todas las personas de aquí, una piel dura que les permite sobrevivir, de otro modo no podrían». Habían ido a colocar cañerías de riego con una chica cuyo nombre no recordaba, pero a quien ambos deseaban; y Aarón, como siempre hacía con Moish, había renunciado a la pugna. Pero luego, sin saber cómo, apareció Yuvik y se llevó con él a la chica.

Moish observó la expresión responsable y preocupada de Shula, una expresión que reflejaba concentración y plena conciencia del problema a encarar. Con sus ojos saltones y dos arrugas cruzándole la frente, Shula de pronto le parecía un cúmulo de malevolencia concentrada. Vio acercarse a Cuta por el camino, los labios fruncidos y un entramado de arrugas en torno a la boca. Iba hacia el comedor y Moish dedujo que ya serían más de las dos, porque Cuta, debido a su trabajo en la vaquería, siempre comía tarde, cuando las sillas ya estaban boca abajo sobre las mesas y el trabajador de turno fregaba el suelo. Shula seguía parada junto a su bicicleta, sujetándola por el manillar y manoseando la funda de goma del timbre.

—Dicho de otro modo, necesito organizar dos movilizaciones a tres semanas vista, y no sé cómo hacerlo; con las ciruelas y los melocotones, ya no dispongo de nadie. Tendré que pensar en conceder bonificaciones extra, y también se me ha ocurrido montar un campamento de trabajo del movimiento juvenil para las ciruelas. Pero aun cuando pudieran venir, eso no resuelve el problema de la fábrica. No quieren tener a una pandilla de chavales rondando por ahí; por otro lado, desde que votamos en contra de contratar a gente de fuera ya no sé cómo ingeniármelas y…

—Está bien, lo pensaremos esta noche —la interrumpió Moish, disimulando su impaciencia—. Me pasaré a verte después de haber acostado a los niños.

—¿Vendrás entonces? ¿Sobre qué hora?

—Ya te lo he dicho, después de acostar a los niños.

—¿Sobre las diez?

—O antes —respondió Moish.

Cuando dieron las cuatro, Yoyo dijo:

—Por hoy será mejor dejarlo, los niños estarán a punto de llegar a la habitación.

—Antes de que quemen la basura… la quemarán mañana… vamos a echar un vistazo al vertedero —decidió Moish.

—Ahí no vamos a encontrar nada —protestó Yoyo—. En esa montaña de basura, ¿cómo quieres que encontremos algo?

—¿Quién sabe? —dijo Moish, suspirando—. Quizá no, pero ¿qué perdemos por intentarlo? Un frasco metálico no se quema fácilmente.

—¿Quieres ir a pie o en bici? —titubeó Yoyo—. ¿O cogemos la furgoneta?

—Cojamos la furgoneta —dijo Moish—; ya es tarde.

Condujeron hasta el gran solar de donde ya se elevaba el humo.

—¿Qué pasa? ¿Por qué la están quemando hoy? —dijo Moish alarmado.

—No lo sé —replicó Yoyo—; hoy es lunes. Quizá lo han adelantado por lo del Día del Niño. Ya no tiene sentido ir. Además, ¿qué te hace pensar que lo vamos a encontrar ahí?

—Si te paras a pensarlo —dijo Moish pensativo—, la manera más fácil de deshacerse del frasco, teniendo en cuenta que la persona que lo hizo no imaginaría que iba a ser descubierta, convencida de que todo el mundo iba a pensar que había muerto de neumonía, la manera más fácil habría sido tirar el frasco a la basura, ¿no te parece? Y si lo tiraron a los cubos del comedor, o de cualquier otro sitio, al final habrá acabado aquí.

—Ponerse a husmear en la basura con el calor que hace, y en medio de esta nube de humo —masculló Yoyo, bañado en sudor, cuando se detuvieron junto al vertedero, que desprendía un fuerte tufo a goma quemada mezclado con el de otros desperdicios.

Comenzaron a remover el montón con ayuda de dos horquillas encontradas allí mismo, a sacar cosas y volverlas a meter después de haberlas examinado.

—Espero que no nos vea nadie —dijo Yoyo de pronto—. ¿Qué vamos a decir si nos ve alguien?

—Que estamos buscando una pieza de una máquina que se rompió —respondió Moish sin pensar—. Una pieza rota que tiramos a la basura y que ahora resulta que hace falta. ¿Por qué te preocupas? Si nadie lo sabe.

—Nadie salvo quien lo sabe —dijo Yoyo, suspirando.

—Salvo quien lo sabe —convino Moish.

—Me refiero a la persona que lo sabe.

—Ya te había entendido —dijo Moish molesto.

En el vertedero no había nadie más. Habían pegado fuego a la basura y se habían marchado. Regresarían cuando todo se hubiera consumido. La tarea de quemar la basura siempre se encomendaba al grupo Nájal, y a pesar de la estricta advertencia de que debía haber alguien vigilando la quema, siempre se escabullían. La cuestión se había planteado repetidas veces en la sijá, donde se había señalado en vano el riesgo.

—Ya son las cuatro —dijo Yoyo al cabo de un rato—, y llevo dos días sin ver a mis hijos, salvo por el momentito que he estado con ellos esta mañana en la casa de los niños. Y a los gemelos hace ya tres días que no los veo. Supongo que estarán más altos.

Pero entonces Moish dijo suavemente, con incredulidad, como si hubiera sabido desde el principio que el frasco estaba allí y no pudiera dar crédito a sus ojos al verlo materializarse ante él:

—Aquí está.

Y con ayuda de la horquilla sacó rodando un frasco metálico, todavía ni siquiera tiznado de hollín, del extremo del vertedero, que de pronto parecía pequeño y perdido en la inmensidad del espacio abierto. Yoyo guardaba silencio.

—Resulta que estaba aquí —dijo Moish con perplejidad—. Me deja pasmado. Pensé que iba a estar aquí y aquí está. ¿Cómo he podido saberlo? ¿Cómo me he introducido en los pensamientos de la persona que lo hizo?

Y se sentó sobre la cuarteada tierra marrón, con el frasco junto a sus pies temblorosos. Yoyo se quedó en pie a su lado, sin decir nada. Su respiración sonora y acelerada retumbaba en los oídos de Moish. Alzó la vista hacia Yoyo, que había dejado de sudar y respiraba cada vez más deprisa. Al fin, Yoyo también se sentó en el duro suelo, junto a Moish.

—¿Qué vamos a hacer? —susurró Yoyo, y Moish no respondió.

Estaba combatiendo una sensación de ahogo, de falta de aire. A su alrededor todo se nublaba y se volvía borroso. La voz de Yoyo murmurando una y otra vez «¿qué vamos a hacer?» le llegaba desde muy lejos. Además en sus oídos retumbaban otros sonidos, címbalos entrechocando y la sensación de una súbita pérdida de altitud. Yoyo se quitó las gafas y las dejó en el suelo, a su lado. Al cabo, respiró hondo y dijo:

—Es verdad, Moish. Es uno de los nuestros, alguien que sabe cuándo y dónde se vacían los cubos. Está claro como la luz del día.

Moish no podía articular palabra. Sentía el sudor corriéndole a chorros por la espalda y la viscosidad de las palmas de sus manos, apoyadas en el suelo, y veía el pulular de un hormiguero bajo sus muslos. Observando la larga fila de presurosas hormigas, dijo con voz cascada:

—Yo qué sé, ojalá… —no terminó la frase; las palabras que se tragó eran: «… pudiera dejar de existir, desaparecer, meterme en un hormiguero y no salir nunca más».

Al cabo de un rato Moish logró hacer acopio de fuerza para levantarse. Cogió el frasco y lo examinó. Le faltaba el tapón y estaba vacío.

—¿Cuánto paratión contenía? —preguntó Yoyo, como si le hubiera leído el pensamiento.

—No lo sé, era el último frasco que quedaba. Eso lo sé porque Srulke me dijo que estaba casi vacío y tendría que traerle más de Tel Aviv, o encargárselo a alguien, porque desde que estalló la Intifada ya no se puede ir a los territorios a comprarlo. Lo quería para sus flores. Éste era el último frasco, y, o yo no conozco a Srulke, o me lo dijo el mismo día en que lo abrió. No le gustaba quedarse sin paratión.

—Supongamos, entonces, que estaba lleno —dijo Yoyo—. ¿Qué habrán hecho con el resto, ya que el frasco está aquí? ¿Qué habrán hecho con el resto? —preguntó nervioso, poniéndose en pie.

—Hay dos posibilidades —dijo Moish, contemplando el horizonte—. O lo han tirado casi lleno o medio lleno, o lo han trasvasado a otro frasco. Ése no es problema nuestro. El detective nos pidió que encontráramos el frasco y no que inventáramos teorías.

—Moish —dijo Yoyo—, entiéndeme. Si hay más paratión en otro lado, podrán volver a utilizarlo. ¿Lo comprendes?

—¡Y qué voy a hacer yo para evitarlo! —exclamó Moish en un arrebato de ira—. ¿Qué podemos hacer? ¿Arrestar a todo el kibbutz? ¿Convocar una sijá? ¿Qué sugieres que hagamos?

—Eli Reimer está cumpliendo el servicio de reservista, así que estamos sin médico, y ni siquiera tenemos enfermera —dijo Yoyo con creciente pánico.

—Sí que tenemos —replicó Moish—; mañana vendrá una enfermera, con unas referencias fantásticas. Mañana la tendremos aquí.

—Pues habrá que hablar con ella, debemos estar preparados —afirmó Yoyo.

—No puedo vivir así —se quejó Moish—, sin confiar en nadie. Te aseguro que no lo soporto más. Y cuando pienso en Osnat sólo me dan ganas de morirme. Me siento perdido en la oscuridad, en una especie de infierno, donde nada es lo que parece ser. No lo soporto más. —Moish sepultó el rostro entre las manos y se frotó los ojos, que le escocían a causa del humo—. Créeme, ya no estoy seguro de nada —dijo, y volvió a sentarse en la seca tierra marrón, inhalando el hedor de la basura en combustión—. Nada de nada. Ya no entiendo nada, sencillamente no lo entiendo.

Yoyo, que con sus magras carnes y sus pantalones cortos parecía un espantapájaros, se agachó y recogió el frasco plateado con un amarillento papel de periódico traído de la furgoneta.

—No podemos comunicar este hallazgo a nadie. Tenemos que pensar en el bien del kibbutz —dijo con expresión grave; y, después de enjugarse el sudor de la cara, añadió repentinamente—: Somos los únicos que lo sabemos —en su voz había una nota de excitación y Moish tuvo la impresión de que aquella voz encerraba una emoción nueva—. Lo hemos encontrado nosotros, somos los únicos que lo sabemos —repitió Yoyo.

Moish lo miró sorprendido. Esperó que continuara, pero Yoyo no parecía tener prisa por responder a su mirada interrogante.

Cuando al fin dijo: «Es algo que nunca había pasado antes, nunca había pasado nada como esto», Moish creyó reconocer el mismo tono con que Matilda anunciaba los sucesos sensacionales.

Pero, rechazando aquella asociación de ideas, Moish dijo:

—Volvamos a llamar a la policía. Al menos a ellos sí les podemos decir que lo hemos encontrado nosotros. Eso también tiene su importancia.