10

Michael volvió a llamar al Hilton desde el despacho de Elroi, el psicólogo de la policía. Aarón Meroz estaba en su habitación, esperándolo. No se quejó cuando Michael le comunicó que aún iba a retrasarse más.

—Como quiera, yo sigo aquí —dijo con un suspiro.

Mientras cargaba lentamente su pipa, Elroi sopesaba sus palabras con cuidado, eludiendo comprometerse. Hacía hincapié una y otra vez en la necesidad de analizar todas las hipótesis «y fundarlas en los hechos». Pese a sus aires de grandeza y a los modales distantes y formales que afectaba, Michael lo respetaba y valoraba sus opiniones profesionales. Sus contactos tenían siempre un tono prosaico que, sin predisponer a nada más profundo, tampoco resultaba molesto. «La cortesía también tiene su valor», le había dicho Michael a Danny Balilty en cierta ocasión en que éste se burlaba de Elroi, imitando su manera de limpiar la pipa y de caminar muy rígido hacia la puerta para abrirla con ademán cortés; «y no digamos ya la competencia profesional». «Eso es verdad», había admitido Balilty a la vez que se desvanecía su sonrisa, «eso nadie se lo puede negar».

Ahora Elroi murmuraba algo referente al psicólogo que trabajaba para la UNIGD y, sin decirlo explícitamente, dejaba caer que sus propios servicios seguían disponibles. Con una curiosidad poco común en él le preguntó a Michael qué tal era su nuevo lugar de trabajo y si se sentía cómodo en él. A todas luces satisfecho con la vaga respuesta recibida, escuchó la consulta de Michael y luego preguntó:

—¿Qué medicación está tomando?

Michael se sacó una nota del bolsillo y leyó titubeante:

—Doscientos miligramos de Mellaril al día y quince miligramos de Haldol. No tengo ni idea de lo que significa, no conozco estos medicamentos, pero la enfermera me dijo que se le consideraba un enfermo en hospitalización domiciliaria. En el kibbutz tratan de no excluir a las personas en su situación. Lo que quiero saber es si un enfermo de estas características puede ser violento.

Elroi dejó la pipa al borde de la mesa y, poniendo énfasis en cada palabra como para asegurarse de que le comprendieran, dijo lentamente:

—Sí, al menos cabe la posibilidad de que lo sea. Ya sabes que la gran mayoría de los enfermos mentales no son violentos. Si, por ejemplo, me hubieras dicho que era maníaco-depresivo, te habría respondido que podías irte olvidando de él. Ese tipo de enfermo sólo es peligroso para sí mismo. Pero puesto que me dices que le han diagnosticado una esquizofrenia paranoide, en caso de que no tomara la medicación…

—Pero sí la tomaba. Se presentaba todas las mañanas y todas las tardes a que se la dieran.

—¿Dónde se la diagnosticaron? —preguntó Elroi con desconfianza.

—En el hospital. Ha estado ingresado un par de temporadas. La enfermera parecía muy segura del diagnóstico.

—¿Y recibía algún tratamiento, aparte de la medicación?

—Durante algún tiempo estuvo yendo a consulta psiquiátrica en el centro regional…

—Sí, los conozco. ¿Y ahora?

—Según me dijo la enfermera, llegó un momento, años atrás, en que se negó a ir, no colaboraba en las sesiones, y tuvieron que contentarse con mantenerlo vigilado en el kibbutz. ¿Por qué lo preguntas? ¿No estás de acuerdo con el diagnóstico?

—No es eso, es el diagnóstico lógico para la medicación que toma, pero la cuestión es si la toma. El hecho de que vaya a recogerla no significa nada. Basta con que la enfermera mire hacia otro lado y él aproveche para meterse las pastillas debajo de la lengua en lugar de tragárselas. Recurren a toda clase de trucos; he trabajado en un hospital, me los conozco todos.

—Pues bien, supongamos que no tomaba la medicación —dijo Michael impaciente.

—Si no tomaba la medicación, es posible que su enfermedad haya evolucionado hacia una psicosis paranoide… Pensaría que lo perseguían y ese tipo de cosas. Los medicamentos se eliminan al cabo de cuarenta y ocho horas de tomarlos. Si no se toman durante varios días, y el enfermo se siente sometido a presión, puede llegar a sufrir un ataque peligroso.

—Entonces, si he entendido bien tu explicación, un envenenamiento con paratión cuidadosamente planeado sería lo último que cabría esperar. Más bien agrediría violentamente a la víctima, ¿no es así?

Otra vez la manipulación de la pipa, los gestos lentos, deliberados, la voz pausada, la pronunciación cuidadosa y neutra de las palabras, la cautela para no comprometerse. Elroi asintió con la cabeza y dijo:

—En principio, tienes razón, pero en este caso, con este diagnóstico, no se puede descartar. En cualquier caso, yo no lo descartaría. Un paranoico que toma esas dosis es… puede ser peligroso. A veces no los comprendo —añadió tras una breve pausa, en un tono más emocional.

—¿A quién no comprendes? —inquirió Michael.

—A los kibbutzim y su empeño en que nadie se vaya de allí. Están jugando con fuego. Con el tipo de medicación que está tomando nuestro sujeto, habría que hospitalizarlo. El caso me resulta asombroso en todos los aspectos.

—¿Qué es lo que te asombra? —preguntó Michael.

—En mis tiempos hice bastantes investigaciones —dijo Elroi con descarada expresión de vanidad de la que no parecía consciente en absoluto— sobre todo tipo de temas, pero especialmente sobre la agresividad. Realicé, por ejemplo, una investigación para el Ejército acerca de la agresividad de los kibbutzniks en comparación con la de los no kibbutzniks. Un estudio a gran escala, puedo darte una copia de las conclusiones si te interesa.

—Estoy muy interesado en cualquier material sobre el tema —dijo Michael sinceramente—, pero de momento dime qué es lo que te sorprende.

—Formamos tres grupos de sujetos, y lo que caracterizaba a los kibbutzniks, a quienes no se habían ido del kibbutz y seguían viviendo allí, era la clara tendencia a volver la agresividad en contra de sí mismos. Probablemente ése es el motivo de que no haya asesinatos en los kibbutzim. Publiqué un artículo al respecto en una revista especializada; tengo un ejemplar por aquí, en algún lugar… —giró en redondo para examinar los rimeros de libros y papeles de detrás de las puertas de cristal de la biblioteca.

—Una vez hubo un intento de asesinato —le recordó Michael.

—Sí, pero fue algo tan cándido, tan torpe, que se puede atribuir a la autodestrucción, a la agresividad contra uno mismo. Te refieres, supongo, a la mujer que trató de envenenar a alguien con Luminal. Ella también sufría trastornos emocionales, por cierto. Pero un solo caso en todos los años de existencia del movimiento de kibbutzim es verdaderamente asombroso. Además hubo otro, un ataque psicótico que terminó en asesinato, pero nada como lo que tienes entre manos.

—Entonces, ¿qué hacen con su agresividad? —preguntó Michael—. ¿Qué significa que la vuelven contra sí mismos? ¿Cómo se manifiesta eso en la práctica?

—Mira el índice de suicidios. Es muy elevado. Es una solución más aceptable para las situaciones conflictivas, de angustia, de hostilidad. ¿Sabes que el suicidio es un acto agresivo?

—Eso he oído decir —repuso Michael, pensando en el viejo profesor Hildesheimer, del Instituto Psicoanalítico de Jerusalén, y preguntándose qué sabría de los kibbutzim y si sería posible recabar de nuevo su ayuda.

—¿Dónde trabajaba tu enfermo psiquiátrico? —preguntó Elroi.

—En la fábrica. En el kibbutz tienen una fábrica de cosméticos muy grande, y trabajaba a las órdenes de un canadiense que lleva diez años en el país. Por lo visto él también es un poco rarito, y son amigos. Todavía no he hablado con él.

—Yo trataría de averiguar si el enfermo mental sabe algo sobre el paratión y qué relación tenía con la mujer asesinada.

Michael le contó lo del embarazo. Elroi lo escuchó con atención, asintió con la cabeza y dijo:

—Pues bien, como ya te he dicho, tendrás que comprobarlo. Y el hecho de que un kibbutz se las haya arreglado para provocar una esquizofrenia paranoide también es en sí mismo interesante —reflexionó en voz alta, golpeando la pipa contra el redondo cenicero de latón—. Se hizo un estudio exhaustivo sobre las enfermedades mentales en los kibbutzim, ¿sabes?, y se descubrió que no existen diferencias entre los kibbutzim y las ciudades en cuanto a la incidencia de enfermedades mentales, salvo en un aspecto asombroso.

—¿Cuál es? —preguntó Michael.

—En los kibbutzim aparecen los mismos trastornos que en las ciudades, salvo uno: no hay casos de esquizofrenia. ¿No te parece asombroso?

Michael estiró las piernas y dijo pensativo:

—Sí, me parece muy interesante. ¿Cómo lo explican?

—Ése es otro tema a analizar. La causa podría ser que los miembros de un kibbutz interiorizan el conjunto de la comunidad como imagen de su familia. Pero eso es una hipótesis superficial, traída por los pelos. El estudio en cuestión no se ocupaba de los motivos, sólo de los resultados, que en sí mismos eran prodigiosos —una vez más, la manipulación de la pipa—. La esquizofrenia paranoide… tiene que poseer un componente genético. ¿Quiénes has dicho que eran sus padres?

—No sé mucho sobre ellos, sólo que su madre también es una persona difícil. Su hermana y ella llegaron al kibbutz después de la Segunda Guerra Mundial.

—Ah —dijo Elroi, como si todo se hubiera aclarado—. El síndrome de la segunda generación. Eso explica muchas cosas.

—¿Qué es lo que explica? —preguntó Michael.

—Pues bien, toda clase de fenómenos transmitidos a los hijos como resultado del trauma sufrido por los padres. Se ha escrito mucho sobre esto recientemente. Y también se ha celebrado un congreso muy substancioso sobre la segunda generación. Es un tema que ha suscitado gran interés en los últimos tiempos. —Michael se tragó el comentario irónico que tenía en la punta de la lengua acerca del congreso y el interés público por la segunda generación de supervivientes del Holocausto; le habría gustado decir: «Mira, nosotros también sufrimos, somos todos compañeros de fatigas, y a nuestros sufrimientos también se les puede poner nombre». Elroi prosiguió—: La segunda generación ha recibido toda una carga de culpabilidad y ansiedad. Es un auténtico síndrome. Y es susceptible de provocar paranoia. ¿Y el padre?

—Todavía no lo conozco personalmente, pero sé que es un yemení que se unió al kibbutz en los años difíciles posteriores a la guerra de la Independencia. No estoy enterado de los detalles.

—Muy interesante —dijo Elroi, y empezó a juguetear de nuevo con su pipa—. Me gustaría conocer el asunto más a fondo si resulta ser relevante. En conjunto, todo el caso me interesa. Me gustaría analizar el tema de cómo están adaptándose a los cambios. Tal vez haya llegado el momento de llevar a cabo otro estudio. Y tú también deberías hacer algunas lecturas sobre el tema.

—¿Qué me recomiendas? —preguntó Michael, reprimiendo una sonrisa ante el tono paternalista del psicólogo.

—Tengo algunas cosas aquí mismo —dijo Elroi. Se levantó para ir a la biblioteca, cuya chirriante puerta de cristal abrió con dificultad; regresó con un libro y un montoncito de papeles en la mano—. Es un poco superficial y quizá demasiado divulgativo, pero no está mal para empezar —comentó, tendiéndole a Michael un ejemplar de Hijos de un sueño de Bruno Bettelheim—. Pero, aparte de esto, deberías leer la bibliografía, los textos históricos. Al fin y al cabo, ¿no eras historiador originalmente?

—Me especialicé en Historia de Europa —repuso Michael—. No sé nada sobre la historia del movimiento de kibbutzim.

—Todo comenzó con Bittania, la comunidad fundada por Hashomer Hatzair[8] a principios de los años veinte, en una colina junto al mar de Galilea —dijo Elroi—. Comienza por Kehilatenu[9], los anales del grupo, que incluyen un resumen de las denominadas sijot, que se celebraban a diario y en realidad eran prolongadas sesiones de confesiones públicas e histéricos arrepentimientos. No puedes ni imaginarte lo que sucedía allí. Ya que estás habituado a leer textos históricos, deberías leer éstos, son fascinantes —a continuación, mientras acompañaba a Michael a la puerta y éste le daba las gracias, Elroi señaló—: No te va a ser fácil investigar este caso; desconoces demasiadas cosas. Necesitas tener un aliado en el kibbutz —y esbozó una desagradable sonrisa.

Michael continuó viendo mentalmente aquella sonrisa durante todo el camino al hotel Hilton, en cuyo vestíbulo lo esperaba el parlamentario Aarón Meroz con paciente desesperación y un gesto animoso y atormentado en el rostro. Al natural tenía mejor facha que en sus apariciones televisivas. Su cabello era de un rubio indefinido tirando a gris, sus facciones angulosas y bien trazadas. En sus ojos se veían todas las emociones previsibles: tensión, ansiedad y sufrimiento.

Tomaron asiento en la habitación que Meroz siempre tenía reservada en el séptimo piso para sus estancias en Jerusalén. Aquel día, el asunto que le había llevado allí era una reunión de la Comisión de Educación. Michael le tendió una fotocopia de la carta que había escrito a Osnat y Meroz dijo:

—Sí, es mía —se sonrojó y se la devolvió a Michael sin mirarlo—. Nunca pensé que esta carta caería en otras manos —dijo al fin, y después de darle vueltas a lo que iba a preguntar, cobró animó y lanzó la pregunta ansiosamente—: ¿Qué estaba usted haciendo allí? Me ha dicho que es de la Unidad Nacional de Grandes Delitos… ¿Por qué ha tenido que intervenir?

—No ha sido una muerte por causas naturales. —Michael había escogido aquella fórmula que, sin ser totalmente satisfactoria, le permitía mantener un tono neutro, revelar lo menos posible.

Meroz lo miró alarmado.

—¿Cómo que no ha sido por causas naturales? ¿Quiere decir que no fue por la inyección? Porque me han dicho, Moish me lo dijo, que lo que pretendía averiguarse con la autopsia era si había sido culpa de la inyección.

—No —repuso Michael sin apartar la vista de Meroz—, no fue la inyección, ni la neumonía, ni ningún virus.

—¿Qué fue entonces? —preguntó Meroz.

Michael escudriñó el semblante de su interlocutor, pensando en la habilidad que tienen algunas personas para actuar y en que Meroz era político; ¿hasta qué punto podía creer en la expresión de alarma que iba acentuándose en sus ojos?

—Un envenenamiento por paratión —dijo al fin.

Meroz lo miró con incredulidad.

—¿Paratión? ¿Cómo que paratión? ¿Qué contacto puede haber tenido Osnat con el paratión? Llevan años sin utilizarlo para fumigar los frutales.

—No fue a causa de una fruta fumigada.

—Entonces, ¿cómo tuvo contacto con ese veneno?

—Se lo explicaré enseguida —dijo Michael—, pero antes quiero saber cuándo la vio por última vez.

—El sábado por la noche —respondió Meroz sin dudarlo un instante—, hace una semana y dos días exactamente.

—¿Y cuándo le envió la carta?

—Esa misma noche. No, por la mañana del día siguiente. La escribí a altas horas de la noche y lo primero que hice por la mañana fue echarla al correo. No sabía que estaba tan enferma.

—¿Y después no volvió a tener contacto con ella? ¿Después de la noche del sábado de hace nueve días?

—No. Hasta que Moish me llamó por teléfono —repuso Meroz. Su voz temblaba.

—¿Y cómo hay que interpretar esta carta? Perdone la pregunta, pero ¿cuál era su relación con la difunta?

Meroz suspiró. Miró a Michael y dijo:

—La relación que se deduce de la carta. Usted debe de haberla leído; de no ser así no estaría aquí. Una relación íntima. No tiene sentido que lo niegue ya que ha leído la carta. ¿Qué más?

Michael no dijo nada.

—¿Qué más? —repitió Meroz—. ¿Qué más quiere saber?

—Todo. Cuanto más mejor. Cuánto duró, por qué lo mantenían en secreto. Todo —repuso Michael sin vacilar, en tono firme y calmado.

Meroz suspiró de nuevo.

—No sé qué pretende sacar de esto —dijo al cabo—. No tiene relación con nada.

—Todo está relacionado —replicó Michael, confiando en no tener que enzarzarse en una disputa sobre la inmunidad parlamentaria. («Procura que no se ofenda, que colabore voluntariamente», le había aconsejado Nahari con aire pretendidamente paternal. «Nos podemos buscar un buen lío. Dicen que eres un experto en ganarte la confianza de la gente a la que interrogas. Adelante, gánate la suya»).

—En primer lugar, estoy casado —dijo Meroz, sin el azaramiento y la aprensión característicos de los hombres de su posición—. Pero sobre todo fue por Osnat, que no quería estar en boca de todo el mundo, ser la comidilla del kibbutz —se quedó callado y luego soltó de pronto—: Pero quiero saber de qué murió. ¿Por qué murió? Cuéntemelo todo.

—Por qué es una pregunta que usted tal vez pueda ayudarme a responder. De qué murió ya se lo he dicho.

—Sí, pero ¿cómo pudo morir envenenada con paratión? Eso me lo tiene que explicar.

—Por lo que sabe de ella —dijo Michael—, ¿estima posible que se haya suicidado?

Meroz reflexionó largo rato antes de contestar.

—Ahora no. Quizá en otra época, pero no ahora. Estaba demasiado ocupada viviendo —y añadió con amargura—: O con lo que ella creía que era vivir.

—En otra época, ¿qué época? —preguntó Michael.

—Quizá cuando éramos pequeños. Aunque, bien pensado, ni siquiera entonces. Osnat estaba cargada de rabia, de una rabia tremenda, pero hasta eso era un síntoma de su fuerza vital, de esa formidable vitalidad suya. No, Osnat nunca se habría suicidado, estoy convencido.

Y Michael volvió a oír la historia de la vida de Osnat. Aarón Meroz no había conocido personalmente a su madre. Habló largo y tendido sobre la belleza de Osnat y luego, pausadamente, como si lo estuviera expresando con palabras por primera vez, explicó el gran miedo que le inspiraba a Osnat «convertirse en la chica fácil del kibbutz, en el consuelo de todos los hombres…».

—Podría haber sido tan femenina, tan atractiva, yo qué sé… Bueno, ya ha leído usted la carta —dijo con voz ahogada.

Michael no dijo nada.

—Hay algo trágico en esa «filosofía», como la llamaba ella —dijo Meroz—, en la que se había implicado tanto. Era como si se dispusiera a tomar venganza sin siquiera darse cuenta de lo que hacía —se enjugó la frente—. Es bastante trágico… puede que trágico sea un adjetivo demasiado fuerte… bastante triste que ni ella ni yo lográramos sentirnos parte del kibbutz. Y lo es sobre todo en el caso de Osnat. La imagen modélica de Dvorka siempre nos perseguía, instándonos a vivir de acuerdo con un ideal de perfección. Ante Dvorka te sientes desnudo, transparente, como si hubieras hecho algo mal aun sin saber qué es. Y si no lo has hecho, sin duda lo harás, o basta con que pienses en hacerlo, o con que te creas superior a los demás —hizo una pausa y luego preguntó quejumbroso—: Si no se suicidó, ¿qué le pasó?

Había llegado el momento: Michael sabía que ya no podría sonsacarle nada a aquel hombre a no ser que le diera la información que solicitaba.

—Creemos que alguien la envenenó —dijo como si estuviera tirando de la espoleta de una granada de mano, y se quedó a la espera.

El semblante de Aarón reflejaba la misma incredulidad, el mismo miedo, los mismos sentimientos que había visto en los rostros de Moish y los demás. Pero su expresión enseguida se tornó pensativa. Michael percibió por sus ojos que estaba asimilando aquella información, casi como si se la hubiera esperado. A diferencia de los demás, Meroz reaccionaba como si pudiera dar crédito a lo sucedido, e incluso aceptarlo. Después de la conmoción primera, su gesto era el de quien ve confirmadas sus previsiones.

—No le ha sorprendido —afirmó Michael.

—Me parece irreal. No siento nada —confesó Meroz—. Sencillamente no siento nada. Ni sorpresa ni ninguna otra cosa. Por lo visto su muerte ya me había dejado bastante aturdido. ¿Esto lo saben todos?

—Muy pocos. Sólo Moish y la familia, las personas que tenían que saberlo —dijo Michael.

—¿Y cómo reaccionaron? —preguntó Meroz; y, sin esperar la respuesta, soltó una risotada desabrida—. Pobres ingenuos. Esto sí que es el fin —y añadió maliciosamente—: Me gustaría ver a Dvorka en estos momentos. Me gustaría oír lo que tenga que decir. ¿Están seguros?

Michael asintió con la cabeza.

—Quiero someterlo a una prueba poligráfica —dijo mirando de frente la cara pálida, tensa y fatigada de Meroz.

—Sin problemas —repuso Meroz haciendo un gesto de asentimiento. No parecía estar pensando en la inmunidad parlamentaria—. Sin problemas. También le puedo decir dónde estuve y qué hice en todo momento del día. No tengo secretos. Osnat era mi único secreto y hasta ella ha dejado de serlo.

—Necesito su ayuda —dijo Michael, que creía haber encontrado la sencilla fórmula adecuada para el hombre que tenía enfrente—. ¿Se le ocurre algo que pueda servirnos de pista? ¿Tiene alguna idea?

—¿Sobre qué? ¿Se refiere a quién lo hizo? —preguntó Meroz, enjugándose la frente. El aire acondicionado estaba encendido y en Jerusalén no hacía calor, pero él sudaba copiosamente—. Aún no he asimilado lo que ha sucedido. Pero hay algo que no le he contado —y, permitiéndose pensar en aquel detalle por primera vez, le habló a Michael de la figura en pantalones cortos que había entrevisto en la oscuridad.

—¿Tiene idea de quién podía ser?

—Ni la menor idea —dijo Meroz sacudiendo la cabeza.

—¿Podría ser Yankele? —le espetó Michael.

Meroz se quedó petrificado. Luego se repuso y dijo:

—¿Qué Yankele? ¿El hijo de Fania?

Michael asintió.

—¿Por qué Yankele? ¿De qué lo conoce? —preguntó, asiéndose el brazo izquierdo.

Michael hizo caso omiso de aquellas preguntas.

—Piense en su silueta —dijo—, en la manera de correr con pies ligeros a la que acaba de aludir.

Aarón Meroz agachó la cabeza y cerró los ojos.

—¿Lo ha visto alguna vez? —preguntó levantando los ojos. Michael no respondió—. Puede que fuera él, pero el hecho de pensar en personas concretas, en personas reales, me disgusta. Al cabo de tantos años, sigo sintiéndome un traidor; y no lo entiendo, créame, porque trabajé muy duro por lo que recibí a cambio, y también sufrí mucho. En mi opinión, podría haber sido cualquiera, hombre o mujer.

—¿Por qué especifica que puede haber sido una mujer? —preguntó Michael.

—No sé por qué lo he dicho.

Meroz se levantó y salió de la habitación. Regresó con un vaso de agua, abrió la ventana y respiró hondo, sujetándose el brazo izquierdo con la mano derecha. Después Michael comprendería que todo lo dicho y hecho durante la entrevista lo había ido abocando al resultado final, pero, en aquel momento, achacaba las reacciones de Meroz a los nervios, al propio interrogatorio, a la presencia de la policía, de la UNIGD.

—Ahora que lo pienso —dijo Meroz de pronto—, la maldad, la auténtica maldad, está concentrada en las mujeres. Los hombres más bien mantienen la boca cerrada o hablan de cuestiones de principios, como Zeev HaCohen; o viven su vida apartados, como Félix o Alex; o son unos calzonazos, como Zjaria; o trabajan altruistamente sin entender nada, como Moish. Es una sociedad absolutamente matriarcal, si se piensa en ello. Todo ese rollo de la educación comunitaria, de que los niños vivan y duerman juntos en la casa infantil, fue un invento encaminado a liberar a las mujeres de sus labores, a colocarlas en pie de igualdad con los hombres. Y en este kibbutz en concreto, piénselo, Osnat era la secretaria, la comisión de educación ha estado dirigida durante muchos años por una mujer, es como una gran colmena… —empezaba a respirar con dificultad—. Y cuando se piensa en la madre de Yankele, Fania, y en su hermana, Guta, sólo cabe concluir…

—¿Concluir qué? —preguntó Michael.

—Son las personas más pavorosas con las que he topado en mi vida —dijo Meroz sin sonreír—. ¿Sabe la tortura que era trabajar con ellas? Hay personas que no han vuelto a pisar el kibbutz por su culpa.

—¿Por qué dan tanto miedo? —quiso saber Michael.

—En primer lugar, sobrevivieron al Holocausto. No sé si usted lo entenderá —Meroz titubeó, mirando a Michael, que pensó en Yuzek y Fela, los padres de Nira—, pero eso ya es una fuente de tensión, de remordimientos sin límite. No es que ellas lo mencionaran nunca, pero era como un aura que las rodeaba. Y, aparte de eso, establecían un sistema de trabajo tal que a su lado hasta Dvorka y los pioneros de principios de los años veinte se quedaban cortos. En aquel entonces, por lo menos cantaban; pero ellas ni cantaban ni sonreían, lo único que hacían era trabajar. Recuerdo… —su voz se fue apagando a la vez que su cara se contraía en una mueca de dolor, que Michael atribuyó al esfuerzo de recordar y a la conmoción por la muerte de Osnat—. Recuerdo que una vez llegué tarde al trabajo, porque se habían olvidado de despertarme. Tenía que hacer un turno en la vaquería, con Guta. Hasta el día de hoy sigue siendo la reina de la vaquería. Sólo me retrasé cinco minutos, ni uno más, lo juro, y cuando llegué corriendo, literalmente corriendo, le expliqué que se habían olvidado de despertarme porque no había dormido en mi habitación, se lo expliqué todo. Me miró y dijo: «¿Ah sí?». Nada más. Pero yo sabía que mis explicaciones habían caído en los oídos de alguien que no se creía nada, que sabía de antemano que todo era una sarta de embustes. Y ella era la mejor de las dos hermanas.

Una vez más, el espasmo de dolor y la expresión de honda inquietud. (Más adelante, cuando Michael le preguntó por qué no se había quejado, Meroz le diría que no se había dado cuenta de lo que le estaba pasando, que ya había tenido dolores semejantes en otras ocasiones, en una de las cuales había acudido a urgencias sin que le descubrieran nada).

—Pero si usted nunca ha vivido en un kibbutz —dijo Meroz, y Michael supo que tendría que oír esa frase hasta el infinito—, no podrá comprender nada. No sabe cómo se santifica el trabajo. El trabajo es el valor supremo. Puedes ser una nulidad, pero si trabajas bien, todo se te perdonará.

—Y, aparte de lo de Yankele, suponiendo que fuera él a quien vio, ¿qué más me puede contar? —preguntó Michael cuando Meroz se quedó callado.

—Le puedo hablar de Tova y de sus problemas con Boaz, su marido, que estaba enamorado de Osnat y no dejaba de rondar alrededor de su habitación, sobre todo después de que enviudara, siempre tratando de llevársela a la cama —y Michael volvió a oír la historia de la escena que Tova había montado en el comedor.

—¿Qué más se le ocurre? ¿Con quién cree que debería hablar?

—Con Alex. Era un buen amigo de Osnat, incluso cuando Riva aún no había muerto. A Osnat no le caía bien Riva. Con Dvorka, ni que decir tiene. Yo qué sé. Con todo el mundo. Con Moish. Con Havaleh no tiene sentido perder el tiempo, aunque está puestísima en chismorreos. Con Yoyo, con Matilda, si es capaz de soportar su maledicencia. ¡Cuánto rencor y cuánta envidia! ¡Menuda sarta de patrañas es todo ese rollo sobre la sociedad ideal! ¡Hay que ver en lo que se ha convertido! Desde el mismo principio, esa idea de un lugar o una sociedad donde todos fueran iguales, de cada cual según sus capacidades y a cada cual según sus necesidades. ¡Qué absurdo! —dijo Meroz. Tomó un sorbo de agua—. A cada cual según sus capacidades y según la fuerza de sus brazos y la potencia de sus gritos… Eso es lo que ha pasado en realidad.

»Y luego está la cuestión de dormir en la casa infantil. A los niños seguía sin gustarles cuando ya tenían doce años; y algunos continuaban haciéndose pis en la cama a esa edad. Siempre se estaban despertando de noche, y había muchísimas discusiones sobre qué padres se harían cargo de vigilarlos, y en lo referente a la posición de los padres en general… ¿quién les pedía su opinión? ¿A quién le importaba lo que pensaban?

»Recuerdo que cuando se construyó la piscina, la comisión de educación decidió a qué edad podían ir a bañarse los niños solos, sin que los acompañaran adultos. Lo sé porque yo era socorrista. Sí, sí —dijo en respuesta a la mirada de sorpresa de Michael—, hice un curso de socorrista. Ahora usted no me ve en ese papel, pero fui socorrista. Un día de verano vinieron a bañarse dos niñas, cuando yo todavía estaba estudiando fuera del kibbutz. Durante los primeros años solía volver de visita muy a menudo, pero a medida que fue pasando el tiempo mis visitas cada vez se espaciaron más. Las dos niñas habían ido a bañarse solas, un sábado por la tarde —dijo sonriendo, como si estuviera contemplando un cuadro, una imagen lejana—; yo estaba sentado cerca de la puerta. Entonces entró en escena Elka, que en aquel entonces era la directora de la comisión de educación, y tendría que haber oído el discurso burocrático que les largó a las niñas: que la comisión había dictaminado oficialmente que los alumnos de cuarto no estaban autorizados a ir solos a la piscina, etcétera, etcétera. A nadie le interesaba lo que pensaran los padres, nadie les pedía su opinión. No existían. Sólo existían Lotte y Dvorka.

—¿Quién es Lotte? —preguntó Michael.

—Fue la encargada de la casa de los niños durante algunos años —respondió Meroz—. Si le hubiera tocado trabajar con cualquier otra profesora, habría establecido su dominio absoluto. Pero como la profesora era Dvorka, tuvimos dos diosas en lugar de una. Ni hablar de ir a contarles a tus padres tus dudas o problemas, era impensable. Todo pasaba por Dvorka y Lotte. Yo creo que las madres se enteraban de que a sus hijas les había llegado el periodo con un año de retraso —prosiguió sin sonreír—. Las primeras en enterarse eran Lotte y Dvorka, y quizá Riva, la enfermera. Ese concepto de una educación uniforme para todos, un plan estandarizado… Usted mismo puede ver los resultados; no es nada de lo que pueda uno sentirse orgulloso. La mediocridad y el materialismo están a la orden del día en los kibbutzim de nuestros tiempos. Es una sociedad donde no existen retos, salvo el reto de aferrarte a tu individualidad.

«Pensándolo bien, es la propia idea del kibbutz la que no me gusta —murmuró Meroz, como para sí—. Es una ingenuidad pensar que la especie humana puede implantar una igualdad auténtica…, y para colmo entre judíos. No es de extrañar que Osnat luchara como una leona. Y si hubiera sido más fuerte, no se habría quedado en el kibbutz. —Meroz sepultó el rostro entre las manos, el mismo gesto de Moish, y dijo—: La historia de Osnat me rompe el corazón. Se mire por donde se mire, es una tragedia. Incluso sus cuatro hijos. Y no digamos ya la boda con Yuvik, la mejor creación de Dvorka, que era una apisonadora en los campos y un bloque de piedra en casa. Con sus galones de la Marina de Guerra y todo. Yuvik nunca en su vida se enfrentó a sí mismo. Y no es que hasta ahora yo me hubiera enfrentado a fondo a mí mismo, pero la muerte de Srulke, el padre de Moish, y la muerte de Osnat me han transformado, no sé cómo. Tal vez me han hecho comprender que dispongo de muy poco tiempo».

En ese momento, precisamente cuando Michael iba a abordar la cuestión de los sospechosos y de las diversas posibilidades, cuando iba a interrogarlo sobre Moish, Dvorka y los demás, el parlamentario y presidente de la Comisión de Educación profirió un gruñido y dijo:

—No me encuentro muy bien.

Su cabeza se desplomó hacia atrás, sobre el respaldo de la silla, y perdió el sentido. Michael se abalanzó al teléfono, pidió que le enviaran a un médico y se dedicó a hacerle a Meroz la respiración boca a boca hasta que el médico llegó con la unidad móvil de cuidados intensivos y confirmó que Meroz había sufrido un infarto de miocardio. «Aunque, como es lógico, no sabremos de qué gravedad hasta que lo hayamos reconocido», dijo cuando los esfuerzos de reanimación concluyeron, con la respiración ya restablecida y el color afluyendo al rostro de Meroz. Cuando llegaron al hospital (Michael pudo acompañarlos una vez que se hubo identificado), Meroz ya había vuelto en sí.

—¿Sabes lo que me estás pidiendo? —preguntó Shorer retóricamente—. Si no fuera la una de la mañana y no supiera qué día de perros has tenido, te echaría la bronca de tu vida. ¿Qué te pasa? ¿Te has vuelto loco? Estás totalmente pirado. No puedo autorizarlo, sobre todo en estos tiempos, con tantos problemas en los kibbutzim. ¿Te das cuenta del escándalo que montaríamos? Imagínate los titulares de la prensa; si se enterasen, sería mi ruina.

Michael tomó un sorbo de café, hizo una mueca y dirigió una mirada en torno suyo.

—Y no pongas esa cara, como si no hubieras matado una mosca en tu vida —dijo Shorer enfadado—. Estás aprovechándote de mí. ¿Y qué hay de la chica? ¿Crees acaso que es un juego? Hay un psicópata suelto en el kibbutz… ¿Cómo se te ocurre hacerle correr ese riesgo? Y si lo descubren… En fin —dijo más animado—, ni siquiera está en manos del comisario jefe, una decisión así debe tomarse a nivel gubernamental —apuró su cerveza y enjugó el lugar que en tiempos ocupara su magnífico bigote.

Michael no dijo nada.

—Espera un poco, por lo menos —imploró finalmente Shorer.

Michael lo miró a los ojos y, al cabo, como si estuviera decidido a imponer su punto de vista, dijo calmosamente:

—No tiene sentido renunciar al plan. No la van a descubrir. Créeme si te digo que no la van a descubrir.

Shorer resopló y dijo:

—¿Cómo? ¿Es que ahora eres profeta? Sabes tan bien como yo que estas cosas son impredecibles. Debemos tomar en consideración la posibilidad real de que el asunto nos estalle en las manos. No es un peligro teórico.

—Exponme por escrito tu opinión y yo asumiré la responsabilidad. Si se descubriera, diría que…

—Corta el rollo —le espetó Shorer—. O lo hago o no lo hago, y tendría que estar zumbado para hacerlo. ¿Sabes lo que supone ser la enfermera de un kibbutz? El Muro de las Lamentaciones no es nada en comparación, la enfermera se entera de todo, ¡absolutamente de todo!

—Eso es lo que he podido deducir hoy —dijo Michael—. La enfermera me ha contado unas cuantas cosas.

—¿Algo significativo? —preguntó Shorer.

—¿Cómo quieres que lo sepa? Es difícil de juzgar. Tal vez. En el kibbutz hay una persona… ¿Hasta qué punto te interesa que te lo cuente?

—Ya que estamos en ello, cuéntamelo todo, ¿no?

—De acuerdo —replicó Michael, echando un vistazo a su alrededor.

Eran los únicos ocupantes del vestíbulo del Hilton, donde Michael se había citado con Shorer después de acompañar a Meroz al hospital. Estaban sentados a ambos lados de una elegante mesita, en un rincón, con todo el vestíbulo por delante. Daba la sensación de que el hotel bullía de vida pese a que no hubiera nadie a la vista. En las plantas de arriba, pensó Michael, había centenares de personas: personas felices e infelices, parejas haciendo el amor, cocineros, panaderos, docenas de empleados… silencio junto al murmullo de la vida oculta. Y no muy lejos de allí, no muy lejos en absoluto, la Intifada seguía en marcha con sus apedreamientos y sus cócteles Molotov, y Yuval estaría en las callejuelas de Belén, y, en cualquier caso, todo estaba a punto de estallarles en las manos.

Habiéndole adivinado el pensamiento, Shorer dijo:

—No empieces a preocuparte por el chico ahora, el chico está bien, todo va bien. Lo único que necesitas es una mujer, un hogar, y todo irá de maravilla. No quiero verte tan alicaído.

—La enfermera me habló de algunos escándalos del pasado. Celos, infidelidades. Es un mundo en miniatura, allí sucede de todo. La enfermera quiere marcharse inmediatamente y, por lo que a mí respecta, no hay problema. Pero no puedo mantenerme al tanto de lo que ocurre en el kibbutz si no me ayuda alguien desde dentro. Trata de comprender mi situación. Te lo pido por favor.

Shorer lo miró abatido.

—¿Cuántas veces te he pedido algo? —preguntó Michael implorante.

—Esto es un chantaje —dijo Shorer.

—Llámalo como quieras. Te lo suplico —dijo Michael sin desanimarse.

—De eso hablaremos después. ¿De qué más cosas te has enterado hoy a través de la enfermera?

—Todo el batiburrillo de chismorreos, qué hijos son de qué padres, los divorcios, las relaciones extramatrimoniales, esto, lo otro y lo de más allá parece reducirse al único dato significativo de la existencia de un tipo —y Michael expuso con detalle la historia del embarazo de Osnat en su adolescencia—. El personaje en cuestión, Yankele —concluyó—, es un enfermo mental. En el kibbutz hay unos cuantos casos más, pero él es el único candidato probable. Rickie no estaba informada sobre sus relaciones con Osnat. Sólo lleva tres años en el kibbutz y aquello es una vieja historia. A Meroz casi le dio un ataque cuando se lo conté. Aunque tenían una relación muy íntima en aquellos tiempos, él tampoco lo sabía. Y ahora hay una chica en el kibbutz con graves problemas, una adolescente que sufre de anorexia nerviosa. Esa enfermedad que consiste en que te niegas a comer y acabas por morirte de inanición. ¿Habías oído hablar de ella?

Shorer hizo un gesto afirmativo y dijo:

—Sí, qué locura, ¿verdad? He leído un artículo de prensa sobre eso. ¿Y qué más?

—Pues el tipo del que te hablo, Yankele, tiene una madre que tampoco es un modelo de cordura. —Michael describió el comportamiento de Fania en el entierro de Srulke—. Según tengo entendido, es una persona que da miedo.

—Pero ¿no has averiguado nada nuevo sobre el posible móvil? —le preguntó Shorer a Michael, que negó despacio con la cabeza, pensando en otra cosa—. Te mueres por considerarlo obra de un maníaco, ¿verdad?

Michael sonrió.

—¿Me concedes permiso o no? —insistió con cabezonería—. Quiero que se incorpore mañana al puesto. Sólo falta que me des luz verde.

—Tengo que consultarlo con la almohada —repuso Shorer al cabo.

El rostro de Michael se nubló.

—No tienes que consultarlo con la almohada —afirmó con vehemencia—. Ya sabes todo lo que hay que saber. Si no me dejas lanzarme ahora mismo, no vamos a llegar a ningún lado en mucho tiempo. En todo caso, no sé si es posible…

—Tengo que consultarlo con la almohada —repitió Shorer.

Michael lo miró en silencio. Shorer suspiró.

—Ven a verme mañana por la mañana —le dijo—, antes de hacer nada. Llámame, por la mañana las cosas se ven de otro color.

Michael no dijo nada.

—Y no te atrevas —le advirtió Shorer—, no te atrevas a mandarla allí sin autorización para luego pedirme que te cubra las espaldas. Ni se te ocurra. Quedas advertido. Todo tiene un límite.

—Recuerda que te lo he pedido en persona —dijo Michael ya a la puerta del coche de Shorer, sin pestañear.

—No tienes vergüenza —replicó Shorer, y arrancó el coche.