Mientras describía los hechos con voz queda y contenida, Michael escudriñaba los rostros de sus oyentes, tomando nota de los sutiles cambios en el color de la piel y de los movimientos corporales. Después de haber anunciado que «el suicidio quedaba descartado por razones técnicas», pasó a explicar la necesidad de mantener la confidencialidad. Luego les pidió que colaborasen en la búsqueda del frasco de paratión, todavía hablando con tranquilidad y cuidándose de no revelar ninguna emoción, de evitar el dramatismo. Nadie dijo nada salvo Rickie, la enfermera, que profirió un grito ahogado, y nadie planteó objeciones. Moish estaba encorvado en su silla y Shlomit tiraba rítmica y ansiosamente de su rizado cabello. Su hermano, Yoav, no movía un músculo y Dvorka no cesaba de retorcerse los dedos. Sólo Yoyo parecía haber asimilado todo; después de revolverse y de estirar sus largas y delgadas piernas, posó las manos en los brazos de su silla y dijo:
—Sigo sin comprender qué se espera de nosotros. ¿Qué suelen hacer en otros casos? ¿A qué viene tanto sigilo?
—Con permiso —intervino de pronto Majluf Levy, que no había despegado los labios hasta entonces. Hizo un ademán en dirección a Michael y luego se volvió hacia el pequeño grupo sentado en semicírculo frente a la mesa—. Permítanme que se lo explique —dijo en tono paciente—. Les guste o no, la cuestión es que en su kibbutz anda suelto un asesino.
Dvorka se estremeció, Moish bajó los ojos y Michael comprendió repentinamente que tanta circunspección y reticencia habían estado fuera de lugar, que lo que hacía falta era un tratamiento de choque, y se preguntó por qué era incapaz de hablar con la brutal franqueza de Majluf Levy, quien había hecho aflorar el miedo a los rostros de sus interlocutores. El miedo que había estado allí desde el principio en espera del momento de mostrarse y que Levy había sacado a luz gracias a sus palabras directas y espontáneas.
—Esto es muy distinto de un simple robo —continuó— y de los casos que he investigado en otros kibbutzim donde había voluntarios implicados en asuntos de drogas. Estamos hablando de un asesino a sangre fría, un envenenador, que en este mismo momento se pasea libremente por su kibbutz.
—Puede que sea alguien de fuera —apuntó Yoyo tímidamente.
—Ojalá sea así —dijo Levy—, ojalá lo sea. Pero a juzgar por lo que sabemos de momento —prosiguió en tono seguro—, no parece probable que alguien de fuera pueda haber sabido dónde estaba el frasco de paratión que pertenecía a… al padre de este señor. De manera que no ha podido ser alguien de fuera, a no ser que trajera consigo el paratión. Lo siento, pero sería un milagro que hubiera sido alguien de fuera —se quedó mirando a la concurrencia con dramatismo y luego fue pasando la vista de uno a otro, mirándolos intensamente a los ojos. El rostro de Majluf Levy irradiaba una fuerza que antes no tenía y se veía que era consciente de su poder. Ciertamente, era la persona adecuada para hablar con ellos en aquel momento—. Hay entre ustedes un asesino despiadado y aún no sabemos qué motivos tenía. Ni siquiera sabemos si ha dado por terminada su espeluznante labor. Porque aún no conocemos suficientemente bien a la víctima. Pero, como se suele decir, no tendría sentido esconder la cabeza debajo del ala. Lo que tienen ustedes que hacer es, en primer lugar, enfrentarse a los hechos, y, en segundo lugar, comprender que, si quieren descubrir a este asesino, tendrán que ayudarnos a encontrar el frasco de paratión. Ustedes están en su casa, pueden entrar en todas las habitaciones, fisgonear, ver qué está pasando… antes de que revelemos a todos los miembros del kibbutz el asunto del paratión —alzó la voz—: ¿Y quién sabe? Puede que ustedes tengan éxito donde nosotros hemos fracasado. ¡Hay cosas que saben mejor que nosotros aun sin saber que las saben! Dentro de un momento, vamos a hablar con ustedes por separado, para plantearles las preguntas que les ayudarán a descubrir esas cosas que no saben que saben… pero, aparte de eso, es fundamental que comprendan —bajó la voz hasta un susurro, como si hubiera alguien escuchando detrás de la puerta— que es vital mantenerlo en secreto y encontrar el veneno enseguida. Para que podamos atrapar a la persona en cuestión antes de que vuelva a actuar.
Moish, cuya palidez grisácea había adquirido un tono oscuro y terroso, se llevó la mano al estómago.
—No pienso quedarme ni un minuto más en el kibbutz —dijo Rickie con voz trémula a la par que decidida—. No puedo soportarlo, ésta es la gota que colma el vaso.
Nadie reaccionó.
—¿No cree que está exagerando un poco? —preguntó el doctor Reimer. Sus inteligentes ojos miraron a Majluf Levy desde detrás de las lentes de sus gafas. Se pasó los dedos por la rubia barba. Levy hizo un enfático gesto negativo, pero Reimer prosiguió—: Hay que tener en cuenta que por el kibbutz se pasea todo tipo de gente, voluntarios extranjeros, y hay otras posibilidades…
—No desdeñaremos ninguna posibilidad —prometió Michael—, pero piense en el frasco de paratión que desapareció del cobertizo de los productos venenosos y pregúntese cómo alguien de fuera pudo tener acceso al cobertizo, o pudo saber que Osnat Harel estaba en la enfermería; quién se habría arriesgado a actuar en los veinte minutos que le bastaron al asesino si no hubiera tenido un motivo legítimo para estar allí —dejó que lo asimilaran antes de añadir—: Nuestra perspectiva dista mucho de estar clara, desde luego. No sabemos suficiente de la víctima y, naturalmente, estamos a oscuras con respecto al móvil del crimen, pero es posible que la próxima vez que hablemos con ustedes ya sepamos algo.
—Me he quedado corto con lo que he dicho —dijo Majluf Levy volviéndose hacia el médico—. Creo que no son conscientes del peligro que corren.
—¿Qué esperan de nosotros? —estalló Moish—. ¿Quieren que empecemos a fisgonear en las habitaciones de los demás?
Levy no estaba escandalizado por la pregunta, y tampoco había dado vueltas a su anillo ni una sola vez durante la conversación. Parecía muy relajado —y no como yo, pensó Michael— cuando dijo:
—Exactamente. Eso es lo que tienen que hacer. Tienen que sospechar de todo y de todos y mantener siempre los ojos bien abiertos; tienen que andarse con cuidado y, a la vez, proteger a los demás —la última frase fue acompañada de un movimiento admonitorio del dedo.
Los dos jóvenes lo miraban de hito en hito, boquiabiertos; Shlomit había dejado de separarse obsesivamente la larga melena en bien dispuestos mechones y su hermano, el soldado, seguía petrificado en su asiento.
Rickie se enjugó la húmeda frente, se dio una palmada en la rodilla y dijo:
—No pienso meterme en este asunto. Me marcho mañana por la mañana. La gente me mira en el comedor como si lo hubiera hecho yo —echó una nerviosa ojeada a los jóvenes y luego miró por el rabillo del ojo a Dvorka, que estaba sentada a su lado; sin decir nada, la anciana le posó en el brazo una mano surcada de venas.
Dvorka no había dicho nada en ningún momento, pero sus ojos habían ido enrojeciendo más y más. Tenía los anchos labios fruncidos en el gesto que Michael recordaba de la primera vez que la había visto; ahora dibujaban un trazo más exagerado hacia abajo. Su cabello recogido en un moño plateado, su sencillo vestido gris, la quietud con que reposaba en la silla, todo ello hablaba de una encomiable reserva, y, no por primera vez, Michael se preguntó si dicha reserva no era en efecto admirable, pues ¿cuál era la ventaja, el valor absoluto, de la capacidad para expresar abiertamente los sentimientos? Al propio tiempo cavilaba sobre qué tipo de sociedad producía personas como Dvorka, personas para quienes la reserva era el valor supremo, el armazón que permitía que el frágil, precario y maltrecho espectáculo siguiera en marcha. Ahora bien, también albergaba sus dudas con respecto a aquella cultura que se decía espartana, que enseñaba a no encorvarse bajo el temporal, a aguantar sus estragos con la cabeza bien erguida para salir fortalecidos de la experiencia. Dvorka era la única de los presentes, quizá con la salvedad de Yoyo, que hasta el momento se había mantenido impasible, y Michael sabía por experiencia que el menor resquebrajamiento en aquella compostura haría que todo el edificio se viniera abajo.
—¿No tienes nada que decir? ¡Di algo! —exclamó Moish desesperado, dirigiendo hacia ella una mirada expectante. Dvorka se tomó su tiempo para responder.
—Creía que ya no nos quedaba nada por ver —dijo al fin con voz sorda—. Vosotros quizá sois demasiado jóvenes para recordarlo, pero ¿quién podría haber previsto lo que sucedió en 1951, cuando las cuestiones ideológicas y políticas dividieron los kibbutzim por su mismo centro? Desde entonces pensaba que ya no me quedaba nada por ver. Familias destruidas. Y mucho odio. El odio no es nada nuevo, pero entonces se manifestaba claramente —hablaba con el ritmo monótono de un canto fúnebre, sus palabras se sucedían sin cambios en la cadencia de la voz.
—Pero ¿qué estás diciendo? —le espetó Moish a voz en grito—. ¿Que deberíamos estar preparados para lo peor? ¿Te das cuenta de lo que estás diciendo? ¡Dvorka! ¡Es un asesinato! ¡Están hablando de un asesinato en nuestra casa!
—Tendremos que superarlo —dijo Dvorka suavizando la voz y mirando a los jóvenes. Luego volvió a dirigir la mirada hacia Moish—. ¿Qué quieres que diga? —dijo al fin, y a su voz asomó una nota más humana—. Mi vida toca a su fin, no me quedan muchos años por delante. Es vuestro futuro y el de vuestros hijos el que está en juego; hay que enderezar lo que se ha torcido.
—¿Lo que se ha torcido? —Michael se lanzó sobre aquellas palabras como si fuera la primera vez que las oía.
—¡Lo que se ha torcido! —repitió Dvorka con firmeza—. ¡Es un proceso lento y gradual de deterioro! No ha empezado ayer. Mano de obra contratada… —elevó la voz con pasión—. ¡Mano de obra contratada en el kibbutz! Hoy día todos los kibbutzim se están prostituyendo, ¡prostituyendo, sí! Alquilan los jardines de delante de los comedores para la celebración de bodas y bar mitzvás, ¿no es inconcebible?
Moish suspiró.
—Dvorka, no es de eso de lo que estamos hablando —apeló a ella desesperado—. ¿No ves que esto es distinto? Nunca había ocurrido nada semejante, ni siquiera en la peor de mis pesadillas…
—¿Distinto por qué? —replicó Dvorka, poniendo énfasis en todas las palabras—. No es distinto en absoluto. Una cosa lleva a la otra, es un proceso, ¿no comprendes que se trata de un proceso? ¿No comprendes que es un proceso que trata de poner al individuo por encima del grupo, de situar el bienestar personal por encima del bien común, y que hay una incapacidad para actuar sin esperar que las gratificaciones materiales nos lleguen de inmediato? ¿No ves que todo forma parte de un largo proceso? —extendió el brazo ante sí—. Se empieza por especular en la bolsa y por sacar beneficios de las acciones, y se termina teniendo que conceder puntos a tus compañeros por recoger la fruta de nuestros propios árboles. Lleváis mucho tiempo negándoos a hacer examen de conciencia —continuó con fatiga—. Hace ya mucho tiempo que los kibbutzniks consideran que su hogar son sus habitaciones privadas y no el kibbutz en general. Se trata de un proceso cuyo clímax son esos planes vuestros paja que los niños duerman con la familia y… —se quedó en silencio, los labios curvados hacia abajo, las manos trémulas. Entrelazó las manos y se apretó los nudillos.
—Yo me marcho, no puedo quedarme aquí —dijo Rickie.
—Vamos, déjalo ya —la amonestó Moish con voz ahogada.
—Tenéis que tomarme en serio —insistió Rickie, la histeria aflorando a su voz.
—Está bien, ya te hemos oído. Nadie te obliga a quedarte —dijo Yoyo impaciente—. ¿Qué te pasa? ¿Llevas demasiados minutos seguidos sin ser el centro de atención?
Michael tomó nota mentalmente del estallido de cólera y del sudor que perlaba la frente de aquel hombre hasta entonces tan correcto y se dijo que debía averiguar los motivos.
—Me marcho hoy, o mañana como muy tarde. No soporto más esas miradas. Tenía la esperanza de que se lo íbamos a explicar a todos y ahora resulta que tenemos que mantenerlo en secreto, con lo que la gente seguirá tratándome como si la hubiera matado yo —rompió en llanto y Dvorka exhaló un hondo suspiro—. ¡Juro que no he sido yo! —exclamó implorante—. ¡No ha sido culpa mía!
—Nadie la acusa de nada —dijo Majluf Levy—. El mero hecho de estar aquí debería bastar para convencerla. —Rickie continuó llorando.
—Haremos lo que sea necesario —dijo Yoyo—. Mantendremos la boca cerrada y buscaremos el frasco, hasta que lo encontremos o hasta que nos digan que abandonemos la búsqueda. Lo que suceda antes.
—Una cosa así no se puede mantener en secreto mucho tiempo —dijo Moish con desánimo—. No se puede, en un kibbutz, y menos un secreto de este calibre.
—No estoy tan seguro —dijo Michael calmosamente—. Tal vez ése sea otro de los mitos sobre los kibbutzim —y sus palabras no sólo iban dirigidas a Moish.
Aquella frase la había pronunciado pensando sobre todo en Dvorka, a quien ahora tenía sentada enfrente mientras revolvía sus papeles y la miraba alternativamente. A los demás miembros del grupo se los estaba interrogando en otros despachos y el hecho de que Michael hubiera llamado «entrevistas personales» a esos interrogatorios no alteraba en absoluto su verdadero carácter. Había puesto a Yoyo en manos de Majluf Levy y Benny se había encerrado con Moish. Los jóvenes estaban con Sarit en el despacho de atrás. «No puede verlo ahora, está realizando un interrogatorio», oyó decir a Sarit al otro lado de la puerta, convenciendo a la enfermera Rickie de que esperase fuera.
Ahora estaba a solas con Dvorka en su despacho. Mientras le ponía delante un vaso de agua fría, la miró directamente a los ojos azules, inyectados en sangre, que le dirigieron a su vez una mirada taladrante que le hizo sentirse incómodo, infundiéndole un temeroso respeto y, a la vez, la determinación de no eludir aquella mirada. Al cabo, Michael dijo:
—Es muy difícil investigar un caso de esta naturaleza sin comprender a la persona implicada.
Sobre las dificultades de comprender «el espíritu de las cosas» nada dijo, como tampoco se lo había dicho a sus colegas. La UNIGD no era lugar apropiado para transportes poéticos, como Shorer le había advertido: «Allí será mejor que guardes para ti tu filosofía y tus reflexiones sobre la vida». Y cuando comenzó a hablar con Dvorka, o tal vez antes, mientras se sostenían la mirada, Michael recordó la conversación que había tenido con Nahari el día en que le asignó el caso.
—¿A qué edad llegaste a Israel? —le había preguntado Nahari.
—A los tres años —respondió Michael.
—Y, desde esa edad, ¿nunca has tenido la menor experiencia de la vida en un kibbutz? —comentó Nahari sorprendido—. ¿Cómo es posible? Muchos chicos de tu colegio estuvieron destinados en kibbutzim durante su servicio militar, o con unidades Nájal, ese tipo de cosas —y cuando Michael pronunció algunas frases huecas sobre su miedo a las estructuras rígidas que inhiben al individuo, Nahari había sonreído sarcásticamente, y, abarcando el cuarto con un ademán, había dicho—: Nadie podría decir que has escogido una estructura flexible como lugar de trabajo. Aquí la dinámica no es precisamente individualista.
—No lo es —hubo de reconocer Michael—, pero al menos no afecta a tu vida personal.
Ahora Dvorka le preguntaba con voz hostil:
—¿Qué sabe usted del movimiento de kibbutzim? ¿Ha vivido alguna vez en un kibbutz?
Michael pasó por alto la pregunta y dijo:
—Hábleme de Osnat —encendió un cigarrillo y quedó a la espera.
Dvorka bajó la vista hacia el vaso de agua y él observó sus leves tics faciales, los anchos labios tensándose y relajándose, y aquellos ojos que lo miraban de frente y lo acobardaban. Parecía que veían a través de él, como si fuera transparente, como si no existiera.
En su vida se había sentido tan insignificante como ante Dvorka, le diría a Shorer aquella noche, pese a que no le había dicho nada hostil ni despectivo que justificase aquella sensación de que para ella no existía. Además del miedo y del respeto que le infundía, empezaba a sentir cierta animadversión hacia ella. Como después le explicaría a Shorer: «Quién sabe, quizá es natural sentirse así ante una madre que ha perdido a su hijo. Te sientes culpable porque tu vida sigue adelante, porque te has salvado —tocó madera, en la mesa que los separaba—, de momento».
Shorer esbozó una mueca escéptica.
—Pueden hacerte sentir así por cualquier motivo —dijo—. Esos kibbutzniks que levantaron el país y desecaron las tierras pantanosas tienen al mismo Dios en un puño. Pregúntaselo a Nahari. Si es que aún no te lo ha contado.
—¿El qué? —preguntó Michael.
—¿Cómo? ¿No te ha dicho nada? ¿No te ha pasado por las narices lo mucho que sabe sobre el movimiento de kibbutzim?
—Sí, lo cierto es que me ha sorprendido. Parece muy bien informado —comentó Michael.
—Pues tengo que decirte que él también los odia. Estuvo en un kibbutz con un grupo de la Juventud Aliyá[7]. Pensaba que te habría hablado de eso —dijo Shorer—. ¿No le has preguntado nada?
—No he querido meterme donde no…
—Pues bien —dijo Shorer—, tú no eres el único a quien quiere hacer la puñeta. También se quiere vengar de ellos, no sé muy bien por qué.
Ahora Michael seguía cara a cara con Dvorka, que lo taladraba con aquella mirada aparentemente ausente, y sus ojos lo atraían como a un pájaro los de una serpiente. Dvorka cerró los ojos y él esperó pacientemente a que los abriera mientras la anciana entrelazaba los dedos y decía:
—No sé si voy a poder hablarle de Osnat —era la primera vez que oía un rastro de acento ruso en su manera de pronunciar la ele. Con la firme convicción de que todos, incluida Dvorka, tenemos la necesidad de desahogarnos, Michael guardó silencio y le prestó toda su atención cuando ella añadió—: No sé qué decirle; era parte de mí misma, como una hija, más que una hija.
—No se preocupe si le parece que lo cuenta de una manera confusa —la tranquilizó—. Puede empezar por la historia de su vida, su personalidad, la gente que la rodeaba. Necesitamos alguna pista.
Y mientras Dvorka volvía la cabeza hacia la ventana y entornaba los ojos, Michael reconstruyó la conversación que había tenido con ella en la secretaría del kibbutz, la noche que Majluf Levy, Moish y él habían estado buscando el frasco de paratión, cuando Dvorka le describió sin rechistar lo que había hecho el día de la muerte de Osnat. Había estado dando clases hasta el mediodía y luego había ido al comedor. Michael había advertido que, a pesar de lo tarde que era, Dvorka no cejaba en su tendencia a divagar sobre cuestiones ideológicas. Con la emoción bullendo tras su fachada de contención, había pronunciado un breve discurso entre paréntesis sobre los motivos de que, por sistema, cocinara y comiera lo menos posible en su habitación particular.
—Estoy en contra —Michael recordaba las palabras exactas— de que la gente se encierre en sus habitaciones a comer. Compartir las comidas también es uno de los valores de la vida en el kibbutz —y Michael supo ya entonces que no podría encontrar mejor encarnación del espíritu de las cosas que Dvorka; pero en aquel momento, como ahora, se sentía incómodo, presa de la apremiante necesidad de llegar a ella, de establecer contacto, de ganarse su respeto. Y cuando en el curso de aquella conversación, en la secretaría, Michael quiso informarse sobre el comedor, ella le explicó como si no esperase que la comprendiera—: Forma parte del cambio general que está sufriendo la sociedad de los kibbutzim. La gente está anteponiendo la célula familiar a la experiencia colectiva, sobre todo por las noches.
Luego Dvorka le habló de sí misma, del ajetreo de su vida cotidiana, y Michael se sintió como si estuviera dejándole atisbar algo muy elevado, haciéndole partícipe de algo de lo que no era digno.
—Yo misma peco en ese sentido algunas noches, cuando estoy demasiado cansada para moverme y sólo me apetece tomar un yogur. A mi edad… —se recobró enseguida—. Pero pongo mucho empeño en ir siempre al comedor, porque es allí donde te encuentras con los demás y compartes mesa con ellos, comentas lo que has hecho y te mantienes al tanto del día a día, que en realidad es lo que importa —se quedó callada, como si acabara de recordar con quién estaba hablando, y en sus ojos había una mirada escéptica cuando prosiguió—: Somos una sociedad no alienada, el último bastión de la no alienación en el horror del mundo actual. Ya ha visto usted nuestro comedor —añadió de pronto.
—Sí, claro que lo he visto —dijo Michael con entusiasmo—, es estupendo, muy moderno, con todo ese mármol, y los azulejos, y los aparatos más avanzados…
En realidad estaba respondiendo a las que suponía que eran las expectativas de Dvorka, y por eso se sintió abrumado por el fracaso cuando ella lo miró airada y le espetó:
—Ése es precisamente el problema, justamente que no nos falta de nada, y hay algo corruptor en la abundancia. La maldición de la riqueza.
Michael la miró avergonzado y retomó sus preguntas sobre lo que había hecho el día del asesinato.
Había tenido la intención de ir a la enfermería después de comer, le dijo Dvorka, pero se encontró con Rickie por el camino y la enfermera le dijo que Osnat estaba reposando después de que le hubiera puesto una inyección, y Dvorka se retiró a su habitación.
—¿A su casa? —preguntó Michael dubitativo.
—La llamamos habitación —respondió Dvorka en tono condescendiente, y, comprendiendo el abismo de su ignorancia, empezó a afinar en los detalles. Michael casi siempre lograba transmitir a sus interlocutores la sensación de que le faltaban conocimientos pero no la capacidad de comprender, y gracias a eso ellos le proporcionaban sin darse cuenta la información que él necesitaba. Bajaban la guardia al ver la expresión de alumno inteligente que adoptaba. Pero ante Dvorka, a pesar de que estuvieran en la sede de la UNIGD, que supuestamente era su fortaleza, donde él debería llevar las riendas de la situación, Michael se sentía abrumado por la ignorancia y la torpeza. Cuando Dvorka había mencionado la maldición de la riqueza, Michael se había dado por aludido, sintiéndose parte integral del fenómeno que ella denunciaba, y ahora esa sensación se agudizó.
—Mi habitación está situada entre el comedor y la enfermería, no muy lejos de la guardería de la casa de los niños —le había dicho en la secretaría—, y pensaba pasarme por allí de camino. La pequeña estaba acatarrada, y con Osnat enferma…
—¿Y llegó a ir? —había preguntado Michael.
—No, era la hora de la siesta en la guardería, y es importante no alterar la rutina. Las visitas de los padres interfieren en las pautas educativas. Según mis cálculos, la encargada ya habría metido a los niños en la cama y mi visita iba a ser un trastorno. Decidí esperar.
Aquella noche, en la secretaría, Michael ya había hecho hincapié en la necesidad de confidencialidad, en tono autoritario y sin dar explicaciones, y Dvorka había reaccionado frunciendo los labios. Michael lo recordaba ahora, viéndola abrir y cerrar los ojos, bajar la vista para luego mirarle de nuevo a los ojos. No daba la impresión de que estuviera buscando las palabras adecuadas, sino más bien cavilando si el esfuerzo merecía la pena, como si dudara de la capacidad de Michael para comprenderla. La noche del kibbutz Michael ya se había interesado por su relación con Osnat, y ahora oía como en un eco lo que ella le había dicho triste y sinceramente: «Habíamos tenido nuestras diferencias recientemente. Graves diferencias ideológicas».
—¿Por qué no empieza por esas diferencias que tuvo con ella? —sugirió Michael ahora.
Dvorka suspiró.
—Todo se remonta al problema de que Osnat no nació aquí, no disfrutó de los beneficios de una educación colectiva, no durmió con los demás bebés en la casa de los niños. Y como no recibió unos fundamentos sólidos… —Dvorka permaneció callada un instante, dejando la frase a medias, y, de pronto, lo cogió por sorpresa al soltar abruptamente—: ¿Sabe quién era su padre?
E inmediatamente pareció arrepentirse mucho de lo que había dicho, como si las palabras se le hubieran escapado contra su voluntad. Pretendía, según vio Michael, retomar el tema de los principios, pero él se abalanzó ansiosamente sobre aquella frase.
—¿Quién era su padre? —preguntó, recordando vívidamente la categórica afirmación de Moish de que Osnat era hija de padre desconocido y no tenía familia fuera del kibbutz.
—Excepción hecha de mi compañero y de mí misma —Michael tomó nota de que no había dicho marido, un término excesivamente burgués, supuso—, nadie del kibbutz tenía ni idea de esto. Nadie lo dedujo y nosotros lo guardamos en secreto, pero lo cierto es que ya no tiene importancia —y muy sofocada, como si estuviera anunciando una catástrofe, dijo—: Era un acaparador de tres al cuarto en el mercado negro, en el periodo de austeridad.
Michael reprimió el gesto de sorpresa que estuvo a punto de pintarse en su cara y se mordió la lengua para no decir: «¿Eso es todo?». Pero Dvorka captó el desengaño no manifestado y, advirtiendo que no había entendido el quid del asunto, le reprochó:
—Para usted es algo sin importancia. En fin, quizá es demasiado joven para recordarlo —hizo una pausa para darle pie a hablar, pero se abstuvo de preguntarle directamente su edad—. Eran la escoria, la hez de la hez, los acaparadores del periodo de austeridad. Por otro lado —los ojos se le nublaron—, resultaba muy difícil no venderles nada, y siento mucho decir que el kibbutz vendía huevos, pollos y otras cosas en el mercado negro. Mi compañero, Yehuda, era secretario de asuntos externos en aquel entonces, y nos vimos obligados a tratar con el hombre en cuestión, con aquel canalla miserable, un pobre diablo, pero lo suficientemente despabilado para explotar la situación. Un especulador. Y más adelante, cuando Osnat vino a parar al kibbutz y la asistente social que la trajo me dijo en un susurro que el padre había abandonado a la familia, negándose a tener trato con ellos, y mencionó su nombre y lo describió, comprendí inmediatamente que era él. Pero él nunca llegó a venir al kibbutz. Las abandonó desde el principio, sin mostrar el menor interés por su hija, y, por lo que a la madre se refiere… no era mejor que él.
—¿Qué ha sido del padre? —preguntó Michael.
—Está muerto —repuso Dvorka, cerrando los ojos—. La madre me contó que había muerto la última vez que vino de visita —abrió los ojos—. Me ha hecho recordar cosas en las que no pensaba desde hacía años. La última vez que vino la madre tuve una conversación con ella. Fue muy duro —respiró hondo y tomó un sorbo de agua—. Osnat se negó a verla y no hubo manera de convencerla. Le prohibió venir al kibbutz. Eso tampoco lo sabía nadie. Osnat sólo tenía doce años, estaba en los inicios de la pubertad, y cuando se presentó aquella mujer, Osnat vino a verme, como siempre que tenía problemas, y dijo: «Échala», y hasta a mí me dejó de piedra, a pesar de lo bien que la conocía. Me sobrecogió la crueldad con que Osnat, una niña de doce años, me dijo: «Para mí no existe, está muerta. Dile que no quiero verla nunca más, dile que se marche y que no vuelva nunca». —Dvorka dejó el vaso en la mesa—. En mi calidad de profesora, de educadora, ya me había tocado enfrentarme a situaciones difíciles, a problemas dolorosos. Pero nunca había visto un odio como el de Osnat. Ni una fuerza de voluntad como la suya. Esa determinación la tuvo desde el principio; era imposible hacerla cambiar mínimamente de opinión. Sólo Dios sabe de dónde sacaba aquella fortaleza, ojalá… —calló y se apretó las manos con fuerza.
—¿Ojalá qué? —se atrevió a preguntar Michael.
—Ojalá hubiera canalizado correctamente sus capacidades —susurró Dvorka, relajando los dedos.
—Pero si tenía entendido que ella, como usted, era una educadora, y que salió elegida secretaria del kibbutz.
—Sí —dijo Dvorka sin entusiasmo—, no sé si podré explicárselo a alguien de fuera.
Michael callaba.
—De manera que tuve que explicarle a la madre —dijo Dvorka, y Michael comprendió que estaba decidida a contar la historia a su manera— que la niña se negaba a verla, que la rechazaba y que lo mejor sería que la dejara en paz. Y aquella mujer —Dvorka suspiró y cerró los párpados, como si no pudiera soportar el recuerdo de aquella escena—, y la madre —repitió levantando los párpados—, tendría que haberla visto —repentinamente lo miró con inusitado interés, como si lo viera por primera vez—. Usted debe de ver a muchas mujeres así en su entorno.
Michael hizo un esfuerzo para aplacar la cólera que lo había inflamado ante la condescendiente arrogancia de aquel «en su entorno» y posó la barbilla en la mano.
—Parecía una putilla barata, con el pelo teñido y el vestido de flores muy ceñido. Recuerdo sus zapatos rojos de tacón alto; era difícil creer que entonces, a finales de los cincuenta, existiera gente así. ¡Qué vulgaridad! Toda maquillada, en pleno verano, con la cara pintarrajeada como una muñeca, siendo tan joven, y con el calor que hacía. Nosotras, como mucho, vestíamos pantalones cortos y sandalias —sus labios se estiraron, no exactamente en una sonrisa, sino con el gesto de quien contempla una imagen salida de las profundidades del pasado, examinando de cerca su colorido. En otras circunstancias Michael habría sonreído—. Pero, al propio tiempo —continuó Dvorka—, era difícil no sentir lástima por ella. La pobre criatura, tan perdida y, a pesar de todo, manteniendo el orgullo. Recuerdo muy bien que se repuso y dijo: «Si no quiere verme, no tiene por qué». Ni una lágrima derramó. Tenía la fortaleza de quien ha vivido en el arroyo. Y lo más asombroso era su parecido con Osnat, aquella determinación testaruda, claro que en una dirección muy distinta, como es evidente.
—¿Cómo es evidente? —repitió Michael, extrañado. Su voz le sonó rara, artificial.
Dvorka callaba.
—¿Y Osnat continuó confiando en usted a lo largo de los años? ¿Hablaba con ella de cuestiones personales?
—Nadie hablaba directamente con Osnat de cuestiones personales —aseveró Dvorka—. Había que leerla entre líneas. Osnat nunca, nunca jamás, confió en nadie por completo. Su mundo interior era algo que se podía deducir de cómo se comportaba y de lo que hacía, pero era imposible tener una conversación íntima con ella. Ni siquiera cuando… —volvió a quedarse callada y un gesto de pánico cruzó su semblante.
—¿Ni siquiera cuándo?
—Hay cosas que nadie sabe.
Michael permaneció callado. («“Sutil” no es la palabra», diría Nahari más adelante, cuando escucharon juntos la grabación. «Esos silencios tuyos, ¿quién te enseñó cuándo hablar y cuándo callar? Es lo que todo el mundo me había dicho de ti, que eras increíble en los interrogatorios»).
—Cuando tenía quince años, y esto nunca lo supo nadie, ni siquiera Aarón Meroz… Hasta el día de hoy me pregunto cómo logró mantenerlo en secreto… Cuando tenía quince años, Osnat se metió en problemas.
—¿Cómo?
—La dejaron embarazada.
—¿Quién?
—¿Qué más da? —dijo Dvorka—. Alguien. Alguien de quien no se podía esperar nada.
—¿Quién? —persistió Michael.
—El hijo de una pareja del kibbutz, un chico muy problemático, un año menor que Osnat. Imagíneselo, sólo tenía catorce años.
—¿Todavía vive en el kibbutz?
—Sí, todavía, por suerte para él; ésa es una cosa que hemos conseguido mantener, una cosa maravillosa, acoger a nuestros miembros descarriados. Él lo es, sin duda, pero no por ello ha dejado de tener su lugar entre nosotros. Nadie ha soñado jamás con… echarlo.
—¿Quién es? —dijo Michael en un tono que exigía una respuesta.
—El hijo de Fania y Zjaria —soltó Dvorka—, pero eso no es lo que…
—Se quedó embarazada y luego ¿qué? —preguntó Michael, consciente de la avidez con que se lanzaba sobre una posible pista.
Dvorka parecía medir sus palabras.
—¡Lo mantuvo en secreto durante seis meses!, eso para que vea hasta qué punto era reservada. Nadie se enteró, ni siquiera las niñas que compartían habitación con ella. Y estamos hablando de la intimidad de las duchas comunes, de vestirse y desvestirse juntas, de un grupo de personas enormemente sensibles al mínimo cambio que se operase en sus compañeras. Pero a nadie se le ocurrió pensarlo.
—¿Y nadie sabía que había algo entre ellos? —quiso saber Michael.
—No había nada entre ellos, salvo breves encuentros sexuales, o tal vez un solo encuentro. Ni siquiera entonces conseguí arrancarle la menor información; Osnat se cerró como una ostra.
—¿Y qué pasó?
—La enfermera que teníamos entonces, Riva, que ya no está entre nosotros, notó que los periodos de Osnat eran irregulares. Me llamó la atención sobre el hecho de que llevaba meses acumulando compresas, o de que tenía los periodos irregulares, no lo recuerdo exactamente. Debería haberse dirigido a Lotte, la encargada de la casa, pero la gente solía acudir a mí cuando surgía cualquier problema con Osnat —se alisó los pliegues del vestido gris y sus ojos entornados volvieron a dirigir a Michael una mirada que le hizo sentirse como un vulgar mirón.
—¿Qué pasó entonces?
—En cuanto Riva me lo contó, recordé que Osnat había engordado mucho en los últimos tiempos y… al final le pedí que viniera a mi habitación, cuando no había nadie, claro está, y ni siquiera se lo pregunté, le dije directamente que estaba embarazada.
—¿Y?
—Interrumpimos el embarazo —dijo Dvorka secamente.
—¿En el sexto mes?
—Se diría que todo es posible cuando estás decidido a hacerlo. Y yo estaba decidida a impedir que incurriera en el mismo error que su madre. Además era lo que ella quería, deshacerse del niño. Por supuesto. Si le he contado esto no ha sido por otro motivo que para demostrarle lo cerrada, desconfiada y autodestructiva que era.
—Y nadie se enteró —reflexionó Michael en voz alta.
—Nadie. Excepto Riva, la enfermera, y ya no está entre nosotros. Falleció hace unos años. Ni siquiera el chaval, ni Fania. Nadie se enteró.
—Entonces, ¿es posible?
—¿Qué es posible?
—Que nadie se entere de algo así en un kibbutz.
Dvorka guardó silencio.
Por primera vez, Michael se sintió triunfante. Pero luego Dvorka dijo, con un deje de malicia colándose en su voz:
—Yo me enteré. Era imposible ocultarme nada.
Michael no dijo nada. Dvorka bebió un sorbo de agua y él encendió un cigarrillo, pensando en Nira, su ex mujer. «Tiene ojos en la espalda», solía decirle refiriéndose a Fela, su madre. «Ya verás cómo es», le advirtió antes de que se casaran, cuando él le sugirió que interrumpieran su embarazo sin decírselo a sus padres. Nira se había puesto muy pálida y, por primera vez, Michael la había oído expresar el miedo que le inspiraba su madre. «Lo mejor que se puede hacer es mentirle de antemano para luego ir descubriendo la verdad a la vez que ella. Aunque no sepa nada, ella cree que lo sabe todo, pero si se te ocurre decirle algo así, ya me contarás lo que pasa», había dicho desconsolada. «Pone al descubierto toda la maldad que hay en mí, cosas que yo ni sospechaba, y al final consigue que me forme una opinión horrible de mí misma».
—Osnat tenía muchísima energía —prosiguió Dvorka—, pero, a partir de entonces, no permitió que nadie la tocara. Se abstuvo de todo lo relacionado con el sexo, pero no porque hubiera sufrido un trauma; con Yuvik, mi hijo, no dio muestras de estar traumatizada…, a fin de cuentas, tuvieron cuatro hijos. Más bien era una cuestión de voluntad: por lo visto, tomó la decisión de canalizar su energía en otras direcciones.
«No me extraña nada, si la tenía a usted de modelo», se dijo Michael.
—Y en el kibbutz, en el movimiento en general y en el nuestro en particular, no éramos conservadores en cuestiones sexuales. Ya en aquella época no estaba mal visto hablar del sexo con franqueza, abiertamente. Se distribuían preservativos, impartíamos educación sexual a los niños, y entre los adultos no faltaron escándalos de carácter sentimental y sexual. Había varias madres solteras, mucho antes de que se pusiera de moda, y nadie pronunció una sola palabra de censura. A pesar de todo… ella… —Dvorka quedó en silencio y Michael a la espera, con el corazón todavía brincándole cada vez que ella abría los ojos y fijaba en él su mirada pesarosa—. Osnat era todo un carácter. No sé si es usted capaz de comprender, de imaginar, el impulso de aquella energía suya, tan instintiva en sus orígenes, cuando la canalizaba hacia ideas concretas. Estaba decidida a renunciar a la parte heredada de su personalidad, a echar raíces en el kibbutz, a multiplicar su presencia, a ejercer influencia, a contribuir. Ése fue el impulso de la campaña ideológica que llevó a cabo durante estos últimos años. Libró una batalla muy poderosa —masculló Dvorka, tensando los labios—, muy poderosa pero carente de visión constructiva. De fundamentos endebles —argumentó, como si estuviera debatiendo con alguna presencia invisible.
Se puso a hablar una vez más de la adolescencia de Osnat, del hogar acogedor que Srulke y Miriam habían tratado de ofrecerle, de sus ataques depresivos y sus estallidos incontrolables.
—Cuando murió su madre —dijo Dvorka—, le pedí, le rogué, la insté a ir al entierro, a llevar una corona de flores a su tumba. Todo en vano. Osnat jamás hablaba de ella, ni siquiera a sus hijos. Y una vez… —su voz se apagó y miró a Michael aturdida, turbada—. No tiene importancia —dijo con brusquedad.
—¿Qué es lo que no tiene importancia?
—No quiero entrar en esas pequeñas miserias que forman parte de la vida de cualquier kibbutz.
—Yo sí quiero que entre en ellas —insistió Michael.
Dvorka vaciló.
—Las minucias de ese tipo son un tanto equívocas y sórdidas.
—También el asesinato es un tanto sórdido —dijo Michael sin saber de dónde le salía la voz.
—Yo no me precipitaría a descartar el suicidio —apuntó Dvorka.
—De eso hablaremos después. ¿Qué pasó una vez?
—No sólo una vez —reconoció Dvorka—. Unas cuantas veces, este último año también —con cierta repugnancia, concisamente, le habló de las supuestas aventuras sentimentales de Osnat, de los líos con hombres del kibbutz que le habían imputado, de las escenas de celos de las mujeres—. El tipo de poder que poseía Osnat despierta instintos muy fuertes —dijo en voz baja—, y es natural que Boaz se sintiera atraído por ella. Y no sólo él. Pero lo importante no es eso. Si no nos atascamos en los detalles insignificantes, veremos el proceso global que fue transformando a Osnat en una monja. Así de sencillo, en una monja. Fanática, casi peligrosa —su respiración se había acelerado.
—Peligrosa —repitió Michael.
—Para sí misma. Peligrosa para sí misma. Obsesa. En realidad no tenía la fortaleza necesaria para el liderazgo. Quería cambiar las cosas, ponerlo todo patas arriba, dejar huella. Una huella bien visible. Suscitaba oposición y eso no lo soportaba. Para eso no tenía fuerzas. Y sus ideas suscitaban oposición.
—¿Por ejemplo? —quiso saber Michael.
—La cuestión de que los niños duerman con la familia, a la que ya se ha hecho alusión; pero eso no es una innovación radical, basta mirar a los demás kibbutzim… hasta el punto de que el Kibbutz Artzi está estudiando cambiar de política. Lo que quería Osnat era establecer una comunidad aparte para los ancianos, una «residencia de ancianos», como la llama Fania, y eso provocó una fuerte oposición.
—¿Por qué quería hacerlo? —preguntó Michael, queriendo enterarse de detalles, nombres, de esos incidentes concretos que Dvorka eludía contarle, aunque no por los mismos motivos que Moish sino más bien, según le parecía, porque sencillamente se negaba a reconocer que tuvieran la menor importancia y pretendía elevarlo todo al plano de los procesos inevitables donde los individuos no son sino accesorios del decorado. Era la vínica manera en que Dvorka podía defenderse, pensaba Michael, protegerse del dolor, de todo lo que no quería ver.
—Nosotros sabíamos cuál era el fondo del asunto. Hay muchos miembros de edad, y eso es un obstáculo para llevar a cabo nuevos proyectos, algunos de ellos importantes y deseables; comprendíamos que el objetivo oculto del plan era trasladar a los ancianos a otro sitio, lo mismo que estaban tratando de hacer en el kibbutz Bet Oren, donde también andaban en juego cálculos económicos. Muchos miembros de mi generación, la fundadora del kibbutz, están débiles, o incapacitados, algunos enfermos, pero todos quieren tomar parte en la toma de decisiones. A mí el proyecto me parecía un despropósito, y así se lo dije a Osnat; en todo caso, nunca habría superado la votación. —Dvorka frunció los labios.
Testarudamente, Michael volvió a la vida personal de Osnat.
—Sí —dijo Dvorka—, el cargo de secretaria del kibbutz puede crear enemigos a la persona que lo desempeña, sobre todo si no es flexible, y Osnat no era flexible. Pero en su vida personal era intachable, sólo se le podía reprochar su aislamiento social, algo que yo le venía echando en cara desde que tenía nueve años —Dvorka esbozó una sonrisa desvaída y melancólica, un leve estiramiento de las comisuras de los labios y apenas un temblor de sus marchitas mejillas—; incluso a esa edad se empeñaba con todas sus fuerzas en preservar su intimidad. Pero, dejando eso aparte —dijo recobrando su actitud habitual—, la manera que tiene usted de enfocar las cosas es totalmente errónea. No es una cuestión de tener enemigos, así, en términos tan burdos.
—Y estaba casada con su hijo —dijo Michael, atreviéndose al fin a abordar el tema. Fue entonces cuando comprendió que parte del temeroso respeto que sentía derivaba de los remordimientos que le inspiraba el hecho de que Dvorka había perdido a su hijo. El dolor de la pérdida de un ser querido siempre había sido un tema espinoso para él, incluso en situaciones de aquella índole.
—Sí —confirmó Dvorka—, estaba casada con Yuvik. Un psicólogo diría que fue una elección que le permitiría infiltrarse aún más en el kibbutz para socavar sus cimientos, pero Osnat no era consciente de ello. Y Yuvik era una persona especial —dijo esto último en tono desapasionado, como si hablara de un desconocido. Michael contuvo el aliento—. Todas las madres dicen eso de sus hijos, pero lo cierto es que Yuvik poseía una capacidad de comprensión y una ecuanimidad extraordinarias. Era un trabajador nato, uno de los últimos exponentes de la pureza; amaba su tierra por encima de todo.
Michael aguardó, en silencio.
—Fue un hijo muy deseado. Perdí a otros dos antes de que naciera él —dijo Dvorka, mirando por la ventana—. Ni siquiera Osnat lo sabía. Sí, fueron tiempos terribles —Michael no comprendía por qué se le concedía aquel privilegio. ¿Sería el principio del resquebrajamiento? Dvorka hablaba como en un trance—. Yuvik nació después de que perdiera dos niños. Que nacieron muertos —suspiró—. Era una época muy distinta, muy dura, puede informarse sobre ella en el folleto que editamos con ocasión del cincuentenario del kibbutz, pero ni así lo entendería. Es difícil comunicar cómo fue el primer contacto con una tierra como ésta. La dureza del trabajo, la sequedad, la escasez de agua, el hambre. Sobre todo el hambre, y el trabajo extenuante. A veces trabajábamos doce horas seguidas, desbrozando, arando y construyendo poco a poco. Soportando el calor en verano, el frío en invierno, la pobreza, el hambre. Los hombres estaban debilitados por el hambre y las fatigas, todos estábamos debilitados. Había días —otra vez la sombra de una sonrisa— en que todo lo que teníamos para comer, las embarazadas incluidas, eran dos rebanadas de pan y medio huevo, y un puñado de aceitunas.
Michael encendió un cigarrillo sin apartar la vista de Dvorka.
—Y luego estaban las enfermedades, en fin, todas esas cosas que para usted son historia, literatura, yo qué sé… —dirigió a su alrededor una mirada vaga—. Cuando perdí a mis hijos, la gente me esquivaba, como siguen esquivándome hoy día. En aquellos tiempos, cuando iba por los caminos, las mujeres daban media vuelta y echaban a andar en dirección contraria para no toparse conmigo. El sentimiento de identificación era tan fuerte que se morían de remordimiento. Sobre todo —volvió a suspirar—, las mujeres que habían sido madres recientemente. Es difícil enfrentarse al dolor ajeno, es comprensible —dijo con naturalidad. Mientras Michael trataba en vano de imaginársela como una joven en pantalón corto caminando por los senderos del kibbutz, ella continuó con renovada energía—: Pero sobrevivimos, y luego llegó Yuvik. Lo que me ha contado de Aarón Meroz y Osnat me ha cogido completamente por sorpresa —dijo de pronto, acorralándolo con la mirada—. Aarón era un chico fuera de lo común, pero su historia demuestra que efectivamente es necesaria una base sólida para conservar tu identidad en nuestra sociedad. Era un chico introvertido, muy unido a Osnat, y para él fue un golpe terrible que ella se fuera a vivir con Yuvik —durante todos aquellos años, añadió avergonzada, ella se había sentido culpable ante él—. Y el hecho de que haya llegado tan alto al marcharse de aquí no me libra del remordimiento por no haber sido capaz de transmitirle un auténtico sentimiento de pertenencia al kibbutz. Miriam… —su voz se apagó—. La mujer de Srulke —prosiguió— no era una persona sofisticada. Era una mujer sencilla, una compañera fiel y una gran trabajadora. Trabajó toda su vida en la cocina, y en los tiempos de escasez alimentar al kibbutz era un trabajo duro… —Michael tuvo de nuevo la impresión de que las imágenes del pasado estaban abrumando a Dvorka; al cabo se oyó su voz cascada—: Hasta que la situación económica mejoró, Miriam dirigía la cocina a base de milagros hechos con berenjenas, como supongo que lo hacían en la ciudad en aquellos años —miró a Michael esperando su reacción, algo que delatara cómo había sido su infancia, pero no le preguntó nada explícitamente y él permaneció callado.
—Estaba hablándome de Miriam —dijo al fin—, de su relación con Osnat y el parlamentario Meroz.
—Sí —dijo Dvorka, meditabunda, como si hubiera perdido el hilo de sus pensamientos y toda su pasión—. Miriam no se daba cuenta del aislamiento de los dos niños, de sus desesperados esfuerzos para sentirse parte del kibbutz. Con Osnat lo logramos, con Aarón Meroz fracasamos.
Michael recordó una fotografía de Osnat y se preguntó cómo habría sido su vida amorosa.
—Como ya he dicho antes, tenía una clara tendencia al ascetismo, y había algo insano en su abstinencia del sexo —dijo Dvorka sin el menor sonrojo—, y de las emociones, también. Le hablé de eso unas cuantas veces, pero ella me miraba y me decía: «No es una cuestión de principios, simplemente no sale de mí», y yo me sentía impotente ante aquellas pasiones suyas que tanta fuerza le daban cuando las canalizaba hacia el terreno ideológico pero que, al mismo tiempo, tenían algo destructivo, y no sólo para ella, para todos nosotros, para todos cuantos la rodeábamos, para el kibbutz en su conjunto, era algo insano…
—Tenías razón; nunca se sabe cómo se van a desarrollar los acontecimientos —le dijo Michael a Majluf Levy a la vez que escudriñaba el interior del arrugado paquete de Noblesse y se apresuraba a recoger sus cosas—. Hazme el favor de comunicarle que voy a llegar tarde —añadió para no oír el silencio de Levy. Y vio en sus ojos una mirada sarcástica con la que parecía decirle: «Tranquilo, conozco mi oficio».
En aquel momento, pensó Michael mientras se precipitaba escaleras abajo y oía cómo se cerraba estrepitosamente tras de sí la puerta metálica, Majluf Levy volvía a recordarle al tío Jacques.