—¿Cuánto tiempo llevas en la UNIGD? —preguntó Majluf Levy cuando se desviaron de la autopista por la carretera que conducía al kibbutz.
—No mucho, un par de meses —respondió Michael incómodo.
—Has llegado allí en un tiempo récord, o al menos eso he oído comentar —señaló el inspector Levy, apoyando el brazo en la ventanilla abierta.
Michael no dijo nada.
—Podrían haberte destinado aquí, de comisario del subdistrito de Lakish —continuó Levy pensativamente.
—Sí, pero optaron por la Unidad de Grandes Delitos —zanjó Michael, observando las explanadas verdes y doradas que se extendían a ambos lados de la estrecha carretera. Por su mente cruzaron los viejos tópicos sobre la paz y la tranquilidad del campo, sobre la calidad de aquella luz crepuscular que bañaba los ondulantes campos. Estaba tenso, y de pronto recordó a su cuñado Ami, el marido de Yvette, su hermana mayor, que en su día había cumplido sus deberes de reservista en el cuartel general de la región, durante la guerra del Líbano.
Ami era el tercero de un equipo compuesto además por otro oficial y un médico, equipo que había desempeñado las funciones de lo que desde la guerra de Yom Kippur se llamaba un «escuadrón de la muerte», pues se encargaba de notificar a las familias la muerte de los caídos en el campo de batalla. Durante toda aquella época, al volver a casa de noche, Ami se iba directamente al dormitorio, sin haberle dirigido la palabra a nadie, sin cenar ni darse una ducha, y se encerraba para tumbarse en la cama y pasar las horas mirando la pared. Cuando lo licenciaron quedó incapacitado para todo. Iba al taller que tenía en sociedad con su hermano menor, tomaba asiento en la oficina, tras su mesa, y se quedaba contemplando fijamente las facturas y los libros de cuentas.
En uno de sus momentos de desesperación, Yvette había dejado a los niños al cuidado de su suegra para ir a comer con Michael en Jerusalén. Tan excepcionales eran esos encuentros que Michael tardó un par de días en escoger el lugar adecuado. Cuando al fin se encontró sentado frente a su hermana en el restaurante chino de la calle Helene Hamalká, ella, sofocada por las lágrimas, le había contado la historia de sus últimos años de matrimonio. Le habló de las pesadillas de su marido, del humor negro de sus chistes macabros, de la absoluta falta de interés por ella o los niños, y también había aludido, muy avergonzada, a que no tenían vida sexual.
—Habla con él —le rogó—. Alguien tiene que hablar con él —y después, apartando el plato de verduras, Yvette, que era una amante de la comida china, añadió—: Aunque te saca diez años, te respeta. No sé por qué tiene tan buena opinión de ti, pero tienes que hablar con él —y rompió de nuevo en llanto.
Michael, el apetito perdido por completo, pagó la cuenta y se llevó a su hermana a dar un paseo hacia Mea Shearim. Ella continuó hablando a lo largo de todo el camino y él la escuchó en silencio. De vez en cuando le pasaba afectuosamente el brazo por los hombros y al final, cuando su hermana ya no tuvo nada que decir, se sentó con ella en un pequeño café y le dijo:
—Si quieres que hable con él, lo haré, cómo no. Pero necesita algún tipo de ayuda profesional; te das cuenta de que una charla no va a resolver nada, ¿verdad?
—No te lo puedes imaginar —le dijo Ami cuando se vieron al día siguiente—. Los peores son los que no se alteran, los asquenazíes, la gente con clase. No chillan, no dicen nada. Una vez me pasé la noche en el coche, con el médico, esperando a que se hiciera de día para dar la noticia. Sentado en el coche, mirando la casa y esperando que amaneciera, que fueran las cinco de la mañana, sabiendo que dentro de aquella casa la gente dormía plácidamente y que yo era como el Ángel de la Muerte, que estaba a punto de destrozarles la vida —y Ami sepultó el rostro entre sus manazas.
Majluf Levy irrumpió en los pensamientos de Michael:
—¿Y qué tal te va? —inquirió.
—Parece que todo va bien, sin problemas —respondió Michael, girando el volante de golpe para esquivar una roca que estaba en medio de la carretera—. ¿Qué es esto? ¿Hasta aquí ha llegado la Intifada? —preguntó para cambiar de tema.
—Esto no queda muy lejos de Gaza… y, claro, tenemos nuestros problemas. Y con el asunto ese de Ashdod, y los registros para dar con el soldado secuestrado, la cosa está que arde. Trabajo no nos falta, eso desde luego.
—Yo tengo un hijo que ahora mismo está en el ejército —dijo Michael sin saber por qué.
—¿Ah sí? —dijo Levy con interés—. ¿Dónde?
—En una unidad Nájal. Lo han destinado a los territorios, a Belén. Tiene para largo, porque se ha incorporado con un año de retraso —explicó espontáneamente Michael.
—¿Por qué ese retraso? —preguntó Majluf Levy con recelo.
—Porque antes pasó un año con su grupo en Bet Shan —dijo Michael en tono de disculpa—, y luego se incorporó al ejército regular, así que en conjunto es un servicio prolongado. Acaba de cumplir los veinte.
—Yo tengo un par de hijos en el ejército —dijo Majluf Levy suspirando—. Uno en la brigada Golani y otro destinado en esta región, en Julis, cerca de casa. ¿Tienes más hijos?
Michael hizo un gesto negativo.
—Sólo ése.
—No es bueno ser hijo único, es duro. Yo tengo cinco hijos. Familia numerosa.
—¿Todos chicos? —preguntó Michael cuando ya llegaban a la gran verja metálica del kibbutz.
—Cuatro chicos y una chica —repuso Majluf Levy a la vez que se asomaba por la ventanilla mientras Michael se detenía junto al guarda—. Hemos venido a ver al director general del kibbutz —dijo, y mostró su placa.
El guarda, un joven vestido de azul oscuro y con botas militares, echó un vistazo al coche y asintió sin palabras. Oprimió un botón y la verja se abrió lentamente.
—¿Siempre tienen un guarda en la entrada? —preguntó Michael.
—Siempre —contestó Levy distraído—, pero no siempre cierran la puerta de día, sólo de noche. Ahora, debido a… las circunstancias, son más estrictos —suspiró.
—La Intifada —musitó Michael, volviendo a sentir el peso de la responsabilidad por estar a punto de alterar la bucólica tranquilidad de aquel lugar, con sus verdes céspedes, tiernos y mullidos, y la gente caminando por los caminos bien trazados, como aquellas dos ancianas que tiraban de sendos carritos de golf y habían hecho un alto para charlar a voces, todo ello mientras un coche policial rodaba lentamente hacia la oficina del kibbutz. Todo quedará aniquilado en un instante, pensaba Michael, se resquebrajará y se desplomará en cuanto abramos la caja de Pandora. Luego se llamó al orden, volviendo a recordarse que tal vez sólo se trataba de un suicidio, y de eso había varios precedentes en el movimiento de kibbutzim.
—Sí, la Intifada —repitió el inspector Levy—. Gira a la izquierda… y ahora aparca —le indicó a la vez que alisaba una arruga invisible de sus pantalones de uniforme.
Michael observó al hombre que se levantó para saludarlos cuando entraron en la oficina. En su rostro bronceado había una expresión de angustia.
—¿Les apetece beber algo? ¿Un café? ¿Una bebida fría? —preguntó, mirando a Majluf Levy, a quien ya conocía.
—Algo frío —dijo Levy, y miró a Michael, que asintió sin dejar de observar al hombre que los había recibido y ahora, con movimientos precisos, les servía zumo de una jarra de plástico sacada de la pequeña nevera que había en un rincón.
—¿Dónde están los demás? —preguntó Majluf Levy—. También queremos hablar con la familia.
—Sí, ya se lo he dicho. Vendrán enseguida —prometió el hombre.
Y entonces Levy se acordó de decir:
—Éste es el superintendente jefe Michael Ohayon, de la Unidad Nacional para la Investigación de Grandes Delitos; es el director del EEI.
—¿EEI?
—Equipo Especial de Investigación. Han traído refuerzos porque… es igual. Y éste —continuó volviéndose hacia Michael— es Moshe Ayal, el director general del kibbutz. Todo el mundo lo llama Moish —añadió con una sonrisa.
Y Michael estrechó la mano que le tendían. Luego Moish se encaminó a la mesa, cubierta de montones de papeles, tomó asiento suspirando y señaló las dos sillas que tenía enfrente.
—Siéntense —dijo con voz apagada. Y volviéndose hacia Majluf Levy—: ¿Y qué es esa unidad para la investigación de grandes delitos? ¿No forma parte de su equipo?
Majluf Levy respondió negativamente chascando la lengua.
—Están en Pétaj Tikvá —añadió, frunciendo los labios con desdén.
—La UNIGD es una unidad que investiga casos de ostensible interés público —explicó Michael, y el adjetivo «ostensible» le sonó a Nahari.
—¿Ah, sí? —dijo Moish—. ¿Qué interés público? ¿Y quién dice que hay que realizar una investigación? —la segunda pregunta fue pronunciada con evidente deje de inquietud.
—El interés público deriva de la implicación del parlamentario Aarón Meroz —respondió Michael lentamente—; por lo que se refiere a la investigación, es el procedimiento habitual siempre que tiene lugar una muerte por causas no naturales, y, en este caso, a la luz de los resultados del examen forense, no habría que descartar ninguna posibilidad.
—No me había dicho nada de eso —exclamó Moish asustado, dirigiéndose a Majluf Levy—. ¿A qué posibilidades se refiere?
—No podía saberlo antes de la autopsia —se excusó Levy—. Y no hemos recibido los resultados definitivos hasta esta misma mañana.
—Ahora pensamos —terció Michael— que hay diversas posibilidades para explicar… la muerte de Osnat Harel. La primera explicación, la más sencilla, es que haya sido un accidente, pero, como verá enseguida, es extremadamente improbable. Otra posibilidad es el suicidio. Pero también hemos de tener en cuenta la posibilidad de que haya sido un asesinato.
—¿Un asesinato? Pero ¿cómo un asesinato? —siseó Moish—. ¿Dónde? ¿Un asesinato… aquí? ¿Osnat? Díganme una cosa —como era de prever, la cólera comenzaba a aflorar a su voz—, ¿tienen idea de lo que significa la palabra «kibbutz»? —y, sin esperar a que le respondieran, afirmó—: No tienen ni idea de lo que están hablando. Pueden descartar de entrada el asesinato. Aquí nunca se ha cometido un asesinato ¡y nunca se cometerá ninguno! —con mano trémula, desplazó un papel que había en la esquina de la mesa—. Es imposible, así de sencillo. No lo entiendo, pero ¿de qué… murió Osnat? ¿Qué han descubierto en la autopsia? —terminó por decir a voz en grito, al ver que ninguno de los dos le respondía de inmediato.
Michael trató de poner un tono tranquilizador para decir calmadamente:
—De envenenamiento por paratión.
Majluf Levy abrió la boca pasmado y miró de hito en hito a Michael, que esquivó su mirada.
—¡Menuda idea! —masculló Levy sin dirigirse a nadie en concreto—. ¿Cómo se lo has podido decir así? —protestó alarmado, enjugándose la frente.
Moish sepultó el rostro en las manos. Cuando alzó la cabeza, su tez se había demudado. Se llevó la mano al estómago.
—Discúlpenme un instante —dijo. Se levantó a toda prisa, se inclinó sobre un maletín de cuero marrón que había entre su silla y la ventana, y, sacando de él un gran frasco, pegó un trago de un líquido blanco que le dejó manchados los bordes de los labios. Luego volvió a decir—: Perdonen un instante, un instante —y salió de la habitación.
—¿Por qué le has contado lo del paratión? ¿Y ahora cómo vamos a pasarlo por el detector de mentiras? —se quejó Majluf Levy.
—Ya te lo explicaré luego —respondió Michael—. Pero no olvides que esto es un kibbutz, no hay otra manera de abrir una brecha para llegar a ellos.
Del aseo contiguo les llegó el sonido de gargarismos y toses.
—Está vomitando —anunció Majluf Levy. Michael guardaba silencio—. Entonces ¿se lo vas a contar todo? —preguntó Levy alarmado—. ¿Por qué? ¿Es que no es sospechoso? ¿Sabes qué van a decir en el Instituto? ¡Y Nahari! Pero ¿qué mosca te ha picado? ¡No entiendo nada!
Michael continuó callado, la vista fija en la mesa.
Moish regresó con el semblante pálido, grisáceo, y las manos, que colocó sobre la mesa, temblorosas. Pero dominó por completo la voz para decir:
—Explíquenmelo, no lo comprendo.
—Las pruebas han descartado la posibilidad de una alergia a la penicilina, y en el examen forense se ha descubierto una cantidad letal de paratión en su sangre y en el contenido del estómago. Es indudable que el paratión fue el causante de la muerte. Y puesto que la difunta no se dedicaba a las labores agrícolas ni a fumigar, y la posibilidad de que haya sido un accidente es poco realista, sólo cabe pensar en una muerte por causas no naturales: asesinato o suicidio. Eso es lo que hemos venido a investigar —explicó Michael.
—Están locos —murmuró Moish, y añadió con voz ahogada—: Osnat no se ha suicidado. ¿Por qué se iba a suicidar? ¿Y cómo consiguió el paratión?, eso es lo que me gustaría saber… Además, ¿cómo podía estar enterada de sus efectos? —preguntó desesperado, como si estuviera tratando de explicar algo para lo que no había explicación. Luego repitió—: Siento decírselo, pero están ustedes locos.
Majluf Levy bajó la vista y empezó a dar vueltas a su anillo de oro, gesto que Michael ya reconocía como un intento de disimular la inquietud o el aturdimiento. Moish se volvió hacia Michael con expresión interrogante. Sus ojos claros estaban humedecidos y resaltaban en su semblante pálido. Las manos le temblaban incontrolablemente, por lo que entrelazó firmemente los dedos.
Michael permaneció largo rato en silencio.
—No ha sido el Instituto de Medicina Forense el que se ha inventado el paratión —dijo Majluf Levy—. Si no hubiera estado allí, no lo habrían encontrado.
—¿Comprende qué es lo que me están diciendo? —preguntó Moish, dirigiendo una mirada implorante a Michael.
Michael asintió.
—Cómo no lo voy a comprender —dijo al cabo—, pero no está en mi mano cambiar los hechos. Y a pesar del dolor y del miedo, también usted querrá saber lo que ha sucedido, supongo yo.
—Todavía no consigo hacerme a la idea de que Osnat se nos ha ido, un mes después de que muriera mi padre, para colmo. ¿Qué se cree, que soy de acero? ¿Por qué me lo ha soltado así?
Michael no dijo nada. Qué sentido tenía, pensaba, explicarle que la manera de decírselo era indiferente, porque el pánico que había hecho presa en Moish derivaba de los hechos. No tenía sentido.
—Vamos a analizar, en primer lugar, la posibilidad menos inquietante —dijo Michael—, que haya sido un suicidio.
—¿Quién dice que es menos inquietante? —dijo Moish amargamente—. Tal vez para usted, pero no para mí. Yo me he criado con Osnat. Es como mi hermana —y se corrigió—: Era.
—Según tengo entendido, se crió con su familia —dijo Michael.
—Sí. Nosotros, mis padres, fuimos su familia adoptiva. Llegó al kibbutz a los siete años.
—Así que ¿vivían juntos? —inquirió Levy.
—Vivir, vivir, no. Vivíamos en la casa de los niños y todos los días, a las cuatro de la tarde, íbamos a la habitación de mis padres. Aarón Meroz, el parlamentario, también. Nos criamos todos juntos, para mí eran mis hermanos.
—¿Cuáles eran los antecedentes familiares de la difunta? —preguntó Michael.
Levy tomaba notas en un cuaderno naranja que se había sacado del bolsillo.
—Sus antecedentes familiares —repitió Moish. Se levantó, se dirigió a la nevera y se sirvió un vaso de agua de una jarra de plástico azul—. Sus antecedentes familiares eran una mierda —dijo al fin con una voz cargada de rabia. Sorprendido, Majluf Levy alzó la vista del cuaderno naranja.
—Llegó a este país a los tres años, con su madre, venían de Hungría. Su padre había muerto, o quizá nunca tuvo padre. Se llamaba Anna, pero nosotros le cambiamos ese nombre por el de Osnat. No tenía padre; si vieran a su madre, sabrían a qué me refiero.
—Creía que no tenía familia fuera del kibbutz —comentó Michael sorprendido.
—No la tenía. No tenía a nadie, ni a un perro que le hiciera compañía. Su madre murió cuando Osnat tenía catorce años, y entonces ya estaba aquí con nosotros, claro. ¡Y de qué manera murió! En un accidente de coche. La atropellaron. Cruzó la calle sin mirar. En las afueras de Netania. Pero a Osnat no se lo contaron así en aquel momento. A mí tampoco me contaron que había sido atropellada. Mi padre no me lo explicó hasta hace pocos años.
—¿Tíos? ¿Tías? ¿Otros parientes? —inquirió Michael.
—Nadie —dijo Moish, sorbiendo por la nariz—. Todos habían muerto en el Holocausto —el color comenzaba a volverle al rostro—. La única familia que tiene está aquí. Éste es su hogar.
—Según creo —dijo Michael suavemente—, también era viuda de guerra, ¿verdad?
—Sí. Además eso. Yuvik murió… ¿Cuántos años han pasado desde la guerra del Líbano?
—Tres —calculó Majluf Levy.
—Tres años —confirmó Michael.
—Entonces estaba viuda desde hace cuatro años y medio —concluyó Moish—. Estaba casada con Yuvik Harel. Puede que hayan oído hablar de él —miró a Michael, que asintió con la cabeza.
—¿El teniente coronel? —preguntó para cerciorarse.
—Sí.
—El de la Marina —añadió Levy.
—Sí —volvió a confirmar Moish—. Cuatro hijos —dijo después—, y Dvorka, la madre de Yuvik, también es viuda de guerra. ¿Y me dice que el suicidio es la posibilidad menos terrible?
—A la larga, tomando en consideración las circunstancias.
Moish callaba.
—En primer lugar —dijo Michael delicadamente—, querríamos descartar el suicidio. En todo caso —continuó, y miró directamente a Moish, que tenía la vista fija en la pared; dudando que le hubiera oído, Michael repitió con énfasis—: en todo caso, tenemos que saber todo lo que haya que saber sobre ella, y usted debe ayudarnos.
Moish seguía callando.
—Ya sabe —prosiguió Michael— que tendremos que hablar con sus parientes, con sus amigos, con cualquiera que tuviese contacto con ella, de manera que todo el mundo se va a enterar de lo que está pasando.
Moish persistía en su silencio.
—¿Cuántos miembros tiene el kibbutz? —preguntó Michael.
—Trescientos veintisiete —repuso automáticamente Moish con voz ronca.
—¿Adultos? —preguntó Michael.
—Miembros. Trescientos veintisiete miembros; eso es lo que me ha preguntado. Aparte están los niños, los trabajadores a sueldo, los padres.
—Un gran kibbutz —dijo Levy admirativamente, pero nadie reaccionó ante su comentario.
—Pues bien —dijo Michael tras una pausa—, me temo que no hay alternativa. Es imprescindible hablar con la familia.
—Yo no quiero estar presente —dijo Moish con la voz quebrada.
—No tiene por qué estarlo —lo tranquilizó Michael—, pero antes de empezar con ellos, me gustaría hacerle a usted algunas preguntas.
Moish se llevó las manos al estómago sin decir nada. Se le contrajo el rostro en un rictus de dolor y Michael le preguntó:
—¿Se encuentra bien?
Moish asintió y dijo:
—Se me pasará enseguida —y volvió a inclinarse sobre su maletín para extraer el frasco de líquido blanco, del que pegó otro trago.
—¿Qué es eso? —preguntó Levy mientras Moish devolvía el frasco a su sitio.
—¿Qué me quería preguntar? —dijo Moish dirigiéndose a Michael y haciendo caso omiso de la pregunta de Levy.
—Todo. Quiero saberlo todo sobre ella. Y, en primer lugar, analizar con usted la posibilidad del suicidio.
—El suicidio está descartado. Conozco a Osnat como…, no sé cómo expresarlo, como a mí mismo. No hay ni que pensar en un suicidio, está fuera de lugar. Sé todo lo que hay que saber sobre ella. Nunca se habría matado.
—¿También sabía que mantenía una relación con Aarón Meroz? —aventuró Michael.
Moish guardó silencio. En sus ojos apareció una mirada titubeante y al fin dijo:
—Digamos que no lo sabía, pero que no me ha sorprendido. Sé cómo comenzó. A él también lo conozco como la palma de mi mano.
—Entonces, ¿qué había entre ellos? —preguntó Michael.
—Eran como hermanos, siempre juntos. Hasta… hasta que Yuvik regresó de la marina de guerra y Osnat se fue a vivir con él, momento en el que Aarón se marchó del kibbutz. En mi opinión ése fue el motivo de que se fuera, aunque él asegura que fue porque quería estudiar.
—¿Se mantuvieron en contacto a lo largo de los años?
—No lo creo… —dijo Moish vacilante—, no, seguro que no. Él ni sabía a qué se dedicaba Osnat. Y ni siquiera vino cuando murió Yuvik.
—Entonces, ¿cómo se reanudó su relación?
Moish se encogió de hombros.
—¿Cómo quiere que lo sepa? Se reanudó, sin más. Aarón estuvo aquí en Shavuot, precisamente cuando falleció mi padre, de un infarto.
—¿Por qué no se lo contó Osnat? Estaban muy unidos, ¿no es así?
Moish callaba, mirándose las uñas. Se revolvió en la silla y al fin dijo:
—Estábamos muy unidos, pero todo depende de cómo interprete esa expresión. Nunca hablábamos de ese tipo de cosas.
—¿Qué tipo de cosas? —preguntó Michael.
—Las cosas de ese tipo —insistió Moish pertinaz—. Nunca hablábamos de cuestiones personales.
—¿De qué hablaban entonces?
—De todo menos de eso. Yo qué sé, de los proyectos, del trabajo y de todo lo demás.
—En ese caso, no será mucho lo que sabe de ella en ese campo —persistió Michael.
—¿Por qué? —replicó Moish airadamente—. ¿Cree acaso que la gente sólo se entera de las cosas hablando de ellas? Yo sé muchas cosas sin necesidad de que nadie me las haya dicho, y le estoy diciendo que Osnat… tenía sus proyectos. Se había ido labrando una buena posición, paso a paso… No se mató, imposible.
—Supongamos por un momento —dijo Michael, sin prestar atención al gesto de impaciencia de Moish—, supongamos que sí se mató; ¿habría dejado escrita una nota?
—Sí, por supuesto, Osnat es una persona responsable —a sus labios afloró una especie de sonrisa al oír sus propias palabras—. Nunca se habría suicidado. Tiene cuatro hijos, que ya son huérfanos de padre. Es impensable. Y, por otro lado, Osnat acababa de embarcarse en un proyecto que, según me dijo ella misma, era lo más importante que había hecho en la vida.
—¿Qué proyecto? —preguntó Michael con curiosidad.
—Es complicado —repuso Moish a regañadientes—. Está relacionado con la estructura del kibbutz, con implantar la norma de que los niños duerman con sus padres y cuestiones de ese estilo.
—¿Cómo? ¿Es que todavía no duermen con sus padres? —preguntó Majluf Levy sorprendido.
Moish hizo un gesto negativo.
—No, todavía no.
—Qué curioso —comentó Majluf Levy—, aquí no están escasos de fondos, y los demás kibbutzim de la zona ya han…
—Sí, somos los últimos —lo atajó Moish—. Y para Osnat era una verdadera obsesión. La noche antes de que… de que muriera, hablamos precisamente de eso. Además, él —dijo mirando a Majluf Levy— ya ha hecho un registro. Lo puso todo patas arriba. ¿Y qué encontró? Nada. Salvo un montón de cartas de otros tiempos.
—¿Qué posición ocupaba en el kibbutz? —preguntó Michael.
—¿Por qué me lo pregunta? Ya les he dicho que era la secretaria del kibbutz. Una posición estupenda. Todos la querían.
—¿Todos? —preguntó Michael.
—Todos —afirmó Moish tajante—. Todos, se lo aseguro —repitió con aplomo; luego puso las manos sobre la mesa y la sombra de una duda asomó a su voz—: Bueno, ya saben, siempre hay…
—¿Qué es lo que hay siempre? —preguntó Michael.
—Cosas. Envidias, cosas así.
—¿Envidias de qué?
—Bueno, Osnat era muy guapa y había muchos que andaban detrás de ella, pero Osnat era una persona de principios, y cuidaba muy bien a sus hijos. Recuerdo que cuando construimos las habitaciones y Osnat fue de las primeras en mudarse a ellas, circularon muchos rumores…
—¿Quién le tenía envidia, en concreto? —preguntó Michael.
Moish lo miró horrorizado.
—¿Adónde quiere ir a parar? No estoy hablando de nada raro, son cosas que pasan en todos los kibbutzim. ¿Qué está pensando, que…?
—¿Cuándo la vio por última vez? —preguntó Michael.
—El lunes por la mañana, antes de que se la llevaran a la enfermería. Me pasé a verla porque sabía que estaba enferma, y siempre había sido dada a despreocuparse de los problemas de salud, a no cuidarse, a no comer si estaba ocupada. Así que me pasé a verla por la mañana y la encontré muy débil, y la obligué a ir a ver al médico, a Eli Reimer, y luego tuve que marcharme a toda prisa porque tenía cosas que hacer, y después… —se le quebró la voz—, después ya fue demasiado tarde.
—Y cuando habló con ella por la mañana, ¿la vio bien?
—¿Cómo que si la vi bien? Estaba muy enferma, pero no inconsciente ni nada semejante. Sí, la vi bien.
—¿Quién más sabía que estaba enferma?
—Supongo que lo sabía todo el mundo, porque el domingo por la noche Dvorka, su suegra, me comunicó que estaba enferma y que no podría asistir al seminario de Guivat Aviva, por lo que fuimos al comedor a buscar a alguien que pudiera sustituirla. Y en la oficina también lo sabían. Debía de saberlo todo el mundo.
—¿Y quién sabía que estaba en la enfermería? —preguntó Michael, haciendo hincapié en todas las palabras.
Moish se detuvo a pensar un instante antes de responder:
—Debía de saberlo mucha gente, porque durante la comida se estuvo comentando. Eli Reimer, el médico, pasó por el comedor de camino al hospital. Yo lo sabía, y Dvorka, y muchos otros. Pero ¿por qué? ¿Por qué lo pregunta?
Michael no dijo nada.
—Esta conversación es un despropósito —protestó Moish, y escondió el rostro entre las manos.
—¿En qué momento se puso enferma? —preguntó Michael.
—Creo que ya tenía fiebre el sábado por la noche. En la sijá comentó que tenía frío, y, créame, a pesar del aire acondicionado, en el comedor hacía calor. Creo que ya estaba enferma.
—¿Con qué personas tenía confianza? ¿Con quién podemos hablar? —preguntó Michael.
—Eso me lo tiene que explicar usted —dijo Moish a través de sus dedos—. ¿A qué se refiere con tener confianza?
—A sus amigas, amigas íntimas. Ya sabe cómo son las mujeres. Siempre tienen alguna amiga íntima a la que confían sus problemas.
Moish se retiró las manos de la cara y se enjugó los ojos.
—No sé —dijo desconcertado.
—¿Alguna amiga íntima? —insistió Michael.
—Aquí no existen esas cosas —respondió Moish al fin, todavía con expresión de desconcierto.
—¿Cómo que no existen esas cosas? ¿En general, o por lo que se refería a Osnat?
—Aquí no existen esas cosas —repitió Moish tras echar una mirada en derredor—. Trabajamos juntos, vivimos juntos y nos enteramos de todo lo que concierne a los demás, pero no nos dedicamos a hacernos confidencias. Hay personas con las que te sientas a la misma mesa en el comedor, o en las reuniones, pero no hay… —hizo una pausa para reflexionar, como si estuviera revisando conceptos básicos— no hay ese tipo de amistades de las que habla usted.
—Bien, entonces, ¿quién iba a visitarla, a tomar un café, ese tipo de cosas?
Moish parecía perplejo, como si lo estuvieran obligando a pensar en algo que nunca se había detenido a considerar.
—En fin, hay algunas… ¿cómo lo podría expresar?… pandillas, personas con las que trabajas codo con codo, o con las que has coincidido aquí o allá, en un grupo de estudio, por ejemplo, pero la gente no dedica mucho tiempo a visitarse, y Osnat era una persona ocupada, a la que iba a ver todo tipo de gente, también debido al cargo que ocupaba —después, como para sí, continuó—: Aquí se puede uno sentir solo, no digo que no. Hay personas en cuyas habitaciones no he estado nunca —luego se justificó—: Como ya he dicho antes, hay grupitos, pandillas, que se reúnen por las tardes. Y, aparte de eso, una vez que te casas y tienes hijos, les dedicas a ellos todas las tardes, y luego los acuestas, y, para cuando has terminado, suponiendo por ejemplo que tengas tres hijos, que es el promedio aquí, para entonces ya han dado las ocho y tienes que ir a cenar al comedor, o bien cenas en tu habitación. Y luego siempre hay cosas que hacer, como asistir a reuniones, actividades culturales, yo qué sé… —su voz se fue apagando.
—¿De manera que hay personas que nunca se van a ver a sus respectivas casas? ¿Que nunca van de visita ni nada de eso? —preguntó Majluf Levy asombrado.
—Bueno, sí que van a ver a los demás, para preguntarles algo, pongamos por caso, y se quedan un rato, cómo no, pero si hablamos de la gente mayor, o de los solteros, qué va… No es como en la ciudad. Supongo.
—Pero si alguien quiere comentar algún problema personal, el que sea, una crisis matrimonial, digamos, algo que presumiblemente también ocurrirá aquí —dijo Michael, y Moish asintió—, ¿a quién se dirige esa persona? ¿Con quién habla?
—Ahora que lo dice —repuso Moish con creciente turbación—, no sé qué responderle. Hablan con Dvorka, o a veces conmigo, o con alguna otra persona. Acuden a la enfermera, yo qué sé. Cuando éramos jóvenes solíamos ir a contarle nuestros problemas a la enfermera del kibbutz. También hay un psicólogo, pero no vive en el kibbutz, no sé… —su voz se extinguió, aunque al final añadió—: Pero nadie tiene secretos para nadie.
—¿Cómo es posible? —preguntó Michael—. ¿Cómo se enteran? ¿Quiere decir que todo el mundo ve lo que está sucediendo o qué?
—No sé cómo es posible. Mediante los chismorreos, quizá. La gente vive hombro con hombro, lo ven todo, se conocen desde que eran pequeños, lo saben todo.
—¿Así que no sabe con quién tenía confianza? ¿Aparte de con usted o con su familia? —volvió a preguntar Michael.
Moish hizo un enérgico gesto negativo y luego dijo:
—Es que Osnat era particularmente reservada. Resultaba difícil conocerla. Nunca hablaba de sí misma.
—Estupendo —dijo Michael para sí. Y luego le preguntó a Moish—: Entonces, ¿con quién debemos hablar aparte de con la familia?
—Bueno, hay personas dedicadas a la enseñanza que trabajaban con ella. Puedo facilitarles sus nombres, sin problemas, pueden preguntarme todo lo que quieran. Les contaré todo lo que sé, no tengo nada que ocultar.
—Muy bien, en ese caso, antes de que hablemos con la familia, quizá podría decirme si tenía enemigos —dijo Michael—, y antes de indignarse, hágame el favor de pensarlo —añadió cuando Moish despegaba los labios para protestar.
—Está bien, está bien —titubeó Moish—. Osnat, creo yo, era la más… Era muy guapa, y eso siempre hiere susceptibilidades. Y estaba casada con Yuvik. Y Dvorka es su suegra, y todo el mundo admira a Dvorka, así que ése es otro motivo de envidia. Yo qué sé —dijo, volviendo a llevarse la mano al estómago—, en los kibbutzim siempre hay muchos rencores, y éste no es la excepción. Hay mala voluntad —dijo con el rostro convulso—, no digo que no —y volvió a encerrarse en sí mismo.
—¿Puede facilitarme nombres?
—¿Para qué? —preguntó Moish receloso, y luego dijo con firmeza—: Por ahí no estoy dispuesto a pasar. Le digo que está usted loco. Quiere que le facilite los nombres de las personas que… ¿qué? ¿Que querían matarla?
Michael no dijo nada.
—Eso no es así ni lo ha sido nunca —declaró Moish—, ¡ni nunca lo será! Les digo que ustedes no comprenden el significado de la palabra «kibbutz». Es como una gran familia. ¿Cómo puede decir una cosa así?
—Usted mismo ha dicho que aquí hay muchos rencores —le recordó Michael con tacto.
—Rencores, sí. Cómo no los va a haber, somos seres humanos. Pero no hay violencia. Y, desde luego, no el tipo de violencia a la que usted se refiere.
—Está bien, intentemos abordar la cuestión desde otro ángulo —sugirió Michael—, concentrémonos en el paratión.
—¿Qué quiere saber del paratión? —preguntó Moish más calmado.
—Según tengo entendido, el Ministerio de Agricultura ha prohibido el uso de paratión —aseveró Michael.
Moish asintió con un gesto, y, por primera vez, sonrió. Fue una pequeña sonrisa, que reveló dos filas de dientes blancos y bien formados e iluminó, cual rayo de sol en un día lluvioso, su cara angustiada. Michael pensó en la pasmosa capacidad del ser humano para adaptarse a las nuevas situaciones, en la velocidad con que su interlocutor se había repuesto y había esbozado una sonrisa espontánea, a la vez que en sus ojos se insinuaba un centelleo travieso.
—Sí, es cierto, y no nos tendría que haber hecho falta que lo prohibieran —se disculpó Moish—, porque aquí tuvimos un accidente con paratión en su día, y, de hecho, el afectado fue Aarón Meroz, que era el encargado agrícola. En aquellos tiempos fumigábamos con paratión protegiéndonos con máscaras antigás; estoy hablando de hace treinta años, no, veintitantos; y la máscara de Aarón estaba agujereada, o se le cayó la válvula o algo así, no lo recuerdo con exactitud, pero el caso es que sufrió un grave envenenamiento por paratión. Se quedó tendido en los campos, según me contó mucho tiempo después, y vio la muerte cara a cara. Estaba convencido de que había sonado su hora. Pero pasado un rato largo logró levantarse y desaparecieron todos los síntomas, el mareo, las náuseas, todo; y fue a contárselo a Srulke —el centelleo travieso y la sonrisa se extinguieron en su rostro—. Srulke era mi padre, y el encargado del diseño de jardines —explicó—; Aarón se lo contó todo y Srulke se asustó muchísimo. Por lo general era un tipo muy tranquilo, pero en esa ocasión se puso frenético, fuera de sí, y llevó corriendo a Aarón a ver a la enfermera, Riva era la enfermera en aquel entonces, ya ha fallecido. Y mi padre también. —Moish suspiró y se cubrió el rostro con las manos—. En fin, no fue necesario aplicarle ningún tratamiento porque había eliminado el veneno de forma natural, y desde entonces se dejó de usar paratión para fumigar los algodonales. Pero… —hizo una pausa bajando la vista hacia la mesa.
—¿Pero? —le instó Michael.
—Pero Srulke, mi padre, guardaba unos cuantos frascos de paratión para los rosales y otras plantas. Según él no había nada como el paratión.
—¿Dónde los guardaba? —preguntó Michael, oyendo el rasgueo de la pluma con que Majluf Levy iba tomando diligentemente nota de todo, y el crujido de las páginas que pasaba con el dedo humedecido, sin acordarse de la pequeña grabadora que Michael llevaba en el bolsillo.
—Los guardaba bajo llave en el cobertizo de los productos venenosos, un lugar seguro. Para prevenir accidentes en general, y sobre todo por los niños —explicó Moish.
—¿Dónde está ese cobertizo? —quiso saber Michael.
—Se lo puedo enseñar. Cerca de los límites del kibbutz, no muy lejos del granero de semillas de algodón. Por eso se toman tantas precauciones para que siempre esté bien cerrado, porque a los chavales les gusta deslizarse por el grano. En el granero se guarda un buen montón hasta que se lo llevan, y los chavales se divierten mucho tirándose encima desde el altillo.
—¿Y quién tiene acceso al cobertizo? ¿Quién está a cargo de él?
—El encargado es Yoopie, él tiene la llave, ahora es el E. A.
—¿E. A.? —preguntó Michael.
—El encargado agrícola —explicó Moish—. Cebada, algodón, girasoles… Pero mi padre también tenía una llave —añadió con una nota de animación—, y Yoyo tiene otra ahora porque se ha hecho cargo del diseño de jardines provisionalmente.
—¿Y quién de ellos tenía trato con Osnat?
—Sobre todo mi padre, y Yoyo también, porque, en su calidad de secretaria, Osnat… Da igual, no hace al caso. También trataba con Yoopie, pero no es una relación digna de comentario. A Osnat no le gustaba su sentido del humor. Yoopie es un personaje peculiar.
—¿Y Osnat? ¿Ella no tenía una llave?
—¡No! ¿Para qué iba a tenerla? —comentó Moish—. Con el debido respeto, no tenía ni idea de las labores del campo. Llevaba años dedicada a la enseñanza y, salvo cuando se hacían movilizaciones generales y todo el mundo participaba en los turnos de trabajo en el momento álgido de la temporada, para la recogida de albaricoques o melocotones, pongamos por caso, Osnat ni pisaba los campos. Ni tampoco se ocupó nunca de su jardín privado; se lo cuidaba mi padre.
—¿Y su padre guardaba paratión en casa? —preguntó Michael con repentino interés.
—No, no lo creo —dijo Moish—. ¿Para qué iba a guardar paratión en casa? Era muy cuidadoso, incluso se podría decir que puntilloso. Yo nunca he visto paratión en casa, pero puedo comprobarlo. Los llevaré al cobertizo una vez que… —su rostro se ensombreció— una vez que hayan hablado con Dvorka y Shlomit y Yoav, están todos en la habitación de Dvorka, esperándolos, y no quiero que… Vamos, los acompaño hasta allí —exhaló un hondo suspiro.
Michael sentía una tensión creciente, que se iba agudizando a medida que se aproximaban a la «habitación» de Dvorka. Era una casa de dos habitaciones en una zona relativamente nueva del kibbutz. Por el camino vieron otras zonas de construcción aún más reciente.
—Son las casas de la gente mayor —explicó Moish cuando le preguntaron quién vivía allí—. Las construimos hace unos diez años y, más adelante, cuando construimos casas nuevas para nuestra generación, allá, en Los Ficus —dijo, señalando el extremo del kibbutz que quedaba a la derecha—, éstas se quedaron anticuadas.
—¿Y dónde vivía Osnat? —preguntó Michael.
—En los Ficus.
—Les han puesto nombres a los distintos barrios —señaló Michael.
—Sí —respondió Moish sin sonreír—, en un principio nos servían para distinguir las zonas, y acabaron convirtiéndose en nombres. El kibbutz se ha hecho bastante grande. Tal vez sería otro aspecto a investigar —comentó amargamente—. Ya han hecho investigaciones sobre todo lo demás. Hemos llegado, ésta es la habitación de Dvorka —y se adelantó.
La «habitación de Dvorka» era la última casa de una fila de adosados. El jardín delantero era tan vistoso que, a pesar de los nervios, Michael se detuvo a admirar los macizos de flores en espera de que los hicieran pasar. Moish llamó a la puerta y entró. Transcurrieron un par de minutos antes de que saliera y le hiciera un gesto a Michael con la cabeza. Majluf Levy lo siguió cabizbajo.
La mujer que allí los esperaba causó una honda impresión a Michael pese a su avanzada edad. Su rostro, surcado de profundas arrugas, poseía una gran fuerza. Sus ojos azul oscuro, inyectados en sangre, se volvieron hacia él con mirada penetrante, y su boca ancha, de comisuras curvadas hacia abajo, se torció apenas. Tenía el pelo completamente blanco y recogido en un moño. Vestía pantalones grises y una camisa blanca de corte masculino, y parecía una mancha blancogrisácea contra el fondo colorista del sillón. La muchacha que estaba sentada a su lado, en un sofá, y a quien presentaron diciendo que era Shlomit, la hija de Osnat, había heredado la boca grande y ancha de su abuela, pero sus ojos eran verdes y rasgados. Yoav, su hermano, que aparentaba la edad de Yuval, vestía uniforme militar y también tenía unos ojos verdes y rasgados que resaltaban en su tez morena. «Saludable belleza israelí», apodó inmediatamente Michael a aquel muchacho singularmente apuesto. Lo miraban como si llevaran horas estáticos, sin hacer otra cosa que aguardar su llegada.
—¿Dónde están los pequeños? —preguntó Moish.
—Se los ha llevado Jaguit —respondió Shlomit.
Dvorka miró a Majluf Levy y le saludó inclinando la cabeza, sin decir nada.
—Son de la policía —dijo Moish—. Os presento a… Disculpe —dijo azarado—, tiene que recordarme su nombre.
—Michael Ohayon.
—Pertenece a la Unidad de Grandes Delitos. Y éste es el inspector Levy, a quien ya conocéis —continuó Moish, y los tres los miraron con tensa expectación.
Michael reconoció signos de miedo en la cara de Shlomit. El semblante de Dvorka era tan impenetrable como una máscara de yeso.
—¿Ya tienen los resultados del examen? —preguntó Shlomit, y todos se quedaron a la espera mientras Michael asentía.
—Ha sido el paratión —soltó Moish—, el paratión, ¿os lo podéis creer?
Majluf Levy meneó la cabeza y dirigió a Michael una mirada de reproche.
—¿Cómo que el paratión? —inquirió Shlomit con gesto de incomprensión e incredulidad.
Los tres alzaron unos ojos estupefactos hacia Michael mientras éste les repetía lo que antes había explicado a Moish. Los incisivos ojos rojoazulados de Dvorka le imponían un gran respeto. A pesar de que sentía su fuerza de atracción, evitó mirarlos y se concentró en los ojos de los jóvenes. Después al fin osó mirarla a ella. Tenía los labios firmemente apretados y aire de no haber oído ni una palabra de lo que se había dicho.
—Pobre mujer, qué situación la suya —dijo Moish una vez que hubieron salido de la habitación—, es como Job. No comprendo cómo no se le ha roto el corazón. A veces me da la sensación de que oigo sus chasquidos, como si estuviera rompiéndose.
Michael, que seguía a Moish camino del cobertizo de los productos venenosos, estaba replegado en sí mismo, ajeno al entorno, viendo sin ver las amplias extensiones de césped y los carteles colgados de los grandes árboles, que sólo más adelante recordaría haber visto; no se le iba de la cabeza la frase que había pronunciado Dvorka al final de la conversación:
—Cualquiera que no haya vivido nunca en un kibbutz —había dicho sin mirar a Michael ni a Majluf Levy, como si fueran una entidad indefinible e indigna de ser tomada en consideración— no tiene ni idea de cómo es. Es imposible entenderlo desde fuera, toda su investigación es un sinsentido. Están perdiendo el tiempo.