6

—¿Así que ahora estás en la UNIGD? —preguntó con admiración la secretaria del director del Instituto de Medicina Forense—. ¿Y ya te han nombrado superintendente jefe? Es una pena que no lleves uniforme, te sentaría bien —dijo con afectación mientras llamaba al director tocando un timbre.

—Muy buenos días tenga usted —dijo el director saliendo de su despacho—. ¿Cómo se encuentra su señoría? Tenemos algo que comunicarte.

—¿Habéis terminado? —preguntó Michael.

—Claro que hemos terminado —repuso el doctor Hirsh—, pero vamos a llamar a André Kestenbaum, ha sido él quien ha practicado la autopsia.

—¿Pretendes mantenerme en vilo? —dijo Michael—. ¿De qué se trata?, ¿de una especie de ejercicio pedagógico?

—¿Café? —preguntó Hirsh.

—Primero quiero saber si tengo entre manos un caso policial —dijo Michael—, y nunca he trabajado con André Kestenbaum. Creo que ni siquiera lo reconocería.

—Nunca has trabajado con él porque en Jerusalén no hay distritos agrícolas, y Kestenbaum es un experto en agricultura. Ya lo verás. No sé por qué estás tan tenso —luego Hirsh sonrió y dijo—: ¿Es tu primer caso con la UNIGD? ¿Qué cargo tienes?, ¿jefe de sección? Hasta el día de hoy sigo sin comprender cómo tienen estructuradas las cosas, cómo funciona exactamente.

—No hay nada que comprender. Sí, soy jefe de sección, y si quieres saber algo, pregúntaselo a Nahari, que viene por aquí un día sí y otro no —dijo Michael, mientras tomaba asiento y estiraba las piernas.

—Bueno, ya sabes cómo son las cosas, nosotros estamos aquí con los cadáveres —dijo Hirsh sonriendo—, lejos de los problemas reales. Y lo bueno de los muertos es que no hablan. Pero las personas hablan por los codos y ahora que eres jefe de sección podrías habernos mandado a alguien en tu lugar. Tienes doce personas a tus órdenes… ¿Cómo es que nos honras con tu presencia?

—No sabía que os hubiera llegado el rumor —dijo Michael sonriente.

—¿Cuál? ¿Que no te gusta venir por aquí? ¿A vernos trabajar con los fiambres? ¡Venga, hombre!

Michael sonrió sin decir nada.

—Así que la UNIGD es algo serio, nada de casos divertidos. —Hirsh lo miró risueño y continuó—: No me hagas caso, estoy desahogándome. Estamos desbordados de trabajo y por aquí no hay muchas personas con las que se pueda bromear.

—Ya que has empezado a hablar de casos, ¿qué me dices de éste? ¿Cuándo piensas contármelo?

—Dentro de un momento —repuso Hirsh, adoptando una actitud seria—. Quiero que te lo explique Kestenbaum, porque el mérito es suyo.

Michael echó un vistazo a la gran habitación, austeramente amueblada. Las paredes estaban cubiertas de estantes de una madera ligera y había tres grandes mesas, además del escritorio detrás del que estaba sentado el doctor Hirsh, que ahora, teléfono en mano, pedía unos cafés y que enviaran al doctor Kestenbaum a su despacho. La ventana enrejada de detrás del escritorio daba a una amplia extensión de césped que separaba el pequeño edificio blanco de la bulliciosa calle.

Cuando aún no había llegado el café, entró un hombrecillo delgado que también lucía un anillo de oro, aunque en el anular en lugar de en el meñique, y además no era tan grueso como el de Majluf Levy. Michael recordaba haberlo visto en un par de reuniones, siempre callado y en un rincón.

—Los dejo solos —dijo Hirsh—. Tengo que practicar otra autopsia. Dígale el diagnóstico —añadió dirigiéndose a Kestenbaum, sonriente—. No se lo puede imaginar.

Tomaron asiento a ambos lados del escritorio de Hirsh y André Kestenbaum colocó entre ellos un alargado paquete de Kent Lights y un fino mechero negro.

Por encima de su bata blanca asomaban el cuello de una camisa azul de nailon y una corbata, y sus manos, que jugueteaban con el mechero sobre la mesa, estaban cubiertas de manchas delatoras de su edad avanzada, inapreciable en sus movimientos engañosamente ágiles. También tenía la tez cubierta de manchas, y el ralo cabello, peinado hacia atrás al estilo de los actores de las viejas películas de Hollywood, dejaba al descubierto una frente ancha y arrugada, que daba a su rostro una expresión mitad de sorpresa mitad de enfado. Sus ansias de hablar resultaban conmovedoras. Arrancó tan pronto como se hubo sentado y no hizo más pausas que las necesarias para escuchar las escasas preguntas que Michael logró colar en su monólogo.

—En el extranjero yo no sólo era forense, también médico investigador; y, como médico y detective a la vez, se puede decir —comenzó diciendo.

Michael asintió y preguntó cortésmente de dónde era.

—De Transilvania —repuso Kestenbaum—. Estoy aquí ocho años, pero antes trabajo para policía de Hungría. —Michael se dispuso a escucharlo con paciencia—. Antes de decirle resultados —dijo Kestenbaum—, escuche por favor explicación de método de investigación en general.

Y, a continuación, se embarcó en una perorata sobre cómo en el extranjero, a diferencia de Israel, el cadáver no se trasladaba de la escena del crimen al Instituto de Medicina Forense, sino que se avisaba al médico encargado de investigar el caso para que acudiera al lugar de los hechos y no se tocaba nada hasta que llegaba; el médico era el auténtico mandamás.

A pesar de su marcado acento húngaro-rumano, a pesar de su extraño uso del hebreo, y pese a los detalles irrelevantes con relación al tema tratado o a cualquier otro, Michael Ohayon estaba decidido a no perderse ni una palabra y colocó su grabadora sobre el escritorio, entre ambos. El doctor André Kestenbaum no puso ninguna objeción, y el encogimiento de hombros con el que pretendía demostrar indiferencia dejaba ver a las claras que estaba disfrutando siendo el centro de atención; tenso y expectante, Michael era dolorosamente consciente de que Kestenbaum rara vez tendría la satisfacción de saber que sus palabras poseían verdadero interés para su interlocutor.

—Vamos a ver —dijo Michael—, ¿podría decirme, por favor, de qué murió?

—Paratión —respondió el forense, mirando fijamente a Michael—. El informe aún no he podido escribir.

—¿Paratión? —exclamó Michael dando un respingo—. ¿Está seguro?

—He examinado contenido del estómago, hígado, huesos. He encontrado paratión.

—Comprendido —dijo Michael anonadado—. Pero ¿cómo es que se le ocurrió buscar restos de paratión? ¿Por qué iba nadie a…? —recobró la compostura, dominó su voz y prosiguió en un tono más contenido—: Según tengo entendido, el paratión sólo se descubre con una prueba específica. ¿Cómo se le ocurrió realizar esa prueba?

—Si desea, esto puedo explicar —prometió Kestenbaum con mayor animación.

—Claro que lo deseo —aseguró Michael—. Es una suerte que lo haya descubierto, ¿verdad? ¿Había algún síntoma indicativo de que podía ser un envenenamiento con paratión?

Kestenbaum sacudió la cabeza varias veces.

—Si no se busca, no hay síntomas. Además, mujer llegó aquí demasiado tarde —esto desencadenó otra conferencia sobre los métodos de investigación en el extranjero; luego Kestenbaum se enjugó la frente y dijo—: Cuestión de experiencia. Tengo mucha experiencia de muertes en zonas agrícolas, motivo ese de la busca de paratión. Y, además, ya tuve un caso similar, muchos años antes.

Ambos guardaron silencio y, al cabo, Kestenbaum lo rompió, contemplando con falsa modestia la punta de sus zapatos:

—He escrito libro sobre este tema, libro de texto que se estudia en facultad de Derecho.

—¿No me diga?

—Sí, sí —aseveró con firmeza—, en Hungría, para ser sincero.

—¿Cómo se produjo el envenenamiento? ¿Ha podido averiguarlo?

—Naturalmente —repuso Kestenbaum, tranquilizando a Michael con un ademán—; hay varias posibilidades. No creo que a través de piel, porque si se pone paratión sobre piel, en cantidad correcta, la muerte es instantánea. Pero también había en estómago. Creo que bebiendo, o comiendo ciruelas, quizá.

—¿Quiere decir que fue un suicidio? —preguntó Michael, manoseando el botón de la grabadora, que Kestenbaum observaba complacido.

—Todo estará en el informe que enseguida voy a escribir —prometió—. No sé si fue suicidio, accidente o asesinato. Eso ya es trabajo suyo, cuando tenga datos.

—¿Y dice que ya tuvo un caso parecido en el pasado? —preguntó Michael—. ¿Podría quizá servirme de orientación?

Kestenbaum se encogió de hombros con gesto candoroso.

—¡Tengo muchos casos, huy, muchos, muchos! Pero una vez tengo uno de neumonía, se lo puedo contar.

—Cuéntemelo, por favor —pidió Michael.

Y Kestenbaum dio una larga calada y dijo dirigiéndole una mirada de advertencia:

—Lo contaré como una historia, ¿de acuerdo?

Y empezó a hablar sin esperar el consentimiento de Michael, que asintió en silencio, se cruzó de brazos, se arrellanó en la silla y estiró las piernas hacia delante sin retirar la vista del narrador.

—Un día, a finales de mes de diciembre, recibo llamada, siendo médico forense, porque niño de tres años ha muerto por tratamiento de penicilina en hospital público; el diagnóstico: neumonía. La madre lleva niño a clínica para que enfermera de guardia le ponga inyección de penicilina. Está de guardia porque es veinticinco de diciembre, cumpleaños de Jesucristo —miró inseguro a Michael y preguntó vacilante—: ¿Sí? ¿Se dice así?

—Sí, sí —confirmó Michael en tono alentador, y el rostro de Kestenbaum recobró el gesto dramático con que había comenzado el relato.

—Aunque oficialmente no es fiesta, es fiesta. Veinticinco minutos después de inyección de penicilina, mientras la madre charla de tonterías con enfermera, oyen un ruido y encuentran el niño a punto de morir; unos minutos más, y muere en hospital público —aquí Kestenbaum hizo una pausa, como para que su interlocutor digiriese la información recibida, y Michael se sintió obligado a mascullar un «ah» de comprensión y agradecimiento para mantener la apariencia de un diálogo.

—Surge ahora problema —prosiguió Kestenbaum— de si niño muerto por shock anafiláctico a la penicilina. Y este diagnóstico es trabajo de médico forense, es decir, preparar el informe diciendo si ha sido shock o no.

Llegado a este punto, Kestenbaum respiró hondo, giró la cabeza y le comunicó a la esquina del escritorio:

—Ahora sólo explicaré pequeños detalles, pero he escrito todo un libro sobre este tema.

—Sí, sí, lo recuerdo —dijo Michael asintiendo con la cabeza.

El forense volvió a bajar los ojos modestamente y continuó:

—Recibo llamada de fiscal de distrito para acudir a lugar de los hechos, porque como ya estoy explicando, no trasladamos cadáver a Instituto de Medicina Forense en primer lugar, porque traslado puede causar muchas consecuencias. Luego —el forense se enderezó haciendo un ademán con la mano que sujetaba un cigarrillo—, yo… la historia… —titubeó—, ahora voy a contar historia verdadera: digo a fiscal que, según lo que sé, aquel niño muerto treinta minutos después de inyección de penicilina, por eso es cien por cien seguro que no hay shock anafiláctico, ¡porque shock anafiláctico ocurre pocos minutos después de inyección! La muerte tiene que deberse a neumonía o lo que sea, pero no a inyección de penicilina. Puesto que muerte sucede en institución pública, fiscal decide que sólo médico forense puede hacer examen. Y yo fui a hacer autopsia.

La grabadora emitió un zumbido y el forense tomó aliento.

—Fui a hacer autopsia en marco de clínica pública donde murió. No encontré indicios de shock anafiláctico por penicilina. No encontré indicios de violencia que puedan explicar muerte, ahora bien… —Michael reprimió una sonrisa; la curiosa combinación de expresiones hechas como «ahora bien» y de burdos errores y otras peculiaridades conferían un carácter inimitablemente excéntrico a la manera de hablar de Kestenbaum, delatando el hecho de que el hebreo no era ni llegaría a ser su lengua—. Ahora bien —prosiguió Kestenbaum, convencido de que estaba hablando en hebreo con la mayor fluidez—, en contenido de estómago encontré restos de chocolate en etapa inicial de digestión. Entre otras muestras, entre muchas cosas tomadas para análisis —dijo distraídamente, como si no valiera la pena molestar a su interlocutor con pormenores científicos que no iba a comprender—, tomé también muestras de contenido de estómago, porque pensé desde mismo principio que chocolate de estómago quizá comprado en el campo, y sé que en esos lugares hay muchos ratones entre la comida y dan instrucciones de matar ratones con pesticidas, y pensé que quizá ratones habían paseado sobre polvo pesticida y luego dejado restos en chocolate. Quizá, quizá, quizá —la incertidumbre aumentaba con cada quizá, a la vez que se acentuaba la expectación—, niño muerto por ese motivo.

Al oír un par de veces la grabación, Michael percibió en aquel triple «quizá» toda la gama de sentimientos que tan bien conocía por su propia experiencia profesional. Todo estaba allí: el anhelo de que aquello fuera una solución, o al menos una pista, la satisfacción de haber tenido una intuición, la voluntad de seguir cualquier pista por insignificante que fuera y, por encima de todo, la habitual mezcla de desbordante orgullo y de la inevitable incertidumbre que acecha al orgullo. Una incertidumbre que no deriva de la falsa modestia, sino de las dudas que toda persona alberga sobre sus propias intuiciones, de la incapacidad de creer que de ellas aflorará la verdad… todo eso daba a entender aquel «quizá, quizá, quizá». La entonación con que fue repetida la palabra alcanzó una especie de clímax musical tras el que Kestenbaum pareció llamarse al orden y retomó su tono habitual.

Volvió a bajar la vista hacia el escritorio y prosiguió su relato.

—Las pruebas toxicológicas realizadas día después de autopsia demostraron que chocolate contenía pesticida por nombre paratión. Paratión es sustancia organofosforada. Un gramo de paratión puede provocar muerte de cinco personas de peso sesenta kilos mínimo. Un niño de esa edad, tres años, muere a causa de pocos miligramos. En cuanto supe que pesticida paratión era motivo de muerte, fui a lugar de los hechos, inmediatamente, antes de que entierren cadáver —y, en este punto, comentó que «en el extranjero, entierran a muertos dos días mínimo, o tres, después de muerte». Michael asintió.

—Pregunté a madre dónde comprado chocolate en cuestión. Eran fiestas cristianas, y es en fiestas cuando compran chocolate para niños. No digo a nadie más que a fiscal investigando caso cuáles son mis sospechas. Madre dice que antigua novia de ex marido mandó chocolate por correo, en paquete con muchos dulces, medio kilo máximo, y me da dirección. Me cuenta que ex marido estuvo con esta mujer juntos dos años, eran de mismo pueblo, y un domingo, en baile popular celebrado en casino del pueblo, ahora llamado Palacio de Juventud y Cultura, marido deja de pronto a novia y va a bailar con actual esposa, y le dice bajito al oído: «¿Quieres casarte conmigo?; semana próxima tengo que casarme con esa mujer, pero no quiero a ella, te quiero a ti». Ella dijo que sí y se casaron día programado para boda con otra mujer. Ese día otra mujer se fue de pueblo, deshonrada, marchándose a vivir lejos. Fruto de matrimonio, actual hijo, ahora difunto.

El doctor Kestenbaum se recostó en la silla y respiró hondo. Luego se inclinó hacia delante para continuar hablando. Michael estaba hechizado, hipnotizado, tan atrapado en la historia como un niño, igual que Yuval cuando muy de vez en cuando le contaba una historia verdaderamente truculenta y el chaval contenía el aliento, no sólo por miedo —Michael le cogía la mano en el oscuro dormitorio—, sino por el suspense.

—Desde boda, no tenían contacto con primera novia. Antes de un año de muerte de niño, el marido también abandona a mujer, se va a la ciudad, donde actualmente reside con mujer diez años mayor que él. Trabajo en la ciudad: conductor de autobús. Esta tercera mujer, desde punto de vista económico, muy bien situada. Al recibir paquete para hijo de primera novia, ella, la madre, piensa que primera novia todavía enamorada de marido y que por eso manda paquete para marido. Yo, en calidad de médico forense y detective, exijo inmediatamente restos de paquete y ella me da cajita de cartón conteniendo dos barquillos en forma de triángulo, por nombre Delta, y tres barritas de chocolate, por nombre Ran.

—¿Ron? —preguntó Michael.

—Sí, sí, Ran —repitió Kestenbaum—. Y seis dulces con celofán que se cuelgan de pino.

—¿Del abeto, quiere decir?

—Eso, de árbol de Navidad —explicó Kestenbaum, e inició de nuevo un canturreo, primero suave y luego in crescendo—. Cajita tapada con papel muy fino, de color amarillo, hoy fabrican ese papel de color blanco, quizá diez años antes veo por última vez ese papel amarillo. En paquete escrito nombre de expedidora, ¿remitente, se dice? —Michael hizo un gesto afirmativo—. Es decir, nombre escrito allí. Esa misma noche llamo a la puerta de remitente y ella me sorprende diciendo que no envió paquete y que durante más de tres años lleva sin contacto con pueblo, y especialmente con esa familia, que odia a muerte —esta última palabra fue pronunciada con todo el veneno con que debió de ser dicha originalmente.

»Después de interrogatorio de más de tres horas, llego a la conclusión de que ella no mandó paquete. Volví esa misma noche —hizo una mueca a modo de sonrisa que dejó al descubierto sus dientes, y se corrigió—: Esa misma mañana —y otra mueca fue seguida de la versión definitiva—: La misma noche-mañana volví a ver a la madre y le pedí dirección de su marido. El marido era conductor de autobús en ciudad exacta la misma donde yo trabajo. A la casa de esta persona fui ese mismo día. Ya sabe de muerte de su hijo, está demasiado afectado para responder nuestras preguntas. Por favor, que volvamos después de entierro. Después de unos días consigo orden de registro para su casa. Vamos allí, interrogamos a marido y a amante. No, ellos no enviaron paquete ninguno, no saben nada de eso, él sólo paga la pensión de hijo y esposa durante más de un año ya y, aparte, no manda nada. Después de realizar registro, encuentro mismo papel exacto que ya no se fabrica, lo encuentro allí, en un cuarto pequeño… —llegado a este punto, Kestenbaum respiró hondo, aplastó la colilla de su cigarrillo, encendiendo otro, y, de pronto, dirigió una mirada penetrante a Michael y preguntó—: ¿Usted nacido aquí mismo o en el extranjero?

—En el extranjero —respondió Michael, preguntándose adónde querría ir a parar el forense.

—Pero no en Europa del Este —afirmó Kestenbaum.

—No, no —confirmó Michael—, en Marruecos.

—Ajá, por eso no lo sabe. Explico. Allí, en Hungría, en Rumania, en Polonia, no hay refrigeradores, sino un cuarto pequeño.

—¿Una despensa? —inquirió Michael.

—¿Cómo? ¿Cómo se dice? —repitió la palabra con esfuerzo y retomó el hilo de su relato en el tono de quien está proporcionando una información intrascendente entre paréntesis—. Y además de lápices, plumas, tintas, también me llevé eso, hice inventario de todo. En laboratorio policial comparamos tinta con tinta de dirección escrita en paquete y el resultado: ¡negativo!

Michael enarcó las cejas y chascó la lengua, y Kestenbaum le sonrió como quien sonríe a un niño y dijo:

—Un minuto, no es el final.

—¿Qué hizo entonces? —preguntó Michael.

—Reunimos más de treinta niñas de colegio que conocen a la familia, porque sabemos, desde punto de vista psicológico, que la dirección fue escrita por chica joven, no por un hombre. Allí —se inclinó hacia delante y prosiguió con expresión socarrona y despectiva—, en mi país, investigaciones se llevan a cabo diferentemente —y, con esto, concluyó por el momento sus críticas al Instituto de Medicina Forense y al país en general, y sin esperar la reacción de Michael, continuó—: Las treinta escriben dirección exacta, treinta veces total. Desde punto de vista grafológico, ninguna correspondía.

Se desembarazó del cigarrillo dejándolo en el cenicero y descargó un golpe sobre el cristal que cubría el escritorio con un gesto que decía: «Así como se lo cuento, parecía un caso perdido». Elevó inmediatamente los ojos hacia el rostro atento de Michael y, satisfecho de ver que lo escuchaba con la debida curiosidad, continuó:

—Entretanto envié papel encontrado en… ¿cómo se dice?… ¿tespensa?

—Despensa —le corrigió Michael, y Kestenbaum hizo un gesto de asentimiento.

—Para examinar junto con borde de papel de paquete —cogió un folio de encima del escritorio, lo desgarró en dos y demostró cómo encajaban las mitades—. Pues bien, ya sabe cómo son esas pruebas, hacen fotografías microscópicas de estas cosas, trabajo muy difícil.

Michael podría haberse ahorrado el gesto de asentimiento, porque Kestenbaum prosiguió sin desviar la vista del folio:

—Dos semanas después recibo resultados diciendo que borde de papel encontrado encaja al cien por cien con papel de paquete, ya sabemos que paquete fue enviado desde casa de marido.

Kestenbaum suspiró como si hubiera revelado el quid del asunto. Michael encendió un cigarrillo y ofreció el paquete a su interlocutor, que lo miró desdeñosamente y comentó:

—Desde huelga en fábrica de cigarrillos de Dubek sólo fumo tabaco importado.

—¿Qué sucedió después? —preguntó Michael.

Kestenbaum volvió a suspirar.

—Desde punto de vista legal, era imposible demostrar que ellos enviaron paquete. Pero nosotros ya sabíamos que papel de paquete venía de allí. Nuestra última carta para demostrar en juicio que ellos enviaron paquete era carta psicológica. Pero ahora surge problema básico, principal, ¿cómo sé que chocolate comido por niño venía de ese paquete? Podía haber otro chocolate. La madre nos dijo que después de inyección dijo a su hijo: «Si dejas que enfermera te pone inyección, te daré chocolate». En el laboratorio toxicológico del Instituto de Medicina Forense, di una tableta de chocolate a ratones, una de tres barras Ran de paquete. Los ratones comieron y no pasó nada. Di todos los barquillos y todos los dulces de Navidad a otro grupo de ratones… Ratones sobreviven. Sólo quedan dos tabletas de chocolate con envoltura original —hizo una breve pausa para mirar a Michael con evidente regocijo y luego continuó, haciendo hincapié en todas las palabras—: En presencia de fiscal doy a grupo de siete ratones una tableta, esperamos tres horas… Ratones cien por cien sanos. Queda una tableta. Digo a fiscal: «Probemos ésta». Él examina envoltura, tan original como si nunca abierta, y me dice: «¿Por qué esperar tres horas?, yo la como ahora mismo».

Kestenbaum dirigió a Michael una sonrisa traviesa y Michael le sonrió a su vez.

—Abro papel de fuera. Veo chocolate tapado con papel de plata original. Después de quitar éste también, sobre superficie de chocolate, donde está escrito Ran, veo línea gris, el resto brillante. Damos un trocito de línea gris a un ratón, muerto inmediatamente. Damos a resto de ratones más chocolate… Todos muertos. Al examinar sangre de ratones muertos descubrimos paratión. Al examinar huellas de substancia en chocolate, paratión. Ahora todo el mundo sabe que chocolate con paratión enviado por marido —concluyó Kestenbaum con la expresión triunfante de quien escribe «Q. E. D.» al final de un teorema.

Michael asintió y dijo:

—Buen trabajo, enhorabuena.

Kestenbaum bajó la vista modestamente, como si no le hubiera oído, y dijo:

—Espere, no es el final.

—Ya me lo imagino —dijo Michael, cruzando los brazos y estirando las piernas.

—Día siguiente, sé que marido trabaja conduciendo autobús. Sé en qué estaciones para. Junto con director de estación de autobuses, a las dos en punto exactas, voy a autobús, cojo a marido, lo meto en jeep y lo llevamos a tribunal donde espera fiscal. Antes, arrestamos a amante y la dejamos en pasillo, y cuando llegamos con marido él ve amante allí, entre dos policías, arrestada.

—Hum —gruñó Michael reflexionando.

—En primer interrogatorio realizado en despacho de fiscal decimos: «Escucha, tu amante nos ha contado todo. Si quieres ser testigo del Estado, tu condena será menor… Ella nos ha contado todo». Y él dijo: «Por esa bruja maté a mi hijo».

El tono de Kestenbaum se volvió casi indiferente, como si a partir de ese momento sólo restara contar la parte anodina de la historia. Como en una novela de detectives, pensó Michael. Lo emocionante es el proceso y no el predecible final.

—Y dice que esa mujer quiere echarlo de su casa porque de su sueldo está obligado a pagar un tercio para pensión de su hijo. ¿Qué puede hacer?, matar a su hijo. Entonces ella le dice cómo matarlo. Ha hablado con técnica de laboratorio sobre pesticida, sabe qué cantidad provoca muerte. Esa misma noche fueron a ver a esa técnica, ella puso paratión en dos tabletas de chocolate Ran con ayuda de pipeta y, luego, joven técnica escribió dirección. En habitación de enfrente otro equipo cuenta a amante misma historia: «Si confiesas…». Arrestamos a técnica.

—¿Por qué los ayudó la técnica de laboratorio? —preguntó Michael.

Kestenbaum lo miró perplejo y, como si nada pudiera ser más obvio, respondió:

—Por dinero, claro —luego prosiguió como si no hubiera habido interrupción alguna—: Cuatro horas después aproximadamente ya estaban claros cargos contra los tres por provocar muerte con paratión. Marido, diecinueve años de condena. Amante, dieciocho años. Técnica, seis años.

—Enhorabuena, buen trabajo —repitió Michael, meneando la cabeza para subrayar su admiración.

—Algo le digo —dijo el patólogo, haciendo caso omiso de los elogios—. Ocho años antes vengo aquí, no tenía criterio para juzgar. Pero ahora sé que trabajo aquí es pesado, muy pesado. En mi país somos investigadores. Cuando vengo aquí y conozco a gente de Instituto de Medicina Forense, se los digo, tenemos que estar en la escena del crimen. Y ésta no es más que una historia pequeña, muy pequeña. Tengo otras, muchas, ¡ah, cuántas historias tengo! Durante días se las puedo contar.

—Estoy convencido de ello —replicó Michael, echando un vistazo a su reloj—. Me encantaría escucharlas. Tal vez podamos quedar otro día, si usted quiere.

—¿Por qué no? —respondió Kestenbaum con una indiferencia que no logró disimular su entusiasmo, y Michael se sintió culpable por su propio éxito profesional, por su relativa juventud, por estar perfectamente adaptado a aquel país y a aquella cultura, por lo fácil que le resultaba la vida; y casi hubo de reprimirse para no darle una palmadita al doctor Kestenbaum, aunque ya le había demostrado todo el aprecio que era posible demostrar sin caer en la exageración, sin parecer irónico (y el excéntrico hebreo del forense, unido a su expresión de suficiencia, ciertamente se prestaban a ironizar). ¿Por qué tenía que sentirse culpable y privilegiado ante aquel hombre, que tenía un buen puesto de forense en el Instituto? Para aliviar la sensación opresiva derivada de sus remordimientos, y también porque realmente le interesaba saberlo, solicitó una explicación sobre cómo actuaba el paratión.

—Explico, explico todo —dijo Kestenbaum como quien se dirige a un niño impaciente—. También le muestro todo inmediatamente —prometió; y, alzando la vista al techo, dijo rápidamente—: Paratión es veneno para colinesterasa química, usado en guerras químicas de mundo entero. Acetilcolina causa acción sobre músculos, incluyendo cardiacos y respiratorios, afectando sistema nervioso central, deprimido, y sigue la muerte. Venga conmigo, ahora le muestro.

Se puso en pie y Michael hizo lo propio y caminó tras él por los anchos pasillos hasta una sala donde Kestenbaum descolgó una llavecita de un tablero y abrió la habitación contigua, adonde Michael lo siguió obedientemente.

En aquella habitación, el forense se detuvo ante un armario metálico gris cerrado con un gran candado, que abrió con la llavecita; señalando un estante, dijo:

—Aquí, aquí tiene todo —en el estante se alineaban frascos y botellas y la habitación desprendía un desagradable tufo a ratones y productos químicos. Kestenbaum se reclinó contra la pared y dijo—: Por favor, puede ver todo, lo que dice en botellas, todo.

—¿Quién se ha llevado la llave? —oyeron decir a alguien en la habitación contigua.

—Yo, aquí, yo la he llevado, no te preocupes —respondió Kestenbaum, y dijo a Michael en un susurro—: Doctor Cassuto, nuestro toxicólogo.

Un par de segundos después entraba un hombre vestido de bata blanca que, sin ser joven, no llegaba a la edad de Kestenbaum. Cassuto recordaba el cargo de Michael y el propósito de su visita, pero no su nombre.

Michael se presentó al toxicólogo y dijo:

—Enséñeme dónde está el paratión en esta cueva de Alí Babá que tienen aquí.

—Aquí lo tiene —dijo el doctor Cassuto con acento de israelí de nacimiento, sacando un frasquito metálico plateado—. Incluso sujetarlo en la mano es peligroso —advirtió.

Kestenbaum, que se había hecho a un lado, asintió con la cabeza y masculló:

—¡Ajá!

Michael observó el frasco y leyó con interés la etiqueta —FOLIDOL E 605.45,7%—, y al mismo tiempo advirtió que Kestenbaum se encogía en su rincón, como un niño tímido tratando de ocupar el menor espacio posible.

—¿Es así como se presenta en el mercado? —preguntó Michael—. ¿Lo venden en un frasco así?

—Este frasco procede de Alemania —explicó Cassuto en tono indiferente y seguro—. Contiene la sustancia sin diluir. Para usos agrícolas se diluye. Y también hay que disolverla. En una sustancia especial, que no se disuelve en agua. Aquí, en Israel, se supone que no se puede comercializar sin un permiso especial.

—Tonterías —exclamó Kestenbaum desde su rincón—. En territorios encuentras esto por todas partes.

—Sí —convino Cassuto—, en los territorios ocupados es fácil de encontrar, y además también le dan un mal empleo. Usan el paratión en los asesinatos para limpiar el honor de la familia y otros asuntos suyos, pero yo me refería a la prohibición de usarlo.

—Eso no es correcto tampoco —le refutó Kestenbaum—, no es correcto en absoluto. ¿No te acuerdas de caso de niña con queroseno?

Se volvió hacia Cassuto con ademán acusador y éste, momentáneamente vencido, dijo:

—Sí, fue un caso terrible; una niña se lavó el pelo con queroseno para despiojarse y el queroseno estaba mezclado con paratión, con lo que nunca más salió del baño. Murió instantáneamente.

—¿Y abuela? ¿Qué dices de abuela? —inquirió Kestenbaum.

—Sí, hubo otro caso de una abuela que quiso quitarle los piojos a su nieto y se repitió la historia. Queroseno mezclado con paratión y muerte instantánea.

—Hay montones de historias —dijo Kestenbaum en tono levemente desdeñoso—, montones, todas las que uno quiere. Ayer mismo colega de aquí me dijo que quiere fumigar seto contra… da igual… contra algo, y su mujer trae producto de farmacia y cuando lee etiqueta, detrás, donde pone composición, ¿qué ve? ¿Qué ve? —se dirigió a Cassuto con franca expresión de reproche—: ¡Ve que pone paratión! —dijo triunfante—. ¿Por qué dices que contra ley?

—No he dicho que fuera ilegal. En ningún momento he dicho que estuviera prohibido en Israel; simplemente he comentado que el Ministerio de Agricultura ha dejado de utilizarlo —replicó Cassuto, displicente.

—¡No mueva así! —exclamó de pronto Kestenbaum, y se precipitó a quitarle el frasco a Michael, que estaba dándole vueltas entre las manos.

—¿Hasta qué punto puede ser peligroso un frasco así? Está cerrado herméticamente, ¿no? —se disculpó Michael, y los dos médicos lo miraron con lástima.

Kestenbaum devolvió el frasco a su lugar en el armario metálico y lo regañó:

—¿Sabe cómo es fuerte? Tres gotas sobre piel, ¡y se va a otro mundo!

—No está diluido, ¿sabe?, aquí lo tenemos concentrado casi al cincuenta por ciento —dijo Cassuto—. Para usarlo hay que disolverlo y diluirlo.

—¿Recuerdas historia que te conté con manta? —preguntó Kestenbaum al toxicólogo—. Cuenta, cuenta.

—Sí —respondió Cassuto con gesto de aburrimiento—, el doctor podría contarle un caso de muerte por contacto con una manta de lana que antes cubría a un caballo al que despiojaron con paratión. Y el hombre que usó la manta a continuación murió.

—¡Y murió cómo! —exclamó Kestenbaum alegremente—. Estaba en medio de hacer el amor y de pronto ¡muerto! —sonrió para sí y luego se puso serio—. Ése también caso que investigué en el extranjero.

—Lo siento, no lo sabía —se excusó Michael, y luego preguntó—: ¿Cuál es la dosis letal del paratión?

—Veinte miligramos por sesenta kilos dosis letal —respondió Kestenbaum con seguridad.

—No estoy seguro de que sea la dosis correcta —comentó Cassuto incrédulo.

Kestenbaum se ruborizó y alzó la voz:

—Lo digo yo, lo sé.

—¿Por qué tenemos que saberlo si podemos buscarlo y calcularla con exactitud? —preguntó Cassuto, cerrando el armario y comprobando que el cerrojo había quedado bien echado antes de dirigirse hacia la sala contigua, donde colgó la llave en su sitio y luego extrajo un grueso volumen de la estantería; lo hojeó murmurando «paratión, paratión», y se volvió hacia Michael para preguntarle—: ¿Lee usted alemán?

—Ya quisiera yo —replicó Michael.

—Es una lástima, porque podría haberle dejado mucho material de consulta —dijo Cassuto, todavía pasando las páginas.

—Una pérdida de tiempo —masculló Kestenbaum—. Ya he dicho que veinte por sesenta kilos. ¿Por qué no me crees?

—Dentro de un minuto lo veremos, en cuanto lo encuentre aquí —repuso Cassuto con impasible tranquilidad, y luego exclamó—: Aquí lo tengo. Paratión, dosis letal: un tercio de miligramo por kilo, eso es.

—Veinte miligramos por sesenta kilos, como dije, ¿o no?

—O lo que es lo mismo, menos de un cuarto de cucharita de café, que tiene una capacidad de cinco centímetros cúbicos —dictaminó Cassuto, haciendo caso omiso de la exclamación victoriosa de Kestenbaum, que lo miraba con odio no disimulado.

—Acabamos aquí, ¿verdad? —le dijo a Michael, casi cogiéndole de la mano.

—Sí —respondió Michael. Echó una ojeada al reloj y vio que eran las seis de la tarde—. Entonces —le dijo a Kestenbaum mientras éste lo acompañaba al aparcamiento cubierto, donde sólo quedaban dos coches—, ¿en los kibbutzim siguen usando paratión?

—Oficialmente no. Oficialmente no, pero agrónomos de vieja generación gustan de fumigar con este veneno. Quizá tienen un poco de paratión, ¿por qué no? Pueden encargar a Alemania.

Antes de arrancar el coche, Michael estrechó la mano que Kestenbaum volvía a tenderle; parado junto a la ventanilla, los ojos clavados en el suelo y en voz baja, el forense dijo:

—Si tiene oportunidad, por favor, menciona que yo descubrí…

—¡Claro, ni que decir tiene! Se llevará usted todos los honores —le aseguró Michael, y arrancó el Ford Fiesta.