5

Michael Ohayon no paraba de revolverse en la silla. Tan pronto cruzaba los brazos como los descruzaba y ponía las manos sobre la mesa. Pero ni los cigarrillos que fumaba en cadena ni el comedimiento de Emanuel Shorer, director del Departamento de Investigación Criminal, lograban relajar la tensión y la cólera que despedía el inspector Majluf Levy. Vestido de uniforme, Levy alisaba incesantemente una arruga invisible de sus pantalones y, de vez en cuando, se enjugaba la frente con un pañuelo que se sacaba del bolsillo con mucha ceremonia, operación para la que tenía que incorporarse un poco, y a continuación doblaba con cuidado el pañuelo antes de devolverlo a su sitio. Cada vez que rompía a hablar clavaba la vista en un punto del suelo mientras manoseaba el grueso anillo de oro que ceñía su fino y pulido meñique, tiraba compulsivamente la ceniza de su cigarrillo en el cenicero y, sólo entonces, levantaba la mirada hacia el hombre que tenía enfrente.

Michael Ohayon arrojaba la ceniza en su taza de café vacía, sobre los turbios posos donde se habían ido apagando una colilla tras otra con un breve chisporroteo.

El general de brigada Yehuda Nahari, jefe de la Unidad Nacional para la Investigación de Grandes Delitos o UNIGD, era el único de los presentes a quien no parecía importarle lo que ocurriese con el caso que tenían entre manos, como si no le concerniera. Incluso se le veía aburrido a ratos, y cuanto más se prolongaba la reunión, más breves se hacían los intervalos entre las ojeadas que echaba a su reloj; al final, sus dedos iniciaron un agitado y rítmico tamborileo sobre el borde de la mesa, que sólo se detuvo cuando apoyó el codo en la mesa y recostó la barbilla en la mano.

Cuando Michael se permitió suspirar, liberando con una pequeña explosión el aire que tenía comprimido dentro, Shorer dijo:

—Como ya he dicho antes, tenemos dos posibilidades, y, también repitiendo lo que he dicho, transferir el caso a la UNIGD no ha sido decisión mía sino del comisario jefe, así que no hay nada que discutir. Ahora bien, también existe otra posibilidad, en mi opinión la más adecuada, consistente en incluir en el equipo a alguien del subdistrito de Lakish, si es que estamos todos de acuerdo.

Por cuarta vez en la reunión, Levy dejó oír su voz, diciendo en un tono deferente cargado de orgullo herido y cólera reprimida:

—¿Todo esto a causa de la carta? ¿Aunque no haya en ella nada incriminador? —Shorer se abstuvo de decir nada—. Todos sabemos que no se trata sólo de la carta —continuó Levy, alzando por primera vez la voz—. Si lo que tuviéramos entre manos fuera un caso de aquí mismo, de Asquelón, a nadie se le habría ocurrido transferírselo a la UNIGD aunque se hubiesen descubierto dos cartas en lugar de una. ¿A qué viene esta sarta de embustes? Olvidémonos de quién va a conseguir el caso, pero al menos seamos sinceros.

En lugar de devolver la mirada ofendida a Levy, Michael fijó la vista en Shorer, cual discípulo leal y obediente.

—No debería tomárselo de una manera tan personal —dijo Shorer, conciliador.

—Entonces ¿cómo quiere que me lo tome? Dígame cómo tengo que tomármelo, vamos, dígamelo —protestó Levy, pegando un golpe sobre la mesa con su mechero de oro—. ¿Qué se han creído, que aparte de la UNIGD nadie domina el trabajo policial? Hay casos importantes y casos sin importancia, ¿se supone que tenemos que pasarnos la vida ocupándonos de rateros, ladronzuelos y putas? ¿A quién pretende engañar? El motivo no es la carta, sino el kibbutz. Por lo menos diga la verdad.

La gran ventaja de aquel estallido, pensó Michael Ohayon, cuidándose mucho de no desviar los ojos de la pared y de no mirar a los pálidos ojos de Levy para no atraer su ira sobre sí, la mayor ventaja era que todas las corrientes subterráneas que rebullían desde el principio de la reunión habían aflorado a la superficie. Majluf Levy tenía el valor de llamar las cosas por su nombre y era imposible hacer caso omiso de sus palabras. El arrebato que acababan de presenciar era un espectáculo inusitado en aquel foro. Las diferencias de rango y el hecho de estar reunidos en el cuartel general de la policía nacional deberían haberle hecho reprimirse.

—No le comprendo —dijo Shorer, ensayando otro enfoque—. Está hablando como si ya hubiéramos decidido que el caso requiere un equipo especial de investigación. Aún no hemos decidido nada. Y si llegamos a la conclusión de que se ha cometido un crimen, ¿tiene idea de lo que supone llevar a cabo una investigación en un kibbutz?

—¿Qué más da? —replicó Levy echando chispas—. ¿Dónde está la complicación? ¿Es que no respondimos bien cuando hubo que investigar los robos del kibbutz Mayanot? ¿O es que no supimos investigar aquel otro asunto de drogas? De golpe y porrazo, ¿ya no valemos para realizar una investigación interna? Pero ¿qué está pasando? Si me permite que se lo diga, señor, con el debido respeto, somos nosotros quienes mejor conocemos el terreno. El subdistrito de Lakish es nuestro territorio natural y, además, no somos unos novatos. Y me gustaría saber cuál fue la última vez que la UNIGD entró en un kibbutz —echó en torno una mirada de triunfo, todavía cabalgando sobre su inicial oleada de osadía.

Pero Shorer permaneció en silencio, con expresión impasible, y Levy bajó la vista. Nahari suspiró y miró al techo con desesperación, y el comandante Shmerling, oficial del Departamento de Investigación del distrito meridional, miró cansinamente a Majluf Levy y estaba a punto de decir algo cuando Shorer repitió:

—No ha sido decisión nuestra, y, de todas formas, no me parece a mí que este caso vaya a saltar a los titulares. Para ser franco le diré que lo veo como un caso perdido, y, yo en su lugar, me alegraría de no tener que ocuparme de él. El comisario jefe adoptó la decisión después de que usted informase sobre la carta, y, como muy bien sabe, la UNIGD existe precisamente para contingencias como ésta. No le comprendo —dijo suavemente, como si se dirigiera a un niño—, sabe perfectamente que cuando se presenta un caso de los denominados de interés público, en el que está implicado un parlamentario o cualquier otra personalidad pública, y no sabemos en qué aguas cenagosas vamos a meternos, siempre recurrimos a la UNIGD. Ya le han felicitado por la presteza de su actuación y, ciertamente, se ha hecho merecedor de los mayores elogios.

Majluf Levy no parecía haber asimilado aquellas alabanzas. Por el contrario, tenía el aire de quien se sabe vencido y ha optado por tomárselo lo mejor posible. Por su expresión se veía que estaba apelando a su razón para que dominase sus sentimientos. Suspiró.

—De acuerdo, se lo transferiré —dijo—, pero deberían darse cuenta de que no nos gusta que nos traten como a ciudadanos de segunda. Nosotros también estamos preparados para llevar a cabo investigaciones especiales, contamos con técnicos de laboratorio y todo lo necesario. Me gustaría que no lo olvidaran —y, con repentina animación, añadió—: Pero aún no hemos llegado a la conclusión de si se trata de un asesinato o de una muerte natural… ¿Por qué demonios hay que realizar una investigación reservada?

—No sé a qué se refiere con eso de «conclusión» —dijo Nahari—. Llegar a eso lleva su tiempo. Dentro de unas horas recibiremos el informe forense y conoceremos la causa de la muerte. De momento sólo estamos en alerta, porque si al final murió de neumonía resultará ser una falsa alarma. Así que ¿a qué estamos jugando? ¿A qué viene tanto jaleo cuando ni siquiera sabemos cómo se van a desarrollar las cosas? ¿A qué tanta susceptibilidad? ¿Qué más le da que Ohayon lo acompañe o que, por el contrario, se vaya al Instituto Forense? ¿No tenemos otros motivos de preocupación que el de restañar vanidades heridas?

Nahari se volvió hacia Shorer, que repasaba una vez más los papeles que tenía delante. Shorer meneó la cabeza y se quitó sus minúsculas gafas de leer, una nueva adquisición que había hecho aparecer una sonrisa perpleja en la cara de Ohayon cuando aquella mañana se las vio puestas por primera vez. La montura dorada rectangular se perdía en el ancho rostro de Shorer, que se justificó diciendo: «¿De qué te ríes? Me costaron cuatro dólares en Hong Kong, y tengo tres pares». Ahora, Shorer se quitó las gafas y dijo:

—Por mi parte no hay ninguna objeción, creo que la colaboración será útil. Por lo que a mí respecta, podemos ponernos manos a la obra.

—¿Tomamos antes un café? —preguntó Ohayon, a la vez que abría la carpeta que tenía ante sí.

Shorer consultó a los demás con la mirada.

—Yo preferiría algo frío —comentó Nahari—. Hace mucho calor en este Jerusalén; yo diría que no se está mejor que en Pétaj Tikvá.

—Pero aquí por lo menos es un calor seco, no como el de la llanura costera —señaló Shmerling—. Esto se parece más al Néguev, no se suda tanto como en Tel Aviv —añadió, buscando el asentimiento de Levy con la mirada.

Pero Levy continuó dando vueltas y más vueltas a su anillo, y se limitó a asentir con la cabeza y a decir: «Sí, gracias», cuando Shorer le preguntó si quería un refresco.

Cuando llegaron los cafés y las botellas de zumo, todo el mundo estaba absorto en la documentación de las carpetas. Shorer ofreció leche y azúcar a quienes tomaban café. Él mismo volcó tres cucharadas de azúcar en el café solo de Michael Ohayon y lo revolvió histriónicamente antes de tenderle la taza con gesto de asco, diciéndole:

—Aquí tienes tu veneno, no sé cómo nadie puede beber este almíbar.

Durante los siguientes minutos sólo se oyeron los ruidos que hacían al beber y al pasar las páginas. El aire acondicionado se había estropeado y el ventilador que zumbaba en un rincón no refrescaba la habitación, cada vez más cargada, limitándose a lanzar ráfagas intermitentes de aire caliente sobre los reunidos en torno a la mesa.

Shorer dejó ante sí la carpeta y partió en dos una cerilla quemada que había sacado de la caja de fósforos de Michael.

—Majluf —dijo—, ¿por qué no nos cuenta la historia completa? Conocemos los hechos, pero no los hemos oído en este foro, y podría decirse que ahora este foro está comenzando a funcionar como un equipo. ¿A qué estamos? ¿Hoy es siete de julio? Y ocurrió hace dos días, ¿verdad? —miró a Nahari, que asintió apurando su vaso de zumo.

—Eso es, deme un cigarrillo —le pidió Nahari a Michael Ohayon.

Michael le tendió el paquete de Noblesse por encima de la larga mesa y luego ofreció la cerilla encendida a Majluf Levy, que se arrellanó en su silla preparándose para lanzar una perorata.

El gesto de concentración de Majluf Levy revelaba su esfuerzo por sobreponerse al disgusto, y Michael sintió vergüenza ajena al ver así reflejados aquellos sentimientos. Después de la reunión, de la que salió con las piernas entumecidas, comprendió que más que vergüenza ajena lo que había sentido era una absoluta identificación con la inquietud demostrada por el inspector Majluf Levy, que en ningún momento se había ajustado a las ideas preconcebidas de Nahari sobre cómo había de ser un investigador del provinciano subdistrito de Lakish. Las cejas de Levy se fruncieron sobre sus pálidos ojos grises. Bajó la vista para luego alzarla hacia el techo, hinchó los carrillos inspirando a fondo, exhaló el aire lentamente por entre sus estrechos labios y, entonces, al fin posó las manos sobre la mesa y arrancó a hablar.

Michael se preguntó si alguno de los presentes estaría tan tenso como él, pero un cuidadoso escrutinio de los rostros que lo rodeaban no reveló señales de incomodidad ni expectación comparables a las suyas. Se dispuso a escuchar con atención, tratando de no hacer caso de las palpitaciones que sentía al mirar a Levy a la cara y ver el sorprendente parecido que tenía con su tío Jacques, el hermano menor de su madre, fallecido repentinamente años atrás de un ataque apopléjico mientras desempeñaba una misión de espionaje en Bruselas. Michael había estado muy unido a él. Era la persona a la que recurría cuando tenía cualquier problema. Ahora casi sonrió al recordar la conversación que habían mantenido en vísperas de su boda con Nira y las bromas que, tiempo después, Jacques le había contado para aliviar la tensión previa al divorcio.

Jacques era un solterón cuyos éxitos con las mujeres se habían vuelto legendarios en la familia. Él mismo nunca alardeaba de ellos. Acudía a las comidas familiares y demás ocasiones festivas llevando cada vez a una mujer distinta, y nunca se permitía un guiño cuando la presentaba como si fuera la primera mujer que nunca lo hubiera acompañado. De él había aprendido Michael a inclinarse sobre las mujeres y posar en sus ojos aquella mirada anhelante que les derretía el corazón. («Pero tienes que desearla de veras», le había advertido Jacques. «No se trata de actuar, aunque quizá sí de tener descaro»). Y siempre que Michael emprendía una nueva aventura amorosa, por pasajera que fuera, cuando le cedía el paso en una puerta a la mujer en cuestión, o escuchaba atentamente lo que le contaba, en sus oídos reverberaba el eco de algunas frases de Jacques. «Lo más inteligente que he oído en la vida», decía Jacques, citando a un popular cómico israelí, «es: “Sé un hombre, humíllate”. Sigue ese consejo, Michael, y no te equivocarás. Con esos ojos, ese cuerpo esbelto y esos bonitos labios que has heredado de tu padre, llegarás lejos. Sólo tienes que aprender a humillarte, pero sin pasarte». Y, llegado a ese punto, Jacques lanzaba una de sus estruendosas carcajadas, y en esto, decidió Michael, no se parecía en absoluto a Majluf Levy, que no se había reído espontáneamente ni una vez y en cuyos ojos no se veía el menor destello de malicia. «Humillarte significa no tomarte en serio a ti mismo, al menos no todo el tiempo», le había explicado Jacques en más de una ocasión.

Jacques también lucía un anillo de oro en el meñique de su mano derecha, un anillo con el que solía juguetear principalmente cuando le leía la cartilla a Michael. El padre de Michael había fallecido siendo él un niño, y su madre solía recurrir a su hermano para que ejerciera de padre en las raras ocasiones en que había que llamar al orden a Michael; como cuando se negó a comer durante varias semanas tras la muerte de su padre, o cuando se empeñó en ir a un internado en Jerusalén, o cuando estuvo un par de días desaparecido y lo encontraron en Elat.

Jacques falleció un año después del divorcio de Michael. A lo largo de su vida de casado se habían visto una vez al mes, los dos solos, en un restaurante de Jaffa especializado en pescado del que Jacques era cliente habitual. Jacques nunca criticaba a Nira y trataba a sus padres, Yuzek y Fela, con respeto y cortesía. Había conquistado a Fela la primera vez que se vieron cantando muy serio las alabanzas del pescado relleno que les sirvió y repitiendo de la compota de la que ella tanto se enorgullecía. Pero lo que realmente hizo que se ganara a Yuzek y a Fela, que también albergaban sus dudas con respecto a su yerno Michael, fue la serenidad que emanaba, su desenvoltura y sus perfectos modales. Desde la primera visita a su casa, Jacques se comportó como si hubiera cenado en innumerables ocasiones en casas de acaudalados comerciantes de diamantes de origen polaco. Y cuando fue a ver a Michael y a Nira con ocasión del nacimiento de Yuval, cuatro meses después de la boda, trató a Nira como si fuera la niña de sus ojos. Jacques era el único pariente de Michael que conseguía que Nira sonriera de placer y a veces incluso se ruborizara. Flirteaba descaradamente con ella a su manera sutil, nunca se presentaba sin un ramo de flores y nunca prolongaba excesivamente sus visitas.

Jacques vivía solo en un piso del centro de Tel Aviv desde donde emprendía sus viajes secretos. La madre de Michael temía por su seguridad, e incluso ahora, años después de que falleciera su madre, Michael aún parecía oír sus lamentaciones por su hermano pequeño, tan sólo dieciséis años mayor que Michael, que «no tenía una mujer que lo cuidara». Michael lo quería y estaba orgulloso de él.

Yuval tenía siete años cuando murió Jacques, y siempre que se sentía triste le pedía a su padre que le contara más cosas del tío Jacques. A veces decía: «Vamos a recordar al tío Jacques», sacaba de la cómoda del dormitorio el álbum de fotos, iba pasando las páginas y exclamaba alegremente: «Ésta es de cuando el tío Jacques fue a esquiar al monte Hermón, y aquí está haciendo windsurf, y aquí…». A veces Yuval daba rienda suelta a las lágrimas aprisionadas en su interior utilizando de excusa al tío Jacques.

En cierta ocasión en que estaba burlándose de su abuelo materno, Yuval, que a la sazón tenía catorce años, le comentó a Michael:

—Pero ¿sabes una cosa?, ni siquiera él tiene nada que decir en contra de Jacques. Y tampoco suspira cuando habla de él. Incluso sonríe.

Yuval había suspirado mirando la fotografía en blanco y negro donde se veía a Michael en el asiento trasero de una enorme motocicleta, abrazado a la cintura de su tío, los ojos brillando con la misma felicidad que reflejaba su ancha sonrisa.

—Es una pena que haya muerto —dijo Yuval con tristeza, inclinado sobre la foto—. Nunca te he visto tan feliz como cuando estabas con él —dijo en alta voz, mientras dirigía una mirada reflexiva a su padre.

—Lo quería de verdad —le dijo Michael—, pero a ti te quiero igual —se apresuró a añadir sin tomar aliento, devolviéndole la mirada a su hijo con aire culpable.

Jacques fue la única persona que jamás se burló de los desvelos de Michael por su hijo. Pocos días después de que naciera Yuval, Jacques fue de visita llevándole un gigantesco y mullido oso de peluche. «Es algo que nunca me he atrevido a hacer, tener un hijo», le susurró a Michael mientras ambos contemplaban al niño en su cuna. «No he tenido el valor necesario. No entiendo cómo se les puede mantener a salvo. Me parece un milagro increíble», y acarició el pie desnudo del bebé. «Cuídalo mucho», dijo a modo de despedida, y desapareció.

Ahora, contemplando las tensas manos de Majluf Levy y oyendo la fragilidad de su voz, Michael llegó a la conclusión de que el parecido con su tío era casi inapreciable. Jacques también había sido la única persona que lo había apoyado cuando decidió abandonar la universidad, perder la beca para Cambridge, rechazar la brillante carrera académica que todos le auguraban, y así poder cuidar de Yuval tras su divorcio. También había sido Jacques quien le había presentado a Shorer. «Un gran amigo mío», le dijo a Michael mientras éste le estrechaba la mano al jefe del Departamento de Investigación Criminal. Y Michael sabía que tenía que agradecerle a Jacques el afecto que Shorer le demostraba, aquella relación tan especial entre jefe y subordinado que era la envidia de sus compañeros.

Cuando, hacía unas semanas, trasladaron a Michael Ohayon a la Unidad de Grandes Delitos y comenzó a desplazarse a Pétaj Tikvá todos los días, no había imaginado ni por un instante que el primer caso que le asignarían iba a ser investigar un asesinato en un kibbutz. Reaccionó con asombro cuando le comentaron por primera vez que se sospechaba que se había cometido un asesinato.

—¿Ha habido alguna vez un asesinato en un kibbutz? —preguntó.

—Se han dado dos casos —replicó Nahari, haciendo una mueca—, pero no como éste. Uno hace no mucho tiempo, provocado por un arrebato pasajero de locura, y otro en los años cincuenta. Pero este último no fue más que un extraño intento de asesinato —prosiguió, consultando sus notas—. Una pobre mujer que perdió la cabeza y trató de matar a alguien que no le había hecho ningún daño. Toma, lee tú mismo la sentencia —y le tendió a Michael una fotocopia del fallo judicial.

Michael comenzó a leer para sí: «La demandante contra el Fiscal General y la sentencia recurrida en apelación ante el Tribunal Supremo en sus funciones de sala de lo penal». En marzo de 1957, los jueces habían deliberado durante diez días sobre el caso de la acusada, sentenciada a dieciséis meses de cárcel, condena recurrida por el Fiscal General por su lenidad. Al pensar que desde entonces habían transcurrido treinta años, Michael sintió que tenía en las manos un documento histórico. Tras leer las primeras líneas, se olvidó de Nahari, y se embebió por completo en la lectura:

La demandante, una mujer que pertenecía al kibbutz M., se encontraba en el comedor del kibbutz la noche de autos. En aquel momento, un maestro del kibbutz, el señor A., estaba allí cenando solo, pues los demás miembros aún no habían acudido. Al terminar de cenar, la demandante se aproximó al señor A. y le ofreció un cuenco de budín de chocolate. Esto sorprendió al señor A. por diversos motivos: en primer lugar, le extrañó la presencia de la demandante en el comedor dado que había concluido su turno de trabajo a primera hora de la tarde…

La voz de Nahari lo sobresaltó:

—No pretendía que lo leyeras ahora mismo de cabo a rabo; te lo puedes llevar. Sólo quería demostrarte que no es la primera vez que sucede algo así.

Michael dobló el documento y se lo guardó en el bolsillo de la camisa. Tenía intención de leerlo aun cuando no le transfirieran el caso. Ahora volvía a pensar en aquel documento mientras Majluf Levy recitaba los hechos que todos los presentes conocían.

—El día 5 del mes en curso —dijo Majluf en un tono de circunstancias que hizo que Michael sintiera vergüenza por él; Majluf distaba mucho de ser un imbécil, pero no era en absoluto consciente de las diferencias, tan predecibles como para ser estereotipadas, que lo separaban de sus colegas y se revelaban en sus ademanes y en su forma de hablar— recibimos en la comisaría de Asquelón una llamada telefónica de la doctora Guilboa, del hospital Barzilai. Respondió a la llamada…

—No se preocupe de esos detalles —lo interrumpió Nahari con impaciencia—. Vaya directamente al grano.

Majluf Levy se ruborizó ante aquella insolencia mientras Michael se reprochaba haber visto la menor semejanza entre aquel hombre y su tío Jacques.

—Déjele que lo cuente a su ritmo —intervino Shorer, ahorrándole a Majluf la necesidad de protestar—. ¿Qué nos importa que tarde unos minutos más? Nos vendrá bien oír toda la historia una vez —a continuación se volvió hacia Majluf—: Cuéntela a su ritmo, con todos los pormenores —dijo con una autoridad que nunca dejaba de sorprender a Michael aunque la conociera, porque se manifestaba en momentos imprevistos.

—En fin, para resumir una larga historia, el sargento Kochava Strauss y yo fuimos al hospital, donde ella, es decir, la doctora Guilboa, nos lo explicó todo. Que habían llevado allí el cadáver de una mujer de cuarenta y cinco años, Osnat Harel, que aparentemente había fallecido de una reacción alérgica a una inyección de penicilina que le habían puesto en el kibbutz. La enfermera del kibbutz la había trasladado en una ambulancia cuando ya había fallecido y lo único que restaba por hacer era averiguar la causa de la muerte. Y en la sala de urgencias se montó un buen alboroto porque trataron de reanimarla, pero vieron que era una causa perdida, y la médico de guardia, la doctora Guilboa, una mujer bastante joven pero muy buena en su profesión —aseguró Majluf Levy—, la he visto trabajar en unas cuantas ocasiones —añadió, y tal vez se planteó entrar en detalles para demostrarles la competencia profesional de la doctora Guilboa, pero un vistazo a la expresión de Nahari y a sus dedos, que tamborileaban sobre la mesa con visible impaciencia, le disuadió de hacerlo—. Sea como sea —prosiguió—, la doctora explicó a la familia y al director general del kibbutz que tenían que practicar una autopsia y para ello había que trasladar el cadáver al Instituto de Medicina Forense de Abu Kabir.

—Haga el favor de recordarnos —intervino Shorer en tono paternal—, haciendo un esfuerzo por ser preciso, en qué consistía el problema y por qué no estaban en condiciones de asegurar que la causa de la muerte hubiera sido una reacción a la penicilina. Ohayon aún no ha oído la explicación de sus labios, sólo la ha leído en su informe —y lanzó una mirada admonitoria a Nahari, que dejó de tamborilear sobre la mesa, se examinó los dedos, chasqueó sus nudillos uno a uno y, al fin, apoyó la barbilla en la mano.

—La cuestión es como sigue —dijo Majluf Levy, mirando de frente a Michael, quien encendió otro cigarrillo sin retirar de él la vista—. Hay que empezar hablando de la enfermera del kibbutz, una enfermera contratada. Las jóvenes del kibbutz no quieren hacerse enfermeras, está pasado de moda, y, por eso, cuando se marchó la enfermera que tenían antes se vieron obligados a contratar a una persona de fuera, siendo la primera vez que un forastero ocupaba un puesto en el kibbutz, y algunas de las personas mayores comentaron que aquello era el principio del fin. La enfermera en cuestión va a dejar su puesto pronto, a finales de mes, es una mujer de treinta y cuatro años llamada Rivka Maimoni, pero todo el mundo la llama Rickie. Tiene mucha experiencia; antes trabajaba en el hospital Barzilai y conoce a todo el personal de ese centro. De manera que esta enfermera explicó así lo sucedido: dijo que la difunta sufría una grave neumonía, diagnosticada por el médico del kibbutz, el doctor Reimer, que también trabaja en el hospital Soroka de Beer Sheva, pero vive en el kibbutz como médico a sueldo. La neumonía que le diagnosticó la noche de la víspera era grave y él quería ingresarla en el hospital el lunes, pero ella se opuso.

—¿Quién se opuso? —preguntó Michael—. ¿La paciente?

Majluf Levy asintió con la cabeza y luego le corrigió:

—La difunta, Osnat Harel, se opuso a que la ingresaran. La enfermera, Rickie, me contó que era una mujer testaruda y de ideas propias, un tipo de persona difícil de manejar. Y él, el médico, no sabía de qué tipo de neumonía se trataba… Hay dos tipos, una es infecciosa y la otra no, ahora no recuerdo los nombres —se excusó, y miró a Michael, que se encogió de hombros como diciendo: «A mí no me lo pregunte».

—Vírica y bacteriana —dijo Nahari con voz cansina—, y el problema no es si es infecciosa o no, sino si el tratamiento con antibióticos puede curarla. No tiene importancia, continúe.

—La ingresaron en la enfermería y la enfermera, siguiendo instrucciones del médico, le administró una inyección de penicilina, tal como dice en el informe incluido en la carpeta.

—Penicilina procaína, seiscientas mil unidades —dijo Nahari, mientras se rascaba la puntiaguda y bien rasurada barbilla—. ¿Por qué no le dio la penicilina por vía oral?

—Lo decidió el doctor, ¿cómo quiere que lo sepa yo? —repuso Majluf Levy encogiéndose de hombros—. Fue el tratamiento que decidió darle, y él es el médico, ¿no es así?

Nahari hizo un gesto de asentimiento, pero todos se dieron cuenta de que algo le preocupaba. Aquella sensación reavivó la tensión que parecía haberse aliviado. Otra persona cualquiera lo habría dejado correr, pero no Emanuel Shorer. Con la franqueza y la aversión a los rodeos que lo caracterizaban, preguntó abruptamente:

—¿Qué es exactamente lo que le preocupa?

Michael tenía miedo de que Shorer estallara y amonestara a Nahari por su evidente necesidad de hacerse el listo y quedar por encima de los demás.

—Lo que me preocupa es que, por lo que yo sé, si no me traiciona la memoria —dijo Nahari con una falsa modestia que a nadie engañó—, desde hace dos o tres años se ha prescindido de las inyecciones de penicilina como tratamiento habitual de la neumonía y se prefiere administrarla por vía oral. Por eso me gustaría averiguar qué ha pasado en este caso.

—Muy bien, no clarifiqué ese punto y la doctora Guilboa no comentó nada al respecto —dijo Majluf Levy agresivamente.

—Tome nota de que hay que enterarse de eso —ordenó Nahari a Michael, quien empuñó el lápiz amarillo que descansaba junto a la documentación y que había estado mordisqueando hacía un momento y anotó de mala gana que debían verificar ese extremo.

—Un momento —dijo Nahari—. Antes de continuar, querría comprender una cosa. El médico del kibbutz, el que prescribió la inyección…, ¿no ha hablado usted con él?

—No —respondió Majluf Levy—, no lo conseguí, tenía guardia en el hospital hasta la noche siguiente, y luego se marchó directamente a cumplir sus deberes de reservista y no conseguí dar con él.

La expresión de Nahari rayaba en el desprecio y en su voz resonó una leve nota de triunfo, como si le agradara que se hubiesen cumplido sus previsiones. El inspector Majluf Levy había tenido un desliz.

—El ejército no está en la luna —comentó con indiferencia, levantando la vista hacia el techo y bajándola a continuación para dirigir una mirada sardónica a Shorer.

—¿Puedo continuar? —preguntó Majluf Levy; encendió un cigarrillo y dejó el mechero junto a la carpeta de documentación a la que echaba una ojeada de vez en cuando.

—Continúe, continúe —le animó Shorer.

—Así que le pusieron la inyección y la enfermera Rickie se quedó a su lado unos veinte minutos, comprobando que todo iba bien. Luego se marchó, porque su presencia se requería en la clínica, que está en el otro extremo del kibbutz.

—Y el médico, ¿dónde estaba? —preguntó Michael.

—Ésa es la cuestión —replicó Majluf Levy—, tenía mucha prisa porque le tocaba guardia en el hospital de Beer Sheva. Ya lo he dicho antes, que trabaja en el Soroka.

—¿La dejaron sola en la enfermería? —inquirió Shorer sorprendido.

—No, señor —le corrigió Majluf Levy—, no la dejaron sola, tienen contratadas a auxiliares de enfermería, personas de fuera. Hacen turnos las veinticuatro horas del día, porque en la enfermería están ingresados un par de ancianos que no se valen por sí mismos. Y los atienden las auxiliares de enfermería, porque allí no meten a los ancianos en residencias ni asilos.

—Así que se quedó en la enfermería con los dos ancianos y la auxiliar —dijo Nahari—. ¿Y después?

—A los ancianos no hay manera de sacarles la menor información —dijo Majluf Levy con un suspiro—, tienen un pie en el otro mundo —hizo una breve pausa, como embebido en sus reflexiones, volvió a suspirar y prosiguió—: Los dos están totalmente idos. Les hablas y no te contestan. La vieja sí habla, pero desvaría, y el viejo sencillamente no dice nada. Así que, según el relato de la auxiliar, sobre las tres de la tarde oyó ruidos procedentes de la habitación donde estaba la difunta y entró, y vio a la difunta vomitando y ahogándose, y luego emitió un estertor y murió.

—¿Quién es esa auxiliar? —quiso saber Shorer, que ojeaba la documentación; luego dijo como para sí—: Aquí la tenemos, su declaración firmada —leyó rápidamente el documento—. Según lo que dice aquí —explicó lentamente a sus colegas, pasando las páginas—, a continuación telefoneó a la enfermera, que se presentó en la clínica, trató de reanimarla y luego llamó a una ambulancia. Continúe, por favor —le dijo a Majluf Levy, que respiró hondo y prosiguió con su informe.

—La llevaron al hospital Barzilai, y de allí nos telefonearon a la comisaría de Asquelón, y me personé con el sargento Kochava Strauss y nos expusieron los hechos. Y la doctora Guilboa me dijo que era necesario realizar una autopsia para precisar la causa de la muerte.

Majluf Levy dio un sorbo de la botella de zumo que tenía delante mientras escuchaba atentamente una pregunta de Nahari:

—Si no he comprendido mal, ¿era la cuestión temporal lo que desconcertaba a la doctora Guilboa? —preguntó retóricamente; y Levy hizo un gesto de asentimiento todavía con la botella en los labios a la vez que alzaba la vista.

—Sí —confirmó una vez que hubo vaciado la botella—, dijo que, según su experiencia y como todo el mundo sabe, las reacciones alérgicas a la penicilina se manifiestan de inmediato y no al cabo de dos horas, como sucedió esta vez.

—Entonces, ¿cuál es su opinión? —preguntó Nahari en tono apaciguado.

—La doctora opinaba que no podía ser una alergia a la penicilina. Eso es lo que dijo, y así figura en el informe.

—¿Y qué suponía que había ocurrido?

—Ésa es la cuestión, no lo sabía; dijo que había que trasladar el cadáver a Abu Kabir. Y la enfermera Rickie no paraba de decir que había que trasladarlo de inmediato porque no quería tenerlo sobre su conciencia ni que la gente pensara que la difunta había fallecido como consecuencia de la inyección que le había puesto.

—Así pues, la situación es que el cadáver está en Abu Kabir y hay que ir a presenciar la autopsia. ¿Por qué ha tardado tanto en llegar allí? —preguntó Shorer, hojeando la documentación—. ¿En qué perdieron medio día?

—En fin, son cosas que pasan —repuso Majluf Levy—. La suegra estaba en el hospital, una mujer muy mayor, y la hija, la hija de la difunta, una joven de veintidós años, y el director del kibbutz, y no es gente a la que se le pueda decir lo que tiene que hacer. No estaban de acuerdo. Llevó su tiempo convencerlos con buenas palabras. Yo quería conseguir el mandamiento cuanto antes y, según me ha enseñado la experiencia —prosiguió, mirando en son de desafío a Nahari—, si se consigue convencer a la familia y el ambiente es amistoso, si se logra que cooperen, el juez emite el mandamiento en el acto. Y, en efecto, así fue.

—¿Por qué no estaban de acuerdo? —preguntó Michael.

—Porque la hija dijo que quería hablar con su hermano, que está haciendo instrucción con su regimiento, y la vieja dijo que hay que dejar en paz a los muertos, y sólo Rickie, la enfermera, y el director del kibbutz opinaban que era necesario practicar la autopsia de inmediato. La familia…, lleva su tiempo convencerlos con buenas palabras. No hay que olvidar que son sus parientes y que están muy afectados —prosiguió disculpándose—. Pero, al final, no les quedó más remedio que pasar por el aro; a fin de cuentas, son personas inteligentes.

—Y lo que ocurrió entretanto fue que usted encontró la carta —dijo Michael.

—Sí, por eso informé al comandante Shmerling, que a su vez informó al comisario jefe, y ése es el motivo de que el mandamiento para llevar a cabo la autopsia se emitiera en Pétaj Tikvá, en su jurisdicción —concluyó Majluf Levy en tono sombrío y quejoso.

—Está bien, prosiga, ¿qué pasó después? —preguntó Nahari—. Veo aquí que la enfermera llevó al hospital la jeringuilla y la ampolla y que usted las remitió inmediatamente al Instituto Forense. ¿Estaba todo en orden… la jeringuilla, el medicamento? ¿No había nada sospechoso?

—No —confirmó Majluf Levy—, y elogiamos a la enfermera por haberlos guardado en una bolsa de plástico y haber aprovechado el viaje al hospital para llevarlos; a continuación, estuvimos discutiendo la cuestión con la familia y luego nos dirigimos al lugar de los hechos —examinó atentamente su anillo de oro—. Fue una pena que no pudiéramos conseguir una muestra del vómito en la enfermería. Lo intentamos por todos los medios, pero la auxiliar había hecho su trabajo a conciencia. Había lavado la bata sobre la que vomitó la difunta y había limpiado toda la habitación. De todas formas, recogimos todo para que lo examinaran en el laboratorio, incluso la alfombra.

—¿Qué le llevó a decidir recoger muestras del vómito? —preguntó Shmerling, del Departamento de Investigación Criminal del distrito meridional.

—Bueno, era obvio que había que hacerlo, ¿no le parece? —repuso Majluf Levy, agitando la mano en el aire—. Nos acompañó un técnico del laboratorio desde el principio; al fin y al cabo había vomitado, ¿o no?

—No era una crítica, sencillamente me ha sorprendido.

—¿Por qué? ¿No habría hecho usted lo mismo? —protestó Majluf Levy.

—Sí, desde luego —dijo Shmerling—. No se trata de eso, es que…

—Es que está esperando que meta la pata —siseó Levy desafiante—. Esperando que meta la pata —repitió.

—Hágame el favor de tranquilizarse, Majluf —dijo Shorer con desaliento.

—Sea como fuere —continuó Majluf Levy con voz queda—, es evidente que nos habría ahorrado problemas encontrar restos del vómito, pero como tienen el contenido del estómago tampoco importa demasiado.

—¿Y cómo y cuándo descubrió usted la carta? —inquirió Nahari, mirando a Levy con inusitado interés, como si hubiera descubierto en él algo que no se esperaba.

Majluf Levy, absorto en sus reflexiones, no advirtió aquel cambio sutil, la inflexión distinta del tono de Nahari.

—Al principio, en la enfermería, en el lugar de los hechos, no encontramos ningún indicio incriminador —dijo.

—Discúlpeme —intervino Michael Ohayon—, yo aún estoy pensando en la enfermería. Cuando la registraron, ¿no encontraron nada? ¿Ni un vaso lleno, un plato, nada de nada?

—Nada. Absolutamente nada. Estaba todo tan limpio como el culito de un bebé y todas las huellas dactilares correspondían a personas con derecho de acceso al lugar.

—Claro —terció Nahari—, ése es el problema en un kibbutz; que todo el mundo tiene derecho de acceso a todas partes.

—No, lo que quería decir es que, cuando las cotejamos, vimos que todas eran de las personas a quienes habíamos visto allí, la auxiliar de enfermería, los parientes de los ancianos…

—¿Y quién estaba en la enfermería? —preguntó Nahari, arrastrando su silla hacia atrás y cruzando las manos tras la nuca.

—¿Cuándo? ¿En el momento de los hechos?

—Yo qué sé; antes de la muerte, ¿había alguien allí?

—Ya lo he explicado antes —respondió Majluf Levy—. La auxiliar dice que el médico y la enfermera llegaron con la paciente, y luego el médico se marchó y la enfermera se quedó a ponerle la inyección y después también se fue. Luego, como he dicho antes, la auxiliar oyó ruidos y…

—¿Cómo es que fue a parar a la enfermería? —preguntó Michael.

—¿A qué se refiere? —replicó Levy desconcertado.

—¿Qué procedimientos siguen? ¿Cuándo comenzó a sentirse mal?

—El sábado por la noche le subió la fiebre y se metió en la cama, y el domingo tenía previsto ir a Guivat Aviva, según creo, pero no se encontró con fuerzas para levantarse, y por la tarde también se quedó en la cama, atendida por su hija, mientras la abuela cuidaba de sus dos hijos pequeños, y el lunes por la mañana llamó al médico, que ya estaba en el kibbutz, y él fue a verla y la trasladó inmediatamente a la enfermería.

—¿Y quién sabía que estaba allí? —preguntó Michael Ohayon, examinando el lápiz que tenía en la mano.

—¿Qué quiere decir? —dijo Levy aturdido.

—Muy sencillo, ¿quién sabía que estaba en la enfermería, aparte del médico y la enfermera?

—No lo sé, la verdad —repuso Levy, mirando desvalidamente a Michael, quien anotó algo en el margen del papel que tenía delante.

—Bueno, ¿cuándo encontró usted la carta? —preguntó Nahari, consultando su reloj—. No podemos pasarnos aquí toda la vida escuchando la historia desde el principio. Ya son las doce. Llevamos reunidos tres horas y media y aún no hemos llegado a ningún lado.

—Ustedes me han pedido que se lo explicara, señor —contraatacó Levy, poniendo énfasis en cada una de las palabras—. Yo me he limitado a contarles lo que querían saber.

—Basta ya de piques infantiles —les increpó Shorer—. Continúe, Majluf.

Y Majluf Levy continuó con su relato preciso y exhaustivo de cómo habían registrado la casa de la difunta, sin encontrar nada sospechoso, y de cómo había ido con Moish al comedor, donde el director del kibbutz le había indicado cuál era el cajetín del correo de Osnat; allí, entre la correspondencia, habían encontrado la carta en cuestión y el director había identificado la letra, el nombre, todo. Y fue así como había salido a la luz la implicación del parlamentario Aarón Meroz, miembro de la Comisión de Educación y subsecretario del partido, y sus relaciones íntimas con Osnat, que dejaron pasmado a Moish, quien, según Majluf, repetía: «Qué lástima, qué lástima».

—Entonces, ¿cuál es la situación? —preguntó Shorer, volviéndose primero hacia Michael y luego hacia Nahari.

—Tenemos que ser muy claros —dijo Nahari—. Yo sugiero que despejemos un par de interrogantes básicos y luego convoquemos al equipo de Ohayon. Ohayon puede ir directamente a Abu Kabir, tal vez acompañado de Levy, y luego los resultados nos demostrarán que todo esto es una tormenta en un vaso de agua y que falleció a causa de la enfermedad.

—¿Quién muere de neumonía en estos tiempos? —preguntó Shorer, cerrando la carpeta—. Quizá fue un diagnóstico equivocado. Hay montones de virus. Hasta que recibamos el informe de la autopsia no podemos hacer gran cosa; aunque sí habrá que hablar otra vez con la auxiliar… ¿Cómo se llama?

—Simjá Malul —dijo Majluf Levy.

—¿Tenía algún tipo de relación con Osnat Harel?

—La vio por primera vez en la enfermería ese mismo día. Antes no se conocían —explicó Majluf Levy, y añadió después de reflexionar un instante—: Y no me dio la impresión de que tuviéramos entre manos un suicidio. La difunta era la secretaria del kibbutz y su habitación estaba llena de proyectos para el futuro, de notas, ideas, y además hablé con la gente. Nadie me comentó que se hubieran producido cambios en los últimos tiempos, aunque, por otro lado, nadie sabía nada de su relación con Meroz.

—¿No lo sabían o no se lo contaron? —murmuró Nahari.

—No me contaron que lo supieran —al decir esto, Majluf Levy sonrió por primera vez en la reunión, y esa sonrisa le dio un aire más joven y menos vulnerable. Ahora se parecía otra vez al tío Jacques. Michael tuvo la impresión de que Majluf Levy estaba reponiéndose y volviendo a pisar terreno firme, y de que, cuando dejara de sentirse agraviado, sería posible trabajar con él. De hecho, Michael ya no dudaba que iba a ser un miembro útil en su equipo.

—En un kibbutz no hay secretos —comentó Nahari, mirando en torno suyo en busca de asentimiento.

—Eso se sobreentiende —dijo Majluf Levy pausadamente, en tono filosófico—. Y lo cierto es que en ningún lado hay secretos cuando se indaga a fondo. Ni siquiera en un rascacielos de una gran ciudad hay secretos. La cuestión es cuánto tiempo se tarda en descubrirlos —concluyó, dándole vueltas al anillo de oro de su meñique.

—Lo que quería decir era que cuánto tiempo se puede mantener en secreto una relación así en un kibbutz. Es un tema que conozco, porque yo también fui miembro de un kibbutz en mis tiempos. Basta con ir de visita a la lavandería; y lo que no te cuenten en la lavandería te lo contarán en el taller de costura, y si en el taller de costura no están al tanto de algo, lo cual es difícil —afirmó Nahari, girando los ojos—, la enfermera del kibbutz lo sabrá. Un par de charlas con la enfermera y uno sabrá todo lo que haya que saber.

—En este caso no ha sido así —replicó Majluf Levy, y Michael se preguntó si realmente había resonado un grito de victoria en su voz o se lo había imaginado él.

—Sólo hay que saber cómo preguntar —insistió Nahari.

—Usted me disculpará —protestó Majluf Levy—, pero en este caso la enfermera no está interesada en ocultar nada. En primer lugar, quiere dejar su trabajo. Lleva mucho tiempo planeándolo y ya sólo está a la espera de que encuentren quien la sustituya. Y aunque demostró su voluntad de cooperar, no pudo revelarme nada. Por otro lado, sólo pretende quedar libre de sospecha. Y, para mí, no es sospechosa. No tiene móviles. La difunta era una persona muy activa, secretaria del kibbutz y viuda de guerra, de la guerra del Líbano, pero, aparte de eso, no corre ningún rumor sobre ella. A pesar de que era una belleza espectacular, o al menos eso dicen todos.

—¿Y dónde conoció a Meroz? —inquirió Shmerling.

—Según tengo entendido, se criaron juntos, los dos fueron acogidos de pequeños en el kibbutz, de manera que se conocían desde hacía mucho —explicó Majluf Levy—. Ella nació en la región de Tel Aviv, de padre desconocido y con una madre de oscura reputación, pero eso ahora no tiene importancia; y el parlamentario fue a parar al kibbutz después de la muerte de su padre, y lo abandonó…

—Está bien, está bien, ahora no nos interesa todo eso —lo atajó Nahari impaciente—. Ya nos enteraremos más adelante de los detalles, por boca de la enfermera. Hemos decidido que Ohayon vaya a Abu Kabir y que, a partir de ahora, trabajarán juntos en el caso, ¿de acuerdo?

—Sí, ése es el resumen —dijo Shorer—. Michael, ¿no tienes nada que decir?

Michael hizo un gesto afirmativo.

—No hay ningún problema —dijo—, ningún problema —repitió, como convenciéndose a sí mismo.

—Entonces, ¿cuál es el problema? —preguntó Shorer, y una sonrisa asomó apenas a la comisura de sus labios.

Michael Ohayon recogió sus papeles y las llaves del coche y le devolvió la sonrisa sin decir nada.

Shorer le dio alcance en el amplio pasillo. Hizo un ademán con las minúsculas gafas en la mano y luego se las guardó en el bolsillo.

—Oye, tengo que preguntarte una cosa —le dijo a Michael.

Michael suspiró. Había adivinado la pregunta.

—Sí —le dijo a Shorer—, lo he visto.

—¿Has visto cómo se parece a él? —preguntó Shorer—. Creía que me estaba volviendo loco —luego le puso la mano en el brazo—. Yo estaba muy unido a él, a tu tío. Él te quería mucho —dijo dando media vuelta para irse—. Nunca te lo había dicho, pero siempre estaba hablando de ti, mucho antes de que nos presentara.

—En realidad —dijo Michael para sí—, no se parece a él, qué va. Sólo la sonrisa.