Aarón volvió varias veces al kibbutz durante las semanas siguientes a la muerte de Srulke. Aparcaba junto a la puerta trasera, a espaldas del almacén de semillas de algodón, confiando en que nadie lo viera. Osnat le había dado a entender que debían ser discretos. Solía llegar al anochecer, los jueves, el día en que él no tenía reunión de la Comisión Parlamentaria de Educación ni Osnat de la comisión de enseñanza superior ni de la comisión de desarrollo del kibbutz, encargada esta última del proyecto de que los niños durmieran con sus familias. Un par de veces no encontró a Osnat en casa a su llegada, pero sabía dónde estaba escondida la llave y la esperó dentro. Solían cenar juntos y luego él se quedaba a pasar la noche.
Ambos se habían embarcado en una tentativa de revivir algo distinto de la excitación erótica adolescente, algo similar a la intimidad de los silenciosos paseos de antaño, cuando regresaban a la casa de los niños desde la habitación de Srulke y Miriam. Por las mañanas se despedían con estudiada espontaneidad, y Aarón eludía cuidadosamente toda insinuación de planificar su siguiente cita, consciente de que hablar de eso habría amedrentado a Osnat, quien no habría querido comprometerse. Se iba del kibbutz antes del amanecer, saliendo otra vez por la puerta trasera, que nunca estaba cerrada con candado como debiera. Al llegar y al marcharse, siempre encontraba la pesada cadena colgando de la puerta. Se apeaba para abrirla y, una vez que la había traspasado, para dejarla cerrada.
La primera vez que fue a verla, Osnat le había preguntado, en un tono que quería ser despreocupado, si lo había visto alguien. Él recordó entonces con desasosiego la silueta que había entrevisto tras la hilera de casas, pero hizo un gesto negativo. En cualquier caso, nadie podría haberlo reconocido a la mortecina luz de la única farola situada al final del camino. Personalmente, no estimaba necesario extremar la prudencia cuando iba al kibbutz —siempre podría alegar que iba a ver a Moish—, pero, de todas formas, no dejaba de ponerlo nervioso aquella sombra que asomaba por detrás de las casas siempre que sus pisadas resonaban solitarias en el camino pavimentado con cemento. La cuarta vez que fue al kibbutz alcanzó incluso a distinguir una figura esbelta juvenil, con pantalones cortos, alejándose a la carrera. No sabía si era la misma persona de siempre y nunca le comentó nada a Osnat. No quería despertar los miedos a los que ella aludía cauta e indirectamente cuando insistía en preguntarle, con fingida indiferencia, si no lo había visto nadie. Él no le pedía explicaciones porque Osnat siempre había sido fanáticamente celosa de su intimidad. Incluso de pequeña, en la casa de los niños, siempre prefería la habitación del fondo, la cama del rincón.
Ahora Osnat corría las espesas cortinas, cerraba las ventanas y encendía el aire acondicionado para que con su ruido no se oyera lo que sucedía en la habitación. Y nunca se olvidaba de cerrar la puerta con llave. Incluso Moish, había advertido Aarón con sorpresa durante su visita con motivo de la fiesta de Shavuot, había cerrado la puerta con llave cuando salieron de la habitación para acudir a la celebración del cincuentenario. Moish respondió a su mirada interrogante encogiéndose de hombros y diciendo: «Ha habido algunos robos, gente de fuera», y un gesto molesto cruzó su rostro mientras metía la llave bajo una piedra del murete que rodeaba el jardín frente a su casa. Pero, antes de que salieran, varias personas habían llamado a su puerta y la habían abierto sin esperar a que Míos les diera permiso. Moish no demostraba en absoluto aquella inquietud de Osnat por salvaguardar su intimidad.
Aarón recordaba muy bien que en la casa de los niños Osnat había perseguido durante días y días a Yedidya, el encargado de mantenimiento, rogándole que le diera «un armarito con llave». Yedidya amontonaba todo tipo de trastos viejos junio al cobertizo de las herramientas y luego los restauraba, haciendo maravillas con ellos. Cuando Osnat al fin consiguió su armarito marrón y lo colocó junto a su cama, Hadas exigió que el tema se debatiera en clase. En aquel entonces tenían doce años, rememoró Aarón sonriendo, y Hadas ya emulaba a los adultos y sus sijot. Durante el debate, Hadas insistió en que debían confiar en los demás. «Osnat sospecha de todo el mundo, no se fía de nadie», había dicho acusadoramente Hadas, echando hacia atrás su larga trenza. Aarón no recordaba nada más de lo que se había dicho, pero sí que Dvorka había mirado a Osnat con afecto y le había pedido, firme y cariñosamente, que diera una explicación al grupo, y que Osnat se encerró testarudamente en el silencio, la vista clavada en el suelo. Y tras una larga pausa, con once pares de ojos fijos en ella, se limitó a decir a la desesperada y en son de desafío: «Lo necesito». Entonces estalló un escándalo y se ordenó que nadie hablara con Osnat, orden que sólo Aarón incumplía, lo que dio lugar a nuevos debates.
Después, una noche, alguien forzó la cerradura del armarito y esparció su contenido por la habitación: papeles escritos a mano, fotografías amarillentas, una flor seca, un frasquito de perfume, una pulsera rota de plateados eslabones metálicos que Osnat nunca se había puesto, fotos en blanco y negro de lugares turísticos de Estados Unidos en desvaídos marquitos de plástico, un minúsculo jabón azul como los que luego Aarón vería en los cuartos de baño de los hoteles y un pequeño sujetador, una tira de tela rosada que habían colgado a modo de bandera de uno de los postes de la cama de Osnat. Como es natural, hubo que hacer examen de conciencia, Dvorka lanzó un ultimátum, y Lotte, la encargada de su curso en la casa de los niños, exhibió durante días una expresión trágica, pero nunca se descubrió al culpable. Antes de que el incidente se relegara al olvido, Osnat se avino a dejar abierto el armarito y Miriam le ofreció un rincón en la habitación familiar, un gesto en el que se veía la mano pedagógica de Dvorka, porque a Miriam nunca se le habría ocurrido hacer algo así.
Las visitas a Osnat siempre se iniciaban con una charla sobre la transformación social de los kibbutzim. Aarón acudió a la primera de sus citas, unas dos semanas después de la muerte de Srulke, cargado con la documentación que ella le había enviado, relativa a los cambios habidos en el movimiento de kibbutzim en general y en su kibbutz en concreto. Sin confesárselo a sí mismo, comprendía que le sería más fácil verla si demostraba interés por el debate sobre lo que ella llamaba «la nueva filosofía». El fanatismo que brillaba en los ojos de Osnat cada vez que hablaba de que los niños durmieran en familia y de los demás cambios propuestos para las instituciones del kibbutz le hacía sentirse incómodo, pero no osaba comentarlo. Aprovechando que pertenecía a la Comisión Parlamentaria de Educación, Osnat le pidió que le llevara revistas especializadas y artículos publicados en el extranjero sobre la estructura familiar. Los leía a fondo y luego charlaba con él de lo que había aprendido y también, con renovada premura, de la necesidad de transformar el kibbutz en un modelo nuevo de sociedad.
Aarón nunca se tomaba en broma ni a la ligera sus palabras. Aunque a él no le interesaba el tema, no podía burlarse, ni siquiera para sí, de la seriedad de Osnat. Había algo conmovedor en la ingenuidad con que se recogía el pelo con una mano y se inclinaba sobre las revistas que él le llevaba, y también en el entusiasmo con que reaccionaba ante sus sugerencias. Aarón adivinaba lo que sentía, como si ella fuera transparente. Sabía que había luchado mucho para quitarse de encima la imagen de frívola que le habían atribuido debido a su belleza animal, de la que ella nunca había hecho caso ni se había aprovechado y que de hecho veía como un obstáculo. Todo el mundo esperaba que tuviera un desliz y demostrara que estaba hecha para el amor y, ella, hasta donde a Aarón le alcanzaba la memoria, siempre se había empeñado en ser una buena organizadora.
Se había encerrado desafiante en la lectura, rehuyendo las charlas banales y los chismorreos. Aarón recordaba las noches que pasaba en vela preparando los exámenes de ingreso, la paciencia con que esperaba, rechinando los dientes, que el kibbutz la enviara a la universidad. Supo por Moish, en una de las raras ocasiones en que se vieron en Jerusalén, que Osnat había ganado la batalla contra la decisión de enviarla a diplomarse en magisterio en lugar de a estudiar una licenciatura. Estudió Gestión Educativa y Sociología y, más adelante, aplicó sus conocimientos a su trabajo en el instituto regional de los kibbutzim.
La precaución que rodeaba sus visitas secretas, la inquietud que se apoderaba de él al ver aquella misteriosa silueta acechando al final del camino, como si estuviera esperándolo, la paciencia con que fingía escuchar los sermones de Osnat sobre el futuro del kibbutz, todo aquello comenzó a pesarle cuando hacía el amor. Aarón no se consideraba un gran experto en el sexo femenino. Hacía años que no se planteaba la posibilidad de mantener una relación sexual estable y los flirteos pasajeros nunca lo habían atraído. Poco después de casarse supo, como ya lo había sabido instintivamente antes, que aquello no iba a funcionar. Sin siquiera tratar de impedirlo, había ido viendo cómo Dafna, su mujer, se volvía cada vez más distante. En los últimos años prácticamente habían dejado de mantener relaciones sexuales, y, cuando lo eligieron parlamentario, le alborozó la perspectiva de quedarse a dormir en Jerusalén. Cada vez que se le presentaba la oportunidad de tener una aventura, sentía que no tenía «nada que ofrecer en ese campo».
Sólo en un par de ocasiones había reaccionado ante las insinuaciones de dos mujeres, más por vergüenza y miedo a rechazarlas que por verdadera necesidad. Y nunca había sido espontáneo, se sentía constreñido e incómodo en su cuerpo, temeroso e inseguro con respecto a lo que se esperaba de él. Siempre se había sentido torpón, desgarbado, y que su cabello raleara le parecía parte del proceso que conduciría inexorablemente, entre otras cosas, a la renuncia definitiva al sexo. No hacía ejercicio y sus músculos estaban flácidos, por lo que evitaba mirarse al espejo. Tampoco le gustaba el reflejo de su cara, con su expresión de obstinada pasividad. En las escasas ocasiones en que le asaltaban fantasías románticas, se apresuraba a rechazarlas esforzándose en pensar en otras cosas. No trataba de recordar sus sueños.
Durante sus primeros años en el bufete de su suegro, se consumía de inquietud antes de cada comparecencia ante un tribunal y no le quedaba tiempo de pensar en nada más. En realidad, estaba agradecido a Dafna por ser tan comprensiva. Se acostumbró a verse como un hombre con necesidades mínimas, y el único deseo que sobrevivió en él fue una añoranza abstracta de Osnat, simbolizada en la imagen de las desvalidas manitas de ambos. Echaba en falta la melancólica soledad que los unía cuando eran niños, la sensación de compartir un mismo destino, sensación que sólo ella le había inspirado. Ahora, cuando salía de la habitación de Osnat al amanecer, tras una noche de insomnio, pues no lograba relajarse y dormir, siempre sentía el regusto amargo de haber perdido una oportunidad. La amargura crecía en su interior, subiendo hasta la boca del estómago, porque no había encontrado lo que iba buscando. Qué era eso que buscaba, no habría sabido decirlo, traducirlo a palabras. Pero sí sabía que las cosas no deberían haber sido así, que la relación que él anhelaba no podía ser tan cauta. Quería sentirse relajado y no estar siempre en guardia para no decir lo que no debía.
La primera vez que fue a verla, tan excitado estaba que casi no podía respirar. Aparcó el coche donde no se viera, sin saber por qué, aunque en realidad seguía las instrucciones de Osnat. Ella le había dicho que llegara tarde.
—¿Cómo de tarde?
—Si no queremos que nos molesten, será mejor que vengas después de las diez; si vienes antes, tendrías que esperarme.
Aarón había llegado temprano y tuvo que esperarla. Encontró la llave donde ella le había indicado, entró y tomó asiento. Permaneció inmóvil en la butaca, sin atreverse a echar un vistazo a la habitación o a coger un libro de las estanterías. En un cesto, a su lado, había ejemplares atrasados de la revista cultural del movimiento de kibbutzim, Shdemot, y se entretuvo hojeándolos.
Cuando llegó Osnat, vio en su rostro claros síntomas de fatiga y tensión, así como las huellas de la edad. Estuvo sermoneándole un buen rato sobre sus planes para transformar el kibbutz. Pronunciaba muy seria expresiones que él oía a menudo en la Comisión Parlamentaria de Educación, como «mantenerse a la altura de los tiempos», «medios económicos» o «anacronismo». Hablaba del «énfasis en lo individual» como condición para que los kibbutzim continuaran existiendo en el siglo XXI. «El ideal del nuevo kibbutz», había dicho citando palabras oídas en un seminario al que había asistido en Guivat Aviva, «es el elitismo igualitario». Hablaba de los «nuevos valores» y repitió varias veces la palabra «filosofía».
Aarón se sentía fatigado y cada vez se aburría más. Las primeras veces que se vieron trató de disuadirla de que llevara adelante el proyecto de la residencia de ancianos, que ella denominaba «kibbutz superregional», pero no tardó en desistir.
—No hay nada que discutir —dijo Osnat—. Me respalda la mayoría, y no sólo de la gente de nuestra edad. Algunos miembros mayores están encantados con la idea. Y, en cualquier caso, es una cuestión de supervivencia. Es imposible realizar cambios en contra de tantas personas que quieren conservar el pasado. Somos trescientos veintisiete miembros y ¡ciento cuarenta son ancianos! Para adoptar una decisión sobre cuestiones tan fundamentales como que los niños duerman en familia, hace falta una mayoría de dos tercios, y casi toda la gente mayor está en contra. Y también parte de la gente joven, por motivos de lo más extraños. No te imaginas qué estrecha de miras puede ser la gente, lo cargada de estereotipos que está.
Aarón trataba de desterrar la inquietud que sentía al oír el tono resuelto de la voz de Osnat. Había algo cruel en los argumentos que esgrimía contra las fuerzas opuestas al progreso, y Aarón sabía muy bien de dónde procedía aquella crueldad. Conociendo y comprendiendo los orígenes de aquel sentimiento, se sentía avergonzado por sus manifestaciones, pero al propio tiempo no podía menos de conmoverse ante la fortaleza de Osnat, ante la pasión con que creía en su visión de futuro. Pasaron varias horas antes de que al fin osara cogerle la mano. Estaba decidido a acostarse con ella esa misma noche. Pero la idea de lo forzado que resultaría tocarla desde el otro lado de la mesa le había disuadido de intentarlo.
Al fin, ajena a toda intención sexual, Osnat fue a sentarse a su lado en el sofá para enseñarle un cuadro de los gastos per cápita del kibbutz. Aarón contempló su nuca cuando ella se inclinó sobre el boletín informativo donde figuraba el cuadro y, al cabo, le cogió la mano. La mano de Osnat, rígida y seca, no se movió. Haciendo un esfuerzo, Aarón reprimió el impulso de preguntarle qué quería que hiciera a continuación. Él no tenía ni idea, tan sólo aspiraba a sentir la intimidad de antaño, a leerle los pensamientos a Osnat. Era difícil creer que la única fuente de su energía emocional fuera la ideología del kibbutz (a sus hijos apenas los mencionaba).
Mientras le acariciaba la mano, pensó en su belleza y en todos los años que había pasado sola desde la muerte de Yuvik. Luego empezó a acariciarle la cabeza, consciente de que tampoco él ardía precisamente de deseo. Sobre todo, sentía miedo de ella. Y de la posibilidad de que lo que iba a suceder le arrebatara hasta sus fantasías. No se podía decir que Osnat se mostrara remisa. Giró la cabeza y el cuerpo hacia él para que la abrazara y le ofreció los labios. Pero se movía sin vitalidad, sin ardor. Aarón se levantó y la condujo al dormitorio, donde el aire acondicionado zumbaba con fuerza; ella dejó que la desnudara y él le fue quitando la ropa desmañadamente, sonriendo con timidez. Su intuición le advirtió que tampoco de eso debía burlarse.
Finalmente, Osnat lo ayudó con movimientos precisos. No llegó a doblar la ropa, pero la fue colocando a los pies de la cama sin dar muestras de ímpetu o arrebato, como quien repite un ritual cotidiano. Sintiéndose ridículo, Aarón se desvistió a toda prisa, consciente de la palidez de su piel, de su flacidez, de que no se había duchado; se dejó puestos los calzoncillos. No cruzaron ni una palabra. El olor de Osnat le resultaba extraño y el miedo a que en cualquier momento ella volviera en sí y se echara atrás lo paralizaba.
Ni siquiera cuando terminaron se atrevió Aarón a decir nada. Ella se levantó y él oyó el agua de la ducha, y, cuando regresó envuelta en una gran toalla, Aarón le preguntó: «¿Te ha gustado?».
Osnat asintió desmayadamente y lo miró a los ojos, en silencio. Lo mismo que le había impedido entrar en el kibbutz por la puerta delantera, o renunciar a la aventura antes de embarcarse en ella, o huir antes de que muriera la última de sus fantasías, le impedía ahora hablar de lo sucedido. Quiso convencerse de que tenía que darle tiempo a Osnat, ser paciente, ver qué ocurría la próxima vez, e ideó otra serie de consuelos con los que no consiguió engañarse. Y aquel desengaño volvió a repetirse una y otra vez; a sus sucesivos encuentros amorosos siempre les faltaba algo. El persistente silencio de ambos, pensaba Aarón, era el precio que habían de pagar para justificar que él siguiera yendo a verla. Ni él mismo comprendía por qué continuaba llamándola por teléfono, por qué repetía aquellas excursiones nocturnas y cerraba la puerta sigilosamente tras de sí. Sin llegar a confesárselo, comprendía que era incapaz de renunciar, contra toda esperanza, a la esperanza de volver a sentir por Osnat algo semejante a lo que había sentido por ella durante tantos años.
Sabía muy bien que Osnat había escogido a Yuvik, cuando éste regresó al kibbutz tras tres años de ausencia, porque Yuvik era el hijo de Dvorka, porque tenía la piel bronceada y una espesa mata de rizos, y porque se había licenciado en el ejército con honores. Que Aarón ocupara el importante puesto de encargado agrícola de nada valía. Osnat tenía que consolidar su posición casándose con el hijo de Dvorka, el pilar del kibbutz. Aarón se preguntaba a menudo si Osnat se daba cuenta de sus motivaciones y si sus actos habían sido calculados y hasta qué punto. Y algo le decía que en realidad Osnat no era consciente de su deseo de venganza y que no había saboreado las mieles de la victoria.
Andando el tiempo, cuando ya se había marchado del kibbutz y la afrenta estaba olvidada, Aarón a veces cavilaba si el matrimonio con Yuvik habría reportado a Osnat la paz interior y la seguridad que, aun sin saberlo, anhelaba desesperadamente. Es más, se preguntaba si ella seguiría actuando movida por el odio y la cólera, por el deseo de vengar unas afrentas cuyas causas y manifestaciones él había conocido íntimamente desde su infancia compartida. Y la primera vez que se acostaron, después del entierro de Miriam, cuando Osnat ya era madre de dos hijos, Aarón supo que ella no había cambiado. Bajo la expresión sosegada y eficiente seguía bullendo el odio, y los rumores que atribuían a Yuvik aventuras con las voluntarias extranjeras y con las jovencitas de las unidades Nájal destinadas al kibbutz, de los que había tenido noticia por Havaleh, sin duda no contribuían a reforzar el tenue sentimiento de pertenencia que tanto empeño ponía ella en demostrar, incluso cuando estaban a solas.
Y aun cuando Osnat hubiese logrado adquirir una cierta seguridad, pensaba Aarón, ésta se habría tambaleado con la muerte de Yuvik, cuyas bronceadas piernas relucían a través del cristal de la fotografía colocada sobre el televisor. Cuando Aarón se enteró del nacimiento del primer hijo de Osnat, unos dos meses después de la boda, supo que ella había escogido a Yuvik, cuyo rumoreado regreso había sido el tema principal de conversación en el kibbutz desde semanas antes de su llegada, pensando desde el principio en tener hijos, hijos que serían nietos de Dvorka. Osnat siempre había vivido con miedo a que la expulsaran. Ahora sus hijos eran los nietos de Dvorka. Y ahora Osnat había integrado su expresión grave, el tono resuelto adoptado con el transcurso de los años, en una visión global del mundo, y cuando hablaba de las transformaciones necesarias para «adaptar el sistema a lo que ocurría en el mundo de hoy», se la veía llena de una pasión que se echaba en falta cuando hacía el amor.
De tanto en tanto, Aarón sentía pasajeramente la intimidad de antaño, sobre todo en las raras ocasiones en que Osnat mencionaba a sus hijos, o la noche en que le habló de cómo habían tratado de ligar con ella varias personalidades reconocidas del kibbutz, antes y después de la muerte de Yuvik, y de cómo ella había rechazado todas esas insinuaciones. Y cuando le contó la escena que había montado Tova, la hija de la unión en segundas nupcias de Zeev HaCohen con Hannah Shpitzer (quien se había ahorcado cuando él la abandonó, después de lo cual el kibbutz lo envió en misión especial a Marsella), Aarón vio en sus ojos una mirada de miedo y desesperación, una mirada que le hizo pensar en los tiempos en que Dvorka sermoneaba a Osnat sobre el compromiso personal y la necesidad de que el individuo se sacrificara para allanar el camino de la vida en común. Cierta vez en que, con una ancha sonrisa en los labios, le preguntó a Osnat qué había opinado Dvorka de su actuación como directora del instituto, Osnat respondió muy seria:
—¿Por qué sonríes? ¿Crees que no he cambiado nada desde los diecisiete? ¿Que Dvorka sigue pensando que tengo la cabeza tan hueca como sospechaba entonces? Permíteme que te diga que ya nadie piensa así. Dvorka sabe desde hace muchos años que no tengo nada que ver con la persona en que temían que me convirtiera.
Aunque él se lo había pedido (sólo una vez, y ella había replicado: «Pero ¿por qué?»), Osnat no desconectaba el teléfono cuando estaban juntos. Mucha gente la llamaba para comentar asuntos del kibbutz, y él escuchaba perplejo el tono de voz que adoptaba en esas conversaciones: juicioso y razonable, colmado de una inquebrantable seguridad en lo acertado de sus opiniones. Y cuando se dio cuenta de que las cuestiones públicas habían consumido sus últimos vestigios de vitalidad, sintió un hondo pesar y un gran pesimismo con respecto a la posibilidad de recuperar la muda intimidad entre dos forasteros que fingían creerse parte de una gran familia, cuando bastaba escarbar mínimamente en sus sentimientos para descubrir la convicción de que nadie había olvidado ni por un instante de dónde procedían.
La tercera o cuarta vez que se vieron, Osnat le preguntó si había considerado la posibilidad de regresar al kibbutz, y él respondió que no. Tentativamente, le preguntó a su vez si podría llegar a plantearse vivir fuera del kibbutz, y cuál no sería su perplejidad al ver que ella no descartaba de plano esa opción.
—En todo caso —comentó Osnat en el curso de esa conversación—, Dvorka nunca me dejará llevarme a los niños.
Y cuando Aarón dijo que los hijos eran suyos, Osnat replicó desviando la vista:
—No sabes lo que estás diciendo. Dvorka se las arregló para arrebatarme a los dos mayores casi por la fuerza y, como tú mismo has visto, es ella la que acuesta a los pequeños por la noche. Siempre me ha dado la impresión de que no confía en mi capacidad para transmitirles unos valores correctos. Nunca me dejaría llevármelos del kibbutz. Ah, y si alguna vez descubre lo nuestro y trata de hablar contigo, no dejes de decírmelo, por favor.
Osnat no había aceptado las insinuaciones de los divorciados ni de los casados del kibbutz. Y cuando Tova, la hija de Zeev HaCohen, le montó aquella escena en el comedor, a la vista de todos, Osnat sintió que se venían abajo sus desesperados y prolongados esfuerzos por librarse de la imagen de belleza frívola.
—Era verdad que había venido a verme unas cuantas veces, y sus intenciones estaban claras, pero lo que dijo Tova era mentira. Yo no tenía el menor interés en él. Nunca he tonteado con hombres casados del kibbutz, nunca he tonteado con nadie —dijo enfadada—. Pero, aunque supieran que no había pasado nada, el escándalo, la mera sospecha, bastaron para echarlo todo a perder —no entró en detalles sobre qué era «todo lo que se había echado a perder», pero Aarón lo sabía sin que se lo explicara.
Él había estado con Osnat aquella noche, junto a la habitación de Alex, cuando tenían unos catorce años y ya no se cogían de la mano. Habían ido allí para hablar con Alex de la visita de los alumnos de octavo de un colegio laborista de Tel Aviv y de la necesidad de posponer la llegada de un grupo del movimiento juvenil Hashomer Hatzair, programada para el mismo fin de semana. Habían surgido problemas con el alojamiento de los visitantes y con la cuestión de si los iban a enrolar en la movilización general del sábado para recoger albaricoques. Aarón guardaba un recuerdo muy vivido de la cabaña que ahora ocupaban los soldados nacidos en el kibbutz y junto a cuya puerta tendían sus uniformes caquis. En aquellos tiempos era la habitación de Alex y Riva. Alex era el encargado de organizar los turnos de trabajo y Riva, la enfermera del kibbutz.
Aarón y Osnat se habían dirigido a la entrada principal rodeando la casita por detrás, pasando junto a las ventanas abiertas de par en par. Hacía bochorno y la cabaña de madera desprendía el calor acumulado a lo largo del día; las paredes crujieron cuando se detuvieron junto a la palmera que crecía al lado de la ventana y que más tarde hubo que talar porque se le pudrieron las raíces, y Osnat se llevó un trémulo dedo a los labios y empezó a apretarle el brazo con fuerza creciente mientras Riva hablaba en el mismo tono agradable y sosegado que le habían oído cuando les ponía inyecciones o cuando, el verano anterior, le había vendado a Aarón el muslo donde le había salido un horrible furúnculo, que le impidió participar en la excursión a Haifa y Galilea, con lo que fue el único que se libró de los posteriores ritos de purificación, cuando Lotte, la encargada de su curso en la casa de los niños, descubrió piojos al volver de la excursión y hubo que quemar los colchones y desinfectar la ropa con queroseno.
Con aquella voz dulce y tranquilizadora, Riva decía:
—Y, como es natural, habrá que tener bien vigilada a Osnat. Dados sus orígenes, no le va a ser fácil encajar. He hablado con el pendón de su madre, y te digo que habrá que vigilarla, porque esas cosas son genéticas y no hay que esperar a que se manifiesten y sea demasiado tarde; esa chica tiene la misma mirada que su madre.
Aarón recordaba que Alex había respondido en tono razonable y sosegado algo que no alcanzó a oír, y la respiración fuerte y acelerada de Osnat, que le apretaba el brazo hasta hacerle daño, y aún hoy, treinta años después, parecía sentir aquel dolor mientras ella le contaba la escena de Tova.
—Junto a las bandejas, delante de todo el mundo, sin ninguna discreción, sin la menor consideración, y de nada valió que trataran de hacerla callar, fue aún peor, porque se puso a chillar: «Puta, destrozahogares, igualita que tu madre, eso es lo que eres». Daba igual que no hubiera pasado nada. Se veía que quienes aún no sabían nada, como los chavales de la unidad Nájal, enseguida se iban a poner al día sobre mi madre.
A Aarón le dolía el brazo donde años atrás Osnat había sepultado sus dedos; no se había rascado porque tenía las uñas comidas a ras de la carne, pero al día siguiente aparecieron moratones en sus brazos, moratones hechos cuando Riva continuó con su agradable voz, claramente audible desde fuera:
—¿Qué se puede esperar de la hija de una ninfómana? Su madre es una enferma, ¿no lo entiendes? Es una enfermedad, he leído cosas sobre el tema, y también nos lo explicaron en un curso. Lo que no comprendes es que lo lleva en los genes, y ya está en edad peligrosa; si no la atamos muy corto, pronto estará seduciendo a todos los chicos del kibbutz, y más adelante destrozando familias. ¡Hablas como si nunca hubieras visto cosas así antes!
Osnat no echó a correr inmediatamente. Permaneció inmóvil largo rato, y a Aarón le daba miedo que el rasposo sonido de su respiración jadeante llegara a oírse en el interior de la habitación alegremente iluminada, de donde procedían un aroma a café recién hecho y un tintineo de vasos. Luego Osnat se sentó junto a la palmera, en silencio. Y, al fin, se puso en pie y le soltó el brazo. No le pidió que la acompañara. Echó a andar, en silencio, con paso lento, hacia el depósito de agua de la entrada del kibbutz, y él, que se moría por consolarla, por decirle: «No te preocupes, no tiene importancia, no le hagas caso», no se atrevió a decir nada.
La siguió en silencio, sin tocar su delicado hombro desnudo ni su alborotada melena, y ella no despegó los labios en todo el camino; ni siquiera parecía consciente de su presencia. Se sentó junto al depósito y él a su lado, y al cabo, cuando ya no pudo soportar el silencio, Aarón descubrió que tenía paralizadas las cuerdas vocales, que se negaban a emitir sonidos, y, además, temía hacerla llorar si le hablaba. Le tocó tímidamente el brazo con su mano pegajosa, y ella, que no había dejado de mirar al frente en todo aquel rato, se sacudió su mano violentamente y lo miró; él la besó; sus labios sabían dulces, pero había sido un beso sin la menor lascivia, un beso nacido de un gran deseo de consolarla, de conectar con ella de alguna manera misteriosa sin estropearlo todo con las palabras. Ella así lo comprendió, pero al cabo de unos segundos, como si estuviera oyendo de nuevo las palabras de Riva, se apartó de él y dijo:
—Se van a enterar. Me conservaré virgen hasta que me case. ¡Ya lo verás! —se puso en pie y añadió con voz ahogada, secamente—: Vámonos —mientras regresaban, comentó en tono tenso, comedido—: Y tampoco pienso marcharme. No tengo adónde ir y esto me gusta —y, tras una pausa, tomó aliento y concluyó—: Y aunque ahora no sea feliz aquí, un día llegaré a serlo, y ellos tendrán que aguantarse.
Ahora, mientras la esperaba en su habitación, observando los delicados dibujos a carboncillo colgados en las paredes y el jarrón con flores sobre el televisor, junto a la fotografía de Yuvik, Aarón pensó en el comedimiento de Osnat. En la atmósfera casi ascética de su habitación, con la cocina anexa al fondo. Allí no había ninguna gran nevera como la que anhelaba Havaleh, ni tan siquiera un molinillo de café. Pensó en el gusto austero que Osnat había ido desarrollando con los años, en el mobiliario estandarizado: un sofá de tres plazas, dos butacas marrones a ambos lados de una mesita marrón y una pequeña alfombra beige, y en la limpieza impoluta de todo, como si en esa habitación no hubiera habido niños jugando aquella tarde. Luego recordó que por las tardes los niños solían jugar en la habitación de Dvorka y que Osnat iba a verlos allí.
La pila de acero inoxidable relumbraba y, al llenar la tetera eléctrica para prepararse un café, Aarón vio en ella su reflejo distorsionado, abultado; sabía que Osnat seguía observando el ritual diario de fregar el suelo con aquel frenesí que había llevado a Lotte a comentar en otros tiempos: «Los días en que Osnat limpia la casa de los niños se podría comer en el suelo». Estaba pensando pesarosamente en la severidad con que vestía Osnat cuando la vio aparecer en la pantalla, pues había encendido mecánicamente el televisor y allí estaban los kibbutzniks, ocupando las hileras de sillas dispuestas en el comedor. Recordó que Moish le había contado que retransmitían las sijot por el circuito cerrado de televisión para que las vieran quienes no podían asistir a ellas.
El rostro de Moish se veía pálido y gris en la pantalla, y Aarón recordó sus propias apariciones en los informativos de la televisión durante la huelga del profesorado, y luego durante la huelga de estudiantes, cuando el ministro estaba en el extranjero y no dieron con nadie más que con él, y en cómo lo habían maquillado para que, según le explicaron, no tuviera aspecto enfermizo.
La voz de Moish apenas se oía, debía de haber un fallo de sonido. Aarón subió el volumen al máximo y oyó a Osnat diciendo con claridad y tono de circunstancias: «Procedamos a la votación; quienes están a favor de que se cree una comisión que levanten la mano». Aarón recordó que Osnat era la moderadora de las sijot. El televisor emitió un sonido quejumbroso, como si fuera una decisión demasiado difícil de adoptar. Los miembros de la junta directiva estaban sentados en semicírculo; junto a Moish y a Osnat, Aarón reconoció a Alex, totalmente calvo y encogido por el paso de los años, y a Jojo, el tesorero. No reconoció a los demás miembros, pero vio a Dvorka sentada en un rincón, con gesto impasible; la cámara mostraba su moño de lado, y Aarón contempló el perfil de aquella mujer con reservas inagotables de energía, que, pese al dolor de su reciente viudez, seguía participando en la vida pública de la comunidad.
Frente a la junta directiva estaban sentados los kibbutzniks, que no llegaban a llenar el comedor. Aarón sonrió al divisar a Fania en su sitio habitual, la silla de al lado de la ventana de la penúltima fila, el que llevaba ocupando más de treinta años. Como siempre, también, tejía con furia una prenda inidentificable; claro que el comedor no era el mismo, pues ahora estaba en el magnífico edificio nuevo, con su fuente de agua helada en la planta baja, azulejos decorativos en los lavabos, rampas para sillas de ruedas y cochecitos de bebés, una escalera de anchos peldaños y colgaduras junto a las ventanas.
Moish contó las manos alzadas y le susurró algo a Osnat, que tomó notas en un papel.
—Treinta y un votos a favor —dijo Moish en voz alta—. ¿Votos en contra? —una vez más se alzaron varias manos—. Veintidós votos en contra. ¿Abstenciones? —preguntó mecánicamente, y luego hizo el recuento moviendo los labios—. Ocho abstenciones —anunció al fin. Luego irguió la cabeza y repitió los resultados—. Es importante recordar que esto no es más que el comienzo de un proceso —prosiguió serenamente—. La votación definitiva se organizará de otra forma. Será necesaria una mayoría de dos tercios para dar vía libre al proyecto. Ningún otro kibbutz ha decidido que los niños duerman con sus padres sin contar con una mayoría de dos tercios, y ellos no tenían entre manos el proyecto de una instalación para la tercera edad; como es natural, en nuestro caso se aplicará el mismo sistema, aun con mayor motivo, dada la magnitud de nuestro proyecto.
En la primera fila se alzó una mano y Aarón oyó la voz cascada de una mujer a la que no identificó:
—Sólo quiero decir para que conste en acta que deberíamos pensar en los demás, no sólo en nosotros mismos. Y si algunas personas que han hablado aquí esta noche, cuyos nombres no voy a mencionar, pensaran en los demás, se darían cuenta de que estos cambios van a ser una gran mejora. Podrá resultar difícil adaptarse a ellos, pero lo importante es pensar en el bien común. No voy a repetir lo que ha dicho Zeev, sólo quería señalar que no todo el mundo está de acuerdo con algunas opiniones expresadas aquí esta noche.
—Gracias, Aviva, ya consta en acta —dijo Moish consultando su reloj. Luego se volvió hacia Osnat.
—Nos queda poco tiempo para debatir dos cuestiones que distan mucho de ser sencillas —dijo Osnat—. La primera está en el orden del día: la comisión de enseñanza superior ha rechazado la solicitud de Zviki para hacer un curso en Londres, pero él se niega a aceptar esta recomendación y exige que el asunto se plantee ante la sijá. ¿Puede Zviki exponernos el problema?
Osnat se volvió indecisa hacia Zeev HaCohen, sentado en un rincón. HaCohen opinó que sería mejor que él explicara la postura de la comisión antes de que Zviki expusiera su punto de vista.
—¿Para qué complicar las cosas con explicaciones y exposiciones? —gritó un miembro de la junta directiva desconocido para Aarón—. La solicitud de Zviki es escandalosa y basta…
—Un momento, espera tu turno de palabra —dijo Zeev HaCohen—. No hay por qué excitarse. Pegando gritos no vamos a resolver nada. Por hoy ya hemos gritado bastante. —Aarón miró divertido a Fania, que mascullaba crípticamente para sí—. Decir que es «escandaloso» está fuera de lugar —prosiguió Zeev HaCohen—. Lo que se plantea es si un miembro que ha terminado una etapa de sus estudios aquí, en Israel, puede proseguirlos en el extranjero, y la decisión es una cuestión de principios. Hemos pensado que como se trata del tercer curso que Zviki solicita en los tres últimos años, bien puede posponerlo un par de años.
—¿Qué curso es esta vez? —preguntó Ayuta, impaciente.
Aarón se felicitó por haberla reconocido; sólo tenía tres años más que él, pero parecía una abuela.
—Cursos, cursos, paparruchas —dijo Guta en voz alta y clara; como siempre, estaba sentada junto a Fania—. Primero que trabajen, que todo el mundo haga el trabajo que le toca. ¡Y luego decís que no hay dinero para que sigamos viviendo aquí! —dijo a voz en grito y Fania hizo un mohín y se inclinó sobre su labor.
Zeev HaCohen alzó la mano pidiendo silencio, y Guta se encaró con él y le espetó airadamente:
—No vas a taparme la boca. Por un lado habláis de eficacia y de ahorro, y por otro…
Por lo visto, ése fue el momento en que Aarón se quedó dormido. Cuando le despertó el dolor de brazo, su reloj marcaba las dos de la mañana y estaba tendido en el corto sofá bajo una manta de piqué con la que debía de haberlo tapado Osnat. La primera idea que le cruzó por la cabeza fue que tenía que dejar de ir a verla. Aquello era absurdo, se dijo mientras se levantaba para ir al dormitorio. Osnat estaba dormida. La tocó en el hombro y ella emitió unos sonidos inarticulados.
—¿Por qué no me has despertado? —le preguntó, tratando de sofocar su cólera y sin saber por qué susurraba.
—Estabas tan agotado que no me oíste entrar; me diste pena —respondió Osnat y se incorporó en la cama, ya plenamente despierta.
—Tienes la mano muy caliente —dijo Aarón, sorprendido por la ternura con que había hablado, pues su intención había sido decir adiós y marcharse inmediatamente.
—La reunión de hoy ha sido complicada, y, además, creo que tengo fiebre —dijo Osnat.
Aarón le puso la mano en la frente. Ardía.
—¿Dónde tienes el termómetro? —preguntó; y a continuación lo trajo del cuarto de baño—. Treinta y nueve y medio —leyó asustado—. ¿No debería llamar a alguien?
Osnat meneó la cabeza testarudamente. Pero se tragó las dos aspirinas y el vaso de agua que él, obediente, le trajo. Luego, mientras bebía el té con limón que Aarón le había preparado, sus dientes castañeteaban contra el vaso; le dijo temblando:
—Ahora es mejor que te vayas. No sé qué me pasa, a lo mejor es contagioso. Además, es tarde y necesito dormir.
Aarón asintió, preguntó si quería otra taza de té, le tocó la frente, que seguía abrasando, y al final dijo vacilante:
—Está bien, me marcho. Te llamaré mañana. No dejes de ir al médico —y salió.
El despejado cielo veraniego estaba tachonado de estrellas, pero su luz no bastaba para iluminar el camino. Habían apagado la farola y Aarón estuvo a punto de caerse al tropezar contra el bordillo cuando giraba en dirección a la puerta trasera. Y cuando una figura en pantalones cortos apareció de repente detrás de la casa, como si hubiera estado apostada bajo la ventana de Osnat, el corazón le pegó un brinco. De pronto comprendió que quizá había estado allí escondida todo el rato. Se planteó por un instante perseguirlo —había llegado al convencimiento de que era un hombre, un hombre alto—, pero el dolor de brazo lo paralizó, y su aversión al dramatismo le disuadió de intentarlo. Echó a andar a buen paso hacia su coche.