1

Junto a la entrada del kibbutz, en una explanada, habían apilado grandes balas de heno formando un inmenso muro dorado. Los espacios libres entre las balas estaban llenos de apretados ramos de flores. Alguien había puesto gran interés en que diera la impresión de que las flores habían brotado allí por generación espontánea. Bandas azules de un cielo despejado asomaban por algunas grietas del muro. Aarón sonrió al imaginar la batalla que habría librado Srulke por cada una de aquellas flores. La petición de aquel tributo floral le habría hecho encorvarse, torcer el gesto y fruncir los labios en su rostro atezado y surcado de arrugas, queriendo disimular su amor propio a la vez que manifestaba su oposición al despilfarro. ¿Quién habría sido la encargada de extraerle el tributo en esta ocasión?, pensaba Aarón. En otros tiempos siempre se lo encomendaban a Esti, pero después de haberla visto hoy en el comedor, anquilosada y marchita, y de recordar con amargura la delicada silueta y la encantadora gracia con que antaño conseguía engatusar a Srulke, Aarón supo que esta vez no la habrían enviado a ella. Cada pocos años cambiaban de emisaria, pero siempre había de ser alguien que arrancara a Srulke el mismo comentario: «Es una muchacha dulce y refinada, nada que ver con las sabras[1]», dicho lo cual cortaría las flores que le había pedido.

Aarón vio el esplendor de las grandes rosas, distinguió el amarillo y el rojo de las gerberas, el púrpura de los dragones, el modesto blanco de las margaritas, pero, como siempre, el marrón de la tierra polvorienta, aún más acentuado por el tono dorado del heno, se imponía sobre el colorido de las flores. Al percibir de pronto el cambio de las estaciones en las flores y sus colores, Aarón sintió por un instante el inusitado placer de encontrarse consigo mismo. Hubo un momento en que vio las cosas tal como eran, y tuvo la sensación de que la mejor parte de sí mismo, esa que a veces se olvidaba de precauciones y cálculos, de medir todas y cada una de sus palabras, la parte de sí mismo que incluso podía ser poética, había cobrado vida.

Moish ya estaba junto al micrófono, sobre la tarima que habían levantado ante el muro de heno, observando cómo se iba congregando la multitud. En un rincón alejado de la explanada se veía a los grupos portadores de los primeros frutos del año. El coro del kibbutz, cuatro hombres y tres mujeres de blanco y azul, se había situado junto a otro micrófono, partituras en mano. Todo el Kibbutz estaba presente. La gente había comenzado a afluir poco antes del momento señalado para la ceremonia, después del rato reservado para tomar café y tartas confeccionadas para la ocasión. A la hora de comer, Aarón había oído a Matilda quejarse con su voz plañidera de que no quedaba ni un solo paquete de margarina en el gran refrigerador del comedor, y, a lo largo de la tarde, un aroma a tartas de queso comenzó a desprenderse de todas las «habitaciones», como todavía llamaban a las casitas de los miembros del kibbutz. La misma Matilda no pudo sino reconocer que estaba satisfecha de que las jóvenes cabezas de chorlito hubiesen usado su recetario para preparar las tartas de la fiesta, y así se lo oyó comentar Aarón al pasar de largo ante su habitación.

Junto al depósito de agua se iban congregando poco a poco los miembros del kibbutz y sus hijos, así como numerosos invitados fácilmente reconocibles por su elegante ropa, de todo punto inadecuada para sentarse en la tierra reseca en la que cada pisada levantaba una polvareda. El polvo se pegaba a todo. Ese polvo que Aarón seguiría sintiendo en la nariz durante muchas horas y que le traía a la memoria los tiempos en que, al regresar de sus paseos veraniegos por el campo, no conseguía despegarse el olor a polvo ni aun duchándose. Posó la mirada en las máquinas agrícolas aparcadas en las lindes de la explanada. Había niños trepando por las grandes cadenas de un D6, un tractor de color amarillo decorado con geranios rojos y rosas, y padres que levantaban a sus pequeñuelos en brazos para que tocaran la cosechadora de algodón. Cual enorme criatura somnolienta, la cosechadora encabezaba la hilera de vehículos coronada con guirnaldas de zinnias amarillas, rosas y moradas, semejantes a las flores que dibujan diligentemente los niños en la guardería y luego colorean muy serios, pétalo por pétalo. Aarón observó que también estaban allí los tractores de la vieja generación… dos grandes John Deere verdes con las ruedas lustrosas y decoradas con rosas gigantescas de color amarillo, de la variedad preferida de Srulke.

La multitud no se calmó ni aun cuando Moish entonó por el micrófono: «Un, dos, tres, probando». Sólo cuando el pequeño coro rompió a cantar con ímpetu creciente «con cestas en los hombros y guirnaldas en la cabeza», comenzaron los padres a aquietar a sus hijos y las ancianas de la primera fila a chistar con ánimo alegre, sin asomo de reproche.

Desde uno de los flancos, Aarón observaba los semblantes arrugados de aquellas mujeres, su cabello ralo y fino, sus vestidos floreados que parecían cortados con el propósito deliberado de disimular el contorno de sus cuerpos, y también a los ancianos que se habían acomodado en el suelo, junto a las mujeres, cansados de estar de pie. Allí estaba Zeev HaCohen, cuyo cuerpo espigado parecía encogido por la edad; con su mata de pelo blanco, y a pesar de su increíble delgadez, seguía teniendo un aspecto imponente. Como siempre que veía a HaCohen, Aarón volvió a oír como en un eco la voz de Srulke llamándolo airadamente «ese politicastro» mientras enjabonaba enérgicamente una taza de café. Era una imagen de muchos años atrás: Srulke junto a la pila, vistiendo una camiseta gris, y Miriam sentada a la mesa, que estaba cubierta por un hule de esquinas tiesas, grasiento al tacto y con un dibujo de flores marrones sobre fondo beige. «No deberías hablar así de él», le había reprendido Miriam en tono inquieto y suplicante, y Aarón recordaba el súbito silencio que se hizo cuando descubrieron que él estaba en el umbral.

Ahora, Zeev HaCohen estaba sentado a los pies de Matilda, la encargada de cocinas y del supermercado del kibbutz; junto a HaCohen, había tomado asiento un niño que se entretenía jugueteando con la hebilla de su bíblica sandalia marrón. Sería uno de sus nietos, el retoño de uno de los hijos que le había dado sólo Dios sabe cuál de sus mujeres, pensó Aarón, recordando vagamente lo que había oído comentar a Moish sobre la compleja vida familiar del intelectual y filósofo de mayor renombre del kibbutz y de otros kibbutzim del mismo estilo.

—¿Cuántos años tiene ya? —le había preguntado Aarón a Moish cuando llegaron juntos al lugar de la celebración.

—No lo sé muy bien —respondió Moish distraídamente mientras bajaba de sus hombros a su hijo pequeño para dirigirse a la tarima—. Setenta y cinco, tal vez. No, más de setenta y cinco, seguro.

El kibbutz ya contaba con cincuenta años de vida. Medio siglo había transcurrido desde que los miembros fundadores se instalaran en aquellas tierras. No era el kibbutz más antiguo de Israel, pero no se podía dudar que estaba sólidamente establecido. Aquel día reinaba un ambiente festivo, mas, al propio tiempo, era evidente que nadie se estaba tomando la celebración demasiado en serio. Los únicos a quienes se veía emocionados eran los niños, pero se los habían llevado hacia la hilera de maquinaria agrícola y ninguno estaba prestando atención a lo que sucedía en la tarima ni a los cánticos del coro. Y, excepción hecha de los miembros del coro, nadie vestía de azul y blanco. Ni siquiera los niños de la guardería, advirtió Aarón con una sombra de desengaño que le hizo sonreír, y no había ni rastro de la bandera nacional. Una cosa más sobre la que habría de interrogar a Srulke. Recordó la nostalgia que antaño solía embargar su ánimo en los días de fiesta y la emoción con que aguardaba, muy especialmente, la fiesta de las Semanas o Shavuot, la sensación muy real y auténtica de estar participando en acontecimientos importantes que le dominaba en aquellos tiempos.

No lograba desprenderse de la impresión de que bastaría retirar las banderas azules y blancas del tractor de oruga para que la ceremonia cobrase un aire arcaico y extranjerizante, como si estuviera celebrándose en una granja colectiva de la Unión Soviética. Y, sin embargo, reflexionó mordisqueando una pajita, parecía que el tiempo se hubiera detenido, era como si estuviera viendo un documental sobre los inicios del sionismo. Pero aquella ceremonia agrícola se había convertido en una farsa en un lugar donde la agricultura prácticamente estaba en bancarrota; aquel kibbutz, o comunidad agrícola sionista, obtenía sus ingresos de una fábrica que producía cosméticos, ni más ni menos, y había dado su nombre a una marca internacional de crema facial que eliminaba las arrugas y rejuvenecía las células dérmicas, anunciada en los periódicos con un par de fotografías de la misma mujer «antes» y «después». Nadie más daba muestras de advertir el absurdo de un rito agrícola allí donde sólo era posible seguir trabajando la tierra gracias a la producción y venta de una crema facial. Tal vez ése era el motivo de la ausencia de Srulke. Cuando Aarón lo estuvo buscando en vano en el comedor para saludarlo, Moish le había asegurado que asistiría a la ceremonia, «aunque sólo sea para inspeccionar lo que han hecho con sus flores», había añadido con una sonrisa.

Mientras miraba en torno suyo con el supuesto propósito de descubrir a Srulke y con el deseo secreto de avistar a Osnat, Aarón llegó a la conclusión de que al menos un sector de la economía del kibbutz estaba en pleno apogeo: había tantísimos niños que a un forastero bien se le podría haber excusado que se preguntara de dónde sacarían tiempo para dedicarse a otras cosas. Los frutos de aquella intensa actividad reproductora correteaban por todas partes y la aparente satisfacción y alegría de las familias numerosas le inspiraron vagos anhelos. Pero su otra voz se apresuró a reprimirlos. El diablillo que llevaba dentro se burló de aquel deseo suyo de pertenencia, y su vena escéptica, muy acentuada con el paso de los años, se hizo dueña de la situación y evocó la imagen de un rebaño de plácidas vacas holandesas, echando a perder sin remedio su ánimo festivo. Para ahuyentar la sensación de que aquella calma era de algún modo entontecedora, rememoró la ira que solía dominarle en otros tiempos y que hoy había vuelto a asaltarle mientras se dirigía al comedor con Moish a la hora del almuerzo.

La distancia entre el comedor y la habitación de Moish era escasa, pero tardaron siglos en recorrerla al tener que ir saludando a todas las personas con quienes se cruzaban y a las que Moish retenía para recordarles una pequeña tarea tras otra; luego hicieron un alto en las casas de los niños para ver si se había reparado un grifo que goteaba y si habían cambiado la arena del arenero de la guardería; a continuación se detuvieron en la secretaría con objeto de averiguar si se había recibido una llamada que estaban esperando, y después de que Moish estudiara los avisos del tablón de anuncios, recogiera el periódico de su casillero, leyera las notas que allí le habían dejado y cogiera el teléfono que sonaba en el gran vestíbulo de la planta baja del edificio del comedor, después de todo eso, al fin subieron al comedor, situado en la planta de arriba.

Moish se entretuvo en la puerta observando la escena y transcurrió una eternidad hasta que cogió una bandeja. Tanta despaciosidad e indolencia acabaron por cansar e impacientar a Aarón, que lo esperaba junto a los carritos de las bandejas. Aarón llegó a la conclusión de que, desde el momento en que ponías el pie en el comedor, tus reservas de oxígeno descendían y tu productividad declinaba; aquella calma flemática, aquella lentitud, eran como para volver loco a cualquiera. Se refugió en un juego de adivinanzas: quién era quién y de quién era hijo cada cual. Logró identificar a las personas de tres o cuatro generaciones reunidas en grupitos, los niños pequeños cabalgando a hombros de sus padres. No supo distinguir a los nacidos en el kibbutz de los adheridos mediante matrimonios, pero un simple vistazo le bastó para saber quiénes estaban allí en calidad de invitados, como él mismo.

Ahora la ceremonia al fin daba comienzo. Aarón aún no había visto a Osnat, pero no se atrevía a buscarla abiertamente. Los primeros en subir a la tarima fueron los trabajadores del huerto de frutales y hortalizas. Dos niños y dos hombres vestidos de azul oscuro depositaron junto al muro de heno un par de grandes cestos llenos de ofrendas y se situaron al lado del micrófono. En una breve alocución sobre la cosecha de aquel año, mencionaron frutas tan exóticas como los mangos, los aguacates y los kiwis, e incluso los caimitos y las piñas, pero nada se dijo de uvas o albaricoques. Aarón volvió a sentirse traicionado. Los desbordantes cestos parecían recién sacados del escaparate de una elegante frutería de la calle Ben Yehuda de Tel Aviv o de un centro de mesa de una habitación de hotel. «¿Qué sentido tiene presentar así este tipo de frutas?», se preguntó pensando en lo anacrónicos que resultaban aquellos cestos, muy similares a los de los carteles en que se representaba a los antiguos pioneros.

Luego les llegó el turno a los cultivadores de algodón y, a continuación, a los trabajadores del taller de costura y de la fábrica de ropa, «vestidos con nuestros últimos modelos», anunció Moish señalando a Fania, la anciana directora del taller de costura, que se había situado a cierta distancia del micrófono. Los trabajadores de los campos subieron después a la tarima, seguidos de los jardineros. Srulke no estaba entre éstos y una vez más Aarón caviló sobre su paradero, ya que, pese a su avanzada edad, nadie había osado poner en entredicho su prestigiosa posición de padre de la horticultura del kibbutz. Pero Aarón no tardó en desechar esas cavilaciones ante la visión de un gran cesto lleno de tarros de crema facial; sujetando en alto uno de ellos, presentado dentro de una caja de plástico transparente decorada con una cinta dorada, Moish anunció: «¡Rocío eterno!». Tal era el nombre poco inspirado de la crema facial que había reportado al kibbutz beneficios de centenares de miles de dólares en los últimos años. Un dibujo del cactus con el que se confeccionaba la crema adornaba el cesto, y Aarón observó divertido aquella planta de grueso tallo y aspecto anodino y vulgar.

Antes de que los grandes tractores comenzaran a rodar en formación, los niños encargados de cuidar a los animales de la pequeña granja desfilaron ante la concurrencia escoltando a un potrillo pardo y a un burrito de un mes que lucía una guirnalda de geranios. Una niña con un vestido blanco llevaba sobre el hombro un sedoso conejo blanco y una parejita de niños transportaba un pollo en una cesta.

Cerraban el desfile once mujeres que marchaban ante el muro de heno llevando en brazos a los niños nacidos aquel año mientras el público aplaudía una vez más, mecánicamente, sin que el ruido de fondo se acallara. A continuación se pusieron en marcha las máquinas agrícolas y, mientras avanzaban lentamente, varias muchachas esparcían desde los engalanados vehículos confeti y estrellitas plateadas.

Hacía calor, pero no bochorno; era el típico calor seco del norte del Néguev. Bajo un sol que aún parecía próximo a su cénit pese a que ya eran las seis de la tarde, los niños correteaban muy animados entre la polvareda levantada por las grandes máquinas. Todo el mundo se puso en pie para recular, cogiendo a los pequeñuelos de la mano para que no se acercaran demasiado. Los hijos de los encargados agrícolas iban sentados en las cabinas junto a sus padres. Un adolescente de pecho desnudo y bronceado conducía la gran cosechadora con gesto inexpresivo, casi indiferente, como ajeno a la impresión que estaba causando en los niños y las adolescentes del kibbutz, algunas de las cuales vestían trajes blancos que realzaban su lozanía y belleza.

«Nuestros graneros desbordan de trigo, nuestras cubas rebosan de vino. Nuestros hogares están llenos de niños», cantaba el coro, y Aarón pensó que nunca se habían pronunciado esas palabras con mayor motivo. Los signos de la abundancia se veían por doquier. Nada dejaba entrever las dificultades económicas que atravesaba el movimiento de kibbutzim y que en los últimos tiempos habían saltado a los titulares de la prensa y habían sido objeto de debate tanto en la Knéset[2] como en la Comisión de Educación. Tan elevados eran los beneficios de la fábrica de cosméticos, le había explicado Moish de camino a la ceremonia, que bastaban para financiarlo todo, e incluso para ayudar a otros kibbutzim agobiados por las deudas. Los miembros de este kibbutz todavía se podían permitir viajes al extranjero, y la propuesta de establecer casas unifamiliares donde los niños durmieran con sus padres, en lugar de en las tradicionales casas infantiles, no había sido rechazada por problemas presupuestarios sino por decisión del Kibbutz Artzi, el consejo nacional de la rama más tradicional del movimiento de kibbutzim, a la que ellos pertenecían.

Mientras pasaba la vista sobre la multitud tratando de distinguir a Osnat, Aarón vio a Dvorka, sombreándose los ojos con la mano no muy lejos de él. Tenía cogido de la mano a un niño de unos cinco años. Aarón comprendió, sobresaltado, que debía de ser el hijo de Osnat, el menor de los nietos de Dvorka. Aun desde lejos pudo apreciar que Dvorka estaba más encorvada que antes. «Ya debe de haber pasado de los setenta», le había comentado a Moish durante la comida; y Moish asintió sonriendo: «Tiene setenta y dos años. Pero sigue siendo una apisonadora. Tendrías que oírla en la sijá[3]. La misma voz, la misma energía. Es un auténtico monstruo».

Desde la última visita de Aarón al kibbutz habían pasado casi ocho años. Y también esta vez había aceptado la invitación a la doble celebración de Shavuot y del cincuentenario del kibbutz pensando en Osnat. Hacía años que no la veía. Trató de calcular con exactitud cuántos, preguntándose si su hijo Arnon ya habría nacido en aquel entonces y recordando vagamente que Dafna todavía estaba embarazada. Aun después de haberse convertido en una figura pública, aun después de haber sido nombrado parlamentario, la inquietud seguía apoderándose de él cada vez que pensaba en el kibbutz. En sus referencias autobiográficas solía mencionar que en otros tiempos había pertenecido a un kibbutz, y algunos periódicos habían sacado mucha tajada del hecho de que lo hubieran acogido en un kibbutz del que se marcharía al terminar sus estudios. Alguien había llegado a decir sin rodeos que Aarón había cursado sus estudios a expensas del kibbutz para luego abandonarlo. «Uno de los grandes desengaños del movimiento de kibbutzim», lo había llamado en cierta ocasión un periodista en un artículo donde ofrecía una explicación psicológica de «la indignada oposición del parlamentario Meroz a la propuesta de aliviar las deudas que pesan sobre el movimiento de kibbutzim».

El miedo a sentirse incómodo y la sensación opresiva que se abatía sobre él cada vez que pasaba de largo ante la entrada del kibbutz lo disuadían de visitarlo. Cada vez se le hacía más difícil ir allí, «en lugar de al contrario», había pensado aquella mañana mientras se dirigía al kibbutz y trataba de sacudirse el abatimiento que iba apoderándose de él. Moish le había dicho por teléfono: «Ten corazón, cincuenta años, no es algo que suceda todos los días… ¿no puedes hacer un esfuerzo?». En realidad no había nada que le impidiera ir al kibbutz. Incluso podría haber hecho de la ocasión una visita oficial, un ejercicio de relaciones públicas; mas, por algún motivo, presumiblemente relacionado con Osnat, pensaba ahora mientras volvía a mirar en derredor con la esperanza de verla, había preferido visitarlo a título personal y no había comunicado a nadie adónde iba salvo a su hija, y eso especificando que «tal vez iría». Había concertado una cita con el director del Departamento de Educación del Ayuntamiento de Asquelón a primera hora de la mañana y, una vez despachado ese asunto, sin llegar a tomar una decisión consciente («lo intentaré, pero no te prometo nada; ya sabes cómo son estas cosas», le había dicho a Moish por teléfono), había girado bruscamente el volante en el último minuto cuando pasaba en coche ante el kibbutz.

Esta vez traspasó la entrada sintiéndose como el héroe conquistador que retorna a su antiguo hogar. La última vez que había estado allí ya era un abogado de éxito, pero su fama aún no había llegado al kibbutz; ahora ni siquiera ellos podrían desdeñar su tarjeta de visita. Pero el malestar y la angustia de siempre seguían agobiándole a pesar de ese sentimiento de triunfo. Quería librarse de las imágenes desagradables del pasado, de los sentimientos de pesadumbre, de soledad, de vergüenza. Sobre todo de vergüenza. Pero las imágenes aparecían vivaces ante sus ojos a la vez que un dolor punzante le torturaba el brazo, ese dolor que lo había impulsado a dejar de fumar.

Mientras aparcaba junto a la sección de Los Narcisos, donde vivía Moish, reparó en dos chicos que charlaban y lo miraban con curiosidad ociosa, indiferente. Vestían monos azul oscuro y uno llevaba un gran taladro en la mano. Aarón estaba seguro de que lo habrían reconocido por las fotografías publicadas en la prensa y por sus apariciones televisivas —últimamente se le había visto mucho en la pequeña pantalla—, pero no dijeron nada, y él no supo si atribuir ese silencio a que no lo habían identificado o a que estaban demasiado embebidos en sus asuntos para prestarle atención.

Cuando al mediodía abordó a Dvorka en el comedor, atrincherándose tras su flamante confianza en sí mismo contra el malestar que siempre lo asaltaba al pensar en ella, le sorprendió ver que lo miraba con aire de despiste. Sospechó por un instante que no lo había reconocido. Dvorka esbozó un saludo con la cabeza y le tendió una mano dura y callosa, pero su apretón fue bastante flácido y no le sonrió. Antes de volverse hacia otro lado, le dijo: «¿Qué tal estás?», en un tono que no invitaba a responder, y cuando él aludió a las fiestas del jubileo, Dvorka asintió mecánicamente y echó una mirada en torno suyo como si estuviera muy interesada en encontrar a alguien. Aarón carraspeó y dijo:

—Me gustaría verte más tarde; querría consultarte unas cuantas cosas.

Sólo entonces le dirigió Dvorka aquella mirada luminosa y penetrante que tan bien recordaba y que lo hizo sentirse de nuevo como un niño, absolutamente transparente.

Dvorka lo contempló así durante un rato y, luego, como si ya hubiera hecho una recapitulación de todo lo visto en su interior, respondió:

—Te espero esta noche, si es que vas a quedarte a dormir. —Aarón le prometió pasar a verla—. Después de las actuaciones —añadió ella—, cuando hayamos cenado. Tenemos mucho de que hablar.

Aarón asintió sumiso y tragó saliva. Estaban charlando ante el mostrador de los segundos platos, bandejas en mano, aunque Aarón había tenido que dejar la suya para estrecharle la mano a Dvorka; a esas alturas ya se había formado una buena cola tras ellos. Por el rabillo del ojo Aarón vio a Moish junto al surtidor de zumos del rincón, llenando una jarra mientras se inclinaba hacia una mujer a la que escuchaba con atención.

—Hacía mucho tiempo que no venías a vernos —le dijo Froike desde detrás del mostrador—. Hoy estoy de turno de cocina —añadió en tono de disculpa; aunque tal vez no había pretendido disculparse sino simplemente transmitir una información que Aarón había interpretado como una disculpa.

Dvorka había sido la primera profesora de Aarón en el kibbutz, le había dado clases en sexto. Aarón recordaba su cabello recogido en un moño, con hebras blancas salpicando su trenza morena, el olor a jabón que despedían sus manos, su ropa oscura, su elevada estatura y su voz cargada de pasión. Recordaba que le había corregido cariñosamente cuando la llamó «señorita» y la precisión con que pronunció su nombre, «Dvorká», acentuando la última sílaba. Al verla ahora en el comedor en pleno verano, era como si estuviera oyendo el rumor de sus pisadas en aquellas mañanas frías y lluviosas en que calzaba botas negras de goma, y aún oía la voz pletórica de vitalidad con que les recitaba los poemas de Raquel. Al estrecharle la mano hacía un momento, le había venido a la memoria el vivido recuerdo del horror de las duchas comunes, de la vergüenza que pasaban los chicos y las chicas al tener que vestirse y desvestirse juntos. Recordó también la seguridad con que, en verano, Hadas se enfundaba los pantalones cortos azules rematados por elásticos en sus piernas morenas, aquellos bombachos hechos de una tela tan dura que parecía encerada, y, en invierno, los pantalones largos azules. La ropa limpia y planchada llegaba a la casa infantil en un gran montón donde estaban las escasas prendas que Aarón había llevado consigo al kibbutz. De vez en cuando Uri se ponía la camisa de cuadros de Aarón. Poco a poco, los límites se fueron difuminando y también él comenzó a hacer como los demás y a coger lo primero que encontraba en la pila de ropa limpia sin preocuparse de buscar las prendas que en otro tiempo fueran suyas.

El año en que falleció su padre, durante la Pascua, su hermana mayor, que ya estaba haciendo el servicio militar en una unidad Nájal[4] asociada al kibbutz, lo había llevado a la secretaría, donde, sin prestar atención a las miradas congraciadoras con que él le rogaba que no lo dejara allí solo, se lo confió a Dvorka y se marchó. La familia de Moish lo adoptó. Después de las clases y del trabajo, Aarón iba a la habitación de Srulke y Miriam, los padres de Moish. Hasta el día de hoy, el mero hecho de pensar en Srulke le inspiraba reverencial temor e inquietud, una sensación soterrada de incertidumbre y desconcierto, como si hubiera de cumplir determinados requisitos para ser aceptado. Aún hoy no sabía qué requisitos eran aquéllos ni a qué anhelaba pertenecer, pero Srulke, igual que Dvorka, despertaba en él sentimientos de culpa y vergüenza, ira y angustia. En sus viejos tiempos en el kibbutz, Aarón se consideraba el muchacho más desgraciado del mundo, y la sensibilidad pedagógica y los esfuerzos de Dvorka no habían servido para borrar las barreras bien delimitadas que lo separaban de los nacidos en el kibbutz.

Ahora Dvorka no había pronunciado ni una palabra sobre su carrera política y, como siempre, no demostraba interés ni curiosidad. Mirarla a los ojos bastó para que se esfumara el ánimo triunfante y orgulloso con que había llegado al kibbutz. Y también en la habitación de Moish, mientras tomaban café después de comer, volvió a embargarle la inquietud de antaño, como si continuara siendo un niño forastero al que sólo habían aceptado por hacerle un favor a su hermana.

Cuando se marchó del kibbutz lo tacharon de traidor. Lo que había dicho aquel periodista era una burda mentira. No había estudiado a expensas del kibbutz, y así lo había asegurado en una de sus últimas ruedas de prensa. Pero los desmentidos no valían de nada en la vida pública, o al menos eso le decían los expertos. La verdad del asunto era que se había marchado porque él quería estudiar Derecho y la comisión de educación superior le recomendó que esperase su turno y, entretanto, estudiara «algo de lo que les hacía falta en el kibbutz», como economía o ingeniería agrícola. Y también en la sijá le habían pedido que aguardase a que le llegara su turno y entonces «ya se vería».

Su petición fue rechazada casi por unanimidad y Yojeved, una de las kibbutzniks más antiguas, cruzó los brazos sobre su generoso seno y le increpó a grandes voces:

—¿Qué prisa tienes? Los estudios no lo son todo en la vida. Antes de nada, debes pasar unos años trabajando en el kibbutz, eso es lo más importante.

Y Matilda se descolgó con un comentario demoledor:

—Pero si aún no hemos enviado a nuestros propios hijos, que han nacido aquí, a la universidad.

Dvorka le respondió airadamente que se callara y Zeev HaCohen también protestó, e incluso Yehuda Harel, el marido de Dvorka, presente en el kibbutz aquel día aunque pasaba casi todo el tiempo en la ciudad cumpliendo sus funciones de secretario de asuntos externos, responsable de los contactos con el exterior, dijo:

—Eso es totalmente irrelevante; Aarón es tan hijo del kibbutz como cualquier otro.

Pero Aarón sabía que se marcharía a toda costa. Allí las posibilidades le parecían muy limitadas, casi predeterminadas, y él era incapaz de vivir con una visión de futuro tan estrecha.

Cuando notificó sus intenciones en la secretaría, lo mandaron a hablar con Dvorka. Recordaba con todo detalle aquella conversación y sus prolegómenos. Dvorka lo había abordado en el comedor al mediodía para decirle: «¿Por qué no pasas a hablar conmigo más tarde?». Recordaba haber llamado vacilante a su puerta y la eficacia con la que ella preparó café y lo retiró del fuego para que no hirviera, la mano segura con que lo sirvió y partió el bizcocho y dispuso tazas y platos sobre el mantel bordado que cubría la mesa rectangular, el mismo modelo que el kibbutz había distribuido a todos los miembros antiguos para que amueblaran sus cuartos de estar. Aarón tampoco había olvidado la mirada perspicaz y omnisciente que Dvorka le había dirigido cuando él masculló que necesitaba marcharse y que se sentía incapaz de esperar dos o tres años hasta que le llegara el turno, ni la réplica que ella le había dado, comentando que los sacrificios a corto plazo pueden justificar nuestros actos a la larga.

En aquel entonces Aarón no había comprendido a qué se refería, pero en los últimos años, mientras corría de una reunión a otra, tomaba un par de bocados de un insípido pan de pita y unos sorbos de Nescafé con leche en polvo, se apresuraba a acudir a una cita con este o aquel inspector regional de educación o a almorzar con algún periodista especializado en temas de enseñanza, a veces recordaba la preclara intuición que encerraba aquel comentario de Dvorka y trataba de consolarse con la idea de que había sido un estudiante de Derecho notable y un abogado de éxito, y pensaba en su gran piso de Ramat Aviv, fruto de acertados cálculos financieros, y en su nuevo coche con aire acondicionado, que ahora estaba aparcando junto a la habitación de Moish. Tenía anotados todos estos logros, entre otros, en un balance de situación mental para demostrar a los miembros del kibbutz, incluida Dvorka, que no habían sabido apreciarlo en lo que valía.

Por otro lado, cuando él se marchó, Osnat ya se había trasladado a una casita con el hijo de Dvorka, Yuvik, algo a lo que Dvorka no encontró pertinente aludir. Dvorka no se interesaba por los detalles, pero, aun así, tenía que saber que la relación de Osnat con Yuvik había destrozado a Aarón. En el kibbutz no se hablaba de otra cosa en aquellos tiempos. Aarón percibía las miradas de lástima, de conmiseración, y cómo todo el mundo se apresuraba a bajar la vista cuando topaba con él; y agradeció a Dvorka que no lo tratara con una delicadeza excesiva que habría hecho aflorar su vulnerabilidad ante ella.

Sólo al final de la conversación, cuando ya se había puesto en pie, con las tazas en la mano y prácticamente inclinada sobre él, Dvorka le había dicho con tentativa afectuosidad:

—A menos que en tu decisión hayan intervenido cuestiones personales, pero hasta para ésas se han encontrado soluciones en el pasado… —Aarón se levantó sin hacer caso del comentario, sintiéndose torpe y desmañado, y entonces ella añadió—: En todo caso, no es habitual nombrar encargado agrícola a alguien de tu edad. No pareces darte cuenta de la importancia que tiene aquí ese cargo.

Y, una vez más, Aarón había sentido que con esas palabras le estaba queriendo decir que no era un auténtico hijo del kibbutz y que, pese a ser forastero, había llegado muy alto, y había percibido la sombra de un reproche porque le hubieran distinguido con un trato de favor. Ante esto, había logrado hacer acopio de la rabia necesaria para cuadrarse de hombros y decir:

—Lo pensaré; en realidad, aún no me he decidido.

De tanto en tanto, cuando volvía a casa desde Jerusalén, se preguntaba dónde estaría hoy si hubiera compartido su vida con Osnat, si ella no hubiera preferido a Yuvik, si se hubiese quedado en el kibbutz. ¿Se habría sumergido en una vida de plácida y calmosa crianza de los hijos y de acalorados debates en las asambleas del kibbutz? Nunca conseguía imaginarse la historia hasta el final; su mente siempre se detenía en el momento en que Osnat y él se quedaban a solas en su habitación, después de acostar a los niños (Osnat había tenido cuatro hijos con Yuvik… ¿cuántos habría tenido de haber estado con él?). Llegado a ese punto la imagen se desintegraba, porque entonces retornaba la rabia, aún viva e intensa.

La ceremonia concluyó. Aarón se quedó esperando a Moish, que charlaba con el técnico que estaba desconectando los micrófonos, y observó a la multitud encaminándose despacio hacia el comedor. Le vino a la memoria la fiesta de Shavuot de hacía treinta años. En aquella época no había cremas faciales ni exóticas frutas tropicales, ni tampoco el menor rastro de la plácida apatía que ahora reflejaban los rostros en torno suyo. Todo era más intenso, sin sonrisas de circunstancias, y la alegría tenía una cualidad distinta, cargada de tensión. Todo el mundo se tomaba tan en serio sus funciones que los preparativos duraban muchísimo tiempo. En su segundo año de estancia en el kibbutz fue él quien condujo al burrito de la granja durante el desfile. Aarón se vio marchando en medio de la fila y recordó la nuca de Hadas, que iba cargada con el pan horneado por los niños. Recordó su trenza. Ahora Hadas estaba en Estados Unidos. Se había marchado años atrás, siguiendo a su marido.

Hacía ya mucho tiempo que los miembros del kibbutz no vivían en «habitaciones» sino en casas de dos o tres cuartos, dependiendo de sus necesidades; casitas equipadas con todas las comodidades: neveras y estufas de gas, batidoras, licuadoras y molinillos de café eléctricos. Y en el circuito cerrado de televisión pasaban las películas de madrugada y otros programas grabados, sobre todo los de los sábados por la noche, para que la gente pudiera asistir a las reuniones semanales y ver después los programas que se habían perdido.

—Competir con la televisión es imposible —le había dicho Moish, y luego comentó que también televisaban las sijot—. Compramos un par de cámaras de vídeo desde el principio, pensando en unos cuantos ancianos demasiado débiles para acudir a las reuniones; pero, claro, algunos aprovechan para ver la sijá desde casa —suspiró—. Qué le vamos a hacer, siempre hay quien saca partido de las circunstancias.

Ahora Aarón caminaba junto a Havaleh, la mujer de Moish, que sujetaba a su hijo pequeño por la pringosa manita. Otro niño los seguía a pasitos inseguros mientras los hijos mayores, un chico y una chica, se alejaban en dirección al monumento que conmemoraba a los caídos en la guerra, desde donde llegaba el sonido de risas y gritos. Aarón miró a Havaleh y pensó con asombro que no tardaría en ser abuela. La satisfacción que reflejaban sus ojos mientras veía alejarse a sus hijos adolescentes prácticamente eclipsó la amargura del gesto que antes le viera mientras tomaban café en la habitación. Su voz había vibrado de ira antes de que Moish atajara con una mirada admonitoria la discusión en la que se habían enzarzado.

Iban camino de las habitaciones donde vivían los jóvenes, una hilera de cabañas que en su día alojaran a los fundadores del kibbutz. Aarón todavía recordaba el día en que Srulke y Miriam se mudaron de su cabaña a una casa de piedra. Ahora vivían allí los chicos y las chicas que estaban cumpliendo el servicio militar y también los solteros, hasta que les llegara el momento de trasladarse a las casas familiares. Moish se detuvo a hablar con Amit, el segundo de sus hijos, a la puerta de su habitación. Amit estaba haciendo el servicio militar, pero le habían dado permiso gracias a la nueva normativa anunciada en un recorte de periódico que Moish le había mostrado a Aarón: «Se insta a todos los comandantes en jefe a permitir que los kibbutzniks asistan a las celebraciones del jubileo». Mirando al joven soldado, Aarón recordó un comentario de Moish. «Está en una unidad Nájal, pero lo han destinado a Hebrón. No consigo acostumbrarme a la idea. Tú y tu gobierno de unidad nacional…». Ésa había sido la única referencia que había hecho al cargo de Aarón. Moish llamaba «hijo» a Amit siempre que se dirigía a él y Aarón volvió a sentirse inferior.

Él sólo tenía dos hijos de un matrimonio fracasado, un matrimonio que desde el principio había sido producto de las circunstancias más que de la libre voluntad. Arnon tenía siete años y Pazit diez, y a la niña le faltaba, había que reconocerlo, la indolente elegancia de las muchachitas del kibbutz. Havaleh había dado a luz seis veces, pero aún se paseaba por su habitación en pantalones cortos y usaba biquini para ir a la piscina del kibbutz, según había podido apreciar Aarón en el retrato de familia (una ampliación de una fotografía que había sacado Amit antes de incorporarse a filas, le había explicado Moish) que relucía en su marco sobre el televisor de la casita. Havaleh Moish eran de la generación de Aarón y seguían viviendo como una pareja joven aunque, al propio tiempo, ambos tenían asignado un lugar en el mundo. Moish era director general del kibbutz y Havaleh estaba disfrutando de un permiso de estudios y poniendo al día sus conocimientos de educación musical. El hecho de que él perteneciera a la Comisión Parlamentaria de Educación ni siquiera se había mencionado. Su carrera política no impresionaba a Havaleh, quien había ahogado un gigantesco bostezo después de haberle dirigido una primera mirada de curiosidad.

Al mediodía toda la familia se reunía a comer y, al ver a Amit partiendo en rodajas un pepino enorme, Aarón había recordado la destreza de que hacían gala los miembros del kibbutz al prepararse la ensalada. En las raras ocasiones en que los niños acompañaban a Srulke al comedor, Aarón siempre se maravillaba de la meticulosidad con que los veía partir las hortalizas. Primero pelaban lentamente los pepinos, de manera que las tiras de piel fueran muy finas, luego los cortaban en cubitos pequeños y los mezclaban con cebolla y tomate, y después venía la búsqueda del aceite, y también del limón, si eras de los entendidos. Aarón se sentía torpe y frustrado por sus infructuosos intentos de partir finitas las hortalizas (les arrancaba la mitad de la carne a los pepinos y casi siempre chafaba los tomates) y le enfurecía aquel ritual, que, según descubriría más adelante en sus lecturas, era uno de los rasgos típicos de las comidas colectivas en los kibbutzim. En su visita previa también se había dado a pensar que el individualismo florecía a la hora de preparar la ensalada. Toda la energía individual que no encontraba otras vías de expresión se canalizaba hacia la preparación de la propia ensalada, con parsimonia y exasperante concentración. En ese aspecto todos eran especiales. En otros tiempos, Aarón no había encontrado la manera de traducir su rabia a palabras; no sabía cómo llamarla.

Además, en aquel entonces, los niños tomaban sus comidas en el comedor de la casa infantil, salvo la cena de los viernes, en la que sólo se servía sopa de pollo y un insípido pollo hervido (el humus, la tehina y las sabrosas empanadillas de queso llamadas burekas, como las que habían tomado hoy al mediodía, eran algo desconocido). En aquellos tiempos, cuando Moish iba a ver a Aarón a la ciudad, siempre devoraba con glotonería los polos que éste le compraba, y en cierta ocasión en que pasó dos días de vacaciones en casa de la madre de Aarón, Moish había pedido tres veces que lo llevaran al cine. Hoy día tenían cintas de vídeo, y un autobús con aire acondicionado llevaba a cualquiera que quisiera apuntarse a los conciertos de rock celebrados en el anfiteatro, descubierto de un kibbutz cercano. Según Moish, en estos tiempos los kibbutzniks veían más espectáculos al año que cualquier habitante de la ciudad. «Las cosas ya no son como antes», era el comentario que repetía, radiante de satisfacción, cada vez que Aarón comentaba algún cambio.

Y, en efecto, las cosas ya no eran como antes. El antiguo comedor había sido reconvertido en club social y sustituido por un magnífico edificio de nueva construcción. Pero, cuando llegaron a la entrada, Moish dijo en tono amonestador, con repentina vehemencia:

—No vayas a creer que esto es el paraíso.

Y ante el espectáculo de la cena festiva, Aarón reparó en la mirada con que Moish escudriñaba el comedor y en el suspiro que daba testimonio de que no todo era perfecto. Como para confirmar lo que estaba pensando, Moish dijo:

—No es cosa sencilla. El progreso tiene su precio —pero, acto seguido, se recobró y anunció con renovada energía organizativa—: vamos a empezar enseguida.

La sala estaba adornada para la fiesta, las largas mesas cubiertas con manteles blancos. Se dirigieron a la mesa donde una tarjeta indicaba: «Familia Ayal».

—¿Y esto? —preguntó Aarón—. ¿Sitios reservados?

—Tienen que saber con cuántas personas hay que contar —replicó calmosa Havaleh—. Con tantos miembros y visitantes ya no se puede dar por hecho que va a haber sitio para todos.

Y, dicho esto, con un movimiento resuelto, sentó a Asaf y a Ben a ambos lados de la silla donde luego tomó asiento. Aarón cogió de un plato un puñado de pegajosos dátiles. Junto a la botella de naranjada situada al lado del plato había una mancha naranja. Contempló la variedad de refrescos, las botellas de vino, los platos de papel con dibujitos, el reguero de personas que iban entrando sin prisas. Al fondo de la espaciosa sala habían dispuesto un estrado decorado con siete tipos distintos de cereales y frutas y equipado con micrófonos. Aarón recordó que antes de la cena estaba previsto que hubiera actuaciones. Un grupo de veteranos kibbutzniks comenzó a subir al estrado.

—Tengo que ir allí —dijo Moish, corriendo enérgicamente su silla hacia atrás, y unos segundos después ya estaba en el estrado diciendo—: Buenas noches a todos —en tono reposado, autoritario—. Feliz jubileo. Vamos a comenzar. La parte seria del programa precederá a la cena. Después de cenar nos quedaremos a ver la parte frívola.

Aarón volvió a dirigir una mirada en derredor en busca de Osnat. No se atrevía a preguntar por ella. Y una vez más le extrañó no ver a Srulke, pero antes de que le diera tiempo a interrogar a Havaleh sobre la ausencia de su suegro, su atención se desvió hacia Moish, quien oficiaba de maestro de ceremonias con serena confianza, despertando su asombro y admiración. Después de llamar al orden a unos cuantos niños escandalosos, que se apresuraron a sentarse obedientemente, y de esperar a que todo el mundo guardara silencio, Moish leyó en voz alta la bendición y luego se situó junto al coro, siete cantantes vestidos de blanco, y entonó con ellos «Trigales».

Ahora reinaba en la sala una atmósfera de relajada atención, tan sólo turbada por el ocasional llanto de algún niño. Contemplando a Moish, sus rizos grises que antes fueran castaños, los brazos cuyo bronceado resaltaba junto a la blanca camisa, se preguntó por enésima vez, como siempre que visitaba el kibbutz, por qué él no estaba viviendo en aquella paz armoniosa, criando niños, trabajando la tierra y celebrando las festividades de cada estación, envuelto en aquel sentimiento de pertenencia y unidad que todo lo abarcaba. Los kibbutzniks estaban a sus anchas, como de costumbre; aquél era su hogar y él, pese a las miradas amistosas de quienes lo rodeaban, era el niño forastero de siempre, comiendo a hurtadillas los pepinillos y los pimientos rojos encurtidos, porque no se sentía en el derecho de tomar aquella comida que, a fin de cuentas, no había contribuido a cultivar. Y ser el invitado del director general del kibbutz no le consolaba, ni tampoco las desavenencias pasajeras que observaba de vez en cuando, como la discusión de la sobremesa. Mientras Moish preparaba un café turco, Havaleh le había dicho: «Y qué pasa si no quiero ir de viaje al extranjero, y si lo que quiero es comprar una nevera grande con el dinero que mi madre ha prometido darme, ¿qué más te da a ti?». Y Moish le había replicado con sequedad desde al lado de la cocina de gas: «Cuando el kibbutz decida comprar neveras grandes para todos, entonces tendrás tu nevera grande, pero no antes, me da igual lo que tu madre diga o deje de decir». Havaleh, entonces, le contestó en tono ominoso: «Ya veremos».

Tampoco lo que había descubierto en el cuarto de baño le servía de consuelo. Estaba avergonzado de la curiosidad que lo impulsó a abrir el armarito de las medicinas. Junto a los tarros de plástico rosa que Lina, todavía la cosmetóloga del kibbutz, había marcado con etiquetas de CREMA CONTORNO DE OJOS HAVA A. y CREMA DE MANOS HAVA A., había una caja con la etiqueta TAGAMET y un frasco de un líquido lechoso rotulado ALUMAG. En la caja de Tagamet habían escrito a mano «Moshe Ayal», y al echar un vistazo a las indicaciones, Aarón se dio cuenta de que su amigo de la infancia, convertido ahora en aquel hombre tranquilo, de pelo gris y anchos hombros, tenía úlcera de estómago. Y además del asombro, se apoderó de él una desenfrenada hilaridad. De manera que el derroche de ecuanimidad exhibido durante la comida y la ceremonia al aire libre, y que sin duda volvería a lucirse en la cena festiva, no era más que una fachada.

Ahora Dvorka estaba junto al micrófono del estrado leyendo un pasaje de la Biblia. Los asistentes pasaban las páginas del programa, impreso en ciclostil, de la fiesta de Shavuot del año del jubileo del kibbutz. Su voz, todavía imponente, estaba cargada de sentimiento y se quebraba de vez en cuando, incapaz de contener tanta emoción. Leía el libro de Rut, y Aarón se preguntó si también ella estaría pensando en Osnat, la niña forastera que había ido a una tierra extranjera en compañía de su suegra. A él mismo le sobresaltó tal asociación de ideas («¿Cómo puedes decir que es una tierra extranjera?»), y sus pensamientos volvieron a Dvorka.

Está cambiada, pensó; tiene un aire de amargura.

—Todo comenzó aún antes de que mataran a Yuvik —le había explicado Moish—, está haciéndose mayor y ha sido muy duro para ella. Primero se le murió Yehuda, y luego sucedió lo de Yuvik en el Líbano. Para empezar, no pintaba nada allí, a su edad. Un año más y le habrían liberado de los deberes de reservista. Lo único que la mantiene viva en estos tiempos son sus nietos y Osnat. —Aarón se había sentido enrojecer, pero Moish, ocupado en fregar las tazas de café, prosiguió sin advertirlo—: Sí, la relación con Osnat es lo que salva a Dvorka. Claro que ahora a Osnat se le ha metido en la mollera la obsesión de que los niños duerman con sus padres; sólo piensa en eso y no para de pelearse con todo el mundo por ese asunto.

—Y Dvorka ¿está a favor o en contra? —preguntó Aarón, aun cuando la mención del nombre de Osnat había ahuyentado de su cabeza cualquier otro pensamiento.

—En contra. ¡Cómo no va a estar en contra! ¿En qué estarás pensando? —masculló Moish—. ¿Es que todavía no sabes cómo piensa Dvorka?

—Sí, pero creía que era flexible en cuestiones de este tipo. A fin de cuentas, todos los kibbutzim están haciendo esa transición.

Con lentitud y solemnidad, Dvorka cerró la pequeña Biblia, se quitó las gafas de leer y descendió del estrado con movimientos rígidos. Aarón contempló por un momento sus hombros encorvados, el moño plateado y menos espeso que antes, y la siguió con la mirada mientras se dirigía a la cocina. Entonces volvió a centrar su atención en la tarima.

Ahora estaba ocupada por un grupo de niños vestidos de azul y blanco.

—Son los «Bambis» —dijo Havaleh—. Los alumnos de segundo —explicó sin darle tiempo a preguntar.

Aarón observó a los niños, radiantes de salud, y los escuchó declamando al unísono un texto que ellos mismos habían escrito; no le pasaron inadvertidas la solemne gravedad con que pronunciaban las palabras ni las sonrisas orgullosas que iluminaron algunos rostros desdentados cuando el público aplaudió. Aun recordando y sabiendo que las cosas no eran tan sencillas, y a pesar de la lasitud que comenzaba a extenderse por sus extremidades, adormecidas y pesadas, no lograba disipar la sensación de que allí radicaba la paz verdadera, de cuerpo y espíritu, ni tampoco la tristeza de saberse un forastero sin posibilidades de llegar a participar de aquella vida plena y alegre. Tal como antes había dicho Havaleh en la habitación, con la indiferencia que caracterizaba todos sus comentarios de ese tipo: «Tú no habrías podido vivir aquí. Según recuerdo, siempre tuviste dificultades con el grupo. No eres el tipo de persona que acepta la supremacía de la sijá». Aquella expresión, «la supremacía de la sijá», sonaba fuera de lugar en sus labios, como si estuviera declamando un texto tradicional, extravagante, arcaico.

—¿Cuántos años llevas siendo director general? —le preguntó Aarón a Moish cuando comenzaban a servirse el primer plato.

—Es una especie de panecillo de huevo, está delicioso, pruébalo —le dijo Havaleh colocándole delante una fuente.

—Éste es mi cuarto año —repuso Moish con fatiga—, y espero que este mismo año encuentren a un sustituto, porque no sé cuánto tiempo conseguiré mantener el tipo. Me muero por volver a trabajar en los algodonales.

—Dime una cosa —dijo Aarón, mirando la botella de vino blanco que tenía ante sí y los vasos de vino tinto que en ese momento les pedían que alzasen para brindar—, parece que estáis en buena situación económica. ¿Cómo os las arreglasteis para salir airosos del asunto de las acciones?

—Sí, estamos más o menos en buena forma —ratificó Moish.

Havaleh, que no se perdía una palabra pese a sus constantes atenciones a Asaf y Ben, muy entretenidos en revolver y tirarlo lodo, dijo orgullosamente:

—Fue todo gracias a Yoyo; supo en qué momento había que retirarse —y para asegurarse de que Aarón la comprendiera, añadió—: retirarse de la bolsa y vender las acciones antes de que se hundieran. Nos retiramos a tiempo y obtuvimos beneficios. Y ahora sólo nos queda ayudar a los demás kibbutzim, que están pasando verdaderos apuros —esto último lo dijo en tono de agravio, como protestando contra una injusticia general.

Llegó el segundo plato. Recogieron los platos de cartón usados y los tiraron a los grandes cubos que había bajo las mesas. Aarón se sirvió un trozo de pollo y rechazó la carne asada que le ofrecía Havaleh. Ella tomó un pedacito de carne y exclamó:

—¡Qué maravilla! ¿Quién ha hecho hoy el asado?

Y mucho antes de haber terminado lo que tenía en el plato, amontonó en él más tajadas y después cortó en trocitos el pollo de Asaf. Moish se acercó el plato de encurtidos y siguió comiendo con su habitual parsimonia y meticulosidad, hasta acabárselo todo, incluido el anillo de grasa que rodeaba el asado.

—Quítame la piel, quítame la piel —berreaba Asaf, y Moish se inclinó sobre el plato del niño para retirar los trozos a los que llamaba «piel».

—Todo lo que no es marrón y blando es piel para él —comentó con sonrisa indulgente—. Es la primera fiesta en la que han incluido a los pequeños en las celebraciones generales. Antes nunca nos acompañaban —comentó Moish mientras rellenaba el vaso de vino de Aarón—. Como se está debatiendo la propuesta de que los niños duerman con su familia, la gente se porta como si fuera cosa hecha y se ven cambios por todas partes. Nos hemos convertido en un anacronismo en el movimiento de kibbutzim, el último kibbutz que aún no ha decidido que los niños duerman con sus padres.

—¡Caramba!, ¿ya han adoptado esa norma todos los kibbutzim del país? —preguntó Aarón sorprendido.

—Quizá no todos. No, todos no, seguro, pero todos han votado a favor. Llevar la decisión a la práctica constituye un problema económico en este momento, porque supone construir más edificios. Lo absurdo es que —y en el rostro de Moish apareció una sonrisa, como si se le acabara de ocurrir esa idea— para nosotros no sería un problema material, pero todo depende de la decisión del movimiento. Ahora se está hablando de no construir más hasta que los kibbutzim se hayan recuperado económicamente, pero en teoría podríamos hacerlo. Lo absurdo es que precisamente aquí aún no hemos llegado al estadio de adoptar la decisión…

Un hombre grueso y con gafas se aproximó a Moish y le consultó algo relativo a la movilización laboral del día siguiente. Miraba a Aarón con curiosidad, pero a él no le resultaba conocido. Moish le preguntó:

—¿No te acuerdas de Aarón Meroz? Un niño de fuera que adoptamos, y que estuvo con nosotros hasta hace veintidós años, ¿no es eso? Hasta los… ¿Qué edad tenías cuando te marchaste?

—Veinticuatro —respondió Aarón incómodo, y volvió a sentir el dolor en el brazo izquierdo. También le había estado molestando la víspera, pese a lo cual había decidido no ir a hacerse un chequeo.

—Pero desde entonces has venido ya otras veces —dijo el hombre, y Aarón asintió—. Claro. Me resultabas conocido, pero no te situaba —se excusó.

—Tal vez de la televisión —dijo Havaleh.

Y el hombre volvió a asentir diciendo:

—Eso es, eres el subsecretario del partido, ¿verdad? —y luego repitió la pregunta relativa a la movilización del día siguiente.

Moish respondió con concisión y terminó diciendo:

—Consulta el cuadro del tablón de anuncios; ahí se especifican los puntos.

—¿Qué puntos? —preguntó Aarón una vez que se hubo alejado el hombre.

—¿Qué te crees? ¿Que la gente sigue presentándose voluntaria como en los viejos tiempos? —gruñó Moish—. La encargada de organizar los turnos de trabajo está enferma, y, en cualquier caso, la tarea le supera. Así que cada vez que hay una movilización me vuelven loco, porque hoy día concedemos puntos por apuntarse a las movilizaciones, y bonificaciones, y todo ese tipo de cosas. Pero no es competencia mía en absoluto. Que se lo vayan a preguntar a Osnat.

—¿Osnat? —preguntó Aarón, sintiendo que se le encogía el estómago.

—¿No te lo había contado? Ahora Osnat es la secretaria del kibbutz —dijo Moish, y sonrió—. Nos hemos hecho mayores, ¿verdad? Somos adultos responsables —luego volvió la cabeza y comentó preocupado—. Qué escándalo hay, no sé cómo van a representar las escenas cómicas —dirigió la vista al escenario, donde habían comenzado los preparativos para la segunda parte del programa—. ¿Desde hace cuántos años no ves una comedia en un kibbutz?

—No creo haber visto ninguna desde la última vez que actué en una —respondió Aarón pausadamente, encogiéndose de hombros—, y en aquel entonces no había tantos niños —añadió, esforzándose en no pensar en el persistente dolor de brazo.

—Sí había niños —dijo Moish—, pero sólo de primer curso para arriba. Los más pequeños no asistían a las fiestas. Ahora todo está cambiando y eso ya se ve en las costumbres. Tenemos que empezar temprano porque hay niños pequeños. Antes nunca se organizaba una fiesta antes de las nueve y media o las diez, después de que hubiéramos acostado a los niños. Y, como podrás ver, tampoco habrá baile. Tal vez para los jóvenes, pero no para nosotros, que tendremos que retirarnos pronto para acostar a los niños —y, comiéndose otro encurtido, se levantó.

—No veo a Srulke por ningún lado —dijo Havaleh—, estoy empezando a preocuparme.

—¿Dónde está? —preguntó Aarón—. ¿Por qué no ha venido con vosotros?

—Dijo que tenía que ir un momento a su habitación y que volvería enseguida —explicó Havaleh mirando en derredor—. Me había olvidado por completo.

Moish conversaba junto a ellos con una mujer muy vieja.

—¿No ves que aquí no hay sitio para todos? —protestaba la mujer—. Este comedor no está preparado para fiestas de este tipo, no se oye nada y los asientos son incómodos…

—Tranquilízate, Menujá —dijo Moish—. Si se presenta la necesidad, ya daremos con la manera de resolver el problema. Ahora la fiesta tiene que continuar. Ya hablaremos de esto más adelante —y la condujo hacia su sitio, empujándola suavemente por el hombro.

Las niñas de sexto curso, las «Margaritas», como las llamó Havaleh, estaban bailando en escena. Entre ellas estaba su hija, cuya coleta se agitaba con cada paso de baile. Moish tomó asiento y miró a su alrededor.

—No veo a Srulke —dijo sin dirigirse a nadie en particular—. ¿Todavía no ha llegado?

—Tal vez está cansado después de todo el jaleo de esta tarde —dijo Havaleh con mirada sombría.

Aarón volvió a ponerse en tensión al oír que Moish se refería a su padre llamándolo por su nombre de pila. Nunca había comprendido aquella costumbre tan típica de los niños del kibbutz, que se le antojaba muy fría.

«Pero si esta tarde tampoco ha estado presente», quiso decir Aarón, pero guardó silencio porque en ese momento todos se volvieron porque comenzaba la representación de la comedia escrita por Yoopie. Le horrorizó comprobar que no lograba recordar el verdadero nombre de Yoopie. El empeño en recordarlo ya no lo iba a dejar en paz; le fastidiaría como una mosca zumbona hasta que lograra recordarlo. Era una especie de juego que se había inventado y en cuyas reglas no entraba preguntárselo a alguien. Con esa preocupación, dejó de escuchar la comedia, aunque la experiencia previa y las carcajadas del público le bastaban para deducir que el argumento era maligno, salpicado de alusiones y juegos de palabras. Aarón dirigió la vista hacia Havaleh, en cuyos brazos se había dormido Ben, hacia Asaf, que observaba el escenario desganadamente, mordisqueando de vez en cuando un trozo de pan de pita, y hacia Moish, que contemplaba la escena sonriente. Luego Moish consultó su reloj y echó un vistazo en derredor, con gesto preocupado.

—Si no aparece enseguida iré a ver qué ha ocurrido.

Aarón estaba a punto de decir algo tranquilizador, pero una persona sentada cerca de él hizo un comentario sarcástico sobre los políticos, y, al levantar la vista para replicar, con la sonrisa jovial que siempre adoptaba en tales ocasiones, vio a Osnat.

Tenía los verdes ojos entrecerrados, con ese gesto de concentración que él tan bien conocía; la potencia de la sacudida que estremeció su cuerpo lo dejó asombrado. Osnat apenas si había cambiado en aquellos ocho años. Tenía el mismo aspecto. Le hacía pensar en una pantera, con el pelo rubio, la piel oscura y esos ojos achinados que resplandecían en la oscuridad, según recordó ahora, mientras los miraba de frente. Desde el otro lado de la mesa, aquellos ojos le devolvieron la mirada con serenidad, reflexivamente y cargados de risueña curiosidad. Osnat se inclinó para decirle algo a un joven sentado cerca de Havaleh, pero se detuvo a mitad de la frase y le tendió relajadamente la mano a Aarón mientras le preguntaba en tono serio y mesurado qué tal estaba.

Aarón sabía muy bien que ella había seguido sus rápidos progresos de los años pasados. Cuando mataron a Yuvik, le había escrito una carta de pésame. Tardó horas en escribirla, tratando de darle un tono afectuoso pero no seductor, íntimo sin cargar la nota. La muerte de Yuvik había complicado la situación y Aarón prefería no pensar en eso. El alcance de aquellas complicaciones, sus implicaciones, eran demasiado amenazadores. Estaba convencido de que también Osnat evitaba tales reflexiones. Desde su punto de vista, la amenaza era aún más concreta.

—Voy a ver qué le ha pasado a Srulke —dijo Moish con decisión, poniéndose en pie, y Aarón hizo lo propio.

—Voy contigo —sugirió vacilante, y Moish no trató de impedírselo.

Y, así, Aarón estaba con Moish cuando descubrieron a Srulke tendido entre las flores junto a su habitación en la sección A de los Fundadores, y por primera vez Aarón oyó llamarlo «padre».

—¿Qué te pasa, padre? —le dijo después de haber gritado—: ¡Srulke, Srulke, levántate! ¿Qué te ocurre?

Tan impresionado quedó Aarón por la violencia de la reacción de Moish, por su pérdida de autodominio, que en un principio no se dio cuenta de que Srulke, cuyo rostro se veía paralizado en desgarrado gesto de dolor a la amarilla luz de la farola, estaba muerto.

Al cabo de lo que pareció una eternidad, Aarón se repuso y dijo:

—Voy corriendo a buscar al médico.

Dejó allí a Moish y se dirigió al comedor a toda prisa, con lo que el brazo izquierdo volvió a dolerle, y mientras corría recordó que en las habitaciones había teléfonos. Pensó en regresar para llamar a una ambulancia y se detuvo un instante, pero la necesidad de hacer algo concreto y enérgico, por muy ilógico que fuera, se impuso; llegó al comedor sin aliento y preguntó por el médico al primer kibbutznik con el que se topó. Mirándolo con desconcierto y curiosidad, éste señaló una de las mesas del fondo de la sala; sorteando sillas y tropezando con Fania, del taller de costura, que lo miró alarmada, Aarón al fin logró llamar la atención del joven doctor, que se dirigió hacia él saltando sobre la mesa. Queriendo evitar por encima de todo que se desencadenara una reacción de pánico, Aarón se llevó al médico aparte y le susurró que Srulke estaba inconsciente entre las flores de al lado de su habitación.

El médico adoptó una expresión grave y echó a andar a buen paso. Al llegar a la puerta del comedor, tocó en el hombro a un joven que estaba allí y le dijo:

—Busca a Rickie ahora mismo y dile que lleve el equipo de reanimación de la clínica a la habitación de Srulke. Es urgente. Y no lo comentes con nadie, ¿de acuerdo?

El joven asintió asustado y se internó en el comedor. El médico echó a correr seguido por Aarón, quien por el camino le preguntó si Srulke había tenido problemas de salud en los últimos tiempos.

—Que yo sepa, no —repuso el médico—, pero hace tiempo que no le hago un reconocimiento —se volvió hacia Aarón, que se rezagaba jadeante, y añadió—: Pero, a su edad, nunca se sabe, ya no es un jovencito.

Llegaron al fin a la sección A de los Fundadores y al camino que conducía a la segunda casa de la manzana, donde Srulke había vivido desde que Miriam falleciera ocho años atrás. Moish seguía inclinado sobre el cuerpo yacente de Srulke, desvalido y con una expresión espeluznante en el rostro.

—Tráigame una toalla de la habitación —ordenó el médico.

Aarón entró en la habitación, donde percibió un fuerte olor a hule. De camino al cuarto de baño palpó el hule de la mesa preguntándose si sería el mismo de hacía años; también olía a rosas y a tierra húmeda, un aroma poco habitual en la habitación de un anciano.

Cuando salió al exterior vio al médico tratando de hacerle la respiración artificial a Srulke y golpeándole el ancho pecho, todo cubierto de vello gris. Tenía la camisa desgarrada y sucia, y Moish, al lado del médico, no cesaba de repetir:

—Tenía las manos húmedas. Debía de estar abriendo o cerrando el aspersor, no lo sé, pero tenía las manos húmedas y he tratado de secárselas en la camisa.

El médico no le prestaba atención. Continuaba golpeando el pecho de Srulke y pegando la boca a la suya, tal como Aarón lo había visto hacer en la televisión. A su alrededor se oía el zumbido de los fluorescentes y el canto de los grillos, así como un eco distante de los festivos cánticos. Bajo el cielo estrellado, Aarón se sintió muy pequeño en aquel camino, entre los macizos de flores y las filas de casas, minúsculas en comparación con el cielo y la tierra que se extendían ilimitados en torno suyo.

—¿Cuánto tardará en llegar el equipo de reanimación? —preguntó para disipar su sensación física de insignificancia, para oír el sonido de su voz madura y responsable.

El médico callaba.

—¿No nos haría falta una ambulancia?

El médico seguía sin responder.

—¿Cómo es que el kibbutz no tiene una ambulancia? —le preguntó entonces a Moish.

—Sí que tenemos una ambulancia —explicó Moish—, pero está averiada. Me lo han comunicado hoy mismo, y para cuando consigamos dar con un mecánico… Esta misma tarde me dijeron que no arrancaba, y me olvidé de pedirle a Chilik que le echara un vistazo porque esta semana no está previsto ningún parto… —lanzó un gemido y repitió con voz ahogada—: Me olvidé de decírselo a Chilik.

—No tiene importancia, tampoco así habríamos llegado a tiempo —intervino el médico—. Si llamásemos a una ambulancia, para cuando llegáramos a Asquelón… —dejó la frase inacabada y desvió su atención hacia el sonido de rápidas pisadas y resuellos procedente del fondo del camino—. ¿Rickie? —preguntó, y cuando una joven emergió jadeante de la oscuridad, le dijo—: Deprisa, en primer lugar vamos a ponerle una inyección.

Rickie clavó una enorme aguja en el brazo de Srulke mientras el médico le introducía un tubo por la garganta. Aarón volvió la cabeza.

—Ahora el respirador, rápido —dijo el médico.

Rickie le tendió el aparato; trabajaban muy concentrados y, de tanto en tanto, el médico mascullaba que los músculos estaban muy contraídos. Pasado un largo rato sin que Srulke diera señales de vida, el médico alzó los ojos, miró a Moish y meneó la cabeza.

Con las piernas temblorosas, Moish se sentó en el murete que rodeaba el macizo de flores y acarició el semblante arrugado de su padre.

—¿Quieres que lo traslademos al hospital?

Mirando al médico, Moish preguntó aturdido:

—¿Para qué? ¿Serviría de algo?

—No —respondió el médico con voz queda, después de carraspear—. Pero si no le hacen la autopsia no sabremos qué ha sucedido.

—No —dijo Moish con firmeza—. ¿Para qué? ¿Qué íbamos a ganar con eso? —tras un breve silencio, añadió—: ¿Qué ha sido? ¿El corazón?

—Eso parece —dijo el médico asintiendo con la cabeza—, un paro cardiaco.

—Desde el punto de vista legal, ¿es posible no trasladarlo a ningún sitio? —preguntó Aarón.

—Sí, desde luego, puedo firmar… —el médico miró a Moish antes de proseguir—: puedo firmar un certificado de defunción… a su edad.

Entre Aarón y el médico trasladaron el cuerpo de Srulke a su habitación y lo tendieron sobre la cama de matrimonio. El médico le cerró los ojos y lo tapó con una sábana almidonada que estaba cuidadosamente doblada a los pies de la cama.