Con extremo cuidado, y sin soltar su habitual frasecita condescendiente: «Muy bien, Zippo, bien hecho», Balilty sacó la cinta de la pequeña grabadora. La cinta de las conversaciones de Zippo con Herzl Cohen estaba rebobinada hasta el punto donde se mencionaba el nombre del experto belga con quien Felix se había citado en Amsterdam. Balilty tenía el rostro petrificado. En él se veía la expresión de desconcierto de quien es incapaz de aceptar que la realidad ha refutado sus prejuicios. Se le notaba en torno a la boca y en la flacidez de los labios, y también dominaba sus ojos, que seguían el movimiento del lápiz con el que Michael golpeteaba mecánicamente la mesa. Michael estaba al teléfono, sosteniendo una larga conversación con Jean Bonaventure, un distinguido estudioso de la música y los manuscritos de la época barroca; era él quien, en Bruselas y hacía más de seis meses, había preparado y firmado los documentos que venían a ratificar las deducciones de Izzy Mashiah. Las explicaciones musicales de Bonaventure, facilitadas en francés con acento belga, le sonaban conocidas a Michael. El belga adujo motivos casi idénticos a los expuestos por Mashiah para considerar que la obra era el cuerpo central de un réquiem de Antonio Vivaldi. El musicólogo añadió que, en su momento, le había prometido a Felix van Gelden mantener en secreto el hallazgo, e incluso había firmado un documento notarial a tal efecto, pero que ahora le pesaba ese retraso en dar a conocer la existencia del réquiem de Vivaldi, en interpretarlo y publicarlo.
Para convencer a Bonaventure de que hablase con la policía de Jerusalén y firmase una declaración fue necesaria la mediación del primer secretario de la embajada israelí en Bruselas («Un amigo mío del ejército», había explicado Balilty al tiempo que prometía «resolver el problema de inmediato»).
Aunque había desviado la vista de Balilty para concentrarse en la conversación, Michael advertía los esfuerzos del agente de Inteligencia por tomar nota de la apresurada traducción que él iba haciendo del torrente de francés vertido por el teléfono. Vio por el rabillo del ojo cómo Balilty apuntaba diligentemente, a la vez que se pasaba la lengua por los gruesos labios, expresiones como «datación del papel», «antigüedad de la tinta», «diferentes marcas de agua», «papel veneciano de gran calidad» y «técnicas de…»; llegado a ese punto, Balilty se detuvo y tocó a Michael en el hombro.
—¿Qué has dicho? ¿Técnicas de qué? —preguntó.
Michael se excusó ante el musicólogo, desconectó el altavoz y respondió a Balilty:
—Técnicas de impresión de los pentagramas.
Balilty asintió y Michael conectó el altavoz. En el despacho volvió a resonar la voz potente y ronca del anciano musicólogo, a quien habían despertado con su llamada; explicó que había comparado la letra del réquiem con la de otros manuscritos autógrafos de Vivaldi y que de ese examen se desprendía claramente que el manuscrito propiedad de Felix van Gelden era obra de un copista, salvo algunos compases añadidos más adelante por el propio Vivaldi.
—¡Sigo sin dar crédito a que Zippo le haya sonsacado tantas cosas a Herzl Cohen! —exclamó Balilty mientras escuchaba una vez más las grabaciones de las conversaciones con el musicólogo belga y con el abogado Meyuhas, especialista en derechos de autor—. Debería felicitarle o algo así, ¿no? —añadió en tono culpable.
—¿Estás listo para entrar? —preguntó Michael. Estaba nervioso, tenía un nudo en el estómago y la sensación de que el futuro le reservaba más acontecimientos fatídicos—. Llevan esperándonos más de dos horas.
—Y mientras tanto, ¿yo qué he estado haciendo? ¿Jugando al bridge? —dijo Balilty enfurruñado—. Es mejor dejar zanjado todo esto de antemano.
En la sala de reuniones, Eli Bahar estaba en pie a espaldas de Abraham, quien examinaba unos papeles sentado a la mesa. Tzilla, que había entrado después de Michael y Balilty, dijo jadeante:
—Ya he traído a Nita. La he dejado en tu despacho, porque tiene un sofá —le explicó a Shorer—. No sabe que Theo ya está aquí. Se ha acostado en el sofá. Está en muy baja forma. Y Theo —prosiguió, volviéndose hacia Michael— está a la espera en tu despacho. Hemos pensado que lo mejor para él era un sitio pequeño. Y, siguiendo tus instrucciones, no está solo. Lo hemos dejado a cargo del sargento de guardia. Theo tampoco sabe nada de momento, ni siquiera que Nita está aquí. Izzy Mashiah está hablando con la experta en documentos del laboratorio. ¿Cómo se llama?
—¿Sima? —dijo Balilty—. ¿La chica de pelo rizado y grandes gafas?
—Esa misma, Sima —confirmó Tzilla.
—Estupendo, Sima sabe lo que se hace —dijo Balilty, y tomó asiento a la derecha de Shorer, quien estaba embebido en el informe forense, cuyas páginas repasaba a gran velocidad. En el extremo opuesto de la mesa, el sargento Ya’ir también leía con atención el mismo informe. Iba pasando el dedo sobre las líneas, el ceño fruncido en un gesto de concentración, como si no quisiera perderse ni una palabra.
—«Gran fuerza» —murmuró Shorer—. ¿Lo oís? Aquí dice que quien lo haya hecho, hubo de ejercer una gran fuerza. Si fue una mujer, tendría que ser gigantesca. Mirad —continuó sin dirigirse a nadie en particular—, dice: «Escasa probabilidad» —se quitó las gafas de leer.
—Con eso parece que queda excluida —señaló Balilty—. Siendo así… —continuó pensativo, y se quedó en silencio.
Michael lo escudriñó con inquietud, como si estuviera leyéndole el pensamiento, y se apresuró a decir:
—Olvídalo.
—¿Qué quieres que olvide? —replicó Balilty inocentemente.
—Olvida lo que estás pensando. Me puedo encargar yo. Quiero encargarme de eso personalmente.
—¿Entraste con ella sin llamar la atención de los periodistas? —le preguntó Eli a Tzilla.
—Ya sólo quedaba uno a la espera. Los demás han desistido. El que está ahí no para de darme la paliza con lo de la navaja japonesa.
—¿Qué navaja japonesa? —preguntó Eli sorprendido.
—Se le ha metido en el coco que a Gabriel van Gelden lo han degollado con una navaja japonesa. Ya sabes cómo son. Si no les cuentas nada, enseguida se inventan algún disparate y…
—No la puedes obligar a hacer eso —le advirtió Michael a Balilty.
Shorer los miró alternativamente y luego preguntó con impaciencia de qué estaban hablando.
—Éste cree saber lo que estoy pensando. Ahora ha aprendido a leer el pensamiento. —Balilty alzó la vista al techo.
—No podemos perder el tiempo con jueguecitos —les espetó Shorer irritado—. Mañana tengo una reunión con el comisario jefe y el ministro. Ya es la una. Quieren quitarnos el caso. Vamos al grano, Balilty, por favor.
—Pues bien —dijo Balilty, haciendo alarde de paciencia—. Nos enfrentamos a un grave problema, que por otra parte no es ninguna novedad. No pretendo decir que nunca nos haya sucedido algo parecido, pero esta vez el problema es más grave. Usted mismo lo sabe, señor —le dijo a Shorer—. Lo hemos aprendido de usted, y también de él —añadió, señalando a Michael con un gesto—. Es una cuestión de la dinámica del interrogatorio que nos espera. Casi todos los datos de este caso son meros indicios. Me parece que no vamos a lograr que cante.
—¡Pero si no tiene coartada! —exclamó Eli Bahar—. ¿Qué dices de indicios? Su coartada era un embuste. Hemos hablado con la canadiense y con la violinista. Con la primera no estuvo, y con la otra estuvo a destiempo. Y ahora ya tenemos un móvil. Y la oportunidad de hacerlo. Lo tenemos todo. ¡Es un caso resuelto!
—Necesitamos una confesión y una reconstrucción del crimen —sentenció Balilty. Se inclinó hacia delante y extendió las manos sobre la mesa, como si fuera a apoyar en ellas todo su peso—. Hemos hecho un gran trabajo. Hasta tenemos el testimonio del abogado sobre la reunión que debían haber celebrado y sobre la visita que le hizo Gabriel van Gelden. Por no mencionar al belga y las copias de los documentos de autenticidad que llegarán mañana por correo urgente. Hemos conseguido muchísimas cosas. Sería una pena tirar la toalla antes de arrancarle una confesión. Si no la conseguimos, el caso puede prolongarse durante meses y meses en los tribunales.
—¿Cuál es el problema? —preguntó Abraham.
—A nuestro estimado maestro —dijo Balilty lentamente— no le importamos un comino ninguno de nosotros. Ni nos respeta ni nos tiene miedo.
Zippo fue el único que replicó.
—¿Y por qué necesitamos importarle un comino? —preguntó, sin dejarse desalentar por la desabrida expresión de Balilty—. Quiero comprenderlo —perseveró—. ¿Cómo me voy a enterar si no pregunto?
Balilty echó una mirada en derredor con el gesto fatigado de quien se ve en la obligación de explicar lo que es obvio.
—Pues bien —dijo de mala gana—, es una cuestión de la dinámica de la investigación.
—Sigo sin entenderlo —dijo Zippo con una determinación inusual en él—. Explícamelo, por favor.
—Ya sabes cómo se desarrolla un interrogatorio de esta clase —dijo Balilty, y exhaló un suspiro—. Puede durar varios días, o, como poco, varias horas.
—¿Y?
—Y sabrás que tiene que establecerse una relación determinada entre el sujeto y quien lo interroga.
—¿Y qué?
—Yo no sé nada de este tipo de música —prosiguió Balilty, revolviéndose—, y ni siquiera nuestro amigo Ohayon, que sí conoce esta música, y quizá mucho, le merece el menor respeto al maestro de fama internacional.
—Ah, ¿no? —dijo Zippo sorprendido. Eli Bahar emitió un profundo suspiro.
—Lo que piensa el maestro —prosiguió Balilty, y miró a Michael—, perdonadme que os lo diga, es que somos una panda de imbéciles. Incluido tú. ¿No es así?
Michael encendió un cigarrillo. Le temblaba la mano.
—¿Qué más da? —dijo Zippo. Sacó brillo a su mechero plateado con el pulgar y se atusó el bigote—. Tú también me creías imbécil y eso no me ha impedido traerte la cinta de Herzl Cohen, ¿o no?
Balilty retiró las manos de la mesa, se enjugó la frente, miró a Michael y a Shorer con gesto de impotencia, y reconoció molesto:
—Has hecho un gran trabajo. Pero esto no es lo mismo.
—Si me lo hubieran explicado todo bien desde el principio —dijo Zippo con suavidad—, si él no se empeñara en trabajar siempre solo —continuó a la vez que señalaba a Michael con una inclinación de cabeza—, mi trabajo podría haber sido aún más eficaz.
—Dejemos de perder el tiempo —intervino Shorer—. Explícanos lo que piensas y por qué Michael está en contra. Como verás, nosotros no sabemos leer el pensamiento.
—Quiere montar una confrontación con Nita —soltó Michael. Tenía el rostro flameante—. Quiere que Nita hable con Theo. Y que nosotros lo veamos a través del cristal. Nita no será capaz de soportarlo. Y, además, no se va a prestar.
Shorer dirigió una mirada interrogante a Balilty y éste asintió y parpadeó, al parecer decepcionado porque Michael hubiera acertado en su suposición, lo que le impedía exponer su plan como es debido.
Un silencio tenso se adueñó de la sala de reuniones. Por lo visto, nadie estaba dispuesto a tomar postura. El sargento Ya’ir se cruzó de brazos y escudriñó todos los rostros con una mirada seria, atenta.
—¿Qué dices tú? —preguntó al fin Shorer, mirando a Tzilla—. Tú has pasado con ella muchas horas. ¿Qué opinas? ¿Sería capaz de soportarlo?
—Está realmente enferma —repuso Tzilla titubeante—. La mitad del tiempo se lo pasa delirando. Pero no está excesivamente débil. Su cuerpo se ha debilitado mucho, pero Nita es… no sé cómo expresarlo, es como si tuviera una fuerza especial. No es una persona corriente.
—¿Qué perdemos por intentarlo? —preguntó Balilty—. Si todos se prestan, si lo montamos bien, podemos obtener en un momento una confesión grabada y luego hacer que la escuche. En caso contrario, si ella no se prestara a participar, o si él no le contara nada, ¿qué habríamos perdido? Éste no es momento para preocuparse de lo que puede sentar bien o mal a la hermana.
—Las confesiones grabadas no tienen fuerza legal. ¿Y si luego se retracta? —dijo Abraham.
—Nita no se prestará —dijo Michael, y notó que se le humedecían las axilas.
—No hace falta que se lo planteemos directamente —replicó Balilty con brusquedad—. Si no estuvieras… Si fuera una desconocida, no verías ningún problema en hacerlo. ¿Dónde crees que estamos? ¿Desde cuándo hemos prometido decir siempre la verdad en los interrogatorios? Sabes que es lo mejor para que funcione bien la dinámica.
—La dinámica, claro, claro —masculló Michael—. La sagrada dinámica.
Balilty le dirigió una mirada acusadora.
—Fuiste tú quien introdujo ese término, y no tenías nada en su contra cuando se trataba de interrogar a desconocidos —añadió con malicia—. Pero ¿ahora? Ahora es un asunto de familia.
Shorer tosió.
—Ya está bien, Danny, lo has dejado claro —dijo a la vez que desmenuzaba una cerilla quemada que había sacado del cenicero colocado delante de Michael.
—Tal vez… —intervino, vacilante, el sargento Ya’ir. Todos se volvieron hacia él sorprendidos, como si se hubieran olvidado de su presencia—. Tal vez podríamos retomar el tema que ha planteado el jefe. Una vez asistí a una conferencia de Ohayon sobre la dinámica de los interrogatorios —continuó, señalando a Michael—, y no comprendo por qué no puede interrogar él mismo al sujeto. La mujer tiene fiebre, escalofríos y náuseas. Está en muy baja forma. Personalmente opino que está demasiado débil para someterse a algo así —sus ojos castaños cruzaron una mirada con Michael, quien lo miró como si lo viera por primera vez, recordando que Balilty había comentado burlonamente que Ya’ir le recordaba al Michael de hacía veinte años.
—Sabéis tan bien como yo —replicó Balilty impaciente— que interrogar a Theo van Gelden nos llevará horas y horas, y no habrá el dramatismo que se ve en las películas. No es ningún secreto que la inculpación tendrá que basarse en cuestiones técnicas. Es un asunto que requiere… una especie de química entre el interrogador y el sujeto. Y ninguno de nosotros va a conseguir esa química con el señor Theo van Gelden.
—No estoy de acuerdo —dijo el sargento Ya’ir mansamente—. Por el contrario, creo que sí puede darse esa química entre Theo van Gelden y el superintendente jefe Ohayon.
Shorer apartó el informe forense.
—¿Es absolutamente necesario que nos pongamos a debatir la psicología de los interrogatorios en este momento? —masculló.
—No sé si está en lo cierto o no —dijo Michael, la vista puesta en el sargento Ya’ir—. La verdad es que no sé si lograría conducir a Van Gelden hasta un estado en que sintiera la necesidad de justificarse ante mí. Ni siquiera sé si no me considera un imbécil. Me trata como si fuera un objeto. Cuando no necesita nada concreto de mí, dejo de existir para él. Claro que eso podría cambiar durante el interrogatorio.
—Nunca llegaríais a la situación adecuada. Este tipo es demasiado creído —objetó Balilty—. Con él nunca lograrías crear una relación como la que conseguiste con aquel oficial de las Fuerzas Aéreas, el coronel Beitan. Y aquello no era un asesinato, simple malversación de fondos, pero la verdad es que esa vez… —meneó la cabeza con remisa admiración—, hiciste un trabajo estupendo. Al escuchar las cintas del interrogatorio, uno se da cuenta perfectamente de adónde lo ibas llevando y de lo que sucedía entre vosotros. El factor clave fue la confianza que tenía en ti y la importancia que le daba a lo que pensases de él.
—Me gustaría oír esas cintas —dijo, intrépido, el sargento Ya’ir—. Me gustaría saber qué pasó exactamente. En las primeras fases de la investigación, yo también conocí al coronel Beitan, y, desde luego, como decía mi padre, era una de esas personas «nacidas para la discordia, como las chispas que saltan por el aire».
Balilty lo miró con una mezcla de perplejidad y desconcierto. Se recostó en su silla, abrió y cerró la boca, giró los ojos en las órbitas, se enderezó e inclinó la cabeza como siempre lo hacía cuando iba a lanzar un comentario particularmente cáustico.
—¿Qué tipo de chispas? —dijo con malevolencia. Lo que le molestaba no era la referencia bíblica, sino la extraña combinación de ingenuidad y aplomo, algo que también le llamó la atención a Michael, incluso en aquel momento de extrema tensión.
Antes de que Ya’ir pudiera decir algo más, Shorer intervino tajante:
—En aquel caso, ¿cómo podría decirlo?, el superintendente jefe Ohayon logró convertirse en una figura con autoridad moral a ojos del sujeto, al menos en aquel contexto determinado. Una figura con capacidad para otorgar la absolución. Después de dedicarle muchos años a esta profesión —explicó—, uno comprende que la gente tiene una gran necesidad de justificarse moralmente. Y a veces, si hay suerte, un interrogador consigue darle al sujeto la imagen de persona con poder para ofrecerle clemencia, el perdón o una legitimación moral. Se convierte en una figura con autoridad. No siempre se consigue, pero en aquel caso concreto salió de maravilla.
—A veces hay que hacer cosas horribles —comentó Balilty, sumido en sus reflexiones—. Yo mismo he hecho cosas que os parecerían increíbles. He llorado con los sospechosos. Por sus problemas y por los míos. Y por sus crímenes. Una vez llegué a decirle a alguien… —un destello aleteó en sus ojos mientras bajaba la vista y decía—: Pero no viene a cuento ahora.
—Y Michael —intervino de pronto Eli— pasó horas y horas hablando con el coronel Beitan de sus divorcios y de la relación que tenían con sus hijos. La cuarta parte del interrogatorio consistió en eso. ¿Os acordáis?
Michael bajó la cabeza. Todavía se sentía incómodo al recordar aquel interrogatorio y el regocijo con el que sus colegas escucharon las grabaciones. Guardaba un recuerdo muy vivido de los momentos en que no hubo fingimiento alguno en aquellos diálogos, y tenía la sensación de que todo el mundo había percibido el instante preciso en que se sintió tentado de abrirse de veras, sí, todos debían de saberlo tan bien como él. Como si le hubiera leído el pensamiento, Eli añadió:
—Y no es un simple truco, no es sólo cuestión de astucia, es una relación que se va creando entre dos personas.
Michael se revolvió en la silla. Había llegado el momento de decir algo, de sobreponerse a la vergüenza y la incomodidad que lo abrumaban. Sobre todo cuando recordaba que le contó al coronel una crisis en su relación con Yuval, su hijo. Así pues, se apresuró a devolver el debate al terreno teórico:
—Si los criminales no confiesan no es por miedo al encarcelamiento —se oyó explicarle al sargento Ya’ir—. Su imaginación no siempre llega tan lejos. No suelen llegar a verse en la cárcel. Lo que les asusta, aunque parezca sorprendente, es el aspecto moral. La dificultad de vivir sintiéndose culpable es lo que nos permite comunicarnos con ellos. Los criminales, o la mayoría de ellos, aspiran a alcanzar un estado, un sentimiento, una confirmación de que han hecho lo correcto desde el punto de vista moral. En el caso que tenemos entre manos, sería el apoyo moral al derecho de lograr el amor del padre. Ése es el camino para llegar a Theo van Gelden. Si el interrogador está dispuesto a aceptar la postura del sujeto, irá bien encaminado para extraerle una confesión. Dicho de otro modo, si Theo van Gelden percibe que acepto sus motivos desde el punto de vista moral, que los acepto y tal vez incluso los justifico, habría una posibilidad de éxito. Lo que tiene preocupado a Danny es que duda de que Theo van Gelden pueda considerarme una figura con la importancia suficiente para legitimar su postura.
—No nos sobra el tiempo —advirtió de pronto Balilty—. No es el momento de ponernos a filosofar.
—En esta clase de interrogatorios —dijo Shorer—, siempre te preguntas a qué tipo de persona te estás enfrentando. De pronto, te pones a hablar de ti mismo. Buscas puntos de contacto. Igual que lo harías al tratar con cualquier persona. Uno de los motivos de los sorprendentes éxitos de Michael es que está dispuesto a abrirse y a comprender a la persona que tiene delante.
—No siempre —se oyó decir Michael—. No fue así con Tuvia Shai, por ejemplo, ni en otros casos, ahí sencillamente tuve que tender una trampa.
—Los asesinos necesitan comprensión —explicó Shorer—, como cualquier hijo de vecino. Que se comprendan sus motivos, lo que piensan, lo que sienten.
—What makes them tick —recitó Balilty.
—¿Por qué piensa que Ohayon no lo puede lograr en esta ocasión? —perseveró el sargento Ya’ir—. Si no lo he comprendido mal, hasta está relacionado con la familia. Eso puede darle una ventaja.
—El problema está ahí, precisamente —dijo Balilty, y descargó un puñetazo en la mesa—. Ohayon está mezclando en el asunto consideraciones personales irrelevantes. Debemos trabajar en dos etapas, la primera con la hermana.
—¿Qué hemos decidido? —preguntó Shorer impaciente—. ¿Puedes exponérselo a la hermana de tal manera que se preste a colaborar o no?
Michael asintió con un gesto y se puso en pie. Era incapaz de articular palabra.
—Lleva a Nita a la sala azul —oyó que le decía Balilty—. Primero trasladaremos al hermano.
La sala azul era tan gris como todas las demás. Se decía que el nombre le venía de una cortina azul que en su día tapaba el falso espejo tras el que se sentaban los testigos para identificar a los sospechosos.
En tres ocasiones Michael estuvo a punto de levantarse de un salto para irrumpir en la sala al rescate de Nita. Y en cada una de ellas permaneció sentado entre Balilty y Shorer, se aferró al armazón metálico de la silla y miró a su alrededor, sin mover un músculo. Desde el momento en que cogió a Nita del brazo y la condujo a la sala azul, se sentía como si la hubiera lanzado por un camino en el que no lograría sobrevivir. Por un instante tuvo la sensación de que el peligro que corría Nita era físico, de que no saldría con vida de allí. Antes, en el despacho de Shorer, Michael había aceptado dócilmente las acusaciones de crueldad que ella le lanzó con una voz fría, desconocida, declaradamente hostil. Y ahora, mirándola a través del falso espejo, volvió a llamarle la atención el arrebol que teñía su cara. Al dirigirse a toda prisa al despacho de Shorer desde la sala de reuniones, esperaba encontrarla en un estado de postración. Le sorprendió ver su rostro lustroso y con un color rosado que no le conocía, los grises ojos reluciendo de fiebre. Nita lo escuchó con gran atención mientras le hablaba del réquiem, de cómo lo habían encontrado, de la conversación con el experto belga, de la coartada falsa de Theo.
—No me creo ni una palabra —dijo Nita con firmeza—. Así de sencillo.
Michael suspiró. Cogió el teléfono y pidió que hicieran pasar a Izzy Mashiah y a la experta en documentos del laboratorio, y que le llevaran el manuscrito.
—¿Es verdad? —le preguntó Nita a Izzy Mashiah una vez que hubo dejado el manuscrito en el sofá—. Dice… —dijo con la voz ahogada; luego consiguió elevar el tono y concluyó—: Dice que lo han encontrado en el despacho de Theo.
Izzy agachó la cabeza.
—Dice que Theo… Gabi… padre… ¿es verdad? ¿Sabes algo de todo esto? ¿Lo crees? ¿Crees lo que dice, Izzy?
Izzy Mashiah dirigió la vista hacia el manuscrito y luego hacia Michael. Respiraba rápida y entrecortadamente.
—Gabi no me contó nada de esto. No quiso que lo supiera. Pero es de Vivaldi. Sin lugar a duda. Y estaba en el despacho de Theo, dentro de una partitura de Los troyanos.
—De lo que parece deducirse algo —insistió Nita— que él ha dado a entender sin decirlo explícitamente: que Theo asesinó a padre y a Gabi por esto —desvió la vista de Michael, a quien aludía fría y cáusticamente, como si fuera su peor enemigo.
Izzy Mashiah se puso pálido. De la frente le brotaron goterones de sudor. Su respiración silbaba débilmente.
—¿Qué opinas tú, Izzy? Tú que querías a Gabi, ¿qué opinas? —Nita habló con una voz fría y decidida.
—No pretendía causar problemas —dijo Izzy temeroso—. Me enseñaron el réquiem de Vivaldi y… ¿Quién podría haber imaginado adónde nos iba a llevar?
—Él dice que Theo no estuvo con esa mujer antes del concierto de aquel día. Dice que Theo… la cuerda… dice que… —a Nita se le quebró la voz. Miró a Michael. En su mirada se confundían el dolor y el odio.
«No he sido yo», quiso decir Michael, «estoy metido en esto por casualidad». Pero mantuvo la expresión de reserva y no dijo nada.
Como si hubiera oído sus pensamientos, Nita dijo:
—No es culpa tuya. Tú no has provocado nada de esto. Simplemente has actuado a mis espaldas y… No tiene importancia —añadió a la vez que hacía un ademán desdeñoso—. Es tu trabajo y ya está.
Izzy Mashiah se dejó caer en una silla, junto a Michael, que estaba de pie.
—Yo qué sé —susurró—. Resulta muy difícil creérselo. No sé qué decir.
—¡Por esto! ¿Por esto? —Nita señaló el manuscrito—. ¿Por esto Theo degolló a Gabi con una cuerda del chelo? ¿A padre, por esto?
—Nita —musitó Izzy Mashiah jadeante—. ¡Es un réquiem de Vivaldi!
—En realidad, no ha sido por esto, no sólo por esto —intervino Michael.
—Él dice —dijo Nita, como si no hubiera oído a Michael— que Theo siempre tuvo unos celos espantosos de Gabi. Siempre. Y de mí. Y que no podía perdonarle a padre que quisiera más a Gabi. Y dice que padre también me quería a mí. Y no dice nada más. Deja que yo misma saque la conclusión de que Theo también podría matarme a mí. Como si fuera un loco peligroso o algo por el estilo. Una especie de Macbeth. ¿Tú qué crees, Izzy? ¿Es posible?
—Sólo una persona puede dar respuesta a esa pregunta. Y de todos nosotros, tú eres la única a la que le debe una respuesta. Te debe una respuesta —dijo Izzy con voz despejada—. Y desde el mismo instante en que se ha planteado la pregunta, no lograrás estar en paz, ni yo tampoco, ni nadie.
—Querría estar muerta. Ojalá me tragase la tierra —dijo Nita.
Izzy miró a Michael desvalidamente; Michael le indicó por señas que saliera de la sala.
—No me trates como si estuviera loca —le advirtió Nita a la vez que alzaba la cabeza mientras la puerta se cerraba tras de Izzy—. Hay familias sobre las que pesa una maldición. Es un hecho y no hay que estar loco para creerlo.
—Yo no creo en las familias malditas —dijo Michael Ohayon—. Siempre doy por sentado que cualquiera es capaz de cualquier cosa. Es una lección que me ha enseñado la vida. ¿No crees que hay odio dentro de las familias? Piensa en las crónicas de la peste negra que asoló la Europa medieval. En las madres que abandonaban a sus niños de pecho y huían en cuanto reconocían en ellos los síntomas. ¿Crees que no querían a sus hijos? Los maridos abandonaban a las esposas, las esposas a los maridos, los amantes a sus amadas, los niños a sus padres… todos escapaban para sobrevivir. El horror que los amenazaba demolía todo y rompía todos los lazos. Era más fuerte que el amor, que la devoción o la responsabilidad. En el mundo no se puede dar nada por seguro. Es imposible pensar en nada que sea eterno. Siento mucho tener que ser yo quien te dé esta noticia. Pero créeme… no se puede vivir en este mundo sin conocer la verdad.
—Ojalá no te hubiera conocido —dijo de pronto Nita en un lamento—. Ojalá estuviera muerta.
Michael guardaba silencio.
—Lo único que quiero es… poner esto en orden. Obrar como es debido.
Michael seguía callado.
—No tengo elección —concluyó Nita, con menos odio—. Tengo que hablar con Theo, pero a solas. Y antes que tú. Antes de que hables tú con él. No quiero que estés presente mientras hablamos —le advirtió amenazadora.
Michael asintió.
—Quiero estar a solas con mi hermano. Aunque… incluso si… Sigue siendo mi hermano. No ha dejado de ser mi hermano. Y si tienes razón, si hay un mínimo de verdad en lo que has dicho, sigue siendo mi hermano. Y tú no puedes relacionarte con la hermana… de un asesino. Lo nuestro se acabó. Tanto si tienes razón como si no la tienes. Me has dejado sola, te has pasado al otro bando.
Michael advirtió que se había puesto muy pálido y que su respiración era acelerada y superficial. Cada una de las palabras pronunciadas por Nita era como una piedra lanzada contra su pecho, directamente al corazón.
—Una vez que haya hablado con él, aunque tú tengas razón, no volveré a verte nunca más. Aunque estés en lo cierto. Y ahora ni siquiera me atrevo a preguntarte si quieres que hable con él. Me siento incapaz de hablar con él. Eso es lo que has conseguido. O es como están las cosas, aunque no sea culpa tuya.
Michael quería preguntarle si las cosas habrían sido diferentes de no habérselo contado, si él se hubiese encargado de interrogar a Theo por su cuenta y más adelante le hubiera presentado los hechos a ella, si hubiera tenido mayor compasión. Quería acariciarla y decirle que, aunque los acontecimientos se hubieran desarrollado así, él siempre había estado a su lado. Quería explicarle que lo que importaba no eran las apariencias, sino los hechos. Pero cuando esos pensamientos empezaron a plasmarse en palabras en su mente, supo que no diría nada. En aquel momento no tenía derecho a exigir que Nita le prestara atención. Lo importante era ella, y el interrogatorio. No tenía sentido decirle nada puesto que los hechos no se podían modificar. Si Nita decidía verle a él como el principal responsable de la necesidad de enfrentarse a los hechos, nada podría impedirlo. «Y así es como lo ve ahora», comprendió de pronto.
—Podrías habernos ayudado —dijo de pronto Nita, con una voz desesperada e infantil.
Michael abrió los brazos en un gesto de impotencia que detestaba.
—Lo que ahora te importa es tu trabajo, tus éxitos —continuó ella con amargura—. Has optado por eso.
Michael quiso protestar, ansiaba decirle que no había otro camino, pero hablar no serviría de nada. Cabizbajo, comprendió que Nita eludía el quid de la cuestión, lo esquivaba, daba vueltas a su alrededor como si de un anillo de fuego se tratara. Nita, dominada por el deseo de hacerle daño, tenía la boca contraída, los dientes hincados en el labio inferior; al fin, los músculos de su cara y de su cuerpo se relajaron y se recostó con los ojos cerrados. Sus labios se movieron, repitiendo inaudiblemente una y otra vez, como si rezara: «Ojalá estuviera muerta». De pronto, inesperadamente, se irguió, estiró la espalda y dijo:
—No tengo más remedio. Necesito saberlo. No puedo vivir así. Cuando sepa la verdad de boca de Theo, y sólo de su boca, ya veremos si puedo seguir viviendo. Si queda algo en pie.
La primera vez que Michael sintió el impulso de precipitarse hacia la sala azul fue cuando Theo le puso las manos en los hombros a Nita. Tuvo entonces una visión espeluznante: aquellas manos rodeaban el cuello de Nita y apretaban con todas sus fuerzas. Pero Theo se limitó a mirar a Nita a los ojos, y a Michael le sorprendió una vez más la incongruencia de que los ojos de ambos fueran exactamente iguales y, sin embargo, reflejaran expresiones tan distintas. Las facciones de Theo transmitían una sensación de lejanía y frialdad, de arrojo, mientras que el rostro de Nita dejaba traslucir el horror de lo que sabía y un dolor difícil de contemplar incluso desde el otro lado de un cristal. Theo retiró las manos de los hombros de Nita. Michael cerró los ojos un instante. Al abrirlos, oyó que Nita decía:
—Han encontrado el réquiem.
Vio que Theo se echaba hacia atrás y miraba en derredor espantado.
—Estamos solos —dijo Nita—, no tienes nada que temer, Theo. Lo encontraron en tu despacho.
Theo se desplomó en una silla que tenía al lado.
—No me habías dicho nada del réquiem —lo acusó Nita gélidamente—. Ahora me lo tienes que contar todo.
Theo meneó la cabeza. Luego la irguió y se pasó la mano por la plateada cabellera. Con la voz ahogada, dijo:
—Están escuchando todo lo que decimos.
—Aquí no hay nadie —insistió Nita—. Me lo ha prometido.
—Miente. Todos mienten —replicó Theo—. Siempre has sido una ingenua.
Michael se puso en pie y se aproximó tanto a la pared de cristal que dejó sobre ella la marca de su aliento. Se vio entrecerrando los ojos y después abriéndolos de par en par.
—Tal vez lo era —la oyó decir con sencillez, y vio que las manchitas rosadas de sus mejillas se oscurecían—, pero lo he dejado de ser. Ya no me lo puedo permitir.
Theo masculló algo ininteligible y la miró en silencio.
—Puedes contarme lo que te dé la gana, Theo —dijo Nita, y se agarró un brazo. Estaban sentados uno frente a otro, muy juntos. En la sala azul tan sólo había un par de sillas y una mesa metálica verde—. Pero tienes que decirme la verdad. Toda la verdad.
Theo exploró los rincones con una mirada rápida. Alzó después la vista hacia el techo como a la búsqueda de micrófonos ocultos. Al fin, se levantó e inspeccionó la sala, parecía a punto de empezar a medirla con sus pasos. Pero al darse cuenta de lo pequeña que era, volvió a sentarse.
—Todo. Es tu deber. Lo de padre también.
—Nita —dijo Theo airadamente—. ¿Qué voy a contarte de padre? Ya has oído que estuve con… una mujer, con dos, aquel día. Me siento incómodo hablando contigo de estas cosas.
El semblante de Nita palideció, como si de él se hubiera retirado la sangre de golpe. Michael tuvo miedo de que se desmayara, de que se cayera de la silla y se golpeara la cabeza contra el polvoriento suelo de piedra. Pero Nita se enderezó y dijo con un hilo de voz:
—Escúchame, Theo, escúchame bien. En primer lugar, como sabes, no soy precisamente virgen. No es ningún secreto que eres un mujeriego. Y, además, ya no soy una niña. Puede que lo fuera hasta hace poco, pero ya no. He tenido que madurar a toda prisa. Y, por último, la canadiense con la que estuviste en el Hilton, o donde fuera, dice que no estuvo contigo.
Theo sonrió. Incluso pareció animarse un instante.
—Cómo no lo va a negar —dijo casi con alivio—. ¿Qué esperabas? Es una mujer casada y respetable, un pilar de su comunidad. Tiene cuatro hijos.
—No me hables así —le replicó Nita con vehemencia—. No soy de la policía, soy tu hermana. ¡Estoy hablando contigo porque soy tu hermana! ¿No lo quieres comprender? Eres todo lo que me queda. Aunque… aunque seas un asesino —añadió en un susurro—. Ya está, ya lo he dicho —farfulló extrañada—. Aun en ese caso, te quiero, incondicionalmente. Pero tienes que decirme la verdad. Deja ya de mentirme. La canadiense dijo que en esos momentos estaba con otro hombre. Facilitó su nombre, y él lo ha confirmado; han grabado su declaración y ella la ha firmado. Y Drora Yaffe, la violinista con la que se supone que estuviste después, también se vino abajo en el interrogatorio. Dijo que te estuvo esperando y no apareciste. Así que no me vengas con cuentos.
—¿Con otro hombre? —preguntó Theo, girando los ojos—. ¿Tenía otra relación? Pero si ni siquiera es guapa, la canadiense.
—¿Es eso lo que te preocupa ahora?
—Entonces ¿por qué no me han arrestado?
—No lo sé —reconoció Nita—. Tal vez ya estás bajo arresto. Pero he solicitado hablar contigo, y me lo han permitido. Necesito enterarme de todo, por mi bien y por el tuyo. Y enterarme por ti, no por los interrogatorios y los juicios. Necesito que me lo cuentes tú.
—¿Has sido tú la que ha solicitado hablar conmigo? ¿No te lo han pedido ellos? —en la voz de Theo había sorpresa y alivio—. ¿Estás segura?
—Lo solicité yo. Nadie me lo ha pedido —repuso Nita con voz destemplada—. ¿No comprendes que me debes una explicación honesta? ¿No comprendes que tienes que contármelo?
Theo permaneció en silencio.
—Sólo seré capaz de apoyarte si me lo cuentas. A pesar de… aunque padre y Gabi… seré capaz de… no sé cómo, pero ya sabes que yo no digo mentiras. Sólo si quieres acercarte a mí ahora, si me lo cuentas, si confías en mí.
—¿Y qué más da? —masculló Theo—. Ya da todo igual. Créeme. Si han encontrado el réquiem. ¿Fue Herzl quien les habló del réquiem?
—No lo sé. Lo encontraron en tu despacho. Dentro de la partitura de Los troyanos. La que está encuadernada en terciopelo negro. La que te regaló mamá. Con esas ilustraciones que me enseñabas cuando era pequeña.
Theo guardó silencio.
—No te estoy preguntando por qué, Theo. Ahora mismo, no te pregunto por qué, sólo si lo hiciste o no. Eso es lo que te estoy preguntando. Los porqués los puedo comprender yo sola. Si es que son comprensibles. Los porqués podemos dejarlos para más adelante.
—¿Lo puedes comprender tú sola? ¿Cómo es posible? —gritó Theo, y se puso en pie. Aquélla fue la tercera ocasión en que Michael tuvo miedo de que se lanzara sobre Nita y la matara a golpes. Theo se colocó junto a ella y empezó a pegar gritos sin el menor dominio de sí mismo. En su cuello, largo como el de Nita, resaltaban las venas—. Cómo vas a entenderlo si toda la vida has sido la niña bonita de todos. Te concedían todos tus caprichos. Padre te adoraba, y Gabi también. ¿Cómo puedes comprender cómo me sentí cuando Herzl y después padre me hablaron del réquiem, diciéndome que no se me iba a permitir ni tocarlo? Que sería el motor para impulsar a Gabi a una merecida fama. ¿Lo oyes? ¡La merecida fama de Gabi! Eso es lo que dijo padre. Nada de lo que he hecho en toda mi vida, ni mis esfuerzos, ni mi fama, ni mis innovaciones, ni las alabanzas a mi genio… nada logró alterar el desprecio que le inspiraba a mi padre. ¡Ni su preferencia por Gabi! Hiciera lo que hiciese, era una causa perdida. Y me viene hablando de fama merecida. ¡De lo que se merece Gabi! De que él es un músico realmente serio. ¡Y a mí nunca me decía nada! ¡Ni una palabra! La primera vez que dirigí la Filarmónica de Nueva York, ¿lo recuerdas?, madre vino sola a verme. ¡Él no podía dejar la tienda desatendida! Ni siquiera me llamó después del concierto. ¿Puedes comprender eso? ¿Tú, con toda tu ingenuidad? ¿Tú, con ese mito sobre nuestra familia que te empeñas en cultivar? Tú… tú… con tu vida de cuento de hadas.
Nita estaba petrificada. Sus brazos descansaban rígidos, como los de Michael, en los de la silla, tan tensos que todo el peso de su cuerpo parecía concentrarse en las palmas de las manos.
—Jamás una palabra de alabanza. Ni un comentario sobre mi talento. Siempre Gabi, Gabi, Gabi —repentinamente, la voz de Theo bajó de volumen y adquirió un tono seco y apático—. Y yo deseaba tanto que también me apreciara un poquito a mí.
Nita no se movió.
—Después de la muerte de mamá, no quedó nadie en casa que tuviera una palabra amable para mí. Fue Herzl quien me habló del réquiem en lugar de nuestro padre.
Michael observó con perplejidad cómo aquel cincuentón, un afamado director de orquesta vestido de traje y corbata, se convertía en un niño de tres años. Hizo un mohín como si le hubieran ofendido en lo más hondo. Como si le hubiesen marginado y tratado con una injusticia ultrajante.
—¿Has pensado en eso alguna vez? —dijo Theo a voz en grito—. ¿Que el lastimoso ayudante de padre era el único que estaba de mi parte? ¿Qué tienes que decir sobre el hecho de que padre no pensara ni contármelo?
—Planeaste matar a nuestro padre —dijo Nita con voz hueca—. ¿De verdad lo odiabas tanto? ¿Tanto como para planear su muerte?
—¿Que si lo odiaba? ¿Cómo puedes decir que lo odiaba? Deseaba tanto… tanto… —se le quebró la voz. Al cabo de unos segundos se repuso—. No seas tan melodramática —la reprendió con severidad—. No planeé nada. Fui a su casa para hablar con él. Estuvo tan frío conmigo, y tan lleno de desdén. Le preocupaba que Herzl me hubiera hablado del réquiem y que yo fuera incapaz de guardar el secreto. Pensaba en Gabi en todo momento, en lo que Gabi se merecía. Estábamos en su dormitorio. Él tumbado en la cama. Vi que no comprendía en absoluto lo mal que lo estaba pasando, ni lo que significaba para mí. De pronto, se me subió la sangre a la cabeza. Cogí la almohada para tirarla contra la pared. No pretendía… lo hice sin pensar. De pronto me miró con una cara de monstruo, como… como dice Kafka que era su padre. Eso es lo que parecía. Con la dentadura postiza pegando chasquidos y esa seguridad suya en que yo era una nulidad. No lo planeé. ¿Cómo se podría planear algo así? Quería hacerlo, eso sí, muchas veces sentía ganas de matarlo, de zarandearlo con todas mis fuerzas, pero no lo planeé a sangre fría.
Nita tenía el rostro bañado en lágrimas. Michael oyó que Balilty se frotaba las manos y emitía un suspiro de alivio.
—No tenía intención de… —Theo se inclinó hacia Nita y le cogió las manos—. Ni siquiera sé cómo la almohada, en lugar de estrellarse contra la pared… No recuerdo cómo fue a parar a su cara. Lo único que pretendía era no verle esa cara cargada de desprecio hacia mi persona, de severidad, de insensibilidad absoluta. No quería verle la cara. Le puse la almohada encima. No sé cuánto tiempo pasó hasta que me di cuenta de lo que estaba haciendo. Y ni siquiera podría decirte cómo supe que estaba muerto. Debía de estar mucho más débil de lo que yo creía. Lo hice sin querer, Nita. Yo también lo quería. Mi intención era… no lograba comunicarme con él. Daba igual lo que hiciera. Compréndeme, por favor. Has dicho que querías comprenderlo.
—¿Y el cuadro? ¿Y Gabi?
—Después me entró el pánico. No sé de dónde salió la idea del cuadro. Eso tampoco lo había planeado. Créeme. Estaba totalmente aturdido. No tenía ni idea de lo que iba a pasar. Ni yo mismo sé explicarte cómo ni por qué lo trasladé al sillón y lo amordacé, ni cómo desmonté el cuadro. Le quité el marco. Llevé el lienzo a casa de Herzl. No pensé en las consecuencias. No pensé en nada. Todo era… como un sueño.
—Y después, en el concierto, se te veía como si no hubiera pasado nada. ¡Y todos esperando a papá!
—Es que… es como si lo hubiera hecho otra persona —dijo Theo con voz lánguida—. Es imposible de explicar, lo sé, no te pido que me perdones. Me he pasado toda la vida desesperado, obsesionado. Hasta ahora, nunca había hablado de esto con nadie. Del dolor incesante. De la desesperación que se siente al comprender que, hagas lo que hagas, todo será inútil.
—Y Gabi.
—Y Gabi. —Theo bajó la cabeza.
—Eso sí fue premeditado.
—Tampoco hay por qué decirlo así —objetó Theo.
—Pero ¿qué dices, Theo? —Nita sepultó el rostro en las manos—. Cogiste las cuerdas de repuesto que tenía guardadas en el armario.
Con antelación. Y los guantes también, según me han dicho, de una taquilla. Te llevaste un juego de cuerdas del que yo ni me acordaba. Y sabes que son cuerdas de concierto especiales. Que nadie más las usa. Como si quisieras que pensaran que… yo era tu cómplice. ¡Y permitiste que fuera yo quien lo encontrase! —sollozó—. Ni siquiera sé si tú lo viste después. ¡Cuánto odio debías de sentir para hacer lo que hiciste! ¡Sacaste fuerzas del odio!
—No me quedaba más remedio —alegó Theo—. Él habría descubierto que yo… Habría descubierto lo que hice… Se habría enterado de lo de padre. Y no habría cedido ni un centímetro de terreno. Se habría tomado como un deber sagrado cumplir los deseos de nuestro padre. Ya no podía echarme atrás. No podía.
Durante un rato, tan sólo se oyeron los sollozos de Nita al otro lado de la pared de cristal.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Theo con un hilo de voz.
Nita se enjugó las lágrimas y se sonó.
—Lo primero será buscarte un abogado —repuso con voz ronca.
—Ningún abogado me librará de lo que me espera —dijo Theo—. Pasaré el resto de mi vida, lo que me quede de vida, entre rejas. Supongo que comprenderás que eso no es para mí.
Nita lo miró en silencio.
—Dijiste que me apoyarías —le recordó Theo, como un niño que hablara a su madre—. Dijiste que me ayudarías —en su voz había picardía. Y, tal vez por eso, Nita se levantó, temblorosa, y apoyó la mano en el brazo de Theo, como si de verdad fuera un niño.
—Tengo que pensarlo —dijo Nita—. De momento no tengo ni idea de cómo actuar.
—Pregúntaselo a tu amigo —susurró Theo, y alzó los ojos al techo.
—Ahora —dijo Balilty, tirándole de la manga a Michael—. Entremos ahora.
Nita estaba en pie de cara a la puerta. Los brazos le colgaban flácidos a lo largo del cuerpo.
—Te dirá lo que quieras —dijo Nita, saliendo de la sala—. Consíguele un abogado, y todo lo que necesite —añadió, y se desmayó. Michael no habría sido capaz de soportar su peso si no se hubiera apoyado contra el marco de la puerta. Danny Balilty la llevó al despacho de Shorer y llamó a una ambulancia.
El interrogatorio de Theo van Gelden se prolongó durante cinco días. Michael no abandonó el edificio en todo ese tiempo. El mundo cesó de existir. De vez en cuando, Danny y Eli Bahar se sumaban al interrogatorio. «Para que aprenda a estimarte más a ti», le decía Balilty a Michael, bromeando. Durante aquellos días pasados en un cuartucho desnudo y sin ventanas de la cuarta planta, Michael llegó a sentir en ocasiones que los límites entre su piel y la del hombre que tenía enfrente se disolvían. Durante aquellos días, cuando se retiraba a descansar unas horas al despacho de Shorer, Michael pensaba que estaba viviendo como si su vida y él hubieran dejado de existir, como si lo hubiera absorbido la mente de Theo van Gelden, quien, a su vez, mostraba una dependencia de él cada vez mayor.
Aun cuando cerraba los ojos en el despacho en penumbra de Shorer, las voces continuaban reverberando en su cabeza. Todo era confusión. Día tras día, Balilty maldecía a la prensa y trataba de calcular con exactitud el momento adecuado para reconstruir los crímenes. Sin cesar de quejarse del apego que Michael había desarrollado hacia el sujeto, Balilty también le informaba brevemente de la salud de Nita y le aseguraba que nunca la dejaban sola. Izzy Mashiah velaba junto a su lecho, y además la acompañaban una enfermera y una niñera contratada por Ruth Mashiah. En una ocasión, Balilty también hizo un comentario sobre el hijo de Nita: «Hoy Ido se ha puesto de pie, todavía no ha aprendido a volver a sentarse, y llora mucho».
A Theo tampoco lo dejaban solo en ningún momento. Michael siempre estaba alerta y Balilty se preocupaba de no salir de las dependencias policiales sin haberse cerciorado de que alguien montaba guardia junto a la puerta de la habitación donde Theo descabezaba un sueño, así como de que no tenía a mano objetos cortantes ni contundentes.
—Ni corbatas ni cordones de zapatos —le repetía Balilty al policía de turno—, ni cuchillos ni tenedores, sólo una cuchara.
El sargento Ya’ir precedía a Theo escaleras arriba, desde la improvisada sala de detención de la segunda planta hacia la sala de interrogatorios de la cuarta planta. Michael seguía a Theo a unos pasos de distancia, y el detenido avanzaba pasillo adelante cabizbajo, como un lastimoso caballo de tiro. Aquel caminar lento y sumiso por el estrecho pasillo fue el motivo de que Michael y el sargento Ya’ir se permitieran olvidar por un instante la posibilidad que se cernía sobre las dependencias policiales día y noche, y por eso les tomó por sorpresa que Theo pegara de pronto un salto con agilidad y ligereza sorprendentes y, por encima de la barandilla, se precipitara por el oscuro vacío del hueco de la escalera.
El alarido de Michael resonó en todo el edificio, y una multitud de policías se arremolinaba ya en el sótano cuando Michael llegó allí. Le abrieron paso para que pudiera ver el cuerpo destrozado, con el cuello roto.
Transcurrieron varias semanas antes de que se le permitiera ver a Nita. Entretanto, Ruth Mashiah llamaba todos los días a su puerta antes de salir del edificio. El rostro menudo y arrugado de Ruth se convirtió en la visión más preciosa para él. Cada día le contaba algo sobre Nita e Ido. Michael veía a veces al niño por la ventana de la cocina, cuando la niñera lo sacaba a dar una vuelta en la sillita. No osaba salir para verlo en persona. Y Ruth Mashiah le hizo comprender que no podría ver a Nita hasta que ella quisiera.
—De momento —le dijo con dulzura—, ni siquiera se puede mencionar su nombre en presencia de Nita. Pero creo —añadió compasivamente— que algún día, con mucha paciencia…
Dejó la frase a medias, pero, aun así, Michael se aferraba a ella, semana tras semana, día y noche.