14
Un viejo manuscrito enmohecido

Izzy Mashiah siguió dócilmente a Michael hasta el área de administración del edificio del auditorio. Pero cuando pasaban ante la fila de taquillas de los músicos, apretó el paso para adelantar al detective y se detuvo junto a la taquilla donde aún se leía el nombre de Gabriel van Gelden. La tocó, tragó saliva y siguió andando hacia el despacho del representante de la orquesta. Al llegar a la puerta se retiró para dejar pasar a Michael. Dentro los esperaba Balilty. Sentado en una postura extrañamente rígida en él, frente al representante, que estaba hecho un manojo de nervios, Balilty estudiaba las tablas y columnas de números impresas en una larga tira de papel continuo, la cual se había escurrido hasta sus pies y había reptado por la verde alfombra hasta llegar a manos del sargento Ya’ir, quien alzó la vista para mirar a los recién llegados y les explicó con solemnidad:

—Es la hoja de balance de la última temporada. Ingresos, gastos, subvenciones, pérdidas.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Michael alarmado—. ¿Dónde están Nita y Theo?

—Ella no se encuentra bien —explicó Ya’ir con calma—. No ha podido quedarse en Zichron Yaakov. Tuvimos que llevarla a casa. Hasta pensamos en pedir una ambulancia, pero al final la traje yo en la furgoneta.

—¿Y Theo?

—Se quedó allí. Está con el cantante alemán. Eli los traerá más tarde. Necesitarán un medio de transporte, pero… —señaló a Balilty con un gesto— el jefe ya se ha ocupado de eso.

—¿Y dónde está ahora?

—¿La señorita Van Gelden? En casa. La dejé allí. Apenas podía caminar. Tzilla la esperaba. Y también está la canguro. No está sola —se precipitó a añadir al ver la mirada de Michael—. Desde el Beit-Lillian avisaron a un médico. Querían pedir una ambulancia para llevarla a urgencias, pero ella se negó en…

—¿Qué le pasa exactamente?

—El médico dice que es un virus —explicó Ya’ir—. Por lo visto hay una epidemia, hay mucha gente enferma, con náuseas y debilidad. De pronto le subió mucho la fiebre y vomitó. Trataron de que se tumbara allí mismo, pero no quiso. El médico…

Balilty levantó la vista del papel impreso, enarcó las cejas y se bajó las gafas hasta media altura de la nariz.

—¿Te parece si…? Bueno, no tiene importancia. Ahora mismo hay otro médico en su casa. Y Tzilla la está acompañando. Está en buenas manos. Ya’ir dice que Theo montó la bronca porque no quería que Nita se fuera. Sugiero que nos pongamos ahora con su despacho, antes de que vuelva.

—Discúlpenme, querría ayudarles. ¿Qué es lo que buscan exactamente? No acabo de comprenderlo —intervino el representante de la orquesta muy nervioso. Se puso en pie detrás de su escritorio, encorvó los hombros, hundió entre ellos la apepinada cabeza y se frotó las manos—. Claro que no tienen por qué decírmelo. No me deben ninguna explicación, tal vez no tienen libertad para dármela, pero me gustaría ayudarles, de verdad. Si me dijeran sencillamente qué andan buscando, estoy convencido de que podría… —deslizó la mirada de un policía a otro. Nadie le respondió y él se quedó en silencio.

Balilty se levantó a la vez que emitía un sonoro suspiro, estiró los brazos con cautela y apoyó una mano en la cadera.

—En el sótano tenemos a otro par de hombres. Allí hay un almacén donde guardan las partituras —le dijo a Michael—. Pero tendrás que facilitarme una descripción más detallada para que pueda orientar mejor la búsqueda —añadió mientras salían del despacho uno detrás del otro.

Izzy Mashiah los siguió sin despegar los labios. Ya’ir cerró la puerta tras de sí. Pero el representante volvió a abrirla inmediatamente y apretó el paso para darles alcance.

—No quiero exigir nada —dijo. La mirada se le disparaba de aquí para allá, eludiendo deliberadamente la de los policías—. Comprendo su situación, pero la última vez que sus hombres hicieron un registro, lo dejaron todo tan revuelto que nos costó un par de días ponerlo en orden. Debo pedirles que, a ser posible…

—No se preocupe, haremos lo que podamos —le prometió Balilty. Y esperó a que el representante regresara a su despacho y cerrase la puerta.

—¿Qué aspecto tiene un manuscrito barroco original? —le preguntó Michael a Izzy, que estaba apoyado contra la pared. Un fluorescente le teñía la cara de amarillo. Izzy se puso a dar vueltas a su anillo. La piedra verde destelló.

—Suele consistir en una serie de pliegos, a veces cosidos y otras sueltos —repuso Izzy vacilante—. Grandes pliegos doblados en dos con notaciones musicales en ambas caras. El papel es por lo general grueso y fibroso, y muchas veces está enmohecido.

—¿Lo has oído? —le preguntó Michael a Balilty—. Diles que busquen algo así. Pero dudo mucho que esté en el almacén donde guardan las partituras impresas. Diles que lo metan todo en cajas —decidió tras un momento de vacilación—, y ahora vamos al despacho de Theo.

—¡Oiga! —le dijo Balilty a Izzy Mashiah—. ¡Espérenos fuera! Si no hay un banco a la puerta, le traeremos una silla. Espere ahí y ya le llamaremos si encontramos algo —concluyó con patente escepticismo.

Michael iba a expresar su opinión, pero Balilty lo atajó:

—No discutas conmigo. No puedo trabajar con gente de fuera enredando por medio. Y además —añadió cuando ya estaban en el despacho—, tú mismo no paras de decirme que no le explique de quién se supone que es la partitura, para ver si consigue identificarla y es lo que creemos que es. Así que ¿para qué necesitas que esté aquí?

—Tienes razón —se disculpó Michael.

—Y no es que crea que vamos a encontrar algo —se quejó Balilty. Se metió los faldones de la camisa bajo el ancho cinturón y se llevó las manos a la espalda—. Este despacho ya lo hemos registrado. Le dedicamos un día entero.

—Pero entonces buscábamos una cuerda —le recordó Michael.

—Y no la encontramos aquí. Y también revisamos los papeles —masculló Balilty.

—Pero no buscábamos un manuscrito. Lo que no se busca no se puede encontrar. ¿Cómo vas a encontrar algo si ni siquiera sabes que existe?

—Tonterías —replicó Balilty—. Toda la vida me he ido encontrando cosas que no buscaba. Por lo general, las encuentro precisamente cuando no las busco. Y tú… ¿quién ha encontrado a una niña sin buscarla? —preguntó provocadoramente, pero enseguida se dio cuenta del patinazo y cambió de tema—. Me he destrozado la espalda —dijo haciendo una mueca—. Sólo espero que no sea como el año pasado cuando… ¿Por qué tienes que hacerlo todo personalmente? ¿Por qué debemos encargarnos nosotros de este registro? —protestó inesperadamente—. Podríamos encargar a unos cuantos hombres que le dieran una buena vuelta a todo. Basta con decirles lo que tienen que buscar.

—No estás obligado a quedarte. Podemos hacerlo entre Ya’ir y yo. Y tú…

—No lo verán tus ojos, amigo mío —lo interrumpió Balilty a la vez que se arrodillaba ante la estantería—. No pienso perdérmelo, por mucho que no crea que esto vaya a valer de algo. Pero estoy dispuesto a soportar hasta el dolor de espalda por ese dos por ciento de posibilidades de que lo encontremos.

—Va a llover —dijo Ya’ir mientras husmeaba el aire después de abrir la ventana—. Lo noto, esta tarde lloverá. Quizá por eso le duele la espalda. En días como éste, a mi padre le duelen las piernas.

Balilty le dirigió una mirada colérica.

—Nunca me equivoco en este tipo de cosas —insistió el sargento—. Mire esas nubes.

—Os voy a decir una cosa —dijo Balilty mientras sacaba un rimero de libros de la estantería y los depositaba en el suelo, examinaba el fondo de madera de la estantería y comenzaba a hojear los volúmenes—. He aprendido mucho de falsificaciones con lo del asunto del cuadro. Aunque encontremos la partitura, y no lo creo, pasarán siglos hasta que consigamos que la autentiquen.

—Por lo que ha dicho Herzl Cohen, tengo la impresión de que esa cuestión ya está resuelta —replicó Michael—. Fue el motivo de que Felix van Gelden viajara un par de veces a Amsterdam después de que Herzl trajera la partitura. Y Gabriel van Gelden hizo otro viaje con el mismo propósito hace no mucho.

Pero Balilty, arrodillado y con una mano apretada contra la espalda, no estaba dispuesto a dejar que las cosas se quedaran así. Su gesto de exagerada concentración, una especie de mueca que le achicaba los ojos, fijos en un lugar invisible y lejano, indicaba que estaba a punto de lanzar un sermón.

—Aún no consigo creerme que Zippo le haya hecho hablar —dijo Balilty—. Para que veas. Como solía decir mi madre, al final Dios le saca su utilidad a cada cual. Nunca se sabe por dónde van a salir los tiros. Ni quién se apuntará un tanto. La espalda me está matando.

—Se le pasará cuando empiece a llover —prometió el sargento Ya’ir, que seguía en pie junto a la ventana abierta—. Ya no tardará en caer. ¿Quiere que empiece registrando esto? —preguntó, y se acuclilló junto al largo nicho que había bajo la ventana. Sin esperar a que le respondieran, abrió la fina y blanca puerta corredera de madera y comenzó a sacar partituras encuadernadas en negro con rótulos rojos pegados al lomo.

—El caso Malskat, por ejemplo —dijo Balilty dándose aires de importancia—, resulta de lo más interesante. ¿Has oído hablar de ese caso?

—No —repuso Michael; volcó el cajón superior del escritorio sobre la alfombra y comenzó a revisar todos y cada uno de los papeles y a mirar las fotos. En una de ellas se veía a Theo junto a Leonard Bernstein entre un grupo de personas vestidas de etiqueta, y en otra, una vieja instantánea en blanco y negro, reconoció de inmediato a Nita de niña, en la cara una sonrisa que dejaba al descubierto los huecos entre sus dientes y le pintaba hoyitos en las mejillas. Sujetaba un chelo tan grande como ella. Qué encantadora, pensó con repentina tristeza al contemplar los rizos rubios y lustrosos, la mirada seria, inocente. Se guardó la foto en el bolsillo de la camisa. Entre llaveros, cajas de cerillas, un paquete de palillos, aspirinas, notas y recibos, encontró (y leyó) cartas de amor, cartas de queja, recortes de críticas de conciertos, tarjetas de felicitación y un documento que resultó ser una ajada copia de un acuerdo de divorcio.

—Ocurrió en Alemania. Estaban restaurando una vieja iglesia. Un restaurador de allí mismo, llamado Malskat, trabajó en ello durante un año. No permitía que nadie viera lo que estaba haciendo. Trabajaba solo, usando un andamio hecho según sus indicaciones. Cuando terminó, convocó a todo el mundo para que vieran lo que había encontrado, unos frescos en el techo, unas pinturas increíbles del siglo XIII. Es una época que te gusta, ¿verdad?

Michael emitió un gruñido desde las profundidades del segundo cajón.

—Pero, como siempre he dicho, el problema de estas personas, de los falsificadores, los timadores y también de los que asesinan a sangre fría, su problema es que no comprenden que una sola persona nunca puede pensar en todo. ¿Sabéis lo que pienso yo? —preguntó a la vez que hojeaba una enciclopedia de música—. Mira este retrato, échale un vistazo —dijo, y leyó con interés el pie de la ilustración—. Es Beethoven. Mira qué aspecto tenía —pasó a gran velocidad el resto de las páginas y luego dejó el libro en el montón de los que ya había revisado—. Yo pienso —prosiguió con énfasis— que los mayores imbéciles son quienes creen que el resto de los mortales son tan estúpidos que no se dan cuenta de nada. ¿Tengo razón o no?

Michael volvió a gruñir. Por el rabillo del ojo observó cómo el sargento Ya’ir cogía las partituras con gran cuidado y pasaba despacio sus páginas.

—Y eso fue precisamente lo que le pasó al tal Malskat. En su mural del techo de la iglesia había ocho pavos. Pero en el siglo XIII no había pavos en Alemania, porque fue Colón quien los trajo a Europa de América a finales del siglo XV, ¿entiendes?

Michael se contentó con emitir otro gruñido. En el tercer cajón sólo había cajas de puros y más programas de conciertos. Se dirigió al armario.

—¿Qué había pasado? Pues resultó que había sido Malskat quien había pintado el techo. Y a raíz de ese escándalo se descubrieron un montón de cosas más. Por ejemplo, lo de los santos de la catedral. ¿Sabes a qué me refiero?

—No.

—Durante la Segunda Guerra Mundial bombardearon Lübeck, y la catedral gótica fue alcanzada por los bombardeos y el enlucido se desprendió de las paredes. Contrataron a un restaurador, y él anunció que bajo el enlucido parecía haber frescos medievales. Y en 1951, después de tres años de trabajos de restauración, se organizó una gran recepción para enseñar aquel muro, donde había una fila de santos del Nuevo Testamento, figuras de tres metros de alto. En toda Alemania no se conocía nada igual. Causó sensación. Hasta se hicieron tiradas de sellos con esas imágenes. Hoy día deben de valer una fortuna, los sellos esos —reflexionó melancólico—. ¿Me estás escuchando?

Michael gruñó desde dentro del armario, de donde sacó algunas partituras impresas para luego revisar mecánica y desganadamente una serie de abrigos y esmóquines, llegando incluso a desdoblar un jersey de cachemir por si pudiera haber servido de escondite.

—Y todo el mundo alabó mucho al restaurador que había encontrado y limpiado las pinturas. Pero la historia no terminó ahí. Tiempo después, cuando pillaron a Malskat por el mural de los pavos, resultó que había trabajado de ayudante del restaurador en la catedral. Y confesó que él había pintado aquellos santos, y que además llevaba años falsificando cuadros de los impresionistas franceses. En todo el mundo se encuentran montones de casos parecidos. El falsificador más famoso fue un holandés, Van Meegeren. Y hasta en el museo de arte más importante del mundo, los Uffizi, de Florencia… ¿has estado allí alguna vez?

Michael se limitó a gruñir de nuevo, ocupado en examinar cuidadosamente un juego de maletas guardado en el armario. El sargento Ya’ir sacó la cabeza del nicho y dijo:

—Yo no conozco Italia. Sólo he ido a Estados Unidos, en un viaje organizado por el instituto.

—Bueno, pues hasta a la galería de los Uffizi le pasó que compró un retrato pintado por Leonardo da Vinci y doscientos años después se descubrió que era imposible que lo hubiera pintado Da Vinci porque, al examinarlo con rayos láser, se vio que, en cada pincelada, los pelos del pincel se hundían más en la pintura por el lado derecho que por el izquierdo. ¿Lo pillas?

—No —dijo Michael; sacó la cabeza del armario y miró a Balilty sorprendido.

—¡Entonces te voy a dar una noticia! —exclamó Balilty triunfante—. ¡Leonardo era zurdo! ¡No pintaba con la mano derecha! No lo sabías, ¿a que no?

Michael negó humildemente con la cabeza y Balilty le dijo al sargento:

—Ven aquí, jovencito. Tú tienes bien la espalda. Quita de en medio esta pila de papeles, aquí no hay nada. Y baja lo que hay ahí arriba. Tendrás que subir a la mesa y abrir esas puertas de cristal. Y comprobar si están cerradas con llave, tampoco mis ojos son lo que eran —suspiró y observó al sargento mientras éste se subía con cuidado a la mesa y trataba de abrir las cristaleras.

—Están cerradas —dijo el sargento Ya’ir—. Pero eso no es problema —musitó—. ¿Las abro? —preguntó. Balilty le dijo que sí con un gesto y él se sacó del bolsillo un alfiler, se recostó contra las puertas y al cabo de unos segundos ya las había abierto—. Le iré pasando las cosas una a una. Pesan mucho —advirtió.

—¿Qué tenemos aquí? —bisbiseó Balilty, mirando un libro de gran tamaño.

—Déjame verlo —le pidió Michael. Le echó un vistazo y dijo—: No es más que otra partitura impresa.

—Mira que encuadernación tan lujosa. Terciopelo negro, ni más ni menos. ¿Qué pone aquí? No lo descifro.

Der Freiscbütz —dijo Michael tras examinar los caracteres góticos—. Es una ópera de Weber. Significa: «El cazador furtivo» —pasó el dedo sobre las intrincadas letras.

—Weber, ¿y ése quién es? —Balilty palpó la encuadernación—. Éste no es un libro cualquiera, es algo especial. Míralo.

—Ya lo estoy mirando —repuso Michael, y pasó con cuidado las pesadas páginas—. Parece una pieza histórica, con ilustraciones de los decorados —dijo como para sí.

El sargento Ya’ir se bajó de la mesa y colocó sobre ella otro gran volumen encuadernado en terciopelo negro.

—Pesa muchísimo —dijo con un suspiro—, un auténtico tocho. Aquí pone que es una ópera.

Michael giró la cabeza para echar una ojeada al libro.

—Es Los troyanos, de Berlioz. He oído hablar de esta obra, pero no la he visto ni la he escuchado. No se suele representar, porque al principio hay que poner en escena a toda una armada.

El sargento Ya’ir abrió el libro y comenzó a hojearlo. Pasaba las páginas con mimo. También era una edición ilustrada.

—No estamos en una biblioteca pública —le regañó Balilty. Pero, acto seguido, se incorporó y se colocó junto al sargento; y estaba mirando por encima de su hombro en el preciso instante en que el joven pasó varias páginas de golpe y dejó al descubierto un rectángulo vertical horadado en el medio de la página que estaban mirando y en las de abajo.

Los tres hombres se quedaron en silencio durante unos segundos. Era la primera vez que, por mera casualidad, los tres se hallaban junto a la mesa, Michael y Balilty a ambos lados del sargento Ya’ir, mirando el mismo libro. Balilty emitió un sonoro suspiro y tomó asiento.

Con gran cuidado, Michael sacó un paquete envuelto en papel de seda del hueco practicado en el libro y lo depositó sobre la mesa. Al desenvolverlo, apareció un fajo de páginas gruesas y manchadas. A Michael le temblaban las manos.

—Millones —susurró Balilty—. Vale millones, ¿verdad?

El sargento Ya’ir carraspeó.

—Parece un cuento —se maravilló—. En el caso Arbeli lo único que encontramos fue un puñado de hilos en un coche, algunos pertenecientes a la víctima y otros a desconocidos. Y ahora… después de buscar y rebuscar, damos con esto.

—Bien hecho —dijo Balilty a voz en grito, y le pegó una palmada en la espalda al sargento—. Un buen trabajo.

El sargento se ruborizó, bajó la cabeza y permaneció así unos segundos; luego la levantó, husmeó el aire, miró por la ventana y exclamó:

—¡Le dije que iba a llover! Y hace sólo un par de días que hemos terminado la cosecha del algodón. ¡Qué suerte! Justo antes de las lluvias.

Llovía con verdaderas ganas, una lluvia pesada, estrepitosa.

—Un buen chaparrón, para ser el primero del año —comentó Michael a la vez que se precipitaba a cerrar la ventana—. Así de pronto, sin previo aviso.

—He oído por la radio —dijo Balilty, mirando de hito en hito el fajo de papeles— que la primera lluvia siempre es así. Estamos en Sukot, y en estas fechas siempre se producen inundaciones. La semana pasada ya cayeron algunas gotas. ¿Por qué no le avisas para que lo examine?

—Le avisaré dentro de un momento —repuso Michael, y se desplomó en una silla—. Acabo de caer en la cuenta de que puede ser lo que buscamos. No puedo asimilarlo todo a la vez —farfulló mirando en la primera página del manuscrito una mancha de tinta sobre una palabra colocada entre unos pentagramas que no logró descifrar.

—¡Un momento! —gritó Balilty sobresaltado—. ¡Ponte esto! —sacó unos guantes finos del bolsillo de su pantalón y se los tendió a Michael; se quedó contemplando cómo se los calzaba—. Es justo como dijo que tenía que ser —se maravilló—. Papel grueso y fibroso. ¡Tócalo, toca la esquina! ¿A que sí? Tenemos que alertar al laboratorio. Qué increíble, la vida es… Estaba convencido de que no encontraríamos nada aquí. Vete a decirles que dejen de registrar el sótano —le ordenó al sargento Ya’ir.

Izzy Mashiah seguía sentado en la misma postura en que lo dejaron al cerrar la puerta: el cuerpo doblado hacia delante, el rostro sepultado en las manos, los dedos extendidos desde lo alto de las mejillas hasta el arranque de la frente. Retiró las manos despacio y miró a Michael con aire ausente.

—Querríamos que examinara algo que tenemos aquí —dijo Michael quitándole importancia a sus palabras, con ciertas reticencias, como si estuviera refiriéndose a un asuntillo tedioso del que se veía obligado a ocuparse.

Izzy Mashiah se levantó torpemente de la silla y le siguió al despacho.

—Siéntese —dijo Michael, y señaló un sillón negro—, y póngase esto —le tendió los guantes que él había usado antes.

Izzy Mashiah le dirigió una mirada sorprendida.

—Para que no se borren posibles huellas dactilares —explicó Michael.

Izzy asintió, se quitó el anillo de oro, lo dejó a su lado con mucha precaución y se calzó los guantes. Michael oyó a Balilty moviéndose pesadamente a sus espaldas y supo que estaría poniendo en marcha su pequeña grabadora.

El semblante de Izzy Mashiah permaneció impasible cuando Michael le colocó delante el fajo de papeles con reverente cuidado, sujetándolos con la punta de los dedos. Transcurrieron unos segundos antes de que Mashiah enarcase las cejas y dijera con asombro:

—Es… parece ser un manuscrito antiguo auténtico —y se inclinó sobre las páginas.

—¿Cómo lo sabe? —le preguntó Balilty desde atrás.

—Mire esto. —Izzy Mashiah señaló los pentagramas, que no estaban impresos sino dibujados con tinta. Manoseó los bordes del papel—. Es, sin duda alguna, un papel antiguo, grueso y fibroso. Y el tipo de caligrafía también es de otros tiempos. Y mire esto —su dedo planeó sobre la página—, es el sello de una biblioteca. Necesitaremos un experto para que determine qué biblioteca es, pero a mí me parece que es italiana. Incluso veneciana, quizá. Necesito una lupa para… ¡Y miren estas manchas de moho! ¿Es una falsificación?

Como nadie respondía a su pregunta, Izzy Mashiah la repitió.

—Vamos a suponer que no lo es —dijo al fin Michael.

—¿Tienen una lupa?

—Ahora le traemos una —dijo Balilty, y salió a toda prisa del despacho. El retumbar de sus pisadas hizo temblar la puerta mientras se alejaba corriendo por el pasillo.

—Si es lo que creo —dijo Izzy Mashiah con voz trémula—, y si no es una falsificación, y si realmente procede de una biblioteca veneciana, podría ser… puede que incluso fuera… —contempló el manuscrito con ansiedad—. Y si es del siglo XVIII, como me parece, puede que incluso fuera… —repitió inquieto, y levantó la vista hacia Michael, quien mantuvo una expresión inescrutable. Izzy Mashiah empezó a pasar las páginas con extremo cuidado—. Si es auténtico —dijo sin dejar de hojearlo—, no está completo. Falta el principio, pero eso es típico en esta clase de manuscritos, que están compuestos de pliegos sueltos. ¿Lo ve? —levantó la esquina de una hoja, mostrando que estaba separada de la de abajo—. En fin, no soy experto en manuscritos, y todo lo que pueda decir tiene sus limitaciones.

—¿Nunca había visto esta obra?

Izzy Mashiah lo observó pasmado.

—¿Esta obra? ¿Yo? ¿Dónde podría haberla visto?

—¿Cómo quiere que yo lo sepa? ¿Tal vez en casa de Gabi?

—Nunca ha estado en nuestra casa —le aseguró Izzy Mashiah—. Créame, algo así no se me habría olvidado. Y no es que no tuviéramos manuscritos antiguos en casa. Felix llegó a traer uno barroco, pero era música didáctica, ejercicios. Pero nada como esto. Si es auténtico, valdrá muchísimo. No tiene precio. ¿De dónde lo ha sacado? —soltó de pronto.

Michael no respondió.

—¿Es de Theo? —persistió Izzy—. Quiero saber si es de Theo.

Balilty abrió la puerta de golpe, jadeante. Dejó delante de Izzy una lupa.

—Aquí tiene —dijo, y se desplomó en una silla.

El sargento Ya’ir entró en el despacho y se quedó en un rincón junto a la puerta, como si estuviera de guardia.

Izzy estudió el sello a través de la lupa.

—Sí —dijo con voz trémula—, es el sello de una biblioteca veneciana, y debajo de esta mancha de moho está escrita la fecha, 1725. Véalo usted mismo.

Le ofreció la lupa a Michael y éste la sujetó con buen pulso para mirar por ella. Izzy Mashiah hojeó reverentemente el segundo fajo de pliegos, y luego el tercero y el cuarto.

—Es un réquiem —dijo de pronto—. El cuerpo central de un réquiem, ya que falta el principio —continuó para sí—. Y también el final. Pero la parte central ¡cómo es! —se puso en pie y echó a caminar por el despacho—. ¡Ojalá Gabi pudiera verlo! —dijo con la voz ahogada—. Es el hombre que necesitarían. En justicia, tendría que haberlo visto y haberlo escuchado. ¡Le habría vuelto loco!

—Puede que lo viera —dijo Michael calmosamente.

Izzy se quedó mirándolo de hito en hito.

—¿Cree que de haber visto algo así no me lo habría dicho? —preguntó. Y prosiguió con furia—: ¡No comprende nada! Es imposible que no me lo hubiera dicho. Me lo contaba todo, ¡sobre todo lo referente a la música! Aun cuando fuera falso, ¡qué calidad en la falsificación! ¡Una música como ésta! ¡No le habría dejado pegar ojo por la noche!

—¿Y dormía bien últimamente? —preguntó Balilty.

Izzy se encogió y quedó petrificado. Por su rostro pasaron la confusión, el terror, una súbita iluminación y de nuevo el terror.

—¿Es esto lo que estaba en Delft? —le preguntó a Michael en un susurro—. ¿Era esto? —exigió saber en tono amenazador, y agarró a Michael por la manga de la camisa—. ¿Es lo que se traía entre manos con el anticuario holandés?

—Eso creemos —repuso Michael.

Izzy Mashiah soltó el brazo de Michael, contempló el manuscrito, tomó asiento y se quedó mirando al frente con gesto ausente y el rostro demudado.

—No me contó nada de esto —musitó—. Nada, ni una alusión indirecta. ¿Cómo es posible?

—¿Cómo podemos saber quién es el compositor?

Izzy Mashiah apartó la partitura de Los troyanos, apoyó el brazo en la mesa y recostó sobre él la cabeza.

—Voy a desmayarme —les advirtió, y empezó a respirar aceleradamente, emitiendo pitidos.

Michael le hizo ponerse en pie y lo arrastró hasta la ventana. La abrió. La lluvia les mojó la cara.

—Necesito mi medicina —dijo Izzy Mashiah. La frente se le iba perlando de sudor.

—¿Qué medicina? —vociferó Balilty.

—Un inhalador. Tengo asma.

—¿No lo lleva encima? —preguntó Michael.

—En el bolsillo —repuso Izzy con un hilo de voz—. En el bolsillo de mi chaqueta.

—¿Dónde está su chaqueta? —quiso saber Balilty.

—Fuera, creo.

Balilty abrió la puerta.

—En la silla no hay ninguna chaqueta —anunció desde el pasillo—. ¿Dónde puede estar?

—Tal vez en el despacho —dijo Izzy, la barbilla temblona—. En el despacho de Zissowitz.

—¿Quién es Zissowitz? —preguntó Balilty.

—El representante de la orquesta —respondió Michael.

Y Balilty se precipitó pasillo adelante hacia el despacho del representante y regresó con una chaqueta clara. Revolvió los bolsillos y extrajo una cajita.

—¿Es esto? —preguntó, y al ver el gesto de asentimiento de Izzy, sacó un pequeño inhalador.

Izzy aspiró el medicamento. Michael recordó entonces las advertencias de Ruth Mashiah sobre el asma de Izzy. El recuerdo de la directora de Bienestar Infantil trajo consigo la imagen de un rostro minúsculo y el sonido de unos pasos correteantes que quizá habría llegado a oír algún día. Y una punzada de dolor en el corazón. «Se ha ido», se dijo con firmeza. «Se fue. Se acabó. Punto final. Si hasta han encontrado a la madre. Ya no tiene sentido ni pensar en ello». Y volvió a embeberse en el manuscrito.

Izzy Mashiah fue recobrando poco a poco el ritmo respiratorio normal. Guardó el inhalador en la caja sin mirar a los policías. Y continuó evitando mirarlos mientras volvía a ocupar su lugar en la mesa y se colocaba el manuscrito delante. Emitiendo un pitido con cada inspiración, continuó revisando meticulosamente el segundo conjunto de pliegos.

—Falta el Introito, esto es el Dies Irae —dijo lánguidamente—, y si es auténtico, es de Vivaldi. Parece obra suya, desde luego.

—¿Qué es lo que ha dicho? —le espetó Balilty, y Michael se quedó callado para no crear conflictos.

Dies Irae… Significa día de ira, el día del Juicio Final. Es una de las partes establecidas de las misas de réquiem —explicó Izzy Mashiah, la voz trémula y remota—. Siempre es la sección más turbulenta. En los réquiems de Mozart y de Verdi se advierte muy bien. Pero es en el periodo barroco cuando el Dies Irae resulta más turbulento. Les gustaba resaltar el dramatismo. Y el mayor creador de tempestades musicales de esa época, de lo que los italianos denominaban temporale, fue Antonio Vivaldi. Cualquiera que haya escuchado el concierto La tempesta di mare reconocerá la mano de Vivaldi en este Dies Irae.

—¿Le basta ver las notas para saber cómo suena? ¿No necesita tocarlo? —preguntó Balilty con desconfianza.

Izzy Mashiah lo miró asombrado. Tardó un momento en comprender la pregunta.

—Sé leer la partitura —dijo asiéndose la barbilla blanda y temblona—. No comprendo por qué no me lo dijo —murmuró—. Nunca le perdonaré —juró, y rompió a llorar.

Balilty infló los carrillos y expulsó el aire sonoramente. Miró a Michael con gesto irritado y giró los ojos hacia el techo como diciendo: «¿Y ahora qué hacemos?».

—Si no se siente apto para la tarea —dijo Michael paternalmente—, podemos traer a un experto. Tenemos algunos entre nosotros, y tampoco sería problema recurrir a alguien de fuera…

—No es necesario. —Izzy Mashiah se rehizo. Se sonó, se enjugó las lágrimas y dejó de llorar—. Puedo ocuparme yo. Puedo examinar el manuscrito ahora mismo y darles un dictamen definitivo.

—¿Está seguro? —preguntó Michael, sin prestar atención a la mirada admonitoria de Balilty—. No sería ninguna molestia que lo examinara alguien de la universidad o de nuestro laboratorio.

—En Israel no hay nadie que sepa más del Barroco que yo —repuso Izzy Mashiah, otra vez con la respiración silbante—. Ahora que Gabi se ha ido, ya no queda nadie. Y además, tengo derecho a verlo antes que cualquier desconocido… estoy convencido de que yo… ¡Cómo se les ha ocurrido la posibilidad de sacarlo de aquí! —exclamó horrorizado—. ¡Pero si está lloviendo!

Quedaron a la espera durante un rato mientras Izzy Mashiah se recostaba en la silla y usaba de nuevo el inhalador. Luego se puso a pasar páginas una vez más. De vez en cuando movía los labios como si rezara en silencio.

—Es un réquiem. Y falta todo el Kyrie, porque no tenemos las primeras páginas. Por lo visto, se ha perdido la primera parte entera. La segunda sección está aquí, y la tercera, y también la cuarta, aunque incompleta. La última no está. En total, contamos con tres secciones, la segunda, la tercera y parte de la cuarta, que comienza con el ofertorio y se interrumpe a medias. ¿Lo ven? —pasó las páginas con cuidado—. Cada fajo consta de ocho hojas escritas por ambas caras. Es decir, dieciséis páginas. Tenemos las treinta y dos páginas de las secciones segunda y tercera, y otras cuatro correspondientes al ofertorio. Falta la página del título y la firma del compositor. Algunos indicios señalan hacia Vivaldi. Se nota su sello estilístico, y también su ingenio.

Izzy volvió a sufrir un bajón.

—Es sencillamente inconcebible que no compartiera esto conmigo —masculló—. Tal vez tenía intención de contármelo a su regreso de Holanda —prosiguió, la vista fija en la partitura—. Si hubiera ido a recogerlo al aeropuerto, quizá me lo habría dicho. Pero no fui porque estaba muy dolido. Y así también le hice daño a él, y…

Empezó otra vez a pasar las páginas. Se enjugó el rostro y, sin quitarse las gafas, se frotó los ojos hasta que enrojecieron, y de pronto dijo:

—Veo que no lo completó todo, hay fragmentos en blanco —su dedo revoloteó sobre el manuscrito y fue a posarse en la mesa—. Eso tiene una explicación —continuó con evidente emoción—. Vivaldi tenía varios mecenas. Entre ellos, un cardenal cuyo nombre no recuerdo ahora. Hay referencias documentadas sobre una misa compuesta en 1722, posiblemente para Fernando de Médicis, el gran duque de Toscana. No sabemos qué clase de misa era, pero se supone que era de esas en las que se dejan secciones en blanco. Es decir, en las misas de réquiem, el compositor escribía una parte y dejaba que el sacerdote completara el resto con los cantos tradicionales… Y aquí está el Sanctus, esto constituye una prueba —prosiguió.

—¿Una prueba de qué? —inquirió Balilty severamente, con voz seca.

—De que es realmente de Vivaldi. La música de este Sanctus es una réplica exacta de un pasaje de la Misa de Gloria de Vivaldi. Y es lógico que recurriera a él, porque ambos textos tienen el mismo número de sílabas y los pasajes están en la misma clave, pero tal vez… —se sumió en un silencio reflexivo.

—¿Tal vez qué? —lo apremió Balilty.

—Tal vez esto no sea más que una parte de la partitura original, que quizá también contenía secciones para las trompetas y la percusión.

—No veo que eso pueda considerarse una prueba de nada —comentó Balilty malhumorado—. El hecho de que proceda de otra parte. ¿No es eso lo que ha dicho?

Izzy Mashiah miró a Balilty distraídamente; de pronto pareció volver en sí.

—¿Qué es lo que no comprende?

—Lo que demuestra.

—En aquella época, los músicos siempre se imitaban unos a otros. Bach lo hacía, y también Haendel utilizaba ideas de otros compositores. Pero Vivaldi fue famoso en Europa entera a lo largo de toda su vida, y ninguno de sus contemporáneos se habría arriesgado a incorporar a una obra propia un pasaje de Vivaldi.

—¿Cómo habrá ido a parar a Holanda la partitura? —preguntó Balilty—. Ha dicho usted que Vivaldi vivía en Italia.

—Vivaldi viajaba mucho, tanto dentro de Italia como por el extranjero. Emprendió largos viajes a lugares muy diversos. Sabemos que estuvo en Holanda en 1738. Era muy famoso, y el propio Bach y su hijo Carl Philipp Emanuel Bach arreglaron obras suyas. Estoy seguro de que este manuscrito estuvo en circulación. Tenemos constancia de que en 1722 o en 1728 se interpretó una pieza que luego se perdió. Nunca ha sido identificada como un réquiem, pero podría serlo.

—Sabe mucho de estas cosas —dijo Balilty desde detrás de Michael. Lo dijo con una renuencia teñida de respeto.

—¿De Vivaldi? Soy una autoridad en Vivaldi —dijo Izzy Mashiah amargamente—. Y por eso me resulta incomprensible que Gabi pudiera… Siempre comentaba conmigo todo lo relacionado con Vivaldi… Sé todo lo que se puede saber sobre él. Todas las fechas, cada una de sus peleas, hasta la última de las mujeres con las que se acostó, y… —el labio inferior le tembló y se retorció las manos—. No lo comprendo. Y yo pensando que había otra persona. Quizá era esto lo que le tenía ocupado cuando yo sospechaba de él —hizo una breve pausa y respiró hondo—. Bueno, supongo que se podría decir que era otra persona —quedó un momento en silencio—. Gabi me dijo que iba a casa de su padre. Llamé allí y no respondieron. Pensé que me había mentido, y cuando llegó a casa le monté una escena. Puede que en realidad sí estuvieran allí, deliberando… ojalá… ¿Cómo ha podido ocultármelo?

—Quizá había jurado guardar el secreto —sugirió inesperadamente el sargento Ya’ir desde su puesto junto a la puerta.

Michael se volvió deprisa hacia él y le dirigió una mirada amenazadora. Le daba miedo que esa interrupción detuviera las divagaciones de Izzy.

—¿Quién? ¿Quién pudo…? —empezó a decir Izzy, y el resentimiento fue creciendo en su voz, que se acalló de pronto.

—¿Sí? —los ojillos de Balilty se entrecerraron mientras preguntaba—: ¿Sí? ¿Qué iba a decir?

—Sólo Felix pudo… —dijo Izzy Mashiah, cabizbajo—. Era el único que tenía el poder suficiente sobre Gabi como para hacerle jurar que no me lo iba a decir. Pero no comprendo por qué. Si precisamente soy la persona a la que deberían haber consultado. Es imposible que Gabi no lo supiera y Theo sí. Y si Theo lo sabía, ¿por qué no me lo dijeron también a mí? No lo comprendo.

—Así que es usted una autoridad en Vivaldi —dijo Balilty, reencauzando la conversación—. Qué suerte la nuestra —añadió sin el menor júbilo—. Nos ha dejado a medias con la explicación. Estaba diciendo —prosiguió, girando los ojos hacia el techo y mirando después a Izzy Mashiah desde atrás— no sé qué de la documentación. Que en ella no se menciona la palabra «réquiem».

Con una voz monótona, como si tuviera la mente en otro sitio, Izzy Mashiah dijo:

—Los holandeses tenían mejores impresores que los italianos. En el norte de Europa había una gran demanda de música italiana. En Alemania era donde Vivaldi gozaba de mayor popularidad. Ya en 1711, un editor holandés, Etienne Roger, sacó la publicación musical más importante de la primera mitad del siglo XVIII, L’estro armonico de Vivaldi, doce conciertos para violín solo, para dos violines y para cuatro violines.

—¿Está totalmente seguro de que es de Vivaldi? —preguntó Michael.

—Es más o menos seguro. Aun cuando no sea un manuscrito autógrafo, la obra es con plena certeza suya, sería una copia hecha del original. No puede ser de un imitador, porque en Venecia nadie se habría atrevido a interpretar una obra tan característica de Vivaldi. Una obra con el Sanctus sacado de su Misa de Gloria. Y ahí está el estilo. Ojalá no estuviera tan seguro. Ojalá no fuera de Vivaldi. ¿Cómo ha podido hacerme esto? Ni una palabra. ¡Ni una palabra me dijo!

—¿Me haría el favor de explicarme qué rasgos específicos posee el estilo de Vivaldi? —dijo Michael—. En pocas palabras.

—¿Ahora?

Michael asintió. Izzy Mashiah se recostó hacia atrás en un alarde de cansancio.

—Vivaldi tenía debilidad por lo que, en el Barroco, se denominaba bizarrerie. Es decir, lo extravagante, lo caprichoso, lo fantástico —dijo, y miró por la ventana como si sus ojos estuvieran absorbiendo la oscuridad—. Ese elemento se encuentra incluso en Las cuatro estaciones, que están llenas de efectos sorprendentes, novedosos. Vivaldi era extremadamente original, y aquí, en el Dies Irae —señaló con desgana el manuscrito—, eso se aprecia con toda claridad.

—¿Es todo? ¿Basta con eso?

—Hay algo más —prosiguió Izzy Mashiah tras una larga pausa— que puede apreciarse en las partes corales de esta obra: su capacidad de abstracción. Si bien es cierto que al referirnos a las mejores melodías barrocas solemos pensar en Corelli, Vivaldi también poseía un gran talento lírico. Pero su especialidad era componer movimientos enteros sin ninguna melodía, a base de motivos recurrentes que se repetían en distintas tonalidades, tal como ocurre en el concierto La notte.

—¿Y es eso una prueba suficiente de su estilo? ¿Bastaría para que los musicólogos determinasen que Vivaldi es el compositor de esta obra?

Izzy Mashiah suspiró.

—Aunque no fuera una composición de Vivaldi, no por ello dejaría de ser muy valiosa —dijo con indiferencia—. Pero estoy convencido de que es de Vivaldi. Los musicólogos estarían de acuerdo conmigo.

—¿Y es realmente posible que algo como esto aparezca de pronto en un viejo órgano de Delft?

—La Misa de Berlioz se encontró en un estante del altillo del órgano de una iglesia belga. Un hato de papeles atados con una cuerda, cubiertos de polvo —dijo Izzy Mashiah—. A veces estos asuntos están relacionados con las herencias y otras complicaciones. Ya sabe que los músicos guardan sus obras en los lugares más insólitos. ¿Por qué no en un viejo órgano de Delft?

—No sé si ha caído en la cuenta —dijo Balilty lentamente— de que esto pertenecía a Gabriel van Gelden, y usted es su heredero. Le ha legado todo lo que tenía.

Izzy Mashiah palideció. Se quedó pasmado mirando el manuscrito y se apresuró a retirar las manos de la mesa.

—Gabi no me dijo nada de esto —se lamentó una vez más, cabeceando—. Nada de nada. No podía desear que pasara a mis manos. Si no hay nada registrado oficialmente a tal efecto, no puede ser mío. Y, en realidad, tal vez no merezca tenerlo, porque no confié en él y le acusé de… —su boca se frunció en un rictus de dolor. Y si él no pretendía dármelo, no lo quiero.

—¿Cómo iba a pretender dárselo? —dijo Balilty, casi con lástima—. Pensaba publicarlo, no sabía que lo iban a decapitar por culpa de este manuscrito.

—¿Por culpa del manuscrito? —Izzy Mashiah se encogió y miró a su alrededor—. ¿Por su culpa? ¿Quién?

—Teóricamente, podría haber sido usted —le recordó Balilty.

Izzy Mashiah lo miró desconcertado.

—¡Pero si ni sabía de su existencia! ¡Él no me lo había contado!

—No sería la primera vez que pasara algo así —sentenció Balilty—. Y otras veces ha pasado con menor motivo.

—¡Pero si no sabía nada de esto!

Nadie dijo nada.

—No quiero seguir mirándolo —susurró Izzy Mashiah—. No quiero ni tocarlo.

Balilty ladeó la cabeza.

—Le aseguro que lo superará. A fin de cuentas, un millón es un millón. Y además —añadió secamente—: ¿está dispuesto a testificar por escrito todo lo que nos ha explicado?

Izzy Mashiah asintió con gesto desolado.

—Yo no he matado a Gabriel —dijo cuando ya estaban junto a la puerta—. No sabía nada del manuscrito. Y no he estado en el auditorio.

—En la poligrafía mintió —le recordó Balilty.

—Pero no he matado a Gabi —se defendió de nuevo.

—Si no lo ha matado —dijo Balilty a la vez que abría la puerta—, nuestro deber es no perderlo de vista. Sabiendo todo lo que sabe, su vida corre peligro.

—¿Y Nita? ¿Nita también está al tanto de esto? —le susurró Izzy Mashiah a Michael, espantado, cuando ya estaban en el pasillo.

—Y ahora quiero que venga un experto en documentos del laboratorio —le dijo Balilty a Michael en el coche—. Aunque aparezca el certificado de autenticidad holandés. ¿No encontrasteis algo de ese estilo en la caja fuerte?

—Puede estar en un banco extranjero —repuso Michael.

—Pero no ha salido del país después de que su padre… —Balilty se interrumpió cuando ya casi era demasiado tarde.

—Puede que dejasen la documentación en Holanda, y no ha habido tiempo para recuperarla. ¿Qué…? —Michael se volvió hacia atrás.

Izzy Mashiah los miraba como si acabara de comprender algo, y ese algo le hizo decir con voz trémula:

—¡Pare ahora mismo! —y se cubrió la boca con las manos.

El sargento Ya’ir se apresuró a abrir la puerta trasera y espantó con un ademán y un gesto a una mujer que se detuvo a observar a Izzy Mashiah vomitando sobre el bordillo.

—Ningún experto del laboratorio querrá tocarlo —dijo Balilty a la vez que tamborileaba con los dedos en la ventanilla del coche—. Tendrán miedo de estropearlo. Los conozco. Dirán que no hay que arriesgarse a destrozarlo examinándolo. Será mejor tratar de sacarle a él los documentos de autenticidad.

—Vaya a lavarse la cara y a beber algo —le dijo Michael a Izzy Mashiah cuando llegaron al aparcamiento del complejo del barrio ruso—. Nos espera una larga noche —le advirtió a Balilty mientras la operadora les comunicaba por radio que Eli Bahar los buscaba.

—¿Dónde está? —preguntó Balilty.

—En la autopista Tel Aviv-Jerusalén. En un atasco. Hay una manifestación y está tratando de salir al arcén. Quiere que lo llamen al móvil, que no usen la radio.

Izzy Mashiah se contempló en el espejo rajado del cuarto de baño del cuartel de la policía. Michael lo esperaba junto a la puerta, cruzado de brazos.

—Una vez que haya firmado su declaración —dijo—, le explicaré lo que queremos que haga en relación con Theo.

Izzy Mashiah abrió el grifo. Salió un estrepitoso chorretón de agua.

—¿Va a venir Theo? ¿Y voy a tener que verlo? —musitó Izzy con la cabeza metida bajo el grifo.

—Ahora mismo no. Lo traerán, pero aún tardarán un rato, y entretanto tendremos tiempo de…

El pelo y la cara de Izzy chorreaban. Se pasó las manos por la cabeza.

—Soy incapaz de ver a Theo ahora —dijo, y se sentó en el suelo. Dobló las piernas y recostó la cabeza en las rodillas. Le silbaba la respiración. El grifo goteaba—. Soy incapaz —repitió implorante.

—Usted quería a Gabriel —le recordó Michael, sintiéndose como si estuviera hablándole a un niño a punto de montar una rabieta.

—No me había contado nada —se lamentó Izzy Mashiah entre sus rodillas—. Ni una palabra, ni una alusión, nada.

—Vámonos —dijo Michael con dulzura, y lo ayudó a levantarse—. Vamos a prepararle un té con limón.