10
Uno no se va encontrando niños por la calle

—No comprendo la pregunta —arguyó Theo a la vez que embutía las manos en los bolsillos de sus pálidos pantalones—. ¿Lo que quiere saber es si hablé con él después del ensayo?

—A mí me parece que la pregunta está muy clara: después del ensayo, cuando salió con Nita de su despacho y lo cerró con llave, al dirigirse al escenario, ¿habló con Gabi?

—¿Cree que si hubiera sucedido algo así no se lo habría contado? ¿Ni a usted ni a él? —añadió Theo, y señaló con la cabeza a Balilty, quien, sentado junto a Michael, se examinaba atentamente las uñas—. ¿O al menos a la joven? Se lo habría dicho a ella. ¡He pasado mucho tiempo con ella!

—Lo que yo crea da igual —replicó Michael en el tono frío y casi indiferente que había usado desde el principio del interrogatorio—. Mi trabajo es formular estas preguntas y me limito a cumplir con él.

—Y yo le estoy respondiendo. —Theo se sacó las manos de los bolsillos y se desplomó en una silla—. Después del ensayo no crucé ni una sola palabra con Gabi. No lo vi hasta… hasta que me lo encontré allí en el suelo.

—¿Cómo se explica que Nita lo viera y usted no?

—¿Cómo quiere que lo sepa? —exclamó Theo enfadado—. ¿Le parece posible que responda a una pregunta así? Ella lo vio y yo no —se frotó las mejillas con las palmas de las manos. Tenía ojeras, como su hermana. Y una mirada atormentada y cargada de ansiedad.

—Ella lo vio recostado contra el pilar, hablando con usted.

—Es imposible que me viera a mí —dijo Theo irritado—. ¡Puede que haya dicho que me vio! Hay una diferencia entre ver y decir que se ha visto. No creo que mi hermana haya dicho nada semejante. ¡Es mi hermana! Y, como muy bien sabe, se encuentra en un estado espantoso. Además, ¿para qué iba a decir una mentira sin sentido como ésa?

—¿Sin sentido? Yo no diría que no lo tiene.

—¿Por qué? ¿Por qué tiene sentido? ¿Qué insinúa, que yo… fui el último que lo vio? ¿Que lo maté yo? Pero ¿dónde está Nita? —preguntó Theo como si se hubiera cansado de perder el tiempo—. Si mi hermana ha dicho eso, quiero verla. ¡Que me lo diga ella misma! ¿Por qué no la han traído? ¿De qué se trata esto? ¿Divide y vencerás?

—Cada cosa a su tiempo —dijo Michael con sosiego a la vez que se tapaba la vena que le palpitaba en el cuello. Tenía la sensación de que todo el mundo la veía palpitar a través de la piel. No lograba expulsar de su mente las palabras del hipnotizador: «No está mintiendo, no es una actuación», había dicho tras la sesión de hipnotismo. «En lo que vio, hay algo que la asusta. La asusta hasta el punto de que el mero hecho de recordarlo constituye un peligro. No está dispuesta a recordar con exactitud qué vio. No se imagina qué cantidad de cosas logramos reprimir para protegernos. A veces parece increíble, y no hay diferencias entre unas personas y otras, por muy cultas o inteligentes que sean. La señorita Van Gelden debió de ver a alguien o algo que, por el mero hecho de estar allí, representaba una amenaza para ella. Una amenaza en el plano psicológico».

—En realidad, no comprendo en absoluto qué está pasando —se quejó Theo—. ¿Por qué estamos hablando de esto aquí? Se diría que sospechan de mí. ¿Por qué me están interrogando?

—Aún no se le ha citado oficialmente —intervino Balilty por primera vez, y se cruzó de brazos—. Digamos que es una simple charla. ¿Tiene algún inconveniente en colaborar con nosotros para encontrar a quien ha asesinado a su padre y a su hermano?

—¿Creen que es la misma persona? —preguntó Theo con una voz cargada de perplejidad—. ¿Creen que los dos asesinatos están relacionados?

—Y usted ¿qué piensa? —replicó Balilty—. ¿Cuál es su opinión?

Theo se quedó en silencio y bajó la mirada a sus manos. Se examinó los dedos, largos como los de Nita, y se pasó la mano por la cara. Cuando se la retiró de los ojos, Michael se sorprendió una vez más del gran parecido entre Nita y Theo. Parecido especialmente manifiesto en los ojos, muy hundidos en las cuencas. A Michael le dio un vuelco el corazón cuando Theo hundió los dedos en su cabellera plateada y se la retiró de la frente con el mismo ademán con que Nita se peinaba a veces los rizos.

—¿Por eso hay un policía a la puerta de la casa de Nita? ¿Tienen en mente algo que no nos hayan dicho? ¿Quizá que, como suele decirse, nuestras vidas corren peligro?

—Estaban discutiendo sobre Vivaldi —dijo Michael mientras daba vueltas entre los dedos a un cigarrillo que procuraba no encender. No pensaba hablarle a Theo, y mucho menos a Nita, del miedo que le había acometido a raíz de la sesión de hipnotismo. Si Nita había visto algo, y si alguien sabía que lo había visto, y al pensar en esto miró a Theo, Michael debía redoblar los cuidados para impedir que se quedara sola ni un instante.

—¿Quién estaba discutiendo sobre Vivaldi? —la mirada de Theo oscilaba nerviosa entre la ventana y la puerta.

—Gabi y usted. Sobre Vivaldi. Él dijo… —Michael consultó las notas que tenía delante para dar la impresión de que la única frase que Nita había alcanzado a oír formaba parte de una conversación más larga— «Vivaldi es mi campo».

En la garganta de Theo se vio subir y bajar la nuez. Dijo muy rígido:

—No entiendo de qué me habla. Es totalmente falso que me hablara de Vivaldi. Ese día, al menos. Aunque es cierto que nos hemos pasado la vida discutiendo sobre Vivaldi. Y sobre Corelli, Bach y Mozart, y también sobre Mendelssohn. Vivaldi era su campo, sin duda. Si lo que pretende es descubrir una frase significativa pronunciada por Gabi antes de morir, en primer lugar debe saber que no me dijo nada porque no hablamos y, por otro lado, la gente no suele hacer declaraciones importantes antes de morir. Sobre todo cuando no sabe que va a morir.

—¿Por qué no volvemos al inicio de esta conversación? —sugirió Balilty a la vez que dirigía a Michael una mirada interrogante por encima de la taza de café que se había llevado a la boca.

Theo, que también sorbía sonoramente el café que Michael le había puesto delante, asintió con un gesto vehemente.

—¿A Herzl, quiere decir?

—Nos ha dicho que no es la primera vez. ¿Cuántas veces había ocurrido antes?

Theo miró reflexivamente por la ventana.

—Cuatro veces, quizá, o cinco. No lo recuerdo con exactitud.

—¿Y siempre se internó él mismo? —preguntó Michael mientras golpeteaba rítmicamente la mesa con la punta de un lápiz.

—Creo que la primera vez lo internó mi padre —repuso Theo lentamente, haciendo un esfuerzo por recordar—. A nosotros no nos lo dijeron, pero yo me enteré. Fue hace unos veinte años, o tal vez un poco menos. No se presentó a trabajar. No lográbamos hablar con él por teléfono. Mi padre fue a su casa. Nunca lo íbamos a ver a casa. Él no quería. Yo creo que sólo he estado allí una vez. Estaba muy oscura, alumbrada por una sola bombilla. Y toda llena de trastos que iba acumulando. Se veía que vivía solo, una vida de perros —al comprender lo que había dicho, añadió—: Yo también vivo solo. Pero las cosas no tienen por qué ser así. Siempre tengo la casa limpia.

—¿No había ninguna mujer en su vida? —preguntó Michael a la vez que dejaba el lápiz sobre la mesa.

—En su vida no había nadie. Nadie en absoluto. De sus padres u otros parientes no tengo noticia. Sé que vino solo a Israel, después de la guerra. De joven, o más bien de niño. Creo que tenía quince o dieciséis años cuando llegó. Venía de Bélgica. Había conocido a mis padres durante la guerra y, al llegar, los buscó. Nunca le hablábamos del pasado. Es todo lo que sé. Éramos la única familia que tenía en el mundo, pero nunca hablábamos de eso. Prácticamente vivía en la tienda, y también vivía para ella. Era él quien buscaba partituras extrañas y grabaciones curiosas. Todo tipo de música que nadie conocía. Recuerdo… —quedó en silencio.

—Y la locura, la enfermedad, ¿se manifestó hace veinte años? —dijo Balilty para reencauzar la conversación.

—Mi padre lo llevó al médico. Recuerdo que se lo explicó a mi madre. Les oí hablando de eso una noche. Creían que no estaba en casa. Yo ya era mayor, estaba de vacaciones en Israel con mi primera mujer. Estaban hablando de la depresión de Herzl. Ése era el diagnóstico. Después mi padre lo llevó al hospital psiquiátrico de Talbiyé, a urgencias, porque Herzl no se levantaba de la cama, ni comía, ni hablaba, ni reaccionaba ante nada. Mi madre me lo contó más adelante. Ha pasado mucho tiempo desde entonces. Mi madre habló en términos generales, sin entrar en detalles. No sabía si contárselo a Nita ni cómo decírselo. Nita siempre ha sido hipersensible y mi madre no quería disgustarla. Creo que al final se limitó a decirle a Nita, que todavía era una quinceañera, que no tenía que sentir miedo de Herzl, que no era peligroso para nadie, o en todo caso, sólo para sí mismo. A mí, mi madre me dijo que Herzl quería morirse.

—¿Y después? —preguntó Michael—. ¿Qué pasó después del primer ataque?

—Cada cierto número de años, lo perdíamos de vista. Durante un mes como mínimo. Y es que estaba en tratamiento, aunque no sé si le valía de algo. Mi padre me dijo el año pasado que se encontraba en fase de remisión. Que sus ataques eran más leves. Después de la primera vez, él mismo se iba a urgencias. Le daba miedo la posibilidad de autolesionarse. Creo que lo sometieron a electroshocks un par de veces. Decía que le habían venido bien.

—Es decir, que habló usted del asunto con él —dijo Michael—. Había dicho…

Theo parecía confuso.

—Hace dos o tres años, una sola vez —reconoció.

—El médico me contó —intervino Balilty— que fue desde el Hospital Hadassah de Ein Kerem hasta el centro de Jerusalén empujando un carrito de supermercado vacío. Andando por en medio de la calle vestido con el pijama blanco del hospital. Arriesgándose a ser atropellado. Y terminó en el psiquiátrico de Talbiyé. —Balilty se inclinó hacia delante—. El médico de Talbiyé ha dicho que Herzl oía voces. No entiendo mucho de esto, pero ¿no parece algo más que una depresión?

Theo se encogió de hombros.

—Quizá —farfulló—. No soy psiquiatra. Por el aspecto de su casa se veía que no estaba bien de la cabeza. La tenía hecha un desastre. Todo revuelto, una mezcolanza de papeles, partituras, instrumentos antiguos y botellas vacías, y basura de todo tipo. ¡No digamos nada de la suciedad! Pasaba días enteros sin probar bocado. Es un hombre enfermo, pero no lo considero peligroso. No haría daño a nadie.

—No le informaron de la muerte de su padre —dijo Michael.

—¿Cómo íbamos a informarle? —preguntó Theo malhumorado—. Si resultó que estaba ingresado en el psiquiátrico. Como usted ya sabe.

—Pero no es motivo para que no hablaran con él.

—No sabía que estaba allí, eso para empezar —protestó Theo—. Era responsabilidad suya encontrarlo.

—Y no nos prestaron una gran ayuda. Ninguno de ustedes, incluido su hermano, nos facilitó la información necesaria —señaló Balilty con malicia—. Podría usted haber hablado con él después de la muerte de su padre. ¿No lo intentó?

—No lo busqué. Tenía otras cosas en que pensar. Mis propios problemas. Que hubiera muerto mi padre. De esa manera. Y mi trabajo con la orquesta. Tengo que trabajar, ¿sabe? —dijo Theo con amargura—. Además, no siempre se conseguía hablar con él —reconoció—. Tenía mayor confianza conmigo que con Gabi, y, desde luego, más que con Nita. Pero, por encima de todo, estaba muy unido a mi padre. Habría muerto por mi padre. Literalmente.

—En ese caso, ¿por qué discutieron? —preguntó Balilty a la vez que sacaba una cerilla quemada de la caja que había en la mesa y comenzaba a garrapatear con ella sobre un papel. La grabadora vibraba—. ¿Y por qué cerraron la tienda?

—No tengo ni idea —dijo Theo—. Mi padre se negaba a hablar del asunto. Si yo sacaba el tema, siempre me decía: «Déjalo estar». Y con Herzl no llegué a hablar porque he estado siempre fuera. En los últimos meses he tenido varios conciertos en el extranjero. Participé en un festival y no he tenido la oportunidad… —su voz se apagó. Paseó la mirada por la habitación con aire culpable—. No me he portado bien con Herzl. Tendría que haber demostrado mayor interés por él. Tendría que haberle insistido. Está totalmente solo en el mundo. No tiene a nadie.

—En estos momentos, estamos registrando su casa —dijo Michael.

Balilty se quedó mirándolo de hito en hito, y su sorpresa dio paso a la perplejidad y luego a la ira manifiesta ante aquella revelación de información confidencial sin previa consulta. Pero antes de que desviara la vista, la complicidad asomó a sus ojos y, en el gesto que hizo con la cabeza, a la vez que emitía una risita inaudible, había un reconocimiento y una admiración que hacía tiempo que no le demostraba a Michael. Balilty bajó la cabeza y Theo quedó paralizado.

El brazo de Theo permaneció suspendido en el aire, su boca se abría y se cerraba.

—Pero ¿por qué? —exigió saber con una mezcla de incomprensión y rabia—. ¿Para qué registrarla? Si es un cuartucho lleno de trastos. ¿Qué demonios andan buscando allí? En el registro de mi casa no encontraron nada de nada. En aquel momento todavía estaba demasiado afectado para preguntarles qué buscaban. Les di permiso a ciegas para que registraran mi despacho, y las taquillas de los músicos, pero ahora quiero enterarme. ¿Qué es lo que buscan?

—Buscamos un cuadro holandés —dijo Michael—. Y tal vez algo más que sirva para explicar las cosas.

—Ahí no lograrán encontrar nada —objetó Theo débilmente—. Están perdiendo el tiempo. Y, además, Herzl estaba en el psiquiátrico el día en cuestión.

—Eso no lo sabemos con seguridad —dijo Michael.

—¿Cómo que no? El médico lo aseguró. Está claro.

—Sí, estaba ingresado —convino Michael—. Pero desapareció precisamente la misma tarde del asesinato de su padre. No es un pabellón cerrado. Puede entrar y salir. Y volvió a última hora.

—¿Cómo puede saberlo? —preguntó Theo, y golpeó la mesa con el puño—. ¿Cómo lo sabe? ¿Está seguro?

—Segurísimo. Sin la menor duda.

—¿Dónde estaba, entonces?

—Eso es lo que pretendemos descubrir. Pero él no nos está ayudando mucho —explicó Balilty—. Se nos había ocurrido que quizá usted conseguiría sonsacarle algo.

—¿Yo? —exclamó Theo alarmado—. ¿Por qué yo?

—Bueno —dijo Balilty—, no podemos recurrir a nadie más. Y usted mismo ha dicho que con usted tiene mayor confianza. Su padre ya no está con nosotros. Y no queremos asustar a Herzl. Aún no le hemos contado lo de su hermano. No lee el periódico. El psiquiatra le contó lo de su padre. Nos dijo que recurrió a esa estrategia para hacerlo volver a la realidad. Pero Herzl no reaccionó. Fue como si ya lo supiera de antemano.

Theo se echó atrás como si Balilty lo hubiera abofeteado.

—Están perdiendo el tiempo —dijo al fin—. Tardarán años en registrar esa leonera. Y no encontrarán nada.

—No nos queda otra alternativa —dijo Michael—. Y usted debe ayudarnos a comunicarnos con él.

—Nunca ha hecho nada malo —afirmó Theo con vehemencia, como si pretendiera convencerlos.

—Pero tal vez sepa algo que nosotros no sabemos —dijo Balilty fríamente—. Como, por ejemplo, quién ha hecho algo malo.

—¿Es una indirecta? —preguntó Theo con hostilidad. Volvió a pasarse la mano por el plateado cabello y lo levantó como si quisiera liberar su cabeza de un gran peso.

—¿Una indirecta de qué? —preguntó Balilty ingenuamente—. ¿Qué cree que estoy insinuando?

Theo quedó en silencio.

—No está dispuesto a realizar una prueba poligráfica —le recordó Balilty—. ¿Tampoco quiere hablar con Herzl?

—¡Nunca he dicho que no estuviera dispuesto a hacer una prueba poligráfica! —le contradijo Theo—. Sólo dije que no podría hacerla en estos días. Lo he pasado muy mal, ¿saben? Y mañana tengo que estar en buena forma.

—¿Qué pasa mañana? —inquirió Michael.

—Tengo que participar en un taller de música en el Beit-Daniel. Me comprometí hace más de seis meses y no puedo echarme atrás ahora. Johann Schenk ha prometido asistir un día, y sólo puede venir…

—¡Pero si no han pasado ni cuarenta y ocho horas desde que asesinaron a su hermano! —exclamó Balilty.

—¿Cree que me he olvidado? —Theo apretó las comisuras de los labios igual que lo hacía Nita. Pero sus mejillas, que no estaban hundidas como las de Nita, le conferían una expresión malhumorada, cruel, en lugar del aire infantil y doliente de su hermana—. Este tipo de eventos son fundamentales en mi trabajo. Puede que usted no lo sepa, pero no soy un cualquiera en mi profesión. Aunque para usted eso será irrelevante, quizá —un inconfundible deje de vanidad acompañó a sus palabras desdeñosas.

Balilty las oyó como quien oye llover. Adoptó un gesto que era casi de lástima. Sus ojillos se hundieron en las profundidades de los pliegues de su ancho semblante, reluciente de sudor. Dirigió su atención a una mancha minúscula de la parte baja de su camisa y la examinó meticulosamente.

Después de darle a Balilty tiempo para reaccionar, y de comprender que no iba a reaccionar, Theo prosiguió:

—No vaya a pensar que Gabi habría actuado de otra forma. No somos libres para cancelar nuestros compromisos o posponerlos. No hay motivo que lo justifique —dijo desdeñosamente a la vez que se pasaba la mano por el pelo—. El duelo público y todos esos ritos son narcisistas… no son serios. Que haya muerto alguien, aunque sea alguien próximo a mí, incluso mi hermano, no significa que esté obligado a prescindir de todas mis obligaciones. ¿Es que tengo que tomarme unas vacaciones porque ha muerto Gabi?

Balilty suspiró y se recostó en la silla.

—Sería una locura cancelar una jornada con Johann Schenk —dijo Theo van Gelden con voz queda—. Es un acontecimiento internacional, la televisión francesa va a mandar un equipo, y yo daré una importante conferencia sobre el clasicismo a los jóvenes músicos de talento, la retransmitirá la televisión educativa. Y Johann Schenk, que tiene la agenda totalmente saturada, ¿saben quién es? —se volvió expresivamente hacia Michael, que mantuvo un gesto inescrutable—. ¿Por qué iban a haber oído hablar de él? —masculló Theo con aspereza—. No es un deportista ni una estrella del pop.

—Por lo visto, lo admira usted mucho —dijo Balilty.

—¡No soy el único! —exclamó Theo indignado—. Hay jóvenes que llevan esperando esta ocasión un año, sino más. Van a venir los mejores músicos del mundo entero. Aquí contamos con algunos jóvenes muy dotados. Johann Schenk es uno de los más eminentes barítonos del mundo. Quizá el mejor. Se supone que Nita también tiene que impartir una clase magistral. Y dedicaremos parte del día al acompañamiento musical.

Balilty parpadeó varias veces.

—El acompañamiento de los lieder es un arte en sí mismo. Trabajaremos sobre Winterreise, un ciclo de canciones de Schubert con acompañamiento de piano —echó una ojeada a Michael, como si esperase de él un gesto de asentimiento de entendido musical, pero Michael siguió sin mover un músculo. Exhibir sus conocimientos de la obra de Schubert en aquel momento sería cerrar filas con Theo en contra de Balilty—. Consagraremos a eso la mitad del día. Después está en el programa mi conferencia, proyectada hace meses. Y además debo asistir para seleccionar cantantes nuevos para un montaje operístico. ¡Voy a hacer mi trabajo a mi medida!

—¿Y el tal Schenk, no es un ser humano? —preguntó Balilty—. ¿No es capaz de comprender que una persona esté destrozada porque han degollado a su hermano anteayer?

—¿Y qué haría yo si no asistiera? ¿Permitirles que husmeasen y metieran las narices en mi vida? ¿Pasar las horas hablando con ustedes? ¿Matar el tiempo mirando el techo? ¿Cuidar a mi hermana? No puedo ayudarla. El trabajo por lo menos me distrae de estos hechos espantosos. Todavía no se ha celebrado el entierro. No pienso pudrirme aquí, escondiéndome de los reporteros que acechan en todas las entradas de mi casa y de la casa de Nita, e incluso aquí. ¿Saben que están ahí fuera? Los vi al entrar. Y en casa de Nita el teléfono no para de sonar, pero cuando lo coges, la mitad de las veces nadie contesta. ¡No pueden impedirme que haga mi trabajo! ¿Soy acaso su prisionero? ¿Quiénes se han creído que son para acosar así a la gente? —en este ataque resonó una nota de auténtica indignación, por lo visto se iba acalorando—. Me ha llamado Dora Zackheim, nuestra antigua profesora de violín. ¿Cómo es posible que acosen así a una anciana? ¿Creen que van a sacar algo en claro hablando con ella? Me ha dicho que se han citado —dijo acusadoramente a Michael—. ¿Qué quiere de ella? ¿Sabe cuántos años han pasado desde la última vez que habló conmigo o con Gabi? Si apenas puede andar…

—Su hermano habló con ella hace pocas semanas —dijo Michael—. No podemos ser selectivos ni hacer excepciones con nadie. Son dos asesinatos los que están en juego. Estoy hablando con todas las personas con las que Gabriel mantuvo contactos.

—¿Qué es el Beit-Daniel, por cierto? Está en Zichron Yaakov, ¿verdad? —preguntó Balilty sombrío.

—Es un centro musical —repuso Theo a regañadientes—. Se dedican mucho a la música de cámara. Festivales y conciertos, y clases magistrales para artistas jóvenes… ¿Cómo ha podido enterarse de que Gabi fue a ver a Dora Zackheim?

—¿Quién ha dicho que la fue a ver? No he especificado quién fue a ver a quién. Sólo he dicho que habló con ella —señaló Michael apaciblemente—. ¿Sabe usted si fue a su casa?

Theo se ruborizó.

—Es que ella apenas sale —farfulló—. Pensé que…

—¿Le habló Gabi de su conversación con ella?

Theo negó con la cabeza.

—¿Así que está en Zichron Yaakov? —insistió Balilty.

Theo hizo un gesto afirmativo.

—Si Van Gelden va a ir al Beit-Daniel —le dijo Balilty a Michael como si estuvieran solos («¿Sí? ¿Es así? ¿Y su hermana también?», le preguntó a Theo, que lo confirmó con un gesto)—, tendrás que acompañarlos.

Michael no dijo nada. No era el menoscabo de su imagen ante Theo debido a la orden de Balilty, y a su brusquedad, lo que le preocupaba. Más bien era la extrañeza que le causaba la historia del empleado demente de la tienda de música, personaje sobre el que Nita nunca le había hecho el menor comentario. Trató de recordar cómo había reaccionado Nita cuando él trató de informarse sobre la pelea entre Herzl y su padre, pero ahora le daba la impresión de que, aquellos últimos días, las preocupaciones le habían impedido prestar la debida atención a las evasivas, ambigüedades, reticencias y ansiedades que suscitaba en Nita el asunto en cuestión. Tan ocupado había estado intentando preservar el frágil equilibrio de su amiga, se reprochaba ahora, y tan atento a no agravar la crisis en que ella se había sumido tras la muerte de su padre, que ni siquiera le había preguntado al hablar con ella tras la sesión de hipnotismo qué le había sucedido exactamente a Herzl ni quién era en realidad.

—Así que no va a realizar la prueba poligráfica —dijo Balilty con énfasis.

—Ahora no —lo corrigió Theo—. Ni hoy ni mañana.

—Pero ¿hablará con Herzl si se lo pedimos?

—¿Para descubrir dónde estaba la tarde de la muerte de mi padre? Puedo considerarlo —replicó Theo dubitativo—. Pero a solas. Nosotros dos solos. Luego les repetiré lo que me diga.

—¿Por qué? —quiso saber Michael—. ¿Por qué considera tan importante estar a solas con él?

—No hablaría igual en presencia de otra persona. Sobre todo de un desconocido. ¡No digamos ya de un policía! —repuso Theo, y dirigió a Michael una mirada con la que parecía decirle que al fin lo había pillado en un desliz.

—Ah —dijo Michael—, le preocupa el éxito de nuestra investigación. Estupendo. Sólo quería comprenderlo —dijo con exagerada seriedad, como si no viera el gesto de confusión de Theo.

—Pues bien —se dispuso a resumir Balilty—, hablará con él a solas y luego nos informará a nosotros —eludió mirar a Michael—. ¿Dónde quiere que tenga lugar la entrevista?

—No lo he pensado todavía. Aquí no, en todo caso —dijo Theo, estremeciéndose—. Herzl sufriría un ataque de pánico.

—¿Cómo lo sabe?

—Lo conozco.

—En el psiquiátrico, entonces —concluyó Michael—. Le facilitaremos un lugar en el psiquiátrico.

Theo miró con desconfianza a Michael y luego a Balilty.

—¿A qué se refiere con eso de facilitarme un lugar?

—Me refiero a que les pediremos que pongan a su disposición un espacio privado, un despacho cerrado —dijo Michael—, para que puedan hablar con comodidad. ¿No le parece lógico? —preguntó inocentemente.

—Y ustedes estarán a la escucha al otro lado de la pared —dijo Theo en una repentina iluminación—. ¿Por quién me han tomado? ¿Por un imbécil absoluto?

—Tal vez sí o tal vez no —dijo Balilty—. Sólo me gustaría comprender por qué le preocupa nuestra propuesta.

—No estoy dispuesto a hablar con él en su presencia —replicó Theo enfurecido.

Michael se inclinó hacia delante.

—¿Está pensando en él o en usted?

—¿Qué más da? —refunfuñó Theo—. ¿Quiere añadirlo a mi lista de fallos? Adelante, añádalo. Hablaré con él a solas y de ninguna otra manera.

—De acuerdo —dijo Balilty con indiferencia, y echó un vistazo a su reloj—. Veo que le da miedo que Herzl Cohen pueda decir algo de lo que no debemos enterarnos. Discúlpenme un momento —añadió, y salió del despacho.

Theo lo siguió con una mirada suspicaz. Ahora estaban solos, pareció decirse a sí mismo al darse cuenta de que Michael seguía con él, y su cuerpo se relajó.

—¿Se encuentra Nita un poco mejor? —preguntó serenamente.

Michael asintió con un gesto.

—¿No es un poco raro que esté usted tan implicado en este asunto? Por ejemplo, que cenara conmigo anteayer. ¿No le preocupa? —preguntó Theo, no sin malicia—. ¿O es usted de los que nunca tienen preocupaciones?

Michael fumaba en silencio.

—Ni siquiera se digna contestarme —dijo Theo con amargura—. Está viviendo con mi hermana y no se digna contestarme.

Michael continuó callado.

—¿Y a qué venía todo eso de mi discusión con Gabi entre bastidores?

Michael se encogió de hombros.

Theo meneó la cabeza.

—Nita no ha podido decirle nada por el estilo —dijo con aplomo.

Michael ni pestañeó. No retiraba la vista de los ojos verdes y hundidos que tenía ante él. Para distraerse de aquel esfuerzo consciente, comparó los ojos de Theo con los de Nita. Llegó a la conclusión de que sólo se parecían en la forma, pero no en el color, y aún menos en las proporciones. La expresión radicaba en las proporciones, se consoló.

—¿Por qué iba a mentir? —preguntó, y temió haber ido demasiado lejos.

Entonces fue Theo quien se encogió de hombros.

—Quería preguntarle —dijo Michael con naturalidad— si sabe algo de un sobre de cuerdas de repuesto que Nita tenía en casa.

—Ya me lo había preguntado —repuso Theo impaciente—, y le respondí en su momento.

—No —lo corrigió Michael—. Le pregunté por las cuerdas que Nita guardaba en la funda del chelo. Ahora le estoy preguntando por otro sobre, que estaba sin abrir.

—¿Cómo voy a saberlo? —se quejó Theo—. No soy chelista. No tengo nada que ver con eso.

Michael se hundió en su silla con desaliento. La búsqueda en el armario del piso de Nita no había rendido ningún fruto. Estaban caminando en círculos.

—¿Dónde está su amigo, el señor Balilty? —quiso saber Theo tras unos segundos de silencio.

—Tenía que ver a una persona en relación con otro caso —mintió Michael.

—¿Qué es todo este asunto de Dora Zackheim? ¿Por qué tiene que hablar con ella?

—Ya se lo he explicado. Su hermano habló con ella hace unas semanas. Estamos tratando de conocerlo.

—¿Quieren conocerlo? ¿A Gabi? ¿Por qué tienen que conocerlo?

—Es lo que hacemos siempre que asesinan a alguien. Averiguamos todo lo posible sobre él y su entorno.

—¿De verdad cree que es posible llegar a conocer a alguien en tan poco tiempo?

—Ésa es la cuestión. ¿Quién sabe si es posible conocer en absoluto a nadie? —dijo Michael en tono filosófico, aparentemente ajeno a lo trillado de aquella pregunta retórica—. Pero hay que intentarlo.

—¡Mira que extender las redes hasta Dora Zackheim! —farfulló Theo—. Después de tantos años. En fin, se lo voy a decir para que lo sepa ya, Dora no me soporta —le advirtió.

—Eso le preocupa —dijo Michael, haciendo un esfuerzo por mostrar simpatía.

—Sí —reconoció Theo con franqueza—, pero siempre ha querido mucho a Gabi. Ya se lo contará ella.

—¿Por qué motivo?

—Pensaba que Gabi era más… más serio, creo yo, que tenía más talento.

—¿Y realmente lo tenía? —preguntó Michael—. ¿Qué opina usted?

Theo pareció dolido por la pregunta. Respiró hondo.

—¿De verdad quiere saberlo? —susurró, y Michael asintió.

—¿Y me creerá si le respondo con sinceridad?

Michael repitió el gesto de asentimiento.

—Creo que no —declaró Theo—. Y no sólo no lo creo porque yo soy, digamos, más famoso, perdone que lo diga así, pero es la realidad, y eso no significa nada, sólo que tengo más éxito, pero la cuestión es que, por lo visto, también soy más ambicioso.

—¿Más ambicioso que quién?

—Más ambicioso que todos los demás. Que Nita, que Gabi —dijo Theo como quien se limita a informar de un hecho—. Gabi era un violinista fantástico. Lo cierto es, y Gabi habría estado de acuerdo, que el comportamiento personal no puede considerarse relevante en este tipo de cuestiones, sería absurdo, y, además, no soy tan poco serio como piensa Dora Zackheim. Ni siquiera ella lo cree. Gabi tiene… tenía… un gran talento. Era un gran artista, pero en su propio campo. Nunca habría podido interpretar a Wagner. Ni aspiraba a ello. No soportaba escuchar ni la obertura de Tannhäuser. Los primeros compases le hacían subirse por las paredes. Y no es que no comprendiera la grandeza de Wagner, sus innovaciones y contribuciones a la historia de la música. ¿Sabía usted que fue un gran revolucionario? ¿Comprende las implicaciones de lo que hizo? —preguntó despectivo—. Gabi detestaba a Wagner. Y también a Mahler, aunque a él sí podía dirigirlo. A Bartók lo aceptaba, sí, lo interpretaba brillantemente. No lo dirigía, pero sí lo interpretaba. A mi entender, su obsesión con los instrumentos de época y las interpretaciones históricas le paralizaban la libido.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Michael.

—Quiero decir que tanta meticulosidad, tanta insistencia fanática en la autenticidad, le privaban de la vitalidad y la pasión de las que hasta la música barroca está dotada. Y si quiere saber mi opinión sobre el Bach de Gabi, sus cantatas y su Misa en si menor, ¡le diré que sencillamente las destrozaba! Como director, me refiero. ¡Un coro de seis cantantes y una articulación tan insípida de una música concebida para poner la sala en erupción!

—Tendrá que explicarme mejor la cuestión de la autenticidad —dijo Michael.

—Ya se lo explicará Dora Zackheim. ¡Que se lo cuente ella, ya que va a ir a verla! —replicó Theo resentido.

—Si de verdad cree que no era mejor músico que usted, ¿por qué le molesta la actitud de Dora Zackheim? —Michael oyó con satisfacción el tono dulce y paternal de su voz. Theo adelantó el labio inferior y en su rostro apareció de pronto una expresión infantil.

Theo se encogió de hombros.

—Asignaturas pendientes —dijo desdeñoso—. ¿Está jugando a ser psicólogo?

Michael sonrió. Theo consultó su reloj.

—¿Cuánto paga mensualmente en concepto de pensiones? —preguntó Michael.

Theo pareció sorprendido; meditó un instante y dijo:

—No lo sé exactamente. Lo tengo apuntado en alguna parte. ¿Por qué me lo pregunta? Una fortuna. Casi la mitad de mis ingresos, y gano mucho dinero. Ya sabe cómo son estas cosas. Nita me ha contado que está divorciado. Es un pozo sin fondo. ¿Qué tal se las arregla usted?

—Mi situación es diferente. Mi hijo ya es mayor y mi mujer es de familia adinerada. Su padre la dejó bien situada para el resto de sus días. Era comerciante de diamantes y ella es hija única. En ese sentido, las dificultades sólo me duraron unos cuantos años.

—A veces eso es lo de menos. Puede ocurrir lo contrario. La mujer que me da más quebraderos de cabeza por estos motivos es la que procede de familia rica. Es una especie de venganza —dijo Theo en tono confidencial, como si ambos estuvieran en el mismo barco.

—Yo no he pasado por eso —dijo Michael con un suspiro—, al menos por esa clase de problemas. Al menos, no como usted. Dígame una cosa —prosiguió como si acabara de ocurrírsele—, esa mujer con la que nos dijo que estuvo el día de la muerte de su padre, la canadiense, ¿viene con frecuencia a Israel?

—Dos o tres veces al año. A veces nos vemos en Europa, otras en Nueva York. No queda muy lejos de Toronto. No sé cómo librarme de ella.

—Y nosotros no sabemos cómo dar con ella.

—No debería ser un problema —dijo Theo sarcástico—. Es una mujer casada, con hijos y con una dirección permanente. Un pilar de la comunidad judía de Toronto. Es fácil de encontrar.

—Nadie responde en el teléfono que nos facilitó, salta siempre un contestador. ¿No tiene otra manera de ponerse en contacto con ella?

—Nunca soy yo quien se pone en contacto con ella —dijo Theo—. Es ella la que me llama.

—Esta vez debería hacer un esfuerzo. Ella le proporciona su coartada para el día del asesinato de su padre —dijo Michael secamente.

—¿Por qué tendré la sensación de que… me están tendiendo una trampa? —se quejó Theo.

—Suponiendo que alguien esté tendiendo una trampa —dijo Michael al tiempo que aplastaba su cigarrillo en el cenicero de latón—, no somos nosotros los que estamos tendiéndosela a usted.

—¿Cómo dice? ¿Soy yo el que les está tendiendo una trampa a ustedes? —Theo lanzó una risotada desabrida.

—O a sí mismo —replicó Michael con serenidad.

—¿Yo? ¿A mí mismo? ¿Qué es lo que pretende…?

En ese momento sonó el teléfono, un estridor largo y continuo que les hizo pegar un brinco. Michael contestó.

—¡Enhorabuena! Ya ha dado a luz —dijo Tzilla—. Hará cosa de una hora larga, con cesárea, todo ha salido bien. —Michael tardó unos segundos en comprender de qué le hablaba.

—¿Qué ha sido? —preguntó.

—Niña. Se sabía de antemano. Pesa muy poco, dos kilos trescientos gramos. Y no es que esté en muy buena forma.

—¿Quién?

—Las dos, en realidad. La niña tuvo problemas respiratorios hacia el final, y Dafna también sufrió complicaciones.

—¿Y Shorer?

—No he hablado con él —dijo Tzilla—. No estás solo, ¿verdad?

—Más bien no —dijo Michael, desviando la vista de Theo—. ¿Hay algo nuevo sobre el otro asunto?

—No he tenido tiempo de informarme. ¿De dónde se supone que puedo sacar un momento para hablar con Malka de los niños? —en su voz se coló una nota de malhumor y enfado—. Estoy aquí atrapada, con todos los músicos de la orquesta. Van pasando uno tras otro, ya llevo dos días así. Nadie vio a Herzl el día que asesinaron a Felix van Gelden. Hemos hablado con todos los vecinos. Y nadie lo vio en las proximidades del auditorio ni durante el ensayo en el que asesinaron a Gabi. Tampoco hay nadie que haya visto a Izzy o a Ruth Mashiah aquel día. Y hemos tenido un buen numerito, lo ha montado la señora Agmon, una violinista…

—La conozco —la interrumpió Michael—. ¿Qué ha hecho?

—Nada de importancia. Desmayos, histeria, llantos. Y Avigdor, el concertino, también es un tipo de cuidado. Serán artistas, pero parecen una panda de dirigentes sindicales. Sólo saben hablar de pensiones y normativas laborales. El único que parece diferente es un chico joven. Su gran sueño era pertenecer a la orquesta, y luego ha descubierto que es un trabajo como cualquier otro. Y ahora quieren que yo participe en el registro de la casa de Herzl Cohen. Balilty acaba de ordenarme que me reúna allí con él. También va a llevar a los del laboratorio, para que levanten las huellas… Por cierto, ¿qué te parece que Dalit haya encontrado a Herzl?

—Me parece que dejó pasar unas horas… ya me entiendes.

—¿Quieres decir que se guardó la información durante unas horas?

—Sí.

—Estoy segura de que tendrá una explicación —dijo Tzilla.

—Me gustaría mucho oírla —dijo Michael, y miró a Theo, que paseaba la mirada por las paredes del pequeño despacho—. En fin, gracias por transmitirme las últimas noticias.

—Quiere hablar contigo —le advirtió Tzilla.

—¿Quién? —preguntó Michael, poniéndose tenso.

—Shorer. Su secretaria ha dicho que quiere que lo llames al hospital a última hora de la tarde. Es decir, pronto. No puedes seguir esquivándolo —dijo con dulzura—. Tienes que hablar con él.

—Hablaré con él.

—Otra cosa. ¿Te han dado permiso Theo van Gelden y Nita para que examinemos sus cuentas bancarias? También tenemos que solicitárselo a Izzy Mashiah. Eli hablará con él. Es necesario revisar sus cuentas.

—Lo haremos —dijo Michael en tono neutro, artificial—. Pero no nos van a dar una imagen real.

—¿Por qué no?

—Porque podemos dar por descontado que la mayor parte estará fuera del país, sobre todo en este caso.

—¿Qué caso? ¿La familia Van Gelden?

—Alguno de sus miembros.

—No comprendo adónde quieres ir a parar —dijo Tzilla lentamente—. ¿Con quién estás? ¿Alguien de…? ¿Con Theo?

—Exacto.

—Ah —dijo Tzilla en tono culpable, como si hubiera estado particularmente obtusa—. ¿Por qué no me lo habías dicho? Bueno, no me lo podías decir, claro… Al ver a Balilty supuse que habíais terminado con Theo. Bueno, hablaremos más tarde —y colgó.

Michael y Balilty llevaron a Theo al psiquiátrico de Talbiyé en el Peugeot de Balilty y lo dejaron a la puerta. Luego rodearon el gran edificio de escasa altura y aparcaron cerca de una furgoneta que tenía estampado el logotipo de la Compañía Eléctrica. Mientras se dirigían hacia ella, Michael se sintió agobiado por el cielo plomizo y el aire opresivo; daba la impresión de que estaba a punto de caer el primer chaparrón de la temporada.

—Hace un tiempo apocalíptico —comentó Balilty.

—¿Necesitan que me quede? —preguntó el técnico del laboratorio que había instalado el equipo de escucha.

—Será mejor que se quede, por si surge algún problema —masculló Balilty, y se sentó tras el volante. El técnico se trasladó obedientemente al asiento trasero y Michael ocupó el de al lado de Balilty. Una ráfaga de viento estrelló contra el parabrisas una bolsa de plástico. En la cabeza de Michael reverberaba aún la breve discusión que habían mantenido mientras rodeaban el hospital.

—¿Para qué tenemos que quedarnos los dos? —había preguntado Michael mientras observaban a Theo, quien, cargado de hombros, franqueaba la verja y cruzaba la plazoleta de hormigón que había ante el hospital—. Últimamente me siento como si fuéramos niños jugando a algo. ¿Qué me va a impedir escuchar la grabación más tarde?

—¡Pero si fuiste tú quien me enseñó a estar preparado para toda eventualidad, porque siempre puede suceder algo imprevisto! —se quejó Balilty indignado—. Nunca te cansabas de repetir que hay que estar en el lugar preciso en el momento adecuado. Y ahora, de repente, ¿ya no lo comprendes? ¿Es que te reclama algo más urgente? ¿Ir a cambiar unos pañales, quizá?

Michael se quedó callado.

—Me pediste que dirigiera el equipo. Y te dije que no iba a ser tu títere. ¿Qué quieres? ¿Manejarme? Vete si lo prefieres, no te lo voy a impedir. Pero de ahí a decirme que es una pérdida de tiempo…

—Está bien, está bien —dijo Michael amargamente a la vez que alzaba las manos en señal de capitulación—. Es que… —dejó la frase a medias. Lo cierto era que Balilty tenía razón. Michael estaba sobre ascuas por la nena, aun sabiendo que no se había quedado a solas con Nita. De pronto se sintió envuelto en una vaharada del delicioso aroma de la nena mientras le daba vueltas a la inminente reunión con Shorer. Era como si pretendiera que la niña le diera fuerzas para hacer frente a Shorer. Ni siquiera iba a tener tiempo de darle un baño. Y también tenía que pensar en Nita, que ignoraba saber algo que sabía y por lo que podían agredirla en cualquier momento.

Se puso en tensión cuando una serie de sonidos inundaron la furgoneta: el chasquido de un picaporte, una puerta cerrándose, unos pasos plomizos, el murmullo amortiguado de una voz desconocida. A sus espaldas rechinó el asiento trasero cuando el técnico cambió de postura.

—¿Lo has visto alguna vez? —susurró Balilty, como si aquellos a quienes estaban escuchando también pudieran oírlos a ellos.

Michael hizo un gesto negativo. Sólo había visto a Herzl en una fotografía de la boda de Theo. Nita se lo había señalado: estaba a un lado del grupo, el viejo Van Gelden lo había instado a unirse a ellos porque era «uno más de la familia». Nita lo dijo imitando un acento extranjero, presumiblemente el de su padre, sin asomo de burla. «¡Menuda familia!», había dicho Nita el día en que murió su padre. «Si ni siquiera sabemos dónde está Herzl».

—Sólo en una vieja fotografía —respondió Michael en un susurro que silenció por un instante el crujir de las sillas de una habitación que no podía imaginar.

Como si le hubiera leído el pensamiento, Balilty le informó:

—Es el despacho del director del psiquiátrico. Hablé con él, porque los demás, todos los médicos, están demasiado ocupados con la psique y no les deja tiempo para la vida real. El director estaba en deuda conmigo desde hacía tiempo.

Michael se llevó un dedo a los labios, pero Balilty ya había dejado de hablar, porque también él había oído la voz de Theo, después de una tosecilla típica suya:

—Te he traído uvas. Y un trozo de la tarta de queso que tanto te gusta, Herzl.

Michael reparó de inmediato en que Theo hablaba obsequiosamente. Además, había en su voz una emoción que no le había oído expresar hasta entonces, y que no lograba identificar. Theo hablaba en un tono más elevado de lo normal, como si estuviera forzando las cuerdas vocales.

—Ya ves lo importante que resulta oír las cosas en tiempo real. Eso lo aprendí de ti hace mucho tiempo —siseó Balilty.

—No pretendo discutir más —dijo Michael sosegadamente—. Lo único que decía es que en los últimos tiempos este tipo de cosas me resultan extrañas. Tal vez se deba a que he pasado dos años apartado del trabajo. A veces digo lo primero que se me ocurre, no hay que darle tantas vueltas. En todo caso, es evidente que lo nuestro es estar aquí —le extrañó haber usado la palabra «evidente», porque en aquel momento nada se lo parecía. Lo que sí estaba claro era que en el aire flotaba una sensación de peligro y premura, que quizá sólo se debiera a que Herzl era un enfermo mental. La imagen del rostro suave y rosado de la nena se transformó de pronto en la cara de Yuval. Tenía un gesto de desconcierto y desesperación. Luego Michael vio las mejillas hundidas de Nita, sus ojos aterrados. Oyó los acordes de la Suite para chelo de Bach que Nita tocaba una y otra vez por las tardes, buscando en ella algún solaz, mientras Ido reposaba chupándose el puñito y aparentemente atento a la música.

—¿Por qué no te comes las uvas? —la voz implorante de Theo resonó potente en la furgoneta.

Entonces Michael logró identificar la emoción que palpitaba en ella. Miedo. Miedo y un deseo vehemente de agradar. Se oyó un crujido de plásticos y de nuevo el rechinar de una silla.

—Bueno, guárdalas para luego —dijo Theo con voz congraciadora—. ¿Qué tal estás, Herzl? ¿Te encuentras mejor?

Silencio. Una alarma de coche ululaba a los lejos y se oía el amortiguado rugido del tráfico.

—Tengo que contarte una cosa —prosiguió Theo en otro tono de voz, más comedido, tras un largo silencio—. He venido a hablarte de Gabi. Gabi ha muerto.

Ni un sonido.

—¿Me has oído, Herzl? —la voz volvía a sonar casi en falsete—. Lo han asesinado. Anteayer. Después de un ensayo.

—¿En su casa? —dijo de pronto otra voz, pastosa y amortiguada, ronca; las palabras parecían emerger con esfuerzo de entre las brumas de la sedación.

—No, en el auditorio.

—¿Le pegaron un tiro? —preguntó la otra voz.

—No —dijo Theo; hizo una pausa—. Fue… con un cuchillo, quizá.

—Una puñalada en el corazón —dijo la voz, con aparente alivio.

—Le cortaron el cuello —especificó Theo.

—Mucha sangre —dijo reflexivamente la voz pastosa. De repente, preguntó sin rodeos, con toda claridad—: ¿Quién ha sido?

—No se sabe —repuso Theo—. Están investigándolo.

—Ah. Investigándolo —la voz de Herzl sonó de nuevo ahogada—. No lo encontrarán —concluyó quedamente.

—Tal vez sí —dijo Theo—. Están tomándose mucho interés.

—No encontrarán nada —vaticinó Herzl—. Lo de tu padre no lo descubrieron. Me lo contó Gabi. A él también lo asesinaron.

—¿Gabi te contó lo de mi padre? —Theo estaba pasmado—. ¿Cuándo te lo contó?

—Cuando vino a verme.

—¿Cuándo?

—Si no lo han encontrado todavía, nunca encontrarán al asesino de tu padre. Y al de Gabi tampoco.

—Lo de mi padre es distinto. Fue por culpa del cuadro…

—No fue por el cuadro, por el cuadro no.

—Le robaron el cuadro —dijo Theo, alzando la voz.

—No es por eso. No. Hay mucha maldad. En todas partes. Mucha —la voz se apagó poco a poco.

—¿Cuándo vino Gabi a verte? ¿Por qué no me lo contó?

Silencio.

—No cierres los ojos. No te duermas ahora, Herzl —le apremió Theo—. Ayúdame. Somos los únicos que quedamos. Nita y nosotros.

En la furgoneta resonó el eco de un bufido desdeñoso. Michael se estremeció.

—Herzl —imploró Theo—. Te estoy hablando.

—No me contasteis lo de vuestro padre. No vinisteis a comunicármelo —le acusó Herzl.

—¿Cómo quieres que viniéramos? —la voz de Theo dejaba traslucir culpabilidad y desesperación—. ¡Si no sabíamos dónde estabas!

—Gabi lo sabía. Él me encontró.

—Pero no me lo dijo —se defendió Theo—. Si lo hubiera sabido, habría…

—A él también lo asfixiaron —dijo Herzl.

—Es un caso muy distinto —refutó Theo—. Hasta después de la muerte de Gabi no descubrieron que… ¿Cómo lo sabes? ¿Cómo sabes que lo asfixiaron, que no fue un accidente? —preguntó alarmado—. Herzl, si estás al tanto de esa clase de cosas, tenemos que… La policía sabe que no estuviste en el hospital el día que asesinaron a nuestro padre. ¿Adónde fuiste al salir del hospital ese día, Herzl?

—¿Encontraste la música? —preguntó Herzl con súbita animación.

—¿Qué música?

Silencio.

—¿De qué música hablas? —la voz de Theo sonó fría y tensa—. ¿Sabes algo que yo no sepa?

—Tú lo sabes, lo sabes —replicó Herzl—. Ahora todo, todo está… —las patas de una silla rechinaron contra el suelo e impidieron oír el resto de la frase—. ¡No me toques! —gritó Herzl—. No soporto que me toques.

Se oyó otro chirrido.

—Mira, ya me he apartado —dijo Theo nervioso—. ¿Por qué estás enfadado conmigo, Herzl? No sabía dónde estabas, créeme.

—Quiero volver a mi habitación —dijo Herzl, la voz opaca y fatigada de nuevo—. Llévame a mi habitación.

—Están buscando el cuadro —dijo Theo sin prestar atención a la petición de Herzl—. La policía anda tras él.

—Llévame a mi habitación —repitió la voz ahogada.

—Enseguida. Pero antes dime qué pasó con el abogado, con Meyuhas.

En el breve silencio subsiguiente, Michael notó que se le tensaban las mandíbulas. Balilty se disponía a decir algo, pero Michael le indicó con un gesto que permaneciera en silencio.

—Tu padre quería mucho a Gabi —dijo Herzl—. Lo quería más que a nadie. Menos mal que murió antes que él.

—Ha dejado testamento. Te ha dejado…

—No quiero nada de nadie. No necesito nada. Sólo la música —lo interrumpió Herzl con repentina animación—. Todo te pertenece a ti.

—Y a Nita —dijo Theo.

—Y a Nita —convino Herzl—. Tiene un niño.

—Y a ti también te ha dejado algo —lo aplacó Theo.

—No quiero nada. ¿Está cerrada la tienda?

Michael imaginó el gesto de asentimiento de Theo.

—La venderán —dijo Herzl con voz desgarrada—. Llévame a mi habitación y luego tráeme la música.

—Enseguida te llevo —a Theo le temblaba la voz—. ¿Qué música?

Silencio.

—¿Por qué me miras así? —preguntó Theo suplicante—. Ya sabes que te quiero.

De pronto se oyó la voz de Herzl. Ronca, sorprendentemente profunda, tarareaba una dulce melodía. Se interrumpió con brusquedad.

—Tráeme la música —dijo amenazador, decidido—. Era de tu padre y le pertenece a Gabriel. Él me lo dijo. Y ahora la quiero yo. Gabriel ha muerto.

Sentado tras el volante, con la mano en la palanca de cambios, Balilty giró el torso hacia Michael e hizo un gesto inquisitivo. Michael cabeceó para indicar su desconcierto y se encogió de hombros.

—Quieren saber si viste a padre el día que murió —dijo Theo.

Silencio.

—¿Me has oído? ¿Herzl? Dicen que ese día saliste del hospital. Quieren saber si…

—Llévame a mi habitación —la voz de Herzl sonó amenazadora. El chirriar de una silla volvió a silenciar sus palabras ahogadas.

—¿No te llevas las uvas? —preguntó Theo.

Se oyó el sonido de unas pisadas cansinas, pesadas.

—La policía está registrando tu casa —anunció desafiante la voz de Theo. Balilty se quedó paralizado y dirigió a Michael una mirada acusadora, con la que le decía: «Ya ves lo que has conseguido, te lo dije».

El sonido de las pisadas cesó de pronto.

—¡Es mi casa! —dijo Herzl en un grito desesperado.

—Ya se lo he dicho yo, y también les he dicho…

—¡No tienen derecho a tocar mis cosas! —Herzl alzó mucho la voz, que ahora sonaba despejada, llena de vida—. ¡Mis colecciones, y las partituras, los instrumentos, los discos! ¡Van a destrozar la espineta que he restaurado! ¡Todas esas cosas son mías! ¡No le he quitado nada a nadie! —rompió en llanto, y la voz aplacadora de Theo no alcanzó a tapar los sollozos—. Yo sólo le dije a tu padre que no debía… que debía… —se le estranguló la voz—. Le dije que no hablara con el abogado, pero él… Y después… ¡No quiero que toquen mis cosas! —se oyó el sonido de un cuerpo chocando contra el suelo.

—¡Herzl! ¡Herzl! —exclamó Theo lleno de pánico.

Luego se oyó una puerta que se abría.

—Entremos —ordenó Balilty.

Encontraron a Theo a la puerta del despacho del director del hospital, el rostro rígido y demudado, la boca abierta como la de una máscara. El despacho estaba vacío. Con el brazo apoyado en el marco de la puerta, Theo los miró.

—No sé si ha muerto —dijo con voz ronca—. Ustedes… yo… yo no le he hecho nada —el pánico dio paso a una mirada acusatoria—. Sabía que me estaban mintiendo —dijo por encima de los hombros de Balilty, que se había arrodillado junto a Herzl.

—Tiene pulso, débil —le dijo Balilty a Michael—. No es necesario reanimarlo —zarandeó delicadamente a Herzl por los hombros y le dio palmadas en las mejillas—. Llama a un médico —ordenó, pero él mismo se levantó y salió a la carrera.

Theo se desplomó en una butaca de cuero y se quedó mirando el vacío. Michael observó a Theo y luego el largo cuerpo de espantapájaros tirado en el suelo, junto al que se arrodilló. Posó los dedos en la muñeca de Herzl. Sintió el débil pulso y luego aproximó la cara a la boca torcida del hombre, con espumarajos en las comisuras, y escuchó la respiración superficial. A continuación se levantó y, contemplando los blancos tufos erizados como los de una peluca de payaso, se preguntó qué edad tendría Herzl. Parecía viejo, pero en su rostro no había arrugas. Su boca abierta mostraba la falta de algunos dientes y olía a tabaco y a acetona.

—Le ha contado que estamos registrando su casa —dijo Michael al cabo.

—Para que reaccionara —explicó Theo en un gruñido—. Estaba totalmente indiferente, apático.

—Pero no le preguntó a qué música se refería.

—Está enfermo, está loco, alucina —farfulló Theo—. Lo confunde todo… la música, el abogado, todo.

—Pero usted sabe a qué se refiere —aventuró Michael.

—¿Yo? —dijo Theo con perplejidad—. No tengo ni idea…

—Herzl ha hablado como si los dos estuvieran al cabo de la calle. Dijo: «Tráeme la música». Y tarareó un pasaje. Usted es músico. Lo habrá reconocido —insistió Michael.

—¿No ve que no está en sus cabales? ¿No ve que no sabe lo que dice? ¡No tengo ni idea de qué ha tarareado!

Theo desvió la vista hacia el cuerpo exánime y Michael, mirándolo a los ojos, dijo con firmeza:

—A mí me ha parecido que hablaba con mucha cordura. Aunque esté enfermo. Habló como si los dos supieran muy bien a qué se refería. Como si fuera una vieja historia de familia.

—Sabía que me estaban mintiendo —dijo Theo con resentimiento—. He tenido todo el rato la sensación de que estaban al pie de la ventana o escuchando con micrófonos ocultos como en una novela de detectives.

—Y por eso ha tratado de distraerle. Le hacía cambiar de tema cada vez que mencionaba la música —dijo Michael. Se disponía a seguir hablando cuando regresó Balilty acompañado de una médica y de dos hombres de mediana edad.

—Llévenlo ahora mismo a Urgencias —ordenó la médica a sus acompañantes, y se subió las gafas a la frente a la vez que se arrodillaba junto a Herzl, lo llamaba por su nombre, le pegaba cachetes y luego escuchaba a través del estetoscopio, con expresión grave—. Está inconsciente —le dijo a Balilty—. Tenemos que descubrir qué ha pasado. Puede que haya ingerido algo. No lo sabremos hasta que lo hayamos examinado. No es epiléptico ni diabético —continuó al tiempo que volvía a llevar los dedos a la garganta de Herzl, cabeceaba, y luego se levantaba y doblaba el estetoscopio—. Si no vuelve en sí en pocos minutos, lo trasladaremos a un hospital normal. Podría ser grave. ¿Es usted pariente suyo? —le preguntó a Balilty, quien negó con la cabeza. Entonces ella se volvió hacia Theo.

—Yo soy su pariente —dijo Theo.

—Haga el favor de quedarse —le dijo— hasta que sepamos si hay que trasladarlo. Tiene el pulso casi imperceptible y la tensión muy baja. Con los maníacos depresivos nunca se sabe lo que pueden haber tomado.

Dejaron apostado un coche patrulla a la entrada del psiquiátrico. Balilty le repitió tres veces a Zippo:

—Y no os mováis de aquí. Si lo trasladan, notificádnoslo. Y no permitáis que Theo van Gelden haga el menor movimiento por su cuenta, pegaos a él como una sombra —y así tres veces, hasta convencerse de que Zippo lo había comprendido.

Theo se quedó a la puerta de Urgencias quejándose de cosas diversas y observando su reloj y el cielo, todavía gris plomizo. Los siguió con la mirada mientras se alejaban del psiquiátrico. La radio emitió un par de pitidos cuando Michael abrió la puerta de la furgoneta, a la que había regresado para recoger su tabaco. El técnico le tendió el aparato y la secretaria de Emanuel Shorer resolló, estornudó y se excusó antes de decir:

—Está al teléfono y quiere saber si puedes ir a verlo al hospital inmediatamente. Ya le han hecho un resumen de la situación. Está nervioso porque esta mañana ha visto por fin la televisión y la prensa. Y el comisario jefe y el ministro se han puesto en contacto con él —explicó la secretaria.

Muchos años de trato y el afecto maternal que sentía por Michael la hacían hablar como si fueran viejos aliados. Quizá se había encariñado con él gracias a las flores que Michael le llevaba de tanto en tanto y a la atención que le prestaba cuando le hablaba de los conflictos con su hijo adolescente. La secretaria tenía por costumbre coquetear con él y Michael reaccionaba espontáneamente acariciándole la mano. Y nunca le faltaba una alabanza para el mínimo cambio de imagen ni un cumplido sobre un vestido o un peinado nuevo. «Qué poco hace falta para contentar a una mujer», pensaba a veces Michael con una punzada de remordimiento que le hacía sentirse un granuja.

Michael se frotó la mejilla y miró a Balilty, quien arrancó el coche y cambió de marcha como si no hubiera oído nada.

—Te acerco sin problemas —le dijo a Michael cuando llegaron al fondo de la calle—. Tú mismo me dijiste una vez que dejarse intimidar por el miedo es peor que el miedo en sí mismo. ¿Tú crees que las cosas pueden empeorar? Habla con él y zanja el asunto de una vez.

Michael permaneció callado. Deseaba decir algo así: «No permitas que me retire del caso». Algo que en circunstancias normales él mismo le habría dicho a Shorer sin rodeos. Y ahora, de pronto, necesitaba que lo defendieran y amparasen de Shorer. Por un instante consideró la posibilidad de pedirle a Balilty que lo acompañase al hospital y asistiera a su reunión con Shorer. ¡Si fuera capaz de expresarle a Shorer cómo se sentía con respecto a la niña! Nada se lo habría impedido de no ser por la investigación y su implicación en el caso.

—Tienes la gran suerte —dijo Balilty— de que esté en apuros. Está agobiadísimo por su hija —reparó enseguida en el mal gusto de sus palabras y, por ello, se lanzó a charlar por los codos como siempre que pretendía borrar la impresión creada por un error desafortunado o un desliz verbal; habló de la noche en que nació su hija, de la inquietud que produce convertirse en abuelo, de lo impotente que se siente uno esperando en los pasillos de un hospital mientras suceden cosas trascendentes—. Voy a colaborar en el registro de la casa de Herzl. Puede que encontremos alguna partitura o algo por el estilo —dijo haciendo una mueca al tiempo que aparcaba el coche frente al hospital donde Shorer aguardaba a Michael—. Pero ¿cómo sabremos qué música andamos buscando? —se quejó—. Tendremos que llevárnoslo todo y enseñárselo a un especialista. Le dejaré un recado a Tzilla —prometió—. Cuando hayas terminado con esto, ponte en contacto con ella. ¡Vaya tipazo! —comentó señalando con la cabeza a un mujer que pasaba frente a ellos vestida de bata blanca—. Si parece una estrella de cine. ¡Mira, mira! Se le ve todo, hasta dónde terminan las bragas. ¡Y qué andares! ¡Vaya par de faros lleva! ¡Estas enfermeras cómo están! No me importaría pegarle un buen bocado —dijo suspirando. Luego le hizo un gesto de despedida a Michael y éste se apeó del coche, que se alejó.

Una incandescencia roja y dorada prendió en la ventana junto a la que conversaban. No llovía. A Michael le pasó inadvertido el instante en que el gris plomizo del cielo se transformó en los colores de un crepúsculo calinoso. A lo lejos, veía a dos conductores de sendas máquinas niveladoras que aprovechaban la última luz del día para continuar aplanando la colina de enfrente. Las banderas colocadas junto a los enormes carteles anunciadores de los pisos de lujo en construcción pendían inmóviles en el aire estancado. Llevaban una hora sentados en el pasillo y Shorer le había contado con todo detalle lo sucedido durante las últimas veinticuatro horas. En un par de ocasiones se había enjugado los ojos, y Michael esperaba aprensivo a que, en cualquier momento, rompiera a llorar. Shorer tenía la mandíbula cubierta de una incipiente barba blanquecina. El espacio entre su labio superior y su gran nariz ganchuda, que exhibía desde hacía años un espeso bigote, se había cubierto por completo de gris. Tenía los ojos enrojecidos y la tez, habitualmente oscura, presentaba un color amarillento. Las manchas marrones de sus mejillas resaltaban y daban mayor relieve a las cicatrices de acné que salpicaban su cara. Hablaba compulsivamente, sin pausa, y no era fácil prever cuándo se le presentaría a Michael la oportunidad de plantear sus propios asuntos. Por un instante, Michael creyó oportuno eludir el tema sin más. A fin de cuentas, se decía mientras se dirigía a buscar un par de cafés al puesto de enfermeras, ¿por qué cargar a Shorer con sus preocupaciones?

Esa idea se desarrolló hasta convertirse en un discurso completo y convincente mientras Michael vertía agua hirviendo sobre los cafés instantáneos. Pero la ancha espalda vuelta hacia el pasillo, la frente reclinada en el cristal de la ventana, los ojos que observaban el poblado árabe al pie de la colina y la voz ronca que dijo: «Henos aquí en el Monte Scopus, como dice la canción», todo esto, unido al ademán con que Shorer señaló las grises colinas y las luces que parpadeaban en la lejanía, demostraba que la esperanza de dejar a su jefe al margen era ilusoria y desmentía la posibilidad de posponer la confrontación. Así pues, Michael se encontró esperando con ansiedad el momento adecuado para lanzarse al fin a dar a Shorer el informe de situación, como él lo llamaba.

—¿Cómo están las cosas? —preguntó de pronto Shorer al tiempo que daba la espalda a las vistas—. Cuéntamelo resumido. El comisario ha llamado tres veces. El alto mando del distrito está empantanado en sus propios escándalos, y eso nos da un respiro. Pero para telefonear sí tienen tiempo. ¿Quién ha decidido que te sustituyera Balilty? ¿Tú?

Michael asintió con un gesto.

Pasaron unos instantes antes de que Michael comenzara a exponer, con calma y concisión, el encadenamiento de hechos ocurridos en la escena del crimen desde el momento en que él vio el cadáver de Gabriel van Gelden. Shorer lo escuchaba sin mirarlo.

—Está bien. Comprendido. No me hacen falta más detalles —dijo Shorer—. Pero ¿por qué está dirigiendo Balilty el equipo? ¿Desde cuándo te dedicas a cederle casos así? ¿Te agobian los estudios? ¿Es un problema familiar? ¿Está bien Yuval?

A veces un gesto ambiguo, una pequeña mentira, una evasiva, una divagación cualquiera, ofrecen la posibilidad de salir airoso, pensó Michael a la vez que decía que Yuval estaba muy bien.

—Debes de echarlo de menos —reflexionó Shorer—. Por eso hace falta tener muchos hijos, uno no basta —luego hizo un comentario sobre lo difícil que es ser padre, dificultad que aumenta a medida que los hijos se hacen mayores—. ¿Qué se puede hacer salvo rezar por ellos? —dijo no por primera vez aquel día.

Esperanzado y temeroso, Michael volvió a pensar que podría eludir el asunto. Le pareció ver a la mujer de Shorer saliendo por una puerta y quiso creer que llamaría a Shorer, que lo distraería. Pero al mirar de nuevo a su interlocutor, vio que tenía la vista clavada en él. Así pues, como quien se ve obligado a saltar a un pozo profundo con la esperanza de que al fondo haya una buena capa de serrín, expuso en tres o cuatro fases lo que denominó, con vergüenza y consciente de lo forzado del intento de sonar objetivo y comedido, «las circunstancias especiales en el ámbito personal».

En primer lugar habló de la niña y de cómo la había encontrado, de su deseo de quedarse con ella, y luego de Nita, y a continuación de la primera llamada de radio que recibió informándole del caso. Se refirió a las objeciones que los compañeros habían puesto a su presencia en el EEI y a su incapacidad para renunciar al caso o a la niña. Repitió su conclusión con cierta perplejidad: «No puedo renunciar a ninguno de los dos. Los necesito», dijo, sorprendiéndose a sí mismo, como si acabara de descubrir una gran verdad. «Los necesito».

Shorer guardó silencio durante largo rato.

—Vamos a sentarnos allí —dijo al fin con fría reserva, señalando un par de silloncitos vacíos—. Sentémonos a charlar un rato —añadió, y cogió a Michael del brazo, como quien ofrece apoyo a un enfermo. Se sentó en el silloncito tapizado de naranja y dio una palmada sobre el otro sillón. Dejó el café en el suelo de linóleo y se volvió hacia Michael, quien aún tenía en las manos la taza, de la que no había tomado ni un sorbo.

Con el corazón en vilo y la boca seca, Michael esperó, con fingida indiferencia absoluta, a que se dictara sentencia.

—La quieres y por eso no puedes distanciarte del caso —dijo Shorer—. Es así de sencillo.

—Es tan chiquitita, tan dulce, y me necesita tanto —trató de explicar Michael—. Si la vieras…

—Me refería a la mujer, no a la niña —dijo Shorer a la vez que posaba una mano en el brazo de Michael—. A Nita van Gelden.

Michael se quedó en silencio. No logró emitir siquiera un sonido inarticulado. El mundo comenzó a dar vueltas sobre sí mismo. Lo que había dicho Shorer le parecía confuso, inesperado, distorsionado. ¿Cómo saber si tenía razón?

—No pretendo lanzar cohetes por nada de lo ocurrido —declaró Shorer—, pero sí hay algo que me llena de contento, y es que la quieres de verdad. Y me da la impresión de que te habías hecho ilusiones con respecto a ella, a la posibilidad de formar una familia feliz. Te conozco.

—Estoy interesado en ella —admitió Michael—. Me preocupa lo que le pasa. Pero mi principal preocupación es la niña.

—A la niña tendrás que renunciar —dijo Shorer severamente—. Eso cae por su propio peso.

—Pero ¿por qué? —Michael depositó la taza llena de café al pie de su silla y se quedó mirando a Shorer. En su garganta comenzaba a formarse un gran nudo, y él temía que pudiera abrirse camino hasta sus ojos.

—Porque no es tuya —contestó Shorer llanamente—. Uno no se va encontrando niños por la calle. Las cosas no funcionan así. Entre vosotros dos no queda espacio para la niña.

—¡Pero si no hay nada entre nosotros! Todavía no ha pasado nada entre nosotros… Tienes que creerme. ¡Te he dicho toda la verdad!

—Sólo creo en los hechos. Tranquilízate. Ni siquiera tú —dijo Shorer con calma— estás al tanto de todo lo que te concierne.

Michael no replicó.

—¿Desde cuándo nos conocemos? Hace casi veinte años. Sabes que te conozco. Nunca he hecho comentarios sobre tus relaciones. Pero siempre he sabido cuándo estabas con alguien. Con cualquiera de tus mujeres, incluida la casada… ¿Cuánto duró aquello? ¿Siete años?… Avigail era la que más me gustaba. No le faltaba valor, a Avigail. Ni delicadeza o encanto. Y no era tonta. Nunca has llegado a contarme qué pasó con ella, pero estoy seguro de que no la querías de verdad, porque entonces no habrías dejado que se fuera. Tal vez deseabas quererla, yo qué sé, eres un romántico perdido, ¡Dios nos asista! La cosa no funcionó. ¿Por qué?

—Avigail no quería tener hijos. Por encima de todo, se negaba a tener hijos —dijo Michael—. Puede que ése fuera el motivo. Creo que lo es. Y padecía una enfermedad de la piel que no lograba superar, lo que le causaba montones de problemas psicológicos. Con ella, todo eran complicaciones. No lograba confiar en mí. Este tipo de cosas no se pueden explicar. Es una suma de muchos factores. Desengaños constantes. Con ella era imposible alcanzar la tranquilidad o la intimidad. La paz de espíritu. Si hubiera esperado algunos años más, tal vez…

—No la querías bastante —sentenció Shorer—. A veces es tan sencillo como eso. Ahora te he oído hablar de esta mujer, de Nita. Y sé que se te ha metido en el bolsillo. Así están las cosas.

—Yo no lo siento así —dijo Michael con timidez—. Sólo sé que estoy preocupado por ella. Que quiero que vuelva a la vida. Que comience a tocar el chelo de nuevo. No sabes qué talento tiene. Quiero que vuelva a ser feliz. No quiero que nadie la trate mal nunca más. Antes de que sucediera todo esto, creía que podría hacerla feliz. A nuestra manera cautelosa, las cosas nos iban bien.

—Lo siento, pero no puedes seguir así —dijo Shorer con un suspiro—. Tienes que renunciar a la niña y abandonar el caso. Con hipnosis o sin ella, y hasta que se demuestre lo contrario, Nita sigue siendo una sospechosa. ¿La está interrogando Balilty?

—¿Por qué tengo que renunciar a la niña? —susurró Michael. El embotamiento que sentía empezaba a desvanecerse, dando paso a la ira.

—Te lo diré una vez más: uno no se va encontrando niños por la calle. No, no se encuentran en la calle. Por no hablar ya de que no tienes tiempo para cuidarla como es debido. ¿Quieres un hijo? Estupendo. Enamórate de una mujer y tenlo. Ya te lo dije hace mucho: si el mundo funciona así, por algo será. Niégalo si quieres, pero el orden natural de las cosas encierra una lógica. Un niño necesita una madre y un padre.

—¿Es sólo porque soy un hombre? —protestó Michael.

—Sí. Esto no es California, ni Hollywood. Es la vida real —respondió Shorer sin sonreír—. Yo creo que, para criar a un niño, hacen falta una madre y un padre. No estoy diciendo —su voz perdió de pronto cierta certidumbre y autoridad— que no haya circunstancias especiales, divorcios, muertes, cosas así, pero ¿encontrar a una niña en la calle? ¡Qué va!

—Estás siendo de lo más ilógico —dijo Michael abruptamente—. Pero si pareces mi abuela. ¿Cómo puedes someter una cosa así a ese tipo de razonamientos?

—Qué le voy a hacer —dijo Shorer con un suspiro—. Cuando pasas dos días y dos noches metido aquí, y ves tantos problemas, y te quedas hecho un trapo, sintiendo que en cuestión de minutos puedes perderlo todo… a tu hija, a tu nieta… empiezas a encajar las cosas en sus verdaderas dimensiones. ¡Así que soy ilógico! Más bien será que no comprendes mi lógica. Aunque a veces esa lógica sea la tuya y yo haya sido incapaz de comprenderla muchas veces. ¿Qué quieres que te diga? ¡Hemos intercambiado los papeles!

—Supongamos, y sólo es un suponer, porque no pienso hacerlo, supongamos que renuncio a la niña, y entonces, ¿qué?

—¿Cómo que «supongamos»? ¡Aquí no hay nada que suponer! ¡Tendrás que renunciar a ella porque la señora Mashiah te obligará! Así que, partiendo de que no hay nada que suponer, ¿cuál es tu pregunta?

—¿Conoces a Ruth Mashiah?

—No te preocupes de eso ahora. ¿Cuál es tu pregunta?

—El caso. Este caso.

—¿Si puedes seguir trabajando en él?

Michael asintió con un gesto.

—Nunca se nos había presentado una situación semejante. Y tú, ¿cómo lo ves? Te acuestas con ella y luego…

—¡Nunca me he acostado con ella! —exclamó Michael desesperado—. Ya te lo he dicho, nunca la he tocado.

—Está bien, está bien —lo aplacó Shorer—. Digamos entonces que pasas la tarde con ella en plan de amigos. Le coges la mano, juegas con su hijo o lo que sea, quieres que vuelva a la vida, que sea feliz y todo lo demás, ¿y luego la interrogas en tu despacho? ¿Con Balilty? ¿Qué te parece a ti? ¿Cómo lo imaginabas? Explícamelo. Lo pasado, pasado está. Pero quiero que me expliques cómo ves el futuro. Una investigación de estas características puede prolongarse durante semanas o meses, ¿quién sabe?

—Encontraremos una solución. Puedo concentrarme en otros aspectos del caso —farfulló Michael—. Tengo que descubrirlo —se oyó decir roncamente—. Tengo que descubrir qué ha pasado exactamente.

—Sí. Tienes que descubrirlo —dijo Shorer con un suspiro—. Y créeme que lo siento. Para una vez que te oigo hablar de una mujer como nunca te había oído hablar de ninguna otra. Dime cómo crees que podría funcionar.

—No tendré el menor contacto con ella hasta que hayamos resuelto el caso —anunció Michael. Él mismo percibió en su voz el tono fanfarrón del niño desobediente que promete portarse mejor. «Ni el menor contacto personal». Lo asaltaron pensamientos escépticos: «¿Estás seguro? Un poco de seriedad. ¿Cómo vas a soportar que se sienta abandonada? Tendrás que acostumbrarte a que te odie. Ni siquiera serás capaz de explicárselo».

Shorer le dirigió una mirada inquisitiva.

—¿Cómo piensas conseguirlo? Vives justo debajo de ella. Supongamos, sólo por suponer, para seguir hablando, que eso resolviera el problema. ¿Cómo lo llevarías a la práctica?

Michael inclinó la cabeza. Tampoco él lo sabía muy bien, ni si sería capaz de conseguirlo. Ni tenía claro qué lo impulsaba a continuar trabajando en la investigación. Miró a Shorer queriendo decir que no lo sabía y que lo ayudase. Pero por encima de ese deseo estaba el de mantener el autodominio, no delatar su incertidumbre ni la confusión que lo abrumaba. Si Shorer le hubiera preguntado por qué estaba dispuesto a renunciar a Nita —puesto que renunciar a ella temporalmente significaba, bien lo sabía, renunciar a ella para siempre—, sólo por trabajar en el caso, Michael no habría sabido qué responder. Y aun cuando encontrara la manera de expresarlo, Shorer no lo comprendería.

—Ponme bajo vigilancia. Pídeme lo que quieras. Puedo mudarme de casa —dijo al fin—, pero no me retires del caso. Por favor. Y también necesito estar seguro de que van a tener vigilada a Nita. Puede que esté en peligro. No sé si te he dicho que estoy muy preocupado por ella.

—¿No crees que ahora te necesita más como amigo? —preguntó Shorer—. Olvídate por un momento de los procedimientos. Ahora estamos hablando en plan personal.

—¡Ahora mismo no puedo ser su amigo! —se lamentó Michael—. No podré hasta que esté seguro, hasta que haya encontrado una prueba —tenía la garganta reseca, le dolía. Apuró los restos del café.

—¿Tengo que poner en peligro un caso de asesinato por el que el comisario jefe y el ministro se me han echado encima, y la prensa y el mundo entero me acosan…? ¿Tengo que mandarlo a la mierda por tus problemas personales? —dijo Shorer enfadado—. Dejemos de hablar en plan personal. Hablemos del trabajo, de lo que es conveniente en ese sentido. Siempre te he dicho que para trabajar es necesario distanciarse.

Michael meditó durante un rato largo.

—Hay cosas que sólo yo sé preguntar —dijo al cabo—. O comprender —añadió enseguida. Y al ver la expresión de Shorer, se apresuró a decir—: Soy el único que tiene algún conocimiento sobre la música clásica. Poca cosa, pero algo es algo. Y éste, créeme, es un caso musical.

Shorer lanzó un bufido.

—Así que al fin llegamos a tu famoso «espíritu de las cosas» —dijo con mordacidad—. Ya me extrañaba a mí que todavía no lo hubieras mencionado. Pero esta vez no es tan sencillo. ¿Recuerdas el lío en que te metiste con Ariyeh Klein? Y no eras más que ex alumno suyo. No podías evitar creerle ni siquiera cuando descubriste que mentía. Le tenías afecto y lo admirabas, lo conocías. ¿Qué me dices de este caso? ¿De verdad podrás ser objetivo?

—Así lo creo, con toda sinceridad, al noventa y nueve por ciento. Para ser estrictamente racionales, dejemos un margen de duda de un uno por ciento.

Shorer lo interrumpió furioso:

—Conoces nuestras normas. Tienen su razón de ser. Como tú mismo dirías en mi lugar: la implicación emocional te descalifica automáticamente.

—Pero yo no siento que tenga ese problema, esta vez no. Es distinto de lo de Ariyeh Klein —protestó Michael, a sabiendas de que sus protestas caían en saco roto. Ni siquiera a él lo convencían. Se había adentrado en terreno muy peligroso, como un jugador que apuesta todo a una carta—. Además, en definitiva, no me equivoqué con él. Mintió, pero fue una mentira sin importancia.

—¿Todavía no habéis arrestado a nadie? —preguntó Shorer en un tono por completo distinto, como si estuviera viendo ante él al comisario jefe o al ministro—. ¿O tengo que recurrir a Balilty para enterarme de lo que está pasando realmente?

—No hemos arrestado a nadie. De momento, nos hemos limitado a confiscar pasaportes. Pero no es que Balilty hubiese querido arrestar a alguien y yo me haya negado.

—A los hermanos, y tal vez también al enfermo psiquiátrico —reflexionó Shorer en voz alta—, a ellos al menos habría que interrogarlos en serio. ¿Y qué hay de Izzy Mashiah? No has profundizado suficientemente en ese sentido.

—¿A Nita también?

—De momento no hay nada en su contra —reconoció Shorer—. Ni contra nadie. En eso tienes razón.

—Entonces, tal vez —dijo Michael con una súbita iluminación que le reportó un cierto alivio— podríamos esperar un par de días. Mañana, cuando haya hablado con Dora Zackheim, y después de pasar el día con los hermanos en Zichron Yaakov, entonces quizá podamos reevaluar la situación.

—¿Piensas que en un día o dos va a suceder algo que resolverá el caso? Estás esperando un milagro, ¿es eso?

Michael cabeceó y se hundió en su asiento. Bajó la cabeza y asió los brazos del sillón con las manos.

—Todo tiene su precio, hasta perder dos días —dijo Shorer.

—¿A qué te refieres?

—No puedes estar a solas con ella.

—¿Con Nita? No se la puede dejar sola en ningún caso. Siempre está acompañada… ya te lo he dicho.

—No, amigo mío —dijo Shorer con severidad—. Me refiero a que tienes que cortar con ella, apartarte por completo.

—Creía que te alegrabas de que yo… la quisiera. Eso es lo que has dicho —se quejó Michael. Ese hecho, que Shorer inopinadamente había alcanzado a percibir, lo llenaba de pánico más que de alegría. Alteraba el curso de sus pensamientos.

—Te vas a retirar del caso —dijo Shorer rápida y firmemente— y vas a poner punto final al asunto de la niña. Hay que acabar con esa locura —continuó, mirando al frente—. Pero eso, debo decirte —añadió carraspeando—, ya lo han resuelto.

—¿Cómo que ya lo han resuelto? —Michael sintió que la sangre se retiraba de su cara y sus brazos, como si se la estuvieran drenando. Lo invadió una tremenda debilidad. Las yemas de los dedos le hormigueaban, recorridas por una especie de corriente eléctrica.

—Debo decirte —respondió Shorer, mirándolo a los ojos con una expresión más dulce de lo habitual, francamente paternal, incluso— que la niña ya no está contigo.

—¿Dónde está? —se oyó preguntar Michael con una voz extraña, que parecía venir de lejos, sin conexión alguna con su cuerpo o sus cuerdas vocales.

—Ruth Mashiah se la ha entregado en adopción a una familia. Le ha encontrado una buena casa —aseguró Shorer a la vez que le asía el brazo a Michael—. Ha dicho que puedes ir a verla cuando quieras.

—¿Cómo han sido capaces? —dijo Michael. El nudo de su garganta amenazaba con disolverse en lágrimas—. ¿Cómo se han atrevido a hacerme algo así sin… sin…? —durante largo rato quedó abrumado por sentimientos inexpresables. Ante sus ojos, un torbellino de imágenes. «Ha sucedido lo peor que podía suceder», trató de decirse con objeto de atajar la sensación mareante, el remolino de emociones. «Quizá no sea lo peor», pensó, «tal vez es mejor así». A fin de cuentas, debía entregarla. Pensar que lograría conservarla era un capricho, un despropósito. ¿Cómo podía habérsele ocurrido? Shorer estaba en lo cierto. Qué tristeza sentiría ahora al ver la cuna vacía. Al enfrentarse a la nada. Al enfrentarse a su nada interior, se corrigió, exigiéndose una franqueza insobornable para consigo mismo. Vio la imagen de un minúsculo trajecito, huérfano. Ya no correría a casa para abrazar a la niña. Tenía que renunciar a ella. Era lo correcto. Regresar a la soledad de siempre, renovada, conocida pero diferente. El mundo nunca ofrecía una salvación repentina y milagrosa. Era imposible. Era imposible que la nena se la proporcionase. No estaba justificado centrarse en un bebé. La repentina estocada de un terrible miedo paralizador lo llevó a preguntarse cómo iba a vivir a partir de entonces, si la salvación no era posible. Mas otro pensamiento surgió enseguida acompañado de una sosegada confianza: lo superaría, si lo que había llegado a comprender en aquel momento era verdad, lo superaría inexorablemente. Shorer tenía razón: uno no se va encontrando niños por la calle. Esa frase encerraba una gran verdad. Además, tenía a Nita. Puede que con ella lograra construir algo. Ella podría ser… Cuando la alegría le iluminaba de pronto el rostro… Pero ¿por qué? Un nuevo remolino comenzó a agitarse en su interior. ¿Por qué pensar que era imposible? ¿Por qué pensar que no podría conseguirlo? ¿Qué derecho tenían los demás a decidir lo que era mejor para la nena? ¿Qué sabían ellos? No permitiría que se salieran con la suya. Iba a plantarles cara. Quizá sí existía la salvación repentina y milagrosa. A fin de cuentas, no había sido una casualidad que hubiera sido él quien oyera el llanto procedente de la caja de cartón. En definitiva, no había sido una casualidad que él estuviera receptivo a ese llanto. No, no cedería. No permitiría que se salieran con la suya.

Pasaron algunos minutos en silencio. Shorer no retiró en ningún momento la mano del brazo de su amigo. De repente, a Michael lo traspasó una duda, afilada como un cuchillo:

—¿Cómo lo sabes?

—¿Cómo sé qué? —preguntó Shorer con calma. Retiró la mano del brazo tembloroso y Michael lo cruzó con el otro.

—¿Cómo sabes que se la han llevado? Tú… lo sabías desde el principio.

Shorer asintió con la cabeza.

—Y no me lo has dicho… Me has dejado… ¿Desde cuándo lo sabías?

—Desde esta mañana —dijo Shorer con calma—. Han venido a decírmelo esta mañana. No te lo había comentado antes porque quería ver qué me contabas.

—Porque querías ver si te lo contaba —masculló Michael, la voz ahogada por la ira—. Porque pensabas que te iba a engañar. Me has puesto a prueba. ¿Quién vino a decírtelo?

—¿Qué más da? Tenía que…

—¿Qué más da? ¿Qué más da? —repitió Michael a grito pelado. Shorer volvió a asirle el brazo con ademán tranquilizador y Michael bajó la voz—. Sabes muy bien que no da igual. Tengo que trabajar con esas personas. Si Eli o Tzilla han venido a contártelo a mis espaldas…

—No han sido Eli ni Tzilla.

—¿Quién, entonces? ¿Ha sido Ruth Mashiah la que ha venido a decírtelo?

—He prometido guardar el secreto, he dado mi palabra —repuso Shorer, y una nota titubeante se coló por primera vez en su voz.

—Tus promesas no me interesan —le reprendió Michael—. ¿Quieres que me vaya? ¿Que dimita del cuerpo? No puedo trabajar con personas que me dan puñaladas por la espalda. Y doy por supuesto que, si te niegas a decirme quién ha sido, se trata de uno de nosotros. Puede que se me hayan fundido los plomos, como tú dices, pero todavía soy capaz de pensar.

—Esta mañana, después de vuestra reunión, se presentó aquí esa chica, ¿cómo se llama? —Shorer se removió incómodo—. ¿Dalit?

—La serpiente —se oyó decir Michael.

—Una chica ambiciosa —convino Shorer—. No tiene nada de tonta. Estaba preocupada.

Michael no dijo nada.

—Es un asunto delicado esto de las lealtades —masculló Shorer—. Lo importante es que ni Eli ni Tzilla ni Balilty han soltado prenda. Ninguno de ellos me ha dicho nada —prosiguió, sintiéndose cada vez más incómodo, como si lo hubiera sorprendido en una traición.

—¡Vas a retirarla del caso! —declaró Michael.

Shorer quedó en silencio.

—¿Sí o no? —insistió Michael.

—Ya veremos. —Shorer se rascó la cabeza.

—Y por su culpa, por lo que haya podido decir, se han llevado a…

—Es por el bien de la niña —dijo Shorer con énfasis—. Ruth Mashiah me llamó por teléfono. Le habían dicho que éramos muy amigos, eso me explicó, y me pidió que te lo contara, que te preparase. En cuanto me llamó, supe lo que me iba a decir.

—¿Y Dalit? ¿También ha hablado con Ruth Mashiah? —preguntó Michael con sombría perplejidad.

—Según dice, le preocupaba el bienestar de la niña, y tú pasabas horas y horas fuera de casa. —Shorer, avergonzado, se quedó en silencio.

—Ah, qué gran poder el de la bondad bien intencionada. Y más si se trata del bienestar de una niña, de mejorar su situación.

—En fin —dijo Shorer con cautela—, dejando de lado los sentimientos personales, no resulta tan absurdo. Dalit no ha mentido —añadió a la vez que desviaba la mirada—. Es cierto que no paras de correr de aquí para allá como siempre… como siempre que estás trabajando en un caso y que suceden muchas cosas a la vez. Pero quiero hacerte una sugerencia.

Michael se quedó a la espera.

—Lo que te sugiero —dijo Shorer, hablando despacio y con deliberación, escogiendo las palabras con mucho cuidado— es que vengas a pasar una temporada en mi casa. Mi mujer se quedará con nuestra hija y con la nieta —echó una ojeada en dirección a la sala de Maternidad—. Voy a estar solo en casa. Vente conmigo unos días. Hasta que se aclare la situación.

—No pienso renunciar al caso —le advirtió Michael.

—Ya veremos —dijo Shorer—. Ya veremos qué sucede. Depende.

Michael fijó la vista en la pared de enfrente. En las manchas de color de un dibujo a pastel de una vista de Jerusalén. «Ni pienso renunciar a la niña», se dijo a sí mismo. «No me la van a quitar así como así». Miró a Shorer.

—Ruth Mashiah me ha dicho que te lo había advertido. Te dijo que la niña no era tuya, y, además, ni siquiera se la han llevado de tu casa. Estaba en casa de Nita. Es lo mejor para la pequeña. No te olvides de eso. Amar a alguien significa desearle todo lo mejor. Tú mismo me lo has explicado muchas veces —dijo Shorer—. Y se la han llevado por su propio bien. Ya lo superarás, y renunciarás a ella porque sabes muy bien que es lo mejor que puedes hacer.