Theo van Gelden estaba en pie junto a Nita, quien seguía tendida y acurrucada en la misma postura. Michael entró inmediatamente después de llamar una sola vez a la puerta y Theo se echó atrás sobresaltado, con expresión de susto.
—Todo sigue igual —dijo tocando el brazo de Nita—. Es una especie de coma, no se ha movido nada, no sé…
—No tiene sentido tratar de despertarla —dijo Michael tras tomarle el pulso a Nita, todavía débil y lento—. El médico dijo que el efecto duraría varias horas, ¿para qué quiere despertarla?
—Pensé que podríamos irnos a casa —dijo Theo, y se mordió el labio inferior. Su cabello gris hacía resaltar el tono amarillento de su semblante. Se quitó las gafas y separó los bonitos labios—. Se me hace insoportable pasarme las horas aquí encerrado, me duele muchísimo la cabeza y la idea de… quería… No puedo dejarla aquí sola —dirigió a Michael una mirada con la que parecía pedirle permiso para marcharse, y Michael se lo denegó con un gesto.
—Enseguida la llevaremos a casa, pero, hasta entonces, quédese con ella —dijo.
Theo asintió con la cabeza. Adoptó una exagerada expresión de resignación. Miró a Michael y asintió de nuevo, la vista fija en él, como si aguardara un elogio por su obediencia. Finalmente, se puso de nuevo las gafas, embutió las manos en los bolsillos y comenzó a pasear entre la puerta y la ventana, con aquel andar rítmico que Michael recordaba de la ocasión en que se reunieron en el cuarto de estar de Nita tras la muerte de Felix van Gelden. Theo dio unas cuantas vueltas, se detuvo junto al sofá, se frotó la mejilla, rascándose la barba de varios días, se tocó la frente. Con los dedos pegados al hoyuelo de su barbilla, dijo:
—Tengo que notificar… cancelar… no sé cómo… Japón… el concierto de pasado mañana en el que supuestamente Gabi iba a tocar el Doble concierto de Brahms… —volvió a mirar a Michael, expectante—. Debo parecerle una persona horrible —dijo—, pero no puedo evitar pensar en estas cosas. No sé cómo puedo preocuparme de esto ahora —se disculpó—, pero no soy responsable de mis pensamientos —declaró a la vez que levantaba los brazos en ademán defensivo—. No estoy acostumbrado a esto, tantas muertes de repente, alguien debería explicarme cómo… ¿Qué puedo hacer? Me da la sensación de estar viendo una película de terror… es como si no estuviera presente.
Mientras Michael sacaba un paquete de tabaco del bolsillo de su camisa, extraía un cigarrillo y se dirigía hacia el ventanal, Theo se sentó a la mesa, cruzó las manos y posó la mirada en el retrato de Leonard Bernstein, cuyo rostro estaba contorsionado en un rictus de dolor y placer, la cabeza echada atrás, las manos en cruz sobre el pecho, sujetando la batuta. Aquella fotografía colgaba junto a la ventana, frente a otra de una gran orquesta durante un concierto; el director estaba de espaldas, en una silla de ruedas sobre el podio, agitando los delgados brazos. Daba la impresión de que la cámara había captado el temblor de los brazos.
La ventana junto a la que se había situado Michael tenía vistas a las murallas de la Ciudad Vieja y a una esquina del hotel Rey David. Michael contempló la panorámica y el humo que escapaba de su boca, y, por un instante, se sintió totalmente perdido. Sabía que su puesto estaba en el vestíbulo, que también él debería estar realizando interrogatorios y examinando los nudillos de los músicos en busca de cortes.
Ya había dos coches patrulla aparcados al fondo de la calle, y en el más próximo al edificio, Michael distinguió las siluetas borrosas de dos policías de uniforme, a la espera en posturas de aburrida expectación. Pensó en el cadáver, envuelto en una reluciente bolsa de plástico negro, atado a la camilla, transportado a la ambulancia donde, sin duda, Solomon se sentaría delante y se dedicaría a canturrear al oído del conductor sus ideas sobre la vida y el mundo. Seguía demorándose junto a la ventana, junto a Theo, esperando, en realidad, que apareciera Danny Balilty, como si su llegada hubiese de señalar el verdadero comienzo de la acción. ¿Por qué aguardaba con tanta expectación a Balilty, como si su presencia fuera a resolverle los problemas? No tenía ni idea.
Se volvió de espaldas a la ventana y observó la gran fotografía de la orquesta con el director en silla de ruedas, la espalda encorvada, gibosa.
—¿Quién es el director? —preguntó.
—Stravinski —repuso Theo alzando la vista distraído—, aquí en Jerusalén, hace más de treinta años, en el sesenta y uno —y miró la fotografía como si fuera un viejo conocido al que no veía desde hacía años.
—No sabía que hubiera estado en Israel —comentó Michael sorprendido.
—Una vez, ya al final de su vida. Dirigió El pájaro de fuego. Yo tenía dieciocho años entonces, casi diecinueve. —Theo sonrió y miró las manos de Stravinski—. Lo subieron al escenario como si fuera un fardo… luego empezó a dirigir. Entonces parecía… cualquier cosa menos un fardo —dijo con una risita—. Fue increíble, dejó a todo el mundo pasmado. Aquel concierto fue el motivo, en fin, no el único motivo, pero sí fue un punto de inflexión en el que decidí hacerme director —sacudió la cabeza como intentando borrar aquel recuerdo y miró a Michael. Éste le expuso entonces un breve resumen de los hechos, tomando la precaución de no revelar la postura en que habían asesinado a Gabriel y de no mencionar la palabra «cuerda». Coló entre otras preguntas una relativa al chelo de Nita.
—Tengo entendido que es un instrumento muy valioso —dijo, y miró de reojo a Theo.
—Desde luego, hay pocos iguales en el mundo.
—No lo he visto en la sala —dijo Michael—. ¿Dónde lo ha dejado?
—Está aquí, en el armario de detrás de la puerta —repuso Theo con lánguida indiferencia—. Lo guardó después del ensayo, antes de…
Y Michael, temeroso de que la menor alusión a las cuerdas pusiera al descubierto lo que pretendía ocultar, apagó la colilla en una tapa oxidada que había en el alféizar y se dirigió al armario. Abrió la puerta corredera marrón y observó los rimeros de partituras que amenazaban con derrumbarse. En el suelo del armario, tan ancho como la pared, bajo los faldones de un gran abrigo, reconoció la funda del instrumento. La sacó del armario y extrajo de ella el chelo, sin prestar atención a la mirada fija con la que Theo seguía atenta y silenciosamente sus movimientos. Michael se arrodilló junto a la funda después de dejar ésta sobre la mullida alfombra, al lado de la silla en la que Theo estaba sentado, revolvió el interior, tocó el taco de resina, acarició el forro de fieltro verde y cogió el sobre semitransparente. Contenía un par de cuerdas enroscadas. Empezó a desenroscarlas y a juguetear con ellas mecánicamente a la vez que ponía todo su empeño en recordar cuántas cuerdas de repuesto tenía Nita en casa, pero sólo conseguía rememorar la imagen de sus manos diestras, diligentes, y la expresión de concentración de su rostro. Nita era la única que podría aclararle cuántas cuerdas tenía en un principio. En tono neutro y seco, se interesó por el instrumento.
—No, no es un Stradivarius —confirmó Theo, y se inclinó sobre la funda, colocada entre ambos—. Pero un Amati de Cremona de 1737 tampoco es moco de pavo. Amati estaba especializado en chelos —se volvió para mirar a Nita, que seguía inmóvil, y suspiró—. Se lo regaló un millonario judío a quien le conmovió mucho el concierto que dio Nita con la Sinfónica de Chicago. Lo recuerdo como si fuera ayer —una sonrisa espasmódica apareció brevemente en su rostro, y, una vez más, Theo acometió un monólogo compulsivo—: Lo interpretó de maravilla… el Concierto para chelo de Elgar. ¿Lo conoce? —sin esperar a que le respondiera, continuó—: La pieza que hizo famosa a Jacqueline du Pré. Puede que la viera usted en la televisión, una interpretación brillante, sin lugar a dudas. En mi opinión —dijo rascándose la cabeza—, el concierto es una obra irritante sin especial relevancia, pero Jackie lo consagró. Cuando lo interpretó Nita, Jackie ya se había retirado. Y lo cierto es que siempre he creído que mi padre debería haberle regalado un chelo como ése a Nita mucho antes del concierto de Chicago, y así se lo dije, pero… en fin, ahora ya da igual. Usted ha oído tocar a Nita, sabe de lo que es capaz, cuando se pone a tocar, claro, porque este último año no ha tocado nada, canceló sus compromisos… qué más da, sí, se merece este chelo.
—Es precioso —dijo Michael a la vez que acariciaba la tapa rojiza—. Creo que es de una madera especial.
—Y tanto —murmuró Theo—. Años de secado, sometida a procesos especiales. Es magnífica.
—¿Y las cuerdas? ¿También son especiales? —preguntó Michael, y las fue tañendo una a una, deteniéndose a pulsar dos veces la más fina.
Theo entrecerró los ojos y le dirigió una mirada penetrante.
—En los viejos tiempos solían ser de tripa, y las más finas a veces eran de seda. Se sabía de qué instrumento era cada cuerda. Cada chelo, cada violín tenía sus propias cuerdas. Incluso se podía saber quién las había confeccionado. Pero en este siglo comenzaron a fabricarlas de metal y plástico. Desde hace muchos años hay dos tipos estandarizados de cuerdas, las normales y las de concierto, y sólo un puñado de fábricas las producen —se levantó de la silla, sacudió las piernas, se metió las manos en los bolsillos y reanudó su agotadora marcha de un extremo a otro de la habitación.
—Las cuerdas de Nita, ¿son normales o de concierto?
—De concierto, por supuesto —repuso Theo.
—Aquí sólo hay dos cuerdas de repuesto —dijo Michael.
Theo no se detuvo. Con la cabeza inclinada, como si estuviera midiendo sus pasos, masculló algo ininteligible.
—¿Cuántas cuerdas de repuesto suele tener? —preguntó Michael en el tono de voz más natural que supo poner.
Theo se encogió de hombros.
—No tengo la menor idea —dijo distraídamente—. Hace años que no estoy al tanto de las costumbres de Nita. Supongo que tendrá algunas más en casa.
Un suspiro profundo y un sollozo aislado se alzaron del sofá, dejándolos petrificados. Pero Nita no abrió los ojos después de sollozar, aunque sí estiró las piernas bajo la manta para luego volver a doblarlas contra el cuerpo. Durante unos segundos se produjo un silencio cargado de suspense, luego vieron que Nita había vuelto a dormirse y Michael formuló en voz baja la pregunta que siempre le ponía nervioso:
—¿Tenía enemigos su hermano? ¿Alguno en concreto del que usted tenga noticia?
—Llevo una hora pensándolo… quién puede haber… quién puede haber querido… no tengo ni idea —dijo Theo, y tomó asiento en la silla tapizada de detrás de la mesa. Extendió las manos y se las miró alternativamente, palpándose los nudillos, protuberantes y anchos como los de Nita. Michael les echó un vistazo, verificando mecánicamente si tenía arañazos. Pero las manos de Theo van Gelden, al igual que las de Nita, el concertino y las otras dos instrumentistas de cuerda, estaban tersas y sin señal alguna.
—Usted mismo lo ha visto —dijo Theo con un encogimiento de hombros—. No se podría decir que tuviera verdaderos enemigos. Sin ir más lejos, yo tengo muchos más —prosiguió soltando una risita—. Lo extraño es que no me hayan agredido a mí, que no sea yo el que haya aparecido ahí tirado —dijo a la vez que señalaba hacia la puerta con un gesto. Luego su expresión se tornó grave de nuevo. Se frotó la cara con ambas manos y luego volvió a extenderlas y a contemplarlas—. Los cambios que Gabi quería introducir en su grupo han dado lugar a tensiones de todo tipo en los últimos tiempos. Ya sabe que había formado un grupo de música barroca con instrumentos de época. Era un perfeccionista acérrimo, y había gran competencia por incorporarse a su grupo. Ya se imagina el alboroto y los líos. Estaba lleno de planes para el grupo, sobre a quién iba a contratar y a quién no. Sobre la manera de pagarles y cuánto. Estudió y ponderó toda clase de métodos de remuneración, incluido el de un grupo londinense que paga a sus integrantes al revés que los demás: cuantos menos ensayos sean necesarios, más cobran. Es un incentivo para que practiquen en casa, algo que nunca hacen aquí. Nadie practica en casa, porque a mayor número de ensayos, más horas extras. Se han levantado ampollas, sin duda, había resentimientos, pero de ahí a tener verdaderos enemigos… ¿Hasta el extremo de llegar a esto? —se llevó las manos a la garganta.
—El Doble concierto en el que estaban trabajando… ¿no es Avigdor, el concertino, a quien correspondería interpretar los solos de violín?
—No es necesariamente el concertino quien interpreta los solos de violín. De hecho, apenas suele tocar solo, sobre todo en la música romántica, incluso cuando hay dos solistas y él es uno de ellos. Sea como fuere, los solos de este concierto de Brahms me parecen tan individuales, tan dotados de una calidad solista, que nunca los pondría en manos del concertino y del primer chelista, por muy buenos que fueran.
—Pero en su concierto anterior, el de la obertura de Guillermo Tell, Gabriel hizo las veces de concertino.
—¿Y qué? —replicó Theo molesto.
—¿No cree que eso puede generar celos en el concertino habitual? Que es Avigdor, ¿no es así?
—Sí, sí —dijo Theo impaciente—, pero hay ocasiones en que desempeña ese papel algún otro de los mejores violinistas de la orquesta, y, por otro lado, Avigdor siempre cobra lo mismo. De hecho, estaba encantado de que Gabi fuera el concertino. Consideraba un honor cederle el puesto.
—A veces me pregunto cómo se sienten los músicos cuando las notas que tocan son absorbidas constantemente por el sonido general de la orquesta o cuando tienen que tocar una y otra vez las mismas notas. Debe de ser muy frustrante estar esperando a que te llegue el turno de tocar, o tocar siempre lo que tocan todos los demás.
Theo lo interrumpió:
—Tiene usted una visión muy romántica de las cosas. No voy a negar que la gente se queme al cabo de veinte o treinta años, pero, en conjunto, todo marcha bien. En un ambiente de emoción y entusiasmo, ese tipo de cosas se olvidan. Un ejemplo es la Sinfónica de Chicago, allí nadie se siente de más. Es lo que debe ocurrir en una orquesta realmente buena. En Berlín los músicos cobran por concierto y participan en los beneficios de la orquesta. Y ellos mismos escogen a sus directores. No es lo común. Pero a veces, sobre todo en este país, las orquestas funcionan como organismos oficiales, y, como es natural, la rutina pesa mucho, se trata de un trabajo como cualquier otro. Hay descontentos, quejas, exigencias de cambio, y también murmuraciones y rencores. Pero en esta orquesta no sucede eso; en general, el director es la clave. Un buen director es capaz de poner en pie una orquesta y sacarla adelante. Y, además, ¿no ha visto usted a Avigdor? ¿Sería capaz de matar a alguien? No de esta manera, eso por descontado.
—No sé nada de la vida íntima de Gabriel —dijo Michael—. Nita apenas me ha hablado de él. Ni siquiera sé si debemos notificarle su muerte a alguien. Sólo recuerdo que estuvo casado, hace mucho, y que no tiene hijos. Pero tal vez vive con alguien, o tiene una relación especial con alguna mujer. En todo caso, hay que avisar a la familia.
—¿Qué familia? —dijo Theo desdeñoso—. Nosotros somos su única familia.
—Entonces ¿quizá a su ex mujer?
—Lleva siete años viviendo en Alemania —dijo Theo—, y no mantenían ningún contacto. Y con nosotros aún menos. Es una mujer espantosa. Vulgar, codiciosa, sólo le trajo problemas. Ninguna de mis mujeres ha sido así, gracias a Dios. Y debe usted saber —dijo alzando la voz y agitando un dedo— que he tenido muchas mujeres. Soy un experto en matrimonios —declaró sin sonreír—. Gabriel no tiene hijos, y tampoco tenemos parientes dignos de mención —luego dejó caer la voz hasta un susurro titubeante y bajó la mirada—. Pero hay alguien… quizá deberíamos decírselo a Izzy.
—Izzy —repitió Michael—. ¿Quién es Izzy?
—Pues… vive con Gabi, en su casa —dijo Theo a la vez que se ponía en pie y embutía las manos en los bolsillos.
En ese momento, no había lugar para la delicadeza.
—¿Su hermano vive con un hombre? ¿En el sentido de convivir, de tener una relación homosexual?
—Eso creo —dijo Theo, y echó a andar de nuevo. Pero esta vez, en lugar de mantener la vista fija en el suelo, la clavó en la ventana; carraspeó antes de decir—: Nunca se lo he preguntado directamente, pero eran algo más que compañeros de piso. A mí no me importa. No me importa en absoluto. Vive y deja vivir, no me molesta, y hay muchos artistas… músicos… no se imagina cuántos… Cuando fui a Nueva York por primera vez no daba crédito a lo que veía. Copland, Mitropoulos y, cómo no… —y miró la fotografía de Bernstein—. En resumen, es muy normal en nuestra profesión, puede que incluso esté relacionado con su esencia.
Tan normal y evidente que nadie lo había mencionado, ni siquiera Nita, pensó Michael mientras preguntaba:
—¿Es el hombre al que vi después de que su padre… cuando estábamos…? ¿El que acompañó a Gabriel a casa de Nita? ¿Ese hombre bajito de pelo rubio?
—El mismo —dijo Theo, e hizo un gesto de asentimiento con aire de alivio—. Así que ya lo conoce. Llevan viviendo juntos un par de años —explicó—, pero nunca hemos hablado de eso, nunca le hemos dado importancia, aunque estoy convencido de que no fue fácil para mi padre —suspiró—. Ahora parece una tontería —susurró, y soltó una risa ronca—. La muerte pone las cosas en su sitio.
—Su padre lo sabía.
—Estoy convencido de ello —dijo Theo—. Pero nunca lo comentó.
—Nita no me había dicho nada.
Theo se encogió de hombros.
—Quizá porque no ha estado por aquí últimamente. Y, además, ¿es que hablan de todo?
—¿Quién? ¿Quién no ha estado por aquí últimamente?
—Izzy. Puede que a Nita no se le haya ocurrido comentárselo —se veía que no lo creía ni él mismo—. Izzy asistió a un congreso, de matemáticas o electrónica. No entiendo nada de eso. Luego se marchó de viaje, y regresó… regresó el día que nuestro padre… o el día antes. Estuvo en Holanda, por cierto. Por otro lado, Nita es tan tímida, no es una gran conversadora ni en sus mejores momentos.
—Si vivían juntos hay que notificárselo —dijo Michael—. Y tendré que hablar con él, claro.
—Se lo diré enseguida, ¿o prefiere decírselo usted? Podemos llamarle desde aquí, ahora mismo —dijo Theo cobrando ánimo, y señaló el teléfono.
Michael levantó una mano.
—Después, y no por teléfono. ¿Tenía usted mucha confianza con Gabriel?
Theo carraspeó, bajó la vista, se frotó las manos y levantó la cabeza.
—Depende de lo que se entienda por confianza. De pequeños siempre estábamos juntos, estudiamos con la misma profesora de violín, Dora Zackheim. ¿Ha oído hablar de ella?
Michael asintió vagamente.
—Los dos estudiamos con ella, pero somos muy distintos, siempre hemos sido muy distintos en todo, y en los últimos años no hemos hablado mucho, y teníamos montones de desavenencias.
—Competían el uno con el otro —aventuró Michael—. Rivalidad entre hermanos.
—Hablar de rivalidad entre hermanos es una exageración —dijo Theo haciendo una mueca—. Suena demasiado dramático. Ni siquiera sé si se podría hablar de competitividad. Sería más correcto hablar de diferencias, diferencias de temperamento, alejamiento. Gabi era introvertido, cerrado, y yo, bueno, yo… —sonrió—. Usted ya me conoce un poco.
—¿Entonces nunca le habló de la relación con su compañero, con Izzy? ¿Ni siquiera sabe si se encontraban en buenos términos? ¿Si se habían peleado hace poco?
—Que yo sepa, no —dijo Theo avergonzado—. Nunca he sabido que tuvieran problemas. Me resulta un tanto embarazoso darme cuenta de lo poco que sé de la vida íntima de mi hermano —reconoció—. Toda la gente de mi familia, salvo yo, es tan reservada, yo soy el único del que se sabe todo —añadió en un tono quejumbroso, con cierta coquetería; aquel tono delataba afectación y llevó a Michael a preguntarse si sería su manera de conquistar a los demás, sobre todo a las mujeres—. Por lo que se refiere a Izzy, apenas lo conozco… no los he visto juntos muchas veces, ni siquiera a Gabriel lo veía con frecuencia, a decir verdad. Sobre todo en los últimos tiempos. He estado en el extranjero, he viajado mucho. Las últimas ocasiones en que coincidimos, antes de la muerte de mi padre, creo que fueron el cumpleaños de mi padre y el aniversario de mi madre —quedó de pronto en silencio y miró a Michael con gesto sobresaltado—. ¡No estará pensando en Izzy! —exclamó, manifiestamente escandalizado—. Que haya venido aquí y… —soltó una risita—. Absurdo. ¡Qué absurdo! ¡Como una película mala!
—¿No lo ha visto por aquí hoy?
—No.
—¿Qué ha sucedido exactamente entre bastidores? ¿Dónde se encontraba usted mientras Gabriel estaba allí? —preguntó Michael despreocupadamente mientras devolvía el chelo a su funda.
—¿Yo? ¿Que dónde me encontraba yo? —repitió Theo aturdido, y frunció el ceño en aparente esfuerzo por recordar—. Yo… creo que estaba con la timbalista. Durante el ensayo no había conseguido sacarle lo que quería y continué trabajando con ella… El ensayo terminó sobre la una y media. Parte de la gente empezó a dispersarse, otros se quedaron. Gabi tenía programada una reunión con montones de posibles candidatos extras para su grupo, y salió del escenario. No me fijé en qué momento se fue, y luego, según creo, comenzaron a buscarlo porque había desaparecido, y después Nita fue ahí atrás y… lo demás ya lo sabe.
—Pero ¿no había nadie más por ahí? ¿Nadie vio nada?
—No sabría decírselo —se disculpó Theo—. Estaba ocupado… se suponía que íbamos a tener ensayo general mañana por la mañana, y los timbales… No estaba prestando atención.
—Al menos podrá decirme si usted abandonó el escenario en algún momento.
—¿Cuándo? ¿Una vez terminado el ensayo?
Michael asintió con la cabeza.
—Que yo recuerde, no. Creo que no. —Theo titubeó—. Puede que… pero no recuerdo si fue después del ensayo o en el descanso. Más bien creo que fue en el descanso. Tenía que hacer una llamada telefónica, pero tengo una memoria horrible, no me puedo fiar de ella. Claro, ahora caigo en la cuenta de que había gente rondando por ahí, debió de ser muy arriesgado para… quienquiera que haya sido. En cualquier momento podría haber aparecido alguien… pero al final fue la pobre Nita quien lo encontró —su cara asumió de pronto una expresión de sobresalto—. Pero ¿quien le interesa soy yo? ¿Quiere saber lo que estaba haciendo yo? ¿Pretende sugerir…? —el sobresalto había dado paso a la indignación en su rostro. Sus hermosos labios se torcieron—. ¿Yo? —preguntó acalorado.
Michael guardaba silencio.
—¿Es eso que llaman una coartada lo que pretende extraerme con estas preguntas? ¿Quiere que le diga cuál es mi coartada?
—¿Estuvo en el escenario todo el rato?
Theo asintió con un gesto, sin que la indignación se borrara de su rostro.
—Y, ahora, dígame, ¿qué amigos de confianza tenía Gabi, aparte de Izzy? —preguntó Michael mientras observaba por la ventana los coches que aparcaban junto al edificio. Vio llegar a músicos de la orquesta que ya le sonaban conocidos, todos con expresión de perplejidad, y también a periodistas de la prensa y de las dos cadenas de televisión, con fotógrafos y cámaras a su zaga. Aun cuando saliera por la entrada de artistas, pensó espantado, le deslumbrarían los focos de las cámaras. Era algo que detestaba en cualquier circunstancia, y esta vez había que evitarlo a toda costa, decidió, a toda costa. «Que hablen con Balilty», pensó para sí. Sólo alcanzaba a ver la entrada principal, y estaba seguro de que Balilty llegaría por la entrada lateral.
—¿Personas de confianza? Nita, quizá —repuso Theo vacilante; tragó saliva y durante un momento se le marcó la nuez en la garganta—. Con ella tenía más confianza que conmigo, eso desde luego —echó la cabeza atrás y se masajeó el cuello—. Mire —dijo—, yo… no vaya a pensar… yo quería mucho a Gabi, pero es una cuestión compleja. Éramos muy… muy distintos, dos personas diferentes. Yo me sentía más cercano a mi madre, Gabi era el niño de papá —torció las comisuras de los labios—. Somos totalmente distintos. Nita también. Y, aunque los dos tocábamos el violín, nuestra manera de abordar la música también era muy distinta. Otras familias musicales —continuó con amargura— se preocupan de que cada uno de sus hijos toque un instrumento distinto, pero Gabi escogió el violín, como yo, y nadie puso objeciones. Le dejaban hacer lo que quería. Y Dora Zackheim, lo mismo.
—Ella lo prefería a él —aventuró Michael.
Theo se encogió de hombros. Hizo un puchero. Era fácil imaginarlo de niño. Enfurruñado pero fingiendo indiferencia, con el encanto de quien es consciente de su buena apariencia pero, a la vez, está cargado de resentimiento disimulado. Theo bajó la cabeza y quedó en silencio.
—¿Le hablaba alguna vez de cuestiones íntimas? ¿De sus cosas personales?
Theo parpadeó y se miró la punta de los zapatos.
—No —reconoció con esfuerzo—. No sabía mucho de su vida, y desde que comprendí cuál era su relación con Izzy… me dejó muy desorientado, nunca se me había ocurrido esa posibilidad, y mi padre, el pobre —soltó una carcajada—. Yo y mis múltiples divorcios, Gabi y su novio, Nita y su hijo ilegítimo, ninguno salimos como es debido.
—¿Le preocupaba? ¿A su padre?
—No lo sé —reconoció Theo—. ¿Cómo saber lo que siente tu padre si él decide no hablar? Nunca se inmutaba cuando oía algo sobre nosotros. Cuando Nita se quedó embarazada y la dejó en la estacada ese elemento que se había buscado, y no es que yo lo conociera personalmente, pero hice mis averiguaciones, pues bien, Nita estaba destrozada y mi padre nunca se interesó por saber cómo se encontraba. Yo traté de hablar con él, tanto de Nita como de Gabriel, con mucho tacto, claro, del asunto de Gabriel, pero él nunca soltaba prenda. Además hay que recordar que yo no pasaba mucho tiempo en Israel, pero en nuestras conversaciones serias, mi padre se sentaba en su butaca, donde… donde estaba… donde lo encontraron, y no despegaba los labios. Ni una palabra. Nita llegó a hablar con él de Gabi, después de mi intento fallido. Creo que con ella fue más comunicativo. Pero a mí, en todo caso, nunca me dijo nada.
—¿Cómo es el amigo de su hermano?
—Apenas lo conozco. Sólo lo he visto unas cuantas veces, y Gabi nunca nos dijo: «Éste es mi amante»; dijo sencillamente: «Éste es Izzy». Lo único que sé de él es que es matemático. Es educado, de modales corteses. Y también entiende de música, la ha estudiado, e incluso toca el clavecín. Le gusta perorar sobre los instrumentos originales, las interpretaciones históricas, la música auténtica —añadió ondulando el labio superior—. Gabi me dijo una vez que Izzy le había enseñado muchas cosas, y hablaba de él como si fuera un auténtico músico, pero yo nunca lo he oído tocar. Conmigo hablaba muy poco… y sé que nunca le ha gustado… —se interrumpió porque llamaron a la puerta.
—Me habían dicho que estabas aquí —dijo Yaffa, del laboratorio, a la vez que echaba una ojeada al despacho—. Supuse que querrías saber… —prosiguió, pero se detuvo y clavó la mirada en Theo; éste dejó de pasearse, se puso muy tieso y la examinó con mirada de experto, entreteniéndose en la zona de las ingles, resaltada por los vaqueros ceñidos; luego la miró directamente a los ojos con aire irónico.
Michael señaló a Nita para silenciar a Yaffa y se dirigió a la puerta.
—¿Qué es lo que nunca le ha gustado? —preguntó a Theo ya con la mano en el picaporte.
—¿Cómo? —dijo Theo confuso.
—A Izzy —insistió Michael—. Me estaba diciendo que había algo que no le gustaba. ¿Qué es?
—Ah —dijo Theo recordándolo, y esbozó un ademán desdeñoso—. No tiene importancia. No le gustaba mi forma de interpretar la música, mi manera de dirigir, en especial las obras clásicas, Mozart y Haydn, pero también criticaba mi Brahms. En una ocasión me dijo que no concebía como yo el uso de las trompetas y la percusión. Según él, debería emplearlas igual que en tiempos de Brahms. Lo dijo al respecto del Réquiem alemán… pero eso no tiene nada que ver…
Michael miró a Nita, que seguía inmóvil; salió y cerró la puerta tras de sí.
—Pensé que te gustaría saber que ya hemos terminado el registro de la escena del crimen —susurró Yaffa—. No hemos encontrado nada, y hemos empezado con la sala. Quizá también deberíamos registrar las oficinas. Ahora estamos peinando el escenario y la sala centímetro a centímetro, pero es una zona amplia, nos llevará su tiempo. Y Balilty te está esperando en el patio de butacas.
—Dile que enseguida estoy con él —dijo Michael, y sintió que se le aceleraba el pulso, como si estuviera a punto de ocurrir algo decisivo. Regresó al despacho y le pidió a Theo que lo esperase allí—. La llevaremos a casa pronto —prometió, y se encaminó a la sala a través del escenario.
El equipo del laboratorio gateaba por el escenario, recogiendo migajas con pinzas y guardándolas en bolsitas de plástico. Bajo los potentes focos que iluminaban la escena, la sala se veía oscura pese a que también en ella se habían encendido todas las luces; un par de hombres recorrían a gatas la alfombra en busca de pistas. Michael oteó el patio de butacas desde el borde del escenario, con una mano sobre los ojos, y así pudo distinguir a Balilty, que ocupaba una butaca de la última fila, casi junto al pasillo, y, con las piernas reposando en el respaldo de la butaca de delante, jugueteaba con un papelito. Al llegar a su lado, Michael vio que era el envoltorio de un chicle. El estallido de una pompa se había oído de lejos. Balilty dejó el papel en la butaca de su izquierda, se enderezó y dio unas palmaditas en la butaca de su derecha.
—Según me han dicho, ha sido una auténtica película de terror —dijo a la vez que posaba las manos sobre su barriga—. Con garganta cortada y charco de sangre incluidos, no ha faltado detalle.
Michael asintió.
—Ahí fuera espera la prensa en pleno. A fin de cuentas, se trata de la familia Van Gelden. Los periódicos de la tarde no hablarán de otra cosa. Eli ha colocado gente en las puertas, no se permite la entrada a nadie. La escena del crimen es todo el edificio, ¿no es así?
Michael suspiró.
—Su Majestad me ha hecho llamar —le recordó Balilty volviéndose hacia él. La satisfacción, casi regocijo, que aleteaba en los ojos de Balilty, no llegó a despertar la indignación de Michael—. Van Gelden, Gabriel, degollado —dijo Balilty para sí—. Seguramente me vas a decir que los dos crímenes están relacionados. ¿Quieres apropiarte también del caso del cuadro robado? ¿El primer caso Van Gelden? ¿Por eso me has hecho venir? ¿Has visto a la inútil que te han encajado en el equipo? Le tengo echado el ojo desde hace un mes. ¡Menudo cuerpo!
Michael hizo un gesto de asentimiento. Encendió un cigarrillo y se quedó con la cerilla en la mano. Balilty se puso en pie, se encaminó a un rincón y regresó con una tapa oxidada, que colocó sobre el respaldo de la butaca de delante. Se sentó con mucho estrépito y cruzó las manos ceremoniosamente.
—¿Es eso todo lo que quieres de mí? —preguntó provocador—. Para eso no hacía falta que me arrastraras hasta aquí. Podrías haber solicitado el expediente. No ibas a sacar mucho en claro, créeme. No tenemos ni una pista.
—Tal vez Gabriel van Gelden era el heredero legal del cuadro —señaló Michael.
—En ese caso, te lo habría comunicado. El hecho es que el testamento de Van Gelden divide la propiedad entre los tres con mucha ecuanimidad. Lo he verificado. La tienda para los tres a partes iguales, y el dinero también, mientras que la casa y el cuadro se los ha legado a tu amiga. En eso habéis salido bien parados —comentó con un atrevido guiño—. Y hasta le da permiso para venderlos.
—¿Para vender el cuadro? —preguntó Michael atónito.
—Eso es lo que dice: «Y puede disponer de ellos según su voluntad». De lo que deduzco que le da permiso para vender el cuadro.
—¿Y por qué no lo ha vendido él?
—¿Cómo quieres que lo sepa? Preferiría esperar. Tal vez el mercado estaba a la baja, yo qué sé. Dinero no le faltaba. Y era una herencia familiar, no lo olvides, y está el Holocausto por medio. Ya sabes cómo se toman estas cosas.
—Habrá que hacer pesquisas más adelante —dijo Michael, suspirando.
—¿Qué te has creído, que no he estudiado el testamento? ¿Que no he verificado con Zurich y París si alguien ordenó el allanamiento? ¿Por eso querías verme? —repitió Balilty.
—No, no sólo por eso —reconoció Michael.
—Entonces, ¿por qué? —preguntó Balilty con brusquedad, y giró el cuerpo repentinamente, como un tigre adormilado que se hubiese despabilado—. No te hacen falta más hombres. Dentro de poco tendrás aquí a todo el cuerpo. Hasta han retirado a Tzilla de un caso por ti. Si Shorer no estuviera preocupado por otros asuntos, si el comisario jefe no estuviera ocupado con la inspección estatal, ellos mismos se habrían presentado hace horas. Las personas implicadas son importantes, muy, muy importantes. Bueno, ¿para qué me necesitabas? —aquella pregunta provocativa dejaba traslucir una honda humillación y también el ánimo triunfante de quien sabe que le van a dar acceso a regiones previamente vedadas—. ¿Y tú? —añadió con mayor delicadeza—. Tú no deberías estar aquí, eres parte de… en fin, da igual. ¿En qué te puedo ayudar?
—Quiero… —Michael se refrenó. Tenía que andar de puntillas, elegir bien las palabras para ganarse la confianza de Balilty y evitar que recelara y pusiera obstáculos en su camino—. Quiero que te integres en el Equipo Especial de Investigación. Quiero pedirte que te hagas cargo del caso oficialmente, o al menos que trabajes en él conmigo.
Balilty hizo un gesto con el que no se comprometía a nada, se reclinó en su asiento, volvió a estirar las piernas sobre la butaca de delante y se quedó en silencio.
—En primer lugar, es lógico debido a la conexión con el caso del viejo Van Gelden —adujo Michael esperanzado, pero Balilty no reaccionó—. Ya sabes —prosiguió Michael—, que esto me plantea un problema. Conozco a los implicados, a la hermana, sobre todo, pero quiero ocuparme del caso. Por casualidad, por un golpe de suerte, estaba libre, pendiente de que me asignaran un caso, y han podido encargarme éste, y lo quiero. Eli y Tzilla ya me han dado su opinión —se apresuró a añadir—. No necesito que me repitan otra vez que es insano y que es imposible ser objetivo cuando eres una parte interesada. Y no soy una parte interesada, pero sí estoy implicado, es cierto, por eso te estoy pidiendo esto, porque confío en que me des un toque de atención si a mí se me pasa algo por alto. Tú verás lo que yo sea incapaz de ver o prefiera no ver. Y, como es natural, no podré interrogar a Nita. Por otro lado —agregó con energía—, no hay más remedio que investigar ambos casos al unísono.
Balilty respiró hondo, hinchó los carrillos y expulsó el aire sonoramente.
—Tengo que pensármelo —dijo tras una larga pausa—. Tengo que pensármelo mucho. No es asunto sencillo. Corro el riesgo de meterme en camisa de once varas, y, además, el caso no será fácil. Según me han contado Eli y Tzilla, por lo visto, cualquiera de estos kleizmer podría… Son casi cien personas, date cuenta de la situación… ¡y tú estás viviendo con esa mujer!
—No vivo con ella. Hemos hecho un pacto… para cuidar a los niños.
—¿Recuerdas lo que te dije hace unos días? Cuando viniste a mi despacho te dije que hacer las cosas con normalidad, como todo el mundo, tiene su lógica. Y, por cierto, ¿qué tal va la búsqueda de la madre? No la encontrarán, créeme. Pero la encuentren o no, ¿no te parece que has sufrido un pequeño arrebato de locura? Una niña es lo último que necesitas. ¿Desde cuándo te gustan tanto los niños?
Michael suspiró.
—¿Cuánto tiempo necesitas?
—¿Para pensármelo? Una o dos horas, digamos —replicó Balilty. Hizo un guiño y sonrió—. ¿Acaso crees que no sé que soy imbécil perdido? Los dos sabemos lo que va a pasar al final. Pero tengo mis principios. Tengo que pensármelo y estoy pensándomelo. Puede que sea imbécil, pero no he nacido ayer. Sé cuándo me porto como un imbécil. Por lo menos no soy como todas esas mujeres que te persiguen con la lengua fuera. Yo pienso, ellas no. —Michael hizo un ademán desdeñoso y estaba a punto de decir algo como: «¿Qué mujeres?». Pero Balilty lo detuvo poniéndole una mano en el brazo—. Siento debilidad por ti, como todos los demás, señor Ohayon. Soy como arcilla en tus manos. Pero hasta ahí podíamos llegar. ¿Me silbas y voy corriendo? ¿Sin pararme a pensar? También tengo que preocuparme de mí mismo, ¿no crees?
—¿A qué te arriesgas? ¿Qué tiene de terrible lo que te he pedido?
—¿Estás de guasa? —dijo Balilty, y volvió a estirar las piernas, cruzó las manos sobre la panza y se quedó mirando el escenario y a las personas que gateaban por él—. ¿Me designarán jefe del EEI y mi papel será cubrirte las espaldas? Tú harás lo que te venga en gana y yo seré tu mascota, lo sabemos muy bien. Y, aun así, no te he dicho que «no» de entrada, tenlo en cuenta —dijo, e hizo una pausa para agitar un dedo admonitorio. Luego su cuerpo se relajó y añadió con resignación—: Lo que pasa es que estás acostumbrado a salirte con la tuya. Te crees que nadie puede resistirse a tus encantos. Pues bien, hace falta algo más que un par de ojos castaños para derretirme —añadió, la vista fija en el escenario—. Aunque sean los tuyos. Y no pongas esa cara —le advirtió volviéndose hacia él—. No vas a conseguir nada.
—¿Cómo puedes decir que estoy acostumbrado a salirme con la mía? —protestó Michael.
—Bueno, quizá no siempre —dijo Balilty, ablandándose después de dirigirle una mirada escrutadora—. Quizá no te hayan servido en bandeja algo que querías, pero que me zurzan si sé qué puede ser —gruñó, y volvió a ablandarse—. No quiero decir que te salgas con la tuya en todo, pero en algunos campos sí. Esta vez puede resultar más difícil porque, por ejemplo, tal vez yo no pueda acudir corriendo cuando me llames, porque a lo mejor estoy trabajando en otro caso. Dicho de otra forma, puede que esté ocupado. ¿Se te había ocurrido pensarlo?
—¿En qué estás trabajando? —preguntó Michael con desconfianza.
—Dime una cosa: ¿ya no trabajas con nosotros? ¿No lees los periódicos? ¿Es que el asunto de la niña, a la que, por cierto, todavía no conozco, te ha fundido por completo el cerebro? ¿Ni siquiera has oído hablar de nuestro último golpe? —Balilty miró a Michael con curiosidad—. Ya no eres el mismo, yo qué sé… Me desorientas, estás en las nubes.
—Últimamente no he seguido la actualidad de cerca —reconoció Michael avergonzado—. He tenido tantos jaleos…
—¿Entonces no sabes que hemos descubierto cuadros valorados en millones? ¿Picassos? ¿Van Gogh?
—No lo sabía —confesó Michael.
—¿Cómo lo ibas a saber? Estás demasiado ocupado calentando biberones día y noche, cambiando pañales, corriendo a casa como si… Tienes la mente en otro sitio. —Balilty meneó la cabeza y contempló pensativo la butaca de delante.
—¿Cuántas veces piensas repetírmelo?
—Te quejas como una mujer —le reprochó Balilty, y Michael hizo una mueca—. ¿Por qué estás tan susceptible? A mí también me gustan los niños —dijo Balilty tranquilamente, y mascó el chicle con energía—. La historia es la siguiente —prosiguió a la vez que retiraba los pies del respaldo de delante—. ¿Me escuchas? Hace unos días pescamos a una mujer, Clara Amojal, la dueña de una galería de arte de Tel Aviv, y a un turista francés, Claude Raphaël. Personas muy respetables; ella debe de rondar los cuarenta y cinco, pero es un monumento, un auténtico monumento —hizo una pausa como para evocar su imagen—. Los pescamos con seis cuadros, incluidos un Picasso y un Van Gogh.
—¿Cómo los descubristeis?
—Nos dieron el chivatazo —reconoció Balilty—. Si no, habría sido imposible. Recibimos una llamada anónima, hace tres días, telefonearon a la policía para facilitar la matrícula de un coche y la división antifraude se puso en marcha, y a mí me llamaron porque yo los había metido en el caso del cuadro de Van Gelden. Los detuvimos en la autopista Tel Aviv-Jerusalén. Gracias a la llamada anónima. El que llamó dijo: «Registren el coche, no se arrepentirán». Motti, ¿lo conoces?, el de la cara de niño y las mejillas rosadas, Motti se tomó el chivatazo en serio y decidió lanzarse. Detuvieron el coche, lo registraron y encontraron los seis cuadros. ¡Ni te lo imaginas! —dijo riéndose—. Es todo un museo. Como te lo digo, te sientas en ese piso de Yefe-Nof, un piso de lo más elegante, cerca de donde vivía Begin, y entre los seis cuadros del coche y otros ocho descubiertos allí, te sientes como en París. En comparación, el cuadro de Van Gelden se queda en nada.
—¿Crees que tiene relación con el caso Van Gelden?
—No lo sé, aún no sé gran cosa —dijo Balilty—. Arrestamos a la pareja: la marchante de arte y el francés, pero ellos no tienen ni idea de quién es Van Gelden. Llevan poco tiempo en el negocio. Por lo visto, está implicado un tipo de Jerusalén, pero aún no han dado con él. Yo mismo los interrogué hace un par de días, con detector de mentiras y toda la pesca. Su abogado —refunfuñó— consiguió que los soltara al ver que la prueba salía bien.
—¿Los soltaste? ¿Cómo pudiste hacer algo así? ¿Ya los tenías entre rejas y los soltaste? Pero si…
—Pensé que merecía la pena intentarlo —lo interrumpió Balilty impaciente—. Los tengo vigilados. No pueden ni mear sin que nos enteremos. Está todo bajo control. El piso, el coche, la galería de Tel Aviv. Estando en la calle, pueden darnos más pistas. Y, en todo caso, de Van Gelden no sabían nada. No tienen ni idea de eso. La Interpol está muy interesada en el caso.
—Habrá que ver si no son falsificaciones —dijo Michael.
—Aunque lo fueran, son de muchísima calidad. Los expertos llevan un par de días examinando los cuadros y aún no han descubierto ninguna prueba de que sean falsos. Nuestro laboratorio es un camelo comparado con ellos, a pesar de todos sus microscopios y escáners. ¿Sabes cómo se determina si un cuadro antiguo o importante es falso?
Michael negó con la cabeza.
—¿No lo estudiaste en la universidad?
Michael volvió a hacer un gesto negativo.
—No tengo ni idea —le aseguró.
—Muy bien —dijo Balilty emitiendo un suspiro de satisfacción—, yo te puedo dar una conferencia sobre el tema. ¡Te va a sorprender todo lo que sé de los colores!
Michael murmuró unas palabras admirativas.
—No, no vale decir «qué interesante». ¡Es todo un mundo, como te lo digo, todo un mundo! Por ejemplo, si un pintor del siglo XVII quería un azul determinado, digamos el azul de ultramar, ¿conoces ese tono?
Michael observó a los peritos del laboratorio, que ya habían bajado del escenario y se desperdigaban por la sala; dos de ellos se dirigieron a la fila de butacas donde habían tomado asiento Balilty y él.
—Pues bien, es un azul muy oscuro —prosiguió Balilty didáctico—. En el siglo XVII lo obtenían de una piedra semipreciosa, la conozco porque da la casualidad de que le gusta a Matty, y porque una novia que tuve una vez decía ser joyera… en fin, que la piedra en cuestión es el lapislázuli… les gustaba mucho a los antiguos egipcios. ¿Lo conoces?
—Creo que sí —dijo Michael—. No estoy seguro.
Balilty quedó muy satisfecho.
—Bueno, pues en el siglo XVII molían lapislázuli para obtener el color azul de ultramar. Tú eres historiador, ¿o no?
Michael sonrió.
—Esto es información histórica —aseguró Balilty—. Hasta el siglo XIX no se empezó a obtener este color artificialmente. Así se puede determinar la antigüedad de un cuadro. Y si ese sistema no funciona, ¿sabes cuál es el no va más de los métodos?
—No, ¿cuál?
—El no va más de los métodos —explicó Balilty paladeando las palabras— es bombardear el cuadro con radiaciones, y luego poner una película fotográfica en el cuadro para medir la radiación emitida por las sustancias químicas que contiene. ¿Lo sabías?
—En absoluto. Parece increíble —dijo Michael, auténticamente perplejo—. ¿Estás seguro? ¿Es una información fiable?
—¿Qué insinúas? —replicó Balilty ofendido—. ¡Te lo digo yo! —se llevó la mano al corazón—. ¡Me lo han dicho los mejores expertos! Me he pasado los dos últimos días con una francesa de la Interpol. Es su especialidad. Aparte de un par de especialidades más —añadió con un guiño—. Luego se comparan los resultados de la prueba con los análisis químicos. Además hay otro dato: si el cuadro está pintado sobre madera, como los pintaban en Italia hasta mediados del siglo XVI, y en Holanda hasta principios del XVII, ¿sabías que se pueden contar los anillos de crecimiento en el borde de la tabla?
Michael hizo un gesto negativo. Ya tenían muy cerca a los peritos del laboratorio.
—¡He aprendido un montón de cosas sobre la edad de la madera!
—El cuadro de Van Gelden está pintado sobre lienzo —le recordó Michael.
—Ya lo sé —replicó Balilty—. Sencillamente, te estaba informando.
—¿Tenemos que movernos? —preguntó Michael a Shimshon, que se había detenido al final de la hilera de butacas junto a un compañero.
—Pueden seguir ahí sentados un rato —dijo Shimshon, y continuó hablando con su compañero.
—¿Quieres que te lo explique todo ahora? —preguntó Michael a Balilty.
El agente de Inteligencia ladeó la cabeza, sonrió y dijo:
—¿Por qué no? Lo mejor será que me entere ya de los hechos. Aquí hace un calor del demonio. ¿Qué están buscando ahora?
Michael se lo explicó.
Balilty frunció los labios con un gesto escéptico:
—¿Crees que el arma habrá ido a parar al patio de butacas? Si ha sido alguno de ellos, sería más lógico que la cuerda o lo que sea estuviera cerca del cadáver. Yo me concentraría en la parte de atrás del escenario. Y también en lugares imprevistos, la cocina, los archivadores. Puede que ya no esté aquí. Sólo estará aquí si el asesino no se ha ido.
—Me gustaría que hablases con Nita cuando se despierte —dijo Michael titubeante a la vez que se levantaban para salir de la sala—. Que seas tú quien la inte… quien le haga las preguntas necesarias. Sin olvidarte de aludir a las cuerdas de repuesto.
Balilty se paró en seco a mitad de camino de la puerta.
—Por favor —dijo Michael—. Ya sabes que no me puedo encargar yo.
Balilty estiró el cuello y sonrió.
—¿Qué vas a contarle a Shorer? —preguntó.
—Ese puente lo cruzaremos cuando lleguemos a él —masculló Michael.
—No se le habría ocurrido ponerte al frente de esto si supiera…
—¡Shimshon! —gritaron desde detrás del escenario—. ¡Shimshon!
Shimshon salió de la penúltima fila del patio de butacas y se precipitó hacia el escenario. Michael miró a Balilty y ambos giraron en redondo para subir al escenario. Entre bastidores aguardaba un perito, el rostro reluciente de sudor.
—Aquí mismo, estaba aquí —se maravilló, y señaló un pequeño piano de cola antiguo situado en el recodo del pasillo que conducía a las escaleras de la entrada de artistas. Sobre el piano había un montón de partituras, periódicos viejos y un gran rollo de cinta adhesiva amarilla, la que habían utilizado para sellar puertas y ventanas durante la Guerra del Golfo. Una espesa capa de polvo lo cubría todo y al pie del instrumento se amontonaban más periódicos.
—Levanté la tapa por casualidad —le dijo el perito a Shimshon—, sin esperanza de encontrar nada. Hay tantas cosas encima, parece como si nadie lo hubiera tocado desde hace años —dijo, y una sonrisa de orgullo se pintó en su cara a la vez que le tendía algo a Shimshon, quien cogió cuidadosamente el fino alambre, uno de cuyos extremos estaba enrollado en torno a una clavija de madera; lo sostuvo sobre las palmas extendidas como un sacerdote sujeta la sagrada forma. Sopló encima suavemente. Michael se acercó a ellos y Balilty se recostó contra la pared del pasillo, a unos pasos de distancia.
—¿Qué le parece? —preguntó Michael a Shimshon.
—Podría ser. Desde luego que sí, pero habrá que examinarlo. Lo han limpiado, como es lógico —gruñó mientras lo examinaba a través de la lupa que Yaffa había colocado sobre el alambre, estirado entre las manos de Shimshon—. Es de un instrumento musical, sin duda —dijo con satisfacción.
—¡Y pensar que estaba aquí dentro, en una bolsa de plástico! —exclamó alguien triunfalmente.
—Ahora también encontraremos los guantes —comentó Shimshon—. Si hay una cuerda, tiene que haber unos guantes, porque es imposible hacer lo que han hecho sin guantes y no cortarse los dedos. ¿Han examinado las manos de los músicos?
—Estamos en ello —dijo Michael—, sin olvidar a ninguno. Aún no hemos descubierto un solo corte.
—Supongo que los músicos se tienen que cuidar mucho las manos —dijo Shimshon distraídamente mientras guardaba la cuerda en una bolsa transparente—. Debe de estar usted en buenas relaciones con Dios —le dijo a Michael—. Tengo que reconocerlo, tenía usted razón, yo estaba equivocado. Touché —declaró, hizo una profunda reverencia y se quitó un sombrero imaginario.
—Antes de celebrarlo, tenemos que enviárselo a Solomon —dijo Michael—. Para ver si es el arma del crimen.
—Hemos intercambiado los papeles —dijo Shimshon sonriente—. Ahora usted habla de verificaciones, se pone escéptico… En fin, lo principal es que hemos encontrado algo.
—¿Guantes? ¿Alguien quería unos guantes? —la exclamación procedía de al lado del piano. Yaffa, con una amplia sonrisa en la boca y los brazos estirados, agitaba un par de gruesos guantes de delicado cuero color castaño. Shimshon corrió hacia ella y le quitó los guantes de las manos.
—¿Dónde estaban? —inquirió.
—Aquí, tirados inocentemente —dijo Yaffa, señalando el piano—, bajo los pedales.
—No son unos guantes comunes y corrientes —señaló Balilty—. Es un cuero especial, muy suave. No se los puede permitir cualquiera.
—Tendremos que interrogar a los músicos al respecto —dijo Michael mientras examinaba el mullido forro de los guantes.
—Podrían ser de un hombre o de una mujer —dijo Shimshon—. De alguien que tenga las manos grandes.
—Muchos músicos las tienen —dijo Yaffa—. Me he dado cuenta hoy. Y también tienen los brazos largos.
—¿Como si el cuerpo se adaptara a sus necesidades? —se burló Shimshon. Guardó cuidadosamente los guantes en una bolsita—. Lo ideal sería —reflexionó en voz alta— que pudiéramos llevar a todos los músicos al laboratorio para buscar restos del forro en sus manos.
—Demasiado tarde —intervino Balilty—. Todos se han lavado las manos después de que les tomáramos las huellas, y el que andan buscando se las habrá lavado mejor que nadie.
—Eso da igual —replicó Shimshon acaloradamente—. Podríamos encontrar algo bajo las uñas. Deben pasar varios días para que desaparezcan todos los rastros.
—¿No quedan huellas dentro? ¿No es posible encontrar huellas dentro del guante?
—Lo verificaremos, ya se verá —masculló Shimshon—. Pero tenemos que examinarles las manos.
—Lo haremos —prometió Michael—. Pero debe recordar que justamente la persona a quien buscamos puede que ya se haya empleado.
Shimshon le tendió la bolsa sellada a Yaffa. Seguían de pie en el pasillo, junto al piano. Un empleado del laboratorio vaciaba el contenido de una papelera en una gran bolsa de plástico, y Michael contempló distraídamente las manos enfundadas en finos guantes de plástico que revolvían corazones podridos de manzana y envoltorios de caramelos. De pronto, quedó paralizado al oír algo que los demás parecían no haber percibido, puesto que seguían hablando como si nada. El corazón se le desbocó. A lo lejos, en dirección al despacho de Theo, se oían las cálidas notas de un chelo; mientras se precipitaba hacia esa zona del edificio, Michael se dio cuenta de que conocía bien aquellas notas, y al llegar a la puerta del despacho ya no le quedó duda de que alguien estaba tocando con gran maestría una pieza muy familiar, de Bach, tal vez. Luego oyó un chirrido sordo y supo que no era Nita quien tocaba, no era más que un disco, y antiguo, según parecía.
Theo estaba en pie junto a la radio, manipulando los botones. Acababa de bajar el volumen, que hasta ese momento estaba a tope. Tenía el semblante demudado y un gesto de espanto.
—No pretendía poner música, sólo quería oír las noticias, saber si ya estaban… —dijo con voz trémula—. He encendido el aparato sin mirar y ha salido La voz de la música.
Desde el umbral, Michael observó a Nita, que estaba tumbada boca arriba. Tenía los ojos abiertos, con las pupilas dilatadas, la vista clavada en el techo. El sonido ronco de la vieja grabación inundaba la habitación. Al entrar, Michael percibió la melodía de acompañamiento del órgano.
—No he podido apagarlo porque era Thelma Yellin —explicó Theo en defensa propia mientras la música cesaba. Dirigió la vista hacia Nita, que continuaba con los ojos fijos en el techo.
—Acabamos de escuchar el adagio de Toccata, adagio y fuga en do mayor para piano de Bach, en un arreglo para chelo y órgano de Arnold Holdheim —dijo con mucha solemnidad el locutor, y añadió que la grabación, de comienzos de los años cincuenta, pertenecía a los archivos de La voz de Israel. Con ella homenajeaban a Thelma Yellin en el centenario de su nacimiento. Antes de que empezara el informativo, el locutor pudo añadir que Yellin, que había sido discípula de Casals y había contribuido mucho a impulsar la música en Israel, falleció en 1959 a los sesenta y cuatro años.
A Theo le temblaron las manos cuando apagó la radio. Michael se recostó en la pared. Nita no volvió la cabeza. Sus ojos, muy oscuros debido a la dilatación de las pupilas, miraban fijamente al frente y su voz sonó hueca y ronca cuando dijo:
—Quizá me ha llegado el turno… eso es.
Michael se sentó a su lado en el sofá.
—¿Qué estás diciendo? —le preguntó asustado a la vez que le ponía una mano en el brazo.
—Thelma Yellin. No es una coincidencia —murmuró Nita, y cerró los ojos—. Es una señal de…
—¿Una señal de qué?
—Una señal de que me ha llegado el turno. Primero papá, luego Gabi y ahora yo.
Michael le asió la mano, fría y seca. Quería sacudirla o darle un abrazo, pero reprimió ambos impulsos.
—Y luego Theo. Después de mí, o antes —prosiguió Nita, como vomitando las palabras. Palideció de pronto e, incorporándose, exclamó—: ¿Qué va a ser de Ido? ¿Dónde está Ido? —temblando violentamente, bajó los pies al suelo.
—Está muy bien, te lo prometo. Acabo de hablar con la niñera, ahora mismo, está muy bien.
—Pero cuando yo me vaya, ¿qué pasará cuando me vaya? ¿Quién va a cuidar de él?
—¡No te vas a ir! —gritó Michael—. Vas a seguir viva.
—Para siempre —dijo Nita—, como todo el mundo.
—De momento, para siempre —dijo Michael, y, sin poder resistirse más, la estrechó entre los brazos.
Theo se desplomó en una silla y sepultó el rostro en las manos. Michael volvió la cabeza al sentir que no estaban solos. Desde el umbral, Balilty contemplaba silencioso la escena. Michael lo miró interrogante y Balilty se encogió de hombros y dio un paso atrás. Michael se levantó y se reunió con él fuera.
—Está despierta —le dijo a Balilty—. Debe marcharse a casa ya. Es necesario que alguien hable con ella lo antes posible, y ese alguien no debo ser yo. ¿Los acompañas? ¿Y les tomas declaración? ¿En casa?
—¿Me queda otra posibilidad? —preguntó Balilty, revolviéndose los bolsillos. Sacó un papelito y se lo colocó ante los ojos con el brazo estirado—. ¿Qué pone aquí? —preguntó al cabo—. ¿Qué hora pone? Mis gafas…
—Las cinco y media.
—¿Pone Museo de Israel? —preguntó alzando la voz y manteniendo una expresión cuidadosamente despreocupada.
—Sí, y también está anotado un teléfono.
—Muy bien, puedo acompañarlos ahora mismo, pero luego tengo una reunión en el museo, con un gran especialista, en relación con los cuadros. Bueno, quizá pueda pedir a alguien que vaya en mi lugar. Veremos. Necesito que venga con nosotros una mujer —continuó—. Me llevaré a como se llame, la jovencita esa, la maciza. ¿Cómo se llama? ¿Dalia?
—Dalit.
—Me la llevo. ¿Y tú?
—Yo también os acompaño, pero sólo un rato. Todavía tengo pendiente hablar con el representante de la orquesta, y luego iré a ver al tipo que vivía con la víctima. Tzilla me concertará una cita —pensó Michael en voz alta.
—¿Qué tipo es ése?
—Ya te lo explicaré —dijo Michael distraído.
—¿Quién va a espantar a los periodistas que están ahí fuera? —se quejó Balilty—. ¿Y qué me dices de los que están apostados junto a la casa de Nita? ¿Hasta cuándo podremos mantener en secreto que estamos ahí?
—No le dejes ver las noticias —le advirtió Michael—. Ni escuchar la radio. Que no se entere de nada.
—Vaya, ya me tienes donde querías, metido en el ajo hasta el cuello —le dijo Balilty a Michael ya en el piso de Nita, después de que Balilty se abriera paso sin ningún miramiento entre el enjambre de gente de los medios y repeliera a una periodista que aguardaba junto a la puerta («Hoy no vas a conseguir nada aquí, amiga», le oyó decir Michael, «te lo aseguro»); después metió a Nita en casa de un empujón, tapándole bien la cara, y ella se desplomó temblorosa en el sofá.
Michael cogió en brazos a la nena y reposó la mejilla contra la suya. Ella echó la cabeza atrás como si quisiera examinarlo desde lejos. El color de sus ojos, que había virado del azul al castaño, tenía ahora un tono cobrizo. Michael estiró los brazos para que la nena lo viera bien y frunció la nariz. Ella lo miró muy seria y luego esbozó una sonrisa feliz, confiada.
—Es preciosa —comentó Balilty por encima del hombro de Michael—. Y parece contenta —añadió sorprendido.
—Claro que está contenta —replicó Michael indignado, y volvió a apoyar la mejilla contra la de la nena.
—¿Cómo la llamas? —preguntó Balilty.
—Se llama Noa —respondió Michael, con una punzada de vergüenza al verse reflejado en la expresión de perplejidad de Balilty—. ¿Piensas que estoy chocho?
—Claro que no —aseguró Balilty—. Es un poco raro, nada más… ¿Qué vamos a hacer con ella ahora? Tienes que ir a casa de la víctima. Los del laboratorio ya han salido hacia allí.
—Se quedará conmigo —dijo Nita con voz normal, desde el sofá—. Ido y la nena se quedarán con Theo y conmigo. Y con usted —añadió dirigiendo una mirada vacilante a Dalit, que había tomado asiento en la zona del comedor.
Michael no se inmutó, ni tampoco preguntó: «¿Estás segura?». La experiencia le había enseñado que cada persona reacciona a su manera ante la tragedia, de manera sorprendente, muchas veces. Nada impedía que Nita se quedara a cargo de los niños, más aún considerando que no estaría sola. Como si le hubiera leído el pensamiento, Nita lo miró y dijo:
—La vida sigue. No puedo permitirme morir, al menos por ahora. Las madres solteras no pueden morirse.
En el regazo de Nita, Ido hacía gorgoritos y le tiraba del pelo. Los dos niños parecían muy tranquilos, en su mundo no había sucedido nada. Sonó el teléfono. Nita no se movió y fue Michael quien contestó. Hubo un prolongado silencio en la línea hasta que una voz masculina grave preguntó cómo estaba Nita. Michael le ofreció el teléfono. «¿Quién es?», preguntó ella, y Michael se encogió de hombros. Nita continuó inmóvil.
—¿Me puede decir quién llama? —dijo.
La voz masculina masculló algo ininteligible, luego hubo un silencio seguido de la señal de llamada.
—Ha colgado —dijo Michael.
El teléfono volvió a sonar. Era Tzilla:
—Lo he encontrado. No le he dicho nada. Aún no sabe lo que ha pasado. Será mejor que vayas inmediatamente, porque va a salir en las noticias de las siete. —Michael anotó una dirección en el envés de un sobre—. Está cerca de la calle Palmach —dijo Tzilla—. ¿Sabes dónde está? Puedes entrar por…
—Ya la encontraré —la interrumpió Michael, y miró a Balilty, que colocaba una grabadora sobre la mesa del comedor.
Desde la puerta, Michael vio que Theo se levantaba de la butaca de mimbre, se metía las manos en los bolsillos y echaba a andar hacia los ventanales.