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Morendo cantabile/Morir cantando

El cadáver estaba tendido en el pasillo de detrás del escenario, al pie de un estrecho pilar de hormigón. La mitad superior del cuerpo nadaba en un charco de sangre que había manado de la garganta cercenada. Michael, testigo de muchas escenas espantosas, apenas si posó la vista en la cabeza decapitada. Sólo una estrecha tira de piel de la nuca la conectaba con los hombros. Michael tuvo la impresión de que pendía literalmente de un hilo, a punto de desprenderse y rodar por el pasillo hasta el escenario y, escalón por escalón, hasta la sala.

Mientras giraba la cabeza en otra dirección y reprimía la oleada de náuseas que amenazaba con dominarlo, se le ocurrió que hasta entonces nunca había visto a la víctima de un asesinato poco tiempo antes de su muerte, vivita y coleando, por no decir ya tocando el violín. Era la primera vez que se encontraba junto al cadáver de un hombre con quien había pasado varias horas. Ese pensamiento generó en él una honda inquietud, a la vez que le hacía concebir en el fondo de su mente la idea de que en aquella ocasión todo iba a ser diferente, de que su implicación en el caso era errónea y que tal vez debería solicitar en ese mismo momento la asistencia de alguien… de alguien más que Tzilla, alguna persona que pudiera hacerse cargo del caso si él se venía abajo. Pero ¿por qué iba a venirse abajo?, pensó enfadado. ¿Es que se había venido abajo alguna vez? ¿Qué significaba «venirse abajo» o «derrumbarse»? ¿Significaban esos términos que iba a perder la capacidad para pensar con lógica? ¿Que se iba a desmayar? Cualquiera pensaría que el doliente era él en lugar de Theo o Nita.

Al pensar en Nita —más que un auténtico pensamiento, fue un fugaz aguijonazo que traspasó su revuelto cerebro—, y en la relación de Nita con el hombre al que habían degollado y que ahora nadaba en un charco de sangre, Michael empezó a reponerse. Se obligó a mirar el cadáver. Por segunda vez. Después de la primera ojeada, en un principio imprecisa y desenfocada por el horror, y luego excesivamente personal, aquel segundo vistazo fue distinto. Como sabía de antemano lo que iba a ver, miró a Gabriel como si fuera un cadáver común y corriente, un caso más. En cuanto posó en él la vista, supo que sería capaz de afrontarlo, que el asesinato de Gabriel no era más que un caso que debía resolver. Pero aún no osaba pensar en Nita. Por un instante, vio el rostro de su amiga titilando ante sus ojos, y los cerró queriendo ahuyentarla, como si le dijera: «Ahora no». Como si estuviera rechazando a la fuerza el recuerdo de su existencia, y de hecho necesitaba hacer un esfuerzo para olvidarla.

La doctora de la ambulancia Magen David Adom, llamada al lugar de los hechos incluso antes que la policía, se comportaba como si hubiera estado aguardando la llegada de Michael con el único propósito de repetir los gestos de siempre: alzó los brazos con impotencia y los dejó caer sobre sus gruesos muslos.

—Estaba así cuando llegamos. No he podido hacer nada, y no lo he movido, apenas si lo he tocado —dijo, y enseguida pasó a hablar de la reacción de Nita, que describió como un «caso clínico de histeria»—. Se puso a chillar y a chillar. No había manera de hacerla callar —a su descripción afloraron una nota de alarma y un deje condenatorio; repitió varias veces «nunca había visto nada semejante» y concluyó—: Al final le puse una inyección. Estos dos tuvieron que ayudarme a sujetarla —la joven médica señaló a dos chicos adolescentes que esperaban en el angosto pasillo, junto a los armarios metálicos que bloqueaban el acceso a la zona más espaciosa del edificio, donde estaban los despachos de los músicos y del director—. Son voluntarios. Nunca habían visto algo así —dijo en tono de reproche—. A los dieciséis años no se está preparado para esto —uno de los chicos tenía una sonrisa petrificada en el pálido semblante y el otro estaba de espaldas, recostado contra un armario.

El concertino dobló la esquina del pasillo, pasó como mejor pudo junto a los armarios metálicos y se les acercó bamboleándose. También él volvió la cabeza al pasar junto al cadáver. Había sido él quien había llamado a la ambulancia y a la policía.

—No sabía… no sabía si estaba realmente muerto, y pensé que lo primero era tratar de salvarle la vida —se excusó.

Al otro lado del fino tabique de atrás del escenario se oyeron unas fuertes pisadas. Resollante, jadeando, llegó el forense del laboratorio. «Si hasta su respiración suena como un canturreo», pensó Michael desganadamente al ver que el forense de guardia era Eliyahu Solomon. Dos peritos del laboratorio lo seguían a buen paso. Michael se preguntó si dos serían suficientes. Se maravilló de la rapidez con que habían llegado.

A él, los embotellamientos del tráfico le habían obstaculizado el camino en la calle del Rey David y lo habían obligado a poner en marcha la sirena en el semáforo de Mamilla. Mientras avanzaba a trancas y barrancas hacia el auditorio, contempló con la perplejidad habitual las estructuras de los edificios de lujo que estaban sustituyendo a las casas demolidas de aquel barrio. Cuando se detenía en el cruce de Mamilla, nunca dejaba de asaltarlo el asombro, acompañado a veces de una cierta repugnancia, ante los cambios de la perspectiva que se ofrecía a la vista más allá del semáforo. Echó una ojeada al cementerio musulmán, a su izquierda, y al «Palacio» —el imponente edificio redondo que albergaba el Ministerio de Comercio e Industria—, a su derecha, y, reconfortado por su supervivencia, fijó la vista al frente. Llevaba meses observando la destrucción sistemática de las viejas casas. De la quema se había salvado un edificio visitado en su día por Theodor Herzl, que ahora se diría el único diente original de la boca de un anciano en medio de una falsa dentadura reluciente: todos aquellos edificios nuevos que surgían tras un gran cartel anunciador del «Pueblo de David».

Le habían avisado por radio cuando ya iba de camino al barrio ruso, después de dejar a los niños con la canguro de las tardes. Recibió la llamada en el cruce de Mamilla, cuando observaba las pegatinas que proclamaban EL PUEBLO ESTÁ CON EL GOLÁN y SAMARIA ESTÁ AQUÍ desde la ventanilla trasera del coche de delante. El conductor se apresuraba en ese momento a subir la ventanilla para protegerse de la cascada de improperios vertida por una mujer andrajosa, la mendiga a quien se conocía como la Loca de Mamilla y que ejercía su oficio entre los coches detenidos en los semáforos, alargando la mugrienta mano hacia los conductores mientras hacía muecas con su boca desdentada y rezongaba. Michael sintió verdadero pánico al oír la dirección que, siguiendo órdenes de Shorer, le transmitía la telefonista.

—Primero te ha llamado a casa —le dijo la mujer, y su voz, aquel graznido tan familiar, hizo que un escalofrío le recorriera la espalda, como si hubiera oído rechinar una piedra sobre un cristal.

—Iba hacia la oficina —respondió Michael, sólo por decir algo, y giró hacia el carril de la derecha.

El frío que lo había inundado, rebalsándose en la boca de su estómago, ni siquiera se disipó cuando la telefonista añadió: «el cadáver de un hombre», como si la premura justificase esa falta de cautela ante los periodistas que estarían sintonizando la frecuencia de radio de la policía. El frío aumentaba a medida que se acercaba al auditorio, dejando atrás a toda velocidad la larga hilera de coches detenidos en el semáforo, que nunca parecía cambiar al verde.

Michael estaba aterido, sentía debilidad en las rodillas y los dientes le castañeteaban. ¿Cómo le iba a encontrar Shorer si tenía que pasarse la vida esperando a las canguros?, se fustigó. Pisó a fondo el acelerador. La canguro de la tarde, contratada para que Nita pudiera ir a ensayar, había llegado con media hora de retraso.

—Por culpa del tráfico —comentó enfadada. Habían modificado el itinerario del autobús a causa de la visita del secretario de Estado de Estados Unidos—. Y anteayer lo cambiaron por el entierro de no sé qué rabino —jadeó la chica—. ¡Trescientos mil hasidim por un rabino del que nadie ha oído hablar! Ya no hay quien viva en esta ciudad… cuando no son los atentados terroristas, o los entierros hasídicos, son las visitas de los políticos, con sus limusinas y sus escoltas de motoristas. Aunque sólo vayan a trasladarse del hotel Rey David a la residencia del primer ministro en la calle Balfour, acordonan toda la maldita ciudad por su culpa. ¿A ellos qué más les da? No tienen prisa por llegar a ningún lado.

Sacudido por oleadas de escalofríos, Michael se oyó preguntar a la telefonista si ya habían avisado y enviado al lugar del crimen a los peritos del laboratorio de Criminalística. Oyó su propia voz calmosa y cargada de eficacia, era la voz a la que recurría automáticamente en todas las ocasiones de ese tipo. Y, sin embargo, le sonó extraña al formular aquella pregunta. Al aparcar junto a la entrada trasera del auditorio, volvió a conectar la radio para solicitar que le enviasen a Tzilla.

La joven médica de Magen David Adom se había quedado en pie junto al esquelético forense, cuya camisa de cuadros hacía resaltar la concavidad de su pecho y la delgadez de sus brazos pálidos y peludos. Mientras limpiaba sus gafas redondas con gran meticulosidad, el forense interrogó brevemente a la médica en su salmodiante tono, sin dejar de tararear en las pausas. Al oírlo hablar, se tenía la impresión de que el forense siempre estaba practicando un interminable recitativo. La médica respondió a sus preguntas con brusquedad y manifiesta irritación. Cuando la llamaron, ya era «demasiado tarde», dijo, y Michael percibió en aquellas palabras el rastro de un leve acento ruso.

—El cadáver estaba en esta misma postura, tirado como un trapo, rodeado de sangre y con las piernas dobladas, al pie del pilar de hormigón —explicó la médica. Había impedido que alguien lo tocara, aseguró, y sólo ella se le había acercado. Describió de nuevo, esta vez sin deje crítico ni protestón, el ataque de nervios de Nita, y dijo que la había mandado a tumbarse al «despacho del señor Van Gelden».

—¿Qué Van Gelden? —preguntó Michael.

—El otro, el que está vivo —respondió la médica sin pensarlo. Luego puso un gesto de vergüenza y espanto.

—¿Dónde está el despacho? —preguntó Michael al concertino, y éste señaló el recodo del pasillo.

El concertino echó a andar en esa dirección, volviendo la cabeza para comprobar que Michael lo seguía. Se detuvo a la puerta del despacho y dijo con una voz que pasó en un instante de la confusión al miedo declarado:

—¿No ha estado usted presente durante el ensayo de hoy?

Michael hizo un vago gesto de asentimiento, llamó a la puerta y la abrió sin esperar a que le respondieran. Nita estaba acurrucada de costado en un sofá pálido de un rincón. Bajo la manta de lana se perfilaban sus rodillas, dobladas sobre el vientre. Tenía los ojos cerrados y la cara demudada, cual máscara de cera. Michael corrió a su lado, se inclinó y le agarró la muñeca. Su pulso era débil, apagado. Todo estaba perdido, pensó en cuanto vio su rostro. Nunca se repondría de aquel golpe. Nunca más se le acercaría con la cara radiante para apoyar la rizosa cabeza sobre su hombro y frotar la mejilla contra su brazo. Sintió el fugaz deseo de cogerla en brazos y salir huyendo. Se llamó al orden, molesto. Al menos estaba viva, se recordó.

Theo ocupaba una pequeña silla muy cerca del sofá. Cuando Michael abrió la puerta, se retiró las manos de la cara y volvió la cabeza.

—Ah, es usted —dijo, al parecer sobresaltado—. ¿Le han encargado que viniera? —preguntó en tono de alarma. Se repuso enseguida y se enjugó la cara con unos cuantos ademanes rápidos—. Tal vez es mejor así —masculló—. Precisamente porque usted sabe… no sé qué va a ser de ella, está… Está destrozada —dijo con voz trémula—. No sé qué vamos a hacer cuando se despierte. Me horroriza pensarlo.

—Tardará unas cuantas horas en despertarse.

—¿Quién podría haberlo imaginado? —susurró Theo—. En una sola semana, en menos de una semana, los dos de golpe. No sé ni qué decir.

—¿Quién lo encontró? —preguntó Michael.

—Nita —repuso Theo con la voz conmocionada, como si acabara de tomar conciencia de la escena a la que se había enfrentado su hermana—. Nita fue a buscarlo, lo estaban esperando. Yo seguía trabajando con la timpanista. Nita se marchó a buscarlo —aspiró hondo y expelió el aire—. Y lo encontró.

Michael guardaba silencio. Soltó la mano de Nita y tomó asiento al borde del sofá.

—Hará una hora… aproximadamente una hora desde que lo encontró. ¿Lo ha visto usted?

Michael asintió con la cabeza, gesto que pasó inadvertido a Theo, que había vuelto a cubrirse el rostro con las manos. Repitió la pregunta. Alzó la cabeza y se destapó el rostro, que había adquirido el tono amarillo grisáceo de la cera vieja, salvo en la zona de las ojeras, verde negruzcas, como las que tenía Nita cuando Michael la conoció.

—Lo he visto —dijo Michael—. Pero apenas sé nada todavía.

—¿Quién puede haber deseado hacer algo así? —dijo Theo en un murmullo cargado de pasión—. Y de esa manera… sangre por todos lados y todo lo demás.

Michael no dijo nada.

—No lo logro entender. ¿Es que pretendían decapitarlo o qué? ¿Quién puede haber querido cortarle la cabeza a Gabi?

—De momento, quédese aquí reflexionando sobre esa pregunta. Es crucial.

—Es increíble —masculló Theo entre las manos, en las que había sepultado el rostro de nuevo.

Michael se levantó y volvió junto a Nita. Ella no se movió. Su respiración era tan reposada que hubo de inclinarse sobre su cara para sentirla en la piel. Se incorporó.

—Volveré pronto —dijo, y cerró la puerta tras de sí.

Los peritos del laboratorio se movían con cuidado por la escena del crimen, el forense caminaba pasillo arriba y pasillo abajo, y el concertino descansaba con la espalda recostada en un armario metálico. Inquirió si se necesitaba su presencia, y, como nadie le respondió, permaneció donde estaba. Michael se dirigió a él.

—¿Dónde se ha metido todo el mundo? ¿Dónde están los músicos? —preguntó.

—Algunos ya se han ido a casa, se marcharon antes de que descubriéramos… antes de que supiéramos…

—¿Y los demás?

—Están en el vestíbulo —dijo el concertino a la vez que se masajeaba el cuello—. Les he dicho que no se fueran, y en cualquier caso habrían sido incapaces de irse. Quienes no han visto… a Gabriel —continuó, atragantándose—, han oído los chillidos de Nita. Ha sido espantoso, están conmocionados, nadie se habría atrevido a irse —concluyó.

Michael le pidió que volviera a decirles que permanecieran donde estaban. El concertino se balanceó y masculló que preferiría no tener que asumir esa responsabilidad.

—No sé cómo van a reaccionar, sería mejor que se lo dijera usted.

Michael le hizo una seña a Yaffa, una mujer del equipo del laboratorio. Ella se quedó contemplando la escena, luego a Michael, y al fin le dijo al concertino:

—Acompáñeme, yo se lo diré —y ambos salieron por el escenario.

Volvieron a oírse pasos pesados en dirección a la salida, que ahogaron el sonido de las leves pisadas de Tzilla, quien llegaba sin aliento y agitando las tintineantes llaves de su coche.

—Le he pedido a Eli que viniera conmigo —le susurró a Michael al llegar a su lado—. Al menos, estaremos todos juntos. —Michael asintió y ella le confesó—: Me he llevado un susto tremendo. Al principio pensé que era ella —dijo, bajando aún más la voz—. Me tranquilicé al saber que era un hombre —como si hubiera reparado en lo absurdo de su afirmación, añadió avergonzada—: Quiero decir que si hubiera sido una mujer… Es igual, olvídalo. ¿Qué está pasando por aquí?

Tzilla meneó la cabeza y, por primera vez, dirigió la vista hacia el cadáver de Gabriel, yacente junto al pilar de hormigón. El tintineo de las llaves del coche cesó. Tzilla las tenía apretadas en el puño. Luego abrió la mano y las llaves cayeron al suelo. Michael se agachó a recogerlas. Tzilla volvió la cabeza.

—¿Quién es? —preguntó a la vez que se llevaba la mano a la garganta y fijaba la vista en Michael.

—Gabriel van Gelden —repuso él. Un perito se arrodilló cerca del cadáver, recogió algo del suelo con unas pinzas y lo metió en una de las bolsas de plástico que llevaba en su maletín—. El menor de los hermanos de Nita —añadió Michael.

—Y yo soy el doctor Solomon —dijo el forense. Emitió un canturreo, enderezó los hombros y abombó el cóncavo pecho inhalando sonoramente. Siguió canturreando mientras revolvía su maletín y extraía un termómetro, una cámara de fotos, una lupa y un par de guantes, objetos que fue depositando en fila a sus pies—. No vaya a desmayársenos —le dijo a Tzilla a la vez que se arrodillaba junto a unas gotas de sangre derramadas fuera del gran charco, no muy lejos del cuello prácticamente desgajado de Gabriel. Se calzó los guantes y, armado con la lupa, se acercó mucho a una de las gotas de sangre, la alumbró con una linterna, tarareó para sí y luego dijo con voz apagada:

—¿Pueden darme un poco más de luz?

Uno de los peritos del laboratorio encendió un foco portátil, lo colocó junto a la pared y lo dirigió hacia el cadáver.

Yaffa regresó al pasillo por la entrada lateral, seguida del concertino, que caminaba con la cabeza gacha.

—Avigdor —le dijo Yaffa al concertino—, haga el favor de quedarse aquí un momento —y señaló un rincón junto al armario metálico—. Ya se lo hemos dicho —informó luego a Michael—. Te esperarán en el vestíbulo.

El otro perito se colocó junto al forense, cámara fotográfica en mano. Sacó un par de primeros planos del cadáver y de las gotas de sangre. Luego fotografió los alrededores del cadáver, enfocando a veces una sola baldosa; al fin, dejó la cámara, empuñó el grueso rotulador que llevaba en el bolsillo de la camisa y quedó a la espera, junto al cadáver.

—¿Qué tenemos aquí? —salmodió el forense. Examinó con la lupa las gotitas distanciadas del charco de sangre—. Aquí tenemos una gota de forma irregular, venga a verla —dijo haciéndole una seña a Michael, quien se puso de rodillas y observó la gota a través de la lupa—. ¿Ve estas gotas? —preguntó Solomon—. ¿Ve que no son redondas, que tienen los contornos desdibujados, dentados? —Michael asintió con un gesto y Yaffa fotografió las gotas en silencio—. De manera que ya podemos afirmar —resumió el doctor Solomon— que cayeron al suelo desde cierta altura. O, lo que es lo mismo, que inicialmente la víctima estaba de pie. Esta sangre se derramó mientras estaba de pie.

El semblante de Tzilla, que se arrodilló junto a Michael para observar el cuello de Gabriel, estaba muy pálido, y su labio inferior había desaparecido entre sus dientes.

—¿Ve que la herida da casi por completo la vuelta al cuello? —preguntó el forense, y la examinó a través de la lupa—. Bueno, de eso hablaremos enseguida —dijo, y siguió canturreando—. Ahora vamos a la temperatura, pero antes de moverlo tendremos que sacarle unas fotos —anunció mientras lo enfocaba con su cámara. Durante un instante tan sólo se oyó el clic-clic de las cámaras. Luego el forense dejó sitio al perito, quien trazó una línea blanca alrededor del cadáver, contorneándolo a gatas. Yaffa empezó de nuevo a sacar fotos. Daba la impresión de que las sacaba con los ojos cerrados para evitar la visión de la garganta cortada.

El forense tocó ambos lados del cuerpo, sujetando el termómetro con la otra mano.

—Primero la temperatura superficial —salmodió—. Y ahora aquí —dijo al cabo de un rato, poniendo al hombre muerto de costado. Con movimientos rápidos y precisos, le desabotonó parte de la ropa—. ¡Eso es! ¡Aquí lo vemos! —exclamó tras examinar el termómetro y levantar la vista hacia el pilar de hormigón junto al que yacía Gabriel. Frotó el pilar con la mano y observó su guante atentamente—. ¿Lo ve? —le dijo a Michael—. Mire, el enlucido se desprende del pilar. Eso es lo que tiene en la camisa, ¿ve estas manchas? —Michael siguió con la vista el dedo del forense—. Si hubiera llevado una camisa clara, sólo podríamos haberlas visto en el laboratorio, pero dado que es oscura, ya las podemos ver ahora. El blanco adherido a la camisa procede del pilar. Discúlpenme por entrar en detalles técnicos, pero estas manchas blancas me interesan por lo que revelan de la postura.

—¿Qué revelan? —preguntó Tzilla.

—Revelan —canturreó el forense—, que además de estar de pie, estaba recostado contra el pilar, así —dobló la cabeza hacia atrás, como apoyándola en el pilar—. Tal vez, no lo puedo afirmar con seguridad, pero tal vez alguien se le acercó por detrás y ¡zas! —el doctor Solomon hizo sobre su propio cuello un ademán de cortar y volvió a arrodillarse junto al cadáver, termómetro en mano. Tras un rato de absoluto silencio, durante el que los peritos recorrieron el pasillo palpando, fotografiando, señalando y arrodillándose, el doctor Solomon anunció—: Entre una y dos horas.

—¿Dónde está Nita? —preguntó Tzilla, y el concertino salió de su rincón para decírselo.

Tzilla se quedó horrorizada.

—O sea, que lo descubrió ella. ¿Así?

—Sí —repuso el concertino, y se acercó a ellos agachando humildemente la cabeza, la calva reluciendo entre las franjas de pelo rizado de ambos lados del cráneo.

—¿Cuándo?

—Sobre las tres, digamos a las tres y cuarto. No lo sé con certeza, pero fue después de que termináramos, y los únicos que se quedaron fueron quienes tenían que hablar con Gabriel sobre su grupo barroco. Gabriel estaba llevando a cabo una revolución, grandes cambios —trató de explicar, y quedó en silencio—. No dábamos con él —luego añadió, casi con sorpresa—: Desapareció de pronto, se evaporó de golpe, y ahora… —se le ahogó la voz y sepultó el rostro en las manos, luego las retiró y meneó la cabeza—. Es inverosímil —masculló entrecortadamente—. Es tan… tan… absurdo —enderezó los hombros, se quitó las gafas, y en un arranque de pragmatismo expansivo comenzó a exponer la cuestión horaria—: Terminamos el ensayo sobre las dos y media, dos y cuarto. Gabriel seguía con nosotros, es decir, que estaba allí un minuto antes de que…, y ahora… —titubeó y consultó el reloj.

—Ahora son las cuatro y cuarenta y siete —salmodió el forense—, así que tenemos las coordenadas temporales y una bajada de un grado en la temperatura, y calculando que la temperatura desciende un grado por hora… en fin, no se puede afirmar nada con certeza —advirtió al perito a la vez que se arrodillaba junto al cadáver—, me limito a recordarle que la temperatura baja a razón de un grado por hora. Así que podríamos hablar de unas dos horas o de hora y media. Lo que significa que la muerte se produjo entre las dos y media y las tres —le explicó a Michael—. Pero voy a examinar el rigor para combinar todos los datos posibles.

Examinó la cara de Gabriel, le palpó las mandíbulas e introdujo en su boca los dedos enfundados en unos guantes amarillos de plástico.

—Tal como pensaba, la lengua no está inflamada —señaló con satisfacción—. Recuérdenme que tome nota de esto y que la fotografíe. Podría ser importante. La mandíbula todavía se abre, con dificultad, pero se abre. Ya sabe lo que eso significa —dijo posando sus ojos pálidos en Tzilla con una mirada expectante.

Tzilla asintió cual alumna diligente y declamó:

—Si los músculos de la mandíbula están rígidos, han pasado tres horas desde la muerte. Si no se pueden mover las manos, seis horas. La rigidez en las piernas indica que lleva ocho horas muerto.

—Si hace un tiempo como el de hoy —la corrigió el forense—. Sólo cuando hace un tiempo otoñal como hoy.

—Así que aún no se ha asentado el rigor mortis —dijo Michael.

—Está a punto de empezar —aseguró el forense—. Enseguida. Ahora examinemos el livor mortis —volvió a poner el cadáver de costado y levantó la camisa—. Ven, tenía livideces en la espalda y, al darle la vuelta, se han deslizado hacia aquí. Si se oprime una lividez —dijo apretando una mancha azul violácea—, la presión empuja la sangre hacia los lados.

—¿Ya? ¿Aunque sólo haya transcurrido una hora? —exclamó Michael.

—Hay que tener en cuenta la edad. ¿Cuántos años tenía?

—Cuarenta y siete, más o menos, si no lo recuerdo mal.

—Pues bien, a esa edad ya se padece de insuficiencia venosa —murmuró el forense—. El cambio de color se produce al cabo de una hora, como lo demuestran estas livideces.

—¡Menudo color! —murmuró Tzilla. Bajo la deslumbrante luz blanca, el azul violáceo de las manchas relucía.

—Es lo que sucede cuando disminuye el oxígeno en la sangre —canturreó el forense—. Sin duda habrá visto cosas así antes.

—Pero nunca te acostumbras —dijo Tzilla suspirando, y se pasó los dedos por el corto cabello.

—Qué va —comentó el forense despectivo—, cuando no hay más remedio, uno se acostumbra a todo. Los seres humanos tienen una capacidad de adaptación increíble —tarareó y apretó una lividez de gran tamaño, que se desplazó hacia un lado—. Miren, al apretar se vuelve blanca, ¿lo ven?, lo que corrobora —cantó— que la muerte ha tenido lugar hace menos de ocho horas, porque… —señaló con un dedo enguantado a Tzilla, quien obedientemente dijo:

—Al cabo de ocho horas los vasos sanguíneos se ocluyen y las livideces no se desplazan.

—Eso es —ratificó el forense, y reanudó la inspección del cuello con la lupa—. No quiero tocar esto con el metro —salmodió—. No se debe estropear un tajo circular tan limpio —dejó la lupa y, empuñando la cámara de fotos, la acercó hasta unos centímetros del tajo y disparó varias veces, sin que cesara su canturreo—. Vamos a sacar unos cuantos primeros planos que se vean bien —y volvió a coger la lupa. Michael se arrodilló a su lado a la vez que Tzilla daba un paso atrás y volvía la cabeza hacia otro lado—. Hay que observarlo desde un punto de vista científico —advirtió el forense—, ya no es una persona, es un caso. Repítaselo hasta quedar convencida. —Tzilla no se movió y siguió eludiendo la visión del cadáver.

—¡Mire esta señal! —exclamó Solomon poniendo el dedo sobre el cuello del cadáver—. ¿La ve? ¿Esto que parece un mordisco? No tiene relación alguna con el caso, pero puede revelarnos alguna información.

—¿Qué es? —preguntó Michael, y retiró la mirada del dedo posado sobre la señal marrón.

—Llame a ese hombre. ¿Cómo se llama? ¿Avigdor?

Avigdor se plantó ante Solomon con gesto asustado.

—Él tiene la misma señal —dijo el forense satisfecho—. ¿Toca usted el violín? —Avigdor asintió con la cabeza.

—Es el concertino —dijo Michael.

—¡Ya lo ven! —exclamó Solomon encantado—. Es una inflamación que presentan muchos violinistas y violistas. La pieza de plástico, creo que es de plástico, tengo que comprobarlo, esa pieza de los violines les deja esta marca bajo la barbilla, tal como vemos en el caballero. ¿Era violinista? —preguntó señalando el cadáver. Michael hizo un gesto afirmativo—. Estoy seguro de que encontraremos otra señal aquí debajo —dijo el forense a la vez que levantaba la barba del muerto. Luego se inclinó sobre la señal, lupa en mano, y la examinó. Fue moviendo la mano lentamente de la barbilla al cuello—. ¿Lo ve? —dijo, pasándole la lupa a Michael—, el corte recorre casi toda la circunferencia del cuello. ¿Ve que apenas hay diferencias entre el lado derecho y el izquierdo?

Durante un instante en que Michael desvió la vista de la lupa, sus ojos, desprotegidos, fueron a posarse fugazmente en los ojos de Gabriel van Gelden, que seguían abiertos. La expresión de horror que vio en ellos y el recuerdo de la sonrisa tímida del muerto dejaron a Michael paralizado. Siguió mirando por la lupa, pero no veía nada ni lograba pensar, así que emitió un gruñido ambiguo y le devolvió la lupa al forense, quien dijo con satisfacción:

—De esto podemos deducir varias cosas. La primera es que no le pegaron el tajo con un cuchillo.

—¿No fue con un cuchillo? —repitió Michael. Cuando miraba el cadáver omitiendo la cara, del cuello para abajo, le resultaba más fácil.

—Con toda certeza, no. Un cuchillo no produce un corte regular. Y tampoco habría causado un corte en circunferencia, como éste. Además hay otro factor, el número dos: no se observan señales de indecisión. Al menos, yo no las veo.

—¿Qué son señales de indecisión? —preguntó Tzilla débilmente.

—Las que indicarían que había sido un suicidio —repuso Michael.

—Mire esto —le dijo el forense a Tzilla, sin fijarse en que ella se cuidaba mucho de mirar hacia otro lado mientras él proseguía—: ¿Lo ve?, la piel no presenta heridas pequeñas, indicativas de un intento de comprobar la profundidad a la que se podía llegar. Quien se va a suicidar, primero prueba el arma, el cuchillo, la cuerda o lo que sea. Y por eso se ven pequeñas heridas además de la grande. Ésa no es la situación que tenemos aquí. No hay señales de indecisión, sólo un tajo limpio —dictaminó mientras alumbraba el cuello con una linterna. Luego se puso a tararear.

—¿Qué ha sido entonces? —inquirió Michael.

—Un alambre fino. O, tal vez, una cuerda de plástico. Un sedal de pesca, digamos. Si es muy fino, puede cortar la cabeza de cuajo, pasando entre dos vértebras.

—¿Un alambre?

—Siempre que sea lo bastante afilado. Y que se ejerza la fuerza suficiente. Si se tira desde atrás, pongamos por caso, enganchado a las manos del asesino, o algo por el estilo. Si se ejerce presión contraria desde atrás, el alambre puede pasar exactamente entre dos vértebras y seccionar el cuello como en este caso. En teoría, la muerte podría haberse producido por anoxia, es decir, por falta de oxigenación del cerebro. Cuando se ejerce una fuerte presión súbita sobre el cuello, el proceso no dura más de un minuto. Las arterias se cierran antes que la tráquea, que es menos compresible y tiene mayor diámetro. Un objeto más grueso, como un cable, puede provocar una estrangulación y también falta de riego cerebral. Pero no estoy seguro de que en este caso haya habido suficiente tiempo para que ocurriera eso. La garganta es una zona muy sensible —explicó, y dejó la linterna junto al cadáver—. Estoy convencido de que no dio tiempo a que muriera estrangulado, pero, en todo caso, habrá que examinar todas las posibilidades.

El haz de luz de la linterna alumbró directamente la abertura de la garganta. Michael desvió la vista.

—Si hubiera muerto estrangulado, tendría los ojos desorbitados, capilares rotos en los ojos, edema, la cara azulada, la lengua inflamada, etcétera —argumentó Solomon ante un oponente invisible—. Pero este corte profundo demuestra que no hubo compresión. La causa de la muerte por estrangulación es el bloqueo de los grandes vasos sanguíneos que van al cerebro, y no es eso lo que ha sucedido aquí —añadió en tono combativo, como si alguien le hubiera exigido una prueba—. Esto es un corte en circunferencia. El corte se inició por delante y penetró profundamente a través del cartílago. Las resistencias, es decir, la parte delantera del cuello y la parte trasera de la cabeza sujeta por el pilar, explican la velocidad y la profundidad del tajo.

—Quizá el yeso de la camisa no está relacionado con la muerte. Quizá se le pegó ahí antes. Por la mañana, digamos —dijo Michael. Percibió un temblor en su voz. Cada segundo que se demoraba allí podía ser el segundo en que Nita se despertase. ¿Cómo podía haberla dejado sola? Pero si Theo estaba con ella, se dijo para tranquilizarse. No estaba sola. No se despertaría tan pronto, pensó. Las piernas le pesaban. Pero debía escuchar cuanto tuviera que decir el forense.

—Quizá —dijo Solomon con escepticismo—. El laboratorio nos lo podrá confirmar. Pero no tiene tanta importancia. Es evidente que estaba de pie, por la cuestión de las gotas de sangre que ya les he explicado.

—Recuerdo —dijo Michael, todavía sin dominar el temblor de su voz— que una vez me hablaron de la muerte motivada por un reflejo vagal, la compresión del cuello produce una caída repentina de la tensión arterial y la muerte instantánea, previa a la pérdida de sangre.

El doctor Solomon soltó una risotada.

—Tanto especular no vale de nada —dijo con aire de superioridad—. Si te cortan la tráquea y las arterias, te mueres… con o sin caída de la tensión arterial.

—Entonces, ¿qué dice usted? Que estaba recostado en el pilar y alguien se le acercó por detrás, con un alambre fino…

—O una cuerda de plástico, siempre que fuera muy fina y resistente —interpuso Solomon.

—¿Y le pasó la cuerda por el cuello desde atrás y tiró? ¿Así? —Michael se colocó tras el pilar, lo rodeó con los brazos y tiró de los extremos de una cuerda imaginaria.

—Sí, más o menos —convino Solomon—. Recuerde que aún no lo he examinado todo y que esto no es un laboratorio. Pero así lo veo yo. La víctima estaba de pie, apoyada en el pilar, con la garganta expuesta, y después… ¡Un momento! —exclamó con súbita animación, la vista clavada en la palma de la mano derecha de Gabriel—. ¡Mire esto! —gritó triunfante, y se precipitó a examinarla con la lupa—. ¿Lo ve, ve este rasguño?

Michael se arrodilló junto al cadáver. Observó a través de la lupa los rasguños que había entre el pulgar y el índice derechos del muerto. Le conmovió pensar que aquella mano sujetaba hacía poco el arco de un violín. El forense examinó la mano izquierda.

—Aquí son menos pronunciados —murmuró.

—¿Se resistió? —preguntó Tzilla.

—Apenas tuvo ocasión. Pero ya ven qué fina era la cuerda. La agarró con ambas manos, instintivamente, para soltarse, pero no le valió de nada, claro. Es un dato importante porque viene a confirmar nuestra hipótesis sobre el método.

—¿Un alambre? ¿Una cuerda de nailon? —especuló Michael, rechazando la imagen mental del rostro distorsionado, las manos debatiéndose—. Imagino que no ha dejado huellas en la garganta.

—¿Cómo iba a dejarlas? —dijo desdeñosamente a su espalda el perito del laboratorio—. Un corte regular, con una cuerda lisa. Pero si encontramos la cuerda, sí que descubriremos huellas del cuello. El problema es que no la hemos encontrado —dirigió la vista hacia Yaffa, que, hincada de rodillas, recorría las baldosas una a una.

—¡Necesitamos más gente! —ordenó Michael—. Al menos dos personas.

Yaffa miró al perito y éste asintió con la cabeza y se marchó en dirección al escenario.

—Aunque la encontremos, estará limpia, ¿no? —señaló Tzilla—. Quien lo haya asesinado la habrá limpiado.

—¡Pueden pasarse el día limpiándola! —dijo el perito—. Hay cosas que nunca desaparecen. Y tal vez tengamos la suerte de encontrar los guantes, porque tuvo que ponerse guantes para no cortarse. Habrá que mirarles bien las manos a todos para ver si tienen cortes. ¿Dónde puede haber escondido los guantes, si sigue aquí?

El perito no era mucho mayor que Yuval, reflexionó Michael mientras repetía «si sigue aquí». Pero ya se había licenciado en Química y poseía sólidos conocimientos en su área.

—Conoce a nuestro forense Kestenbaum, ¿verdad? —intervino Solomon. Michael sonrió y asintió con la cabeza—. ¿Sabe qué le gusta decir? «Todo contacto deja huella». Y siempre lo dice en inglés —dijo Solomon burlón—. En inglés húngaro. Así que guardaremos muestras de la piel del cuello y más adelante examinaremos el arma al microscopio para ver si coinciden. Si ustedes encuentran el arma, ya me encargaré yo de descubrir algo. O ellos —añadió mirando al perito del laboratorio. Volvió a coger el termómetro y agregó con tristeza—: No creo que descubramos partículas de metal en el cuello. Parece que el alambre era muy liso.

Michael dejó al forense y a los peritos del laboratorio en la escena del crimen, atravesó el escenario y echó a andar pasillo adelante hacia las grandes puertas de madera que conducían al vestíbulo. Abrió las pesadas puertas de un empujón y vio al nutrido grupo de personas que lo esperaba. Tzilla lo siguió e hizo una seña al concertino, que echó a andar tras ellos muy despacio. Ya fuera de la sala, mientras dejaba que las puertas se cerrasen lentamente tras de sí y observaba al grupo que lo aguardaba, Michael comprendió de pronto el significado de lo que había visto. Tuvo la fugaz visión de Nita agachándose sobre la funda abierta del chelo, arrodillándose y sacando de un compartimento un sobre fino y semitransparente, un sobre igual que el que acababa de ver en la funda abierta de un violín.

Abrió las puertas de nuevo, entró corriendo en la sala y se detuvo junto a la funda de violín abierta sobre una butaca de la primera fila. Tzilla se quedó sujetando la puerta, sin saber a qué lado de ella situarse. Avigdor, el concertino, continuaba en la sala, parado junto a la primera fila, como si la distancia que lo separaba de las puertas fuese excesiva para él. Al ver que Michael regresaba a la carrera y se detenía junto a la funda de su violín, retrocedió asustado, y luego se aproximó a él, vacilante.

—Es mi violín —dijo con manifiesta aprensión—. No debería haberlo dejado así. Es un instrumento muy valioso, pero al… —su voz se apagó, pero el ademán que hizo en dirección al fondo del escenario fue suficientemente expresivo.

Michael tomó asiento junto a la funda, la cogió y se la puso en las rodillas. Contempló las fotografías pegadas en el fieltro rojo que forraba el interior de la tapa, una pareja joven y un bebé. Luego pasó delicadamente un dedo sobre cada una de las cuerdas, tocó el paño que reposaba doblado bajo el instrumento rojizo y reluciente, y palpó el trozo de resina envuelto en un papel y guardado en un compartimento. A continuación sacó el sobre fino y semitransparente y extrajo con cuidado las cuerdas enrolladas. «Cuatro», murmuró a la vez que las iba tocando con las yemas de los dedos. Avigdor se retorcía las manos a su lado.

—Siempre tengo cuatro —dijo con voz trémula—, por si se rompen. Nunca se sabe… siempre estoy preparado…

—Y ésta es la más fina —dijo Michael, y desenrolló una de las cuerdas.

—Es la cuerda mi —dijo Avigdor, como disculpándose porque se llamara así—. Es la más aguda, por eso es la más fina.

—¡Doctor Solomon! —gritó Michael a pleno pulmón, y Solomon salió apresuradamente de detrás del escenario y corrió hasta el borde del mismo, donde se detuvo bajo la mortecina iluminación—. ¿Podría haber…? —empezó a preguntar Michael, pero se interrumpió. Miró a Avigdor, miró la cuerda y subió al escenario—. ¿Podría haber sido una cuerda de violín? —susurró acercándose mucho a Solomon a la vez que estiraba la cuerda mi.

Solomon palpó la cuerda con las manos enguantadas, luego se quitó el guante derecho y volvió a tocarla. Asintió con la cabeza y canturreó:

—Podría ser, ¿por qué no? —tras una pausa, añadió—: Si es suficientemente larga. Habrá que medirla… para que se pueda enroscar en ambas manos, se necesitan unos setenta u ochenta centímetros de longitud —agregó en voz alta.

—Shhh, baje la voz —le advirtió Michael.

Solomon lo miró desconcertado.

—Quiero mantenerlo en secreto. Como el caso de las tiras del sujetador. ¿Lo recuerda? ¿Recuerda que no dijimos cómo habían estrangulado a la mujer?

Solomon asintió con un gesto.

—Dijo usted que era mejor para pasarlos por el detector de mentiras.

—Cuanto menos sepan ellos, más sabremos nosotros —sentenció Michael, y añadió con menor seguridad—: Tal vez.

Echó una ojeada a la sala en penumbra, donde Avigdor se había desplomado en la butaca de al lado del violín. Tzilla seguía de pie al final del pasillo.

—¡Shimshon! —llamó Michael—. ¡Venga ahora mismo!

El joven perito se precipitó hacia ellos como si hubiera estado esperando aquella llamada.

—Podría ser —salmodió el doctor Solomon mientras manoseaba la cuerda—. Desde luego que sí, aunque tal vez se queda un poco corta.

—¿Tiene que ser precisamente de un violín? —preguntó Michael.

El doctor Solomon frunció el ceño, pensativo.

—No, también tendré que echar un vistazo a las cuerdas de viola —dijo sin canturrear en absoluto—. Antes hacían las cuerdas de tripas de gato —comentó riéndose—. ¿Hay por aquí una viola? También necesitamos un chelo, y quizá un contrabajo. Tenemos que verificar la longitud y el grosor de las cuerdas.

—Los músicos están ahí fuera con sus instrumentos —le recordó Shimshon.

—Traeré a alguno que tenga una viola —se ofreció Tzilla, que entretanto también había subido al escenario.

—No quiero que se enteren de lo que andamos buscando —dijo Michael—. A partir de ahora, máximo sigilo.

—Entonces, ¿cómo vamos a verificarlo? —preguntó Shimshon—. ¿Cómo lo descubriremos?

—Tenemos que idear algo. Preguntarlo indirectamente. Y habrá que fijarse en sus manos.

—Nada nos impide empezar por los violistas —dijo Tzilla—. La mayoría de los instrumentistas de cuerda siguen aquí. Algunos iban a trabajar con él —señaló el fondo del escenario y se estremeció—. Voy a traer a alguno mientras vosotros pensáis cómo preguntárselo.

—Traiga también a un chelista —le dijo el doctor Solomon cuando Tzilla empujaba las pesadas puertas.

—Voy a desmayarme —dijo débilmente Avigdor desde la sala en penumbra—. Estoy mareado.

—Enseguida le traemos un poco de agua —prometió Michael, y bajó del escenario—. Quédese quieto y respire profundamente —le indicó a la vez que se sentaba a su lado—. Estire las piernas e inspire hondo —luego preguntó con desenfado—: ¿Dónde se encontraba usted mientras Gabriel van Gelden estaba entre bastidores?

Avigdor se atragantó y pasó un buen rato tosiendo hasta que al fin consiguió decir:

—Yo… yo… —Michael aguardaba—. Después del ensayo, cuando él se retiró del escenario, supuse que nos íbamos a tomar un descanso. Hasta que volviera para hablarnos. Así que salí a la calle, a tomar el aire. Y a comer algo. Hay un quiosco que vende sándwiches. Esta mañana ni tuve tiempo de desayunar.

Michael manoseaba la funda del violín.

—¿Están aquí todas sus cuerdas de repuesto? —preguntó.

Avigdor asintió con la cabeza. Su respiración era un jadeo superficial, las manos le temblaban.

—Siempre llevo cuatro cuerdas de repuesto —explicó—. Más vale prevenir.

El doctor Solomon se acercó desde el escenario.

—Permítame —dijo; cogió las cuatro cuerdas y las palpó cuidadosamente, una a una. Luego le hizo una seña a Michael y echó a andar hacia las escaleras laterales de la sala—. Podría ser —le dijo a Michael cuando éste se le aproximó—, y las cuerdas más gruesas del violín también servirían —echó una ojeada a Avigdor y éste alzó la vista, la cabeza le temblaba—. Voy a hacerle un par de preguntas —dijo Solomon, y se alejó.

Michael no alcanzó a oír las preguntas, pero sí la respuesta de Avigdor:

—Ésta es la cuerda la, y ésta la re —masculló.

—¿Y ésta? —inquirió el doctor Solomon a la vez que le mostraba la cuerda de mayor grosor.

—Ésa es la sol —explicó Avigdor con un hilo de voz trémula—. Pero… pero ¿no pensará que…? —preguntó inquieto—. ¡Es imposible! —exclamó, y Michael vio la imagen del cuello cercenado de Gabriel van Gelden en los ojos de Avigdor, que parpadeaba frenéticamente.

—De momento no le comente nada a nadie, por favor —le advirtió.

Avigdor se atragantó, tragó saliva, meneó la cabeza y se retorció las manos.

—¿La viola tiene también cuatro cuerdas? —preguntó Solomon.

Avigdor asintió con la cabeza y dijo:

—Sí, pero son una quinta, o sea, cinco notas, más graves.

—Así que son más gruesas que las cuerdas de violín —aclaró Solomon.

Las puertas de madera se abrieron lentamente una vez más dando paso a Tzilla. La seguían Yaffa, del laboratorio, y otras dos mujeres. Una de ellas, delgada y con el pelo muy corto, cargaba con la funda de una viola, y la otra, más joven, casi una niña, con una larga trenza bamboleante sobre el pecho, traía consigo un chelo.

Tzilla cogió a Michael del brazo y se lo llevó aparte:

—Estas dos no han salido a la calle durante el descanso ni después del ensayo —le dijo—. La del pelo corto dice que estuvo esperando con la chelista para tratar de convencer a Gabriel van Gelden de que al menos la contratara como suplente. Es alumna de su madre o algo por el estilo. En fin, creo que están libres de sospecha… Les he dicho que estábamos haciendo un registro. Ninguna de las dos ha llegado a ver el cadáver. Piensan que andamos buscando un cuchillo.

La violista abrió la funda y sacó su instrumento a petición de Michael, quien lo colocó junto al violín de Avigdor; el tono de la viola se apagaba hasta el ocre en contraste con el reluciente marrón rojizo del violín. Como si buscara algo, Michael sacó de la funda el paño y lo extendió, desenvolvió la resina y manoseó el sobre semitransparente.

—Y esto ¿qué es? —preguntó.

La violista extrajo una cuerda enroscada e inspeccionó el sobre para cerciorarse de que no guardaba ninguna más.

—Sólo una cuerda —dijo en tono de disculpa—. La sol.

—¿Es la más gruesa? —preguntó Solomon mientras manoseaba la cuerda.

—No, es la sol —dijo la instrumentista, sorprendida por la pregunta—. La más gruesa es la do.

—¿Cuántas tenía esta mañana? —quiso saber Michael.

—Una —confesó—. Mi intención era… me olvidé… en casa tengo más —aseguró.

—¿Tenía la cuerda do o sol en su funda esta mañana? —preguntó Michael.

—Es la cuerda sol —replicó ella sin comprender nada—. De hecho, debería haber tenido una la de repuesto, porque en el último ensayo fue ésa la que se me rompió, pero…

Michael tocó la cuerda sol de repuesto y luego se volvió hacia el instrumento y palpó la cuerda la firmemente tensada. Le tendió la viola a Solomon, quien susurró tras examinarla:

—Sí, sin lugar a dudas —luego desenroscó la cuerda sol al máximo, frunció los labios titubeante y añadió—: Pero la longitud… no sabría decirlo, se necesita al menos un metro de longitud para rodear el pilar y enroscarse los extremos en las manos.

A continuación hablaron con la chelista, quien abrió el estuche de su instrumento, se arrodilló junto a él y extrajo el chelo cuidadosamente. Retiró el paño y las partituras de la funda y sacó las cuerdas de repuesto de un sobre sin que mediara petición alguna. Michael se arrodilló a su lado. Solomon tomó asiento en una butaca vecina y se frotó las rodillas.

La chelista tenía tres cuerdas de repuesto. A la vez que mascaba la punta de su trenza, asintió con la cabeza confirmando que eran las tres únicas cuerdas que tenía desde por la mañana.

Pidieron a las dos mujeres que aguardaran fuera.

—Pueden dejar aquí sus instrumentos. Las llamaremos dentro de un momento —dijo Tzilla, y se llevó a Avigdor hacia las puertas—. Usted espere aquí también. Vamos, siéntese en esta butaca —la oyeron decirle con dulzura.

—No tiene ni medio milímetro de diámetro —dijo Shimshon, con la cuerda re del chelo en las manos.

—Con plena certeza, menos de medio milímetro —ratificó Solomon—. Es finísima… una cuerda así habría sido perfecta, y además… Un momento, voy a medirla —se sacó una cinta métrica del bolsillo, estiró la cuerda a sus pies, y anunció tras medirla—: Un metro exacto.

—En definitiva —reflexionó Michael en voz alta—, ¿habría valido una cuerda de cualquiera de estos instrumentos?

—Las finas sí, sin duda —dijo Solomon, y se puso a canturrear—. Quedan incluidas, por tanto, las cuerdas la de violines, violas y chelos. Pero no estoy seguro de que la longitud de las de violín sea correcta. Nunca se sabe de qué te puede valer lo que has aprendido. Ahora, de pronto, estoy sacando partido de las clases de violín que tanto me amargaban de pequeño.

Michael asintió con un gesto, y estaba a punto de decir algo cuando se abrieron las puertas de madera y entraron dos hombres y dos mujeres. Yaffa los saludó con la mano y los llamó por señas. Michael sólo conocía al hombre bajito y calvo, pero identificó a todos como peritos del laboratorio.

—Nos han llamado —le dijo el calvo a Shimshon—, y aquí estamos.

—Comenzad con los instrumentistas de cuerda —le dijo Michael a Tzilla, y luego explicó a los peritos, arracimados a espaldas de Shimshon—: ¿Por qué habríamos de buscar un sedal de pesca en un auditorio? ¿Acaso se viene aquí a pescar? Podemos partir del supuesto de que lo que pretendemos encontrar es una cuerda de violín de determinado tamaño.

—¿De verdad cree que las cosas son tan sencillas? —preguntó Shimshon con acritud—. ¿Que a orillas de un río hay que buscar un sedal y en un auditorio, una cuerda de violín?

Michael se encogió de hombros.

—A veces es así de fácil. Solomon dice que ha sido un alambre o una cuerda de plástico finos, y aquí tenemos una cuerda muy fina.

—Las cuerdas se desgarran —objetó Shimshon.

—No sé yo —interrumpió el calvo—. Antes las cuerdas de violín se hacían con intestinos de cordero, pero ahora son de metal revestido de plástico.

—No se desgarran, se rompen, debido a la fatiga de los materiales —interpuso Michael, pensando de nuevo en la cuerda que se le había roto a Nita en casa y recordando la sorpresa que le produjo el imprevisto chasquido de la cuerda, que quedó colgando sobre el puente del chelo. Le maravillaron los movimientos precisos y eficaces con que Nita sustituyó la cuerda tranquila y rápidamente. Él se le acercó, con la nena en brazos, y observó cómo desenroscaba la clavija de madera con la mano derecha y extraía el extremo de la cuerda rota, y no le pasó inadvertido el cuidado con que enhebraba la cuerda de repuesto en el cordal y luego la tendía sobre el puente y el mango hasta el clavijero. A continuación, enroscó la cuerda en la clavija y la tensó, después la pulsó con el oído atento, pulsó otras cuerdas y, de pronto, al sorprenderlo mirándola fijamente a las manos, alzó la vista y sonrió divertida, como si Michael fuera un niño hechizado por las manos de un mago.

—¿Qué pasa? —le preguntó riéndose.

Él se encogió de hombros y dijo:

—Nada, es que nunca había visto hacer esto. Lo que me gustaría saber es… ¿por qué se rompen?

—Se rompen sin más —repuso Nita alegremente—. Igual que el estante de la cocina que se cayó el otro día. Te pregunté por qué se había caído sin que nadie lo tocara, y sin que hubiese nadie en la cocina o hubiéramos puesto en él algo más de lo habitual o algo más pesado, y tú me dijiste: «¡Es la fatiga de los materiales!». Pues, por lo visto, eso también se aplica a las cuerdas de un chelo.

—¿No tiene nada que ver con la manera en que estabas tocando? —inquirió Michael cauteloso—. La habías pulsado con mucha fuerza.

El rostro de Nita se nubló.

—Es un pasaje difícil —se defendió—. Me gustaría verte a ti tratando de tocar un pizzicato fuerte. Mira, aquí dice fortissimo —dijo señalando el atril con la cabeza—. Compruébalo tú mismo.

—Nita —dijo entonces Michael—. Déjalo ya, sé que estás trabajando, sólo pretendía comprenderlo. ¿Por qué reaccionas como si yo fuera un crítico musical? Ya sabes que soy un perfecto ignorante en este terreno.

—He pasado tantísimo tiempo sin tocar… Y ni siquiera antes me sentía especialmente buena… La falta de seguridad es algo natural en mí —dijo Nita avergonzada. Luego respiró hondo y prosiguió en un tono claro y razonable—: No tiene nada que ver con la manera de tocar. Si quieres saber por qué pienso que se rompen las cuerdas, sólo puedo darte una razón. Aunque dicen que las diferencias de temperatura pueden romperlas, en mi opinión sólo se debe a la fatiga de los materiales.

—¿Todo el mundo sabe sustituirlas así? —preguntó Michael.

Nita se echó a reír.

—Pues claro, a toda prisa, como se cambia la rueda de un coche de carreras. ¿Crees acaso que no pasa a veces en medio de un concierto?

—Paganini… —dijo Michael a la vez que le acudía un recuerdo a la mente, y a punto estuvo de mencionar a Becky Pomeranz, pero al final se limitó a decir―: Una vez me contaron, cuando era un chaval, que a Paganini se le rompieron todas las cuerdas durante un concierto…

—Todas no —lo corrigió Nita—, sólo tres. Según la leyenda, se quedó con una sola cuerda e interpretó con ella el resto del concierto, y también cuenta la leyenda que hizo que se rompieran a propósito para demostrar su virtuosismo… —inclinó la cabeza, pegándola al chelo, pulsó las cuerdas una tras otra y preguntó—: Y bien, ¿es una quinta? ¿Tú qué opinas? No del todo, ¿verdad? —aflojó la clavija y volvió a tensar la nueva cuerda, la pulsó, quedó a la escucha, cabeceó, y, al fin satisfecha, dijo—: Ahora sí.

—Comenzad en el vestíbulo, revisad los estuches de todos los instrumentistas de cuerda —instruyó Michael a los peritos del laboratorio—. No hace falta que digáis lo que estáis buscando, haced preguntas generales, enteraos de si se les ha perdido alguna cuerda de repuesto. Dentro de poco llegará más personal del laboratorio a reforzaros, pero de momento sois los únicos que sabéis lo que andamos buscando. Si no sacáis nada en claro, regresad aquí y revolvedlo todo hasta dar con una cuerda suelta que esté tirada por ahí. Shimshon, usted puede quedarse entre bastidores e iniciar allí el registro. El asesino no se la habrá guardado en el bolsillo toda bañada en sangre —masculló Michael. Y añadió con firmeza—: Tiene que estar en algún lado.

—Claro, claro —dijo Shimshon—, junto con los guantes.

—Es muy posible —dijo Michael secamente, como si no hubiera captado el sarcasmo.

—Eso quisiera usted —susurró Shimshon, y Michael deliberó si lo mejor sería hacer oídos sordos.

Pero luego se oyó decir en tono de perplejidad:

—¿Qué problema tiene? ¿Qué le preocupa?

—No me convencen las soluciones tan obvias, tan simétricas —repuso Shimshon entre dientes—. Por aquí hay una tonelada de cables eléctricos, ¿por qué no ha podido ser un cable?

—Un cable lo habría estrangulado, y un único filamento se habría roto —dijo Solomon a la vez que se introducía un fino puro en la comisura de los labios—. No voy a encenderlo —los tranquilizó—. Sólo quiero tenerlo en la boca. Nada mejor para hacer lo que han hecho que una cuerda fina de un instrumento, es indiscutible.

—¿Qué más da buscar una cosa u otra? —dijo Michael—. Llámenlo alambre o cuerda de plástico si lo prefieren, la cuestión es que lo encuentren, y deprisa. Si me enseña un sedal cubierto de sangre estaré encamado, créame. Pero, entretanto, empecemos a revisar las fundas de los instrumentos. No habrá otra oportunidad de registrar a los músicos sin que hayan tenido ocasión de…

—Suponiendo que haya sido uno de ellos —intercaló Shimshon—, ¿cree que nos va a decir que le falta una cuerda de repuesto? Y, además, ¿es posible distinguir a qué instrumento pertenece cada cuerda? ¿Hay diferencias entre la cuerda la de un chelo y la de otro chelo? —posó la mirada en Solomon, quien se encogió de hombros y arqueó los labios para expresar su incapacidad de responder a la pregunta.

—No tenemos nada que perder —concluyó Michael, y se volvió hacia los recién llegados—. Shimshon les explicará qué deben buscar y por qué, y a continuación irán a hablar con las personas que aguardan en el vestíbulo —dijo a la vez que se abrían las puertas de madera dando paso a Tzilla, que se detuvo, sujetándolas con las manos.

—¿Quieres que pasen? —preguntó a voz en cuello, sobre un fondo de murmullos—. Ha llegado Eli, acompañado del sargento Zippo —añadió haciendo una mueca.

—¿Zippo? —repitió Michael atónito—. No sabía que seguía con nosotros. Lo creía jubilado.

—¿Adónde quieres que los lleve?

—Aquí en primer lugar, todos los instrumentistas de cuerda, uno a uno, tráelos al rincón de la sala —replicó Michael impaciente—. Y tú ven aquí. Divídelos en grupos, y en el rincón de allá te haces cargo de uno de los grupos y averiguas cuántas cuerdas de repuesto tenía cada uno. Y verificas que no ha desaparecido ninguna.

—Tenemos a dieciocho instrumentistas de cuerda.

—Pues ve a buscar a los demás —dijo Michael nervioso—. Tráelos a todos, ahora mismo.

Tzilla clavó en él la vista y dijo:

—¿Cómo quieres que haga todo eso a la vez?

—Que te ayude Zippo —replicó Michael—. Y además quiero… ¿Tiene un representante esta orquesta?

—Sí, y ya está ahí fuera, en el vestíbulo. Le he dicho que esperase un rato, y Eli ha traído consigo… —Tzilla titubeó y miró a Michael indecisa.

—¿Y bien? —la instó Michael.

—A la chica esa, Dalit, ya sabes; la semana pasada, cuando la viste, me preguntaste si han empezado a enviarnos reclutas directamente desde la guardería… Esa rubia delgada de pelo corto, Dalit, ya sabes.

—Quiero hablar con él, con el representante, ahora, después de hablar con Eli —dijo Michael, tratando de desprenderse de la sensación de que había abierto demasiados frentes a la vez, de que se estaba dejando llevar por los nervios y actuaba de una manera caótica, asistemática, y de que debería regresar al despacho del pasillo en lugar de obedecer a impulsos que ni siquiera lo tranquilizaban. La agitación que lo embargaba era distinta de la de otras veces; «pero cada vez es distinta», trató de convencerse. Prefería pensar en cualquier cosa antes que en los motivos de la súbita seriedad de Tzilla.

Y Tzilla se volvió hacia él con un gesto grave en el semblante.

—Eli quiere hablar contigo ahí fuera —dijo—, antes de que empecemos. Ya le he puesto al tanto de lo más importante —a Michael le dio un vuelco el corazón aun antes de que Tzilla añadiera—: Y yo también tengo algo que decirte —frunció el ceño a la vez que le dirigía una severa mirada de reproche; luego lo siguió hacia el vestíbulo.

Eli no perdió el tiempo andándose con rodeos.

—Oye —dijo después de cerciorarse de que nadie los oía—, ya sabes que Shorer te ha asignado el caso debido a tus conocimientos musicales, y porque es… en fin, el tipo de caso que encaja en tu estilo. Ya me entiendes —dijo rebullendo de vergüenza—. ¿A quién sino le iba a asignar el caso? Pero si estuviera al tanto de la situación, ¡ya sabes que tú no estarías aquí ni siquiera de asesor!

Michael no replicó. Su apariencia era reposada, pero la idea de que Nita podría despertarse en cualquier momento sin encontrarlo a su lado le hacía apretar las mandíbulas y tensar los músculos.

Eli Bahar se chascó los nudillos.

—He trabajado contigo en muchísimos casos —dijo en tono dulce, plañidero—, y esto es el abecedario que tú mismo me has enseñado, siempre hablando de nuestros puntos ciegos —se iba acalorando y el tono se le agriaba— y ahora, sin previo aviso, así, de pronto, vas y cierras los ojos. Eres tú el que me preocupa, créeme —arguyó—. Los dos me preocupáis —añadió, y quedó a la espera. Al ver que Michael no reaccionaba, prosiguió—: Tú nunca habrías dado el visto bueno a algo así. Estás demasiado implicado personalmente, se puede echar todo a perder. ¡Eres tú el que me lo ha enseñado! ¡Nunca se lo habrías permitido a otra persona!

—Me considero capaz de mantener unas cosas separadas de otras —dijo Michael. Titubeó a la vez que silenciaba el coro de ideas contradictorias que clamaban en su cabeza—. Y puesto que las cosas están así, tal vez es mejor que sea yo y no…

—Doy gracias a Dios por no ser yo quien debe tomar las decisiones —dijo Eli—. Pero sabes muy bien que no es lo correcto, y Tzilla también… Tzilla, ¿por qué no dices algo? Podemos darle nuestra opinión, somos amigos, ¿o no? Llevamos suficiente tiempo juntos…

Michael se enjugó la frente con un pañuelo doblado que extrajo del bolsillo de sus vaqueros. Tenía las manos frías, se las frotó contra las mejillas al rojo vivo. Debería haberse quedado junto a Nita hasta que se despertara. Puede que ya estuviera despierta. No debía despertarse y no encontrarlo junto a ella. Si estuviera manteniendo esa conversación con la nena en brazos, o calentándole el biberón, seguro que no tendría ese estúpido temblor de manos que le había obligado a apoyarlas en la barandilla de madera que había a su lado.

—Ya es mayorcito y sabe lo que hace —dijo Tzilla. La nota crítica de su voz era inconfundible—. Si él dice que puede mantener separadas unas cosas de otras, quizá sea cierto. Yo en su lugar no podría —agregó con énfasis—, pero quizá él sí. ¿Durante cuánto tiempo se puede ocultar algo así?

—¿Ocultar el qué? —preguntó Michael aterrado, y aferró con más fuerza la barandilla, que ya estaba pegajosa del contacto con sus manos.

—Tu relación con ellos, ocultársela a Shorer, ocultársela a todos. ¡No se puede trabajar así! Shorer se habría enterado hace mucho si su hija no estuviera a punto de dar a luz.

—No tengo ninguna relación con «ellos». ¿A quién te refieres? Aquí no hay «ellos» que valgan, sólo Nita.

Tzilla se encogió de hombros.

—No quiero decirte lo que tú me habrías replicado si te hubiera dado una respuesta así —dijo desviando sus ojos verdes del rostro de Michael. Sus largos pendientes de plata se mecieron suavemente—. ¿Y qué hay de la niña? ¿Qué va a pasar con la nena? ¿Vas a seguir adelante como si no hubiera sucedido nada?

—Aún no he pensado en eso —reconoció Michael, aplacando una punzada de arrepentimiento por haberle hablado a Tzilla de la nena.

—¡No lo puedo creer! —exclamó Tzilla con desesperación—. ¿Cómo no vas a haber pensado en eso? Es lo primero en lo que tienes que pensar. Ahora Nita necesita que le eches una mano con su niño, ¡y no como detective! ¿Es que piensas dejarla sola en un momento así? ¿Te sientes capaz de interrogarla? ¿Qué piensas hacer? ¿Qué vas a hacer con la niña?

Michael se quedó en silencio. No debería haber implicado a Tzilla en el asunto de la niña; había sido un gran error. Enfrentado a la censura y la condena de la pareja, de pronto cruzó por su mente la idea de que casi se habían convertido en enemigos, en una de las fuerzas que pugnaban por despojarle de algo, ya fuera la niña o el caso. Y, cual enorme mancha, comenzó a extenderse por su conciencia el convencimiento de que, de cualquier manera, le quitarían a la niña, aun cuando decidiera prescindir del caso.

—No hace falta decidirlo todo ahora mismo —dijo Eli con un suspiro—. Dejémoslo estar. Esto queda entre Shorer y tú —añadió—. ¿Por qué te lo tomas tan a pecho? A fin de cuentas, es asunto suyo —le dijo a Tzilla, y posó la mirada en Michael, a la espera.

—Aún no sé qué voy a hacer —reconoció Michael—, es demasiado pronto. Si las cosas no funcionan, me retiraré del caso… Hablaré con Shorer —una repentina y sosegada indiferencia se abatió sobre él, y mientras una parte de sí aseguraba que todo iba a ir bien, otra parte de su ser decía: «Sucederá lo que tenga que suceder». Volvía a fluirle la sangre por las manos.

—Pero ¿qué piensas hacer ahora mismo? ¡Si todavía estáis compartiendo niñeras! ¡Y tú te pasas el día metido en su casa! —exclamó Tzilla—. ¿Cómo vas a ocuparte al mismo tiempo de un caso así y de la niña? ¿Cuándo la verás?

—Eso me pregunto yo —murmuró Michael. Echó una ojeada al reloj y repudió el recuerdo de una mejilla cálida y suave, de una sonrisa desdentada—. Pero antes de nada tengo que ver cómo está Nita, y luego hablaré con Shorer, y tal vez llamaré a mi hermana y…

—¿Vas a llamar a tu hermana? ¿Para qué? ¿Para pedirle que venga?

Michael hizo un gesto de asentimiento.

—¿A tu hermana Yvette?

—A mi hermana Yvette. ¿Por qué no? Nunca se lo he pedido, ni cuando Yuval era pequeño… ¿Por qué no?

—En realidad, es una buena idea —dijo Tzilla, y en su rostro empezó a difuminarse el gesto de tensión e inquietud—. Ella te hará entrar en razón. Hay momentos en la vida… no puedo creer que tenga que decirte esto cuando siempre has sido tú quien lo ha repetido. Hay momentos en la vida en que es necesario elegir. O bien optas por la niña o…

—¿Sí? ¿O qué? ¿Es que no se puede trabajar teniendo una niña? —la fulminó con la mirada y ella se ruborizó.

—¡No es lo mismo! —objetó Tzilla indignada—. Para empezar, tuve un permiso de seis meses cuando nació Eyal, y otro de tres cuando nació Yosefa. ¡Y además no sólo se trata de la niña! El problema es una mujer con la que tú… —se ruborizó—… con la que tú estás más o menos viviendo.

—¡Eso no es cierto! —protestó Michael—. Es un acuerdo práctico, una amistad, no hay… No hay motivo que me impida… ¡Yo mismo lo decidiré! —atajó en un tono claramente indicativo de que la discusión quedaba zanjada—. Y ahora, por favor, haced que vengan Balilty y un par de personas más del laboratorio. ¿Y qué me contabas de Zippo? ¿Cómo se os ha ocurrido traer precisamente a Zippo? ¿Y qué hace aquí la chica esa, la delgaducha de ojos ávidos, con los vaqueros ceñidos?, ¿cómo se llama…? ¿Dalit?

Eli se dispuso a decir algo, pero se quedó en silencio al ver que se aproximaba Solomon.

—Estaba buscándolo —se quejó Solomon—. Ya he registrado hasta el último milímetro.

—Aquí me tiene —dijo Michael calmosamente, asombrado del alivio que lo embargaba gracias a aquella interrupción justificada y legítima de su conversación con Eli y Tzilla—. ¿En qué puedo ayudarlo?

—Me voy a marchar enseguida —salmodió Solomon—. Van a levantar el cadáver, ya está listo y empaquetado. Y mañana le daremos la respuesta definitiva. Empezaremos a trabajar en él esta noche, pero de momento ya puede irse olvidando de los violinistas. Shimshon está de acuerdo conmigo —dijo agitando una mano en la que llevaba tres cuerdas—. Demasiado cortas para este propósito, apenas medio metro, y las cuerdas de viola tampoco tienen la longitud necesaria.

—¿Qué nos queda entonces? —preguntó Michael, y al fin encendió el cigarrillo que tenía entre los dedos desde hacía varios minutos.

—El chelo y el contrabajo, pero las cuerdas de éste son demasiado gruesas para servir de instrumento cortante. Las únicas adecuadas por la longitud y el grosor serían, supuestamente, las de chelo.

—¿Supuestamente?

—Si ha sido realmente la cuerda de un instrumento musical. No lo sabremos hasta que no demos con ella.

—¿Una cuerda de chelo? —preguntó Tzilla con complicidad.

—Si se trata de la cuerda de un instrumento, tiene que ser la de un chelo —dijo Solomon. Y se puso a canturrear.

—Ya lo ves —dijo Tzilla sombría—. ¿No ves lo que he tratado de hacerte comprender? ¿Lo has oído? —preguntó encarándose a Michael con los brazos abiertos—. ¡Un chelo! ¿Qué piensas hacer al respecto?

Michael la miró con dureza.

—¿Estás trabajando conmigo o no? —le espetó.

A Tzilla se le subió el rubor a las mejillas. Tras un instante de silencio, dijo:

—Pero ¿qué pregunta es ésa? Pues claro que…

—Entonces, por favor, ponte a trabajar —a Tzilla se le entristeció el gesto—. Vamos a ponernos todos a trabajar, dejemos de perder el tiempo —dijo Michael en un tono más conciliador—. Deja que yo me preocupe de todo lo demás. Después de tantos años, creo que me merezco un voto de confianza. Os prometo que hablaré con Shorer. No pretendo engañar a nadie. Pero, de momento, traedme a Balilty… y deshaceos de ella —dijo, indicando con un gesto a la chica delgaducha de ojos ávidos, vaqueros ceñidos y camiseta holgada—. Me voy al despacho de Theo van Gelden.