—¡Quién podría haberlo imaginado! —exclamó Theo van Gelden a la vez que se detenía junto a la puerta del dormitorio de Nita. Se quedó mirando la puerta cerrada y luego reanudó su lento deambular por el estrecho pasillo. Llevaba las manos metidas en los bolsillos. De tanto en tanto, a intervalos regulares, pegaba una patada en el suelo, como obedeciendo a un ritmo que le dictaran desde fuera—. Después de todo por lo que ha tenido que pasar en la vida —dijo mientras se aproximaba a la sala, donde estaban sentados Nita y Gabriel—. Un hombre llega a los ochenta y dos, después de sobrevivir a la ocupación nazi de Holanda, después de que le salven la vida una y otra vez, ¡y termina sus días asesinado por un ladrón en su propia casa, en el Estado de Israel!
Ya eran las seis de la mañana y el aguacate de los sándwiches preparados por Gabriel comenzaba a negrear. Gabriel había sido el único que había comido un bocado y había bebido un par de tazas de café. Theo se había limitado a mordisquear distraídamente la miga de un trozo de pan blanco, mientras Nita ni siquiera había mirado la mesita de cobre donde reposaba el plato de comida. Michael supo, desde el instante en que colgó el teléfono tras su primera conversación con Theo, que la opresión que sentía no se iba a disipar. Y en cuanto se hubo enterado de que Danny Balilty era el jefe del Equipo Especial de Investigación, expulsó de su mente todo pensamiento explícito sobre el futuro de la niña. En ese momento lo invadió el convencimiento, súbito y claro como un relámpago, de que la existencia de la nena ya no se podría mantener en secreto. Cuando Danny Balilty estaba implicado en un caso, había que dar por descontado que, a su singular y despreocupada manera, con esa especie de despiste indiferente, desvelaría hasta el último retazo de información al que lo guiara su buen olfato. Al ver a Nita en el umbral, las piernas enfundadas en las medias, los zapatos de tacón en la mano, todavía con su negro traje de noche, un gesto ausente y petrificado en la cara, el remordimiento acongojó a Michael por estar preocupándose de cómo mantener la confidencialidad, de sus propias inquietudes, de cómo conservar a la nena. La estructura que supuestamente iba a protegerlos a ambos se había venido abajo en un instante. Lo que parecía un lugar seguro se había derrumbado como un castillo de naipes. Y como siempre le sucedía últimamente, o más bien desde el momento en que encontró a la nena, sintió miedo de perderla. Estaba abrumado por la amenaza de lo irreversible, de una pérdida para la que no habría consuelo. Desecharía esos pensamientos y dejaría que la ansiedad se deslizara como una rama a la deriva en la corriente general de inquietud, trataría de pensar en Nita.
Nita le dio el biberón a Ido, despertado por la llegada de los Van Gelden, y luego sepultó el rostro en el cuello de su hijo. Le cambió el pañal, sonriéndole. Michael se había ofrecido a hacerlo él, pero Nita rechazó, obstinada, su ofrecimiento. Apoyó la mejilla en el mullido pecho de Ido y se puso a hablarle en susurros. Al cabo, lo metió en la cuna y tomó asiento en el sofá, y allí se quedó en silencio, abrazándose las rodillas contra el cuerpo. A Michael le resultaba lo más natural del mundo hacerles compañía a ella y a sus hermanos en esos momentos. Había pasado muchas horas de su vida con personas dolientes como consecuencia de un asesinato, había escuchado sus conversaciones, les había hecho preguntas. Pero esta vez era diferente. Esta vez no tenía nada que preguntar, y además sentía a Nita muy próxima y, al mismo tiempo, muy distante.
—No es seguro que haya sido un robo normal y corriente —corrigió Gabriel a su hermano—. Puede haber sido alguien que venía directamente a por el cuadro. Ya has oído lo que ha dicho el policía.
Michael quiso preguntar qué había dicho el policía, pero no hubo necesidad, porque Theo, que no podía dejar de hablar, tal como no podía dejar de pasearse de un extremo a otro de la sala, se detuvo junto a las cristaleras, contempló las colinas envueltas en niebla y murmuró:
—He oído lo que ha dicho. Pero no es más que una especulación. Han robado todo el dinero, los dólares y los florines han desaparecido de donde los tenía guardados. Y han puesto toda la casa patas arriba, se han llevado los papeles y las joyas. ¿En qué se basa el policía ese, el tipo ese que nos ha preguntado a nosotros, a nosotros, que dónde estábamos antes del concierto?
—Hazme un favor, Theo —dijo Gabriel—, deja quietas las llaves. No soporto más ese ruido.
Theo se sacó la mano del bolsillo y arrojó sobre la mesa el manojo de llaves que no había cesado de agitar. El director de orquesta seguía llevando los pantalones del esmoquin, pero se había quitado la chaqueta. Sus gemelos de madreperla ribeteados en oro destellaron cuando se detuvo bajo la lámpara e hizo un ademán. Después reanudó su deambular por el pasillo, echó una ojeada a la habitación de Ido y comentó que los niños tenían la gran suerte de quedarse dormidos en cualquier circunstancia. Luego continuó paseándose por la sala.
—No es una mera especulación. La perito del laboratorio dijo que ha sido un experto quien ha desmontado el lienzo —apuntó Gabriel. Se llevó la mano al ojo izquierdo, que parpadeaba incontrolablemente. La piedra verde engastada en la última vuelta de su anillo de oro relumbró. Fue entonces cuando Michael reconoció en el anillo la forma de una serpiente.
—Todo ha sido por culpa de ese cuadro. Siempre lo detesté —declaró Theo, y volvió a mirar a través de los ventanales—. ¡Al menos tienes buenas vistas en este estúpido lugar! —le dijo a Nita, quien, acurrucada en una esquina del sofá, seguía sin despegar los labios—. Siempre lo detesté porque, en primer lugar, no me gusta el género Vanitas, con todas esas calaveras. No entiendo a qué viene dar tanta importancia al memento mori, como si uno se fuera a olvidar de que tiene que morirse. Detesto ese simbolismo, aunque este cuadro en concreto sea magnífico —se quitó las gafas y las dejó sobre la mesita de cobre. Nita reclinó el rostro en las rodillas dobladas—. ¿Recordáis que fuimos a Amsterdam a celebrar el bar mitzvá[2] de Gabi? —dijo Theo—. ¿Y que vimos la versión grande en el Rijksmuseum?
Gabriel se frotó los ojos, se mesó la barba, sepultó el rostro en las manos, y permaneció callado. Nita levantó la cabeza, impasible, como si nadie hubiera preguntado nada.
—Tú no lo recuerdas, sólo tenías tres años —le dijo Gabi con dulzura.
En pie junto a la puerta de la cocina, Michael se preguntó de nuevo qué hacía allí. ¿No estaría de más su presencia en la reunión de los tres hermanos? Después de ver a Nita ocupándose de Ido, sabía que podía marcharse tranquilo. La niñera llegaría dentro de unas horas y entonces él dejaría a la nena en casa de Nita y se iría a la comisaría del barrio ruso como todos los días. Allí Tzilla le podría informar de hasta qué punto estaba Balilty enterado de la situación. Pero se apresuró a detener el curso de esos pensamientos, recordándose que en esos momentos debía preocuparse por Nita, aunque sólo fuera por el agradecimiento que le debía. En lo que a la niña se refería, tendría que esperar para ver cómo se desarrollaban los acontecimientos. Hacía un rato, en la habitación de Ido, mientras su amiga acariciaba al niño y sus dedos revoloteaban sobre el rostro del pequeño, Michael le había preguntado un par de veces, quedamente, si quería que se quedase o prefería que se fuera. Con voz sorda y mortecina, ella le repitió ambas veces que le gustaría que se quedara. «Si te viene bien», añadió asustada por la posibilidad de haber exigido demasiado. Michael comprendió, una vez más, que la preocupación de Nita por el bienestar ajeno, su necesidad de tomarlo en consideración, que era tanto su principal manifestación de vitalidad como el único impulso que la llevaba a salir de sí misma, resultaba agotadora. El tiempo transcurrido desde entonces no justificaba insistir de nuevo en la pregunta.
Michael sabía que la muerte del padre de Nita, y sobre todo la manera en que había ocurrido, darían al traste con lo que parecía el inicio de un proceso de recuperación. Inicio del que, hasta ese momento, él había tenido la inmensa satisfacción de sentirse responsable. Un hondo temor amenazó con apoderarse una vez más de él cuando pensó en que Nita se vendría abajo en los siguientes días. La sombra de la sonrisa de sabelotodo de la enfermera Nehama se cernió sobre ellos en el cuarto de Ido. Pero Michael repelió con rudeza las sombras amenazadoras. Se dijo firmemente que debía tomarse las cosas tal como vinieran. No le cabía otra posibilidad. Los niños percibían las emociones de su madre desde que estaban en su vientre, pensó. ¿Comprendería ya la nena que ahora Michael era la persona principal de su vida? ¿Notaría la fragilidad del mundo en que él se movía? Abrazó a la nena con fuerza. Ella se revolvió. Michael contempló su semblante terso, rosado por el sueño. Con una breve mirada, la nena le transmitió el sosiego perfecto que sentía al estar en sus brazos. Pero al cabo de un instante, todavía con ella en los brazos, volvieron a asaltarlo las dudas.
—Aquel viaje con motivo de tu bar mitzvá fue un horror —dijo Theo con expresión lánguida—. Nos arrastraron de un museo a otro en Viena, Amsterdam y París. Padre nos llevaba a los museos por su propio gusto y por ti. En aquel entonces, a mí no me interesaban esas cosas… y Nita era una mocosa —dirigió una mirada a su hermana, que volvió a sepultar el rostro en las rodillas.
Al entrar en el piso, hacía una hora larga, Nita se había precipitado a la habitación de los niños, donde se detuvo junto a la cama de Ido mientras Michael la observaba desde la puerta; luego fue a toda prisa a su dormitorio y cerró la puerta; salió vestida con una holgada falda de flores y una sudadera negra. Ahora la falda se derramaba a su alrededor, ocultando los contornos de su cuerpo. Su delgadez sólo se apreciaba cuando se abrazaba las rodillas contra el pecho y reposaba sobre ellas la cabeza. Michael sintió de pronto el impulso de sentarse a su lado y rodearla con los brazos. La víspera, en las mejillas de Nita se veían unos hoyuelos y en sus ojos un brillo travieso, y Michael había conseguido sin dificultad que riera a mandíbula batiente. Le daba la impresión de que la hacía plenamente feliz, y eso lo había tenido muy contento durante los últimos días. Hacía pocas horas, mientras se dirigían al concierto, Michael le había dicho: «He decidido que quiero que seas feliz. Lo deseo con todas mis fuerzas, y sé que vas a ser feliz». Y ella lo había mirado con toda inocencia, seria y confiada.
El viento fresco de las madrugadas de Jerusalén entró por las cristaleras, creando la ilusión de que ya había comenzado el otoño, pero Michael sentía en los huesos que aún tendrían que soportar el calor.
—¡Qué desgraciado me sentía en aquella época! —exclamó Theo con un suspiro—. Y todo por culpa de Dora Zackheim, que no estaba nada satisfecha conmigo, aunque sí contigo, ¿te acuerdas, Gabriel? Aquel viaje lo emprendimos por ella. Dora opinaba que, además de la música, necesitábamos otros conocimientos generales, y llevar una vida lo más normal posible. Era parte de su filosofía, como si tuviéramos la menor posibilidad de hacer una vida normal… —se detuvo e inspiró profunda y sonoramente—. Y cuando regresamos del viaje, ya no volví a dar clases de violín con ella. Tuvo que pasar mucho tiempo, años, para que sospechase que había sido una manera elegante de librarse de mí. Pero ya en aquel entonces tenía la sospecha intuitiva de que Dora me había dado por perdido. Ni yo mismo sé por qué abandoné sus clases. Pero tú, Gabi, no te dabas cuenta. Ella te quería mucho. —Gabriel se revolvió en el sillón de mimbre, como si no encontrara la postura adecuada, y Theo se frotó los ojos—. En fin, la cuestión es que vi esa pintura en el Rijksmuseum —prosiguió Theo—, y que aún la recuerdo bien, presumiblemente por el cuadro que teníamos en casa.
Michael carraspeó, preparándose para hablar tras su prolongado mutismo, y preguntó tímidamente:
—¿El cuadro de ustedes era una copia? No lo comprendo, si estaba en Amsterdam, ¿cómo llegó a manos de su padre?
—El cuadro de casa de mi padre —repuso Gabriel retirándose las manos de la cara— formaba parte de una serie de tres estudios realizados por Van Steenwijk antes de pintar el gran cuadro del Rijksmuseum. Los tres son óleos.
Theo, que hasta ese momento apenas si se había fijado en Michael, se recostó contra la estantería y dirigió la vista hacia los ventanales mientras decía:
—No sé si estará usted familiarizado con los bodegones del género Vanitas. Fue un tema popular en la pintura flamenca y holandesa del XVII. Van Steenwijk fue coetáneo de Vermeer. Y sin alcanzar la talla de Vermeer, fue un gran pintor. Los especialistas en arte los sitúan dos o tres escalones por debajo de Vermeer. Sus obras poseen en cierto modo la misma luz que las de Vermeer, esa luz amarilla, tamizada. Claro que Vermeer nunca pintó una Vanitas.
—No has respondido a su pregunta —señaló Gabriel—. Te ha preguntado sobre el cuadro que teníamos en casa.
—El cuadro grande, el del Rijksmuseum, es un bodegón, como todas las obras de este género. Según puedo recordar, hay una flauta, libros, frutas, un medallón y…
—Una calavera. Una calavera sobre el rimero de libros —terció Gabriel—. Una calavera en lugar de una mosca o un gusano.
—¿Qué mosca? —exclamó Theo sorprendido.
—Ya sabes que en las obras del género Vanitas suele haber, pongamos por caso, un cuenco de fruta deliciosa, o un jarrón de flores de todos los colores del arcoiris, pero siempre hay también una o dos moscas revoloteando por allí, o un gusano asomando de una fruta perfecta, para que no olvidemos que todo está a punto de pudrirse, de morir.
—Lo detesto —dijo Theo, y se estremeció—. ¡Lo detesto! —sufrió otro escalofrío y se cubrió con los brazos—. Sea como fuere —dijo a la vez que se volvía hacia Michael, el brazo izquierdo todavía reposando sobre su hombro derecho—, se conservan tres cuadros de Van Steenwijk previos a la realización del grande. Son estudios de detalle para la obra de grandes dimensiones. Son de menor tamaño, pero óleos también. Se sabe que sólo existen estos tres y que constituyen una serie. El nuestro ha pertenecido a la familia desde hace muchas generaciones, desde la época del abuelo de nuestro padre, creo. A papá le gustaba decirnos que sabemos tanto de la situación económica de Rembrandt y de otros pintores gracias a los libros de ventas que se llevaban en aquellos tiempos. Y también conocemos gracias a ellos la existencia de estos tres estudios. Cada uno es un estudio de diversos detalles del cuadro grande, vistos desde distintos ángulos —explicó a la vez que hacía un amplio ademán—. Un aristócrata escocés compró dos de ellos a comienzos del XIX, durante un viaje que hizo por Europa para adquirir obras de arte. En aquella época, se viajaba por Italia y Holanda para comprar cuadros a las familias nobles venidas a menos, condes y duques que no tenían ni para comer. En nuestro cuadro se ve una flauta a un lado y una pila de libros con la calavera encima al otro. Es una obra bastante pequeña. —Theo separó las manos unos veinte centímetros—. Los otros dos están en manos de un coleccionista escocés —añadió—. A Gabi le encantaba el cuadro, ¿verdad, Gabi? Tú eres el que estaba más encariñado con él —un destello de complicidad asomó a los ojos de Theo mientras miraba a su hermano.
—Han retirado el lienzo del marco —dijo Gabriel en tono opaco, la vista puesta en la alfombra. Michael tuvo la sensación de que hablaba para sí—. Ha sido alguien que entiende de pintura, que conoce su valor, que lo sabía todo de antemano. Lo que no comprendo es por qué no fue a robar mientras papá estaba fuera. ¿Por qué fue precisamente cuando estaba en casa? Podría haberlo hecho mientras estaba en el dentista.
—El tipo ese, el policía, ¿cómo se llama?, ¿Bality? —dijo Theo, esbozando una mueca.
—Balilty —lo corrigió Michael, y, antes de pensárselo mejor, estuvo a punto de explicar que había un abismo entre el aspecto de Danny Balilty y su comportamiento y talento. ¿Qué más le daba a él lo que Theo pensara de Danny?
—No quiero que celebremos una shivá —dijo Theo de pronto—. No soportaría todas las visitas de condolencia, y, además, no estimo conveniente que dejemos de trabajar ahora. No quiero verme obligado a cancelar mis compromisos. ¿Vosotros qué opináis?
Nita no dijo nada. Ni siquiera miró a Theo. Gabriel alzó la cabeza y, dirigiendo la vista hacia Theo, se encogió de hombros.
—A mí me da igual —dijo al fin—. ¿Qué más da?
—Papá odiaba la religión y todo lo religioso. Él no querría saber nada de todo eso. Era ateo y no aguantaba los ritos —arguyó Theo.
—Pero para mamá sí hicimos una shivá —dijo Gabriel con voz ahogada, las manos cubriéndole el rostro. Sollozó.
—Hicimos una shivá porque ella no estaba tan en contra de la religión —replicó Theo, mirando a su hermano—. Y para hacer compañía a papá y que no se encontrara solo.
Se produjo un silencio. Theo, incapaz de soportarlo, posó la vista en Nita, que continuaba absolutamente inmóvil en un rincón del sofá.
—Deberías acostarte un rato, estás agotada —dijo. Nita se estremeció e hizo un gesto negativo—. Díselo tú, Gabi —insistió Theo—, tienes más influencia sobre ella.
Gabriel miró a Nita y Michael siguió su mirada. Nita tenía el semblante muy pálido y un temblor continuo le sacudía las piernas dobladas y los brazos, que ceñían sus rodillas. Las ojeras se le veían más oscuras que de costumbre. Tenía la mirada nublada, igual que cuando Michael la conoció; el cabello revuelto, como si se lo hubiera estirado hacia los lados con los dedos. Qué extraña era aquella premura que espoleaba continuamente a Michael a sentarse junto a Nita y a abrazarla. Y seguramente lo habría hecho de no haber estado allí sus hermanos. No habían pasado ni dos semanas desde que se conocieron y ya estaba metido en su vida hasta el cuello. Era extraño sentirse tan cerca de una mujer y, al mismo tiempo, tan lejos.
—Se va a venir abajo, y todavía nos queda mucho camino por andar —le advirtió Theo a Gabi—. Aparte de los conciertos, que no vamos a cancelar, tendremos que hablar con el policía ese, que no deja de idear nuevas preguntas…
Un potente chillido salió de la habitación de Ido. La nena se había despertado; Michael se levantó para darle el biberón. Ido se removió en su cuna. Michael calculó cuánto rato de sueño le quedaba al niño. Se preguntó si Nita sería capaz de ocuparse de él. La niñera no tardaría en llegar y él le pediría que se llevara a Ido de paseo. Pero el aturdimiento que tenía paralizada a Nita no le permitiría ensayar aquel día. Michael regresó a la sala.
—Nada de esto habría sucedido si papá le hubiera vendido el cuadro a ese chiflado escocés hace cinco años. Nadie le habría ofrecido un precio mejor —decía Theo van Gelden.
—No le hacía falta el dinero. El cuadro era un bien mueble, una inversión —replicó Gabriel.
A Michael le habría gustado saber algo más sobre el escocés y la oferta que había realizado, pero no osaba hacer preguntas. Procuraba mantenerse en un segundo plano, quería que los demás olvidaran en la medida de lo posible que él también era policía. Tenía la vana esperanza de que ese olvido se hiciera extensible a la cuestión de la nena. Pero de pronto Theo clavó en él la vista y, como si le hubiera leído el pensamiento, dijo:
—Nita dice que es usted un pez gordo en la policía. Tal vez podría hacer algo por nosotros.
—¿El qué? —preguntó Michael con cautela—. ¿Qué le gustaría que hiciera?
—¿Cómo quiere que lo sepa? Acelerar la investigación, quitárnoslos de encima, decirle al tipo ese que nos deje en paz. Pretende que no salga del país en el futuro inmediato. Tengo programados tres conciertos con la Filarmónica de Tokio para dentro de un par de semanas. ¿Cree que me permitirá irme? ¿Cómo voy a cancelar algo así? ¿Piensa usted que los japoneses lo comprenderían? Me comprometí a dar esos conciertos hace dos años. Será mi segunda aparición en Japón.
—Danny Balilty es una buena persona —dijo Michael—. Se ha formado una falsa impresión de él. Es un hombre serio. Aunque peque de hablar demasiado —se apresuró a añadir.
—¿Quién podría haberlo imaginado? —se lamentó Theo—. No sé ni cuántas veces le repetí que se lo vendiera al escocés. Y él se empeñó en negarse en rotundo. El pobre escocés no paraba de llamar por teléfono, y vino dos veces a ver a papá. —Theo se volvió hacia Michael, como si fuera su único público posible—. El escocés es un hombre agradable. Su tatarabuelo compró los otros dos estudios de Van Steenwijk en 1820, y por lo visto también fue entonces cuando nuestro tatarabuelo adquirió el cuadro que tenía papá. Llevaba muchas generaciones en la familia. El escocés quiere completar la serie, ya que tiene dos de las tres obras. Le ofreció a nuestro padre medio millón de dólares, lo que superaba la oferta que le hizo el Museo Stedelijk de Leiden. Pero nuestro padre se negó a vender.
—¿Por qué nos limitamos a hablar del cuadro? —preguntó Gabriel—. También han desaparecido las joyas y el dinero. ¿Por qué estás tan seguro de que el objetivo era el cuadro?
—Pero si tú mismo acabas de decir que…
—¿Y qué? —replicó Gabriel enfadado—. Lo he pensado mejor. Aunque, en el fondo, da igual.
—El tipo ese, ¿Balilty? —le dijo Theo a Michael—, opina que el resto de los objetos tenían menos importancia. Pero no sabe cuánto dinero había en la casa, ni tampoco nosotros lo sabemos con exactitud. Lo único que sabemos es dónde estaba —volvió a fijar la vista en Michael y prosiguió—: Nuestro padre no confiaba en los bancos. A raíz de la bancarrota del Feuchtwanger. La recuerda, ¿verdad? —Michael asintió desganadamente y echó una ojeada a Nita por el rabillo del ojo. Se la veía ajena a todo. Ya no podría contar con ella. Eso lo tenía cada vez más claro, pero no debía dejarse arrastrar por el pánico. Lo mejor sería ver cómo se iban desarrollando los acontecimientos. Y, entretanto, prestar atención a Theo, que decía—: Como perdió todo el dinero que tenía en el Feuchtwanger, comenzó a guardar moneda extranjera en casa. Tenía un escondite, más de uno. Era mucho dinero, y yo sabía dónde estaba, me lo enseñó. Y a Nita también —se volvió hacia Gabriel—. ¿Y a ti? ¿También te lo enseñó a ti?
Gabriel asintió con la cabeza.
Theo se levantó del sillón de mimbre y empezó a pasearse una vez más arriba y abajo.
—Yo creía que a ti no te lo había enseñado. Tú no estabas en Israel en aquella época, creía que…
—Me lo enseñó a mi regreso. Por si le ocurría algo estando tú en el extranjero. Le preocupaba mucho Nita. —Nita se estrechó las rodillas con los brazos.
—Quería tomar precauciones por si le ocurría algo de repente —continuó Theo—. Tenía mucho dinero. La última vez que me lo mostró, había decenas de miles de dólares en florines. Le pregunté por qué se le había ocurrido comprar precisamente florines. No me respondió. Así era él: cuando no le apetecía responder, se quedaba callado. —Theo resopló y se enjugó la cara—. ¿Te lo explicó a ti, Gabi?
—No, no tengo ni idea —repuso Gabriel lánguidamente. Y volvió a clavar la vista en la alfombra.
—Lo que no comprendo —dijo Theo— es qué piensa hacer con el cuadro quien se lo haya llevado. No lo podrá vender. ¿Para qué robarlo, entonces? —miró a Michael, como si esperase que él se lo aclarara.
En contra de su voluntad, Michael, que trataba de pasar desapercibido, se sintió obligado a expresar su opinión. Señaló para empezar que aquél no era su campo y que no estaba muy al tanto de esas cuestiones. Pero sí sabía que cuando se presentaba un caso de las mismas características, la policía nacional solía requerir la colaboración de la Interpol. Tenía entendido que detrás de este tipo de robos había por lo general un coleccionista.
—Por lo visto, así fue cuando robaron la colección de relojes del Museo Islámico de Jerusalén —por eso resulta tan difícil localizar los objetos robados, tuvo la tentación de añadir, pero se contuvo.
—¡El escocés! —exclamó Theo—. Quizá fue él quien envió a los ladrones ya que padre no le quería vender el cuadro.
—No digas tonterías —replicó Gabriel a la vez que se enderezaba—. Yo también lo conozco. Lo conocimos a la vez, ¿te acuerdas? Es un hombre agradable, tú mismo lo has dicho. Su deseo de comprar el cuadro que le falta es muy comprensible. Ya tiene los otros dos. El escocés no haría daño ni a una mosca.
—¿Qué sabemos nosotros de lo que es capaz de hacer la gente? —preguntó Theo.
—¡No ha sido el escocés! —insistió Gabriel.
—En primer lugar —dijo Theo—, la muerte de papá ha sido un accidente. No pretendían matarlo, ha muerto porque… —echó una ojeada a Nita, que apenas daba señales de vida—. Se asfixió. Por culpa de la mordaza y de su enfisema. —Theo dirigió una mirada fugaz a Michael—. Nuestro padre tenía un enfisema en fase avanzada. Algunos días necesitaba conectarse a una botella de oxígeno —volvió a mirar a Nita y luego a Gabriel—. Por eso ha muerto. Hay una expresión médica específica. El doctor la dijo —concluyó, mirando a su hermano.
—Oclusión de las vías respiratorias —dijo Gabriel sin levantar la cabeza.
Theo se volvió hacia Michael.
—Su compañero, el policía —dijo—, no entendía por qué eligieron ese momento para entrar en la casa. Podrían haber entrado cuando padre estaba en el dentista, como muy bien dijo él, o en el concierto, o en la reunión semanal de su logia masónica.
—Si es que llegó a ir al dentista —apuntó Gabriel. Theo quedó paralizado. Nita levantó la cabeza de las rodillas y miró a Gabriel—. Puede que cancelara la cita. Tal vez, ni siquiera tenía una cita —susurró Gabriel. Su voz cobró fuerza cuando añadió—: Papá detestaba ir al dentista. Y quería asistir al concierto. Ir al dentista justo antes de un concierto en el que íbamos a actuar los tres sería lo último que le apetecería.
—Eso es muy fácil de comprobar —terció Michael.
—Mira que terminar así después de todo lo que tuvo que soportar en la vida —declamó Theo, como si sus palabras ya no le pertenecieran y sólo las pronunciara por la compulsiva necesidad de escuchar su propia voz—. Después de todo lo que tuvo que soportar —repitió, y una vez más se puso en pie para deambular de un lado a otro, las manos en los bolsillos—. Y yo que pensaba que no se había encontrado con fuerzas para ir al concierto —dijo de pronto, parado junto a Gabriel—. Debemos llamar al dentista —aseveró.
—Eso déjaselo a la policía —replicó Gabriel abruptamente—. ¿Para qué perseguir ahora al dentista? Papá ha muerto. Todo lo demás da igual. No quiero seguir hablando de esto —las mejillas se le iban hundiendo más y más, las ojeras resaltaban bajo sus inflamados ojos, su respiración estentórea resonaba en la sala.
Theo se inclinó a coger el paquete de tabaco que Michael había dejado sobre la mesita de cobre.
—¿Me permite? —preguntó. Y, sin esperar a que le respondiera, encendió un cigarrillo. Una nube blanquecina envolvió a Gabriel, que agitó los brazos para disiparla.
—Gabi —dijo Theo de pronto—, hay algo que no comprendo. Quizá… deberíamos esperar a estar a solas. Quería preguntarte… en fin, no tiene importancia —echó una ojeada a Michael y quedó en silencio.
Nita los miró a ambos. Abrió de par en par los ojos, que parecían más claros en contraste con las ojeras. En torno al verde grisáceo de los iris se veían finos anillos oscuros, que parecían líneas trazadas para delimitarlos. Era la primera vez que Michael se fijaba en ese detalle.
—¿Qué ibas a decir, Theo? —preguntó Nita con impaciencia—. Deja de tratarme como si fuera una niña. Ya no es necesario que me ocultéis nada. He demostrado que soy capaz de soportar…
—No es por ti, Nita —dijo Theo, y le dirigió una mirada implorante—. De verdad que no. Aunque para mí siempre hayas sido mi hermanita pequeña. ¿Qué le voy a hacer? Pero me ha parecido… —giró la cabeza hacia Michael y luego volvió a mirar a Gabriel—. No es por nada especial, pero…
—Puedes hablar con toda libertad delante de él —dijo Nita—. Para mí, es uno más de la familia. Confío en él plenam… confío en él —quedó en silencio y bajó la mirada.
—Pero yo apenas lo conozco —explicó Theo—. No sé por qué debería fiarme de él —hizo un ademán y masculló—: Usted me disculpará, no es nada personal.
—¿Ni siquiera después de lo que te he dicho? —preguntó Nita y se le humedecieron los ojos.
—¿Qué ibas a decir, Theo? Vamos, dilo. A mí no me importa —lo animó Gabriel con una voz ahogada que parecía proceder de la alfombra.
Michael se fue a la cocina a preparar café. Hasta allí llegaba el sonido de los susurros de Theo. Pero no alcanzó a distinguir las palabras hasta que le oyó decir casi a voces: «No comprendo por qué. ¡Al menos me lo podrías explicar!». De nuevo se oyeron murmullos, sin que Michael lograra identificar a quien hablaba. Regresó a la sala y dejó el café sobre la mesita de cobre. Era consciente de que la conversación se había interrumpido al llegar él. Le puso delante a Nita una taza de té, pero ella hizo un gesto negativo a la vez que se señalaba la garganta para indicar que la tenía atascada.
—¡No te vayas! —le dijo a Michael cuando éste inició una retirada hacia el dormitorio.
Theo cogió sus gafas de la mesita y se las puso. Rodeó el sillón de mimbre donde descansaba su hermano, se detuvo junto a las cristaleras y luego se sentó. Como Gabriel persistía en su silencio, Theo volvió a tomar la palabra:
—Nita no tiene ningún problema. No tiene nada que ocultar. Todos sus movimientos se conocen gracias al niño. Pero yo, por ejemplo, sí prefiero guardarme algunos asuntos para mí. No me gusta que metan las narices en mi vida, y, a pesar de todo, se lo conté al policía, aunque ya viste que me resultó violento. ¿Por qué te quedaste callado? Para él es una mera cuestión de procedimiento. Nadie sospecha que ninguno de nosotros… —se interrumpió y lanzó un bufido sardónico.
Gabriel permaneció impasible.
—Pero ¿qué estás buscando en la alfombra? —estalló Theo—. ¿Por qué no me respondes?
—Theo —suplicó Nita—. Dejadlo estar. No comprendo cómo podéis enzarzaros en una discusión en estos momentos.
—Me he limitado a preguntarle algo —se defendió Theo—. No es una discusión, no nos hemos enzarzado… sólo quiero saber por qué no ha querido decírselo. ¿Por qué no le explicaste dónde habías estado?
Gabriel levantó la vista de la alfombra. Su rostro, a contraluz y orlado por una barba castaño rojiza, parecía una máscara que representara la rabia. Torció la boca en una falsa sonrisa.
—¿Y a ti qué te importa? —le espetó a Theo—. Lo único que te preocupa son tus conciertos en Japón y que ninguno de nosotros deje de trabajar y que nada interfiera en tus planes, Dios nos asista. Y, hablando de planes, ahora tienes el campo libre para seguir adelante con el concierto de Bayreuth sin que nadie te lo impida. Quiero que sepas que nunca te perdonaré el último ataque que le provocaste a papá, cuando le hablaste del festival de Wagner. Sufrió un ataque, pero tú te largaste pegando un portazo. Y yo me tuve que ocupar de la botella de oxígeno y de todo lo demás. ¿No podrías haber esperado a que… muriera en paz? No, tenías que imponer tu voluntad, contarle lo de Wagner, y luego largarte. Así que ¿a cuento de qué voy yo a darte explicaciones? —Gabriel sepultó el rostro en las manos, sus hombros temblaban. Por entre sus dedos escapó un sonido a caballo entre el sollozo y el gruñido.
Theo apagó el cigarrillo en un cenicero azul. Su tez se había demudado hasta el verde pálido. Se cruzó de brazos. Michael miró a Nita. Ella retiró los brazos de sus rodillas y miró a Theo asustada.
—¿Qué pasa? ¿Theo? ¿A qué se refiere Gabriel?
—A nada, no tiene importancia. Olvídalo —dijo Theo—. Es irrelevante, de verdad.
—¡Quiero enterarme! —exigió Nita, y en sus ojos apareció un brillo enérgico cuando añadió—: Estoy harta de que me ocultéis las cosas. Tengo treinta y ocho años, soy madre de un niño. ¡Ya va siendo hora de que dejéis de considerarme una niña!
—No fue culpa mía —dijo Theo, dirigiéndose a la cabeza inclinada de su hermano—. A papá le llegó la noticia por otro lado, y luego, cuando me preguntó si era así, ¿qué quieres que hiciera? ¿Mentir? ¿Decir que no sabía nada de eso?
Theo encendió otro de los cigarrillos de Michael. A Michael también le apetecía fumar, pero prefirió no moverse para no llamar la atención. Estaba muy quieto, y hasta respiraba con cautela para que siguieran olvidados de su presencia.
—¿Qué noticia le llegó? ¿Cómo se enteró? ¿De qué estáis hablando? ¿Por qué nunca me contáis nada? —Nita concluyó la última frase casi en un alarido. Había una nota de histeria en su voz, que se había ido adelgazando y subiendo de tono. Los ojos se le anegaron de nuevo en lágrimas y una vez más se los enjugó con el dorso de la mano. Estiró las piernas y se las tapó cuidadosamente con la falda.
—No es nada —dijo Gabriel con aire culpable—. De verdad, Nita, no tiene importancia.
—¡Si está relacionado con papá, con Wagner y con el enfisema, es imposible que no tenga importancia! —gritó Nita. Era la primera vez que Michael la oía alzar la voz. Sus gritos eran agudos, sin rastro alguno de ronquera—. Estoy harta de desempeñar este papel. ¡Quiero enterarme! Theo, ¿a qué se refiere Gabriel? ¿De qué estáis hablando? ¡Contéstame! ¡Ahora mismo!
—Se refiere a una entrevista que me hizo The New York Times —repuso Theo en tono formal—. Allí me citaban diciendo que mi sueño era celebrar un festival de Wagner en Jerusalén, y que Israel al fin rescatase del olvido a este gran compositor, y que mi sueño se iba a cumplir el año que viene. Era un detalle de una larga entrevista realizada por un periódico extranjero. Nunca pensé que padre llegaría a verla.
—Y después —intervino Gabriel—, padre la vio, naturalmente, se enteró de todo, y le preguntó a Theo si era cierto. ¿Te lo imaginas? Nuestro padre se entera de que va a celebrarse un festival de Wagner en Jerusalén, ¡después de tantísimos años sin que sonara una sola nota de Wagner en el hogar más musical de todo Jerusalén! Padre odiaba la violencia a tal punto que incluso defendió al tipo que le rompió la mano a Jascha Heifetz en los años cincuenta, durante una pelea a propósito de Wagner.
—No fue la mano —musitó Theo—, y no se la rompió, y ni siquiera estoy seguro de que fuera una pelea motivada por Wagner. Creo que más bien fue por Richard Strauss, y además era Menuhin, no Heifetz.
—Theo no quería mentir, le contó a padre la verdad; así, de pronto, le resultaba imposible decir una mentira —dijo Gabriel con amargura.
—Alguien se lo contó a papá, no sé quién —explicó Theo—. Ya puedes imaginarte cómo reaccionó. Pero no fue eso lo que le acortó la vida. No puedo llegar a viejo sin llevar a la práctica mis ideas sólo porque no se ajusten a las de mi padre. Si hubiera sido por él, ahora mismo sería el encargado de la tienda de música. Nunca aceptaba mis opiniones.
—Theo necesitaba que el festival se celebrase en Jerusalén —dijo Gabriel, la vista clavada en el mismo punto de la alfombra—. No se contentaba con dirigir a Wagner en Bayreuth y en Glyndebourne. Tenía que ser en Jerusalén.
—En el extranjero no estuve a cargo de todo —se defendió Theo—. Sólo me puse al frente de la orquesta para interpretar Parsifal en Bayreuth. No pretendo que comprendas por qué necesitaba lograrlo. Te falta imaginación. No tienes ni idea de lo que supone dirigir un ciclo de El anillo o incluso una simple interpretación de El holandés errante. Esa música no te interesa porque es más compleja de lo que puedan serlo un par de violines barrocos de época. No soportas…
—¡Es una música depravada! —lo interrumpió Gabriel a grito pelado—. Música depravada, ¡eso es Tristán para mí!
—¡Dejadlo ya! —chilló Nita, y se tapó los oídos con las manos—. ¡Dejadlo! Ni siquiera ha pasado un día, fue ayer por la tarde cuando… —dejó la frase a medias.
Theo bajó la cabeza.
—Es una hipocresía —masculló—. ¿Sabes cuántas personas hay en Israel hoy día a quienes les importa lo más mínimo? ¡Han muerto todos! ¡Han pasado cincuenta años! ¿A quién puede importarle?
—A papá le importaba.
—¿Sabéis que estos últimos meses se ha estado retransmitiendo a Wagner en la radio nacional de Israel? En La voz de la música. Dos o tres veces por semana, sin que nadie se rasgara las vestiduras.
—¿Conque sí, eh? —replicó Gabriel—. ¿Así que nadie se ha rasgado las vestiduras? La primera vez que pusieron un fragmento de Tannhäuser, el presentador tuvo que pedir disculpas por un fallo técnico. Se produjo más de un minuto de silencio en las ondas, como si alguien hubiera saboteado la retransmisión. Además, tuvieron que pedir a los oyentes que dejaran de llamar a la emisora. Eso demuestra lo poco que le interesaba a la gente —un rubor oscuro tiñó su cara mientras hablaba; aunque se dirigía a Theo, evitaba mirarlo a los ojos.
Theo dio una chupada al cigarrillo.
—Yo no he tenido la culpa de que muriera —dijo débilmente.
—No deberías habérselo contado —insistió Gabriel, que parecía haberse calmado un poco; volvió a sepultar el rostro en las manos.
—No podía mentirle —alegó Theo—. Ya no soy un niño, tengo derecho a formarme mis propias opiniones. No hay ningún motivo… Wagner es un gigante, no se puede hacer como si no existiera.
—De eso a celebrar un Bayreuth en Jerusalén hay un gran paso —dijo Gabriel enfadado.
—No era más que una manera de expresarlo —explicó Theo—. Llevará su tiempo…
—Entonces deberías tener más cuidado con lo que dices —exigió Gabriel, y alzó la cabeza, todavía congestionado—. Ahora debemos tomar una decisión sobre la shivá. En cualquier caso, no habrá entierro.
Michael sintió que se le tensaban los músculos.
—Claro que lo habrá —intervino Nita—. No estoy dispuesta a donar el cuerpo de nuestro padre para la investigación médica. Lo han asesinado. Así las cosas, la policía realizará una autopsia. Me niego a donar el cuerpo.
—Si padre dio a conocer su intención, lo vas a tener difícil. Si lo especificó en el testamento, tiene derecho legal a que se cumpla su voluntad —dijo Gabriel.
—No lo especificó en el testamento —dijo Theo.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Gabriel, mirándolo a los ojos.
—¿Lo sabes tú? —le replicó Theo.
—Sí, lo sé —dijo Gabriel—. Padre me habló de su testamento.
—Y a mí también —replicó Theo—. Por eso sé que quería reformarlo para incluir ese punto. La cuestión es si Spiegel también lo sabe. Si padre le consultó su opinión. Es un asunto legal. No tiene nada que ver con la familia.
—¡Quiero que tenga un entierro como es debido! —insistió Nita—. Y que no sea dentro de un año. Estoy harta de la mentalidad científica y liberal holandesa, quiero… enterrar a mi padre —dijo en son de desafío—. Vamos a hacerlo como está mandado, por favor —murmuró a la vez que agachaba la cabeza—. Padre no sabía que iba a morir maniatado. No ha tenido una muerte decente, démosle al menos un entierro decente. Por cierto, ¿dónde está Herzl? ¡Tenemos que comunicárselo!
Ambos hermanos miraron a Nita y luego cruzaron una mirada entre ellos. A Michael le palpitaba el corazón. Si no había entierro, si no se publicaba una esquela, tal vez la enfermera Nehama no llegaría a enterarse de nada. Pero eso era esperar demasiado. ¿Quién sería Herzl?, se preguntaba sin atreverse a dar voz a su curiosidad.
—Y otra cosa —dijo Nita con una voz decidida y en absoluto apagada—, ¡quiero decir otra cosa y que os quede bien claro de una vez por todas! Se ha acabado eso de no tenerme en cuenta. ¡Quiero saber lo que pasa! ¡En todo momento! Quiero saber todo lo que sabéis vosotros. Ya tengo treinta y ocho años, por si no os habíais enterado.
—Durante este último año —dijo Theo con cautela—, ha sido imposible hablar contigo de nada.
—¡Nunca lo has intentado! —replicó Nita—. Nunca has venido a contarme que soñabas con celebrar un festival de Wagner en Jerusalén. ¿Estás loco? —preguntó repentinamente, como si acabara de captar el significado de aquellas palabras—. ¿Le contaste a papá una cosa así? ¿Después de lo de Yehudi Menuhin y todo lo demás?
—¡Y dale con Menuhin! —se quejó Theo—. Nadie le rompió la mano —insistió con cansancio—. Es una de esas leyendas promovidas por los ideólogos.
—Y ahora os pregunto: ¿por qué nadie informa a Herzl?
—Ya oíste lo que le hemos explicado al policía esta noche —dijo Gabriel—. Herzl ha desaparecido. Llevo un par de meses tratando de dar con él para…
—¿Qué significa que ha desaparecido? —lo interrumpió Nita—. ¿Se lo ha tragado la tierra? No puede estar en el extranjero. Detesta salir del país. Y no ha muerto, porque nos habríamos enterado. ¿Cómo es posible que, después de tantos años, no se entere de la muerte de padre ni asista al entierro?
—Si queréis, llamaré a Spiegel —dijo Gabriel— para enterarme de cuál es la situación legal con respecto… —el timbre de la puerta lo interrumpió.
—¿Es la prensa? —preguntó Theo alarmado—. ¿Se nos van a echar encima los periodistas?
—¿Cómo va a ser la prensa? —lo tranquilizó Gabriel—. Nadie sabe que estamos aquí. Precisamente, por eso hemos venido. Nita no es una figura pública como tú, o incluso como yo.
Se oyó el timbre de nuevo.
—¿Crees que ya se habrán enterado? —insistió Theo, todavía nervioso.
—¿Qué más me da? Aquí no van a venir. Y si vinieran, no hablaríamos con ellos. No nos pueden obligar. Tienen que comprender que ni siquiera tú vas a colaborar ni a ser amable con ellos en un momento como éste —añadió Gabriel con amargura.
Michael dirigió una mirada a Nita. Ella se la devolvió con aire implorante. Michael fue a abrir la puerta a la niñera y se quedó contemplando su ancho rostro, coronado por una babushka, mientras la mujer escudriñaba perpleja la escena con la que se había encontrado: Nita sentada en el pequeño sofá, Gabriel en el sillón de mimbre y Theo de pie en medio de la habitación, donde había detenido su deambular y donde un rayo de sol relumbraba sobre la negra raya de raso de sus pantalones. Michael acompañó a la niñera a la habitación de los niños y le explicó la situación. Observó el aturdido desconcierto que se pintaba en el semblante de la mujer y sus dedos encallecidos tironeando de la babushka. Quedó a la espera de que la mujer reaccionara, y al fin ésta suspiró y dijo:
—Pobrecillos. Pobrecillos. Pobrecillos.
Con absoluto desapego, Michael la contempló mientras se enjugaba los ojos, inflamados como muchas otras veces. Era una mujer sencilla, cuyo rostro se encendía de dicha cuando sujetaba al nene en los brazos. También ahora un apagado rubor se extendió por sus mejillas cuando se inclinó sobre la cuna y le echó una ojeada a la nena, a la vez que emitía sonidos ininteligibles, que a Michael le recordaron las bendiciones y juramentos lanzados por su abuela. La mujer apoyó los brazos en la barandilla de la cuna de Ido y sus pulseras de oro tintinearon. Ido abrió los ojos. La niñera estiró los brazos y enseguida tenía al niño bien apretado contra el pecho, sus mejillas rozándose, el rostro de ella radiante. Michael le preguntó si podía hacer unas horas extras y dar a Ido un paseo más largo de lo habitual. Ella asintió de buena gana y masculló: «Pobrecillos. Pobrecillos», y puso a Ido sobre la mesa para cambiarle el pañal.
—No vamos a dejarlos solos, claro que no. ¿Y la pequeñita? —preguntó inclinada sobre Ido, que pataleaba y trataba de darse la vuelta; lo sujetó por el vientre con la enrojecida mano—. ¿Qué debo hacer con la pequeñita?
Entonces sonó el teléfono. Nita llamó a Michael.
—¿Es verdad? —le preguntó Tzilla, que era quien llamaba—. Lo he oído en las noticias. Nita me ha dicho que sí. ¿Es verdad? —Michael se lo confirmó—. ¿Qué tal sobrelleváis la situación? ¿Y ahora qué? —preguntó con reserva.
—La sobrellevamos —dijo Michael quedamente, notando tres pares de ojos clavados en su espalda—. Tengo que hablar contigo —añadió en tono admonitorio, y consultó su reloj—. Saldré para allá dentro de diez minutos.
—Di algo —le decía Theo a Nita cuando Michael colgó el teléfono.
Ella se encogió de hombros.
—Es demasiado pronto, Theo —dijo Gabriel.
—Me siento responsable. Hasta ahora, padre la venía manteniendo. Lleva todo un año sin dar clases. Y ese cerdo no va a empezar a pasarle dinero de pronto, cuando el niño ya tiene… ¿Qué edad tiene, Nita?
—Casi seis meses —dijo Gabriel—. Tienes tantos hijos que del de tu hermana no sabes nada.
—No es cierto —se indignó Theo—. No tienes derecho a criticar mi relación con Nita y el niño.
—Gabi —suplicó Nita—, déjalo estar. Theo ha pasado poco tiempo en Israel este último año, pero me llamaba a menudo. Yo sabía que si en algún momento necesitaba algo, Theo me habría dado inmediatamente lo que le pidiera. Hay personas peores que él, créeme —frunció la boca.
La mirada de Theo se dulcificó.
—Y también lo digo por ti —le dijo Nita a Gabriel—. Si no hubiera sido por vosotros dos… y por él —añadió mirando a Michael—, no sé que habría…
—No tiene muchos amigos —la disculpó Gabriel, mirando a Michael a los ojos—. Nita no tuvo una infancia normal en Israel. Estudió en Nueva York y su mejor amiga vive en París. Es lo que les sucede a los músicos de talento y éxito. Muchos conocidos pero pocos amigos íntimos. Mi hermano y yo nos encontramos en la misma situación. En realidad, no hemos echado raíces aquí. Pero damos la imagen de ídolos israelíes —comentó con una sonrisita—. Somos auténticos ciudadanos del mundo. Pregúntele a Nita. Ha tenido un chelo desde pequeña, desde los cinco años más o menos. Ella anhelaba ser como los demás niños, pero nunca se sintió igual. ¡Y por lo menos ella nació aquí!
—Nita nos ha contado lo de su niña —dijo Theo—. Es una historia extraña —dirigió una mirada de curiosidad a Michael—. Se diría que es un cuento… Qué raro, una niña de pecho. Mis hijos ya son mayores.
Gabriel lo miró con aire escéptico.
—No puedo negar que han sido sus madres quienes los han criado —reconoció—. Pero no merece la pena hablar de cosas desagradables. Nita nos ha contado cómo han resuelto las cosas entre ustedes dos —dijo, y tosió incómodo—. Gabi no tiene hijos —anunció de pronto, como si eso explicara algo—. Está más unido al niño de Nita que yo —confesó con esfuerzo—. Nita es nuestro denominador común —añadió, y esbozó una sonrisa—. Nuestro padre también quería más a Nita que a los demás, excepción hecha de nuestra madre, tal vez. Y Gabi también. —Theo continuaba paseándose mientras hablaba. Al llegar junto a Nita, la miró afectuosamente y le revolvió el pelo—. ¿Se va ya a trabajar? —le preguntó a Michael.
Michael asintió con la cabeza y agarró el picaporte.
—¿Quieres que la nena se quede aquí, con Aliza? —le preguntó Michael a Nita—. Podría llevar a Aliza y a los niños a su casa, si te viene mejor.
—Lo que tú digas. Decide tú.
—Quizá podría usted hablar con… ¿cómo se llama? ¿Balilty? —dijo Theo.
—Déjalo estar, Theo. Es mejor que no se enteren de mi relación con él —le advirtió Nita.
—Como tú quieras —dijo Theo, alzando los brazos en cruz—. Lo que tenga que ser, será.