Hermoso, solemne, sonaba el solo de chelo de la obertura de Guillermo Tell de Rossini, la primera pieza del programa de la noche, y la respuesta de los cinco chelos de la orquesta rezumaba melancolía. La primera nota era grave y tenebrosa. Y, a continuación, se derramaba como una cascada el lamento de los demás chelos. Michael ya conocía cada pausa, cada respiro, cada nota. Y cada deslizamiento del arco sobre las cuerdas, cada movimiento del brazo enfundado en negro, le traían como en un eco las palabras pronunciadas por Nita aquella tarde, mientras contemplaba las colinas a través de las cristaleras del balcón. Con el chelo en una mano y el arco en la otra, había señalado el paisaje con un ademán.
—A veces… —comenzó, y su voz se quebró. Tragó saliva—. Me asaltan de pronto, sin previo aviso, anhelos, anhelos indefinidos… —se tocó el pecho con la punta del arco—. Y, luego —sus ojos relucían húmedos—, me pregunto por qué las cosas han salido así, en qué me habré equivocado. Y qué podría haber hecho de otra manera, si acaso; por qué la vida es así, y… Mi madre está muerta —sollozó.
Michael se sentó en un extremo del pequeño sofá, con la nena en brazos, mientras Ido golpeaba las barras del corralito con un bloque rojo de un juego de construcciones. Al escapársele éste de las manos, refunfuñó y, acto seguido, se agarró el pie y trató de meterse el pulgar en la boca. Nita le lanzó una mirada, reprimió un sollozo y dijo con voz ahogada:
—En realidad, lo que me gustaría sería volver a confiar —dijo y sonrió, o, más bien, estiró los labios. El hoyuelo no apareció en su cara—. Y luego me detesto. Sé que no me puedo permitir estar tan llena de anhelos y deseos, que debo canalizar todo mi ser hacia la música y que, como tú dices, soy afortunada. La mayoría de las personas no tienen mi talento. Pero no lo puedo evitar, soy adicta a esos banales deseos románticos que me consumen —la repulsión asomó a sus ojos. Los bajó—. Seguro que me desprecias —dijo abruptamente.
—Qué va —se apresuró a decir Michael, con voz queda para no despertar a la nena—. ¿Cómo iba a despreciarte? Me da mucha pena verte sufrir y batallar contra el dolor como si pudieras eludirlo. No puedes. Hagas lo que hagas, te hace daño. Es lo que les sucede a quienes se sumergen de cabeza en el amor. En la idea del amor. En la fantasía del amor, que nada tiene que ver con su objeto… hasta podría ser un espantapájaros, como dijiste tú ayer.
Nita lloraba en silencio. Se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano que sujetaba el arco, resolló y se secó la nariz. La punta, levantada hacia arriba, estaba roja, las pecas del caballete se habían difuminado.
—Nunca dejará de sorprenderme que haya personas, mujeres sobre todo, capaces de amar y añorar a alguien a quien no respetan —volvió a enjugarse los ojos—. Tenías razón —dijo ya serena— en lo que dijiste ayer. Echo de menos ser una niña pequeña, sentirme próxima a alguien, dependiente —de pronto se estremeció mirando a Michael—. ¿Por qué tienes la mirada tan triste?
Ahora, en el auditorio, Michael sonrió al recordar el tono asustado y culpable de la pregunta.
—¿Te pongo triste? ¿Vas a darme por imposible?
—No, no te voy a dar por imposible. ¿Cómo podría dar por imposible a quien interpreta así el Doble concierto? Estaba pensando en mi hijo.
—¿Por qué pensabas ahora en él? ¿Lo echas en falta?
Michael respondió con un débil «sí», Pero no era la añoranza la que lo inquietaba en ese momento, sino un vivido recuerdo que súbitamente le reconcomía por dentro. El recuerdo de Maya relampagueó en su memoria y se apagó. ¡Qué poco había pensado en ella durante el último año! Luego recordó esta escena con toda claridad: Yuval a los catorce años, sentado al borde de su estrecha cama, el rostro sepultado en las manos, y él asomándose por la puerta entornada. Asustado, le había preguntado a su hijo: «¿Qué te pasa?», y se había apresurado a sentarse a su lado; repitió la pregunta, lo rodeó con los brazos, escuchó horrorizado los sollozos de su hijo adolescente y la voz desentonada con que de pronto le habló. Atento a sus frases entrecortadas, dedujo que el meollo del asunto era que la novia de Yuval, Ronit, ya no quería seguir con él, e incluso se negaba a hablarle. No supo qué decirle. Se limitó a estrecharlo entre sus brazos en silencio. Nunca más lo había visto llorar.
Nita tenía razón. La música de Rossini era o bien alegre, o bien profundamente triste. La primera de las cuatro partes de la obertura pretendía evocar el idílico paisaje de los Alpes suizos, según le había explicado. Pero también contenía una ineluctable tensión entre el ambiente idílico y la amenaza trágica que se cernía sobre él. El redoble de los timbales interrumpía ahora la dulce melancolía de los chelos. Debería haber sonado como un eco apagado, mas, bajo la dirección de Theo van Gelden, el eco de los timbales se tornaba excesivamente sonoro y conspicuo. Theo agitaba la pequeña batuta de plata que, según Nita había explicado orgullosa a Michael, era una muestra de aprecio del mismísimo Leonard Bernstein, quien se la había regalado después de que Theo dirigiera la Filarmónica de Nueva York por primera vez, hacía más de veinte años. Aquel eco hacía resaltar aún más la contenida elegía del chelo. La respiración de Michael se aquietó y él comprendió entonces hasta qué punto había estado en tensión. Al sentir el habitual dolor de mandíbula provocado por apretar mucho los dientes, Michael hubo de reconocer que se había identificado muchísimo con el miedo escénico de Nita.
Nita argüía que el chelo debía sonar elegiaco y pastoral a un tiempo. Ensayaba una y otra vez. En esos momentos, Michael la admiraba por su concentración. Todo su cuerpo parecía transformarse en una gran oreja severa y crítica. Un par de líneas verticales se pintaban entre sus cejas y un gesto de dolor le torcía la boca. Meneaba la cabeza enfadada y exclamaba descontenta de sí misma:
—¡Qué cursilada!
A Michael le parecía una interpretación maravillosa. La música le traspasaba el corazón, le llegaba a las entrañas. A veces le avergonzaba conmoverse tanto. Sobre todo cuando veía el cuerpo de Nita doblado sobre el chelo, la serena fuerza con que movía diestramente el brazo, los fugaces gestos de placer o de obstinación que cruzaban su rostro, siempre con los ojos cerrados.
Michael había disfrutado acompañándola durante los ensayos los últimos días. En aquellos momentos, la veía poderosa y ensimismada, inaccesible y hermosa. Sentía un fuerte deseo de estar a su lado, de experimentar aquella dulzura infantil que tan palpable se hacía cuando Nita miraba a su hijo o a la nena. Las flaquezas que le había revelado aquella primera noche, la vulnerabilidad de la que a veces daba muestras mientras realizaba los quehaceres cotidianos, desaparecían cuando tocaba. Michael tenía la sensación de que una fortaleza enorme manaba de ella cuando tocaba, como un torrente de aguas subterráneas. Y de que aquella fortaleza arrasaba con todo; lo demás eran obstáculos que la ponían a prueba.
Entre ellos se había desarrollado una gran intimidad con pasmosa rapidez. Intimidad que permitía a Nita hablar sola en presencia de Michael mientras practicaba, y que a él le impedía saber si lo que ahora lo derretía, le traspasaba hasta la médula, era la interpretación de Nita o todo un mundo de expectativas y deseos que había descubierto en sí. En sus oídos resonó una frase de Nita: «La verdad es lo que uno siente». Pero ¿cómo saber qué sentía en realidad? ¿Cómo aislar el efecto de la música de los demás sentimientos? ¿Y si lo que él oía en la interpretación de su amiga eran más bien las intenciones que él conocía en lugar de la mera expresión de la música? ¿Existía como tal la mera expresión de la música? ¿En qué podía basarse cuando no había un oyente? Y, en general, ¿qué sentido tenía hablar de la música y los sentimientos si se tenía en cuenta el proceso físico mediante el que una nota llegaba al cerebro? No había que olvidar que la recepción del sonido es resultado de una transmisión física y que sólo después el cerebro interpreta como música las ondas sonoras. Michael miró de reojo al hombre barbado de su derecha. En calidad de invitado de Nita, Michael estaba sentado entre la elite. Era la primera vez que se hallaba tan próximo al escenario. Alcanzaba a distinguir el taco rectangular de madera en cuyo pequeño orificio encajaba el contrabajista la pica de metal de su instrumento para afianzarlo, así como la raya reluciente de sus pantalones negros. E incluso los tacones arañados de la violista, que cruzó las piernas bajo la silla a la vez que apoyaba el instrumento en el hombro, inclinaba hacia él la oreja izquierda y se echaba hacia delante. El hombre sentado a la derecha de Michael tomó unas notas rápidas en el margen del programa. ¿En qué estaría pensando, por ejemplo, aquel hombre importante, a todas luces crítico musical, que tenía las piernas estiradas y la boca fruncida en un gesto que decía: «Veamos si todavía son capaces de sorprenderme»? ¿Oía él la melancolía que arrancaba el arco a las cuerdas del chelo? ¿Conservaba la capacidad de conmoverse?
El asiento de la izquierda de Michael estaba vacío. Debería haber estado ocupado por el padre de Nita. Antes del concierto, Nita le había presentado a Michael a su hermano mayor. Theo van Gelden le dirigió una rápida mirada de curiosidad, se abotonó la chaqueta del esmoquin y le estrechó la mano con fuerza. Resultaba extraño ver en su semblante un oscuro eco masculino de las facciones de Nita. Theo también tenía el rostro largo y estrecho, y sus ojos claros estaban muy hundidos tras unas gafas de fina montura. Trece años mayor que Nita, tenía profundas y breves arrugas enmarcándole la boca, de labios llenos y fruncidos como los de su hermana, y una barbilla puntiaguda y protuberante. Gabriel, que le llevaba diez años a Nita, tenía una cara redonda y regordeta y lucía una breve barba que le rozaba el cuello grueso y corto. Su tez, de un rosa pálido, estaba salpicada de pecas que le trepaban desde las mejillas hasta la ancha frente, y en el cuello se le veía una señal oscura, una especie de mordisco. El cabello castaño, entreverado de gris, se le alborotaba en las sienes, y él no cesaba de alisárselo. Tenía los ojos pequeños y castaños, muy hundidos, como los de sus hermanos.
Parpadeó repetidas veces a la vez que entrelazaba las manos y esbozaba una sonrisa con un solo lado de la boca, mientras Nita decía:
—Y éste es mi hermano menor, que se ha prestado a actuar esta noche para que pudiéramos tocar todos juntos, a pesar de que no comparte en absoluto los criterios de Theo y pese a que pronto tendrá su propio grupo.
Nita se echó a reír y le pellizcó el brazo a Gabriel, y él le palmoteó cariñosamente la mano, dejando ver por un instante un deslumbrante anillo de oro con una piedra verde engastada. Gabriel, que apenas era más alto que Nita, echó una ojeada por encima del hombro y preguntó:
—Pero ¿dónde está padre? ¿No iba a venir contigo? ¿No habíamos quedado en que lo recogerías al venir?
—No —repuso Nita, limpiándole el hombro con la mano—. Me llamó esta mañana. Se había olvidado de que tenía cita con el dentista, me dijo que vendría directamente en taxi desde allí. Estás todo pringado de yeso otra vez. Te he dicho mil veces que no te apoyes contra ese pilar —lo separó del estrecho pilar de cemento con un suave estirón, se puso a su espalda y le sacudió vigorosamente—. No tardará en llegar. Relájate. Basta con que esté nerviosa yo, después de casi un año…
—Todo te saldrá de maravilla —dijo Gabriel distraídamente. Dirigió la vista hacia su hermano, quien hablaba muy animado con una mujer vestida de negro que soplaba por la embocadura de su oboe, sujetando el instrumento con la mano libre. Gabriel se volvió de nuevo hacia la entrada de artistas.
—Deja de preocuparte —le reconvino Nita—. Ya sabes que papá detesta estar entre bastidores. Irá directamente al patio de butacas. Todavía faltan quince minutos para que empiece el concierto.
Ahora, Gabriel van Gelden se mesaba la barbita redonda y lanzaba ojeadas desde el escenario a la butaca vacía, el único retazo rojo de una sala a rebosar. En un par de ocasiones volvió la cabeza hacia la entrada lateral, y también escudriñó con los ojos entornados las escaleras, donde se arracimaban personas sentadas y de pie. Cuando los violonchelos concluyeron el primer tema, Gabriel le hizo un gesto a Nita con la cabeza, y Michael creyó ver que las cejas oscuras de su amiga se enarcaban y su rostro palidecía mientras se inclinaba hacia delante en su puesto, en el centro del escenario, muy cerca del podio del director, entre los violines y las violas, y forzaba la vista en dirección al asiento vacío. Luego los violines comenzaron a sonar de nuevo, y poco a poco se incorporaron la flauta, el oboe, el clarinete y el fagot para responderles. Entonces estalló una tormenta, era la espectacular segunda parte de la obertura. Reinaba el caos, y también una oscuridad cargada de suspense, como una premonición de la tragedia que se avecinaba. El rápido crescendo fue en aumento mientras se iban incorporando todos los instrumentos de la orquesta y Theo van Gelden agitaba los brazos y trataba de abrazar los ecos de la pavorosa tormenta, que continuó inflamándose hasta un punto en que casi remitió; luego cobró nueva fuerza al imponerse el sonido de la flauta.
Cuando se inició la tercera parte de la obertura con la conocida y hermosa melodía que entonaba la flauta, relevada luego por el corno inglés, los instrumentos de cuerda graves se fueron sumando al diálogo y Michael lo escuchaba todo como quien escucha un cuento. En un momento dado advirtió que tenía la boca abierta y, avergonzado, se apresuró a cerrarla. El triángulo y el oboe debatían con los instrumentos de cuerda sobre la misteriosa naturaleza del mundo, pero al propio tiempo describían el sol y los prados, los bosques y las arboledas. Luego la fanfarria de las trompetas anunció la llegada de los rebeldes. Los carillones y los instrumentos de cuerda retrataron la galopada de los caballos, y en la sala de conciertos surgió un mundo de revueltas, heroísmo y catástrofes. Pero incluso ahí se oían ecos del otro Rossini, ese Rossini mucho más alegre que hacía reír a Michael.
Mas, de pronto, la fanfarria de las trompetas se impuso al cuerno de caza y al canto de los pájaros. Era un tema muy trillado, siempre presente en el repertorio de la banda de la policía en ocasiones festivas y actos oficiales. Michael perdió la concentración, echó una ojeada a la sala. Vio una amplia sonrisa en el rostro del anciano sentado ante él, que tamborileaba con los dedos en el brazo de la butaca. La joven sentada junto al anciano reclinó la cabeza sobre su hombro. Su larguísima melena negra se derramó por detrás del asiento hasta rozar las rodillas del crítico de música. A Michael ya no le cabía duda de que ése era su oficio: no cesaba de cabecear ni de tomar notas. A espaldas de Michael, muy cerca de sus oídos, alguien desenvolvía caramelos lenta y persistentemente. El crujido de los envoltorios le estaba poniendo nervioso y al volver la cabeza para fulminar con la mirada a las dos señoras que tenía detrás, se encontró mirando un par de ojillos conocidos. Allá donde la barbilla de la mujer se juntaba con su generoso seno relumbraban unas cuentas verdes. Eran las mismas cuentas que adornaban el pecho de la enfermera que la Agencia de Bienestar Infantil había enviado a su casa hacía un par de días. La enfermera le dirigió una sonrisa de complicidad, se metió un caramelo amarillo en la boca, se inclinó y susurró algo al oído de su vecina de asiento.
Michael se volvió hacia delante y fijó la vista en el escenario. Pero no lograba desprenderse de la imagen de los lóbulos de la mujer que se alargaban hacia su inexistente cuello, arrastrados por el peso de los pendientes de cobre con piedras azules engastadas. La enfermera Nehama, enviada a evaluar su idoneidad como familia de adopción temporal para la niña, estaba ahora sentada justo detrás de él, viendo con sus propios ojos que no era la persona adecuada. Si él estaba allí, ¿con quién había dejado a la nena? A punto estuvo de volverse para decirle que había buscado a una canguro, para explicarle que se había visto obligado a asistir al concierto por Nita. En lugar de volverse, fijó la mirada en la espalda de Theo van Gelden, quien en ese momento golpeaba el podio con el pie. Luego Michael apoyó los codos en los brazos de la butaca y sepultó el rostro, que le ardía, entre las frías manos. Se llamó al orden, tenía que ser razonable, se forzó a aquietar la respiración. Se recordó que aquella enfermera, al igual que la directora y demás asistentes sociales de la Agencia de Bienestar Infantil, estaba convencida de que Nita y él vivían juntos y criaban a la niña entre ambos. Que no pondría ninguna objeción a que la hubiera acompañado al concierto siempre que no hubiesen dejado solos a los niños. Pero no logró serenarse. Se instó a concentrarse en la música. Justo en ese instante la obertura concluyó y el público aplaudió con entusiasmo. Michael oyó varios «¡Bravos!». El hombre de su derecha no se movió.
Michael se estremeció al pensar en los ojillos que sabía clavados en su espalda y también porque vio a Nita poniéndose en pie para observar la butaca de su izquierda, que seguía vacía. Advirtió que Gabriel van Gelden, que se había levantado a estrechar la mano al director, giraba la cabeza en dirección a la puerta lateral de la sala. Y que también Theo van Gelden, que hacía una aparatosa reverencia y señalaba a la solista del chelo —momento en que Nita se inclinó a su vez torpemente—, se quedaba pasmado un instante al mirar fugazmente la fila donde estaba sentado Michael. Luego Theo giró la cabeza a derecha e izquierda para echar un vistazo a las puertas laterales a la vez que se enjugaba la frente con un pañuelo, típico gesto de director de orquesta. A continuación volvió a señalar la orquesta. El público aplaudía rítmicamente. Michael se estiró los puños blancos para que sobresalieran de las mangas grises de su chaqueta, luego se sonrió del esmero que aún ponía en vestirse y afeitarse para ir a un concierto. Eso no había cambiado desde los primeros conciertos a que asistiera treinta años atrás. (¿Treinta?, recapacitó impresionado. ¿Ya habían pasado treinta años? ¿Qué había sucedido en el transcurso de esos años? ¿Adónde habían ido a parar?). Fue en la época en que Becky Pomeranz, la madre de su íntimo amigo del colegio Uzi Rimon, lo llevó a una temporada de conciertos y tejió hábilmente la educación musical de Michael con la pasión sexual que ambos vivían. Resultaba curioso que la relación de Michael con la música, las emociones que le inspiraba, las composiciones que conmovían su espíritu estuvieran asociadas con mujeres por las que se sentía atraído. Becky Pomeranz le había transmitido su entusiasmo y era la responsable de que el corazón le palpitara violentamente ya desde por la mañana los días en que le aguardaba un concierto vespertino. Por Becky Pomeranz se había embarcado en el ritual de afeitarse y vestirse… en aquellos tiempos se ponía una camisa blanca de manga larga y un jersey azul marino con cuadros azul pálido tejido por su madre. La aventura con Becky Pomeranz sólo duró un invierno y una primavera, hasta el día en que Uzi abrió la puerta y los descubrió. A Becky Pomeranz se debía que aún se le entrecortara el aliento antes de entrar en una sala de conciertos. Todavía hoy la oía susurrarle al oído: «No te olvides de este momento, recuerda que has estado aquí esta noche, que has oído al mismísimo Oistrakh interpretando en directo a Sibelius». Su aliento era tan dulce… pero ya no estaba viva.
Theo van Gelden era un hombre de aspecto imponente, y desde luego no era el hombre a quien Michael había visto en las escaleras de su casa. Desde el patio de butacas parecía más alto de lo que era. Su piel sorprendentemente oscura y su cabello plateado, su esmoquin, que le confería un porte muy digno, el paso rápido con que abandonaba el escenario tras saludar por segunda vez, el vigor y la autoridad que irradiaba… todo ello contribuía a explicar su éxito con las mujeres. O su fracaso, según y cómo se viera el hecho de que se había divorciado tres veces y tenía hijos repartidos por doquier. «Mille e tre», había dicho Nita de él con una sonrisa comprensiva. A Michael le llevó algún tiempo caer en la cuenta de que era una cita del aria de Leporello de Don Giovanni.
El escenario comenzaba a vaciarse. Los timbales y los címbalos fueron retirados hacia el fondo. Los músicos de las secciones de viento y de metal desaparecieron y tan sólo quedaron en escena unos cuantos instrumentistas de la sección de cuerda. Entonces se reanudó la música. Una flautista coreana con un traje azul cubierto de lentejuelas acometió el concierto La notte de Vivaldi. La butaca de la izquierda de Michael continuaba vacía. Michael observó de nuevo a Nita. Estaba muy atractiva con su traje de noche negro, la cabellera castaño rojiza lustrosa y los desnudos hombros muy blancos. Michael se sentía orgulloso de ella, como si fuera su hermana o su hija. Las oscuras ojeras que ensombrecían su pálida tez aceitunada no se distinguían desde lejos. Michael la había convencido de que se las disimulara con maquillaje mientras iban camino del auditorio, después de que ella repitiera con insistencia que todos iban a estar presentes… todos quería decir sus hermanos y su padre. Michael comprendió claramente que él anhelaba estar incluido en ese «todos». Lo que había comenzado como una medida práctica, una puesta en escena para convencer a la Agencia de Bienestar Infantil, se había convertido en el punto de partida para ver a Nita como la persona con la que podía compartir su vida cotidiana. El motivo era, se decía ahora a sí mismo, una combinación de la desesperada necesidad infantil que Nita sentía de ser amada y amar, y de la inquebrantable convicción con que lo hacía todo, de las diferentes voces que hablaban desde su interior y también, aunque esto fuera inexplicable, de su manera de tocar el chelo, aquella rigidez con que a veces mantenía erguido el cuerpo y que tanto contrastaba con la delicadeza con que se inclinaba sobre su instrumento o con que recogía a Ido de la alfombra para acunarlo a la vez que hablaba de música. En cierta ocasión, Michael la vio desde la cocina tarareando para sí a la vez que mecía a la niña en sus brazos, y la escena le pareció tan perfecta, tan como debía ser, que hubo de reprimirse para no abrazarlas a las dos. A veces dudaba de sí mismo y pensaba que su único deseo era criar a la niña como es debido. Quería darle todo lo necesario, y en eso iba incluida una esposa y madre. Pero a la vez quería a la niña sólo para sí. Era el mismo sentimiento que Nita había expresado con respecto a su hijo.
Cuánto podría haber disfrutado de los nítidos gorjeos de la flauta que aquella muchacha esbelta sostenía relajadamente. Su cuerpo se arqueaba hacia delante al comienzo de cada frase y se enderezaba como el tallo de una flor al final. Cuánto podría haber disfrutado Michael escuchando algo que sabía hermoso, si no hubiera sido por la inquietud que todo lo agostaba y levantaba una barrera entre la conciencia de la belleza y su capacidad para sentirla en el corazón. Veía ante sus ojos el dulce semblante de la nena. Todavía la llamaba «la nena» para sí, aun cuando se había acostumbrado al nombre que tan precipitadamente le había dado. Pensó en las largas noches en que la nena se despertaba cada dos horas, como si aún no hubiese superado su inmensa hambre, y en la serenidad con que él se levantaba de inmediato, le daba el biberón y luego se paseaba de un lado a otro con la niña recostada en el hombro, solo pero sin sentir en absoluto la soledad. Cuánta dulzura, qué promesa de satisfacción de sus anhelos había en la carita de aquel ser humano cuyos deseos y necesidades él podía colmar plenamente, haciéndola feliz.
Pero tras esas imágenes surgía el gesto desconfiado de la enfermera enviada por el Departamento de Asuntos Sociales. Se había presentado en casa de Nita dos días antes de Yom Kipur, a última hora de su jornada laboral. Michael la esperaba desde la mañana. En un principio había pensado ir al trabajo. Nita incluso había guardado el chelo en el dormitorio para que la enfermera viera que estaba consagrada en exclusiva a los niños. Michael había ensayado con Nita lo que ésta debía decir, preparándola para la eventualidad de que él no estuviera en casa cuando llegase la enfermera. Claro que sería mejor estar presente y que ambos representaran la farsa de que vivían juntos como pareja.
—Eres astuto —le había dicho Nita sin el menor deje condenatorio después de oírlo hablar por teléfono con la directora de Bienestar Infantil—. Yo soy ingenua, una imbécil.
Y al decir «imbécil», su rostro se ensombreció y Michael supo inmediatamente en qué estaba pensando. Pero hubo de convenir en que él era mucho más astuto que ella y que lo mejor sería que se quedara en casa.
—Me siento como si cualquiera pudiera traspasarme con la mirada. Por lo visto, todo el mundo sabe todo lo que hay que saber sobre mí, así que me rindo de antemano. ¡Hasta tal punto me domina la necesidad de ser sincera! —se lamentó ella.
Se suponía que la visita de la enfermera había de cogerlos por sorpresa. Ni siquiera estaban seguros del día. Y eso contribuía a que pareciera una emboscada, una trampa. Y también era el motivo de que ahora Michael se sintiera rabioso al notar la presencia de la enfermera a su espalda. Tzilla, que tenía contactos en la Agencia de Bienestar Infantil y también entre las enfermeras del Departamento de Asuntos Sociales, le había dicho que no debía tomárselo a pecho, que Nita y él darían el pego como familia adoptiva. Sobre todo considerando que ya tenían otro hijo y que la nena era tan robusta. Tzilla estaba presente cuando el pediatra examinó a la niña. El médico había dicho con satisfacción, inclinado sobre la nena: «¡Menuda lagartona!». Michael se lo tomó como una ofensa, pero el pediatra se echó a reír y explicó que era el apelativo cariñoso que empleaba para las niñas sanas al cien por cien. Michael se asomó por encima del hombro del médico mientras éste tiraba de las piernas de la niña y luego las soltaba para poner a prueba la resistencia de sus músculos. La nena gritaba, desnudita sobre el cambiador de Ido. El médico redactó un informe para la Agencia de Bienestar Infantil. Tzilla se las había arreglado para que fuera una amiga íntima suya, la sargento Malka, quien se hiciera cargo de la búsqueda de la madre desaparecida. Y la sargento había prometido no comentarlo con nadie y había mantenido su promesa.
La sargento habló principalmente con Nita. Como apenas llevaba un año en Jerusalén, adonde la habían trasladado desde Kiriat Gat, no conocía a Michael. Tal era la situación de momento (de tanto en tanto, la expresión «de momento» hería a Michael como un cuchillo). Ninguno de sus colegas de la policía, ni el mismo Shorer, sabía cuál era el motivo de sus frecuentes desapariciones para irse corriendo a casa. Sus ausencias se aceptaban sin comentarios, pues todos estaban al tanto de que, desde su reincorporación, aún no le habían asignado ningún trabajo serio. Shorer repetía: «Después de las fiestas», y sonreía por usar esa expresión tan trillada, lo que no le impedía seguir repitiéndola.
Muchos miedos de Michael se habían resuelto sin problemas. Tzilla, que había trabajado a las órdenes de Michael en su Equipo Especial de Investigación durante muchos años, se había entendido bien con Nita desde el principio, con esa comprensión que surge entre las mujeres cuando saben que lo que está en juego es muy importante y no hay que perder el tiempo en nimiedades. En ningún momento había insinuado Tzilla la menor sospecha de que la relación entre Michael y Nita no fuera como él le había dicho que era. «Es una amistad íntima», le había explicado Michael. «Reciente pero íntima. Eso es lo único que hay entre nosotros. No vayas a imaginar nada más». Y Tzilla pareció molestarse y despegó los labios para objetar algo, pero él no se lo permitió. «Sólo pretendo dejarlo claro desde el principio», le dijo, «para que no vayas a equivocarte, lo nuestro es un acuerdo comercial temporal basado en nuestros intereses comunes». Tampoco había manifestado Tzilla la menor sorpresa ante su deseo de quedarse con la niña, ni le había regañado por sus ausencias en el trabajo. Muy al contrario, había procurado encubrirlas en los días que siguieron a las fiestas, cuando Michael se escabullía antes de la hora para ir a casa de Nita. Y también había encontrado una niñera para que Nita pudiera practicar y acudir a los ensayos.
Eran los niños los que conferían a su relación un tono pragmático, desprovisto de insinuaciones románticas. «Somos una guardería infantil», había dicho Nita. Michael nunca la tocaba como no fuera para darle palmaditas en el brazo o un beso en la mejilla. Inocentes gestos de afecto. Y a veces, cuando estaban muy cerca el uno del otro, como cuando bañaban a los niños, Michael extremaba el cuidado para no rozarla, pensando que, en aquel momento, cualquier contacto podía ser casi peligroso para Nita. Aparte de todo esto, Michael tenía la inequívoca sensación de que la estaba explotando. Se había topado con ella por casualidad en el momento preciso en que podía venirle bien. Y aunque ella no cesaba de asegurarle que la reconfortaba mucho estar con él, pese a que Michael estaba seguro de que lo decía de corazón, y aunque le había cobrado mucho afecto a Nita y nunca se aburría en su compañía, nada lograba disipar la sensación de que estaba explotándola. Además, un no sé qué de aquella delgadez suya, de la fragilidad de su figura alta y austera, ahuyentaba todo deseo sexual. Cuando Michael sentía el impulso de tocarla, lo único que quería era pasarle el brazo por los hombros, acariciarle la cara, protegerla de los momentos de miedo y de odio a sí misma, de la compulsiva tendencia a revivir escenas del pasado, de lo que la gente le había dicho y ella había creído implícitamente, y que ahora resucitaba para verificar si era cierto a la luz del presente. De pronto la acometían temblores de ira y de dolor. Michael había aprendido a identificar lo que había tras esos arrebatos, incluso cuando se manifestaban en afirmaciones ambiguas y generales, que habrían despistado a un interlocutor menos avezado, como por ejemplo: «Lo único que importa es lo que se hace. Las palabras son una sarta de mentiras». O: «Las promesas de eterno compromiso no valen un pimiento. Nada es duradero». O: «El amor no existe. Todo se reduce al sexo y a la lascivia, y enseguida se acaba. La amistad desapasionada es mucho mejor; al menos no está condenada desde el principio a ser algo hueco».
En aquellos momentos, Michael trataba de distraerla y desviar su atención hacia los quehaceres cotidianos. Como las fechas exactas en que había que vacunar a los niños o cómo iba de adelantada la dentición de Ido y cuántas horas de sueño podía confiar en dormir aquella noche. Al propio tiempo, Michael reflexionaba para sí sobre qué fuerzas serían las que la impulsaban a regresar constantemente al recuerdo de las humillaciones y dolores pasados. En una ocasión incluso llegó a decírselo. Su intención era expresarlo con tacto, pero le salió con mucha crudeza:
—No sé, pienso que si a mí me hubieran humillado, si me hubiese sentido tan traicionado, trataría de olvidarlo en lugar de revivirlo todo el rato. Además, ya no estás enamorada, ¿a qué viene entonces tanto insistir en eso? Es puro masoquismo.
—Yo soy la primera en creer cualquier cosa mala que se diga sobre mí, la diga quien la diga —replicó Nita, frunciendo la boca.
Pero en cuanto Ido se quedó dormido, Nita reanudó el ensayo del Doble concierto y lo interpretó mejor que nunca. Y hubo otra noche en que, parado en el vano de la puerta, entre la cocina y el cuarto de estar, pensando en marcharse ya a casa, Michael la oyó tocar el primer movimiento de principio a fin. Le pareció que nunca lo había oído interpretar con tanta hondura y perfección. Bajó a su casa, con la nena en brazos, profundamente conmovido. En definitiva, se decía ya junto al balcón de su casa, mientras escuchaba los sonidos procedentes de arriba, aquella oportunidad de estar tan cerca de una artista era un gran regalo, pese a que sus mejores momentos fueran los que pasaba a solas con la nena, contemplándola e imaginando la vida que podría ofrecerle.
La enfermera del Departamento de Asuntos Sociales tenía papada. En cuanto la miró a la cara, Michael supo cómo debía dirigirse a ella. Aun antes de verla ya se había formado una idea, pero tan pronto como vio aquel rostro grandote y exhausto estuvo seguro. Era un rostro carente de toda gracia y encanto. Era el rostro de una mujer de mediana edad a la que la vida no había tratado demasiado mal, pero tampoco particularmente bien. Una mujer con el cabello peinado en bucles de un rubio cobrizo y con una prominente barriga. Sus piernas parecían demasiado finas para sostener la mitad superior de su cuerpo. Calzaba sandalias ortopédicas y bajo la larga falda se le veían las uñas de los pies, pintadas de un rosa cursilón. Daba la impresión de guardar mal el equilibrio, tal vez debido a la delgadez de sus piernas. Al ver sus ojillos cansados y desconfiados, Michael se alegró de haberse quedado en casa. La enfermera se habría merendado a Nita, pensó. Puede que incluso hubiera logrado arrancarle una confesión.
—¿Sabe que no se ve bien el nombre en su buzón? —le advirtió la enfermera aun antes de entrar, mientras jadeaba en el umbral como si hubiera subido a pie cuatro pisos.
Michael se disculpó y prometió remediarlo inmediatamente. Pero ella no se dio por satisfecha.
—Puede provocar malentendidos. Si no hubiera estado tan decidida, no habría llegado aquí —dijo con una voz ronca, de fumadora crónica.
Sin embargo, tenía el aire de quien no ha fumado un cigarrillo en su vida. Michael repitió que se ocuparía de remediarlo sobre la marcha. Ella quedó en silencio y echó una mirada en derredor con gesto fatigado y agrio, como si estuviera buscando algo más que le sirviera para ventilar su malhumor. Pero entonces su mirada fue a posarse en la cara de Michael. Y, de pronto, sonrió. Una sonrisita tímida, pretendidamente coqueta. La musculatura facial de Michael se activó de inmediato para devolverle la sonrisa. Lleno de buena voluntad y tratando de aparentar calma, le preguntó si quería ver a la niña. La enfermera Nehama achicó los ojos hasta casi cerrarlos, luego tomó asiento, estiró las piernas, se palmeó los muslos como para darse ánimo, se alisó la falda, sacó de su bolso un haz de formularios y unas hojas de papel carbón, y dijo:
—¿Podría darme un vaso de agua antes de que empecemos y antes de ver a la niña? Hace un calor horrible en la calle. Es una niña, ¿verdad?
Michael fue a la cocina y se apresuró a regresar con una jarra de agua y un vaso impecable. La enfermera escudriñó el vaso con atención antes de servirse agua. Michael sabía de antemano que la limpieza era lo único por lo que se iba a preocupar, aun cuando fingiera interesarse por otras cosas. La enfermera bebió el agua a la vez que miraba a Michael con interés.
—Pues bien —dijo al cabo, y acercó su silla a la mesa redonda del comedor—, vamos a ver cuál es la situación —se chupó el dedo y hojeó los formularios, luego revolvió su bolsón negro de asas desgastadas y alzó la cabeza—. ¿Tiene un bolígrafo? No encuentro el mío.
—Aquí tiene —dijo Michael a la vez que se apresuraba a ofrecerle el que llevaba en el bolsillo de la camisa.
La enfermera Nehama lo examinó cuidadosamente, no era más que un bolígrafo normal y corriente. A continuación se caló las gafitas que llevaba colgadas de una gruesa cadena de oro, por encima del largo collar de cuentas verdes que se bamboleaba entre su papada y su amplio seno con cada movimiento que hacía.
—Vamos a ver cuál es la situación —repitió, y emitió un suspiro.
Y entonces, con la cabeza ladeada y los ojos abiertos de par en par, como si pretendiera dotar de vivacidad su mirada apagada y ausente, le pidió a Michael que le contara los hechos de nuevo, pese a que ya había sido informada del asunto por la Agencia de Bienestar Infantil. Michael recitó la versión previamente acordada con Nita: habían encontrado a la niña metida en una caja de cartón la segunda mañana de Ros Hasaná, y, como estaban en fiestas, hubieron de esperar hasta la tarde para que viniera un médico a examinarla; Michael había informado del incidente a la policía al día siguiente, ya que sabía que estarían escasos de personal para poner en marcha la búsqueda de la madre de la niña.
Incluso ahora, mientras la flautista —de Corea del Norte y educada en Francia, según ponía en el programa— mecía su cuerpo y creaba delicados sonidos cargados de sentimiento, y el clavecinista hacía sonar las insistentes notas del cuarto movimiento de La notte, Michael oía el tono hosco y desconfiado con que la enfermera había dicho:
—Pero no la llevaron al hospital para cerciorarse de que estaba bien.
Con suma paciencia, Michael le explicó que el pediatra había dicho que no era necesario llevarla al hospital, que sólo serviría para que le contagiaran alguna enfermedad infecciosa, y que, de momento, podían dejar las cosas como estaban.
—¡Pero hay que cumplir los procedimientos establecidos! —objetó la enfermera, y anotó enérgicamente algo al margen de la primera página del formulario. Se humedeció los labios a la vez que se inclinaba sobre el papel. Aunque la visita se había desarrollado bien y la enfermera había sonreído y comentado al ver a los niños: «Se les ve felices», y pese a que miraba a Michael con buenos ojos y dijo al marcharse: «Todo irá bien, se supone que no debo decírselo, pero puedo asegurarle que todo irá bien», Michael supo con certeza, como lo sabía ahora, que no todo iba a ir bien.
Una racha de toses se desató en la sala entre dos movimientos. Ya habían concluido cuatro de los seis movimientos del concierto, dos largos y dos prestos, sin que Michael se diera cuenta. Tras la primera entrada de la flauta, tocada con virtuosismo por la intérprete coreana, Michael había cesado de escuchar, como si no estuviera allí.
Michael tenía muy claro que nada iba a salir bien porque, al final, o bien encontrarían a la madre, o bien entregarían a la nena a una pareja sin hijos que llevara años en la lista de espera. La enfermera Nehama había mencionado varias veces a esas parejas en el curso de su visita. Y si no encontraban a la madre, y el tribunal declaraba a la nena apta para la adopción, Michael la perdería también. Habría sido mejor no encariñarse tanto con ella. Todo aquello era una locura. Si al menos pudiera entender qué lo había llevado a obrar así en el momento en que decidió quedarse con la niña. Si hubiese sido una decisión consciente… Pero tenía la impresión de que una fuerza extraña había elegido por él. Si al menos pudiera comprender la situación, sería capaz de ejercer algún control sobre ella. Pero no la comprendía. Por una vez, se había dejado llevar por el instinto, y a la vista estaba lo peligroso que eso resultaba. Cuánta razón tenía al no obrar nunca de manera totalmente espontánea. Pero luego se decía: «Imaginemos que la hubieras llevado al hospital y ahora mismo estuviera allí. En la sala de los recién nacidos nadie la habría tomado en brazos ni acunado, y, sobre todo, no lo habrías hecho tú. Entonces ¿por qué no disfrutas de lo que tienes sin preocuparte por el futuro? Nada dura eternamente. Fíjate en Yuval, que en otros tiempos fue como la nena y ahora ya no te pertenece como antes ni mucho menos». Suspiró. La mirada airada que le dirigió el hombre barbado de su derecha le hizo comprender que había sido un suspiro demasiado fuerte.
La flautista salió a saludar tres veces reclamada por el público, luego tocó un bis. Por lo visto, su interpretación había sido muy bella, pero esa belleza se le había escapado a Michael, incapaz de centrarse en el momento presente. Las luces se encendieron, el hombre barbado salió a toda prisa antes de que se levantara nadie, y el escenario quedó vacío. Michael caviló si debía ir a ver a Nita en el intermedio, se preguntó hasta qué punto estaría preocupada por la ausencia de su padre. Pero, en lugar de ir a verla, se encontró de pronto en la cabina telefónica, con la respiración acelerada. Una vez que hubo hablado con la canguro y que ésta lo tranquilizó, encendió un cigarrillo y examinó la cola formada ante la barra de la cafetería. Sin pensarlo, se sumó a la gente que allí se arracimaba. Sintió como en un trance que lo tocaban y lo empujaban. Mujeres con tacones altos y ropas elegantes se abrían paso a codazos junto a él. Al fin le preguntaron qué quería. Después terminó de fumarse el cigarrillo bebiendo a sorbos el café servido en un vaso de plástico.
Debería haberse sentido emocionado ante la perspectiva de escuchar la Sinfonía fantástica de Berlioz, que tanto le gustaba a Becky Pomeranz. Hacía años que no la escuchaba. En los tiempos de Becky, la oyó una y otra vez, hasta aprenderse de memoria cada una de sus notas. Sabía que la interpretación que de ella hacía Theo van Gelden era célebre. Se decía que había adoptado lo mejor del enfoque de Bernstein y, cuando la orquesta estaba a su altura, según afirmaba un artículo que le había leído Nita, se le atribuía el don especial de generar el torbellino de sentimientos turbulentos y contradictorios de la sinfonía y de subrayar los elementos dramáticos de aquella historia autobiográfica de Berlioz, doliente de amor cuando compuso la pieza.
Nita había hecho alusión a esta opinión establecida y había señalado con sequedad que en realidad Theo era la persona menos adecuada para interpretar la pieza, dado que nunca en su vida había sufrido desengaños amorosos y, en cambio, sí había sido el causante de muchos.
—Tal vez está mejor dotado precisamente por eso —replicó Michael durante aquella conversación.
Y ella lo miró pensativa y dijo:
—A veces puedes ser realmente banal.
Luego se apresuró a disculparse. Pero nada de eso interesaba ahora a Michael. Lo dominaba la inquietud, en parte resultado de estar sentado delante de la enfermera de Asuntos Sociales, en parte derivada de la falta de sueño acumulada —la nena seguía despertándose cada dos horas todas las noches—, y también de la constante ansiedad que sentía, con distintos grados de intensidad, como si su cuerpo se aprestara a encajar una catástrofe inminente y cierta. Aquella inquietud lo llevaba a pensar casi con repugnancia en los sonidos que tan bien conocía y que tanto amara en su día.
De regreso a la sala, una vez rechazada la posibilidad de volver directamente a casa, Michael imaginó que resonaban en sus oídos los carillones de la «Marcha hacia el cadalso» y las estridentes disonancias de la «Noche de aquelarre». Reprimió un enorme suspiro al sentarse junto al hombre barbado, quien mecía una pierna, cruzada sobre la otra, tensa y rítmicamente, pero también con infinito aburrimiento. Michael abrió el programa para mirar de nuevo los epígrafes de «Episodios de la vida del artista». La grandilocuencia de las palabras le hastiaba: Rêveries, Scène aux champs, Marche au supplice, Songe d’une nuit de Sabbat. Y al pensar en el amante desesperado y en la despiadada amada, en las riñas por celos, en el deseo de morir del protagonista, en la escena de la ejecución, en las brujas y los repiqueteantes esqueletos, todo aquello se le antojaba ridículo e infantil. Una especie de extraño y exótico desecho de algo que hubiera oído en su tiempo pero nunca catado personalmente.
«Prefiero a Rossini», se dijo mientras el oboísta se levantaba a dar el la que serviría a los músicos para afinar sus instrumentos. El escenario volvía a estar lleno; lo ocupaban de nuevo muchos músicos. Michael trató de contarlos. Había unos treinta violines, veinte violas y ocho chelos. En los asientos elevados de la derecha del escenario, tras los seis contrabajos, contó seis trombones, y a la izquierda, cerca de los segundos violines, los timbales, los platillos y el bombo, aleteaban las manos de un par de arpistas. Detrás de los chelos se apiñaban en varias filas los diversos instrumentos de madera de la sección de viento y, tras ellos, las trompetas. Sobre el podio del director colgaban los micrófonos de la radio, que estaba retransmitiendo en directo el concierto, y en ese momento entraban en escena los deslumbrantes focos de la televisión y dos cámaras que correteaban de aquí para allá colocando cables, probando ángulos de enfoque, pidiendo a un oboísta que se acercase al clarinetista. La segunda parte del concierto se iba a televisar. Una oleada de agitación recorrió el patio de butacas cuando los focos alumbraron las primeras filas, deslumbrando a sus ocupantes. Michael bajó la cabeza cuando la luz le dio en la cara y desechó la idea de que, de no haber querido acompañar a Nita, podría haberse quedado en casa a ver el concierto desde su sillón. Se recordó entonces que era un placer singular percibir con sus ojos y oídos lo que era imposible de retransmitir, la música hecha aquí y ahora.
Gabriel van Gelden, en su calidad de concertino, volvió a ponerse en pie, dando la espalda al público, y deslizó el arco sobre las cuerdas de su instrumento. Comprobó la afinación de las violas, de los chelos y, por último, la de los violines. En su asiento elevado, el primer clarinetista repetía una y otra vez el tema principal y recurrente —la idea fija— de la sinfonía. En el escenario estalló una cacofonía de sonidos que inundó toda la sala. Gabriel van Gelden tenía la cabeza vuelta hacia la entrada lateral.
Theo van Gelden hizo un sucinto saludo y el anciano de delante de Michael quedó en silencio y volvió a coger en la suya la mano de largas uñas de la joven que lo acompañaba. Michael advirtió que, una vez más, las oscuras cejas de Nita se arqueaban mientras su mirada se dirigía a la butaca vacía que él tenía al lado. Su padre seguía sin llegar; por lo visto, se iba a perder el concierto, pensó Michael a la vez que la música volvía a sonar. ¿Cómo podía haber olvidado la dulce entrada de los instrumentos de madera de la sección de viento y la incorporación gradual de los de cuerda? Las toses del público casi llegaban a sofocar las parejas de flautas, oboes y clarinetes. Y las toses persistieron en tanto que la música continuó en pianissimo. Michael recordó los brazos suaves, morenos y bien torneados de Becky Pomeranz, y el día en que le puso el disco de la Fantástica, y el tono seductor con que le explicó que el protagonista se imagina asesinando a su amada y su subsiguiente subida al patíbulo, mientras las campanas tañen a lo lejos. Se acordaba perfectamente de que Becky le había explicado que las notas graves sostenidas de los trombones sugieren el espanto de la ejecución, y que la idea fija, el tema de la amada, sólo vuelve a oírse, a lo lejos, cuando la cabeza rueda por el suelo. Y entonces aparecen las brujas, y entre ellas la amada, tan horrenda como ellas, tan peligrosa como ellas. Su tema, que antes fuera tan dulce y angelical, suena ahora en una versión grotesca, tocado en tonos agudos por el flautín y el clarinete.
De pronto, el tema de la amada resonó en la sala por primera vez. Y despertó en Michael una poderosa sensación de júbilo por el reencuentro con lo conocido y de hondo pesar por el paso del tiempo. Por lo que fue y había dejado de ser. Los ojos castaños de Becky Pomeranz, en los que chispeaban la inteligencia y la seducción; la franca inocencia con que él la deseaba y el miedo que su propia pasión le inspiraba.
La música cautivó de nuevo al público. Michael echó una disimulada mirada de reojo al crítico musical y lo vio pluma en ristre sobre el programa, como en espera de evaluar la entrada de los instrumentos de cuerda. Pero cuando las cuerdas sonaron, en lugar de anotar algo, el crítico dejó el brazo en reposo. Durante el primer movimiento todo fue quietud en torno a Michael. El aire estaba como en suspenso en la sala. Las toses se acallaron. La joven morena de la fila delantera se enderezó y, en los pasajes más suaves, a Michael le parecía oír la pesada respiración del anciano. Theo van Gelden alzaba y bajaba las manos y la orquesta tocaba como hechizada. Los sonidos se perseguían entre sí, y al oír las frases dilatándose en largos crescendos, Michael se dejó arrastrar y las siguió con la fútil esperanza de que lo llevaran a alguna parte.
Al final estalló una clamorosa y rítmica ovación, que reclamó una y otra vez la salida a escena de Theo van Gelden. El director indicó a los músicos que se pusieran en pie y recibió un ramo de flores de una niña a la que besó en las mejillas. Cuando al fin el público se convenció de que no habría bises, y en el momento en que la joven de delante le comentaba sorprendida al anciano: «¡Pues me ha gustado mucho!», las luces se encendieron y los espectadores comenzaron a salir lentamente, muchos de ellos sonrientes. Nita se acercó al borde del escenario y llamó por gestos a Michael. Él se dirigió hacia ella. Nita lo miraba desde arriba, la cabeza inclinada, las rodillas ligeramente dobladas. Michael empezó a decirle que su interpretación del solo de Rossini había sido maravillosa, pero ella lo interrumpió:
—Mi padre no ha venido. No lo entiendo, no contesta al teléfono. Le he llamado en el descanso. Y Theo también ha tratado de hablar con él.
Tras repetir varias veces que su padre no había venido, Nita añadió a toda prisa que tenían que ir a casa de su padre para ver si le había pasado algo.
—Pero antes —dijo con desánimo— hay una recepción, y debemos asistir los tres. Después, por fin…
Nita le preguntó titubeando si quería acompañarla a la recepción, y Michael se apresuró a responder que consideraba más oportuno regresar directamente a casa para ver a los niños, respuesta que hizo que se relajara un poco el gesto de Nita. Pero enseguida volvió a crisparse mientras repetía:
—No lo entiendo. Siempre es muy puntual. No sé qué pensar. Hasta hemos llamado al dentista. Pero no hay nadie en la consulta ni en su casa. Salta el contestador. Él también debería haber venido; le encanta la música, está abonado a la temporada.
Con ánimo de decir algo tranquilizador, Michael especuló sobre la posibilidad de que el padre no se encontrara bien tras la visita al dentista. Pero Nita insistió una vez más en que no contestaba al teléfono. Luego añadió:
—Gabriel está histérico. Vamos a tener que obligarlo a quedarse, porque si se marcha empezarán las murmuraciones. Todo el mundo tendría algo que opinar sobre los motivos de su ausencia en la recepción. Lo mejor será que te vayas; en fin, si te parece bien, lo que tú quieras…
Michael asintió, le dio unas palmaditas de ánimo en el hombro y salió a paso rápido al aire fresco y en dirección a su coche, prácticamente el último que quedaba en el aparcamiento.
Hablar con la niñera y pagarle, arropar a Ido, que había tirado al suelo su manta, dar el biberón a la nena, que se despertó en cuanto la niñera hubo cerrado la puerta tras de sí, todos estos actos simples y rutinarios no tardaron en disipar las emociones despertadas por el concierto. Sin ganas de devolver a la niña a su cuna, Michael la dejó recostada contra su pecho largo rato. Aspiraba su delicado aroma y le acariciaba suavemente la mejilla con un dedo. En momentos como aquél se sentía inmerso en un mar de afecto y compasión, sentimientos que creía perdidos desde hacía largo tiempo. No había lucha ninguna, tan sólo la necesidad que la nena sentía de él, y contra eso no era necesario defenderse. Al mirarla, no te costaba creer que en la vida de la nena todo era aún posible. Al cabo la tendió en la cunita y él mismo, agotado como estaba, se quedó dormido en el pequeño sofá del cuarto de estar de Nita, que le quedaba muy corto. Pero, con la tranquilidad de saber a los niños dormidos en la habitación contigua, tuvo un sueño profundo y reparador. Un sueño del que le sacó el timbre del teléfono.
Era Theo van Gelden quien llamaba. Y fue él quien le contó que habían encontrado la casa allanada y a su anciano padre maniatado, amordazado y muerto. En un susurro monótono, le explicó que en aquellos momentos Nita estaba hablando con la policía y se encontraba «en un estado terrible».
—El médico le ha dado una pastilla. Y no hay nada que hacer —emitió un repentino gemido—. Nuestro padre ha muerto. Se acabó.
Sorbiendo las lágrimas, dijo que Nita le rogaba a Michael que no se fuera de su casa hasta que ella llegara. Ambos habían acordado tácitamente pasar las noches separados y, a la hora de dormir, tras la última toma de biberón del día, Michael siempre envolvía a la nena en una mantita rosa regalada por Tzilla y se la llevaba a su piso, donde la metía en una cuna de mimbre que iba trasladando de habitación en habitación.
Al comprender que se había desencadenado una catástrofe que lo pondría todo patas arriba, y también debido al tono trastornado de Theo, Michael preguntó si podía hablar un momento con Nita. Hubo una breve pausa. Luego Theo van Gelden dijo:
—No es el mejor momento. Está aquí la policía, la ambulancia, todo el follón…
«Precisamente por eso», estuvo a punto de decir Michael, pero recapacitó y no dijo nada. Su intención era preguntarle a Nita si quería que fuera a verla, si necesitaba su presencia, pero comprendió que no podía dejar solos a los niños y también cayó en la cuenta de algo más grave: si el responsable de la investigación era alguien conocido, el asunto de la nena no tardaría en salir a la luz. Conteniendo el pánico, se limitó a preguntar a qué hora habían tenido lugar el allanamiento y la muerte.
—Todavía no lo saben con seguridad —respondió Theo van Gelden—. Están barajando las posibilidades de que haya sido a última hora de la tarde o ya de noche. No han establecido… —barboteó, carraspeó y suspiró—. No han establecido la relación entre la temperatura de la habitación y… el rigor mortis.
—¿Puede hablar con libertad? —preguntó Michael.
—Estoy en la cocina —repuso Theo, sin demostrar sorpresa por la pregunta.
—¿Sabe cómo se llaman los policías que han acudido?
—Han venido dos… no, tres. Y también una mujer del… del laboratorio forense. Y un médico, y otras personas. No sabría decirle sus nombres.
—Pero habrá alguien al mando. Alguien que dé las órdenes.
—Sí —dijo Theo van Gelden con impaciencia—. Un tipo que no para de hablar. Con una barriga enorme. Pero no recuerdo cómo se llama.
Michael ponderó la posibilidad de pedirle a Theo que fuera a enterarse de su nombre, pero comprendió que resultaría sospechoso. Si el hijo que acababa de ver a su padre muerto regresaba a la escena del crimen para informarse del nombre del policía a cargo de la investigación, le preguntarían inmediatamente por qué quería saberlo. Y Michael no podía decirle que no mencionara su nombre. Pero, en su fuero interno, algo se rebelaba contra la idea de quedarse de brazos cruzados. Sopesó por un momento la posibilidad de llamar a una canguro, e incluso la de llevarse consigo a los niños. ¿No era inaudito que lo dejaran al margen?
—¿Para qué quiere saberlo? ¿Conoce a alguna de las personas que están aquí? —preguntó Theo van Gelden con cierta irritación.
Michael recordó que el director de orquesta no sabía nada sobre su persona. Y, ciertamente, no sabía que era policía. Lo mejor sería no comentárselo en ese momento, decidió. Repentinamente, se oyó por el teléfono una lejana tos de fumador y luego una voz potente y bien conocida por él dijo:
—Señor Van Gelden, lo necesitamos un momento.
—Enseguida termino —oyó responder a Theo van Gelden—, estoy resolviendo lo del hijo de mi hermana.
—Muy bien, sin problemas, venga en cuanto termine —gruñó la voz familiar.
No cabía la menor duda, y, sin embargo, Michael susurró por el auricular:
—¿Danny Balilty? ¿Se llama así?
—Eso creo —dijo Theo—, y ahora tengo que… Usted mismo lo ha oído. ¿Puedo decirle a Nita que todo va bien? ¿Que se va a quedar con el niño?
—Dígale que no me moveré de aquí hasta que llegue —aseguró Michael—. Y dígale que me llame cuando pueda y que no mencione mi nombre —añadió incómodo—. Pero esto último dígaselo en voz baja —se quedó pasmado por haberlo dicho. «Mira que tener que vérmelas con Balilty», reflexionó. «Una persona de mi mundo».
Theo van Gelden masculló una frase poco tranquilizadora con la que no se comprometía a nada.
Michael se quedó sentado, escuchando los latidos de su corazón. Había sido una estupidez por su parte creer que podría mantener oculta a la nena. Haberlo conseguido hasta ese momento ya era un milagro. Pero ahora que Danny Balilty había entrado en juego y sería una presencia constante en la vida de Nita en el futuro inmediato, la posibilidad de guardar cualquier secreto se había ido al infierno. Y, en tal caso, ¿qué demonios lo obligaba a quedarse allí, entre niños y platos sucios? Una parte de sí se negaba a creer que estaba allí, junto a la pila de la cocina, y no apresurándose a acudir a donde lo necesitaban.
Fregó y secó los platos. Luego preparó sendos biberones para Ido y para la nena. Cuando el teléfono volvió a sonar ya se habían acumulado cinco colillas en el cenicero. Nita le dijo con voz apagada:
—Mi padre ha muerto. Ha muerto hoy. Ya no tengo padre ni madre.
Michael se quedó sin saber qué decir.
—Tus padres también han muerto.
—Hace mucho tiempo.
—Estamos huérfanos —dijo Nita llorando—. Todos estamos huérfanos.
Michael seguía sin encontrar qué decir.
—Ahora están concentrándose otra vez en el cuadro. Ya se han cerciorado de que han robado las joyas, pero no logramos dar con la foto del cuadro. Le quitaron el marco. No sé si padre murió antes… —quedó en silencio, aquietando su respiración—. Tenía un pañuelo dentro de la boca, y esparadrapo sellándosela. Se ha ahogado. No sé cuánto tiempo…
Michael no dijo nada. No sabía cómo decirle que su padre no había sufrido, que debía de haber muerto instantáneamente. «No es un asesinato», se dijo a sí mismo, «es un robo a mano armada. Mi presencia no es necesaria».
Como si hubiera oído sus pensamientos, Nita dijo en el mismo tono apagado:
—No me dejan verlo. Ha sido Gabriel quien lo ha encontrado. Estaba en el dormitorio. Lo llevaron allí a rastras. Theo también lo ha visto. Pero a mí no me dejan. Así que no sé si ha pasado un miedo terrible, ni durante cuánto tiempo ha estado así. Es espantoso. ¡Espantoso!
Michael masculló unas palabras. Y, cobrando ánimo al fin, preguntó:
—¿No basta con la presencia de tus dos hermanos? ¿No pueden dejarte volver a casa? —era increíble que estuviera diciendo eso. Hablaba como un perfecto ignorante. Como quien desconoce por completo los procedimientos policiales. Su personalidad parecía haberse escindido en dos.
—Acabo de terminar de describir las joyas. Ninguno de nosotros recuerda exactamente cuáles eran. Y es necesario que los tres hablemos del cuadro.
—¿Qué cuadro?
—Ya te lo he dicho —replicó Nita con voz mortecina, pero sin su habitual impaciencia—. La culpa de todo ha sido del cuadro. Debían de saber que lo tenía. Y el cuadro vale, yo qué sé, tal vez medio millón de dólares.
—¿De qué cuadro me hablas exactamente?
Una nota de emoción se coló en la voz de Nita cuando respondió:
—¿No te lo había contado? Sí, sí te lo he contado. Te conté que mi padre tenía un cuadro llamado Vanitas. De un pintor holandés del XVII llamado Hendrik van Steenwijk. Pues se han llevado el lienzo. Aquí no está. Han revuelto toda la casa. ¡Y nosotros enfadados porque no había venido al concierto! —prosiguió con voz ahogada—. Cuando pienso en las horas que ha pasado aquí mientras nosotros…
—Horas no han sido, eso tenlo por seguro. Es cuestión de minutos, cuando no de segundos —dijo Michael con aplomo.
—¿Es verdad eso? ¿O lo dices por decir?
—Es verdad. Lo sé.
—Sea como fuere, es espantoso. No sé cómo… cómo voy a… Bueno, ¿qué tal está Ido?
—Muy bien. Profundamente dormido. De momento no hace falta que te preocupes por él.
—Se lo han llevado. Se lo han llevado de aquí. Sólo quedamos nosotros y un policía que está esperando a que nos vayamos para precintar el piso, según dice.
—Siento mucho no poder estar contigo.
Nita hizo caso omiso del puente que le tendía. Su voz apagada tembló al decir:
—Porque no han terminado el registro. Hasta que acaben, no podemos tocar nada salvo lo que hay en la cocina.
—¿Cómo que no han terminado? —estaba asombrado—. ¿Se han ido sin haber acabado el registro?
—Uno sigue aquí, el que no para de hablar.
—¿Balilty?
—Sí —susurró Nita—. Oye —prosiguió con voz trémula—, ya sé que no quieres que diga que te conozco. Y no he dicho nada, pero ¿no sería mejor…?
—No —respondió Michael con firmeza—. Ya te lo explicaré, confía en mí. Es un profesional de primera, créeme, hará todo como es debido sin necesidad de que menciones mi nombre.
Nita quedó en silencio.
—Pregúntale cuándo puedes irte a casa.
—Ya se lo he preguntado. No me ha respondido. Habla mucho, pero nunca te contesta si le preguntas algo.
—No tendréis que esperar mucho más —prometió Michael.
—Como si eso importara ahora —barboteó Nita—. Ahora todo, absolutamente todo… —su voz volvió a adquirir un tono apagado. Al fondo se oían voces masculinas—. Quieren que vaya a repasar la lista de joyas. Como si ahora importase algo.
Michael no volvió a conciliar el sueño. Ido sólo se despertó una vez, la niña dos. Pero, entretanto, Michael fue incapaz de dormir. Se tendió con la niña sobre el pecho. Ella tenía la cara sepultada en el cuello de Michael y los piececitos le llegaban a su cintura. De tanto en tanto la nena respiraba hondo, se estremecía y cambiaba de postura la cabeza. Al cabo, Michael la dejó en la cuna. Tampoco lograba concentrarse en la lectura. Tumbado en la oscuridad, se dedicó a fumar, mirando la punta incandescente del cigarrillo, el oído atento a los sonidos procedentes de la calle, pese a que sabía perfectamente que no iba a oír el motor del coche que trajera a Nita a casa. Se detendrían al otro lado del edificio, a donde daba el balcón de la cocina y no las cristaleras de la sala. Acabó por levantarse para ir al balcón de la cocina, donde siguió fumando junto a la barandilla, tirando la ceniza en un tiesto vacío. Y así, bajo la primera luz pálida y lechosa del amanecer, vio a Gabriel van Gelden sujetando a Nita del brazo para ayudarla a apearse del coche y conducirla a casa.