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La Primera de Brahms

Mientras colocaba el disco compacto en el reproductor y se disponía a pulsar el botón, Michael Ohayon creyó oír un llanto apagado. Revoloteó en el aire y se extinguió. Sin apenas prestarle atención, Michael permaneció en pie junto a la estantería y hojeó las notas que acompañaban a la grabación sin llegar a leerlas. Se preguntaba, distraído, si era adecuado romper la tranquilidad de la víspera de fiesta con el ominoso acorde inicial, tocado por la orquesta al completo sobre un retumbante fondo de timbales. Era la hora del crepúsculo, momento en que, ya a finales del verano, el aire comenzaba a tornarse más fresco y nítido. Se le ocurrió pensar que era muy discutible que las personas recurran a la música para evocar mundos dormidos en su interior. O que busquen en ella un noble eco de sus sentimientos o un medio de crear un estado de ánimo particular. Él estaba sumido en la niebla y el vacío, la calma de aquella víspera de fiesta era lo único que parecía abrazarlo. De ser cierto lo que se decía, reflexionó, no habría escogido aquella obra, que estaba a años luz de la placidez que precedía a las fiestas en Jerusalén.

La ciudad se había transformado enormemente desde que llegara a ella de niño para ingresar en un internado de estudiantes especialmente dotados. Michael había sido testigo de cómo dejaba de ser un lugar cerrado, replegado en sí mismo, austero y provinciano, para convertirse en una ciudad con pretensiones de metrópoli. Sus estrechas callejuelas estaban atestadas de hileras de coches y tras los volantes los impacientes conductores vociferaban y agitaban el puño con impotencia. A pesar de todo, nunca dejaba de conmoverlo lo que aún hoy seguía sucediendo en las vísperas de fiesta, especialmente de Ros Hasaná, Pascua y Savuot, pero también las tardes de los viernes, aunque tan sólo fuera durante unas horas, hasta que descendía la oscuridad; eran momentos en que reinaban la paz y el sosiego, la tranquilidad absoluta tras la agitación y el bullicio.

Antes de que la música se derramara por la sala hubo un instante de una serenidad tan perfecta, de una quietud tan plena, que se podría haber pensado que alguien había respirado hondo antes de la primera nota y, alzando la batuta, había impuesto silencio en el mundo. Las miradas nerviosas, movedizas, inquietas, de quienes formaban largas colas ante las campanilleantes cajas registradoras del supermercado se desvanecieron súbitamente de sus pensamientos. Michael olvidó los gestos nerviosos de las personas angustiadas que cruzaban a la carrera la calle Jaffa cargados con bolsas de plástico y llevando con cuidado cestas de regalo. Tenían que abrirse paso entre filas de coches con los motores en marcha, cuyos conductores asomaban la cabeza por la ventanilla para ver qué había provocado el atasco en aquella ocasión. Todo esto se evaporó en el silencio.

Sobre las cuatro de la tarde, las bocinas de los coches y el rugido de los motores cesaban. El mundo se tornaba plácido y tranquilo, y Michael recordaba su infancia, la casa de su madre y las tardes de los viernes, cuando regresaba del internado.

En la quietud de las vísperas de fiesta, Michael volvía a ver el rostro radiante de su madre. La veía junto a la ventana, mordisqueándose el labio inferior para disimular los nervios, en espera de su hijo menor. Pese a que su marido había muerto y Michael era el único de los hijos que seguía en casa, su madre le había permitido marcharse. Sólo regresaba en fines de semana alternos y durante las vacaciones. Los viernes por la tarde y las vísperas de fiesta, Michael recorría a pie el sendero que, bordeando la colina, le conducía desde la última parada del autobús hasta su calle, a las afueras del pueblo. La gente, aseada y vestida con ropa limpia, reposaba en sus casas, con la tranquilidad que les daba tener un día festivo por delante. La serenidad del momento le tendía sus dulces brazos mientras trepaba por la callejuela hacia la casa gris en las lindes del pequeño barrio.

Todo era calma y sosiego en las inmediaciones del semisótano donde Michael llevaba instalado algunos años. Para acceder había que bajar un tramo de escalera y, ya en la sala de estar, al mirar por las grandes cristaleras que daban al estrecho balcón, se descubrían las colinas de enfrente y la escuela femenina judía de Magisterio, curvada cual blanca serpiente, y sólo entonces se comprendía que aunque era un piso bajo, estaba encaramado en la empinada ladera de una colina.

Las voces de los niños del edificio, ya recogidos en casa, se habían acallado. Incluso el chelo del piso de arriba guardaba silencio, aunque Michael no había dejado de oírlo durante los últimos días: escalas y más escalas y una suite de Bach. Sólo algún que otro coche pasaba por la serpenteante calle por donde Michael dejaba vagar la mirada mientras pulsaba distraídamente el botón del reproductor de compactos. Su mano tomó la delantera a su razón y a sus dudas. Y, con aquel movimiento, hizo que el estrepitoso inicio de la Primera sinfonía de Brahms retumbara en la sala. La armoniosa paz que Michael imaginaba haber alcanzado tras largos días de inquieta desorientación le pareció ahora una ilusión, al desvanecerse de golpe.

Porque con el primer sonido tenso emitido por la orquesta, una nueva y poderosa inquietud se despertó en él y lo abrumó. Las pequeñas angustias y los problemas olvidados fluyeron desde su estómago hasta su garganta. Levantó la vista hacia las manchas del techo de la cocina. Iban creciendo de día en día y cambiando de un blanco sucio al gris negruzco de la humedad. Sólo había un breve trecho entre aquella visión, que pesaba sobre él como si fuera de plomo, y los pensamientos y las palabras. Porque esas manchas requerían una urgente negociación con los vecinos de arriba, una charla con aquella mujer alta, de ojos nublados y descuidada vestimenta.

Michael había llamado a su puerta un par de semanas atrás. La vecina salió a recibirlo llevando en brazos a un niño de pecho que se retorcía y berreaba y a quien ella trataba de aquietar acunándolo y dándole palmaditas en la espalda. Su rizado cabello castaño claro le ocultó el rostro cuando inclinó la cabeza sobre el niño. A su espalda, sobre una gran alfombra mugrienta de vivos colores, se desparramaban partituras y discos compactos sin caja, y en una gran funda abierta forrada de fieltro verde reposaba el chelo, de un centelleante color caoba, con un atril a su lado. Al mirarla a los claros ojos, hundidos y de desvaídas pestañas, con oscuras ojeras que acentuaban su aire desvalido, Michael se sintió culpable por haber ido a molestarla. Echó una mirada inquisitiva por encima de su hombro, esperando descubrir al hombre barbado con quien había coincidido una vez en el portal del edificio. Michael había oído cómo abría la puerta del piso de arriba, y ahora, dando por hecho que era el marido de aquella mujer, supuso que vendría a hablar con él para liberarla de esa carga adicional. Pero, como en respuesta a su mirada, ella dijo, los labios fruncidos y la vista baja, que no iba a poder ocuparse del problema hasta dentro de unos días, cuando el niño se hubiera recuperado de la otitis. Además, las goteras no las había provocado ella sino los inquilinos anteriores.

Tenía una voz grave, agradable y familiar, y Michael se sintió de pronto demasiado alto y amenazador. Ella parecía acobardada y en tensión, como si le costara mirarlo desde abajo. Su mano se movía nerviosa entre la manta clara en la que llevaba envuelto al niño y los rizos que caían sobre sus hombros, y Michael encogió los hombros, tratando de parecer más bajo, y se apresuró a decir que esperaría con mucho gusto.

Fue la primera vez que habló con ella. Siempre había eludido deliberadamente el trato con los vecinos en todos los lugares donde había vivido, sobre todo a partir de su divorcio. Y en aquel edificio alto también se limitaba a leer los avisos pegados en el panel de corcho del portal. El pago de la calefacción, la jardinería, el servicio de limpieza de la escalera y las reparaciones de urgencia lo resolvía echando sigilosamente un cheque en el buzón de la familia Zamir, que vivía en el tercer piso y de la que no conocía ni de vista a ninguno de sus miembros. Sospechaba, no obstante, por las miradas inquisitivas y preocupadas que le lanzaba un hombre de cierta edad, menudo y calvo, con el que se topaba de vez en cuando en la escalera, que él era el tesorero de la comunidad y el autor de los requerimientos de pago y de las listas de inquilinos morosos.

Su titubeante llamada a la puerta de los vecinos de arriba, que lucía una tarjeta con el nombre VAN GELDEN, señaló para él el comienzo de algo que había evitado conscientemente durante muchos años. En el edificio donde vivía antes, Yuval, a la sazón adolescente, descubrió cierto día en que estaba hambriento que se les había acabado el azúcar y sugirió que fueran a pedirle un poco a los vecinos, sugerencia ante la que Michael reaccionó con horror.

—Nada de vecinos —afirmó tajante—. Se empieza por pedir un poco de azúcar y se termina en la junta directiva de la comunidad.

—De todos modos, algún día te tocará participar —vaticinó Yuval—. Te llegará el turno. A mamá le pasa lo mismo, pero el abuelo la libera de esa obligación.

—Si no existo, no tengo por qué participar —insistió Michael.

—¿Qué quieres decir con que no existes? ¡Claro que existes! —le recriminó Yuval en el tono didáctico que adoptaba siempre que su padre parecía perder el contacto con la realidad. Inclinó la cabeza poniendo un gesto crítico, como si exigiera que se dejara de tonterías.

—Si doy la impresión de que no existo —dijo Michael—. Y para eso es importante no presentarse a la puerta de los vecinos pidiendo tazas de azúcar o de harina. Yo creo que es la única cosa, o una de las pocas cosas, en que tu madre y yo estuvimos de acuerdo desde el principio.

Yuval, sin la menor gana de enterarse de nada más sobre los acuerdos y desacuerdos de sus padres, se apresuró a dar por concluida la conversación:

—Bueno, no te preocupes, me tomaré una taza de cacao, que lleva el azúcar incluido.

Michael temía la molesta conversación con la vecina, que ahora sería inevitable dado que las manchas en expansión evocaban tristemente el abandono y la pobreza. Al pensar en fontaneros, azulejos levantados, martillazos, ruidos y molestias en general, a la vez que se daba cuenta de que había olvidado comprar café para los días de fiesta, su inquietud se acrecentó mientras el tema inicial de la sinfonía desarrollaba una tensión creciente. En un intento de calmarse, empezó a leer el folleto que acompañaba al disco. Lo sacó de la caja plana de plástico transparente, contempló el apuesto semblante de Cario Maria Giulini y su lustrosa cabellera, que no alcanzaba a ocultar el ceño reflexivo del director de orquesta, y se preguntó qué tal se llevaría un italiano con los músicos de la Filarmónica de Berlín.

Se concentró en la música, tratando de cerrar a ella su corazón y, por una vez, escuchar la obra sólo con la razón. Entonces, al fin comenzó a leer lentamente el folleto, deteniéndose en la nota biográfica en francés —la lengua que Michael, marroquí de nacimiento, conocía mejor de las tres en que estaba redactado el folleto—, y leyó, no por primera vez, cómo se había gestado la sinfonía, que, pese a ser la Primera de Brahms, había sido concluida en una etapa bastante avanzada de su vida, y que poco después de su estreno fue apodada «la Décima de Beethoven». Brahms trabajó en ella intermitentemente durante unos quince años, una vez que hubo compuesto aquel primer movimiento tan rico en suspense y negros augurios. En septiembre de 1868, años antes de concluirla y en tiempos de una dolorosa ruptura con Clara Schumann, Brahms le envía a ésta una felicitación de cumpleaños desde Suiza: «Así ha sonado hoy la cuerna alpina», y debajo las notas del tema para corno que años después incorporaría al último movimiento de la sinfonía. El lenguaje prosaico del folleto, que describía el cromatismo y lo que denominaba «el sello de fatalismo» de las flautas, y que luego analizaba la tensión entre las líneas melódicas ascendentes y las descendentes, no lograba inhibir el efecto abrumador de la música. En un principio, a Michael le pareció que llenaba el espacio físico que lo rodeaba y trató de desprender de su piel el aire saturado de música concentrándose tenazmente en identificar los diversos instrumentos de viento y las batallas que libraban entre sí y con otros instrumentos.

Durante largo rato fue presa de un temblor muy real, no sin dejar de sorprenderse y burlarse de sí mismo por aquella rendición al hechizo de unos sonidos que tan bien conocía, y se decía a sí mismo que lo mejor sería apagar la música o escuchar otra cosa.

Pero en su interior había algo más poderoso que se dejaba llevar por una emoción que le cortaba el aliento. La música estaba cargada de presagios amenazadores, oscuros, tenebrosos, pero también hermosísimos, que lo incitaban a dejarse arrastrar, a rendirse a aquella melancolía ominosa.

Michael tomó asiento y dejó el folleto sobre el brazo del sillón. Estaba convencido de que uno de los mecanismos para disipar los sentimientos opresivos, para adormecerlos y recobrar una suerte de paz, consistía sencillamente en distraerse. Aunque había quien pensaba que al obrar así los sentimientos volverían para atacarte por la espalda, como ladrones en la noche. («Precisamente cuando estás descuidado, todo aquello de lo que has huido te asesta una puñalada», solía decir Maya. El recuerdo del fino dedo admonitorio que Maya posaba luego en su mejilla, una media sonrisa en los labios y los ojos mirándolo con severidad, le hizo sentir de nuevo la vieja punzada de dolor). A pesar de todo, Michael creía que valía la pena transferir la fuente de la emoción de la boca del estómago a la cabeza.

Bastaba con estudiar el asunto, enfrentarse a él desde la distancia correcta y, sobre todo, no dejarse absorber por él. Llenar el vacío interior, sí, pero consciente de cómo se lograba.

Se podía silenciar la música, y también cabía la posibilidad de perseverar y volver a escuchar el disco desde el principio, prestando atención a los matices, a la suavidad del forte en esta interpretación, a la entrada del segundo tema, e incluso aislar los pasajes de transición entre los diversos temas.

Entró en la cocina y echó una ojeada al techo con la esperanza de descubrir que las manchas habían encogido o al menos seguían igual. Pero era evidente que se habían extendido desde la última vez que las examinó de cerca, hacía un par de días.

¿Por qué le preocupaban las manchas?, se preguntó con irritación en el umbral de la cocina, mientras la música llenaba todos los rincones. Era un problema de los vecinos de arriba, a ellos les correspondía resolverlo, y una manita de pintura bastaría para tapar aquel retazo negro verduzco del techo.

Volvió a mirar el folleto que reposaba en el sillón, se acercó a la estantería y pulsó el botón del reproductor de compactos. Se hizo un silencio absoluto. El cable del teléfono, desconectado y cuidadosamente doblado, parecía ofrecer un refugio.

Quizá el teléfono sonara si lo conectaba. Y, entonces, ¿qué sucedería? «Supongamos que suena», se decía, «¿qué ocurriría?». Si abría sus puertas al mundo, éste podría ofrecerle una cena en casa de Shorer, o una visita a Tzilla y Eli, o incluso una velada con la familia de Balilty, pese a que Michael ya le había dicho, mintiendo, que iba a cenar en casa de su hermana.

Le había contado esa mentira con objeto de evitar que se repitiera la noche de Pascua del año anterior. Danny Balilty se había presentado a la puerta de Michael vestido con una elegante camisa blanca y tan sudoroso como siempre, como si hubiera venido corriendo del oeste al norte de Jerusalén. Su enorme barriga se bamboleaba ante él mientras hacía repiquetear las llaves del coche, y, con una sonrisa congraciadora e infantil, no exenta de cierto aire de triunfo, le dijo: «Supusimos que no iba a servir de nada telefonearte. No podíamos empezar el séder sin ti». Entrecerró los ojillos para escudriñar la butaca color café con leche del rincón y el círculo amarillo de luz derramado por la lámpara de lectura sobre la cubierta verde de un libro, y luego exclamó en tono de desconfiada estupefacción: «¡Así que es cierto que ibas a pasar solo la noche de séder, y para colmo leyendo literatura rusa!». La mitad superior de su cuerpo se inclinó hacia el dormitorio y su mirada se precipitó en la misma dirección, como si esperase que la puerta se abriera y por ella apareciese una rubia despampanante envuelta en una toalla rosa.

—Si por lo menos estuvieras acompañado —dijo, rascándose la cabeza—, lo entendería. Pero, aun así, estoy seguro de que la chica se encontraría mejor pasando el séder con una familia numerosa y disfrutando de la maravillosa comida que hemos preparado.

En los últimos años Balilty se había convertido en un cocinero entusiasta. A continuación describió con todo lujo de detalles cómo había adquirido medio cordero y todo lo que había preparado con él, y cómo su mujer había hecho una sopa de carne especial, verduras, ensaladas y berenjenas a la griega. Sin moverse, miraba a Michael con ojos implorantes y se quejaba como un niño:

—Si Yuval no estuviera en Suramérica estoy seguro de que vendrías. Matty me matará si regreso sin ti.

Y en un momento de debilidad Michael se había dejado arrastrar lejos de la tranquila velada que llevaba planeando todo el mes.

—¿Qué hace diferente a esta noche de todas las demás? —le había dicho a Balilty, quien seguía junto al sillón.

Y Balilty blandió el libro de Chéjov en su dirección, un dedo introducido entre las páginas por donde iba la lectura, y le comunicó:

—Olvídate de la filosofía. Está prohibido pasar solo las fiestas. Es algo que lleva a la desesperación. Es de dominio público que las fiestas son un desastre para quienes no tienen familia.

Michael fijó la mirada en el rostro abotargado del agente de Inteligencia Balilty. Quiso comentar que quienes se avenían a las convenciones se sentían amenazados en presencia de quienes se desviaban de ellas, y que aquella invitación, que no sabía cómo rechazar, nada tenía que ver con su propio bienestar. Puede que incluso pudiera entenderse como la despiadada venganza de una familia contra un hombre que vivía solo y disfrutaba de su soledad. A punto estuvo de pronunciar la palabra «chantaje», pero en lugar de eso se encontró diciendo con una sonrisita:

—Bajo coacción, Balilty.

—Llámalo como quieras —repuso Balilty con firmeza—, yo lo considero un mitzvá[1] —después dejó cuidadosamente el libro en el sillón y añadió en tono plañidero—: ¿Por qué sacas las cosas de quicio? No es más que una noche de tu vida. Hazlo por Matty.

Michael se contuvo para no soltar lo que tenía en la punta de la lengua: «¿Por qué tengo que hacer nada por tu mujer? Tú eres el que se supone que debe hacerla feliz. Y si dejaras de perseguir a todo par de tetas con que te cruzas, tu mujer sería feliz desde hace mucho tiempo». Entró en el dormitorio a buscar su camisa blanca de manga larga, odiándose a sí mismo por su debilidad. Al palparse la mejilla áspera y plantearse si procedía afeitarse, le dijo a su rostro en el espejo que no se lo tomara tan a pecho. ¿Qué había de terrible, a fin de cuentas, en pasar una noche absurda más? De joven no era tan pomposo ni pedante con respecto a su manera de ocupar el tiempo.

Tal vez debería haberse rendido a las presiones de su hermana Yvette y haber ido a pasar el séder en su casa. Tantas vacilaciones, se dijo entonces, eran resultado de la rigidez, la cual a su vez derivaba de la edad y quizá, como decía Shorer, era asimismo una de las consecuencias inevitables de vivir solo. Como el desengaño recurrente de las esperanzas depositadas en las grandes reuniones en torno a una mesa y en las vacuas conversaciones emprendidas para matar el tiempo.

Estaba colmándose de esa autocompasión que pronto lo llevaría a enfadarse consigo mismo y con su aislamiento, cuando en el fondo todo era cuestión de engreimiento y arrogancia. «No eres mejor que nadie», le dijo a su reflejo a la vez que se mesaba un nuevo mechón de pelo gris. «Tómatelo con calma. Lo que sucede en el exterior muchas veces es lo de menos. El espíritu es libre para vagar a su antojo», se recordó mientras se vestía a toda prisa. Incluso buscó una botella de vino francés que luego le ofreció a Matty al llegar. Con el rostro resplandeciente, radiante, Matty le dijo que no debería haberse tomado la molestia, y, a continuación, Michael se sentó sumiso entre los festejantes reunidos en torno a la mesa para una celebración tradicional y ortodoxa del séder.

Entre plato y plato, Michael se esforzaba en darle conversación a la sobrina de Balilty. Recordó que con ocasión de su primera visita a aquella casa, Danny Balilty había tratado de organizarle un plan con su cuñada. Trató de activar el sentido del humor que le quedaba para enfrentarse a las miradas de ánimo que Balilty le lanzaba mientras se apresuraba entre la cocina y la mesa festiva. Por su parte, Matty Balilty intentaba no mirar en absoluto en su dirección. Sólo cuando Michael le elogió la comida, se atrevió ella a dirigirle una mirada penetrante con sus ojos castaños y nerviosos y a preguntar:

—¿De verdad? ¿De verdad te gusta?

Y por la manera en que la hija de su hermano se ruborizaba y jugueteaba con el borde de su servilleta, Michael comprendió sin asomo de duda que Matty no sólo se refería a la comida.

Michael se había presentado en el trabajo una semana antes tras dos años de ausencia, durante los que Balilty tuvo buen cuidado de «mantenerse en contacto», como le repetía siempre que lo llamaba para invitarlo a su casa. Dado que lo había llamado por teléfono apenas unos días antes, el agente de Inteligencia pasó corriendo a su lado sin siquiera detenerse a darle la bienvenida y se limitó a palmotearle el brazo y decir a voces:

—Anímate, Ohayon, anímate. La vida es corta. La semana que viene vendrás a celebrar con nosotros las fiestas. Matty va a preparar un cuscús.

Y por eso, porque Balilty había hecho caso omiso de la excusa de Michael, «pero si te he dicho que iba a irme fuera», éste no podía oponer al entusiasmo de su compañero una reserva cortés, que se interpretaría como una actitud ofensiva de arrogante frialdad en contraste con el sincero deseo de Balilty de mantener una cierta intimidad; todo ello lo llevó a desconectar el teléfono aquella mañana.

Ahora Michael contemplaba el cable telefónico y se preguntaba si tenía sentido haber plantado una resistencia tan enconada. ¿Qué tenía de bueno su irrevocable decisión de pasar la noche a solas, cuando en realidad no estaba haciendo otra cosa que angustiarse por las manchas del techo y por la nota hallada en el buzón? Ésta era un requerimiento perentorio de que subiera al tercer piso para que el señor Zamir le hiciese entrega de los estatutos de la comunidad de vecinos. En la reunión de la antevíspera, a la que Michael, como era su costumbre, no había asistido (las palabras «como era su costumbre» eran un añadido manuscrito a la nota mecanografiada), se había tomado la decisión de que le había llegado el turno de representar a los inquilinos de su ala.

Por un instante Michael pensó en telefonear a alguien, a cualquiera, antes de perecer ahogado en un charco de desolación. Asió el cable, pero se abstuvo de conectarlo.

Balilty podría presentarse intempestivamente aunque el teléfono estuviera desconectado, pero nadie más osaría hacerlo. Si lo conectaba y llamaba a Emanuel Shorer, todo terminaría en otra invitación a una cena festiva en familia. Y, en todo caso, no podrían mantener una conversación interesante por teléfono. La llamada sólo serviría para dar más fundamento a la argumentación de Shorer de que Michael no debía continuar viviendo solo.

—¿Entonces qué sugieres que haga? —había preguntado Michael con agresividad durante su último encuentro, justo antes de reincorporarse tras su permiso de estudios—. ¿Quieres mandarme a hacer una terapia? —preguntó sarcásticamente una vez que Shorer hubo concluido de enumerar los síntomas de lo que él denominaba «deformación generada por la continua soledad».

—No sería mala idea —repuso Shorer con gesto de no-me-achantas—. Yo no creo en los psicólogos, pero aparte de que es tirar el dinero, no pueden hacer ningún daño. ¿Por qué no? —sin esperar a que le respondiera, prosiguió—: Por mí, hasta te diría que fueras a una pitonisa. Lo importante es verte asentado. ¡Un hombre de tu edad! Casi has llegado a los cincuenta.

—Tengo cuarenta y siete —puntualizó Michael.

—Da lo mismo. El caso es que todavía estás tratando de encontrarte a ti mismo. Relacionándote con todo tipo de… Vamos a dejarlo, eso no tiene importancia.

—¿Cómo que no tiene importancia? —protestó Michael—. Es muy importante. ¿Con todo tipo de qué, exactamente?

—Todo tipo de casos perdidos, mujeres casadas, solteras… en fin, esa clase de mujeres con las que no se puede lograr nada, incluso Avigail… ¡Un hombre necesita una familia! —dictaminó.

—¿Por qué, si se puede saber? —replicó Michael, simplemente por decir algo.

—¿Cómo que por qué? —dijo Shorer escandalizado—. Un hombre necesita… ¿qué te voy a explicar? De momento nadie ha encontrado una solución mejor… un hombre necesita hijos, un hombre necesita un marco en el que encajar. Es propio de la naturaleza humana.

—Yo tengo un chaval.

—Ya no es un chaval. Es un chicarrón que vagabundea por el mundo y ha ido a buscarse a sí mismo a Suramérica. No es ningún niño.

—Ya ha llegado a Ciudad de México.

—¿De verdad? ¡Gracias a Dios! —exclamó Shorer con evidente alivio—. Un sitio civilizado, al fin —de pronto se le vio enfadado—: Ya sabes a qué me refiero. No me obligues a darte un sermón sobre las virtudes de la vida familiar. Un hombre necesita alguien con quien hablar cuando vuelve a casa. Algo más que cuatro paredes. Algo más que líos de faldas. Por lo que más quieras, si han pasado más de veinte años desde que te divorciaste. Y diez años desde que estuviste embarcado en una relación seria, si no contamos a Avigail. ¿Hasta cuándo piensas esperar? Yo pensaba que mientras estuvieras estudiando, esos dos años en la universidad te servirían para conocer gente…

Michael guardaba silencio. Nunca le había hablado a Shorer de Maya y hasta el día de hoy desconocía lo que Shorer sabía de ella.

—No pretendo decir que tengas mal aspecto —agregó Shorer, cauteloso—. No es que te hayas quedado calvo ni hayas engordado. Y nadie puede negarte tus grandes éxitos con las mujeres. Todas las mujeres de la casa me comentan que en cuanto te ven quieren… —esbozó un gesto vago.

—Sí, ¿qué es lo que quieren? —se burló Michael. Una vez más tuvo la impresión de que no era la simple preocupación por su bienestar la que mantenía a sus amigos en vela por las noches, sino también la envidia pura y dura.

—¿Cómo voy a saberlo yo? ¡Quieren algo! Es un hecho. Incluso la nueva mecanógrafa. Puede tener unos veinticinco, pero parece una adolescente, es guapa, ¿eh?

Y giró los ojos en las órbitas. En aquel momento, Shorer le recordó a Balilty. Michael se preguntó qué tendría aquel tema para hacerles hablar en el mismo tono. ¿Por qué la voz de Shorer adquiría de pronto un tonillo de alcahuete? ¿Tendría algo que ver con la sensación de que sus vidas tocaban a su fin, en tanto que Michael aún tenía incalculables posibilidades a su alcance? O, al menos, eso se figurarían ellos. Si pudiera hablar con franqueza, les contaría un par de cosas sobre sus inquietudes, sobre su desesperación.

—Ya me habías preguntado si me gustaba.

—Porque ella se interesó por ti —se disculpó Shorer—. Es por ese aspecto que tienes, alto, cortés, tranquilo, con esa tristeza y esos ojos tuyos. Y cuando se enteran de que encima eres un intelectual… preguntan… les entra inmediatamente el deseo de… de lograr que no estés triste.

—¿Y dónde está el problema? ¿Qué es lo que te preocupa?

—¡Estoy hablando de ti, no de ellas! ¡Así, de pronto, el señorito no entiende lo que se le dice!

—¿Qué preguntó la mecanógrafa?

—¡Qué preguntó! Todas preguntan lo mismo, que si estás casado, que si estás con alguien, ¿por qué no? Ese tipo de cosas.

—Y tú, ¿qué les contestas?

—¿Yo? ¡No vienen a mí a preguntármelo! ¿Crees tú que se atreverían? Se lo preguntan a Tzilla. Y ella siempre procura echarte una mano. Pero como si nada. Has tomado de modelo a tu tío. Un mal modelo. Jacques era una mariposa. Rebosante de alegría de vivir. Pero tú te tomas las cosas a pecho. Y como era una mariposa, tuvo que morir joven. Las estadísticas demuestran que los hombres que viven solos mueren antes.

—¡Ah, las estadísticas! —Michael abrió los brazos—. Si las estadísticas están en contra de mí, ¿qué puedo decir? ¿Quién soy yo para rebatir las estadísticas?

Shorer soltó un bufido.

—No me vengas ahora con tus teorías sobre los estudios estadísticos.

Michael bajó la vista y trató de no sonreír, pues el hecho de que Shorer abordara ese tema una y otra vez le llegaba al corazón. Por otro lado, quizá satisfacía su necesidad de una figura paterna, papel que Shorer venía desempeñando desde que lo reclutó para la policía y agilizó sus ascensos. Así lo demostraba el que lo hubiera ayudado a conseguir un año más de permiso no remunerado para proseguir sus estudios, o que de vez en cuando le echara regañinas por lo que él llamaba sus procedimientos irregulares.

—Si al menos me dieras la impresión de estar contento y feliz —refunfuñó Shorer—. Pero es evidente que no lo estás.

—¿Y el matrimonio me haría feliz? ¿Es la panacea?

—Por lo que a mí respecta, no hace falta que te cases. Vive con alguien. Llega a algún acuerdo, siempre que sea algo estable. Algo más que una de esas chicas con las que se ve desde el principio que no se va a llegar a ninguna parte.

—¿Cómo se puede saber algo así por anticipado? —protestó Michael—. La casualidad también juega su papel.

—¿En serio? ¿La casualidad? ¿Ahora crees en la casualidad? ¡Dentro de poco te vas a poner a hablar del destino! Discúlpame, pero esto no es serio. Te estás contradiciendo. Tengo un millar de testigos que te han oído decir mil veces que la casualidad no existe.

—Tú ganas, quizá debería pedir asesoramiento a un especialista —dijo Michael con una sonrisa desmayada.

—Yo no creo que la gente vaya a cambiar por ir al psicólogo —afirmó Shorer, a quien le había pasado inadvertido el sarcasmo de Michael—, sólo, quizá, si se apoyan en una decisión interna. De no ser así, es como tratar de dejar de fumar por medios externos, sin el verdadero deseo de conseguirlo. No comprendo cómo un matrimonio fracasado hace veinte años puede traumatizar a alguien para el resto de su vida. El pasado, pasado está. Nira, su madre, su padre y todo lo demás eran polacos, sí, pero estoy convencido de que no eran monstruos.

—Dime una cosa —replicó Michael, con la irritación que lo embargaba siempre que Shorer comenzaba a hablar de su ex mujer, como si con ello estuviera revelando a sabiendas un borrón en su pasado, como si pretendiera restregarle una y otra vez el error fatal que había cometido alocadamente en su juventud—. ¿Tú crees que yo no quiero encontrar a alguien, amar a una mujer que me inspire el deseo de vivir con ella?

Shorer le dirigió una mirada irónica:

—No lo sé. ¿A juzgar por tu comportamiento hasta ahora? ¿Quieres que te diga la verdad?

Michael suspiró.

—Al principio —rezongó Shorer— ha pasado demasiado poco tiempo desde el divorcio, y después ha pasado demasiado tiempo y ya se han adquirido manías, una visión calculadora. Es un hecho. ¿Cuántos años han pasado?

—¿Desde cuándo?

—¿Cuántos años llevas solo? Sin contar tu relación con la mujer del Peugeot, la mujer del médico. —Shorer desvió la mirada.

—Casi dieciocho, pero…

—No hay peros que valgan —lo interrumpió Shorer, y una vez más empezó a entonar lamentaciones sobre Avigail.

Era esta clase de conversaciones lo que había llevado a Michael a desconectar el teléfono. Solían desarrollarse junto a la puerta de su coche los viernes y vísperas de fiesta, cuando se disponía a regresar a casa. Y en lugar de guardarse para sí sus pensamientos, como antes lo hiciera, Michael había comenzado a involucrarse en las charlas. Una nota de conmiseración e inquietud teñía ahora los comentarios de sus compañeros cuando se avecinaban las vacaciones. Había llegado a percibirla incluso en las voces de Tzilla y Eli, quienes en un principio no eran más que sus subordinados y con el tiempo se habían ido convirtiendo en amigos de confianza, aunque no por ello dejaban de guardar un cierto respeto a su intimidad.

A causa de esa temida nota, y también porque sabía que responder a las llamadas lo introduciría en un ambiente familiar íntimo, Michael evitaba coger el teléfono. Se dijo que no tenía sentido tratar de esquivar la situación inventándose distracciones. Lo mejor era, por el contrario, rendirse a sus sentimientos hasta que se apaciguaran por sí solos. Y, ciertamente, debía escuchar la sinfonía de Brahms hasta el final, porque el consuelo de la música no era un sustituto desdeñable. Estaba a punto de oprimir el botón para reiniciar el sonido y saltar al segundo movimiento cuando volvió a oír un débil gimoteo que sonaba como el llanto apagado de un bebé.

Le hizo gracia su certidumbre de que no era el bebé del piso de arriba, porque siempre se desgañitaba al llorar. ¡Pensar que conocía tan bien el llanto del niño de los vecinos! El sonido de ahora era una especie de plañido, desalentado pero claramente audible, que parecía proceder de debajo de su piso. A pesar de todo, intentó desentenderse de él porque en las últimas noches su sueño se había visto turbado con más frecuencia de la habitual por lo que interpretó como maullidos de gatos en celo, y también le había despertado en más de una ocasión el llanto de un bebé, que lo mantenía a la escucha en la oscuridad hasta que se cercioraba de que era el niño de arriba.

Pero los plañidos, que ya no se parecían en absoluto a los maullidos de un gato en celo y sonaban muy humanos, lo llevaron a pensar que tal vez la gata negra había parido en el refugio antiaéreo que había en el sótano. Abrió la puerta y se asomó, como si pensara encontrar una carnada de gatitos sobre el felpudo. No descubrió gato alguno, pero sí un sobre marrón. Echó un vistazo a su contenido. Entre los informes financieros más recientes de la comunidad de vecinos encontró un talonario de recibos con una nota doblada en medio, donde le deseaban buena suerte y todas las bendiciones de Ros Hasaná para el Año Nuevo. Michael se apresuró a devolver el talonario de recibos al sobre, como si bastara dejar de pensar en él para que desapareciera. Luego tiró el sobre dentro del apartamento porque los sollozos se habían vuelto más fuertes y claros y se imponían sobre los demás ruidos que llegaban a la escalera a través de las puertas cerradas. La caja de la escalera amplificaba las increpaciones de una mujer, los chillidos de una niñita, las voces televisivas, los graves y persistentes acordes de un instrumento de cuerda, el repiqueteo de los cacharros de cocina. Tal mezcolanza de sonidos no alcanzaba a silenciar los gemidos que provenían del sótano. Michael supo que había de actuar a toda prisa. Si había gatitos en el sótano, lo mejor sería llevárselos antes de que se acostumbraran a vivir allí.

Cuanto más se acercaba al refugio antiaéreo más extraños sonaban los gemidos, en absoluto gatunos. La puerta del sótano estaba abierta de par en par y, en el umbral, dentro de una cajita de cartón, sobre una capa de periódicos cubierta con plástico transparente y bajo una manta de lana amarilla y astrosa, encontró tumbadito a un bebé de carne y hueso que berreaba a pleno pulmón.

Cogió al bebé en brazos, lo llevó a su dormitorio, retiró los periódicos de la cama, cambió las sábanas y después depositó encima al bebé, y entonces cayó en la cuenta de que no había salido de casa desde el mediodía y no podía calcular cuándo habían dejado la caja en el sótano. Trató de precisar el momento en que había oído los gemidos por primera vez. Pero no había manera de saber con seguridad si los sonidos intermitentes oídos durante las últimas horas habían sido maullidos o, como ahora más bien creía, el lloriqueo del bebé.

El bebé reposaba sobre la cama. Aparentaba un mes de edad. Tenía los ojos abiertos, de ese azul propio de los niños pequeños, y una espesa pelusilla clara y húmeda le cubría la cabeza. Apretó los minúsculos puños y los agitó en el aire, llevándoselos de tanto en tanto a la cara sin alcanzar a tocarse la boca. Michael volvió a cogerlo en brazos. El llanto amainó durante unos segundos, convirtiéndose en un resuello que luego dio paso a un potente alarido de irritación. Michael deslizó la punta del pulgar en la boquita y la dejó reposar entre las rosadas encías que se cerraron con fuerza sobre ella. Comprendió que tenía en los brazos a un niño casi recién nacido y hambriento y que no disponía de medios para darle de comer.

Se inclinó sobre la cama para recoger la manta, que desprendía un olor mohoso y manojos de lana amarilla. Aspiró el dulce aroma infantil del rostro terso del bebé, bañado en sudor, y de su cuello. Aun antes de tenderlo boca arriba para quitarle la ropa en la que iba embutido, Michael siguió el impulso irresistible de empezar a retirar las pelusas amarillas prendidas entre sus dedos y en los pliegues del cuello. El bebé se retorcía en medio de la cama. Agitaba los brazos y pataleaba con furia. Michael volvió a tomarlo en brazos. Lo recostó sobre su antebrazo izquierdo, tan largo como el cuerpo del niño, y lo estrechó contra sí. Actuaba compulsivamente, como en un sueño, como si hubiera retrocedido veintitrés años en el tiempo. Al tomar conciencia de la inquietud que le inspiraba el rostro del bebé hambriento se sintió presa de una profunda emoción, no desprovista de alegría. Se oyó hablando instintivamente como solía hablarle a Yuval durante las largas noches de su niñez. Apretando al bebé contra su pecho, se encaminó al cuarto de baño y empezó a llenar el lavabo de agua tibia. Con los labios pegados a la encarnada orejita, iba comunicándole al bebé todo lo que iba a hacer: sumergir el codo en el agua, extender una gran toalla de un rosa desteñido sobre la lavadora. Luego revolvió el armarito de las medicinas en busca de los polvos de talco, y una voz nerviosa le comunicó al bebé que no los encontraba.

Susurraba incesantemente junto a la orejita, en la creencia de que el flujo continuo de palabras acallaría el hambre del bebé, cuyos ojos azules lo miraban de hito en hito, hipnotizados. Pero Michael sabía que aquella fascinación no sería duradera ya que, una vez que hubiera bañado y mudado de ropa al bebé, no tendría medios de proporcionarle lo que realmente necesitaba: no tenía biberón ni leche maternizada.

Cuando el agua estuvo a la temperatura correcta, Michael colocó al bebé sobre la toalla extendida. Dejó un dedo de cada mano dentro de las manitas del bebé. Más adelante le sorprendería la fuerza del instinto que dictaba sus actos en esos momentos. El bebé enroscó fuertemente los dedos en torno a los suyos. Abrió mucho la boca, asustado, y su cuerpo, desprovisto de protección, empezó a sacudirse mientras sus labios se torcían. Michael se inclinó, posó suavemente los labios en su mejilla y, sin cesar de susurrar, extrajo un dedo del puñito que se aferraba a él con desesperación. Despegó con una mano las tiras de plástico del pañal, dándose ánimos para resistir el previsible llanto con la idea de que mojaría un paño en agua con azúcar y lo introduciría en esa boquita que temblaba espasmódicamente, lista para una nueva ofensiva.

Buscó en su bolsillo un pañuelo limpio y trató de decidir si había llegado el momento de ir a la cocina a preparar el agua con azúcar. Pero su mano derecha ya estaba retirando el pañal desechable, que se desintegraba tras muchas horas de uso. Mientras lo doblaba, Michael recordó que en tiempos de Yuval todavía utilizaban pañales de tela. Luego se quedó paralizado y se oyó lanzar un grito de asombro antes de estallar en carcajadas. Estaba tan seguro del sexo del bebé que ni siquiera la visión de la pequeña vulva, enrojecida y agrietada por la orina, bastó en un principio para convencerlo.

—¡Pero si eres una niña! —exclamó inclinándose sobre ella—. Claro que eso no cambia en absoluto las cosas para nosotros —murmuró junto a la orejita—, un bebé es un bebé sea cual sea su sexo. Pero es curioso que nos dejemos engañar así por nuestras antiguas percepciones —prosiguió en voz alta—. A quien alguna vez ha bañado, cambiado y alimentado a un nene no se le ocurre que un bebé vestido pueda ser una niña. De haberlo sabido, habría comprendido por qué no has ofrecido resistencia mientras te desvestía, porque, según dicen, las niñas son más dulces que los niños desde pequeñitas.

El cuerpecito había quedado completamente desnudo. Un entramado de venas azules destacaba en el pecho blanquecino, manchas rojizas de una erupción provocada por el pañal cubrían el vientre. Antes de que las minúsculas piernas comenzaran de nuevo a patalear, Michael levantó a la niña, la estrechó contra su pecho y la fue sumergiendo poco a poco en el agua tibia: piernas, nalgas, y al fin también la espalda y el cuello, sostenidos por su brazo. La nena se estremeció convulsa y emitió un chillido. Michael reanudó su cháchara en murmullos y sus explicaciones a la vez que le pasaba la mano por la cara y el cuello. La enjabonó y la aclaró deprisa, la depositó cuidadosamente sobre la toalla, en la que la envolvió, y revolvió el armarito queriendo dar con alguna crema; encontró el envase azul de la pomada blanca que Yuval solía utilizar años atrás, cuando estaba en el ejército.

Al ver a la nenita envuelta en la gran toalla, sostenida por uno de sus brazos, agitando las piernas, Michael se acordó de Nira. Cuando él bañaba a Yuval antes de darle el biberón, Nira solía quedarse en el umbral del cuarto de baño, recostada contra el quicio de la puerta, protegiéndose de los gritos con las manos sobre los oídos. Él debía recordarle a menudo que le tendiera un dedo al bebé para que éste lo agarrara con el puño y superase el espantoso miedo a perderse en el espacio. Cada vez que se lo recordaba, Nira se apresuraba a obedecer, y aquel desamparo y obediencia le hacían sentirse prepotente. No se gustaba a sí mismo cuando le decía cómo había de comportarse con su hijo, pero tampoco podía evitarlo.

Secar y ponerle crema a la nena le produjo una extraña sensación. Mientras le restregaba la espesa crema en el vientre, examinó su ombligo colorado y protuberante. Tuvo de pronto miedo de que fuera síntoma de una hernia, resultado de las muchas horas de llanto continuo. Sólo un pediatra podría hacer el diagnóstico, idea ante la que se sintió remiso y atemorizado. Ir al pediatra supondría que alguien más se enteraría de la existencia de la niña, que se la llevarían inmediatamente para someterla a un examen médico. Así pues, decidió ahuyentar la idea de sus pensamientos. La consulta médica podía posponerse. Excepción hecha del ombligo y de la pequeña erupción, la piel de la nena estaba suave y lisa. De pronto rompió a llorar de nuevo y su carita se puso roja y azul.

Al dirigirse a la cocina con la niña para preparar el agua con azúcar, Michael aún no sabía qué le iba a decir a la vecina de arriba. Pero sí sabía que ella era la única solución rápida que se le ocurría para el problema de los biberones, los pañales y las mudas. Se sentía incapaz de volver a vestir a la niña con el trajecito que antes llevaba o de meterla de nuevo en la caja de cartón. La dejó envuelta en la toalla, tumbada en medio de la cama, un pañuelo limpio enroscado y empapado de agua con azúcar en la rosada boca, los labios succionando con avidez. Michael erigió un muro de almohadas a su alrededor y corrió escaleras arriba hasta el segundo piso.

Ya con la vecina ante él, seguía sin saber qué decir. La mujer había abierto la puerta apenas una rendija. Una de sus manos sujetaba el picaporte y con la otra se peinaba los rizos, tratando de recogerlos, y después comenzó a juguetear con el cuello de la masculina camisa púrpura. Michael percibió en su rostro aprensión, casi miedo a que el motivo de su presencia fuera de nuevo la mancha de humedad del techo.

—¿Puedo pasar? —preguntó.

Con desvalida sumisión y evidentes reservas, como si hubiese querido negarle la entrada con cualquier excusa pero no supiera decir que no, la vecina abrió la puerta, se apartó y quedó inmóvil hasta que Michael entró en la sala y se detuvo junto un corralito contra el que reposaba la funda del chelo.

El gordezuelo bebé estaba tumbado en el corralito, los brazos estirados, las piernas separadas. Respiraba profundamente. El chelo descansaba sobre un pequeño sofá, junto a una pila de ropa lavada y bajo un gran óleo, un lienzo sin enmarcar que, tras una ojeada rápida, dejaba la impresión de un paisaje brumoso en blanco, negro y gris. La mujer tosió y dijo, sin alejarse de la puerta, que debido a las fiestas aún no había encontrado un fontanero. Él trató de decir que el fontanero no era el motivo de su visita, pero ella continuó hablando muy deprisa y excusándose de nuevo por el hecho de que debido al niño, a la necesidad de ponerse otra vez a trabajar y a las vacaciones…

Michael hizo un ademán impaciente.

—Sólo venía a preguntarle… —arrancó—, ahora mismo hay un bebé, una niñita, en mi casa, y no tengo nada para ella…

Durante los segundos en que ella lo miró perpleja, los ojos, profundos y muy claros, entrecerrados y con arruguitas junto a las comisuras, a Michael se le ocurrió una explicación:

—Mi hermana ha dejado a su nieta a mi cargo y se ha olvidado de todas sus cosas.

—¿Qué cosas? —preguntó la mujer. La suave luz que aún entraba por la amplia ventana osciló sobre los mechones grises de su cabello rizado antes de iluminar una diminuta manchita sobre su pecho izquierdo.

—Todo. Biberones, leche, pañales… todo eso —masculló avergonzado, consciente de que era una excusa increíble. Volvió a asustarse al asaltarle la idea, que se apresuró a borrar de su mente, de que estaba haciendo algo ilícito—. Las tiendas van a estar cerradas dos días, durante las fiestas. No puedo llamar por teléfono a mi hermana porque es religiosa… Y, además, vive muy lejos.

A los ojos de la mujer asomó una mezcla de inquietud y desconfianza cuando preguntó:

—¿Cómo? ¿Le han dejado a la niña durante todas las fiestas? ¿A una niña de pecho? ¿Vive usted solo?

Michael asintió de mala gana con un gesto.

—Disculpe que se lo pregunte —dijo ella precipitadamente—, pero es que… ¿Sabe cómo ocuparse de ella?

—Creo que sí… Ha pasado mucho tiempo desde que… Mi hijo ya es mayor, pero un bebé es un bebé. Y creo que esas cosas no se olvidan… —quedó en silencio al oírse tartamudear—. En fin —añadió con resolución—, la suerte está echada. La niña está aquí y no tengo biberón ni pañales, y pensé que usted me podría ayudar… —señaló al bebé.

—¿Qué edad tiene? Tengo biberones y leche en polvo —dijo ella, encaminándose a la habitación contigua.

Michael aguardó a que regresara y luego la observó mientras ponía un biberón y una lata de leche en polvo sobre la mesa redonda del rincón del comedor y quedaba a la espera de una respuesta.

—Cinco semanas —dijo Michael, dejándose llevar por una intuición que le decía que sonaría mejor un número impar.

—Una niña realmente pequeña —dijo la mujer alarmada—. Cómo han podido dejarla así, sin…

—Ha ocurrido una desgracia en la familia —se apresuró a replicar Michael, parpadeando. Esa mentira, pensó, podría acarrear una auténtica desgracia. Como aquella vez en que había mentido diciendo que Yuval estaba enfermo y al niño se le había declarado la varicela esa misma noche—. No tengo a nadie a quien recurrir, todos están de viaje… fuera de la ciudad… y la nena está ahí abajo llorando de hambre.

La mujer hizo una nueva incursión en la habitación contigua y regresó con una gran bolsa de pañales desechables y un chupete envuelto en plástico. Se detuvo a reflexionar un instante. Luego se marchó una vez más y volvió enseguida con un montón de ropita de niño, un pañal de tela y una caja redonda de plástico de donde asomaba una toallita de papel perfumado. Juntó todas estas cosas y se quedó observándolas, la mejilla apoyada en un dedo. Miró dubitativa a Michael.

—Mi hijo acaba de quedarse dormido, ¿por qué no lo acompaño? Puedo echarle una mano con el primer biberón.

—No, no, no —replicó Michael con alarma. Imaginaba la cara que pondría al ver la caja de cartón. Entonces lo comprendería todo. Sabía que no podía confesar que había encontrado a la nena. Se la arrebatarían inmediatamente—. No quiero causarle más molestias. No quiero que deje solo a su niño por mi culpa.

—No es ninguna molestia —dijo ella con dulzura, y comenzó a meter en un bolsón de plástico los objetos que había reunido—. Ido acaba de dormirse. No se despertará hasta dentro de un buen rato. Para mí no sería ninguna molestia bajar un momento.

Michael echó una ojeada al corralito, posó la mano en el brazo de la mujer y dijo:

—Volveré a buscarla si tengo algún problema.

Ella lo miró titubeante, pero lo ayudó a agarrar el asa de la bolsa de pañales.

—¿Dónde están sus padres? ¡Mira que dejar así a un bebé de cinco semanas!

—Su madre está… en el hospital. Ha sufrido complicaciones posparto, y su padre… —contempló desesperadamente la pared y dijo—: Él… No tiene padre. Es madre soltera.

Una expresión comprensiva y afligida se pintó en el rostro de la mujer.

—No se preocupe —dijo. Sus gruesos labios, normalmente fruncidos en un gesto mohíno, se abrieron en una sonrisa generosa—. Nos las arreglaremos para cuidarla durante las fiestas. Le sugiero que me deje echarle una mano. Ido está a punto de cumplir los cinco meses. Lo tengo todo muy reciente —de pronto, con gesto alarmado, añadió—: La ha dejado sola, debe de estar desgañitándose. ¿Por qué no la recoge y la trae aquí?

—No, no —exclamó Michael.

El semblante de la mujer estaba radiante, la sonrisa cambiaba por completo su expresión. Toda traza de inquietud había desaparecido y sus ojos claros, muy abiertos, eran como cristalinos estanques sin fondo. Sin saber por qué, Michael sabía que poner a aquella mujer en contacto con la niña significaría perderla. No comprendía de dónde emanaba tal certeza. Sencillamente, se dejaba arrastrar por una sensación de desaliento como nunca antes la había sentido. Renunció a todo intento de pensar racionalmente.

—Necesitamos agua hervida templada —la oyó decirle mientras se alejaba escaleras abajo. Michael llevaba las bolsas de ropa y pañales en las manos y el biberón y el resto de las cosas bajo el brazo—. Para preparar la leche en polvo hay que… —no oyó lo demás, sólo los alaridos que procedían del otro lado de su puerta.

Una vez en casa, dejó los bultos a la puerta del dormitorio, cogió a la niña y la oprimió contra su pecho. Tanto la manta amarilla como la toalla rosa en que iba envuelta estaban mojadas. Una cálida humedad le empapó la camisa. Apretó la mejilla contra la carita de la niña. Tenía los carrillos en llamas. Su primera reacción fue echar la cabeza atrás convulsivamente. Su cuerpecito forcejeó, pero luego el llanto se aplacó y los músculos de su cara se relajaron.

Durante unos segundos el mundo fue algo pleno y sereno, donde no faltaba nada. Michael oyó el apagado sonido de una música que parecía llegar de muy lejos. La nena se revolvió, estiró los brazos y lanzó un potente alarido de frustración. Michael tardó un instante en comprender que era una vez más el chelo, que la vecina de arriba se había sentado junto a su bebé dormido a tocar una melodía melancólica. No sabía qué era aquella música dulce y sentida. Se inclinó para coger la bolsa del biberón y la leche en polvo. ¿Cuánto tiempo llevaría viviendo allí la mujer?, se preguntaba, ¿y por qué nunca se habría fijado en ella en la escalera? Recordó la belleza de sus ojos y de su sonrisa. Si no fuera tan desaliñada podría ser muy atractiva.

Echó una ojeada a las instrucciones para preparar la leche maternizada y se sentó para acomodar en su regazo a la niña. Continuó murmurando al oído de la nena mientras abría la lata con su navaja multiusos y olfateaba el polvo amarillento. ¿Cuánta agua habría que añadir para una nenita? El hecho de que fuera una niña parecía complicar la situación, como si fuera a necesitar más protección y atenciones de las que él era capaz de darle. Michael midió la cantidad de leche indicada, echó un poquito más en el biberón para quedarse tranquilo e hizo una mueca al volver a olería. Era incomprensible que aquello pudiera gustarle a la niña. Palpó el hervidor eléctrico y vertió un poco de agua en un vaso. Como no podía dejar a la nena, que sólo cesaba de llorar cuando él le susurraba al oído lo que iba haciendo, no logró echarse una gotita de agua en la muñeca. Era un gesto que había quedado grabado en su cuerpo desde los tiempos en que Yuval tomaba biberón. Se limitó a meter un dedo en el vaso.

—El dedo no es tan sensible —susurró junto a la orejita rosada. Esta vez la niña berreó a pesar de que le hablara, y sus gritos aceleraron los movimientos de Michael—. Son cosas que no se olvidan —la tranquilizó a la vez que la estrechaba contra su cuerpo—. Es como nadar o montar en bicicleta —explicó.

Vertió el agua del hervidor en el biberón, le enroscó la tetilla con una sola mano y lo agitó bien sujetándolo contra la muñeca izquierda. Para ello, hubo de relajar la presión con que aferraba a la niña, quien chilló con todas sus fuerzas y se retorció sobre su brazo. Unas gotas del líquido blanquecino cayeron sobre la piel de Michael. La temperatura era correcta. Tomó asiento, dejó a la niña en su regazo y le introdujo la tetilla en la boca.

En el profundo silencio que se impuso volvió a oírse la música de chelo del piso de arriba, cargada de sentimiento, vibrante de dulce nostalgia. A Michael le encantaba el sonido del violonchelo. Qué afortunada era la vecina de arriba por ser capaz de tocar así el más hermoso de los instrumentos musicales.

La nena succionó con avidez, se detuvo, sus ojos se cerraron. Por lo visto, estaba exhausta y había desistido. Tal vez el exceso de hambre le impedía comer. Pero Michael no desistió. Humedeció los labios de la niña con el líquido, que salía del biberón con dificultad; lo agitó. De pronto comprendió que el orificio debía de ser demasiado pequeño. Como si quisiera ratificar su sospecha, la rosada boca, redonda y perfecta, se abrió de par en par a la vez que la niña agitaba frenéticamente la cabeza buscando el biberón, y un nuevo alarido rasgó el aire, tapando cualquier otro sonido. Michael no tardó en sobreponerse al sobresalto. Recordó enseguida que en tiempos calentaba un alfiler en el fogón y lo usaba para agrandar el orificio de la tetilla del biberón cuando era demasiado pequeño. Incluso recordaba el olor de la goma chamuscada, y cómo a veces se derretía y el orificio se volvía demasiado grande. Entonces la leche fluía a chorretones y desbordaba la boca de Yuval.

—¡El niño se está ahogando! —gritaba Nira, y Michael se apresuraba a ponerlo boca abajo.

Yuval era un bebé glotón. Esta niña, que aún no tenía nombre, o que tal vez tenía un nombre que él desconocía, parecía haber renunciado a toda posibilidad de comer, se había rendido.

Cuando Yuval tenía demasiada hambre era imposible darle el biberón. «Demasiado hambriento para comer», anunciaba Michael, y aplicaba su «método» especial: verter unas gotas de leche en su dedo y frotar con ellas las encías de Yuval. La paciencia y la perseverancia acababan por lograr que comiera. Entonces resonaba en la habitación ese rítmico succionar que ahora Michael anhelaba oír.

Agitó el biberón con fuerza, se humedeció un dedo y lo introdujo delicadamente entre los labios abiertos. La boquita estaba caliente por dentro, las encías se cerraron sobre el dedo de Michael y los labios lo aferraron. Entonces Michael retiró el dedo a toda prisa y lo sustituyó por la tetilla, a la que previamente había pegado un mordisco para agrandar el orificio.

Cuando la niña comenzó a succionar con fuerza, con un ritmo regular y sostenido, Michael se permitió recostarse contra el agrietado respaldo de madera de la silla de la cocina. Un temblor de pura fatiga recorrió los músculos de sus piernas y sólo entonces se dio cuenta de lo tenso que había estado su cuerpo.

Al fin se sentía libre para examinar con calma el semblante de la nena. Con los dedos de la mano izquierda, con la que la sujetaba, tocó el botoncito de la nariz, las cejas apenas perfiladas, la fina y suave pelusilla junto a las orejas. Los ojos de la niña, cerrados desde hacía unos minutos, se abrieron ahora, revelando su color azul lechoso. Su boquita estaba fruncida en torno a la tetilla y succionaba rítmicamente. Entre una succión y otra suspiraba, una capa de sudor se había acumulado sobre su labio superior. Sin mover el biberón, Michael se levantó con la nena en brazos y fue a sentarse en la butaca, frente a las cristaleras del balcón.

La sirena de una ambulancia emitía un persistente aullido a lo lejos. El sol se ponía lentamente sobre las colinas, el mundo estaba en calma. En ese momento sólo existían él y la niña, sentados en la amplia butaca de raída tapicería que era el único mueble superviviente de su época de casado. Ésa era la butaca donde solía darle el biberón a Yuval en las noches invernales. Michael escuchaba entonces con oído atento la respiración y las succiones de Yuval, sus suspiros de satisfacción, y, una y otra vez, el ciclo de lieder de Schubert Winterreise. Ahora había recobrado la atmósfera de aquellas noches heladas (Yuval nació en otoño): el silencio, tan sólo interrumpido por los sonidos que la niña hacía al comer, y aquella soledad que no era aislamiento sino una muda y perfecta compenetración. La música cesó en el piso de arriba, Michael no había logrado reconocerla. ¿Cuántas veces debía escucharse una pieza antes de poder identificarla por su nombre?

—Somos una economía autárquica —susurró con la cara sepultada en la pajiza y aterciopelada pelusilla.

La oscuridad se espesaba, el biberón estaba vacío y los ojos de la nena se cerraron. Sus suspiros de satisfacción dieron paso a una respiración acompasada. Sus labios se abrieron y soltaron la tetilla. Michael retiró con cuidado el biberón, comprobó que no quedaba leche y lo dejó a sus pies. Luego apretó el interruptor de la lámpara de lectura. Una tenue luz amarilla iluminó la cara de la niña. El extremo opuesto de la habitación quedaba en sombras. Michael se levantó con la niña en brazos, dispuesto a dar vueltas por la habitación. Preparado como estaba para una larga caminata, le sorprendió oír que la nena echaba el aire en cuanto la recostaba sobre su hombro. Sonrió satisfecho. ¡Qué poco hace falta a veces para sentirse bien! A veces bastaba con prepararse para un esfuerzo que luego no era necesario. Sin caer en la exageración, lo que se sentía en esos momentos podría incluso llamarse felicidad. Sentía el peso del cuerpecito, flácido y relajado, sobre su hombro. Bajó a la nena a su brazo y volvió a instalarse con ella en la butaca, desde donde contempló la oscuridad exterior y el reflejo de la lámpara en el cristal del ventanal.

«¿Y ahora qué?», se preguntó. «¿Qué deseas realmente?». Pero en vez de aferrarse a sus pensamientos, los dejó vagar. Y en ese momento comenzaron a aflorar fantasmas que se materializaron en la pregunta de cuánto tiempo sería capaz de conservar a la nena consigo. Estaba transgrediendo la ley. Conocía bien los procedimientos. No cabía duda de que debería haber avisado a la policía municipal, que compartía las oficinas del cuartel general de la policía de Jerusalén en el barrio ruso, donde trabajaba Michael. Podría alegarse en su favor que, siendo un día festivo, cualquiera habría optado por quedarse en casa con la niña o por llevarla al hospital. Pero la verdad, el quid de la cuestión, era su deseo, su imperiosa necesidad de quedarse con la niña. Qué fugaces y frágiles eran los momentos de absoluta paz de cuerpo y espíritu. Una simple llamada de teléfono podía romperlos en pedazos. O una llamada a la puerta, por muy titubeante que fuese. Le dio un vuelco el corazón. ¿Y si alguien se dirigía ya a su casa para arrebatarle a la niña?

Eso no se le había ocurrido hasta ahora. Hasta el preciso instante en que oyó que llamaban a la puerta, y volvían a llamar con menos titubeos, y de nuevo otra vez, insistentemente. Lo único que sabía era que debía mantener oculta a la niña. Tal vez lo mejor sería hacer oídos sordos a aquella llamada. Pero la ansiedad que le generaba lo obligó a levantarse y a echar un vistazo por la mirilla. Oscuridad absoluta. Dijo sin pensarlo:

—¿Quién está ahí?

—Soy yo, Nita, la vecina de arriba —dijo una voz grave. Ahora ya sabía su nombre.

—Un momento —farfulló Michael, e inspeccionó la habitación con la mirada.

Se precipitó a cerrar la puerta del dormitorio para que la vecina no viera la caja de cartón donde le habían traído a la niña, como si fuera un cachorrito recién nacido. Ahora aquella mujer alta vestida con mallas oscuras y una camisa masculina de color púrpura, que traía en brazos a un bebé rellenito y moreno cuyos ojos castaños observaban a Michael con mucha seriedad, ya tenía nombre. Se quedaron de pie en la sala, cada uno con un niño en brazos. El abultado labio inferior de Nita temblaba. Acarició el suave cabello castaño de su hijo, enderezó con cuidado el cuello de su trajecito de una pieza y alzó la mirada hacia Michael, sonriendo tímidamente.

—He venido a traerle algunas cosas que puede necesitar —dijo, tendiéndole una bolsa—. Jabón para niños, crema hidratante y crema protectora para el culito, y una manta pequeña. Sólo quería saber qué tal se las arreglaba. Espero no haberle molestado…

—En absoluto, muchas gracias —dijo Michael. Y se quedaron en silencio.

—Hay que ver cómo estamos —dijo Nita con una sonrisa irónica y reflexiva—, cada uno cargado con un bebé. ¡Menuda pinta debemos de tener! —luego se acercó mucho a Michael y se inclinó sobre la nena—. Es preciosa —comentó maravillada al levantar la vista. Aunque no era tan alta como Michael, lo miraba directamente a los ojos—. Veo que ha terminado el biberón. Parece muy satisfecha —prosiguió sorprendida—. Se las arregla usted muy bien. ¿Tiene cinco semanas?

Michael asintió.

—Todavía no la ha vestido. ¿Cómo se llama? —Nita pasó delicadamente un dedo sobre el pie desnudo que asomaba de la toalla rosa.

Michael quedó paralizado un instante.

—Noa —se oyó decir de pronto, e inclinó la cabeza sobre la pajiza pelusilla como si quisiera disculparse por aquella decisión precipitada y arbitraria. Respiró hondo y levantó el rostro hacia la mujer, sintiéndose ruborizar.

—Ido —le comunicó Nita al bebé, cuyos párpados aleteaban como a punto de cerrarse—, aquí tienes una amiguita. Te presento a Noa. Noa nació en los campos. —Michael reculó sobresaltado, pero Nita comenzó enseguida a canturrear y él recordó la canción popular de la que procedía esa cita.

Ido recostó la cabeza entre el hombro y el cuello de su madre.

—Todavía no la he vestido —se excusó Michael—. Antes quería darle de comer. Me pareció más urgente.

—Pero no hace falta que la tenga en brazos todo el rato. Puede incluso hacer un descanso para tomar una taza de café, sobre todo considerando que no le está dando el pecho —dijo Nita con una sonrisa tímida.

Michael tomó asiento. Le temblaban los brazos. ¿Dónde podría tumbarla a dormir? En eso no había pensado todavía. No estaba dispuesto a meterla de nuevo en la caja de cartón. Contempló el rostro fino y atormentado de la mujer, sus ojos, que en aquel momento le parecieron hundidos en una seriedad verde azulada, y el hoyito que descubrió de pronto en lo alto de su mejilla en lugar de en el centro. Carraspeó sonoramente. En todo caso, iba a necesitar un cómplice. No podía hacerlo solo, se dijo a sí mismo. Aunque sólo fuera durante los dos días siguientes. En el futuro no quería pensar. Mas no pudo evitar preguntarse qué futuro podía esperar. ¿Acaso había perdido la cabeza? ¿Qué pretendía? Acallando estas preguntas, se concentró de nuevo en dilucidar si debía pedir ayuda a la mujer. Pero ¿y su marido?

—Su marido… —dijo titubeante. La sonrisa de la mujer se esfumó al instante.

—No tengo marido —sus labios se proyectaron hacia delante en un gesto que casi era de desafío.

—¿Ah, no? —dijo Michael, turbado. Hasta entonces tenía la convicción de que el hombre barbado era su marido.

—No estoy casada —añadió ella, ya con calma—. No es tan raro. Usted mismo ha dicho que su sobrina es madre soltera. Parece ser una moda, o más bien una epidemia —concluyó, y el hoyito, que había desaparecido, reapareció fugazmente.

—Sí —se excusó Michael—, es que creía… vi… me dio la impresión… vi a un hombre con barba…

—¿Con barba corta o simplemente sin afeitar? Si llevaba barbita era mi hermano menor, y si iba sin afeitar era el mayor. Supongo que a éste lo habría reconocido si lo hubiera visto, pero sólo ha venido por aquí un par de veces —lanzó esta parrafada a toda prisa, como si pretendiera disipar la opresión que había comenzado a cernerse sobre la sala.

—Barba corta o sin afeitar. No lo recuerdo bien. ¿Por qué habría reconocido a su hermano mayor?

—No es que lleve barba, simplemente va sin afeitar. Es lo que está de moda. Como usted mismo…

—Yo estoy de vacaciones, ése es el motivo —la corrigió Michael, y se acarició la barba de tres días—. No lo reconocí. ¿Es que lo conozco?

—Mi hermano mayor, Theo, es famoso. ¿No ha oído hablar de Theo van Gelden?

—¿El director de orquesta?

—Sí.

—¿Es su hermano?

—Mi hermano mayor.

—Van Gelden es un apellido holandés.

—Nuestros padres son holandeses.

—¿Y tiene otro hermano? ¿Que también es músico? ¿El violinista? —preguntó, rebuscando en su memoria.

—Sí. Gabriel también es músico. Gabi es el que lleva barba. —Nita suspiró—. En fin, la cuestión es que ningún hombre de los que ha visto era mi marido —dijo con una sonrisa, y añadió azorada—: He venido a invitarlo a mi casa. Pensaba que mientras los niños dormían, nosotros podríamos tomar un café en honor del nuevo año. Discúlpeme —concluyó con una risita—, ¿cómo se llama?

—Michael. ¿Cómo es que no va a asistir a una cena familiar de celebración?

—Ninguno de mis hermanos está en Israel en este momento. Mi padre se quedó solo hace años. Es muy mayor, está delicado, y han dejado de interesarle este tipo de cosas. Lo he visto esta tarde. Fuimos a hacerle una visita —explicó a la defensiva—. Y salir sólo por salir… no me apetecía. Pero se me había ocurrido… quería… —quedó en silencio y rodeó al niño con ambos brazos.

Michael contempló a la nena. De momento, le resultaba imposible llamarla Noa.

—Es cierto que debemos de tener una pinta curiosa, con los dos bebés a cuestas —dijo pensativo.

—No quiero que se sienta obligado. Sólo quería decirle que comprendo que debe de ser difícil estar a cargo de una niñita de cinco semanas y…

De pronto Michael pensó que sería muy agradable pasar la velada con ella. Nita ofrecía la promesa de un contacto que no era amenazador ni frívolo. Sintió el repentino impulso de contárselo todo y, para contenerse, dijo:

—Antes tengo que vestir a la niña. Puede esperarme aquí mismo.

—Estaré más cómoda en casa. No quiero tener la sensación de estar imponiéndole mi presencia. —Nita se obligó a sonreír mientras tironeaba del borde de su camisa púrpura—. Además, a su nena todavía es fácil llevarla de un lado a otro. Ido necesita su cama por las noches, y ya son las siete y media —echó una ojeada en torno suyo—. Le dejo estas cosas y lo espero arriba —dejó la bolsa de plástico a sus pies y echó otra ojeada, rápida y furtiva, a la habitación―. ¿Subirá cuando esté listo?

Michael asintió enérgicamente con la cabeza. Pero de pronto le asaltaron las dudas. ¿Y si la vecina resultaba ser una metomentodo mojigata? ¿Y si sentía la compulsión histérica de notificárselo de inmediato a las autoridades? ¿Cómo iba a explicarle, además, su propia compulsión, incomprensible, importuna y tal vez vergonzosa, de quedarse con la niña? Cabía incluso la posibilidad de que ella pretendiera explicarle su comportamiento, razonar por qué había sentido aquel impulso, y lo cierto es que Michael prefería no pensar en eso. ¿Qué había de malo en actuar siguiendo un impulso por una vez en la vida?, se dijo. Pero una especie de vergüenza por desear a la niña para sí emergió hasta la superficie de su conciencia y sintió una gran opresión.

La nena no se despertó mientras le ponía un trajecito azul que sacó de la bolsa que había traído la vecina. Se estremeció una vez, y en otro momento, cuando Michael le tocó la barbilla, torció los labios en un gesto que parecía una sonrisa, sin abrir los ojos. Michael recordó que los bebés de esa edad no sonreían, no era más que un acto reflejo.

Cuando tocó a su puerta, Nita ya había conseguido ordenar un poco su piso. El montón de ropa recién lavada había desaparecido. El chelo, metido en su estuche, descansaba en un rincón junto al corralito plegado. Sobre una mesita redonda de cobre, en una gran fuente de cerámica armenia, Nita había colocado un círculo de rodajas de manzana en torno a un platito de miel.

—Venga, déjela aquí —dijo, ofreciéndole un cochecito de niño—. La parte de arriba se desmonta —explicó—, luego se la puede llevar a casa tumbada ahí.

Consciente de que ella lo observaba mientras dejaba a la niña en el cochecito, Michael se movía con torpeza. La timidez le impedía incluso inhalar el aroma de la nena, o apoyar sin disimulo la mejilla sobre los pliegues del blando cuello. La arropó desmañadamente bajo lo que él sentía como un escrutinio atento y suspicaz de Nita. Pero al levantar la vista, descubrió que su mirada era afectuosa y directa. Ahora sus ojos le parecieron grises, colmados de una tristeza sin amargura.

Tomó asiento en el pequeño sofá, bajo el óleo, y fijó la mirada en la pared de enfrente. Allí colgaba una lámina de grandes dimensiones, una reproducción de un dibujo a pastel de un hombre corpulento y barbado que tocaba el piano con un grueso puro entre los labios. Le sonaba mucho.

—Brahms —dijo Nita, que había seguido su mirada.

—Murió en 1897 —reflexionó Michael en voz alta—. Acabo de enterarme hoy. Siempre pensé que había vivido en una época muy anterior, a comienzos del XIX. Apenas había pasado de los sesenta cuando murió.

—Tenía un cáncer de hígado, aunque él lo llamaba «ictericia». ¿Sabe lo que dijo de él Dvřoák cuando estaba a punto de morir?

—¿Qué?

—Dvřoák era su protegido; Brahms lo había presentado a su editor, y Dvřoák siempre estuvo muy influenciado por él. Le profesaba gran estima y admiración aún antes de que lo ayudara. Fue a visitarlo cuando Brahms estaba en su lecho de muerte. —Nita contempló el dibujo y sonrió—. Dvřoák era un hombre piadoso, y al salir de la habitación de Brahms comentó asombrado: «Un espíritu tan noble, y no cree en nada». Pensaba que no creía en Dios. Lo que no es del todo cierto.

—¿Qué no es del todo cierto?

—Que Brahms no creyera en Dios. Sí creía, pero no en el Dios de Dvřoák —dijo Nita con voz queda, e inclinó la cabeza como si quisiera examinar las cortas patas del piano de la lámina—. ¿Así que era usted quien tenía puesta la Primera de Brahms? Esa música no es saludable para los niños pequeños. Es una música de la inquietud.

Michael estaba perplejo.

—¿Es habitual esa idea? ¿Responde a la opinión general?

Nita se encogió de hombros.

—No lo sé. Sencillamente es como yo lo veo.

—Me pregunto —dijo él titubeante— si la música puede generar inquietud. Lo cierto es que, al escucharla, de repente me acordé de la mancha del techo y de otras cosas por el estilo, que normalmente no me preocupan. ¿Pudo ser la música?

—Por supuesto. Engendra sentimientos, ¿no es así?

—¿Por qué la sinfonía de Brahms produce inquietud?

—Bueno, por muchos motivos, yo creo que se nota desde el principio —se recogió los rizos—. Otro factor es la orquestación y el modo menor, ¿sabe? —sin aguardar a que le respondiera, continuó—: Do menor, en particular, tiene toda una tradición en este sentido. Es la tonalidad de la Quinta de Beethoven y de su Tercer concierto para piano, y también de un concierto especialmente sombrío de Mozart.

—¿Es el modo el que genera la inquietud? —reflexionó Michael sorprendido—. Se diría que es imposible.

—En fin, no sólo el modo. Todo depende de cómo se utilice. En el arranque de la obra de Brahms todo depende de cómo ascienden los instrumentos de cuerda a la vez que los de viento descienden, y de la tensión entre ambos, y de los resonantes redobles de la percusión.

—El Concierto para piano en do menor de Mozart no me provoca una inquietud particular.

—Claro, es que se ha convertido en música de fondo de montones de cosas. Pero en una buena interpretación puede seguir generando una gran tristeza.

—Pero no inquietud. La sinfonía de Brahms… me gustaría comprender si estas sensaciones tienen… algo así como un correlato objetivo —dijo Michael como excusándose.

—No es tanto una cuestión de modos o de armonía como de espacio sonoro —reflexionó Nita para sí—. Y del volumen del sonido en Brahms. La obertura es forte, no fortissimo. Y el forte está amortiguado y tiene un no sé qué de crispante. Por su parte, los redobles de timbal crean una tensión que no se resuelve de inmediato, y luego, cuando la música se acelera, se vuelve aún más dramática. La sinfonía está llena de hechos pavorosos.

—¿Qué son los «hechos pavorosos» de una composición? ¿Cómo puede hablar en esos términos? ¿Hechos pavorosos en una composición musical sin palabras?

—Por supuesto que los hay —exclamó Nita—. Usted mismo acaba de escucharlos. Los distintos temas y la transición entre ellos, el momento y la manera en que concluyen, el diálogo entre los instrumentos… todo eso son hechos, y pueden inspirar miedo.

Michael alzó la vista hacia el techo.

—¿Toca usted profesionalmente? —aventuró.

Nita asintió con un gesto, se mordió el abultado labio inferior y se dirigió a la cocina.

—Escoja un disco —le dijo desde allí—. Están en la cómoda.

En la habitación no había cómoda alguna como no fuera el sólido mueble marrón, alto y estrecho, colocado en un rincón, entre el sofá y la pared donde las cristaleras comunicaban con el balcón. Michael se levantó, se detuvo ante el balcón y contempló durante unos instantes la ancha calle y las colinas, sorprendido de que la vista fuera la misma que la que tenía desde su casa. En las pesadas puertas de madera de la cómoda había una talla en relieve de dos ángeles que revoloteaban sobre un arpa dorada. Dos manos de bronce entrelazadas cerraban las puertas. Michael las abrió y observó los atestados compartimentos.

—Como un niño en una pastelería —dijo Nita.

Michael dio media vuelta y la vio sonriéndole desde el umbral de la cocina.

—¿Están ordenados de alguna manera? —se oyó preguntar.

No se iba a atrever a contárselo. No sabía nada de ella. Sacó de su bolsillo un paquete de Noblesse y una caja de cerillas y le pidió permiso a Nita con una mirada. Ella señaló el cenicero de cristal azul que había junto al teléfono y dijo:

—Podría trasladar a la niña a la habitación de Ido. Y puede abrir la puerta del balcón, ¿o quizá esperará a que traiga el café?

Michael dejó el paquete de tabaco sobre la mesita de cobre y regresó a la cómoda. En los compartimentos superiores se agolpaban muchísimos discos de vinilo. En los demás había discos compactos colocados en dos filas. Michael sacó un par de ellos. Uno era el Andante y variaciones para piano de Haydn, una obra que desconocía. Lo dejó sobre la mesa de cobre, para examinarlo más adelante, y echó un vistazo al otro. En él había una fotografía de Nita, muy atractiva con un traje de noche negro escotado, el chelo en la mano izquierda y el arco en la derecha. Junto a ella, un pianista calvo y entrado en años. La leyenda era: «Nita van Gelden y Benjamín Thorpe interpretan la Sonata para arpeggione de Franz Schubert». Michael sacó el disco que había en el reproductor, leyó la etiqueta y lo devolvió cuidadosamente a su funda, donde estaban los otros dos discos de la ópera de Rossini Guillermo Tell, una obra que tampoco conocía a excepción de su famosa obertura. La sustituyó en el reproductor por la sonata de Schubert. Los sonidos que inundaron la habitación despertaron en él la esperanza de que sería capaz de contárselo todo a su anfitriona. Pero al cabo de un instante, Nita se presentó con gesto tenso. Mordiéndose el labio inferior, señaló el reproductor de compactos y dijo quedamente:

—Hágame el favor de quitar eso.

Michael se apresuró a detener el manantial de sonido a la vez que asentía con la cabeza.

—¿Dónde lo ha encontrado? —preguntó Nita, y guardó el disco.

—Estaba ahí —tartamudeó Michael, mirándola de frente—, en la cómoda. Lo escogí por casualidad.

Los labios de Nita se relajaron. Estaba avergonzada.

—Hacía muchísimo que no lo oía, casi dos años. Hoy día la interpretaría de una manera totalmente distinta —se excusó, pero no parecía suficiente justificación para su conducta—. Voy a traer el café —dijo, y se fue a la cocina para luego volver a toda prisa, trayendo una cafetera de cristal, un par de tazas, leche y azúcar en una gran bandeja de madera. La posó sobre la mesita de cobre y se quedó escudriñándola con toda su atención, pero Michael tenía la clara sensación de que Nita estaba ausente, de que no veía nada.

—Cucharillas, faltan las cucharillas —dijo él.

Nita sonrió como si acabara de despertarse.

—Sabía que me había olvidado de algo —dijo, y regresó a la cocina.

La niña se movió en el cochecito. Emitió un débil sollozo y se quedó en silencio. Nita ya estaba a su lado, con dos cucharillas en una mano y la otra suspendida sobre el asa del cochecito, dispuesta a mecerlo. ¿Cómo podría confiarse a ella?, pensaba Michael. Era una perfecta desconocida, no sabía nada de ella. Ni siquiera el chelo resultaba revelador. La Sonata para arpeggione no indicaba nada.

—Hay que pescarlo justo cuando empieza. No permitir que se vuelva más fuerte —le comunicó.

—¿A qué se refiere?

—Al llanto. A veces, si te apresuras a acunarlos, se vuelven a dormir enseguida. Otras veces no sirve de nada —suspiró.

Y, sin embargo, sí sabía algo de ella. Tal vez sería más fácil por el hecho de que no la conocía. Observó los pausados movimientos de sus manos, que servían el café. Le fascinaba que aquellas manos, que habían cortado las manzanas en finas rodajas, fueran las mismas que interpretaban las primeras notas de la Sonata para arpeggione en el disco. Aquellas manos, grandes y blancas, que ahora servían la leche y sacaban un cigarrillo del paquete de tabaco de Michael, eran capaces de interpretar una sonata de Schubert.

Nita empujó suavemente el cochecito, maniobró por el estrecho pasillo hasta la habitación contigua, donde dormía su hijito, se dejó caer en un sillón y encendió un cigarrillo.

—¡Y yo preguntándole si era músico profesional! —Michael meneó la cabeza.

Nita aspiró el humo y quitó importancia al asunto con un ademán.

—Una grabación la puede hacer cualquiera —dijo con voz ronca.

Michael le preguntó titubeante si era su única grabación.

—Hay unas cuantas más —repuso ella con dulzura, los ojos bajos—. No se deje impresionar. Lo pasado, pasado está —dictaminó a la vez que levantaba la vista hacia él. Una línea vertical muy marcada separaba sus oscuras cejas—. No significa nada con respecto al futuro. Hace un año que no toco ni actúo.

—¿Por el niño?

Nita no respondió. Michael no se atrevía a indagar en su vida con su habitual soltura. Mientras la miraba, se preguntó qué podía decir. Ella dejó el cigarrillo en la ranura del cenicero y envolvió la taza con ambas manos. Las yemas de sus largos dedos se tocaban.

—Tengo un concierto después de Yom Kipur, el primero en más de un año —dijo Nita con brusquedad. Tenía la vista fija en las cristaleras. Daba la impresión de que el sillón se le quedaba pequeño. Cruzó las piernas y apoyó los codos en los estrechos brazos. A Michael le dio la sensación de que Nita contraía el cuerpo y tensaba los músculos para controlar el temblor que la había acometido. De pronto, Nita levantó la mirada hacia él, abrió mucho los ojos con esfuerzo y susurró—: Estoy aterrorizada. Tal vez lo he perdido.

Michael podría haber preguntado qué temía haber perdido, pero la comprendía y se limitó a decir:

—¿Qué va a interpretar?

—Un programa muy variado. En realidad, son dos conciertos. En el primero tengo un breve solo, en la obertura de Guillermo Tell. Mi hermano Theo dirigirá y mi hermano menor también estará en la orquesta, en calidad de primer violín, es el concierto que inaugura la temporada —dejó la taza sobre la mesa—. Y unas dos semanas después, en el segundo concierto, interpretaré el chelo en el Doble concierto —prosiguió, girando la cabeza en dirección al retrato de Brahms—. El otro solista iba a ser un magnífico violinista joven que ha descubierto mi hermano Theo. A Theo se le da bien descubrir a jóvenes genios. Pianistas de Italia y violinistas de Corea del Sur, a veces también músicos del país. Pero el genio se ha puesto enfermo y no podrá venir. Así que será Gabi quien interprete el solo de violín. Va a ser un concierto largo, de mucha enjundia… la Cuarta de Mahler también está en el programa.

—Cuando la oí tocar antes, no era Brahms, pero me pareció conocer la música. ¿Qué era? —preguntó Michael, titubeando, temeroso de quedar como un ignorante.

—Rossini, el solo de la obertura de Guillermo Tell. ¿Conoce la obra?

—La verdad es que mis conocimientos musicales son muy escasos —se apresuró a responder Michael—. Sencillamente, soy un amante de la música.

—Amar la música ya es mucho. Te pone en disposición de aprender llegado el momento adecuado —dijo Nita, y levantó de nuevo la taza.

—La música que estaba tocando me resultaba conocida, pero no logré identificarla.

—¿Hay obras que reconoce de inmediato?

—Sí, cómo no. Por ejemplo, ayer tocó el Doble concierto y la Suite de Bach.

Nita asintió con la cabeza.

—Qué maravilla que toque el chelo. Es un instrumento tan triste… —se sorprendió diciendo—. Me encanta. Yo creo que quien no ha mamado la música, quien no se ha educado en ella desde pequeño, nunca puede comprenderla plenamente a no ser que esté dotado de un talento especial.

—No es necesario comprenderla —afirmó Nita—. Basta con amarla y necesitarla. Sobre todo, necesitarla.

—En su caso es distinto, usted se crió rodeada de música. ¿La tienda de música Van Gelden también es de su familia?

Nita hizo un gesto afirmativo.

—Pasé por delante hace unos días y estaba cerrada. ¿Es un cierre definitivo?

—Lleva seis meses cerrada. No hay nadie que pueda encargarse de ella. Mi padre es demasiado mayor y mis hermanos están muy ocupados, claro. Y yo también. Ninguno de nosotros puede dejarlo todo empantanado para emprender viajes en busca de instrumentos antiguos, partituras y grabaciones valiosas. No hubo más remedio. Entretanto… en fin, mi padre no ha querido venderla, pese a que le hicieron varias ofertas. No se presentó ningún comprador adecuado… Mi padre pone peros a todos —comentó riéndose.

—Pero usted ha abandonado el chelo —señaló Michael.

Aún tenía que descubrir muchas cosas sobre ella. Si hubiera sabido qué consecuencias podía tener esa frase, se lo habría pensado dos veces antes de pronunciarla. O tal vez no.

Nita tardó un momento en responder.

—No lo he abandonado —dijo al fin, y añadió enseguida—: ¿Cómo se atreve a decir que lo he abandonado? —se levantó y se dirigió a la cocina.

Transcurrieron varios minutos sin que sucediera nada. Michael echó una ojeada a su alrededor, se puso en pie y observó el lienzo de encima del sofá y la puerta de la cocina. Abrió las puertas del balcón, se estiró, respiró el aire otoñal. Y al fin logró hacer acopio de fuerzas para seguirla a la cocina. Nita estaba junto a la pila. En ella había una montaña de platos, cacharros y tazas de café puestas del revés. La cocina de gas estaba salpicada de círculos renegridos, como si se hubiera quemado leche derramada una docena de veces y nunca se hubiese limpiado. El suelo estaba pegajoso y el grifo goteaba.

Nita tenía el rostro sepultado en las manos. Los hombros le temblaban. Al oír pisadas, se retiró las manos de la cara. Estaba muy pálida, sin lágrimas. Entrecerró los ojos.

—Discúlpeme, por favor —susurró—. Estoy espantosamente cansada.

—Nos vamos ahora mismo —se precipitó a decir Michael. ¿Cómo se había atrevido a imponerle así su presencia?

—No, no, no quería decir que se fueran. Al contrario, quédese, por favor, si quiere, claro. Me siento como si llevara muchísimo tiempo sin hablar con nadie. Perdone que se lo diga, pero me gusta hablar con usted. Pero no quiero cargarle con mis problemas. Tendrá que disculparme por ser así, es que…

Quedó en silencio, replegada sobre sí misma. De pie junto a la pila, conteniendo las lágrimas, transmitía tal sensación de soledad que Michael sintió el fugaz deseo de tomarla en sus brazos y acariciar sus rizos castaños. Pero no osó acercarse a ella.

—Discúlpeme —volvió a repetir Nita—. No quería que viera este desastre —le dirigió una media sonrisa y se enjugó los ojos—. Ahora que los niños están tranquilos, soy yo la que me pongo a berrear.

Michael echó una ojeada a la cocina. No la habían limpiado desde hacía días, semanas, tal vez.

—¿No le ayuda nadie con las faenas de casa?

Nita negó con la cabeza.

—¿Ha comido algo hoy?

Nita adoptó un gesto pensativo, se pasó los dedos por el pelo y resolló.

—Sólo un bocado —confesó—. Pero he bebido muchos líquidos.

—¡Y está dándole el pecho al bebé! —la regañó Michael.

Ella bajó la cabeza.

—Tal vez deberíamos prepararnos algo de cena. Podríamos bajar a mi casa… —sugirió Michael tras echar otra ojeada a su alrededor.

—Ahora no puedo sacar a Ido de la cama. Podemos cenar aquí, tengo muchas cosas…

—Si quiere… —dijo Michael, titubeante—… también podríamos intentar darle un repaso a la cocina. La puedo ayudar, si quiere —añadió, con el oído atento a los sonidos de la habitación contigua.

—Están dormidos —dijo Nita.

—¿Ponemos manos a la obra? —sugirió Michael.

A lo mejor se lo contaba, a lo mejor no. Lo más difícil sería explicar los porqués, tanto a sí mismo como a ella.

—No sé si podré comer —dijo ella más tarde, mientras observaba cómo Michael batía unos huevos.

—No tiene que forzarse —la tranquilizó él—. Sencillamente haga una ensalada con las verduras que hemos rescatado de la nevera —añadió con una sonrisa—. Luego ya veremos. Mientras las va pelando y cortando, puede contarme cosas.

—¿Contarle cosas?

—¿Por qué no?

—¿Qué quiere que le cuente?

—Lo que le parezca. Tal vez incluso por qué lleva un año sin tocar.

Nita extrajo un cuchillo especial del fondo de un cajón del armarito de cocina y comenzó a pelar un pepino.

—No hay mucho que contar. Es una historia muy banal. Estuve enamorada de una persona, creía que también él me quería. Resultó que no. Me quedé embarazada. Él estaba casado. Todo se desarrollaba en secreto. Después de quedarme embarazada —en este punto se atragantó, tragó saliva, tosió—, él me abandonó. Y no consigo superarlo. No logro rehacerme. Ya le había dicho que no es nada especial, una banalidad. Un melodrama cursi. Como una película egipcia. Una telenovela.

—Lo mismo podría decirse de casi todo. Debería usted perdonarse a sí misma por estar tan afligida. Muchas personas no se permiten dar rienda suelta a sus sentimientos. —Michael comenzó a fregar la sartén que había sacado del fondo de la pila.

—No quise interrumpir el embarazo. No sé por qué le estoy contando todo esto. Lo siento.

Michael levantó la cabeza y dijo:

—Me alegra mucho que me hable con tanta franqueza.

—Viví un par de años metida en una burbuja, ni siquiera le saqué todo el partido posible a la música. Y luego di a luz. Cuando aquel hombre me obligó a escoger entre él o el bebé, no pude obligarme a perderlo. Me fue imposible… Quizá aspiraba incluso a criarlo yo sola. Siempre me he plegado a las expectativas de los demás. Fui una niña mimada de padres ya mayores, con dos hermanos varones. Ya sabe lo que dice la psicología popular —empezó a partir un pepino en trocitos.

—Por lo visto tuvo una infancia feliz —comentó Michael al lado de los fogones—. Ya encontrará a alguien.

—O no —replicó ella, lanzándole una mirada expectante.

Él le devolvió la mirada y sonrió. Había una cierta dulzura en los labios fruncidos de Nita y en la grave resolución de su voz, que quedaba desmentida por aquella mirada con la que reclamaba su asentimiento.

—O no —convino Michael.

—Es posible vivir sin amor… sin un amor romántico, quiero decir —sentenció ella.

—Es posible. —Michael suspiró—. Difícil pero posible.

—Muchas personas viven así —insistió Nita, y se puso a partir un tomate en rodajas.

—Muchas.

—Y sacan su vida adelante, trabajan…

—No cabe duda. Y usted ya ha empezado a tocar otra vez.

Nita colocó las rodajas de tomate en una fuente de cristal.

—Lo más duro de todo —comentó pensativa— es encontrar un motivo para seguir viviendo, un sentido a la vida —titubeó y volvió a sonreír—. A veces creo que quise tener al niño para que me obligase a vivir de una manera responsable, y entonces tengo la impresión de haber actuado con muchísimo egoísmo. Educarlo sin un padre sólo porque yo quería tener un motivo… —el hoyito apareció fugazmente.

—Creo que no debería ser tan racional y crítica. Quizá le sentaría mejor aceptar sus limitaciones sin más. ¿Por qué cree que tienen hijos los casados?

—¿Por qué? —repitió ella fríamente—. Para ellos es natural, lo que debe hacerse. Pero yo conservé al bebé aun después de que se derrumbara la confianza absoluta que había depositado en mi compañero.

—¿Confianza absoluta? Nunca se debe confiar plenamente en nadie —dijo Michael a la vez que daba la vuelta a la tortilla y bajaba el fuego—. Confiar por completo en alguien es en cierto sentido convertirse en un niño. No hay en el mundo una sola persona sin debilidades. Hay que tomar esas debilidades en cuenta, y eso no se hace cuando se decide confiar plenamente en alguien —apagó el fuego—. ¿Qué tal va la ensalada?

Nita levantó la vista del cuenco.

—Está lista, sólo queda aliñarla. Entonces, ¿qué sentido tienen las cosas, de qué vale nada si no se puede confiar en nadie? ¿Cómo puede haber un amor sin confianza?

—No he dicho «confianza», he dicho «confianza absoluta». Es muy distinto. ¿Tiene aceite de oliva?

Nita asintió con un gesto.

—Cenaremos en el cuarto de estar. Esto está demasiado sucio —dijo en tono enérgico y pragmático.

Se dirigió a la sala llevando los platos, los cubiertos y la ensalada. Michael la siguió, esperó a que tomara asiento y depositó cuidadosamente media tortilla en su plato. Retiró las rodajas de manzana, ya marrones, e hizo sitio para el challah que había cortado. Antes de sentarse, fue al cuarto de los niños y se asomó al cochecito. La nena reposaba inmóvil boca arriba. Se inclinó, alarmado, y acercó la mejilla a su pequeña nariz. No se enderezó hasta haber sentido sobre su piel el aliento que la nena exhalaba rítmica y sosegadamente.

—Es imposible librarse de él —dijo Nita—. Del miedo a que el niño muera. Yo sigo comprobando si mi hijo respira cuando se queda muy quieto, aunque ya tiene cinco meses.

—¿Es normal que duerma tanto rato seguido? Recuerdo que, a esa edad, mi hijo no dormía más de una hora sin despertarse.

—Por lo visto está muy a gusto. Ha comido suficiente y ya no siente ninguna molestia. Es una niña muy buena. —Nita observó su plato y pinchó un trozo de tortilla con un movimiento lento, desganado.

—Los niños son los únicos que pueden confiar plenamente en alguien. Y ni siquiera ellos —observó Michael, pensando en la caja de cartón—. Sólo si tienen suerte.

—No puedo —dijo Nita con voz ahogada, y apartó el plato—. No puedo tragarlo.

—Eso también depende de la propia decisión y elección —replicó Michael.

—Todo me pone nerviosa o me ofende o me hiere —dijo Nita disgustada. Una lágrima escapó de la comisura de su ojo y rodó hasta la nariz—. Lo siento. Por lo visto, no estoy preparada para tener compañía. Las personas en mi estado deberían retirarse a un convento.

—No cuando tienen un niño de cinco meses que les ha otorgado su plena confianza.

Nita sonrió, se enjugó los ojos y volvió a colocarse el plato en las rodillas. Michael la miró, esta vez con la certeza de que se lo iba a contar. Pero no esa misma noche.

—¿Hace cuánto sucedió?

—¿Nuestra separación? Desde el principio del embarazo. ¡Calcúlelo usted mismo! —dijo Nita con la voz destemplada—. Me repugna hablar así. Estoy cargada de autocompasión, soy incapaz de aceptar mi error y mi estupidez —quedó en silencio. Michael cogió un trozo de queso—. He vivido en una ilusión. Me he engañado a mí misma. Creía en él. Me equivoqué por completo. Me dijo que no podía vivir sin mí y yo le creí. Quizá me educaron mal —concluyó pensativamente.

—¿Qué es, político? ¿Quién dice seriamente cosas de ese estilo salvo los vendedores y los agentes de seguros? Y los políticos. ¿Se dedica a la política?

—Trabaja en una compañía de seguros —dijo Nita, y rompió a reír.

—Y no voy a hablar de quienes creen ese tipo de declaraciones, de quienes se las toman en serio. —Michael dirigió a Nita una mirada cautelosa y le sirvió un poco de ensalada.

Nita pinchó un trocito de pepino con el tenedor.

—Yo le creí. Seguramente mis padres me mimaron demasiado —sus ojos volvieron a anegarse en lágrimas.

—Eso suele tener el efecto contrario —masculló Michael. Si le dejaran quedarse a la niña, pensó de pronto, él demostraría que era capaz de darle…—. Me parece que está distorsionando las cosas —reflexionó en voz alta—. Cualquier persona capaz de tocar como usted no debería detestarse tanto, o, perdone que se lo diga, sentir tanta lástima de sí misma. ¿No se considera afortunada por poseer ese talento?

Nita despegó los labios, los juntó de nuevo, asintió con la cabeza y dijo:

—Es algo a lo que te acostumbras y deja de parecerte especial. Se convierte en parte de ti, te olvidas de que es…

—Y tiene programado un concierto. ¿Cuándo es?

—El primero después de Yom Kipur, el segundo durante la semana de Sukot.

—¿Dentro de un par de semanas? Tiene un trabajo hecho a su medida y a la del niño. El mundo está lleno de alegrías, sólo hay que saber apreciarlas.

Nita asintió con vehemencia y una sonrisa se insinuó en sus labios.

—¿Cuánto tiempo lleva llorando por él? ¿Más de un año? ¿No le parece bastante? Ya puede quitarse el luto y empezar a vivir de nuevo. Cuando haya empezado a vivir será capaz de ver las cosas con mayor objetividad y dejará de juzgarse con tanta dureza —hizo una pausa—. Además quería decirle… —Nita lo miró expectante—. Bueno, no tiene importancia.

—¡Vamos! ¡Dígamelo!

—No conozco su situación a fondo, pero puedo decirle que he conocido casos similares.

Nita se puso rígida.

—¿A qué se refiere?

—Hay muchas personas, es decir, mujeres, porque los hombres no hablan con tanta franqueza de estos temas, muchas mujeres que han venido a llorar en mi hombro por sus desengaños amorosos. Todas creían que su vida había tocado a su fin, que nunca más les sucedería nada. Y, tras un periodo relativamente breve, ya no le daban la menor importancia al asunto. Por lo visto se olvidaban de sus propias penas antes que yo. Por eso me he vuelto escéptico con respecto a los problemas amorosos. Además, siempre se necesita una chispa de fatalismo, lo que ha sucedido demuestra que no era el hombre adecuado para usted. Por lo que me ha dicho, me parece que no era merecedor de su amor, disculpe que se lo diga.

—¿En serio? ¿Siempre pasa lo mismo? —dijo Nita con amargura—. ¿Y qué me dice de la Callas?

—¿Qué Callas? ¿Maria Callas? ¿Qué tiene que ver con esto?

—¿No sabe lo de Maria Callas? —parecía decepcionada—. ¿No sabe que estaba locamente enamorada del inútil de Onassis? Multimillonario, sí, pero un inútil total. Se quedaba dormido en la ópera mientras ella cantaba. ¿Se lo puede creer? —y añadió con escepticismo—: ¿La ha oído cantar alguna vez?

Michael asintió.

—Entonces, dígame, ¿le parece posible dormirse mientras canta?

Michael negó enérgicamente con la cabeza. Ella persistió en mirarlo inquisitiva.

—Es imposible —dijo Michael al fin, sobreponiéndose a la reticencia derivada de que ella forzara su respuesta. Aun cuando había hablado con sinceridad, sus palabras quedaban privadas de sentido—. Al menos, a mí me es imposible.

—¿Qué le ha oído cantar?

Ahora Michael tuvo que sobreponerse a la resistencia inspirada porque le pusiera a prueba.

—Unas cuantas cosas. Norma, La Traviata. ¿Pero por qué se ha acordado de ella ahora?

—Porque Onassis la dejó embarazada cuando ella ya no era joven. Y aunque Callas deseaba ardientemente tener el niño, él se empeñó en que se librara de él. Y ella le obedeció para no perderlo. Pero, a pesar de todo, él la dejó por Jacqueline Kennedy. Callas se quedó sola, totalmente hundida, y después murió por tener el corazón destrozado. Eso puede llevar a la muerte, ¿sabe?

—Nunca he dicho que no —replicó Michael a la defensiva.

—No sólo pasa en los libros y en las películas.

—Pero Callas no tuvo el hijo. Abortó. Por elección propia. Y no es una decisión insignificante, es un paso trágico. Usted ha tomado otra opción. A fin de cuentas, parece que usted no es la Callas, y perdóneme que se lo diga.

—Pero ¿cuántas veces puede suceder algo así en la vida de una persona?

—¿Algo así? ¿Enamorarse? ¿Confiar plenamente en alguien? ¿Conocer a alguien que te mira a los ojos y te dice que no puede vivir sin ti? Depende.

—No me refería a eso.

—No la conozco —dijo Michael con cautela—. Sólo la he oído tocar, y la he visto con el niño. Toca usted maravillosamente, lo digo de corazón. ¿Cómo puede dudar entonces de que volverá a enamorarse? ¿Y si vuelve a enamorarse de la persona equivocada? ¿Es eso lo que me preguntaba? Es posible —estiró las piernas y apoyó la barbilla en la mano.

—Pero ¿qué dice? —estaba ofendida—. Nunca… de ninguna manera.

Michael sonrió.

—Así que era eso —dijo a la vez que mojaba un trocito de pan en la salsa de la ensalada—. Tal vez lo que le molesta es la idea de que puede superarlo demasiado deprisa, el hecho de que puede vivir sin él. E incluso quizá vivir mejor sin él. Al fin y al cabo, es un hombre casado, era una relación clandestina… eso no es muy agradable, más bien es una larga humillación. Quizá le trae más cuenta estar sin él. Es un alivio, eso sin duda. Pero tal vez le asusta pensar que en realidad es una solución mejor y más razonable.

Nita tragó el último trozo de su tortilla.

—¿Qué sabrá usted? —replicó al fin—. Ríase de mí, si le apetece.

—Dios no lo quiera. No me estoy riendo de usted. Sé muy bien de qué estoy hablando. En primer lugar, yo también estoy divorciado, y, además, también he estado enamorado, y me he enterado de algunas cosas a lo largo de mi vida.

—¡No lo ve! —dijo ella triunfante—. Usted vive solo. Es un hecho. ¿Sabe cuántos años tengo?

Michael negó con un gesto.

—¡Treinta y ocho! —exclamó Nita—. ¿Cuántas veces más seré capaz de confiar en alguien?

Michael echó la cabeza hacia atrás y rompió a reír. Nita tenía una dulzura especial, como la de una niña pequeña. En aquel momento la habría abrazado si se hubiera permitido tocarla. El semblante de Nita se entristeció, estaba dolida. Michael dejó de sonreír.

—Una edad estupenda, los treinta y ocho, fantástica. Y ahora, mientras los niños duermen, ¿por qué no la ayudo a ordenar la cocina? Y, entretanto, podría poner un poco de música.

Así lo hicieron. En el cuarto de estar, Alfred Brendel interpretaba Andante y variaciones para piano de Haydn. De tanto en tanto, Nita hacía una pausa para escuchar.

—¡Es tan hermoso! —dijo una vez. Tarareaba al son de la música. Luego dijo—: ¡Qué genial era Haydn! ¡No tenía ni un pelo de tonto!

Michael guardaba silencio. Aquella música que oía por primera vez, delicada, con una melodía sorprendente, le inspiraba añoranza y melancolía. Escuchó el sonido lento y majestuoso del piano, y supo que siempre reconocería esa pieza en cuanto oyera la primera nota. Volvió a sentirse avergonzado de su impulso de quedarse con la niña, y tomó agudamente conciencia de que aquel impulso reflejaba una cara oculta de su personalidad que estaba en flagrante contradicción con su imagen. Quizá estaba sirviéndose de la niña, como había dicho Nita, para dar sentido a su vida. Inopinadamente, aquella música sorprendente, delicada y triste, tan distinta de todo lo que conocía de Haydn, le inspiró un fuerte deseo de llorar. La pila ya estaba vacía. Nita llenó con agua hervida los dos biberones y disolvió los polvos amarillentos. Sus miradas se cruzaron y ella sonrió. La música terminó.

—Otra vez, por favor —dijo Michael.

—Sí, es verdaderamente hermosa —dijo ella mientras regresaba a la cocina, y la música comenzó de nuevo—. Ojalá llegue a tocar con Brendel algún día. He tocado con pianistas buenos —dijo tímidamente—. Pero Brendel es magnífico.

Las sillas descansaban apiladas sobre la mesa de la cocina. El suelo estaba casi seco. Todo resplandecía de puro limpio. Ni un ruido procedente de la habitación de Ido. Michael tenía la impresión de que habían pasado siglos desde que experimentara un sentimiento de amistad, una relación normal. Lo inundó una sensación placentera tan poderosa que se asustó.

—¿La despierto para darle el biberón? —preguntó.

—Ni se le ocurra —dijo Nita tajante—. ¿Cuántos años tiene su hijo?

—Casi veintitrés.

—Y, cuando era pequeño, ¿se pensaba todavía que había que dejarlos llorar y darles el biberón sólo cada cuatro horas?

—No lo creo. No lo recuerdo —sonrió—. Yo diría que se pasaba el día tomando el biberón. No tenía otra cosa que hacer, aparte de llorar. Sus abuelos pensaban que yo lo malcriaba al cogerlo en brazos cada dos por tres en lugar de dejarle llorar. Se me encogía el corazón.

—¿Cuándo se divorció?

—Hace mucho tiempo.

—¿Por qué?

—Ni siquiera tendríamos que habernos casado. No estábamos hechos el uno para el otro. No nos queríamos.

—¿Y desde entonces no ha vuelto a casarse?

—No.

—¿Por qué?

—Nunca ha surgido la ocasión —replicó Michael encogiéndose de hombros.

—¿Nunca ha surgido la ocasión?

Sin decir nada, Michael se dirigió al cuarto de estar; luego regresó a la cocina, desplegó las sillas, puso dos de ellas lado a lado y tomó asiento. Después se colocó delante el cenicero azul, encendió un cigarrillo y señaló la silla vacía. En ese preciso instante, cuando estaba a punto de contárselo, un potente gemido salió de la habitación de Ido. La nena se había despertado y sus sollozos ahogaron la música y despertaron también a Ido.

—¿A qué se dedica? —preguntó Nita mientras se sentaban uno junto al otro, con los bebés en los brazos.

—Trabajo en la policía —repuso Michael sin retirar la vista de la boquita rosa pegada a la tetilla. Imaginó sentir un cosquilleo en sus pezones. Esa sensación lo dejó muy turbado, haciéndole centrar la atención en su cuerpo, como si pretendiera descubrir una pavorosa transformación sexual en pleno curso, la alarmante intensificación de los rasgos femeninos que, según había oído decir, tenía lugar en los hombres de cierta edad. ¿O no serían más que cuentos de viejas?

Como era de esperar, la lacónica respuesta dejó atónita a Nita. Era la primera vez que conocía a un policía. Pensaba que todos eran… Al no dar con el adjetivo adecuado, se quedó callada.

—Prejuicios —masculló Michael.

Nita dejó a Ido en la cuna y él colocó a la nena en el capazo del cochecito. Se lo podría contar al día siguiente, pensó al ver que casi era medianoche.

—¿Y qué trabajo desempeña en la policía? —le preguntó Nita mientras él titubeaba junto al cochecito.

—Acabo de reincorporarme tras un permiso de estudios de dos años.

—¿Qué ha estudiado?

—Derecho.

—¿Y se ha licenciado? ¿En dos años?

—No. Acabaré la carrera dentro de un par de años, a la vez que trabajo.

—¿Y a qué trabajo se ha reincorporado? ¿Algo relacionado con sus estudios?

—Me dedico a la investigación de grandes delitos. Por lo general, estoy al frente de equipos que investigan asesinatos —dijo Michael, previendo la siguiente pregunta.

—Un trabajo muy importante. Y que da miedo —comentó ella con infantil admiración, los ojos muy abiertos.

—Muy importante —repitió Michael. Nita lo miraba con tanta seriedad que a él se le escapó una sonrisa—. ¿Es que ustedes, los holandeses, no tienen sentido del humor?

Nita meditó un instante.

—No. No sé cómo serán los holandeses en general, pero en mi familia no existía el sentido del humor. Aunque sí una gran ironía, no sé si puede considerarse un tipo de humor.

—Para ser irónico hay que saber apreciar el ridículo, o al menos poseer una inteligencia creativa —comentó Michael tras una breve reflexión—. Pero, de hecho…

—¿Sí?

—La ironía y el humor son dos cosas opuestas. La ironía siempre es agresiva. Y lo es por necesidad, porque en realidad es una defensa.

—En tal caso, mi padre es un hombre muy agresivo.

Michael guardó silencio. El momento no le parecía adecuado. Empujó el cochecito. La nena, con los azules ojos abiertos, emitió un gorgorito. Michael tenía la sensación de que lo miraba a los ojos.

—Mire qué buena es —se maravilló Nita—, y guapísima.

—No diga eso —le advirtió Michael, y estiró la mano para tocar el armazón de madera del sofá.

—¿Es supersticioso? Me alecciona con tanta lógica, ¿y resulta que es supersticioso?

—Lo soy —confesó Michael y, en el tono con el cual recordaba que hablaban las mujeres en su Marruecos natal, añadió—: ¿Qué le voy a hacer? —se puso en pie para irse.

—No se vaya todavía —dijo Nita—. Quédese un ratito más. Podemos tomar una copa de coñac o de lo que sea. —Michael no volvió a sentarse pero tampoco se movió—. Su presencia ahuyenta los pensamientos negativos que me atormentan —le explicó con la vista baja—. Pero quédese sólo si le apetece, si está cansado o… —murmuró.

La niña parecía estar a sus anchas. El piso desprendía ahora un aroma limpio. No había motivos para apresurarse. Se lo contaría todo mientras tomaba un coñac. Contárselo le haría sentirse mejor. Tal vez. Sería un alivio. De pronto tuvo esa certidumbre, al menos hasta el momento en que tomó de nuevo asiento y encendió un cigarrillo. Con la vista fija en la copa de coñac, volvió a sopesar los pros y los contras. Imaginó que ella empalidecería, o se sonrojaría, en todo caso quedaría horrorizada, exigiría que hicieran algo de inmediato, informar a las autoridades, buscar a la madre de la niña. Le preguntaría por qué quería lo que quería. Volvió a inundarle una mezcla de vergüenza y ansiedad emanadas del deseo de conservar para sí a la niña y del hecho de que ni él mismo era capaz de explicárselo. Nita reposaba en silencio, con las piernas recogidas bajo el cuerpo. Una vez terminada la limpieza, se había cambiado de ropa. Se había puesto una blusa azul arrugada pero limpia. Su delgadez saltaba a la vista. Nita balanceó la copa entre las palmas de sus grandes manos y lo miró con dulzura.

—¿Por qué se llama Nita? ¿Es un diminutivo? —preguntó Michael para ganar tiempo.

—No. Es un nombre. Me lo pusieron en honor de Nita Bentwich, la hermana de Thelma Yellin. Querían llamarme Thelma, pero mi madre conocía a una Thelma que le caía fatal, una antigua compañera de colegio, por eso prefirieron darme el nombre de su hermana, que murió antes que ella.

—¿Thelma Yellin? ¿La mujer que ha dado nombre a un colegio?

Nita asintió con la cabeza.

—Era chelista también, ¿verdad?

—Una chelista excepcional. Tocaba con Schnabel, Feuermann le regaló su chelo, y tuvo a Casals de maestro.

—La familia Bentwich es de Zichron Yaakov. ¿Me equivoco al pensar que Nita Bentwich se suicidó?

—No lo sé con certeza. Sólo sé que era enfermiza —repuso Nita evasivamente.

—¿Así que sus padres decidieron por adelantado que usted fuera chelista?

—Siempre decían que no —replicó Nita riéndose—. Decían que era un pequeño tributo a la memoria de Thelma Yellin. Fue una gran figura. Cuando se refería a ella, mi madre siempre usaba el adjetivo «genial». La conocía bien. Le gustaba hablarme de que Thelma había fundado una orquesta, de la música de cámara que interpretaba, de su influencia en la vida musical, de la vitalidad que tenía, ese tipo de cosas. Mis padres creían que yo iba a ser pianista, como mi madre. Pero escogí el chelo. Según la leyenda familiar, a los cuatro años oí música de chelo y exigí que me regalaran uno. Mi conexión con Thelma Yellin no fue de nacimiento.

¿Era prudente confiarle su secreto a una mujer que se había criado entre algodones? Ésa era la pregunta que ahora preocupaba a Michael. Nita no era presuntuosa, se recordó, pero aun así prefirió darse más tiempo.

—¿Y su madre?

—¿Qué?

—¿Qué instrumento tocaba?

—Ya se lo he dicho… el piano. Pero su carrera se truncó. Primero por la guerra y la necesidad de emigrar aquí, y después porque tenía que ocuparse de la tienda con mi padre. Lo hacían todo juntos —las comisuras de su boca se torcieron en un gesto burlón—. Dejó de tocar por culpa de la tienda. Es el típico ejemplo de mujer que tiene que sacrificar su carrera profesional. Claro que la guerra también tuvo su influencia. Si le preguntabas si era feliz, siempre decía que sí. Sólo tocaba en casa.

—¿Ella también era irónica?

—No. —Nita emitió una risita y tomó un sorbo de coñac—. Era una mujer inquieta. Siempre estaba preocupada por mí. No podía contarle mis problemas. Cuando estuve estudiando en Estados Unidos, se angustiaba más que yo por mis exámenes. Y cuando yo iba a dar un concierto, ella entraba en crisis nerviosa. Vivía con el perpetuo temor de que en Nueva York me asaltaran por la calle. Crecer en ese ambiente —dijo pensativa— es muy duro, ¿sabe? No te puedes permitir ser infeliz porque destrozarías a tu madre. Cuando eres la niña de los ojos de unos padres mayores, y todo el mundo te adora, ¿qué motivos puedes tener para sentirte desgraciada?

—Eso digo yo…

—Es que… siempre me ha costado mucho tomarme las cosas a la ligera. Supongo que hay personas que nacen así, con esa hipersensibilidad. Y no estoy fanfarroneando, es un hecho.

—Seguramente está relacionado con que sea artista.

Michael podría haber pospuesto el momento de la verdad, pero el suspense de no saber cómo iba a reaccionar Nita se le hacía ya excesivo. Y precisamente en el instante en que un agradable silencio envolvía la habitación, se oyó decir:

—Quería decirle de la niña…

—¿Se refiere a Noa? —preguntó ella, mirando su vaso.

—Llamémosla Noa si queremos.

—¿Cómo que si queremos? Es así como se llama, ¿o no?

—No está claro —repuso Michael con prudencia. Se le había desbocado el corazón y le faltaba el aliento.

Nita estiró las piernas, se enderezó en el sillón azul, dejó la copa en la mesita de cobre, frunció el ceño y, al cabo, dijo:

—No le comprendo.

Michael se lo explicó.

—¡No me lo puedo creer!

Michael hizo un gesto de asentimiento.

—¿En una caja de cartón? ¿En el refugio antiaéreo? ¿Quién dejaría a una niña, a una niña de pecho, en un refugio antiaéreo? ¿Está diciéndome la verdad? ¿Es ésta la verdadera historia?

Michael asintió.

—Pero si es preciosa… con su piel blanquita… y tan buena, y…

—¿Y eso qué más da?

—¿Quién querría abandonar a una niña así? ¿Sabe cuantísimas personas estarían dispuestas… estarían encantadas… se pelearían por ella?… ¿Quién puede haber querido abandonarla?

—Una persona desesperada.

—Podría haberla entregado en adopción —objetó Nita—, si no tenía otra posibilidad.

—Si quería ocultar la existencia de la niña, no tenía esa opción —replicó Michael.

Nita se quedó en silencio. Él encendió otro cigarrillo.

—¿Qué piensa hacer ahora?

Transcurrió un buen rato sin que Michael respondiera. Nita quedó a la espera. Tenía la vista posada en él, con tensa y cautelosa expectación. Michael sabía lo que quería decir, pero no se atrevía a pronunciar tales palabras: Quiero que se quede conmigo. Le sonaban absurdas e irracionales aun cuando las decía para sí. Se daba asco a sí mismo. Tosió. Y, al fin, se limitó a decir:

—Hablaremos de eso mañana. Tengo que consultarlo con la almohada. Entretanto, la niña está aquí y tiene que permanecer en secreto.

—Yo no hablo con nadie —lo tranquilizó Nita.

—E incluso aunque hablara con alguien… —le previno él.

—Incluso si hablara con alguien, no diré ni una palabra —le prometió Nita.